jueves, 29 de septiembre de 2011

José Ovejero Basado en hechos reales

José Ovejero
Escritores delincuentes
Alfaguara. Madrid, 2011


Hay dos libros en este libro de sugerente título, un ensayo sobre temas como la literatura y el mal o las relaciones entre la vida y la ficción, y una colección de breves semblanzas biográficas. El primero –desarrollado en los capítulos iniciales y finales—  resulta bastante menos interesante que el segundo.
            José Ovejero hace gala de una cierta ingenuidad: “Los escritores de hoy son, o aspiran a ser, habitantes de confortables apartamentos y hoteles con aire acondicionado y conexión a Internet, y muchos van a la oficina mientras llega el éxito que merecen. Pero al mismo tiempo no quieren renunciar al aura romántica del creador bohemio y original; al establecer una solidaridad con el criminal, el escritor se acerca a él, a su experiencia excepcional, y la hace propia; porque uno de los puntos débiles del escritor es que tiene a saber mucho sobre las representaciones de la realidad, pero tiene escasa experiencia de ella”.
¿Y los criminales de hoy –se le ocurre preguntar al lector— no aspiran a ser habitantes de confortables apartamentos y hoteles con aire acondicionado y conexión a Internet? ¿El “aura romántica del creador bohemio y original” pasa por asaltar gasolineras o cometer pequeñas o grandes estafas? Un tanto confusa resulta la manera de razonar de José Ovejero: “A cierto público le interesan más los mitos que la literatura y prefiere leer el libro mediocre de una prostituta de lujo o de un asesino a la obra maestra de un funcionario, como si un autor de vida extraordinaria pudiera transportarlos en su estela a un mundo menos monótono y previsible”. De una prostituta de lujo o de un asesino nos interesa su vida, no su literatura; de un funcionario solo nos interesa su vida si acierta a convertirla en literatura. Pero incluso en el primer caso nos aburre pronto si no está bien contada, y por eso generalmente la redacta otro, aunque la firme el protagonista.
            José Ovejero, pese a que titula su libro Escritores delincuentes, no acierta a distinguirlos muy bien de los delincuentes que escriben, que tratan de ganar algún dinero contando sus delitos o su experiencia carcelaria. Y son cosas muy distintas, aunque no siempre los límites resulten claros, y no falten ejemplos del paso de una categoría a otra: es el caso de Chester Himes, en el ámbito de la serie negra, y de Jean Genet, ladronzuelo de poca monta, aguafiestas profesional, y uno de los grandes nombres de la literatura francesa.
            El conocimiento que José Ovejero muestra de los escritores de los que se ocupa resulta algo desigual. Sorprende especialmente la superficialidad con que trata a los autores de lengua española. Las pocas líneas dedicadas, en las primeras páginas, a González-Ruano no animan a seguir leyendo. La segunda vez que lo menciona lo llama Gómez Ruano y aunque se trata solo de una errata no deja de suponer escasa familiaridad. César González-Ruano fue detenido por la Gestapo en París la tarde del 10 de junio de 1942. Es un episodio ciertamente novelesco, que ha tentado a más de un escritor (el más reciente José Carlos Llop), pero que aquí se despacha con incomprensible superficialidad. José Ovejero se basa en la novela Cherche-Midi, en la que González-Ruano recrea sus experiencias carcelarias. Ni siquiera se toma la molestia de leer las memorias del escritor, Mi medio siglo se confiesa a medias, donde dedica unas páginas a esa experiencia, tan interesantes por lo que cuenta –no oculta su simpatía por los alemanes ni su antisemitismo— como por lo que calla. “Todo hay que decirlo de lo que se puede decir”, escribe.
            José Ovejero prefiere contarnos la vida de personajes que poco tienen que ver con la literatura, como el político conservador sir Jeffrey Archer, autor de unas malas novelas policíacas, o los ex convictos Jimmy Boyle y Hugo Collins.
            Pero narra bien, y su libro se lee como un conjunto de sugerentes reportajes periodísticos. Por lo general, acierta cuando cuenta, tropieza cuando reflexiona. “Las novelas ‘basadas en hechos reales’ —escribe— han atraído de antiguo a cierto tipo de lectores que, algo incomprensible, leen ficción para conocer la realidad o que quisieran que la realidad tuviese la estructura de una novela”.
            ¿Incomprensible leer ficción para conocer la realidad? ¿Para qué se escribieron las grandes novelas del siglo XIX, realistas y naturalistas, sino para conocer mejor la realidad? ¿Para qué se documentaba Zola sobre la vida de los mineros cuando pretendía escribir una novela ambientada en una mina? El pretexto argumental podía ser inventado, pero hasta el más pequeño detalle debía ser exacto. Y no sabemos cuál es la estructura de la “realidad” –físicos y filósofos no se han puesto de acuerdo—, pero lo que sí sabemos es que los hechos reales, bien contados, tienen siempre la estructura de una novela. De una apasionante novela.
            A todos los lectores les gustan los libros que llevan más allá de los libros. De ahí el éxito de las biografías, de las memorias, de los grandes reportajes periodísticos, de las novelas que son algo más que novelas. Solo la gran literatura puede ser solo literatura. Y quizá tampoco… Leemos a Homero y no podemos dejar de pensar que en sus hexámetros, más que en los restos arqueológicos, está lo que nos queda de la Grecia arcaica.
            Escritores delincuentes, de José Ovejero, no es precisamente gran literatura, ni lo pretende (qué ingenuamente didáctico su “véase la figura 9, o 10” para aludir a cuadernillo central con los retratos de los escritores), y si nos interesa es por los “hechos reales” que nos cuenta, no por sus consideraciones sociológicas, por esos hechos reales, singulares y enigmáticos que, en más de un caso, nos animan a saber más, a seguir investigando por nuestra cuenta.

jueves, 22 de septiembre de 2011

José Ángel Valente: Liquidaciones y descubrimientos

José Ángel Valente
Diario anónimo (1959-2000)
Edición de Andrés Sánchez Robayna
Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2011


Hay libros que interesan por sí mismos, al margen de quien sea un autor, y otros que interesan solo si nos interesa su autor. Este Diario anónimo –raramente diario y en absoluto anónimo— que acaba de ser rescatado de entre las "virutas de taller" (para decirlo con una expresión de Machado que le gusta utilizar a Miguel d'Ors) dejadas por José Ángel Valente constituye un buen ejemplo de lo segundo. No es una obra literaria concebida como tal que aparece tras su muerte, al modo de los Fragmentos para un libro futuro, sino una heterogénea serie de apuntes redactados a lo largo de cuarenta años. No quiere eso decir que carezca de valor. Para los admiradores de Valente   ningún placer mayor que acercarse a su mesa de trabajo, rebuscar entre sus papeles, escuchar algunas pungentes confidencias.
            No todos los textos incluidos son inéditos: abundan los fragmentos de Notas de un simulador y no escasean los poemas de Fragmentos para un libro futuro. Quizá hubiera sido mejor eliminarlos o, al menos, señalar en nota, su publicación anterior. El editor, Andrés Sánchez Robayna, ejemplar por lo demás, ha preferido reproducir íntegro el contenido azaroso de estos cuadernos, salvo “más de cincuenta páginas de referencias bibliográficas de todo tipo” y “cuatro anotaciones –unas veinte líneas en total, todas ellas relacionadas con el medio literario— que estamos seguros que el autor no hubiera deseado ver impresas”. No estoy yo tan seguro de que al autor le preocupara mucho la divulgación de sus opiniones sobre el medio literario; en sus últimas entrevistas arremetió con contundencia contra los escritores que detestaba, en especial José Hierro y los poetas del cincuenta, y Gabriel Celaya y señora no se libran de algún exabrupto en estos apuntes.
            ¿Qué encontramos en estos “cuadernos de trabajo”, mejor que diario? En los primeros años, muchas citas de textos en inglés y en francés, preparatorias unas de sus trabajos críticos de entonces (los reunidos en Las palabras de la tribu, por ejemplo) y muestras todas de una curiosidad intelectual y de una pluralidad de intereses poco común entre los escritores españoles de aquel tiempo. También las notas de un viaje a Cuba, a finales de 1967, que me parecen entre los núcleos de interés del volumen. Valente es uno de los jóvenes intelectuales agasajados por el régimen. Se aloja en el hotel Habana Libre, en “una espléndida habitación con vistas al mar, del lado del malecón”. Como regalo de bienvenida encuentra “ron, tabaco y una caja de bombones” (estos últimos “horrendos”, precisa). Le llevan y le traen, junto a los otros invitados. Le entregan “un sobre con dinero” (no nos dice si pago de su trabajo como jurado en el premio Casa de las Américas o por otros servicios). Conoce a Heberto Padilla. “Tiene un aire inteligente y mordaz, que me agrada” es su primera impresión; luego lo encuentra “inquieto, áspero, cargado de críticas”. Charla a menudo con Lezama Lima, una de sus grandes admiraciones desde entonces. Sobre el problema de los homosexuales (su represión por el régimen) opina que “es un mecanismo de descarga de la agresividad colectiva, montado sobre el sustrato del machismo cubano”. Encuentra admirable la postura de quienes, como Rodríguez Feo, resisten “contra viento y marea, teniendo todas las posibilidades de dejar Cuba”. Encuentra reconfortantes los criterios de Haydée Santamaría sobre la creación artística y le emociona la emoción con que habla “en el espíritu del Che”. Por dos veces charla con Castro en la recepción que se ofrece a los congresistas en el Palacio Presidencia.    El idilio de Valente con la revolución cubana termina, como el de tantos otros, con el caso Padilla. En un artículo publicado en la revista Triunfo en junio de 1971 escribe: “Cuantas más declaraciones hace Padilla, cuanto más asume el papel que le han impuesto, más denuncia la vulgaridad del modelo represivo por el que el gobierno cubano ha optado”.
            Acá y allá, algún apunte para la polémica literaria, en la que tan activo estuvo en los últimos años. Bien conocida es su fobia al “manido y fraudulento tema de las generaciones”, sobre el que, sin embargo, no podía dejar de volver una y otra vez: “Dice el bueno de Ángel González que conoció a Barral en 1955. Yo los había conocido a todos antes. En esas fechas, yo me fui a Inglaterra y ya no volví. De su encaje en la llamada generación del 50 escribe: ‘Podría decirse de nosotros que teníamos una forma parecida de vivir y de beber, cosas ambas que unen mucho’. Ni en el vivir ni en el beber tuve nunca nada en común con ese grupo”. Quizá no en el vivir ni en el beber, pero sí en su manera de concebir la literatura, al menos en los primeros años, cuando realizó la inicial antología del grupo y no tenían inconveniente en aceptar las invitaciones del régimen cubano.
            El intelectual y el polemista dejan paso, en los años finales, a las confidencias del hombre enamorado y del hombre herido por la trágica muerte –sobredosis— de su único hijo. Es otro Valente, un inesperado Valente, el que encontramos aquí, Tras un fin de semana en París con su gran amor de los últimos años escribe: “Su sonrisa, su cuerpo, la proximidad de su boca y de su hálito –de su espíritu, de la calida humedad de su espíritu—, disuelven todos los fantasmas. Coral, si alguna vez lees estas páginas, cuando yo ya no esté, sabe que te quiero”.
            No falta el recuento de enfermedades y cotidianidades (Rosa Navarro le invita a una lectura de poemas en Barcelona, Ángel Campos a otra en Badajoz), muy acordes con la más banal concepción del diario.
            El trasfondo de alguno de sus poemas lo leemos ahora sin literatura. Uno de los fragmentos de No amanece el cantor dice así: “Un hombre lleva las cenizas de un muerto en su pequeño atadijo bajo el brazo. Llueve. No hay nadie. Anda como si pudiera llevar su paquete a algún destino. Se ve andar. Se ve en una paramera sin fin. Al término, el ingreso devorador lo aguarda del ciego laberinto”. El 28 de febrero de 1990 escribe: “Hoy, hacia la una y media, recogí las cenizas de Antonio en Saint Georges. Caía una lluvia menuda y fría. Volví a sentir un intensísimo dolor. Hace ocho meses exactos de su muerte”. En estos casos, sobra cualquier literatura.
            Anticipando las críticas que se podrían hacer a la publicación de estos apuntes, Valente cita a Robert Musil: “Lo más frecuente es que las obras póstumas evoquen de forma sospechosa las liquidaciones y los saldos”.
            Algo de liquidación, saldos y rebajas hay en este Diario anónimo, pero eso no disminuye su interés –todo lo contrario— para quienes se interesan por el poeta esencial y hondo, por el inquieto pensador, por el exigente fustigador de inercias intelectuales que fue José Ángel Valente.  

jueves, 15 de septiembre de 2011

Iñaki Uriarte: Ejercicios de inteligencia

Iñaki Uriarte
Diarios
(Segundo volumen: 2004-2007)
Pepitas de calabaza. Logroño, 2011


Se ha dicho que el diario, un género tan de moda en los últimos años, es la huella dactilar del escritor. Por eso no hay dos diarios iguales. La huella que Iñaki Uriarte deja en el suyo es una de las más insólitas: la de un hombre feliz.
            La literatura no la han escrito los hombres felices. La felicidad no tiene historia. Quizá por eso, Iñaki Uriarte, bilbaino que nació en Nueva York el año 1946, no comenzó a escribir (si se exceptúan algunas esporádicas reseñas) hasta bien pasados los cincuenta y a publicar cuando ya era un sexagenario.
            A escribir lo mínimo: menos de cincuenta páginas al año, con lo que necesita cuatro o cinco para formar un volumen de pequeña extensión. Pero como es un hombre afortunado esas pocas páginas tardías, y aparecidas en una editorial de casi nula distribución, le han bastado para convertirse en un autor de culto.
            Presume Iñaki Uriarti de no haber trabajado en la vida. Ahora puede presumir también de haber conseguido la mayor atención posible con la menor cantidad de esfuerzo posible. Para una y otra cosa hace falta, además de alguna suerte, mucho talento. Y algo quizá más raro todavía: sentido común.
            A Iñaki Uriarte le basta con la atinada mezcla de unos pocos ingredientes para conseguir una obra que leemos de un tirón y no nos cansamos de releer.
            Descree de las abstracciones, de las generalidades: “Me he interesado más por los individuos que por las grandes construcciones y la Historia. Me ha resultado más atractivo y menos arduo. Sé mucho más de Montaigne que de Felipe II, estrictamente coetáneos”.
            Montaigne es una presencia constante en estas páginas, es el gran maestro, el iniciador de una literatura en la que el yo avanza hacia el centro del escenario. Junto a él, otros nombres menos conocidos, como Girolamo Cardano: “Compuso un libro muy íntimo, mucho más lleno de detalles particulares que de grandes pensamientos moralizantes y dejó una de las primeras imágenes en letra impresa de un individuo: el autorretrato emotivo y vivísimo de un tipo estrafalario, inteligente, difícil de tratar”.
            Nada difícil de tratar parece el personaje que se autorretrata en estas páginas. No condesciende nunca con la queja ni con la autocompasión. “Dos días de insomnio”, escribe. Y cuando esperamos las quejumbrosas lamentaciones habituales: “Ya pasará”. Y a continuación: “Schopenhauer decía que una muestra de que vivir no vale la pena es que solemos ir a dormir de buena gana y nos despertamos de mala gana. Eso a mí no me pasa. Desde hace años, yo me levanto muy a menudo de buena gana, o por lo menos de un modo neutral. Pero, claro, porque me levanto cuando quiero. Este es uno de los grandes privilegios de mi vida en el que debería pensar más. Qué cantidad de mal humor me he ahorrado a lo largo de los años”.
            En estos diarios, además de atinadas, contundentes y sorprendentes opiniones sobre esto y aquello, hay apuntes para una historia familiar y una crónica generacional. Todo en pequeñas dosis, sin una palabra de más. Iñaki Uriarte conoce bien el consejo de Voltaire: “El secreto de aburrir es contarlo todo”. Él solo cuenta lo mínimo necesario para sugerirlo todo.
            Su generación pasó, en buena parte, del marxismo y de coquetear con el activismo armado a la más furibunda extrema derecha. Iñaki Uriarte, a pesar de sus antecedentes familiares, nunca fue nacionalista y por eso tampoco es antinacionalista (para ser antinacionalista hace falta militar en algún nacionalismo).
            A veces, para descalificar a un personaje, le basta con citarlo. En un periódico asturiano (Iñaki Uriarte visita con frecuencia Asturias) lee unas palabras que podrían figurar en lugar destacado en cualquier antología de la barbarie universal. Las copia sin necesidad de añadir ningún comentario: “Una Constitución que ha abolido la pena de muerte y que no tiene posibilidad de fusilar a Ibarretxe es muy difícil que se mantenga. Lo de Ibarretxe es alta traición, lo de Maragall es alta traición; toda la Historia, desde Pericles, nos muestra que hubiera sido un juicio sumarísimo”. Esas palabras las pronunció un filósofo, Gustavo Bueno. Y, ciertamente, no hace falta añadir más.
            Y junto a Bueno, otro gran patriota, Jiménez Losantos. Mucha tinta movió un asunto que Uriarte reduce a dos líneas: “Se ha admitido a trámite en las Cortes un nuevo Estatuto para Cataluña, aprobado por el 85% del Parlamento catalán”. Y a continuación lo que escribe Jiménez Losantos: “Día de difuntos de 2005. España ha muerto. ¿Quiénes han sido los responsables? Zapatero y Polanco”.
            Esas mínimas pinceladas de energumenismo, esas selectas muestras de la barbarie nacional, acentúan la rareza de este continuo ejercicio de inteligencia y sentido común. No es necesario, sin embargo, estar de acuerdo con todas sus opiniones, para admirarlo y disfrutar con su lectura. Podemos no coincidir con lo que piensa de algún asunto concreto, pero nunca nos sentiremos agredidos.
            “¿Por qué la felicidad tiene tan mala prensa?”, se pregunta. Sus diarios son un inventario de pequeñas y grandes felicidades. La mayor, casi una experiencia mística, la encuentra en un lugar tan poco exótico como Benidorm: “Me levanto, entro en el agua, me zambullo, doy justo cincuenta brazadas y, a unos cien metros de la orilla, mirando hacia la isla y el horizonte, encuentro lo que algunos tal vez encuentran con las drogas, el yoga oriental o el canto gregoriano. El grado cero de la existencia. Nunca he conseguido nada semejante en otra playa ni en ninguna piscina. Se ve que hace falta practicar y repetir lo mismo a menudo y en el mismo sitio. Regreso a la orilla entontecido y avanzo con pasos torpes hacia mi sofá, como un astronauta en la luna”.
             El arte de saber vivir podían titularse estas páginas, en las que para mayor sensación de doméstica felicidad nos encontramos a cada paso con Borges, no con Jorge Luis Borges, que a veces también, sino con el gato del escritor. 

jueves, 8 de septiembre de 2011

José Carlos Llop: De la vida y la literatura



José Carlos Llop
Cuando acaba septiembre
Lumen. Barcelona, 2011


La poesía de José Carlos Llop –que es también novelista, diarista, ensayista, y siempre fiel a su mundo y a su estilo— no es de fácil acceso, ofrece cierta resistencia al lector apresurado. Y no por rebuscados gongorismos o irracionalismos expresivos, sino por una cierta frialdad y exceso de literaturización. Al culturalismo de los años setenta –publicó sus primeros versos en 1976, a los veinte años— se ha seguido manteniendo fiel, sin importarle que algunos críticos le tildaran de libresco y decorativo (“poesía de anticuario”, se llegó a decir).
            A quienes se acerquen con esos prejuicios a Cuando acaba septiembre les costará entrar en el libro. Comienza con un tono distanciadamente ensayístico (“Escribe Gibbon en Decadencia / y Caída del Imperio Romano…”) y ese tono continúa en “Cavafis”: “Leo en un libro sobre ciudades –de Trieste / a Buenos Aires— que la calle Lepsius, / donde vivía Constantino Cavafis, / se llama ahora Sharm El Sheik”. Un sueño que tiene algo de deliberada alegoría, una anécdota bien contada, algún intento de monólogo dramático (“Informe policial, San Diego, 1989”, “Jerusalem”), encontramos en los poemas siguientes.
            La impresión que sacamos de estos textos iniciales la de encontrarnos ante un buen escritor, pero no ante un buen poeta, quizá ni siquiera ante un poeta: parecen solo brillantes ejercicios de redacción, como un ejercicio enumerativo es el poema “Luna” y casi una tópica postal de París “Primavera, 2010”, escrito en catalán, al igual que “Formentera”.  
            Pero poco a poco nos va ganando la magia de los versos. ¿Cómo resistirse a la brillantez evocativa de “Beirut song”, a esa mirada que en lo que hay ve lo que hubo, a esa mirada para la que nada hay sin su resonancia culturalista y elaboradamente literaria? Así, “el mar en el viejo puerto de Beirut” es “la luz de una joya fenicia, / plata y aguamarina”; los minaretes, “con su caligrafía picuda”, sostienen el aire, “antiguo como la Biblia”; en el casco de los barcos se encuentra “la herrumbre de la Eneida”, y “el esplendor del siglo XX” en las villas coloniales y sus jardines polvorientos.
            A la primera parte de Cuando acaba septiembre, reflexiva y libresca, le sigue una segunda más personal, aunque no escaseen en ella las referencias culturalistas (sin el poso de la cultura, la vida parece no tener peso para José Carlos Llop). Baste un ejemplo que es casi una poética, el segundo poema de la serie “Breviario”, que dice así:  “Hoy he mirado un pulpo / con su yelmo de Patroclo / y los ojos de Otelo: la cultura / de Occidente –los motores / de su Historia— / en un cefalópodo”.
            El José Carlos Llop más memorable e imprescindible comienza con “El petirrojo”, sigue con “Mañana de sábado” (su escritura, tan recargada habitualmente, se acerca a la despojada sugerencia) o “Reencuentro”, que anticipa la tercera parte y elude, como ella, la falacia patética a la que tanto se prestaba el tema.
            A José Carlos Llop, después de poemas como los citados, o “El vestido de flores”, le perdonamos cualquier manierismo. Que ni siquiera cuando, mientras “arranca hierbas con la azada”, contempla a los hormigas se olvide de Homero: “Imagino esa ciudad suya de murallas pardas, / celdas doradas y túneles oscuros / como una Troya en paz, donde Aquiles y Héctor / llevan cascos rojo y armas negras, pero no pelean, / Príamo ha muerto y Helena es una reina sin amantes”. O que interrumpa ese mismo excelente poema, “Mediterránea”, para ofrecernos un aforismo (los clásicos “siempre son modernos y enseñan / lo que no sabes, hablándote de lo que sí”) o una rebuscada greguería: “los cargueros afeitan / el horizonte como emisarios de un barbero / con negocio en El Pireo, Chipre o Estambul”.  
            ¿Poesía con fórmula? A veces da esa impresión. Veamos el poema “Marina”. Dos versos que se limitan a un escueto y prosaico constatar: “Es septiembre y vuelan las libélulas. / Después del baño, fumo un cigarrillo”. Otros dos deudores de la parafernalia novísima, del Gimferrer de Arde el mar: “El ocaso se viste de noble veneciano. / El siroco toca el arpa salvaje del pinar”. Y un último verso que quiere dar transcendencia al apunte paisajístico: “La bondad es la mejor ofrenda de la vida”. Poesía con fórmula, sí, porque el estilo acaba a menudo solidificándose en una fórmula, en una receta. Pero lo que importa es que el poema, a pesar de eso, casi siempre funciona.
            La tercera parte consta solo de un extenso poema cuyo título es una fecha, la de una muerte que marca un antes y un después, y de la que ni siquiera el hombre más afortunado está a salvo. En ese poema, que habla “de la mañana más triste del mundo”, están también Emily Dickison y Turner, la nieve como “una celebración”, un petirrojo sobre un rosal de Amherst y las gaviotas que se posan en los tejados “como rentistas decimonónicos por los campos Elíseos”. Ni siquiera cuando habla de los últimos momentos de la vida de su madre puede José Carlos Llop dejar de hacer literatura. Y es que para él vida y literatura, si no son la misma cosa, son dos hermanos siameses que no pueden existir el uno sin el otro. Y tras las dudas iniciales, cerramos Cuando acaba septiembre, enriquecidos y reconfortados, dándole la razón.

jueves, 1 de septiembre de 2011

Memoria de Elena Garro

Elena Garro
Memorias de España 1937
Salto de Página, Madrid, 2011
Prólogo de Patricia Rosas Lopátegui


Cuando se habla de Elena Garro, escritora mexicana de origen asturiano, tanto como su obra, que siempre se despacha con vagos elogios, importa su biografía, o su leyenda, tan propicia para reivindicaciones feministas. Elena Garro estuvo casada con Octavio Paz y su sombra inmensa la habría mantenido oculta durante su vida y la seguiría manteniendo semioculta después de su muerte.  Sería así un símbolo de la marginación de las mujeres en una sociedad patriarcal.
            No parece que esa leyenda tenga demasiado de verdad. Octavio Paz, tras la separación en 1959, trató de seguir su camino al margen de Elena Garro. Ella no se lo permitió. Ni un instante, durante los cuarenta años siguientes, se olvidó de lo mucho que le odiaba. Ya anciana, declaró: “Yo vivo contra él, estudié contra él, hablé contra él, tuve amantes contra él y defendí a los indios contra él. Escribí de política contra él, en fin, todo, todo lo que soy es contra él”. Murieron el mismo año, 1998, pero ella unos meses después para poder permitirse la última venganza: mientras se celebraban los funerales de Estado por el hombre ilustre, con asistencia del presidente de la república, la retransmisión televisiva fue interrumpida para conectar con un apartamento en el que una anciana, con apariencia de mendiga, rodeaba de basura y de gatos, despotricaba una vez más contra quien había sido su marido, su verdugo, el causante de todas sus desdichas.
            Para el lector español, quizá la obra más atractiva de Elena Garro son estas Memorias de España 1937, editadas por primera vez en 1992, aunque comenzadas a escribir a finales de los años setenta y anticipadas parcialmente en revistas de entonces (Nueva Estafeta, Cuadernos Hispanoamericanos).  Prologa esta nueva edición Patricia Rosas Lopátegui, que ha dedicado tres valiosos y discutibles volúmenes a la biografía (a la hagiografía, mejor) de Elena Garro y a la recopilación de sus textos inéditos.
            En 1937, Elena Garro (que tiene veintiún años y no diecisiete, como se suele decir) se casa con Octavio Paz y lo acompaña al Congreso Internacional para la Defensa de la Cultura que los escritores antifascistas celebran en Valencia. El texto, aunque redactado tiempo después, conserva la frescura del momento, sin duda porque se basa en las notas de un diario. El punto de vista es el de una adolescente apolítica que solo toma partido contra la crueldad, y que parece no entender muy bien lo que está pasando, pero que lo entiende mejor que todos los serios escritores que la acompañan.
            No se ha documentado Elena Garro para escribir estos recuerdos, y por eso resulta fácil detectar errores. De Luis Cernuda –a quien se nos presenta siempre solitario y tomando el sol en la playa— se nos dice: “Don Álvaro de Albornoz le nombró canciller en la embajada de Polonia, para sacarlo de España, y en la estación perdió el portafolio con las claves”.  Pero a quien nombraron secretario de embajada fue a su amiga Concha de Albornoz (y no en Polonia, sino en Grecia); rodeada de los amigos que había ido a despedirla, dejó un momento el maletín en el suelo para pesarse en una báscula y al instante el maletín desapareció, con las claves y con sus credenciales. A Luis Cernuda, como a los otros amigos que acompañaban a Concha de Albornoz (hija de un ministro, y por eso salvó la vida), le interrogó la policía política a propósito de aquella desaparición.
            Unas páginas más adelante leemos: “Supe que había enojo con Ortega y que Bergamín le escribió una carta terrible a Victoria Ocampo, en cuya casa de Buenos Aires se alojaba el filósofo español. Ortega se había marchado de España y, hablando de la guerra civil, había dicho: No es eso, no es eso… Esperaba una guerra diferente”. La frase de Ortega, como resulta bien sabido, se refería a la república, que esperaba distinta; la guerra civil no la esperaba de ninguna manera.
            También contiene inexactitudes menores uno de los pasajes más emotivos del libro. Leía Octavio Paz su “Elegía a un compañero muerto en el frente de Aragón” y, de pronto, al alzar la vista del papel, se encuentra con que allí, en primera fila, mirándole fijamente, estaba José Bosch, el compañero al que él creía muerto en combate y al que había dedicado el poema. Elena Garro le llama Juan Bosch y titula el poema “No pasarán”.
            A pesar de todas esas inexactitudes, debidas a la excesiva confianza en la traicionera memoria, cuánta verdad hay en estas páginas. Pocas veces el ambiente de la España republicana, su mezcla de heroísmo y delación, de miseria y grandeza, habrá sido descrito con tanta exactitud. Y Octavio Paz está lejos de ser el monstruo que aparece en otros escritos (“Octavio es un perro rabioso”, afirmará, que incluso se dedica a “patear” a la hija de ambos). En estas páginas solo es un joven y ambicioso escritor, al que hacen sufrir las continuas salidas de tono de una adolescente tan inteligente como atolondrada. Elena Garro incluso se permite la ironía: “Los mexicanos siempre compadecieron a Paz por haberse casado conmigo. ¡Su elección fue fatídica! Me consuela saber que está vivo y goza de buena salud, reputación y gloria merecida, a pesar de su grave error de juventud”.
            En Elena Garro, el personaje, seductor y atrabiliario, genial y paranoico, estuvo a punto de borrar al escritor, intuitivo y descuidado. No lo consiguió. O no lo consiguió del todo. Estas fascinantes Memorias de España lo confirman.