viernes, 28 de mayo de 2021

Manuscrito encontrado

 

Sonetos de la cárcel de Moabit
Albrecht Haushofer
Edición y traducción de Jesús Munárriz
Hiperión. Madrid, 2021.

De las historias de manuscritos encontrados, pocas tan inverosímiles como la verdadera historia de los Moabiter Sonette, los Sonetos de la cárcel de Moabit. La noche del 23 al 24 de abril de 1945 (o la del 22 al 23, según otras fuentes), cuando las tropas soviéticas están a punto de entrar en Berlín y pocos días antes del suicidio de Hitler, se decide trasladar a un grupo de prisioneros. Entre ellos está Albrecht Haushofer, a quien se había detenido –no era la primera vez-- por su presunta participación en la operación Valkiria, el atentado contra Hitler que tuvo lugar en la Guarida del Lobo el 20 de julio de 1944. Pero el supuesto traslado no era más que una excusa para la ejecución sumaria. Sumaria y un tanto chapucera: uno de los ejecutados, el joven comunista Herbert Kosney salvó la vida y pudo indicar al hermano de Albrecht, Heinz Haushofer, donde se encontraba el cadáver. “Albrecht yacía pacíficamente de lado –contó Heinz a sus padres en una carta de mayo de 1945--, como si acabara de caer. No presentaba signos de agonía; la muerte debió haber sido instantánea. En su bolsillo tenía una copia de los ochenta sonetos que había escrito en prisión y un fragmento de Thomas More en el que había trabajado por última vez”.

            Los ochenta sonetos ocupaban, en letra minúscula, cinco folios. Se conserva ese manuscrito, con sus manchas de sangre. En el soneto LII leemos: “Desde hace unas semanas tengo manos y pies / libres de las cadenas, No sabría decir / si ha sido mucho o poco lo que las he llevado / ni si habré de volver otra vez a llevarlas”. ¿Cómo puede un hombre encadenado escribir en unos pocos meses –la detención tuvo lugar en diciembre-- tantos sonetos y corregirlos y preparar una copia definitiva que sus carceleros –nada menos que la Gestapo--  le permiten sacar de la prisión?

            No es el único misterio que rodea la vida de Albrecht Haushofer. Su padre, Karl Haushofer, fue amigo y mentor de Hitler, estudioso de la geopolítica, creador del concepto de “espacio vital” que sirvió de coartada para el expansionismo nazi. Padre e hijo estarían detrás del viaje de Rudolf Hess a Inglaterra para buscar una paz por separado. Un viaje que estaba lejos de ser improvisado y una locura personal. Hay noticia de un memorándum, fechado el 5 de mayo de 1941 en Obersalzberg, en el que Haushofer le ofrece a Hitler sus contactos para establecer conversaciones secretas con Gran Bretaña. Esas conversaciones, que existieron, serían pronto negadas por ambas partes. Testigo incómodo de ellas era el padre de Albrecht, quien se suicidó –junto a su mujer-- en 1946, tras ser interrogado por los servicios de inteligencia británicos. Puede que fuera un suicidio pactado para evitar males mayores.

            Hay mucha historia y muchos enigmas detrás de este manuscrito encontrado. Los sonetos más conmovedores son los que nos hablan de la vida en la prisión, aunque –como ya hemos indicado—ofrecen algunas dudas sobre su verosimilitud autobiográfica. “Encadenado” se titula el primero de ellos y en él podemos leer: “No he sido yo el primero a quien en este espacio / le cortan las muñecas los grilletes, / en cuyo dolor hurga una inscripción ajena”. Quizá escribiera los sonetos de memoria y los copiara cuando le quitaron los grilletes de las manos y pies, pero si eso no ocurrió hasta  pasado el medio centenar parecen demasiados para retener en la memoria.

            Los sonetos no se limitan a reflejar las condiciones de la cárcel y a expresar la mala conciencia por haber apoyado durante demasiado tiempo a un régimen criminal. Hay otros que hablan de música y pintura o de los viajes del autor, también los que resumen antiguas leyendas orientales. Extraños juegos para esperar la muerte.

            “Gorriones” recrea un tema clásico de la vida en prisión, emparentado con el tradicional “Romance del prisionero”: “Tengo a veces visita: los barrotes de hierro, / si prisión para mí, son para otros apoyo. / Le gusta a una pareja de gorriones posarse, / una joven gorriona junto a un galán gorrión. / Alternan en su amor peleas y ternura, / se cuentan muchas cosas mientras se picotean, / y si eligiera otro gorrión a esa gorriona / la pelea entre ellos podría ser terrible. / Qué raro es estar cerca de esa vida sin trabas / estando encadenado y lleno de preguntas… / ¿Me ven esos veloces ojos negros? / Miran fijos. Un pío, un aleteo, / se vacía el barrote. Y estoy solo. / ¡Cómo me gustaría ser gorrión yo también”.

            Quizá estos sonetos tienen más valor humano –al menos en la traducción-- que estrictamente lírico. O nos interesan menos cuando parecen un mero ejercicio culturalista.

            Lo que más nos interesa –para qué engañarnos-- es la novela que hay detrás, llena de inverosimilitudes y de misterios sin resolver. El nazismo no fue obra de un pequeño grupo de sádicos y criminales que hipnotizaron al pueblo alemán, que lo llevaron a la perdición como en el cuento del flautista de Hamelín (tema, por cierto, de uno de los sonetos). Mucha gente sin culpa lo apoyó, como hicieron los Haushofer –pensemos en Heidegger--, media Francia estaba a su favor y también buena parte del Reino Unido. ¿Se habría desengañado Albrecht Haushofer del nazismo si se hubiera firmado una paz con Inglaterra y hubiera triunfado la operación Barbarroja? No lo sabemos. De lo que no hay duda es que las conspiraciones contra Hitler solo comenzaron cuando parte de la élite nazi se dio cuenta de que los llevaba a la derrota.

            Este puñado de sonetos, este manuscrito encontrado en el bolsillo de un cadáver, se escribieron quizá como un salva conducto para cuando ocurriera la inminente derrota. Pero un oficial de la Gestapo, Müller, que se la tenía jurada a Haushofer desde que lo detuvo cuando el vuelo de Hess y vio cómo salía ileso, no permitió que eso volviera a ocurrir.

lunes, 24 de mayo de 2021

La ceremonia del adiós

 

 

Animal de bosque
Joan Margarit
Visor. Madrid, 2021.

Difícil diferenciar la emoción humana de la emoción poética en Animal de bosque, el libro póstumo de Joan Margarit. Ya el poema inicial nos informa de las circunstancias en que fue escrito: “debilitado / por una quimio que no me ha podido / curar este linfoma”.

            Siempre fue Joan Margarit un poeta en el que el poso experiencial pesa tanto o más que la reflexión poética, pero eso no quiere decir que sus poemas se limiten a ser documentos humanos, fragmentos de su autobiografía.

            Animal de bosque puede considerarse, en primer lugar, un cancionero amoroso. El tú que aparece en la mayoría de los poemas, a menudo con nombre propio, Raquel, es de la esposa que le ha acompañado a lo largo de la vida, que es parte de su vida y que, sin embargo, sigue siendo –como cualquier ser humano lo es para otro ser humano-- un misterio indescifrable. “Mujer callada” la llama en el título de uno de los poemas: “Me ha sido muy difícil entenderte. / Imagino tus penas, grandes, hondas, / y tan pocas palabras. ¡Cuánto hace / que tu silencio es parte de mí mismo!”

            Otra gran protagonista de estos poemas finales –algo que no extrañará los lectores fieles de Margarit, que son legión--, es la hija muerta hace veinte años a la que dedicó uno de sus más conmovedores libros, Joana.

            También, como si se cerrara un círculo, reaparecen una y otra vez los recuerdos de infancia, de la dura infancia de la posguerra, a menudo con toques costumbristas, con esos pequeños detalles exactos que propugnaba Stendhal, sin miedo a incurrir en el prosaísmo: “Con frecuencia en las casas colgaba de la lámpara , / sobre la mesa del comedor, / la ancha cinta untada de un engrudo / que brillaba, dulzón y pegajoso. / Se iba retorciendo a la vez que atraía / a las moscas que, así, / caían en la trampa y la dejaban / cada más negruzca. / Se oían los rumores de agonía, / alas desesperadas / en un inútil esfuerzo por volar. / Tenía cuatro años, no perdía detalle”.

            No faltan los homenajes a los amigos que le preceden en el camino: Ángel González, Juan Marsé, Josep María Subirachs. Un poema se dedica  a Van Gogh, “pintor de firmamentos, zapatos, camas, sillas, / cuervos sobrevolando los trigales”. Y omnipresente se encuentra la música, compañera de siempre y más valorada que nunca en estos días últimos.

            Abundan las reflexiones sobre la poesía y sobre la arquitectura, que fue la dedicación profesional del autor. “He sido siempre fiel al poema y al muro”, termina uno de los más ambiciosos poemas del libro.

            Poeta que gusta de la anécdota, casi siempre emocionadamente biográfica, Joan Margarit gana cuando acierta a prescindir de ella, sin que eso suponga incurrir en inconcretas vaguedades. Acostumbra a tener muy presente la teoría eliotiana del correlato objetivo. El poema “La casa” constituye un buen ejemplo de ello: “Nos protege, conserva lo que fuimos. / Eso que nadie nunca encontrará: / techos donde dejamos miradas de dolor / y voces que han quedado, calladas, en los muros. / La casa ya organiza sus futuros olvidos. / Una corriente de aire, la puerta que se cierra, / como un aviso, con un golpe seco. / Cada uno es su casa. La que fue construyéndose. / Que, al final, se vacía.”

            Como es habitual tras sus primeras incursiones poéticas, cada poema de Joan Margarit aparece en dos lenguas, en catalán y en castellano, y ambas quiere que sean consideradas como originales. Algunos desajustes nos indican que la versión primera suele ser la catalana. Un ejemplo lo encontramos en uno de los poemas más hermosos del libro y menos condescendientes con la falacia patética, “Otoño en Elizondo”: “La lluvia y la luz gris hacen brillar / el tranquilo follaje rojizo de las hayas. / Tratan de confirmar con su belleza / que los árboles piensan. Que si un día, / de pronto nuestros miedos terminasen, / seríamos igual que el rojo hayedo / que estoy ahora contemplando. / Creo que un árbol es un misterio tranquilo. / Y siento que quisiera morir en un lugar / desde donde se viera un bosque como este / que, desde las raíces a las ramas más altas, / son el aviso de una paz que ignoro”. La falta de concordancia (“un bosque como este… son”)  no se da en el texto en catalán: “uns boscos com aquests… són”.

            Las ediciones bilingües tienes sus ventajas, también sus inconvenientes. A veces no podemos prestar atención plena a los poemas en castellano de Margarit porque, leyendo el texto en catalán, se nos ocurre otra versión quizá mejor. “Recuerdo de un campo” termina con los siguientes versos: “Podemos ser tan fuertes y claros como el muro, / y no ignorar la muerte, porque eso / es no comprender nada de la vida”. En catalán esos versos dicen así: “podem ser forts i clars, igual que el mur, / i no ignorar la mort, perquè ignorar-la / és no haver entés la vida”. La versión literal parece más eficaz: “podemos ser fuertes y claros, igual que el muro, / y no ignorar la muerte, porque ignorarla / es no haber entendido la vida”.

            Concluye la trayectoria poética de Joan Margarit con un libro que, como todos los suyos, sin dejar de ser excelente literatura es algo más, y a veces algo menos, que literatura.

jueves, 20 de mayo de 2021

Caras y caretas

 

Retratos a medida.
Entrevistas a personalidades de la cultura española (1907-1958)
Edición e introducción de Beatriz Ledesma Fernández de Castillejo
Fundación Banco Santander. Madrid, 2021.

Hay trabajos que son poco propicios al exhibicionismo. El de entrevistador es uno de ellos. Mala entrevista aquella en la que ocupa el primer plano. Hay trabajos que resultan tanto más perfectos cuanto más invisibles. El de traductor, por ejemplo, o el de actor de doblaje. Si lo hacen bien, deben darnos la ilusión de que no están ahí, de que leemos o escuchamos la obra original.

            En el editor de un texto literario, como en el corrector, solo nos fijamos cuando se equivocan. Beatriz Ledesma Fernández de Castillejo, que se ha ocupado de la edición de Retratos a medida, llama nuestra atención desde las primeras líneas del prólogo. Baste un ejemplo: se refiere a Galdós como “cronista y dramaturgo” y considera que tras “su característico estilo directo y coloquial” ocultaba un “apabullante academicismo”.

            Reúne el volumen más de medio centenar de entrevistas publicadas en la prensa argentina, fundamentalmente en el seminario Caras y caretas y en los diarios La Nación y La Prensa, durante la primera mitad del siglo XX. Vaya por delante que, a pesar de los reparos que se le pueden poner a la editora, vale la pena el rescate. Hay entrevistas que son auténticas autobiografías, en las que unas veces el entrevistador se oculta y deja solo las palabras del entrevistado (es el caso de Lola Membribes entrevistada en 1931) y otras en las que dirige inteligentemente la rememoración. ¿Cuántas veces habrá contado Baroja lo que nos cuenta en la entrevista de 1950 firmada por Andrés Muñoz? Pero siempre lo hace con gracia y con matices nuevos y la leemos como si le escucháramos por primera vez. De gran originalidad es la entrevista de entrevistas que Vicente Sánchez-Ocaña le dedica en 1938.

            Como a Baroja, también creemos tener sabido y consabido a Azorín. A muchos, sin embargo, les sorprenderá su feminismo, su consideración de que “no supera ningún novelista, en su tiempo, a Emilia Pardo Bazán, ni sobrepuja ningún poeta a Rosalía de Castro, ni vence ningún pensador a Concepción Arenal”; su larga enumeración de mujeres notables y dejadas de lado en la historia de la literatura española; su afirmación de que, en el actual renacimiento literario (habla de 1951), sobresale la novela, “y en la novela quienes se distinguen son las mujeres”.

            La modernidad de Azorín –quien para esas fechas ya  era considerado por muchos un autor de otro tiempo-- contrasta con el pensamiento de quien era tenido como uno de los mayores sabios de su tiempo, el doctor Marañón. “El trabajo es la misión del hombre. La maternidad es la misión de la mujer”, afirma.“Su feminismo –aclara el entrevistador--, extraído de la propia biología, establece que la mujer debe ser madre y nada más. Pero madre con corona de diosa. Los hombres, hombres. Las mujeres, ángeles… El otro feminismo, el feminismo de oratoria, de barricada y de polémica con olor a pastillas de menta, que pretende equiparar en todo al varón y a la mujer, ese quedará relegado a las mujeres con bigote, que quieran hacer en la vida películas cómicas de cine”.

            Ese entrevistador que tan arcaicamente se explaya es Juan José de Souza Reilly, un peculiar personaje de la literatura argentina, a quien la editora concede un gran protagonismo: a él se deben la mayoría de las entrevistas y con una a él dedicada se cierra la recopilación.

            Souza Reilly, ciertamente, alcanzó notoriedad en fecha tan temprana como 1908 con Cien hombres célebres (Confesiones literarias), la recopilación de sus entrevistas en Caras y caretas. En ellas el entrevistador ocupa siempre el primer plano.  “Escrito en plena juventud –leemos en el prólogo--, con fragancia de pañales nuevos, flota sobre sus páginas la fragante melancolía de las almas muy viejas. Al escribirlo no he pensado en el público. He pensado en mí mismo. He extraído de mi propia carne sensaciones artísticas, y he sacado de mi propio cerebro ideas que serán malas, que serán crueles, que serán falsas, que serán inútiles, pero que, por encima de todo, son ideas…”

            De ese libro tan personal, y tan envejecido en su retórica modernista, proceden muchas de las entrevistas de estos Retratos a medida, aunque la editora, que conoce el volumen (lo cita varias veces por el subtítulo, no por el título) no nos lo indica. Como no indica tampoco que dos de las entrevistas que incluye --la de Zamacois y una de las de Benavent--, fueron recopiladas por su autor, Pablo Suero, en España levanta el puño (1937), reeditado más de una vez en años recientes.

            Retratos a media, aunque contiene algunas entrevistas magistrales, o precisamente por eso, no es más que un frustrado esbozo de lo que habría podido ser. Cuando se rescatan textos de las hemerotecas, lo primero que hay que hacer es comprobar si son inéditos o si están ya recopilado en volumen. Hay que tener en cuenta además –y eso debería ser lo principal-- si siguen conservando algún valor. ¿Qué interés tiene hoy una inane entrevista a María de Bueno y Núñez de Prado, al desconocido escultor Torcuato Tasso  --homónimo del poeta italiano-- o a Pilar Millán Astray? Esta última, por cierto, comienza diciendo: “Si quiere usted que sus lectores me conozcan, repita estas palabras: Es la hermana del Héroe. ¡Nada más!” Y el entrevistador –el inefable Souza Reilly—obediente cierra los ojos y evoca las hazañas del héroe: “Veo, allá lejos, en Tetuán, al fundador de la heroica Legión con la manga de su uniforme de general totalmente vacía. Perdió un brazo luchando con los moros. Observo la mirada soñadora y trágica del único ojo que las lanzas moriscas le dejaron con luz. Miro su cara varonil con los gloriosos agujeros de los proyectiles. Pienso en su cuerpo roto y descosido de personaje napoleónico”.

            ¡Qué gran libro podría haber sido Retratos a medida si hubiera tenido un editor adecuado! Sobran y faltan entrevistas. Sobran y faltan explicaciones. Sobran: en el prólogo, se enumera a los entrevistados que ganaron el premio Mariano de Cavia; se nos informa de si fueron “académicos de número de alguna o varias de las Reales Academias españolas” (“destaca el caso de Marañón –se indica en nota--, que lo fue de cinco de ellas”). Faltan: la entrevista a Juan Ramón Jiménez termina con unas esplendidas páginas autobiográficas, una de las dedicadas a Unamuno con un poema entonces inédito y no se nos indica si esos textos se han publicado posteriormente (con o sin variantes) o si siguen siendo inéditos.

            Otra labor intelectual que solo se nota cuando falta o no hace bien su trabajo es la del director literario o la del comité asesor de una colección. Retratos a medida constituye un buen ejemplo de ello.

jueves, 13 de mayo de 2021

La lección de Montaigne

  

Mi vecino Montaigne
Juan Malpartida
Fórcola. Madrid, 2021.

En la nota final a este “ensayo narrativo” –así lo califica-- indica el autor que hasta la página 25 “ignoraba que tuviera que ver con Montaigne”. Quizá debería haber eliminado, en la corrección final, esas primeras y tanteantes páginas en las que no sabemos muy bien a dónde se dirige y en las que algunos lectores sentirán la tentación de abandonar. Nos ahorraríamos así el lapsus con el que tropezamos casi al comienzo: los más conocidos versos de Manrique se atribuyen al Arcipreste de Hita.

            Todo cambia a partir del capítulo tercero. Aparece Montaigne y el libro se convierte en algo más que en un homenaje al creador del género ensayístico y de la reflexión autobiográfica. Mi vecino Montaigne es una obra de una audacia y de una hondura poco frecuentes en la literatura española.

            Tiene algo, mucho, de novela intelectual. El autor se encuentra en Burdeos con Nicole, otra admiradora de Montaigne; a ella le envía sus reflexiones y de ella recibe cartas minuciosas en las que comparte sus perplejidades intelectuales. Es también ella quien le cuenta la historia de Gustave, el bebé adoptado cuando su madre no pudo llevárselo al huir de la persecución nazi, que nos recuerda las novelas de Patrick Modiano sobre el París de la ocupación.

            Tiene también Mi vecino Montaigne mucho de autobiografía. Recuerdos borrosos y dolorosos de la primera infancia: “Me veo a primera hora de la noche saliendo de mi casa en Marbella, una casa pobre y muy pequeña, en una planta baja. Salíamos a paso muy rápido, con mi madre en medio de mi hermana y yo, y nos llevaba furiosa, cogidos de la mano. Sé que nos íbamos de casa, que estábamos huyendo, y que subíamos una pequeña cuesta de la calle perpendicular a la nuestra”. Hay un kafkiano ajuste de cuentas con el padre, una evocación de las primeras lecturas, historias de familia, apuntes casi diarísticos sobre su vida actual, reflexiones sobre el camino que hace cada día desde su casa al trabajo.

            Pero hay más cosas entreveradas con el viaje al castillo de Montaigne y las observaciones sobre su vida y su obra. Hay, por ejemplo, retratos de otros escritores, como el que dedica a Rafael Sánchez Ferlosio, o lúcidos comentarios sobre obras literarias y artísticas. Destaca entre ellos el que dedica a una obra fotográfica de Nicholas Nixon, Las hermanas Brown, que da pie a una indagación en el enigma del tiempo:

            El capítulo más original del libro, también quizá el más difícil de seguir para algunos lectores, es el 23, que algo tiene de recreación actual de los diálogos platónicos. En un sugerente escenario, con detalles a la vez oníricos y minuciosamente realistas, se reúnen los más destacados especialistas de la neurociencia y la filosofía del conocimiento. No es frecuente que un escritor esté tan al corriente de las novedades que la ciencia contemporánea ha aportado a nuestra visión del mundo. Como a Antonio Machado, un autor al que se cita a menudo, aunque más como pensador que como poeta, a Juan Malpartida le preocupan las cuestiones metafísicas, el rubeniano “no saber a dónde vamos ni de dónde venimos”, y trata de responderlas –aunque sean preguntas sin respuesta-- con los aportes de la ciencia contemporánea.

            Otro de los capítulos es igualmente un diálogo, en este caso entre Miguel y Michel, entre Cervantes y Montaigne. Podía Malpartida  haber escrito un ensayo sobre las semejanzas y las diferencia entre esos dos escritores, pero prefiere hacérnoslas ver en una conversación entre ambos en la torre en que el autor de los Ensayos gustaba de encerrarse con sus libros. “En algo nos parecemos todos los hombre a este Quijote tuyo –concluye Montaigne--, y es en ser seres andantes, en buscar sin mucho sentido, contentos o tristes ante lo que encontramos. Todo es mudanza en mí, según el día, la hora, la circunstancia. No solo me muda el viento según su dirección, sino que además me mudo y trastorno yo mismo”.

            Autobiografía, filosofía e historia hay en este libro. Espléndidas resultan las páginas que dedica a la Noche de San Bartolomé y a las luchas de religión en el siglo XVI. Montaigne parece no denunciar suficientemente las ignominias de su tiempo; Malpartida sí arremete contra los excesos del nacionalismo contemporáneo.

            En Mi vecino Montaigne la imaginación del creador literario se pone al servicio del historiador y del pensador. El resultado es una obra ambiciosa, nada convencional, exigente intelectualmente, que nunca pierde el rumbo en su ir y venir divagatorio, que si a ratos pone a prueba la paciencia del lector siempre resulta enriquecedora, no importa que no compartamos del todo alguna de sus afirmaciones.

            Una escueta bibliografía final enumera los trabajos fundamentales sobre Montaigne que han sido tenidos en cuenta. Echamos de menos una bibliografía orientativa sobre los estudios que sirven de base al coloquio del capítulo 23, todo un “tour de force” que pocos escritores españoles se habrían atrevido a emprender y menos serían capaces de llevarlo a buen fin.

           

viernes, 7 de mayo de 2021

Literatura y verdad

 

Noche escrita
Antología poética 1976-2020
Alejandro Duque Amusco
Edición de José Corredor-Matheos
Renacimiento. Sevilla, 2021.

“He perdido mi vida por delicadeza” escribió Rimbaud, que no parece que perdiera la suya precisamente por delicadeza. Esas palabras pueden aplicarse con más adecuación al poeta Alejandro Duque Amusco (Sevilla, 1949), siempre correcto, siempre ajeno a polémicas y enfrentamientos gremiales, siempre fiel a sus maestros.

            El primero de todos fue Vicente Aleixandre, al que conoció en los años setenta y del que es uno de los principales, si no el principal, editor y estudioso; le siguieron Carlos Bousoño y Francisco Brines, al que acaba de dedicar Cenizas y misterio, un libro que reúne décadas de dedicación a su obra.

            Pero la cualidades que avalan a la persona no siempre resultan las que más favorecen al escritor. Como crítico, Duque Amusco tiende a la hagiografía, a encontrar solo luces sin sombra en los poeta que estudia. No le ha afectado el descrédito creciente de Alexandre; el incipiente de Francisco Brines, acentuado por un burocrático elogios que conlleva un reciente premio oficial; la práctica desaparición de Bousoño –el poeta y el teórico de la poesía-- del interés lector.

            Como poeta, Duque Amusco parecía gustar en exceso de las palabras poéticas (que acaban siendo las menos poéticas del mundo), de los grandes temas –la belleza, el dolor, la muerte-- en abstracto. Basten como ejemplo los tres versos iniciales de “Separación final”: “Surge del dilatado atardecer / una pregunta temerosa / hacia lo melancólico del otoño”.

            Tardó en aparecer el poeta de verdad, oculto tras el literato siempre correcto y a menudo brillante. En la antología Noche escrita ha querido dejar constancia de su evolución desde la primera entrega, Esencias de los días, de 1976, hasta los últimos poemas, todavía inéditos en libro. Pero a los lectores no les interesa demasiado seguir los tanteos de un escritor, como tampoco les preocupa conocer su lugar en la historia de la literatura. Eso queda para los estudiosos y para los estudiantes, que a menudo –tanto estudiantes como estudiosos-- no son los buenos lectores de poesía, sino más bien todo lo contrario.

            Yo aconsejaría abrir esta recopilación antológica, no por el primer poema, no por el prólogo, sino por la página 72, por “Episodio de lobos”. En los primeros versos nos parece encontrarnos ante el Duque Amusco de siempre, con su decir preciosista y demorado: “Ahora que no es posible olvidar la niñez y su estela de signos invisibles y arcanos, / el recuerdo me lleva a una noche de agosto, cuando niño, en el campo”. Pero en seguida los símbolos y las abstracciones se hacen carne, habitan entre nosotros, como en el comienzo evangélico, y el verso final vuelve a convertir la impactante anécdota –tan bien contada-- en categoría: “Desde las sierras de la infancia van bajando los lobos”.

            Después de la lectura de este poema, invitaría a dar un salto hasta Jardín seco, su título más reciente, su mejor libro. En él abundan los poemas memorables, pero tres resultan especialmente heridores: “Nudos”, “Aurora”, “Resurrección”. Si antes la humana emoción no acababa de llegarnos, sepultada por la “fermosa cobertura”, ahora se corre el riesgo de la falacia patética, de que el impacto emocional se deba más al tema que al poema. Es un riesgo que corre a menudo, por citar un solo ejemplo, Joan Margarit y que no siempre acierta a salvar. Duque Amusco lo consigue: indaga con amorosa piedad, con implacable lucidez en sus más privadas peripecias biográficas, y de ellas extrae dolorida y reconfortante sabiduría.

            Ha intentado con cierta frecuencia Duque Amusco las formas breves, tan elusivas. Con acierto recrea a Omar Jayyam: “Haya cielo o infierno, nadie elige. / Duerme tranquilo el día indiferente. / También la puerta a la otra vida / te la abrirá el azar”. Tankas y haikus homenajean a la poesía oriental: “¿No has visto / como la luna se ha roto / entre los pinos? / ¡Qué blanca viene / la fragancia del bosque”.

            Se leen con gusto otros homenajes: “El baúl de Pessoa”, “Una rosa negra para Georg Tralk” o los monólogos dramáticos dedicados a Heinrich Schliemann, el descubridor de Troya, y al inevitable Luis Cernuda. Pero el mejor Duque Amusco no es el que se enmascara de literatura, sino el que nos deja entrever su humana verdad en poemas como “Papel efímero”, “Barriendo la terraza” o “El cofre”, que también son –como los otros, excelente literatura: nada más ajeno a este autor que el descuido expresivo--, pero no solo.

            Como no podía ser de otra manera en un poeta tan gustoso del “viejo y querido utillaje retórico”, para decirlo con palabras de Gimferrer, Duque Amuso incurre en la trabajosa sextina y en el inevitable soneto. Con “Dolmen”, dedicado a Antonio Colinas y a su “Sepulcro en Tarquinia”, consigue superar la prueba de virtuosismo, y también con uno de los sonetos (que él disimula tipográficamente en siete dísticos), el titulado “Para siempre”, de sentencioso clasicismo: “Lo escrito escrito está, grabado en la verdad, / y aunque piedad implores hasta el último aliento, / ni un acento, una línea podrá ser corregida / con las tardías lágrimas de tu arrepentimiento”.