miércoles, 28 de diciembre de 2022

Hierro resistente

 

Vida. Biografía y antología de José Hierro
Jesús Marchamalo / Lorenzo Oliván
Nórdica Libros. Madrid, 2022.

Las palabras vivas
Lorenzo Oliván
Pre-Textos. Valencia, 2022.

De los nuevos poetas que se dieron a conocer tras la guerra civil, José Hierro fue uno de los primeros en alcanzar un reconocimiento generalizado. Venía del lado de los vencidos, había pasado cuatro años en la cárcel, pero desde muy pronto comenzó a dejarse querer por los vencedores. Tras trabajos varios de supervivencia, encontró acomodo en diversos organismos culturales, entonces todos ellos controlados por el régimen: Editora Nacional, Ateneo, Radio Nacional de España, Universidad Menéndez Pelayo. No fueron cargos directivos, no se trató de prebendas, sino de encargos que estaba preparado para hacer y que hizo bien. Pero no se unió —escarmentado, padre de familia, consciente de su precariedad laboral— a ninguno de los movimientos de resistencia antifranquista y eso le valió algún ataque como el de José Ángel Valente, menos literario que personal: “Hablaba como queriendo borrar su vida ante un testigo incómodo. / Compraba así el silencio a duro precio, / la posición estable a duro precio, / el derecho a la vida a duro precio, / a duro precio el pan. / Metal noble que tal vez el martillo batiera / para causa más pura. / Poeta en tiempo de miseria, en tiempo de mentira / y de infelicidad”. Solo alguna rara vez, como en el poema “Réquiem”, se dejó contagiar por la retórica de la época: “Cuando caía un español,” —se supone que en los tiempos de los Tercios de Flandes o la conquista de América—e “se mutilaba el universo”.

            Como poeta, sus orígenes están en el modernismo, Juan Ramón Jiménez y ciertos nombres del 27 (más Gerardo Diego que Cernuda), pero supo adecuarse —en un puñado de espléndidos poemas testimoniales— a los nuevos usos del realismo, a una poesía que se acercaba al lenguaje coloquial, “sin vuelo en el verso”. Más tarde, con el Libro de las alucinaciones, volvió a una poesía imaginativa, con toques de culturalismo e irracionalismo que anunciaba la revolución novísima.

            Tras ese título, de 1964, José Hierro entró en una prolongada etapa de silencio (solo rota por poemas dispersos, a menudo de circunstancias, reunidos en Agenda) que pareció hacer de él un poeta de otra época, más homenajeado que leído. Pero en 1998 se produjo su vuelta triunfal con Cuaderno de Nueva York, de inmediato —y un poco inexplicablemente— convertido en best seller. Durante los últimos años de su vida, José Hierro fue el poema más popular. Contribuyó a ello, tanto como su poesía, el personaje, cordial y entrañable, ajeno a vanidades literarias, hombre de la calle que escribía en bares, que leía admirablemente sus versos y que era capaz de pasarse horas dedicando sus libros con un dibujo original en cada uno.

            De los muchas publicaciones dedicadas a conmemorar el centenario de José Hierro, dos destacan especialmente. Una es Vida, biografía y antología, la primera a cargo de Jesús Marchamalo y la segunda de Lorenzo Oliván; otra, Las palabras vivas. La poesía y la poética de José Hierro, cuyo autor es también Lorenzo Oliván.

Vida es un volumen hermosamente editado, con abundantes ilustraciones de gran valor documental. Consta de una parte biográfica, una sucesión de emotivas o divertidas estampas, en la que no se indican los apoyos documentales, pero no son necesarios, se trata de un texto literario, válido por sí mismo. Y la antología está hecha por buen lector de la poesía de Hierro, que acierta a mostrarnos todas sus facetas, aunque deje fuera —como no podía ser de otro modo— algún poema que esté en la memoria del lector.

            El otro libro, Las palabras vivas, tiene un carácter más académico: en su origen se encuentra la tesis doctoral sobre el ritmo en la poesía de Hierro, dirigida por José Carlos Mainer, que Oliván no llegó a concluir. Pero con ser muy valiosos los capítulos que de ella proceden —dedicados al estudio del eneasílabo, la métrica acentual o los encabalgamientos en la poesía de Hierro—, resultan más interesantes los que tienen un carácter autobiográfico y ensayístico. Las consideraciones de Lorenzo Oliván, uno de los más destacados poetas de su generación, sobre el ritmo en la poesía —en la propia y en la ajena— son de gran valor.

            Lorenzo Oliván dedica el capítulo inicial de su libro a la biografía de Hierro. Sintetiza bien lo sabido y añade algún matiz inédito, con la apoyatura documental que falta en Marchamalo. Uno y otro eluden, sin duda por consideraciones familiares, una cuestión sin la cual no se entiende el último libro de Hierro. Su Cuaderno de Nueva York es algo más que el homenaje a una ciudad que tanto ha tentado a los poetas españoles (no solo a Juan Ramón y Lorca, como Julio Neira documentó en una profusa antología), es un libro de amor “que no puede decir su nombre”, aunque no por las razones de los lorquianos Sonetos del amor oscuro, sino por las de Salinas y La voz a ti debida. Solo cuando sabemos eso, se entiende la emoción del penúltimo poema del libro (el último en realidad, el aclamado soneto final no tiene mucho que ver con el conjunto), en el que el poeta se despide, no de una ciudad, sino de una persona que, sin ser nombrada, da sentido al conjunto: “No te importuno más (ni siquiera sé si me escuchas). / Bebo el último whisky en el Kiss Bar, / la última margarita en Santa Fe, / rodeo luego la ciudad y su muralla de agua / en la que ya no queda nada que fue mío / Desisto de adentrarme en su recinto, / no tengo fuerzas para celebrar / la melancólica liturgia de la separación. / Solo deseo ya dormir, dormir, / tal vez soñar…”

            La poesía de Hierro, a pesar de una cierta banalización de su figura, del manoseo de los homenajes, resiste bien el paso del tiempo en un puñado de poemas esenciales en los que realidad y misterio, técnica y llanto, se funden inextricablemente.

jueves, 22 de diciembre de 2022

Vida y delirio

 

 

En tierra de nadie
Gabriel Albiac
La Esfera de los Libros. Madrid, 2022.

Ningún hombre es de una pieza, como es bien sabido, y menos que ninguno Gabriel Albiac, catedrático de filosofía, estudioso de Spinoza, activo periodista, contundente panfletista. En tierra de nadie ha titulado su autobiografía, escrita con brillantez y brío literario, pero él no parece que estuviera mucho tiempo en tierra de nadie, siempre supo de qué lado ponerse y a quién defender con todas sus fuerzas.

            En 2003, según nos cuenta, decidió abandonar el diario El Mundo, que había contribuido a fundar y en el que había llevado a cabo una eficaz campaña para desenmascarar a los GAL, porque le censuraron uno de sus artículos. En ese artículo —que reproduce— afirmaba cosas muy sensatas: “Nunca dejes que la realidad te arruine un buen titular. Todo estudiante aprende en la facultad que ese es el pilar del periodismo que vende. Nunca dejes que unas declaraciones aburridas te arruinen un titular en letras gordas”. Eso fue lo que al parecer le ocurrió con unas declaraciones sobre la guerra de Irak, manipuladas en el diario. Tras un titular que las presenta como “argumentos a favor de la guerra”, se reproducen sus palabras que “dicen exactamente lo contrario de lo que el titular dice que dicen”. Y añade: “A mí me pagan por razonar. No por dar doctrina”.

            Veamos cómo razona Gabriel Albiac: “Mi habitación en la Maison de Cuba parecía un horno: bendita calefacción francesa: son las ventajas de no haber fulminado las centrales nucleares por la pura cobardía de Felipe González tras el asesinato por ETA del ingeniero jefe Ryan en Lemóniz”; Fidel Castro fue un “subnormal barbudo”; comparado con el islamismo “Adolf Hitler sería un avanzado de las libertades públicas”.

            Pero En tierra de nadie es algo más, bastante más, que un vehemente panfleto, que una crónica de la lucha entre la bestia —el islam— y el ángel, el estado de Israel, “la sola Europa que nos queda”, el único territorio no invadido por la barbarie.

            Gabriel Albiac, con un estilo sincopado y una alternancia de tiempos muy cinematográfica, comienza hablándonos de su ingreso en la universidad, el año 1967, y en la militancia política. Cuenta con eficacia las ilusiones del 68, su descubrimiento de la filosofía y de París, su admiración por Althusser, al que seguiría fiel hasta el final. Y se refiere, con emotiva sobriedad, a sus orígenes familiares: el padre fue uno de los sublevados en Jaca, represaliado del franquismo. Hay mucho de novela en la vida de Albiac. Su primera pareja era hija de Julián Grimau, fue testigo de algunos acontecimientos cruciales del siglo XX, como la caída del muro de Berlín o el hundimiento del régimen de Ceaucescu, pasó un temporada de vagabundeo solitario en Grecia, se dedicó a callejear por París durante un año sabático. Vivió intensamente los años ochenta y nos deja precisos testimonios de algunos de los conciertos a los que asistió entonces, inolvidables hitos generacionales, y de otras heridoras anécdotas como aquella vez que le visitó Eduardo Haro de madrugada acompañado de una oronda mujer que acentúa su escualidez: “Perdona que te dé el coñazo a estas horas, Gabriel. Ando fatal. ¿Podrías prestarme unas pelas para el caballo…?”. Eduardo Haro había escrito “algunos de los más lúcidos alegatos contra el imperio letal de la heroína en el Madrid de los ochenta”, pero él mismo no podría contra ella.

            La autobiografía de Albiac es también un retrato generacional. Y muchos se reconocerán, nos reconoceremos en ella, hasta en mínimos detalles, como aquella sorpresa al enterarse por la mañana de los últimos fusilamientos del franquismo, en septiembre de 1975, tras la información del día anterior sobre el Consejo de Ministros, que daba a entender que se habían concedido los indultos.

            Pasamos de la admiración a la indignación varias veces a lo largo de estas páginas. También hay lugar para cierta burlesca incredulidad. Al ingresar en el partido comunista, en 1971, “tras una larga deriva por partidos maoístas”, quiso dejar claro ante los responsables sus ideas al respecto; reproduce “los términos literales” de sus palabras: “Pido la entrada por riguroso pragmatismo. La línea del Partido me parece errónea de arriba abajo: todo acabará mal si no se modifica esencialmente”. La respuesta que le dan es todavía más inverosímil: “No es problema. Muchos en la organización piensan lo mismo”. ¡Y ese era el partido férreamente estalinista que no dejaba margen para la discrepancia! Y por si fuera poco, añade el que aspira a ser nuevo militante: “Santiago Carrillo me parece un personaje siniestro. Vendería a su madre —y, por supuesto, al Partido— por una pizca de poder. Y los vendería a quien fuese. Siempre que pagara al contado, claro”.

            Con lo que gana Albiac como catedrático de universidad no tiene, nos dice, ni para pagar el carísimo colegio privado de sus hijas. No puede por eso abandonar el periodismo. Tras pasar por La Razón, acaba recalando en el ABC. Cuando recibe el premio Mariano de Cavia, que para él es como ingresar en el Olimpo, dedica una enfervorizada crónica a describir el acto de entrega y parece poner los ojos en blanco al ingresar en una nómina en la que están Pérez de Ayala, Chaves Nogales, Julio Camba y todos los grandes del periodismo español. Olvida que entre los galardonados se encuentran también José Cuartero, José Andrés Vázquez, Horacio Sáez Guerrero y otra porción de ilustres desconocidos o de conocidos no demasiado prestigiosos, como Ricardo de la Cierva.

            El fervor comunista que un tiempo tuvo Albiac se ha convertido, como el de tantos, en visceral anticomunismo. Pero el anticomunismo ya es casi tan reliquia, como el comunismo. El odio de Albiac se ha trasladado a la izquierda española —primero a los gobiernos de González y Zapatero, luego al actual “contubernio bolivariano”— y sobre todo al islam, en guerra desde 2001 contra el mundo civilizado. La irracional islamofobia de Albiac no parece tener límites: el Islam es “mil veces más exterminador que el nazismo”. Algunas muestras de su paranoia nos harían sonreír si no sirvieran para justificar el terrorismo de Estado de ciertos países. Él y su pareja pasan unos días felices en un rincón paradisíaco de las Islas Mauricio, con playas “salvajemente inaccesibles “para los que no han pagado las cuotas, para los de aquí impensables, que pagamos los europeos”, y deciden visitar el cercano puerto indígena. De pronto, alzan los ojos y ven “un batallón de hombres solos, con túnica, chilaba y atavío capilar inequívocamente musulmanes” que los contemplan “con un odio frío”. Y escapan a su refugio: habían olvidado que Mauricio es tierra islámica. Todavía no había ocurrido el atentado de las Torres Gemelas, pero el perspicaz turista de lujo —unas vacaciones en la miseria de los demás, diría Julián Rodríguez—  ya lo vio en los ojos de aquellos hombres “inequívocamente musulmanes”, esto es, malvados.

            Frente a la figura diabólica de los musulmanes, Albiac ha creado un identidad angélica: Israel. La menor insinuación —y hay más que insinuaciones en Naciones Unidas— de que pueda estar cometiendo crímenes de guerra contra los palestinos es una muestra de antisemitismo. Gabriel Albiac, que afirmaba que le pagaban por pensar, no por impartir doctrina, ha abdicado de pensar. No sabemos la razón. Podemos quizá suponerla recordando que, como catedrático de universidad, apenas si ganaba para pagar el carísimo colegio privado de sus hijas; el periodismo —cierto periodismo— parece estar mejor remunerado.

jueves, 15 de diciembre de 2022

Al itálico modo

 

Sonetos
Feng Zhi
Edición de Javier Martín Ríos
Hiperión. Madrid, 2022.

Fascinado por los sonetos de Rilke, el poeta Feng Zhi quiso trasladar a la literatura china, como Garcilaso a la nuestra siglos antes, esa composición estrófica y en 1942, cuando la guerra chino-japonesa, publicó un libro de sonetos que ahora se traduce por primera vez al castellano. No sabemos cómo sonarán estos sonetos en chino, sabemos que en la versión de Javier Martín Ríos solo conservan del soneto el estar formado por catorce versos, si podemos llamarlos así, de desigual extensión y ninguna sujeción métrica. Y sin embargo, entre esas aproximaciones, algo nos llega de la emoción poética que del original.

            La vida de Feng Zhi —coetáneo de los poemas españoles de la generación del 27— cubre casi todo el siglo XX y está sometida a las turbulencias de unas décadas cruciales en la historia de China. Profesor universitario especializado en literatura alemana, residió en Berlín entre 1930 y 1935, por lo que pudo ser testigo presencial de la toma del poder de los nazis. Tradujo a los más importantes autores alemanes y también era un buen conocedor de la tradición clásica china. Tuvo problemas de censura y autocensura tras la victoria de Mao en 1949, cuando la occidentalización y el experimentalismo pasaron a simbolizar la decadencia burguesa, y sería luego uno de los damnificados por la Revolución Cultural, ese movimiento político que tanto tuvo de histeria colectiva y que, de algún modo, hoy entendemos mejor tras acontecimientos recientes que afectaron a la salud mental del mundo en su conjunto y especialmente de China,

            En los sonetos de Feng Zhi aparecen temas occidentales —Venecia, Goethe, Van Gogh—, pero en su mayor parte enlazan con la tradición de la poesía china. Leídos en traducción, ya sin su armadura formal, a ratos no podrían distinguirse de los poemas de la dinastía Tang. Baste un ejemplo: “Nos detenemos en la cima de la alta montaña / y nos convertimos en un paisaje lejano e infinito, / diluyéndonos en la basta llanura que hay frente a nosotros / y en los senderos entrecruzados sobre ella”. Son poemas que hablan de encuentros y despedidas, de caminos que se pierden en la lejanía, de noches solitarias en la montaña, de unos cachorros de perro recién nacidos. Están escritos cuando el autor ha de abandonar su puesto en la universidad de Shanghai tras el comienzo de la invasión del Japón en 1937, e instalarse en Kunming, con otros muchos refugiados. Pero los desastres de la guerra no asoman a sus versos. O lo hacen de manera indirecta, como en el poema dedicado a Du Fu, que es, como el más conocido Li Bai, uno de los grandes clásicos de la dinastía Tang: “En la aldea desierta sobrellevas el hambre, / a menudo piensas en la muerte que invade los barrancos, / pero, sin embargo, no dejas de entonar cantos fúnebres / por el gran hundimiento del mundo”.

            La Venecia de Feng Zhi tiene que ver poco con la Venecia de tantos otros poetas. Las islas que la componen pasan a ser un símbolo del mundo donde cada soledad es una isla: “Cuando me tomas de la mano / es como un puente sobre el agua. / Cuando me sonríes, / es como si en la isla de enfrente / se hubiera abierto, de pronto, una ventana”.

            Traducir poesía no es un imposible, pero a veces parece estar muy cerca de serlo. Lo que dice el poema es más de lo que dice y por eso una traducción meramente informativa no deja de ser una pseudo traducción. Las mejores traducciones poéticas son obra de dos: alguien que conoce bien la lengua de partida y alguien que conoce muy bien la lengua de llegada. A menudo el traductor se limita a dejarnos entrever el original como a través de un cristal borroso. Los sonetos de Feng Zhi, en la versión de Javier Martín Ríos, no son sonetos y, a menudo, tampoco poemas, pero sí el punto de partida para un poema. El titulado “Eucalipto” comienza así: “Tú, desolado árbol de jade en medio del viento del otoño… / eres una pieza musical que al lado de mis oídos / edifica un solemne templo, / ¡déjame entrar con sumo cuidado!”

            Las traducciones de Martín Ríos son una constante invitación a la reescritura. Yo me he atrevido a intentarla en algunos casos. Copio la de este último poema: “Árbol de jade en medio del otoño, / templo de aroma y música en la brisa, /déjame refugiarme entre tus brazos, / que en torno sopla el vendaval del tiempo. / Firme pagoda bajo el limpio azul, / como un sabio maestro frente a mí / del estruendo del mundo me proteges / y de las turbulencias de mis sueños. / Mientras que tú resistas, yo resisto; / mientras tenga tu mano, no me pierdo, / guía inmortal al centro de mí mismo, / eje en torno al que gira el universo. / Eterno tú y eterno yo contigo / si tus raíces guardan mis cenizas” .

            Hay libros que son solo un punto de partida, una invitación a un viaje que tenemos que hacer por nosotros mismos.

 

 

           

domingo, 4 de diciembre de 2022

Veneración y crítica

 

 

Por una ciega ley del corazón
Antología poética
Francisco Brines
Selección y prólogo Vicente Gallego
Institució Alfons el Magnànim. Valencia, 2022.

El poeta Vicente Gallego, junto con Carlos Marzal uno de más devotos amigos de Francisco Brines durante las últimas décadas, ha preparado una antología del poeta que, aparte de su valor, indudable, se presta a algunas consideraciones. Se centra en la parte de la obra de Brines en la que “mejor queda reflejado su amor por la naturaleza”. Incluye todos los poemas que tienen por escenario la casa de Elca, en la que pasó su infancia luego todos los veranos y al final los largos años de vejez, que “se encuentra situada en un entorno privilegiado, frente al mar azulísimo de Oliva, con el Montgó por horizonte y los valles ardiendo de naranjos entre medias”. Las fotografías de Sara Esteban que ilustran el volumen nos muestran una casa que tópicamente calificaríamos de “viscontiana”. Vicente Gallego nos la describe: “Elca es un caserón del siglo XIX que su padre compró a principios del siglo XX, una construcción sobria, de líneas clásicas, con altos muros de cal e interiores amplios, muy bien contrastados entre luces y sombras. El edificio cuenta además con el generoso patio trasero —del que Paco hizo un espléndido jardín— y con un gran desván donde fue alojando su tremenda biblioteca, que después requirió parte del sótano para encontrar acomodo. Tiene adosada una vivienda para los caseros, disfruta además de una alberca que se utilizaba para el riego de los campos de naranjos colindantes, y en la que el poeta se bañaba de niño en los veranos”.

            El poeta Francisco Brines, a las pocas líneas de comenzar el prólogo, se convierte en Paco, el admirado amigo Paco, con lo que desaparece cualquier distancia crítica a la hora de analizar su poesía. Y no es ello malo en sí mismo. Podía haber aprovechado Vicente Gallego estas páginas prologales para ofrecernos un semblanza del poeta. Lo hace, pero entremezclada con análisis y encomios literarios de dudosa validez, como si la fuerza de la amistad le hiciera perder cualquier sentido crítico. La antología —que contiene algunas de las cimas de la poesía de Brines y de la poesía contemporánea— termina con el poema que cierra su último libro, Donde muere la muerte, que el poeta no pudo terminar de revisar y en el que reúne poemas dispersos escritos a lo largo de un cuarto de siglo, cuando tenia la impresión de que con La última costa ya había dicho todo lo que tenía que decir. El poema se titula “El vaso quebrado”, se dedica a Carlos (Marzal) y Vicente (Gallego), y dice así: “Hay veces en que el alma / se quiebra como un vaso, / y antes de que se rompa / y muera (porque las cosas mueren / también), llénalo de agua / y bebe, / quiero decir que dejes / las palabras gastadas, bien lavadas / en el fondo quebrado / de tu alma, / y que, si pueden, cante”.

Para Vicente Gallego este poema es uno de los mejores de su autor, “un prodigio de síntesis y de precisión, tan pleno de significado y a la vez tan desnudo de palabras, tan vibrante en su recogimiento. En él quedan puestas de relieve, tanto su concepción mistérica de la poesía como el grado último de despojamiento expresivo al que le condujo su poesía”. Y refiere luego la anécdota que está en el origen del poema: “Contaba Paco que un día se le cayó al suelo, rajándose, un vaso que nunca antes había utilizado, así que —con ese talante amoroso que lo caracterizaba— pensó llenarlo de agua y beberla, aunque fuese la primera y última vez que lo haría, de modo que aquel vaso pudiera cumplir con la función para la que había sido concebido”. Una anécdota que puede reflejar las manías de una persona, que parece que si tiene una docena de vasos en casa procura beber cada día en uno para que ninguno se sienta “frustrado”, pero que no sirve para elevar a categoría ni simbolizar ningún “talante amoroso”. Vicente Gallego continúa su ponderación: “Solamente un maestro sería capaz de emplear con tal delicadeza el simbolismo en que respira este poema, evitando que el procedimiento se convierta en camisa de fuerza y ahogue la espontaneidad de la palabra. Todo está vivo y dicho aquí sin recurrir al subrayado, en la pureza del sentir y compartir. El vaso quebrado es el alma que aspira al más alto don, el canto, ya que el alma es el recipiente en que bebemos las aguas frescas de la poesía”. Y no se vayan porque aún hay más: “Llegar a respetar un vaso de tal manera es patrimonio de espíritus cristalinos, los grandes gozadores de este mundo”. ¿Un espíritu cristalino es el que bebe en un vaso rajado, con riesgo de cortarse, antes de tirarlo? ¿Los grandes gozadores de este mundo hacen eso?

Parece que en la poesía, en lo que algunos llaman poesía, y en la crítica de poesía, en lo que algunos llaman crítica de poesía, cualquier vaguedad y cualquier pretenciosa hipérbole tienen su asiento. Vicente Gallego ni siquiera se ha dado cuenta de que en ese poema, que no haría de Brines el gran poeta que es si no hubiera escrito otras cosas, hay un error de construcción, fácilmente subsanable por otra parte: el sujeto de “se rompa y muera” nos es “vaso” —como pide el sentido—, sino “alma”. Por descuido, el poeta no ha dicho en los primeros versos lo que quería decir y por veneración nadie en la editorial se ha atrevido a corregirlo.

            Hay más casos en que el amigo del poeta y el estudioso de su poesía se entremezclan de mala manera. Cuando habla de las admiraciones literarias de Brines, no distingue entre las que se manifiestan en sus versos y en su obra crítica de lo que quizá le oyó en alguna conversación. ¿De verdad reconocía Brines “estatura de gigante” a Neruda en los sonetos’? ¿De verdad consideraba a Ángel González un poeta “de segundo plano” entre los de su generación, “un poeta más superficial, menos de segunda lectura”? ¿De verdad era lector asiduo de Gonzalo Rojas, Fina García Marruz y Blanca Varela? Habla el amigo de Paco, no el estudioso de su poesía o de su ensayos, donde no parece quedar ningún eco de esas preferencias.

            La veneración acrítica no es la mejor manera de acercar un autor, que se va alejando en el tiempo, a los lectores contemporáneos.

jueves, 1 de diciembre de 2022

El editor artista o el enfado de Sciascia

 

La felicidad de hacer libros
Leonardo Sciascia
Edición de Salvatore Silvano Nigro
Libros del Kultrum. Barcelona, 2022.

Raro oficio el de editor porque no es un oficio, sino varios, al frente de los cuales están un empresario y un artista. Una editorial, pequeña o grande, es como cualquier otra empresa: fabrica, en sentido amplio, unos productos que ha de colocar en el mercado y cuyos ingresos han de ser superiores a los costes, dar beneficios. ¿Se requiere ser experto en lavadoras para ser dueño de una empresa de lavadoras? No necesariamente; basta con poner al frente a la persona adecuada. ¿Tiene que ser un gran lector un editor o el dueño de una librería, o de una cadena de librerías, por citar otra actividad relacionada con el libro y, por ello, un tanto mitificada? Puede serlo, como Janés, o no serlo, como parece que no lo era José Manuel Lara.

            En 1969, Enzo y Elvira Sellerio crearon en Palermo la editorial a la que dieron su apellido. De dirigirla se ocupó desde el principio el escritor Leonardo Sciascia, gran amigo de ambos, aunque nunca figuró formalmente como tal ni cobró por ello. Sciascia creó colecciones, seleccionó los títulos a publicar, revisó traducciones y escribió los paratextos, no solo las solapas —hoy contraportadas— de los libros, sino también textos para marca páginas, para los comerciales, incluso se ocupó de la relación con los autores. Sellerio fue así tan obra propia como cualquiera de sus libros. Editaba obras breves, semejantes a las que escribía, muchas veces centradas en Sicilia (una isla que es un género literario en sí misma), rarezas a las que había llegado por su pasión de bibliófilo, obras colectivas dirigidas y prologadas por él. Suyos eran los títulos de las colecciones y a él se debía el rescate de trabajos perdidos en revistas eruditas.

            En 2003 se reunieron por primera vez los textos anónimos que Sciascia había publicado en Sellerio; se reeditaron, aumentados, en 2019. Ahora se traducen al español con el añadido de un prólogo de Giovanna Giordano, que es una espléndida pieza literaria en sí mismo.

            En uno de los capítulos de su libro La marca del editor, Roberto Calasso escribió: “La solapa es una forma literaria humilde y difícil, que espera todavía quien escriba su teoría y su historia. Para el editor suele ser la única ocasión de señalar explícitamente los motivos que le han impulsado a escoger un libro determinado. Para el lector es un texto que se lee con sospecha, temiendo ser víctima de una seducción fraudulente”.

            Las solapas de Leonardo Sciascia tienen a menudo un valor independiente, se leen como los apuntes de uno de sus libros de apuntes, Negro sobre negro, por ejemplo. Pero otras veces entran en precisiones que parecen más propias de una nota a pie de página, carecen de ese valor promocional —la solapa forma parte de la publicidad editorial— que parece intrínseco al género.

            La solapa es un arte, y si no está —no puede estar— siempre redactada por el editor, en el segundo de los sentidos del término, el de director literario, ha de estar siempre revisada por este, especialmente si, como ocurre a menudo, quien redacta el primer borrador es el propio autor. Roberto Calasso, un editor artista que ha reunido en volumen las solapas que escribió para su editorial Adelphi, las definió como “una estrecha jaula retórica, menos esplendente pero no menos severa que la que puede ofrecer un soneto”, que debe constar de una pocas palabras eficaces “como cuando se presenta un amigo a un amigo”.

            No solo aparecen solapas en La felicidad de hacer libros —hermoso título—, sino también “Fichas de presentación de las colecciones”, “Textos del editor” o los prologuillos a los trabajos seleccionados en dos libros colectivos, uno sobre los escritores y el fascismo y otro, en varios volúmenes, sobre Sicilia.

            No todas estas prosas rescatadas tienen, ni mucho menos, el mismo interés y es seguro que Sciascia no habría dado el visto bueno a un volumen semejante. O no lo habría dado sin una adecuada selección. A veces, lo que más nos interesa es cierto material un poco caprichosamente añadido. Los dos artículos sobre la estancia en Nápoles de Oscar Wilde, poco conocidos por su biógrafos, por ejemplo. Uno de ellos es una diatriba moralizante, pero el otro, aparecido también en 1897, ofrece un curioso retrato del escritor: “Lo extraño de aquel hombre se percibe cuando dirige la palabra: uno de los dientes incisivos superiores, más exactamente el incisivo medio de la izquierda, es una única pieza de oro afianzada a la encía, el oro también cubre algún otro diente picado; cuando el esteta abre la boca, el metal destella extrañamente”. Y la extensa nota dedicada a presentar a Pietro Pisani, en el volumen Delle cose di Sicilia puede incluirse entre los más sugerentes ensayos de Sciascia.

            La idílica relación de Sciascia con los Sellerio –“iba a la editorial y se quedaba horas y horas reflexionando sobre papeles antiguos, buscando conexiones entre esos legajos y los tiempos modernos”— se quebró al final, nadie sabe por qué —“en Sicilia se dice y no se dice, casi nada es explícito”—, pero Giovanna Giordano aventura una explicación. Había un pacto tácito entre el escritor y la editorial: no era un colaborador que cobrara por su trabajo, pero era él quien elegía los libros o daba el visto bueno. Un día Sciascia tiene que hacer un viaje y a su regreso se encuentra con unos títulos publicados sin su imprimátur, “y se enfada, se entristece y se va”. Y Sellerio deja de ser Sellerio, aunque siga llamándose de la misma manera.