miércoles, 26 de enero de 2022

No me hagas hablar

 

Antonio Rodríguez-Moñino.
Luces y sombras del mayor bibliógrafo español del siglo XX
Antonio Ortiz Romero
Editorial Almuzara. Córdoba, 2022.

Nada puede aparecer menos apasionante que la biografía de un bibliógrafo, aunque sea tan importante como Antonio Rodríguez-Moñino, que muchos ponen a la par de un Menéndez Pelayo, un Menéndez Pidal o un Dámaso Alonso. Nada más apasionante, sin embargo, que el libro que le ha dedicado Pablo Ortiz Romero, un libro que sin restarle ningún brillo a su categoría intelectual llena de justificadas sombras a la persona.

            Antonio Rodríguez-Moñino (1910-1970) ha pasado a la historia como uno de los más destacados representantes del exilio interior: represaliado por Franco, perdió su cátedra, le fue vetado el ingreso en la Academia Española y tuvo que exiliarse a Estados Unidos para poder ejercer como profesor universitario.

            La realidad es muy distinta. El joven Antonio Rodríguez-Moñino tuvo un papel destacado en la Junta de Incautación y Protección del Patrimonio Artístico, creada por la Alianza de Intelectuales, de inspiración comunista, dedicada  a salvar bibliotecas amenazadas de destrucción por las bombas o por las milicias populares que habían ocupado conventos y palacios. Rodríguez-Moñino conocía como nadie todas las grandes bibliotecas de Madrid, públicas y particulares, y por eso, aunque oficialmente solo fuera un auxiliar técnico, se puso al frente del operativo: él decidía dónde, cuándo y cómo debía desarrollarse la incautaciòn. El verano de 1936, tan trágico para muchos, fue a la vez un período de ilusionada esperanza para otros: los intelectuales ocupaban los palacios de la nobleza y desde allí podían esperar la revolución. Para el joven Rodríguez-Moñino, que vestía el mono azul ritual y a quien más de uno recuerda haber visto con pistola, fue un tiempo de febril felicidad: todos los libros del patrimonio bibliográfico, incluso los más raros y celosamente guardados por sus propietarios, pasaban por sus manos. El caso de la biblioteca del marqués de Toca puede servir de ejemplo. Rodríguez-Moñino le conocía porque, en las subastas de libros, era “uno de los más temidos enemigos de todos los bibliófilos españoles”, ya que siempre se quedaba con las obras más interesantes. Con el pretexto de que en casa del marqués se iba a instalar Radio Oeste, una emisora del Quinto Regimiento, decidió que había que requisar la biblioteca para “protegerla”. Pero resulta que en la casa del marqués no se encontraba su biblioteca. Rodríguez-Moñiño puso todo su interés en buscarla y después de muchas pistas falsas logró encontrarla en un piso donde no corría ningún peligro: en el portal había dos agentes de seguridad (el edificio era sede de un consulado) y la biblioteca estaba al cuidado de dos oficiales bibliotecarios, contratados por marqués. Rodríguez-Moñino quedó fascinado por la magnitud de aquella biblioteca y decidió a pesar de todo incautarla para darse el placer de tener en sus manos tantos raros manuscritos e incunables.

            Pero no solo se ocupó de las bibliotecas, para protegerlas y socializarlas, para poner al alcance de todos los estudiosos las obras hasta entonces guardadas por bibliófilos obsesivos, sino que también intervino en uno de los latrocinios todavía no aclarados de la Guerra Civil. El 4 de noviembre de 1936, Wenceslao Roces, subsecretario del ministerio de Instrucción Pública, y Antonio Rodríguez-Moñino, acompañados de guardias y milicianos fuertemente armados, se presentaron en el Museo Arqueológico Nacional para requisar todas las piezas de oro que hubiera en el centro: “Ayudados por linternas y en un ambiente tenso, por las reticencias de Mateu a facilitar la saca y por las prisas que Roces quería imponer a la operación, Moñino y el numismático Mateu fueron recogiendo las monedas de los diferentes armarios”. Más que una incautación parecía un saqueo: “No se hacía ninguna relación de las piezas, sino que estas se sacaban de los armarios, donde estaban ordenadas por series, y se volcaban, primero en las gorras de los guardias, que ayudaban, y luego, tras contarlas y pesarlas, en unos sacos pequeños, unos talegos”. En total se llevaron 2796 monedas, casi dieciséis quilos de oro. De ellas nunca más se supo.

            Rodríguez-Moñino fue un hombre importante en la intelectualidad republicana. Fue a él a quien se le encargó la búsqueda del manuscrito del poema del Cid cuando la prensa nacionalista publicó que había desaparecido que, en la arqueta en que se guardaba, había sido sustituido por una pistola. Fue a él a quien se le pidió el prólogo del Romancero general de la guerra de España, donde se reunían obras de los más destacados poetas en defensa de la causa popular.

            Terminada la guerra, cuando muchos por menos marcharon al exilio o pasaron largos años de cárcel o fueron fusilados, Rodríguez-Moñino entrará pronto a formar parte de la élite cultural del franquismo. Cuando en enero de 1951 se inauguró el Museo Lázaro Galdiano, de cuya biblioteca era responsable, allí estaba él compartiendo copas con el caudillo. Y si tenía algún problema administrativo podía acercarse al ministro Manuel Fraga para que se lo solucionara. ¿Cómo fue posible esto? Pablo Ortiz Romero documenta la estrategia del converso con irrebatible minucia..

            Hubo un consejo de guerra, del que salió muy bien librado, y un expediente de depuración, en el que se decidió expulsarle de su puesto de catedrático, pero que quedó congelado hasta los años sesenta y terminó por no aplicarse. Los rumores sobre su pasado eran siempre acallados. ¿Cómo fue posible que este converso del republicanismo se convirtiera en símbolo del exilio interior? En 1960, quiso ser académico, contaba con los mejores avales, pero ante el rumor de que el ministro de Educación, Jesús Rubio García-Mina, vetaba su candidatura. Cela fue a ver al ministro y este le dijo que no podía ser académico porque sobre él pesaban graves acusaciones del tiempo de la guerra civil. Aunque sería elegido académico en 1966, nunca olvidó Rodríguez-Moñino ese veto que le llevó a aceptar la invitación para dar clase en la universidad de Berkeley y para iniciar una campaña de autopromoción entre los hispanistas que le convertía en símbolo de los represaliados intelectuales del franquismo. A él se le podía aplicar lo que le escribió a Dámaso Alonso, airado porque no le apoyó lo suficiente en sus pretensiones académicas: “Me ha quitado la amargura que tenía y me ha devuelto mi capacidad de risa el párrafo en que te pintas poco menos que como la mayor víctima del régimen político actual, en gravísimo peligro. ¡Tú, perseguido por el Régimen! Es para morirse de hilaridad. Está bien que esos cuentos de miedo se los enjaretes a algún papanatas; a los que te conocemos, no”. Y concluye con lo que le podrían decir a él con tanta o más razón quienes colaboraron con él en los años de la guerra Tomás Navarro Tomás, Timoteo Pérez Rubio, Emilio Prados— y sobre los que descargó toda la responsabilidad de sus actuaciones: “Tus pequeñas ruindades y traicionejas te las hemos perdonado los amigos a cuenta de tu indiscutido talento. Pero erigirlas ahora en norma de moral para juzgar a los demás, eso no. Es ya mucha frescura eso. No me hagas hablar”.

            En el caso de Antonio Rodríguez-Moñino, este libro habla alto y claro, pero en ningún momento pone en duda su “indiscutido talento”.

jueves, 20 de enero de 2022

Elogio y refutación de Chesterton

  

Qué hay de nuevo, Chesterton
Ricardo Moreno
Fórcola. Madrid, 2022.

Si un prólogo debe despertar interés por la lectura de un libro, el que Ignacio Peyró ha puesto a Qué hay de nuevo en Chesterton cumple con creces esa función. Es ingenioso y divertido y abunda en frases que pueden servir como eslogan publicitario: “champán para la inteligencia”.

            Pero basta la lectura del primer capítulo, que cuesta terminar, para que comencemos a pensar que quizá se trata de publicidad engañosa. Ricardo Moreno Castillo ha escrito esta obra a partir de una buena idea: preparar una antología de Chesterton sobre los temas que siguen siendo también temas de nuestro tiempo y disponerla en forma de diálogo. Todo lo que dice Chesterton en estas conversaciones lo ha dicho efectivamente (al final de cada intervención se indica la procedencia) y Moreno Castillo lo ha traducido con precisión y exactitud. Su parte en el diálogo encaja perfectamente, con lo que el libro fluye con naturalidad, como si el autor se hubiera trasladado a la época del escritor inglés o este a la nuestra.

            El problema es lo que se dice. Cuesta pasar del primer capítulo, pero conviene hacerlo. Quien no lo haga se perdería reflexiones de mucho interés, como las dedicadas a la religión, en las que hasta entonces devoto admirador le pone a Chesterton los puntos sobre bastantes íes.

            Enrique Moreno Castillo estudió matemáticas y se especializó en historia de la ciencia. Fue profesor y publicó trabajos de su especialidad. Ya jubilado, prefirió dedicarse a la crítica del mundo contemporáneo, desde una perspectiva conservadora, con títulos tan llamativos como Panfleto antipedagógico o Breve tratado sobre la estupidez humana.

            Mucho de panfleto y de tratado sobre la estupidez humana tiene Qué hay de nuevo, Chesterton. De panfleto en el original sentido del término, el que puede aplicarse a lo mejor de la obra de Voltaire, y en el despectivo con que se utiliza actualmente. Baste un ejemplo: “Hay en España –le cuenta Moreno Castillo a Chesterton--  una monarquía apoyada en general por conservadores y también por progresistas de verdad, pero cuestionada por progresistas de pacotilla (algunos de ellos profesores universitarios, digamos que presuntamente cultos) más preocupados por soltar proclamas muy sonoras que por mejorar el país y el bienestar de sus ciudadanos”. Esto, en un mitin político (donde todo vale), en un artículo de opinión en determinados periódicos, quizá pueda pasar, estamos acostumbrados, pero en un libro que pretende ser “champán para la inteligencia” produce vergüenza ajena. ¿De verdad cree Moreno Castillo que criticar una monarquía cuyo primer representante durante casi cuarenta años, un defraudador fiscal cuya fortuna procede de orígenes desconocidos, ha tenido que ser expulsado del país por su propio hijo es solo propio de “progresistas de pacotilla”? ¿De verdad cree que no se puede ser “progresista de verdad” y republicano?

            Pero antes de llegar ahí, ya hemos tenido el tropiezo del capítulo inicial, dedicado a loa animalistas y a los vegetarianos. Los malos predicadores, como los malos polemistas, siempre se inventan un fantoche  (“afirma el maniqueo”) al que resulta fácil refutar. Para Moreno Castillo “los animalistas ignoran que si podemos preocuparnos de la supervivencia de las especies salvajes es precisamente porque no somos una especie más” y llega incluso a afirmar “que los gallos violan a las gallinas”. No han caído ademán en la cuenta de que “los carnívoros devoran a herbívoros con la mayor desvergüenza y que los herbívoros compiten unos con otros por los pastos sin la menor noción del reparto ni de la equidad”. Los animalistas que refuta Moreno Castillo son tan tontos que ni se han percatado de que “somos la única especie cuyos miembros pueden concederse derechos los unos a los otros, y por eso somos superiores a los animales”. Por otra parte –añade--. o comemos animales o los animales nos comen a nosotros (o sea, que o comes carne de ternera o la ternera te come a ti).

            Para criticar a Moreno Castillo no es necesario caricaturizarle, como hace él con quienes defienden los derechos de los animales, sino que basta con citarle: hay que “crear parques naturales donde los lobos puedan moverse con libertad, pero crearlos con unas alambradas que impidan a los cazadores furtivos entrar y a los lobos salir. Y para que no suceda ninguna de las dos cosas no hay otra solución que contratar a unos guardabosques para que mantengan en buen estado las alambradas y multen a los cazadores que intenten saltárselas. Porque si esperamos que los lobos mismos organicen el servicio de guardabosques, vale más que lo hagamos sentados”. Ya tiene los políticos la receta para conservar la vida natural: cercar los bosques y las selvas con alambradas.

            ¿Champán para la inteligencia? En algunos capítulos, no está el eficaz publicista Ignacio Peyró descaminado del todo. “Pienso que incurre usted en varias falacias”, le dice Moreno Castillo a Chesterton en el titulado “Razón y fe” y se las va desmontando cuidadosamente. Porque Chesterton, el mitificado Chesterton (un dios cuando cuenta historias y un mendigo cuando reflexiona), también dice muchas tonterías. Cito algunas de las que aparecen en esta conversación: que todos los pedagogos son muy feos, que oyendo hablar a los pedagogos cualquiera diría que el niño “es un pez que ha surgido de las profundidades”, que “se pueden sacar gemidos del bebé pellizcándole y pegándole, un pasatiempo agradable al que cruel, al que muchos psicólogos son adictos”. Todos ejemplo tomados del capítulo dedicado a la pedagogía, una de las bestias negras de Moreno Castillo.

            Ser conservador y ser inteligente no es un oxímoron, ni mucho menos, y se me ocurren ahora mismo docenas de nombres para ejemplificar esa compatibilidad. Pero no demuestra precisamente inteligencia combatir ideas contrarias convirtiendo a los que las defienden en idiotas. En las páginas de este libro, y de otros anteriores suyos, Ricardo Moreno Castillo da la impresión de practicar ese tramposo juego de manos con demasiada frecuencia.

jueves, 13 de enero de 2022

MI tiempo y yo

 

 

Diario IV
José María Souvirón
Edición de Javier La Beira y Daniel Ramos López
Centro Cultural Generación del 27. Málaga, 2021.

No todos los libros son para todos los lectores. El diario de José María Souvirón --un escritor de la generación del 27 que se pasó con armas y bagajes a la siguiente, la de los Rosales y los Paneros, la de los que dieron sostén intelectual al franquismo, y que quizá por eso perdió su sitio en la historia de la literatura-- interesa sobre todo a quienes gusten de ver la historia en su transcurrir, a quienes no se conformen con la simplificación de los manuales. De 1965 a 1968 abarca el cuarto tomo de unos diarios que están llamados a convertirse –solo queda un tomo para completarlos-- en una obra fundamental de la diarística española y en una cantera de datos para los estudiosos de la historia de la literatura y de la cultura. O simplemente para los interesados en la inagotable variedad de las vidas humanas.

            Casi al final del tomo, escribe Souvirón: “¡Qué malo debe ser este diario! Me digo yo. Creo que no puede ser interesante el diario de una ‘buena persona’, con perdón. No soy Cellini, ni Gide, ni Léauteaud. Tampoco tengo la grandeza de algunos hombres honrados, acaso santos, que describieron su vida”.

            Pero esta “buena persona” tenía sus zonas oscuras. Algunas eran propias de la época. Casi en la primera anotación nos cuenta “un suceso pintoresco”.  Un jefecillo del centro cultural en el que trabaja está obsesionado con una de las secretarias: “Salimos los tres juntos: yo, la secretaria y el jefe. Este la invita a subir a su coche. La secretaria le dice que no y me pregunta hacia dónde voy. Le respondo que a ninguna parte y se me coge del brazo, El jefe le insiste para llevarla en su coche, pero ¡nanay! Le digo a la secretaria que le invito a comer un plato, y acepta. Lo comemos. Pasa una hora y me dispongo a dejarla en su casa, cercana. Salimos del restaurante, y cuando llegamos al portal, me dice, como espantada, ‘Mire usted, ahí está’, y me señala el coche del jefe que ¡la está esperando! La secretaria me pregunta que qué hace. Le digo que suba a su casa y se disponga a dormir. Me dice ella que el jefe la va a llamar por teléfono, Le digo que no le conteste o que le conteste que va a dormir”.  La secretaria, angustiada, se pregunta: “¿Pero cómo le voy a decir que no?”. A Souvirón, lo único que le preocupa en ese caso de acoso, que entonces debía parecer normal, es si alguna vez él se encontrará “tan mendigo de carne” que sea capaz de hacer otro tanto.

            Este “hombre bueno”, casi de comunión diaria, es también un homófobo visceral. Gregorio Prieto presenta su libro sobre Luis Cernuda y él, asqueado, anota que se trata de “dos conspicuos maricones”. Francisco Brines da una conferencia sobre Pedro Salinas y al salir se forma en torno a él un grupo “sin duda con un predominio de maricones”. Se aparta asqueado: “Mi edad, mi sentido liberal de la vida, incluso mi cristianismo, me impiden condenar, vituperar, despreciar a los homosexuales, pero las mismas razones me impiden admitirlos tranquilamente. Hay en ellos –en su mero aspecto exterior--  algo que me repugna, por inteligentes que sean”. Le preocupa que se queden con ellos Juan Luis Panero y su madre: “Es un grupo de gente lista, sin duda; tan lista que han tenido poder para circundar a un chico guapo, al que le gustan las mujeres, y a una mujer tan mujer como Felicidad”.

            Menos mujer considera a Gloria Fuertes, “una mujerona basta y robusta, algo machota de aspecto”, que físicamente le repele, pero a la que, tras un rato de charla, acaba reconociendo inteligencia y sensibilidad.

             A José María Souvirón, según se cuida de anotar, le preocupa la creciente intimidad entre Juan Luis Panero, uno de los poetas jóvenes que más admira, y Carlos Bousoño, un profesorcillo al que desprecia, en la que sospecha algo raro, lo mismo que vio de joven en las cartas afectuosas que le escribió Aleixandre y por eso interrumpió su carteo por él.

            José María Souvirón ocupó influyentes cargos en el establishment cultural franquista, pero nunca se sintió valorado como creía merecer, aunque algo le compensó el Premio Nacional de Literatura que en 1967 concedieron a uno de sus libros. Sospechaba que esa marginación se debía a su rechazo de lo que hoy llamaría el lobby gay y también de la oposición interior. Él no se considera un conservador, sino un liberal y se muestra alejado de la ortodoxia franquista, incluso no le parece bien que, para tomar posesión del cargo de subdirector de un Colegio Mayor tenga que firmar un impreso en el que “jura fidelidad al Jefe del Estado y los principios del Movimiento”. Pero se muestra muy alejado de la oposición y se alegra de que en el referéndum de 1966 gane abrumadoramente el sí, dándole a los opositores al franquismo “en los dientes un golpe tremendo”. Sonreímos cuando a continuación se pregunta: “¿Y si hubiesen permitido propaganda en contra?”. Y él mismo se responde: “Hubieran dicho que sí, y en el mismo número”.

            Hay muchos claroscuros en este hombre que se asombra de que un poeta como Guillén, “que solo ha escrito poesía”, pueda comprarse un buen piso: “Verdad es que Guillén ha sido también profesor, y exiliado. Sobre todo exiliado (aunque por su propia voluntad), y un español exiliado (o que él diga que lo es) en los Estados Unidos hace fortuna”. No le parece justo que haya muchos españoles que escriben –y algunos tan bien como Guillén, quizá piensa en sí mismo-- “que no pueden tener una casa en Málaga, otra en Roma y viajar casi constantemente por el mundo”.

            Pero seríamos injustos si solo subrayáramos los puntos oscuros de este autorretrato en el que hay muchas páginas luminosas, como el minucioso análisis –digno de la mejor novela psicológica-- de la amistad con Felicidad Blanch, viuda de uno de sus mejores amigos, que poco a poco se va convirtiendo en otra cosa y a la que decide poner fin, melancólico fin, por diversas razones, unas que tienen que ver con el riesgo que todo amor supone y otras con su catolicismo militante: era un hombre casado y separado.

            Hermosos son igualmente los apuntes paisajísticos, a ratos próximos al poema en prosa, y feroces los retratos al minuto de quienes no le caían bien en el mundo literario, como Miguel Pérez Ferrero: “Es el soldado raso que, por haber ascendido a cabo, se cree mariscal. Por lo demás, basta con verle la cara: es una concentración de bobería agresiva”.

            Dos son los protagonistas de cualquier diario: uno, quien lo escribe; otro, el tiempo que le ha tocado vivir. En el de Souvirón, a ratos nos aburren sus cuitas personales, pero siempre resultan apasionantes los pequeños datos exactos de un ayer que se emborrona y simplifica al entrar en la historia.

jueves, 6 de enero de 2022

Equipo de tercera en campo de primera

 

Tiempo de paz y de memoria
(Treinta poemas comentados)
Edición de Remedios Sánchez
Hiperión. Madrid, 2021.

Como en el fútbol, también en la literatura hay una primera división, una segunda y una tercera. En el libro-homenaje a Mariluz Escribano Pueo, Tiempo de paz y de memoria (Treinta poemas comentados), participan como invitados algunos jugadores de primera fila –Gamoneda, Colinas, García Montero, Luis Alberto de Cuenca--, pero los críticos que llevan el peso del volumen, comenzando por la editora, Remedios Sánchez, son de segunda división, si no de tercera regional.

            Mariluz Escribano Pueo (1935-2019) fue una figura importante en la vida cultural granadina del último medio siglo. Se dedicó a la enseñanza, colaboró en la prensa, dirigió la revista EntreRíos, publicó libros de artículos, memorias de infancia, poesía. Su padre, que dirigía la Escuela Normal de Granada, fue fusilado poco después de García Lorca; su madre, maestra, desterrada a Palencia. Una figura ejemplar, una poeta no desdeñable, se lee con emoción y agrado, pero también algo convencional y de retórica consabida, una poeta en la que la emoción suele provenir más de la anécdota que hay detrás del poema –y así lo subrayan la mayoría de los comentaristas-- que del poema mismo.   

Para la editora, Remedios Sánchez, profesora en la Universidad de Granada, el poco eco que tuvieron las tres primeras publicaciones de Mariluz Escribano, aparecidas entre 1991 y 1995, se debió a su condición de mujer. Concluye su estudio preliminar con este reivindicativo párrafo: “Ya he dicho que nunca fue Mariluz una persona manejable o de hacer el rendez vous al cabecilla de turno como otras personas de su generación que supieron ser arcilla en manos de quienes tenían el poder momentáneo. Hablar del té de las cinco con sus galletas inglesa, hacer juegos de palabras, hacer del culturalista o vulgarizar el lenguaje para épater le bourgeois resultaba superior a sus fuerzas, su dignidad se lo impedía”.  ¿De dónde habrá sacado Remedios Sánchez que en los años noventa había que hablar del “té de las cinco con sus galletas inglesas” para que los críticos te hicieran caso?

            Todo el estudio preliminar está lleno de afirmaciones así, muchas de ellas torpemente redactadas y dudosamente inteligibles: “Si de los últimos cuarenta años, pongamos por caso, existieran un par de poetas ya canonizados desde el punto de vista sincrónico, que patrocinaran a quienes desarrolla algún tipo de subprosa (la denominación es de Rivero Taravillo, no mía) y se antologara hasta la saciedad a estos/as dos poetas junto a esa subprosa, es evidente que lo que quedaría para quien construya el canon diacrónico, el que consagra por decirlo así, serían los dos autores que siguen los preceptos de la tradición buscando adaptarlos a este tiempo espacio-concreto, porque el público lector no es tan tonto como algunos suponen y acaba por separar el grano de la paja”.

            Así redacta, así razona esta estudiosa de la poesía, que cree que el canon poético es obra de unos críticos que deciden lo que hay que escribir en cada momento. Quienes la acompañan en el volumen –Manuel Gahete Jurado, José Sarria, Francisco Morales Lomas-- no le andan a la zaga en cuanto a rigor intelectual. “Ya desde sus primeros libros –escribe el primero de ellos--  es una autora clásica (como lo ha reconocido explícitamente la Junta de Andalucía en este año 2021)”. ¿Desde cuándo la consideración de clásico depende de las autoridades autonómicas?

            A José Sarria se deben estos datos trascendentales sobre el renacimiento poético de la de la autora en sus años finales: “Son poemas que han estado reposando y que han sido objeto de reflexión y meditación profunda son descubiertos casualmente por la profesora Remedios Sánchez (discípula de Escribano) en 2012, quien los encuentra en una estantería doméstica confinados a la contingencia del destino –no habían sido aceptados para su publicación por el director de una colección literaria institucional granadina a finales de los años noventa--  y que renacerán en irisado polvo de diamante”. Minucias provincianas, mala puntuación y peor literatura (“irisado polvo de estrellas”).

            ¿Vale la pena seguir citando? Junto a los críticos, un puñado de escritores invitados –algunos más conocidos que otros-- glosan diversos poemas de la autora y aluden a episodios de su biografía (el asesinato del padre se menciona reiteradamente). Se trata, en la mayor parte de los casos, de prescindibles y convencionales textos de homenaje. Jaime Siles y Antonio Gamoneda intenta, con no mucha fortuna, un comentario de texto a la manera escolar. Otros prefieren tomar el texto como pretexto para una breve divagación literaria (es el caso de Colinas o Luis Alberto de Cuenca). Salen con éxito del empeño Luis García Montero, glosando un poema que glosa otro suyo, y Ana Merino, que se refiere a la América profunda que Escribano conoció durante su estancia como profesora en Ohio.

            De vez em cuando se insiste en la marginación de la autora por su condición de su mujer. Pero si esa condición no le impidió desarrollar una importante labor de intervención cultural (articulista en la prensa, directora de una revista), ¿por qué la iba a impedir ser conocida como poeta? Hay un error frecuente –incurre en él también el prologuista Manuel Rico--  cuando se habla de la marginación femenina en el campo de la literatura. Si hubo, hasta casi hoy mismo, pocos nombres de mujer en la historia de la literatura fue porque no se daban las condiciones necesarias para que se dedicaran a ella con la misma constancia que los hombres, no porque publicaran obras maestras y los críticos y los escritores –todos hombres hasta casi ayer mismo-- decidieran ocultarlas.

            Tiempo de paz y de memoria es uno de esos libros que editan las instituciones locales para consumo local. Su aparición en una colección como Hiperión, en otro tiempo prestigiosa, es un signo de los tiempos: los editores de poesía, si quieren subsistir, tienen que renunciar a su función de editores en el mejor sentido de la palabra (descubridores de autores, orientadores del gusto público) para convertirse en meros gestores editoriales de publicaciones patrocinadas.