miércoles, 30 de abril de 2025

Las buenas formas

 

Enrique García-Máiquez
Contentamiento de haber nacido (2016-2019)
Homo Legens. Madrid, 2025.

Decía Ortega que las ideas se tienen y en las creencias se está. Por eso entre ideas distintas puede haber debate, pero entre creencias diferentes solo cabe el respeto mutuo o la confrontación. Enrique García-Máiquez es, por un lado, en conferencias y artículos periodísticos, uno de los más diligentes e inteligentes ideólogos del conservadurismo español, del integrismo religioso, y por otro uno de los más destacados escritores contemporáneos. La convivencia de las dos facetas no resulta fácil. Como poeta, como prosista ocurrente y certero, se dirige a todos; como político y como activo militante de una determinada fe religiosa, solo a una facción.

            En Contentamiento de haber nacido, que reúne apuntes diarísticos escritos entre 2016 y 2019 predomina el escritor que se asombra ante la inagotable maravilla de lo cotidiano y al que a menudo le basta un haiku (o una tanka) para dejar constancia de ese asombro. Con esos breves poemas, que tienen a la luna muy a menudo como protagonista, y el marco en prosa que los acompaña y que sitúa su origen en una situación concreta, podía formarse un libro en la estela de las Sendas de Oku, aunque esas sendas sean la autovía del Sur, la AT4, tan frecuentemente mencionada, o los viajes en tren.

            Pero junto a esas síntesis líricas hay otro libro en este libro: una crónica familiar que tiene escasos parangones en las letras españolas. Buena parte de estas páginas glosan las ocurrencia de los hijos de autor, esas genialidades infantiles que tanta gracia hacen a padres y abuelos, pero que aburren un poco a los amigos y conocidos. Enrique García-Máiquez consigue el milagro de convertirlas en perdurable literatura. Y de no cansarnos tampoco con las burlas y veras del perfecto amor conyugal. Le ayuda a ello el no tomarse a sí mismo demasiado en serio: la auto ironía es un arte que domina a la perfección. A la crónica familiar, se añaden las incidencias de su trabajo como profesor de enseñanzas medias. Un buen ejemplo de ellas: “Estar en la honda”, con su característico juego de palabras ya en el título.

            Costumbrismo y humor no es mala mezcla. Enrique García-Máiquez la maneja con una gracia muy gaditana, que a ratos nos recuerda a un autor un tanto denostado, aunque casi nunca por motivos literarios, José María Pemán.

            Un diario tiene mucho de miscelánea en la que cabe todo. El de García- Máiquez es, fundamentalmente un diario íntimo, pero de vez en cuando se permite algunas escapadas al margen de la familia y la vida laboral: hay un perfil biográfico de Jane Austen; una estancia en Inglaterra para asistir a un curso de Roger Scruton, el gran maestro del pensamiento reaccionario; la participación en una feria del libro en Sevilla; una reunión con escritores en el palacio real con motivo del premio Cervantes; la respuesta a varios cuestionarios, una entrevista y un encuentro con José Jiménez Lozano, otro de sus admirados maestros.

            Los diarios están a medio camino entre el documento y la literatura. Enrique García-Máiquez ha querido poner como título general de los suyos un muy citado verso de Antonio Machado: “También la verdad se inventa”. Lo cual no quiere decir que sus diarios recreen imaginariamente la realidad, sino que encuentra su verdad al recrearla en la literatura. Porque literatura son, y no borradores ocasionales, estas notas. El hecho de que junto a la fecha (de la que muchos diaristas prescinden, olvidando que la cronología es la columna vertebral del diario) figure siempre un título señala la voluntad del autor de dotar de autonomía al más mínimo de sus textos, al que nada le falta ni le sobra en una lectura independiente. Frente a la escritura descuidada y desaseada de tantos diaristas, García-Máiquez se nos presenta siempre bien peinado o elegantemente despeinado, según la ocasión, pero sin olvidarse nunca de los buenos modales literarios.

            No es esta una obra para el enfrentamiento político ni para el proselitismo religioso, pero acá y allá el escritor para todos los públicos, para la inmensa minoría juanramoniana, deja asomar su perfil confesional. La toma de partido viene ya desde la elección del prologuista, Kike Méndez-Monasterio (quien no le conozca, mejor que no busque su nombre en google para que no se quiten las ganas de seguir leyendo). Pero no siempre es buen defensor de sus causas no literarias. Justifica sus felices recuerdos de la educación diferenciada con una anécdota que todavía le hace sonreír y que “en un colegio con chicas no se habría producido jamás”: los alumnos, comenzando por los más pequeños, se organizan en “legiones, centurias y decurias” para organizar batallas durante el recreo: “Con la emoción, se produjo una escalada en las hostilidades y una carrera armamentística. Algunos comenzaron a meter piedras en sus jerseys; otros, a tirarlas con tino; otros, a blandir palos…”. ¡Menuda manera de defender la separación de sexos en la enseñanza!     

               Las ideas se tienen, en las creencias se está: no nos parecen construcciones culturales, sino la realidad misma. Podemos discrepar de las ideas políticas de Enrique García-Máiquez, como su rechazo a los impuestos o a las limitaciones en el uso del tabaco o del alcohol y de todo lo que considera “políticamente correcto”, pero no de sus catequísticas teologías. Lo absurdo de algunas de sus evidencias nos ayuda a poner en cuestión las nuestras, algunas de las cuales quizá tampoco resisten un análisis racional.

            En una obra de esta naturaleza, recopilación de anotaciones hechas a lo largo de los años, no molestan las repeticiones, que sirven para marcar el ritmo y poner de relieve las obsesiones del autor, Puede servir de ejemplo la milonga argentina que encontramos tres o cuatro veces: “Mi caballo es andaluz, / de los que trajo Mendoza, / que no tiene miedo al tigre / pero tiembla ante la rosa”.

            Nacionalista, integrista, crítico de la modernidad: todo eso es Enrique García-Máiquez. Al lector “que no le tenga miedo al tigre, / pero tiemble ante la rosa”, tal hecho no le debe impedir disfrutar de su literatura, de la levedad y la gracia con la que nos habla de los enigmas del vivir humano, de la inagotable variedad de su pequeño mundo, de la alegría como suprema sabiduría.


           

           

           

jueves, 24 de abril de 2025

Crepuscular

 

 

José María Conget
Egocentrismos
Renacimiento. Sevilla, 2025.

Como un “western crepuscular”, para utilizar un término del mundo cinematográfico, tan afín a José María Conget, puede considerarse su más reciente miscelánea, a la que el autor ha querido darle el aire de una despedida.

José María Conget (Zaragoza, 1948) comenzó publicando novelas y nunca ha dejado de cultivar el género. Es también autor de excelentes libros de relatos, pero quizá su voz más personal e inconfundible se da en esas obras aparentemente menores que entremezclan autobiografía, anotaciones viajeras y reflexiones ensayísticas, como las reunidas en Pont de l’Alma, Una cita con Borges o Cincuenta y tres y Octava, un puñado de páginas que se cuentan entre las más memorables que se han escrito sobre una ciudad, Nueva York, sobre la que tantas se han escrito.

            En Egocentrismos nos encontramos al mejor José María Conget, al que sus no escasos, aunque discretos, admiradores esperamos encontrar, y a otro que quizá hubiéramos preferido no encontrar. Dudó mucho, afirma en el prólogo, antes de publicar esta nueva recopilación de piezas dispersas --unas inéditas, otras anticipadas en la prensa--, “por el temor de encarnar a otro abuelo Cebolleta”, a uno de esos ancianos, se dediquen o no las letras, que cuentan una y otra vez las mismas batallitas.

Temor vano: Borges contaba una y otra vez las mismas batallitas y nunca nos cansamos de escucharle. Como nunca nos cansamos de escuchar a Conget cuando nos cuenta las mil y una anécdotas de sus encuentros con escritores cuando trabajó en el Instituto Cervantes de Nueva York. Allí fue apuntando en un cuaderno chismes, peripecias y dichos de los más ilustres visitantes; luego lo rompió, según nos dice, para no ceder a la tentación de publicarlo. La que no pudo vencer, para gozo de los lectores, es la tentación de volver una y otra vez a lo que en ese cuaderno se contaba y que quedó guardado para siempre en una memoria que no se siente obligada a la estricta fidelidad.

            El mejor Conget, el que ha creado un genero propio en la estela de Montaigne, lo encontramos en el penúltimo capítulo, “De complejos y traiciones”, que tiene dos protagonistas, uno Elia Kazan, y otro el propio autor con su educación sentimental en la remota adolescencia provinciana.

            Los capítulos directamente autobiográficos, sin dejar de tener interés, incurren a veces un poco enfadosamente en el ajuste de cuentas. Es lo que ocurre con “Fundador”, que podría subtitularse “La vida en los colegios de jesuitas” y que cuenta con el antecedente ilustre de Ramón Pérez de Ayala, o con “El que fue a la guerra”, sobre un pariente tarambana que amargó su adolescencia.

            La literatura de testimonio, la que tiene sobre todo un valor documental, suele ser siempre una literatura menor. José María Conget procura no incurrir en ella: su vida le interesa como pretexto para hablar de otra cosa, sabe distinguir entre hacer literatura con las propias experiencias y contarle sus traumas al psicoanalista. Sabe o sabía. En el “dietario apócrifo” final (que no tiene nada de apócrifo: debería llamarse más bien “dietario discontinuo”) nos ofrece unas anotaciones sobre ciertas incómodas pejigueras propias de la edad que quizá podría haberse ahorrado.

            Como hay lectores para todos los gustos, habrá quienes prefieran esas confidencias. Afortunadamente, no abundan y se entremezclan en el “dietario apócrifo” con otras anotaciones que nos devuelven al mejor Conget: su despedida a Peter Bogdanovich y Sidney Poitier, que murieron el mismo día, o su vuelta –por enésima vez, pero nunca nos cansa--a los días neoyorquinos: “Hace unos cuantos años el Instituto Cervantes de Nueva York, donde yo ejercía de jefe de actividades culturales, se impuso la tarea de comprar un edificio digno y espacioso que nos evitara el altísimo alquiler en la octava planta del rascacielos Chanin, entre la Avenida Lexington y la calle 42”. Él se propuso dotarlo de una gran biblioteca y ese el pretexto para hablarnos de su propia biblioteca y de las de algunos de sus amigos.

            Una sección del libro, como parece propio de un western crepuscular, está dedicada a las necrológicas, que en Conget afortunadamente son algo más que la habitual y plana hagiografía del difunto. Hay una bienhumorada burla de la infantil vanidad de Carlos Edmundo de Ory (vuelve a aparecer en “Estrategias de Narciso” junto a Nicanor Parra), una semblanza muy personal de Ana María Navales, un agradecimiento especial a Luis Gasca, “el hombre de las mil fichas”, que le permitió descubrir que la lectura de tebeos, una vez abandonada la infancia, no era solo “un placer culpable”, como tampoco lo es su admiración por John Wayne.

            Es posible que Conget no sea del todo preciso en algún dato, que los tres mil libros a los que Gil de Biedma limitara su biblioteca no fueran tres mil, sino trescientos, y que quizá muestre excesiva fobia contra algún escritor como José María Pemán, que fue solo el autor del Poema de la bestia y el ángel, pero son detalles que importan poco o nada en este lúcido divagar que trata de no condescender a la queja o a las agoreras profecías sobre el mundo contemporáneo, y que casi siempre lo consigue.

Casi siempre: tras indicar que las salas de cine han constituido para él “una burbuja de felicidad”, añade: “Me alegro de que por mi edad no seré testigo de la más que segura desaparición de los cines”. Estoy en condiciones de tranquilizarle: ningún indicio hay de que las salas de cine, al igual que los libros en papel (también muy propicios a jeremiadas) vayan a desaparecer ni a medio ni a largo plazo, aunque siempre puede ocurrir que un meteorito caiga sobre la tierra y se hagan polvo a la vez que los espectadores.


           

           

             

miércoles, 16 de abril de 2025

Presente continuo

 

Eloy Sánchez Rosillo
Venir desde tan lejos
Tusquets. Barcelona, 2025.

Uno de los  términos que mejor define al poeta Eloy Sánchez Rosillo es sin duda “fidelidad”. Pocos autores, a lo largo de medio siglo de vida literaria, se han mantenido tan fieles a una concepción de la poesía ajena a modas y a modos del momento. No quiere eso decir que no haya evolucionado, pero su crecimiento ha sido orgánico, como el de un árbol (para decirlo con una imagen que a él le gustaría), sin el mecanicismo al que son tan dados ciertos profesionales de la renovación o de la destrucción del lenguaje.

Desde Maneras de estar solo (1978) se ha ido despojando de heredadas galas retóricas y de referencias culturales (en él nunca impostadas) para acercarse a un decir llano y aparentemente conversacional. También ha ido disminuyendo el componente elegíaco, el lamento por el tiempo perdido, para centrarse en el prodigio de la hora presente, en el asombro de estar vivo y en la inagotable maravilla de las cosas que estamos tan acostumbrados a ver que a menudo las dejamos de ver.

            La creciente inmensa minoría de lectores de Eloy Sánchez Rosillo no se sentirán defraudados con Venir desde tan lejos. No hay ningún asomo de decadencia en estos poemas escritos cumplidos ya los setenta años. Tampoco la hubo en Borges, que escribió muchos de sus mejores poemas pasada esa edad.

            Cierto que los detractores del poeta encontrarán motivos para perseverar en su rechazo. Aunque siempre escribe en verso, Eloy Sánchez Rosillo parece empezar muchos de sus poemas en prosa, como si fueran una simple anotación de un diario, pero siempre acierta a darles un toque final que nos permite ver lo que antecede con una luz distinta. “Como ha llegado uno hasta este día, / nadie puede decirlo”, comienza en voz baja y coloquial el primer poema del libro; en el verso final, el poeta escucha en la noche cerrada “el susurrar de las estrellas”, que es su manera de referirse a la pitagórica “música de las esferas”.

            No pasa nada en la mayoría de estos poemas, salvo el tiempo: el tiempo que nos hace y nos deshace y el tiempo atmosférico. “Oro molido” nos habla de los días de marzo que nos llevan a olvidar el cercano invierno. Se inicia la claridad del día en los primeros versos; luego “irrumpe el sol y se hace el mundo”. La personificación es el recurso preferido por Sánchez Rosillo: “Las cosas, diligentes, van corriendo a sus puestos”. Al final –tras las “horas de oro molido que discurren despacio”--, “la noche distribuye / en lo que encuentra al paso un gran silencio”.

            Una y otra vez describe Sánchez Rosillo el amanecer, siempre igual y siempre diferente, como sus versos. O el ocaso. O la lluvia. O la aparición de la luna. O se limita a describir su cuarto: “En esta habitación orientada a Levante, / hacia el lugar por el que nace el día, / cuántas cosas pasaron y aún ocurren”. El pequeño recinto se convierte en un símbolo del mundo, “espacio ilimitado que no empieza ni acaba”.

            Las naderías de una vida como tantas, el día a día de un jubilado ocioso que pasea, observa y a veces, raras veces, se deja invadir por la melancolía, se convierte gracias al arte de Sánchez Rosillo en una prodigiosa odisea.

            En ocasiones parece incurrir en la moraleja, en la explicación excesiva, como al final de “Sin porqué”: “Así ocurre a menudo, ya sabéis. / No hay transición apenas, no hay motivo / aparente que imponga la mudanza, / adviertes que de súbito has pasado / del negro al blanco y de la nada al todo”.

            Cada manera de entender la poesía tiene sus riesgos, que se agrandan en los epígonos, de los que Sánchez Rosillo no escasea. Algunos de esos riesgos solo él parece capaz de salvarlos sin miedo a la obviedad, al sentimentalismo o a un esforzado optimismo de libro de autoayuda. Baste citar el ejemplo del recuerdo infantil de “Magia”, con esas seis o siete luciérnagas que danzaron en torno a él “con la magia de un sueño”: “Nunca más las he visto, pero aún sigo mirándolas”. O del paseo, un día de invierno, por la localidad costera y veraniega: “Soy el único habitante / de un silencio tallado al aire libre: / un monasterio de oro y de cristal, / sin preceptos ni muros. / Esmalte azul y sol en las alturas, / brisa leve que riza el mar en calma. / Me recojo en mi ser y miro incrédulo: / la mañana anchurosa, / que se propaga lenta y no termina, / ¿me está ocurriendo a mí?”

            Hay poemas sobre la vejez, en la que uno se adentra con incredulidad (“Camino que se bifurca”, “Domingo”) y sobre la muerte, cuyo aliento se siente cada vez más cercano, pero predominan los que nos enseñan a ver, a sentir, a paladear el gozo de estar vivo cada vez que amanece. “Ha comenzado el alba”, leemos en “Mírala tú que puedes”. Y continúa: “Respírala hasta el fondo, / que te limpie de sombras su milagro. / Y después confiado, sin apremios, / libre y con la ilusión de quien espera / mucho de esta jornada, / sal a la calle y anda por tu vida”.

            Fidelidad, claridad, misterio: tres palabras distintas y un solo poeta verdadero.



miércoles, 9 de abril de 2025

Gustosamente provinciano

 

Antonio Moreno
El viaje de las bibliotecas
Newcastle Ediciones. Murcia, 2025.

La difusión de un libro tiene mucho que ver con la editorial en que se publica y su capacidad de promoción. Pero no todos los libros son para el gran público, no todos tienen cabida en las empresas editoriales en las que los beneficios han de ser superiores a las pérdidas si quieren sobrevivir. Por eso son tan importantes las editoriales al margen, casi un capricho personal, sin las cuales la literatura de un tiempo y de un país resultaría mucho más pobre.

            Buena parte de la obra en prosa del poeta Antonio Moreno, por no decir toda ella, se ha escrito de espaldas a los intereses del mercado. El viaje de las bibliotecas constituye la más reciente muestra de esas secretas maravillas de las que los lectores avisados –una, si no inmensa, al menos nutrida minoría-- no tardan en tener noticia, buscar y celebrar.

La nostalgia de otros tiempos presuntamente mejores ha hecho que libros, librerías y bibliotecas se pongan de moda e intervengan en la trama de novelas de éxito. Pero el viaje de Antonio Moreno es de cercanías, se limita a los alrededores del lugar en que vive, Elche, y sus bibliotecas poco tienen que ver con la mítica de Alejandría o con la no menos mítica y turistificada Shakespeare & Co. Se trata de sencillas  bibliotecas municipales frecuentadas sobre todo por estudiantes y jubilados.

            Algunos de los lugares que visita, como Orihuela y Monóvar, tienen un cierto nombre en la historia de la literatura, pero otros, como Crevillente o Sax, muchos lectores los oirán por primera vez. Importa poco eso. A Antonio Moreno, más que la evocación de autores importantes relacionados con la localidad que visita, sean Miguel Hernández, Azorín o Gil-Albert, le interesan las gentes con las que se encuentra: bibliotecarios o limpiadoras de la biblioteca, vecinos del pueblo, y sobre todo la atmósfera de cada lugar.

            Los suyos son viajes, alguien despectivamente los calificaría de excursiones, casi siempre de un solo día, realizados entre febrero y junio de 2024, según indica la fecha de cada capítulo, pero en los que hay lugar también para el viaje en el tiempo: “Pienso en nuestra vida juntos. En la de Bárbara y en la mía. Y en un abrir y cerrar de ojos, como un soplo, desfilan en la memoria los tres años que pasamos aquí, en Alcoy, hace ya treinta y cinco. ¡Éramos tan jóvenes…! Me acuerdo bien de cuando vinimos a vivir a aquel piso de la calle Luis Braille, el único que encontramos. Un primer piso oscuro y gélido en un barrio hacinado, vulgar y feo. Eso nos decíamos cuando llegamos, con alguna lástima de nosotros mismos, sin saber que aquel sería un tiempo feliz, de días totalmente nuestros, imprescindibles y concentrados”.

            Años y leguas, como la obra de Gabriel Miró, podía haberse titulado este libro, que en buena parte transcurre por los mismos escenarios. Pero nada tiene que ver la prosa sensual, cuajada de metáforas precisas y deslumbrantes, casi prosa poética de Miró, con el decir en voz baja, confidencial, de Antonio Moreno. La fórmula de Ortega para referirse a Azorín podría aplicársele con igual exactitud: “primores de lo vulgar”.

            Viajero a la contra, que se fija en aquello que los demás desdeñan o miran sin ver, Antonio Moreno parece estar también a la contra de los tiempos acelerados y digitalizados en que vivimos. Las bibliotecas que visita, con su calma y su silencio, le parecen consulados de un mundo que está a punto de dejar de existir. A veces, al leerlo, recordamos la frase de Hölderlin: “El hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona”.

Antonio Moreno es un maestro de la atención al detalle, de la evocación, de la creación de atmósferas, pero chirrían algunas de sus reflexiones en un libro por lo demás tan sabio y lúcido: “La poesía hoy resulta anacrónica. Parece demasiado interior, demasiado atenta para una época de suyo externa y desatenta”. Basta, sin embargo, quitarse  los anteojos del prejuicio para darse cuenta de que la poesía hoy resulta tan anacrónica, o tan poco anacrónica, como ayer, que abundan los recitales de poesía, que se publican más libros de poesía que nunca, que hay tantos poetas como siempre, que después de la música, Internet ha sido el mejor invento para hacer que el poema vuele por el mundo desprendido del papel impreso.

Continúa Antonio Moreno: “La tecnificación digital en todos los órdenes cotidianos ha desustanciado la existencia efectiva de los seres y las cosas. La realidad ha adquirido un carácter intangible y gaseoso porque se ha transmutado en un ente virtual, de naturaleza etérea”. ¿Seguro? La tecnificación digital –por decirlo con sus palabras-- nos acerca al amor o al amigo que están lejos, incluso en otro continente, pero no nos impide hacer el amor como siempre, piel con piel, ni tomar una cerveza con los amigos en el bar de la esquina. Amplía posibilidades, no las limita.

Y aún sigue: “Pocos están aquí. Cuando viajamos en tren o en autobús, es raro que nadie contemple ya el paisaje; cada uno mira su pantalla”. ¿Y qué diferencia hay entre mirar una pantalla y mirar un libro o un periódico, como ocurría antes, cuando también pocos pasaban el viaje mirando por la ventanilla? Aparte de que en la pantalla también se puede estar hojeando el periódico o leyendo el libro de moda.

Pero son los menos estos descosidos, aunque yo me fije especialmente en ellos porque son tópicos que de tan repetidos acaban no siendo puestos en cuestión. Para elogiar el mundo de los libros y las bibliotecas no necesitamos denigrar estos días “bárbaros y digitales, donde las humanidades y las letras importan cada vez menos”. ¿Seguro? Porque libros, en formato tradicional, se publican cada vez más y las bibliotecas públicas son más y mejores que hace medio siglo, cuando el autor era niño. Y el que ahora no haya en ellas solo libros, no las empobrece, sino todo lo contrario.

Pero eso es lo menos importante. No leemos a Antonio Moreno por sus opiniones sobre las nuevas tecnologías, sino por su sabiduría vital, su desengañada lucidez, su apuesta por un arte de vida “gustosamente provinciano”: el universo cabe en un grano de arena.

           

miércoles, 2 de abril de 2025

Disparate y verdad

 

Miguel Martínez
Hermano pulpo
Diputación de Soria. Soria, 2025

Entre tantos poetas indistinguibles, he aquí uno inconfundible; entre tantos poetas correctamente aburridos, he aquí uno que nos hace sonreír y reír y nunca nos deja indiferentes.

            Miguel Martínez, madrileño de 1982, ha encontrado desde muy pronto su manera, su marca personal. Profesor de filosofía, interesado por la ciencia, sus temas no son los habituales –al menos en apariencia-- ni tampoco el modo de tratarlos con un humor disparatado y una imaginería insólita.

            Hermano pulpo es su cuarto libro de poemas y ha obtenido un veterano premio, el Leonor de poesía. El título remite al “hermano lobo” de San Francisco de Asís que glosó en versos bien conocidos Rubén Darío. Con espíritu franciscano, Miguel Martínez muestra su amor a todas las criaturas, pero las que él suele escoger, de los cefalópodos a los equinodermos, no son las preferidas por los poetas.

            Cada una de las partes del libro –salvo la última--, se inicia con una cita de un manual de zoología (o de la Wikipedia). La que encabeza la primera, “La inteligencia de los cefalópodos”, comienza así: “Los cefalópodos son una clase de invertebrados marinos pertenecientes al filo de los moluscos. Existen unas 700 especies, comúnmente llamadas pulpos, calamares, sepias y nautilos”.

            Detrás de una cita semejante, si no es irónica, esperaríamos encontrarnos con un poeta de aliento dieciochesco, moralizante y divulgativo. Qué sorpresa se llevarán los lectores que no conozcan a Miguel Martínez al leer “Hermano pulpo”, el poema que da título al libro. Es un monólogo que podría interpretar Woody Allen en un escenario –pero el propio autor tampoco lo haría mal, si juzgamos por sus lecturas en YouTube--; el poeta le habla al pulpo, al que considera “su semejante, su hermano”, como en el famoso verso de Baudelaire: “Querido pulpo / mon semblable mon frère / yo tampoco me lo podía creer cuando era niño / pero no era broma, estamos solos / y en la última cama de hospital / no vendrá mamá pulpo a rescatarnos. / La vida es esperar al tiburón definitivo / entre el tedio, la belleza y el espanto”. No termina ahí el poema, sino que añade un final anticlimático, una divertida variación del “carpe diem”.

            Con la sonrisa en los labios y una continua sensación de asombro ante su inédita imaginería, leemos los poemas de Miguel Martínez, pero también nos oprimen a menudo el corazón, especialmente en la sección final, “Madrastra naturaleza”, que incluye tres desasosegantes poemas dedicados a la vejez del padre (hay otro igualmente conmovedor en la primera parte, “Hijo”), en los que Miguel Martínez se permite bordear la falacia patética sin incurrir en ella. Destaca especialmente por su originalidad “El descendimiento Roger Van der Weyden”, con su entrelazamiento del microcosmos y el macrocosmos, la desnudez del padre que sale de la ducha a los 79 años y el inevitable acabamiento del universo. “Somos tristes cascotes con pestañas”, afirma: “se nos está haciendo añicos la galaxia / nos despistamos un segundo / y se nos desploma traidora la belleza”.

            El humor es en Miguel Martínez el excipiente de una desoladora, por realista, visión del mundo, de un unamuniano “sentimiento trágico de la vida”. Lo que él dice ya lo dijeron Schopenhauer y Cioran y tantos otros desde Sófocles (“Lo mejor para el hombre es no haber nacido”), pero él lo dice de una manera distinta. Antes citamos a Woody Allen, el comienzo de “Cesárea” nos recuerda algún monólogo de Gila: “Como nacer me dio pereza / lo fui dejando para luego / al médico le dije voy más tarde / a mi padre mañana te confirmo / a mi madre nada porque ella / ya sabía que daba a luz / un signo de interrogación”. El poeta se imagina a sí mismo, “dada su inclinación al drama”, empuñando el cordón umbilical con aires shakesperianos y preguntándose: “¿Ser o no ser? Voy a pensarlo / dadme un poco más de tiempo”.

            Inconfundible Miguel Martínez, aunque a veces nos muestre ecos de otros poetas, como al comienzo de “Masai mara”, que utiliza al comienzo la misma técnica casi de greguería de Miguel d’Ors en “Pequeño testamento”, o “Voy andando junto a un acantilado sin quitamiedos” que reescribe “Para que yo me llame Ángel González”, sin que desmerezca junto al texto que le sirve de modelo.

            Uno de los recursos más característicos de Miguel Martínez son las comparaciones disparatadas. Si en “Gastroscopia”, el esófago del poeta es una casa en la que cabe todo el mundo (“pueden celebrar dentro de mi / sus cumpleaños y sus jubilaciones / al fondo hay sitio / usted también, señor anestesista / que pase la historia de la medicina”), en “Haciendo historia” revive la historia de la humanidad cada mañana: “Me levanto con un sueño paleolítico / desayuno tostadas de mamut / busco refugio en la Altamira de mi váter / son las 10 y ya completamente bípedo / me lavo los dientes con el hacha bifaz / y se me ocurre la rueda y la escritura”. Otro poema, “El tiempo es una perra pequeña y despeinada”, comienza así: “Vuelvo a casa y me encuentro el Holocausto / mi perra se ha comido a Primo Levi / las marchas de la muerte en el pasillo / las cámaras de gas por toda la cocina / los uniformes a rayas, las vallas eléctricas / y los barracones convertidos en confeti”. Esa perra que destroza un libro se convierte al final del poema “en una puta metáfora del tiempo”.

            Apenas hay poema en Hermano pulpo que no encierre, por conmovedor que resulta el tema, una sonrisa, una extrañeza y un hallazgo feliz.

El riesgo de un estilo muy personal –y con un cierto descuido de la puntuación, todo hay que decirlo-- es que la manera se convierta en manierismo, en una mecánica fórmula. Pero no hay poeta de verdad que no asuma sus riesgos.