viernes, 28 de diciembre de 2018

Paradojas de Victoria Kent




De Madrid a New York.
Artículos, conferencia, cartas.
Edición de Carmen de Urioste-Azcorra
Victoria Kent
Renacimiento. Sevilla, 2018.

Victoria Kent fue pionera en muchas cosas –la primera mujer que obtuvo el título de doctor en Derecho, la primera que actuó de abogado defensor ante un Consejo de Guerra, la primera que desempeñó el cargo de Directora General de Prisiones– y sin embargo se la recuerda sobre todo por haberse opuesto a la concesión del voto a la mujer en las cortes republicanas.
            Y es que nadie es de una pieza y menos que nadie Victoria Kent. De Madrid a New York, el misceláneo volumen preparado por Carmen de Urioste-Azcorra, nos permite acercarnos a su complejidad. Y a la complejidad de un tiempo, la España de la república, del exilio y de la transición, lleno de claroscuros.
            Victoria Kent destacó desde el principio como uno de los rostros emblemáticos de la España republicana. Su condición de mujer le valió todo tipo de denuestos. Y su nombramiento como Directora General de Prisiones fue motivo de rechazo y de toda clase de bromas, no solo en las derechas. El propio Azaña comenta negativamente su trabajo al dar noticia de la dimisión en su diario: “Victoria es generalmente sencilla y agradable y la única de las tres señoras parlamentarias simpática… Pero en su cargo de Directora General ha fracasado. Demasiado humanitaria, no ha tenido por compensación dotes de mando. El estado de las prisiones es alarmante. No hay disciplina. Los presos se fugan cuando quieren”.
            Como vemos, el machismo no era patrimonio entonces de una sola ideología. Es cierto que Victoria Kent humanizó las prisiones, que mandó fundir los hierros y los grilletes que todavía se utilizaban para hacer con ellos un busto de Concepción Arenal, que concedió permisos de salida por razones de salud o familiares. Pero también es cierto que ninguno de esos presos dejó de volver a la cárcel en la fecha prevista. Y que la fuga más célebre de las cárceles republicanas, la de Juan March, “el último pirata del Mediterráneo”, no ocurrió cuando ella estaba a cargo de las prisiones.
            Victoria Kent demostró con los hechos que podía desempeñar labores hasta entonces reservadas a los hombres, pero en el momento decisivo apareció como enemiga de los derechos de la mujer. El 1 de octubre de 1931 intervino en la Cortes Constituyentes de la República para defender que la concesión del voto a las mujeres debería aplazarse. ¿Razones? Para variar de criterio –explicó–, necesitaría ver a las mujeres en la calle pidiendo escuela para sus hijos, oponiéndose a que los envíen a Marruecos, exigiendo lo necesario para la salud y la cultura de sus hijos…
            Más de cuarenta años después, ya en la transición española, y en una entrevista concedida a la revista Triunfo, Victoria Kent seguía considerando el cuidado de los hijos la principal ocupación de la mujer: “Mientras esté en nuestras manos la crianza y formación de los hombres, esa seguirá siendo la primera tarea de toda mujer, el principal objetivo femenino”. Antes ha afirmado que “la mujer es un hogar y tiene una responsabilidad especial ante la familia y ante los hijos”.
            Ella, sin embargo, no tuvo hijos y durante más de treinta años convivió con otra mujer, la millonaria norteamericana Louise Crane, cuya fortuna sirvió para financiar una de las más importantes revistas de oposición al franquismo, Ibérica, que se publicaba en Nueva York en español y en inglés. Pero nunca aludió públicamente a esa relación. Incluso la financiación de la revista habría sido, si hemos de creerla, exclusivamente cosa suya: “Yo tenía un apartamentito alquilado en Nueva York, había ahorrado un poquito de dinero con mi trabajo en México, y decidí invertirlo en la fundación de una revista Ibérica, que ha durado casi veintidós años de publicación mensual ininterrumpida”.
            Una de las características de esa revista era su anticomunismo militante, que nada tenía que envidiar al del franquismo. Salvador de Madariaga, uno de sus colaboradores más destacados, se queja de que se publique al comunista Juan Goytisolo, La directora se esfuerza en convencerle de que no hay motivos para pensar que lo sea: “no he leído nada, ni en libros suyos ni en artículos, de lo que se pueda deducir su comunismo”. Ibérica, continúa Victoria Kent, sigue la línea que se marcó desde su aparición, “antifranquista y anticomunista”. Madariaga, en cambio, era más lo segundo que lo primero y no tuvo ningún inconveniente en publicar en el ABC.
            Victoria Kent, que tras la guerra se dedicó a ayudar a los refugiados en Francia a marchar a América antes de la llegada de los alemanes, no pudo hacer lo mismo. Cuatro años en París (1940-1944), su libro más literario, narra su estancia clandestina en esa ciudad bajo una leve máscara novelesca.
            Algunos de los artículos que publicó en Ibérica, como la necrológica dedicada a su amiga Julia Yruretagoyena, confirman que sabía escribir con eficacia y emoción, pero aunque mantuvo siempre un gran interés por la literatura (se ocupa varias veces de Juan Ramón Jiménez e incluso da noticia de un libro de Félix Grande), sus preocupaciones fueron sobre todo sociales y políticas. Este volumen vale así, fundamentalmente como documento histórico.
            Adelantada a su tiempo, Victoria Kent acabó sobrepasada por su tiempo. La victoria de las derechas en las elecciones de 1933 pareció darle la razón en la necesidad de retrasar el voto de la mujer. Solo lo pareció: el voto es un derecho, no una generosa concesión, y no depende –obvio resulta decirlo– ni del grado de cultura del votante ni de cuáles puedan ser sus preferencias políticas.


viernes, 21 de diciembre de 2018

Escurriduras



Contestaciones
Rafael Cadenas
Visor. Madrid, 2018.

Decía Umbral, llevado por su fobia hacia los exiliados, que Francisco Ayala era la menor cantidad de escritor posible. ¿Es el poeta venezolano Rafael Cadenas la menor cantidad de poeta posible? No nos atreveríamos afirmarlo, aunque su poema más famoso, “Derrota”, no parece sino una variación de “Poema en línea recta”, del pessoano Álvaro de Campos.
            Lo que sí resulta difícil de desmentir es que Contestaciones, su último libro de poesía, es la menor cantidad de libro y de poesía posibles. Contiene un conjunto de fragmentos ajenos glosados o “contestados” por el autor. Alguna vez lo hace con un cierto ingenio. “Eros, gran cocinero del alma” escribió Meleagro. Y Cadenas responde: “A él también se le quema la comida”. Otro ejemplo, la réplica a Claes Anderson.  A su “No idealices el silencio, / hablar es oro”, le replica con “Sí. Pero a veces no de buena ley”. Un puñado de ocurrencias de este estilo –poco más de cuarenta– no dan para llenar un libro, todo lo más un artículo de no demasiada extensión.
            Pero es que además no abunda precisamente la ocurrencia feliz. Ya desde el inicio nos deja un tanto perplejos. Se copia –mal, al primer verso se le añade el título– un poema de Jank Erik Vold (“La alegría. La alegría es un / pájaro / invisible / que llega / y se va, llega y se va / volando”) y se añade: “Dejemos / que solo se vaya el pájaro”. ¿Qué quiere eso decir, que se vaya el pájaro y no la alegría? ¿Pero ese pájaro no representa a la alegría?
            Rafael Cadenas es un poeta de la oposición venezolana, crítico con el chavismo, enemigo del socialismo totalitario, defensor de la democracia bien entendida y así se muestra en algunos fragmentos de este libro. Da, sin embargo, la impresión de que su pensamiento político se ha quedado detenido hace medio siglo, o más. Uno de los dos fragmentos de Pablo Neruda que reproduce para glosar es el siguiente: “En el viejo Kremlin vive un hombre llamado / José Stalin. Tarde se apaga la luz / de su cuarto”. La respuesta de Cadenas parece escrita en prosa, aunque se distribuye como si fuera verso: “Es posible; necesita mantenerse ocupado / para olvidar sus incontables crímenes. / Una observación inoportuna: grandes poetas / como Neruda, Éluard, Aragón, / Guillén (Nicolás) lo apoyaron / y nunca pidieron perdón. / La Iglesia católica necesitó unos quinientos / años para hacerlo por las caridades de la / Inquisición. Ojalá la otra no espere tanto”.
            ¿No se ha enterado todavía Cadenas del discurso de Kruschev en 1956 denunciando los crímenes de Stalin? Neruda siguió siendo comunista, pero no estalinista y más de una vez se arrepintió de esos viejos poemas.
            Obviedad, banalidad, insignificancia: basta abrir el breve volumen por cualquier página para encontrar un ejemplo de ello. Y no le ayudan los textos epilogales, considerados como segunda parte del conjunto. El primero se titula “Las palabras van y vienen (entrevista a Andrés Boersner)” y no es una entrevista a Andrés Boersner, sino una breve entrevista de este a Cadenas. La primera pregunta comienza con una entradilla que ya nos pone sobre aviso del rigor conceptual del entrevistador: “Escritores como Borges, Steiner, Isaiah Berlin, Octavio Paz proyectaron su obra ulterior cada vez más hacia la oralidad. Esto en buena medida se debe al interés didáctico, a las posibilidades de acceso, síntesis, intercambio y a la rapidez que la comunicación oral ofrece”. ¿La obra “ulterior” –quiere decir “última”– de Borges y Paz se proyecta cada vez más hacia la oralidad? ¿No querrá eso simplemene decir que al final de su vida concedieron, dada su popularidad, muchas entrevistas? Solo cabe añadir que las respuestas –en esta prescindible entrevista– están a la altura de las preguntas.
            Leemos Contestaciones y pensamos en uno de los más impiadosos poemas satíricos de Ángel González, “Viejo poeta incontinente”, aunque se ajusta más a un poeta como Jorge Guillén, al Guillén de Final y de Y otros poemas (en quien parece estaba pensando el autor) que a un poeta de tan escueta obra como Rafael Cadenas.
            Quizá resultaría lo más piadoso, ante un libro como este, de un autor nacido en 1930, mirar para otro lado. Pero la crítica literaria no es una de las obras de misericordia. Y además Rafael Cadenas ha ido recibiendo sucesivamente esos grandes premios institucionales que de vez en cuando parecen concederse a la inane longevidad, cuando más inane mejor: el FIL y el FILCAR, el García Lorca, el Reina Sofía (y el Cervantes, muy probablemente, esté al caer).
            Algunos de los jaleados con esos grandes premios han realizado, hace años, una obra verdaderamente importante, pero la crítica suele elogiar lo mismo sus grandes obras que sus naderías prepóstumas. Una forma de engañar a los lectores o de demostrar, simplemente, que en poesía, como en el arte contemporáneo, es fácil dar gato por liebre. Contribuye no poco a la pequeña estafa que representan estas Contestaciones el retórico y acrítico prólogo de Luis García Montero.   

miércoles, 12 de diciembre de 2018

Cómo leer a Dante



Comedia
Dante Alighieri
Prólogo, comentarios y traducción de José María Micó
Acantilado, Barcelona, 2018.

Una obra clásica es aquella de la que podemos hablar sin necesidad de haberla leído. Con los grandes clásicos no es posible hacer spoiler, sabemos lo fundamental, cómo empiezan y cómo acaban, sin necesidad de abrir ninguna de sus páginas.
            La divina comedia no es una excepción. Pocos de los que se refieran a ella, pocos de los que citan alguno de sus versos se han tomado la molestia de leer –en el original o en traducción– sus más de catorce mil endecasílabos.
            ¿Vale la pena, si uno no es estudioso de la literatura italiana, realizar esa hazaña? Vale y no vale la pena. La trilogía de Dante –Infierno, Comedia, Paraíso– alterna los pasajes espléndidos, los versos memorables, con otros pedregosos, llenos de nombres que no nos dicen nada (aunque se anoten minuciosamente), de explicaciones teológicas que hace siglos que se han convertido en letra muerta.
            Pocas traducciones facilitan tanto la lectura hedónica, aunque a ratos fatigosa, de La divina comedia como la  realizada por José María Micó, poeta, estudioso de la literatura clásica (sus trabajos sobre Góngora solo admiten comparación con los de Dámaso Alonso),  capaz de llevar a buen fin la titánica tarea de poner en claro español el Orlando furioso de Ariosto (un poema casi tres veces más extenso que La divina comedia) y a la vez formar parte de un dúo, Marta y Micó, que interpreta canciones muchas veces compuestas por él mismo.
            José María Micó ha traducido en verso La divina comedia, pero ha tenido el buen acierto de prescindir de la rima consonante, de esas rimas que hacen tan ripiosamente arcaizante otra versión muy aplaudida, la de Ángel Crespo.
            Al Dante de José María Micó lo leemos como si hubiera escrito directamente en español, con su mezcla de cultismos y vulgarismos, con sus juegos de palabras –que no siempre se corresponden con los del original–, con su ambición de no dejar nada fuera del poema.
            ¿Del poema? ¿Es un poema La divina comedia o es una trilogía formada por tres poemas relacionados entre sí? El dilema carece de importancia, como decidir cuál es el título verdadero del conjunto. La divina comedia no se llamó así hasta bastante tiempo después de la muerte de Dante, tras añadir Bocaccio el adjetivo de “divina”, a la vez descriptivo y encomiástico, al calificativo de “comedia” con que alguna vez califica el autor a su obra (otras veces alude a ella como “poema sacro”). Pero “comedia” no es un título, sino una clasificación genérica (empieza mal y acaba bien, como las comedias). Infierno, Purgatorio y Paraíso forman una trilogía que solo se publicó en su integridad póstumamente y a la que su autor no dio título. El tradicional de La divina comedia resulta más expresivo que el neutro Comedia. No vale la pena cambiarlo.
            La primera parte de la trilogía se publicó en vida del autor y de inmediato lo hizo popular, aunque no del todo por razones literarias. Dante superaba a Marco Polo y a cualquier explorador famoso: no había estado en la China legendaria, sino en el mismísimo infierno y había vuelto para contarlo. Y es que La divina comedia, como apunta Micó en el prólogo, pertenece a un género que la literatura contemporánea pretende haber inventado, pero al que solo ha dado el nombre: la autoficción, la autobiografía fantaseada, la literatura que habla de personas reales a las que el autor –que lleva el mismo nombre que el protagonista– adula o maltrata según sus conveniencias. El Infierno, junto a su saber enciclopédico, también tenía algo de chismoso quién es quién, lo que siempre ayuda al éxito.
            Los poemas épicos nos contaban la historia de un héroe, histórico o legendario (Alejandro Magno, Eneas, Orlando, el Cid). En La divina comedia el propio autor es el protagonista y más de una vez se dirige directamente al lector e insiste en la verdad de lo que cuenta.
            El éxito de La divina comedia se debió a su primera parte (de ella procede el adjetivo “dantesco” que pronto se convirtió en popular), que sigue conservando su atractivo para el lector actual. Es difícil leer sin emocionarse sus episodios más famosos (el beso de Paolo y Francesca, la desgarradora historia de Ugolino) y no han perdido nada de su interés los pasajes más gore ni su cohorte de demonios, que en la traducción de Micó recuperan la expresividad de sus nombres.
            También en las otras partes hay fragmentos que destacan, pero las historias de santos tienen menos atractivos que las de los grandes pecadores, y el poeta se ve a menudo trabado en su libre discurrir por el teólogo. El Infierno sigue mereciendo hoy una lectura completa. Para las otras partes, bastaría con un resumen que enmarque los pasajes más sobresalientes.
            La edición –modélica– de José María Micó incluye sintéticamente en su prólogo, en la nota a la edición, en la cronología, en el índice onomástico toda la erudición sobre la obra de Dante que pudiéramos necesitar. Añade al comienzo de cada canto un resumen que aclara muchos de sus puntos oscuros. Conviene dejar esa lectura para el final y adentrarse directamente en la traducción, que se lee sin enojosos tropiezos, como un texto literario pensado hace siete siglos y escrito hoy mismo. Solo después, y para aclarar algunos puntos, podemos volver sobre los comentarios iniciales.
            A pie de página, y en letra más pequeña, viene el texto original. Recomendaríamos obviarlo, al menos en una primera lectura. Es costumbre publicar poesía en edición bilingüe, pero esa, contra lo que suele pensarse, no es siempre una buena costumbre. La edición bilingüe vale cuando la traducción resulta solo una ayuda para enfrentarse con el original, no cuando la traducción quiere ser su equivalente en otra lengua.
            Distrae consultar, tras leer un pasaje de la traducción, lo que ha dicho Dante, porque a menudo al lector se le ocurre otra versión, que le parece más fiel, de esos versos y se interrumpe así la continuidad de la lectura, la atención que se le debe poner a esta Divina comedia en castellano, que merece ser leída como la gran obra que también es. A mí me ha sorprendido, por ejemplo, que al traducir los versos del Paraíso (XI, 43-46) que aluden a Porta Sole, una de las puertas etruscas de Perugia (y que allí figuran en una lápida) prescinda de ese nombre (que también falta en el índice onomástico): “Entre el Topino y el caudal que baña / el cerro que escogió el beato Ubaldo, / de un monte pende una ladera fértil / que el frío y el calor manda a Perusa”.
            Son reparos menores, muy menores. Como con Orlando furioso, Micó ha realizado con La divina comedia una labor prodigiosa que solo un poeta que fuera a la vez un extraordinario erudito podía haber realizado.
            Las personas cultas, y las no tan cultas, para hablar de La divina comedia, e incluso para escribir sobre ella, no necesitan haberla leído, pero a partir de ahora tendrán menos excusa en su desidia. Conviene leerla, sin embargo (en esta traducción o en el original), a varias velocidades: demoradamente en ciertos pasajes, sobre todo del Infierno y a mayor velocidad en otros. Y en algunos casos, cuando el autor se enreda en retahílas de nombres que no nos dicen nada o en disquisiciones teológicas, incluso a toda velocidad. El buen lector sabe que la lectura puede ser un trabajo, pero siempre ha de ser un trabajo gustoso, nunca una obligación.

lunes, 3 de diciembre de 2018

Guillermo Carnero y el pensamiento imaginario



Carta florentina
Guillermo Carnero
Fundación José Manuel Lara. Sevilla, 2018.

Hay en la poesía de Guillermo Carnero dos etapas, separadas por un hiato de erudición y mudez. La primera, iniciada con el deslumbrante Dibujo de la muerte en 1967, se cerró en 1975 con El azar objetivo. En esos pocos años pasó de un exacerbado culturalismo, de una emoción objetivada en el arte, a una abstracción metapoética y a menudo didáctica, cuya creciente sequedad que no acertaba a salvar la ironía. Sus consideraciones sobre los poemas valían a menudo más que los poemas.
            Durante décadas pareció que la obra de Guillermo Carnero estaba concluida y que el joven poeta se había convertido en un lúcido estudioso de la literatura y en un acerado detractor de la poesía de la experiencia y de lo que él llamaba “sentimentalismo primario” (en el que incluía a Bécquer: “A otro perro con esas golondrinas” fue el titulo del homenaje que le dedicó). Pero en 1999, cuando la mayoría de sus compañeros de generación se habían convertido en epígonos (José María Álvarez) o caricatura (Pere Gimferrer) de sí mismos, Carnero renació con un libro, Verano inglés, en el que cultura y vida, emoción y reflexión, vuelven a entrelazarse inextricablemente.
            En esta nueva etapa se ha singularizado por cultivar con preferencia el poema extenso, el poema-libro, algo no demasiado frecuente en la poesía de hoy. A la trilogía formada por Espejo de gran niebla, Fuente de Médicis y Cuatro noches romanas, se añade ahora esta Carta florentina, cuyo título alude a un tipo de papel pintado característico de la ciudad de Florencia y a una epístola escrita desde esa ciudad, símbolo de la tradición humanista en la que esta poesía quiere considerarse inserta.
            Al margen de esas obras de mayor empeño, Carnero reunió los poemas breves escritos coetáneamente en Regiones devastadas, una miscelánea aparentemente menor pero que reúne algunos de sus textos que resistirán mejor el paso del tiempo.
            Carta florentina es una dilatada y parafraseadora meditación sobre el sinsentido de la vida y el sentido del arte escrita desde el manriqueño “arrabal de senectud”. Pero lo que menos nos interesa de este extenso poema en tres tiempos –no exento de morosidad y un cierto regusto arcaizante: se habla de “Pomona, Venus y Artemisa”, por ejemplo– es su “pensamiento poético”, sus consideraciones sobre el arte y la vida, el amor y la muerte, un tanto tópicas, sino el prodigioso desarrollo metafórico que las acompaña.
            En Carta florentina, aunque quizá no deliberadamente, el componente reflexivo ocupa el mismo lugar que la narración en las Soledades gongorinas: se trata de simples pretextos para el desarrollo de una prodigiosa imaginería verbal. A Góngora no se le va nunca el santo al cielo en su rebuscamiento estilítisco, en su juego de alusiones y elusiones (y ahí está la paráfrasis en prosa de Dámaso Alonso para demostrarlo), y a Carnero es posible que tampoco, pero al lector a menudo sí y pierde el hilo en este borroso razonamiento para dejarse seducir por la simple magia verbal, irisada de sugerencias y referencias culturales.
            De acuerdo con la poética novísima (nada diferente en esto a la poesía renacentista o barroca), gusta Carnero del juego de la intertextualidad, de intercalar versos ajenos entre los propios sin señalarlo con la cursiva o el entrecomillamiento.
            De manera un tanto ambigua señala alguno de esos préstamos en la nota final. Su poema, nos dice, “asume” un soneto de Quevedo (“Con ejemplos muestra a Flora la brevedad de la hermosura”). Hasta donde yo he podido constatar ese “asumir” un soneto se limita a parafrasear un verso: “el almendro en su propia flor nevado” de Quevedo se convierte en “y si es naturaleza que el almendro / amanezca en su propia flor nevado”. Un verso de Ovidio se recuerda al final de la parte segunda (“pues vivirás gracias a mis versos”) y un pasaje del Evangelio según San Juan al comienzo de la tercera: “Si no muere y se pudre el grano, no habrá espiga”. En ambos casos, se trata de repetidos tópicos que no necesitarían ser referenciados.
            No alude sin embargo Carnero al reiterado homenaje a Aquilino Duque (“Reloj de arena, tu cuerpo. / Te estrecharé la cintura / para que no pase el tiempo”) ni a la réplica al ataque que Ángel González en “Oda a los nuevos bardos” había dedicado a los poetas de la generación novísima: “Mucho les importa la poesía. / Hablan constantemente de la poesía / y se prueban metáforas como putas sostenes”.
            Tanto años después, replica Carnero reproduciendo una expresión en “sermo vulgaris” que choca con la cuidada dicción del resto de sus versos: “Nunca / me he probado palabras como putas sostenes”.
            Lo que hay detrás de la primorosa caligrafía de Carnero (endecasílabos, heptasílabos, alejandrinos que no habrían desdeñado firmar Góngora o Darío), no siempre tiene demasiado interés; el lector no pierde gran cosa cuando no es capaz de seguir el hilo del poema. Un ejemplo pueden ser las palabras que el paje pintado por Gozzoli le dirige: “Yo era joven y hermoso; / he envejecido y muerto. El pintor me salvó; / ¿quién te salvará a ti? No concibes la anchura / ni la profundidad de mi universo, / lo ves angosto y plano. Son tus ojos / los faltos de agudeza, no los míos. / Yo estoy fuera del tiempo, la imperfección es tuya. / La imperfección es signo de la vida”. O no hemos entendido bien o a la obviedad se añade el error: la obra de arte dura más que el hombre, pero si el modelo de ese paje “ha envejecido y muerto” anónimamente, ¿de qué le salvó el pintor? Cualquier fotografía hace lo mismo con nuestra imagen juvenil. La obviedad: “la imperfección es signo de la vida”. Recordemos el burlón final de Con faldas y a lo loco: “Nadie es perfecto”.
            El origen de Carta florentina se encuentra, según ha declarado el autor, en una serie “de recuerdos obsesivos, de sueños, de versos”, de fragmentos que se fueron escribiendo independientemente; luego los iría “montando”, en el sentido cinematográfico, para darle una unidad de conjunto. Es posible que ese trabajo intencionado, que esa labor de edición, sea precisamente lo que sobra a este largo poema que gana cuando se lee como un conjunto de recuerdos (Lisboa, el romano Trastevere, San Miniato, Taormina), de sueños, de obsesiones eróticas, de versos que se independizan de la intención constructiva del autor y nos seducen con su música y su magia.