jueves, 30 de diciembre de 2010

Para niños de cualquier edad


Jesús Cotta, José María Jurado y Javier Sánchez Menéndez
Poesía para niños de 4 a 120 años
Antología de autores contemporáneos
La isla de Siltolá, Sevilla, 2010



La mejor poesía para niños no ha sido escrita expresamente para niños. Partiendo de ese presupuesto, Jesús Cotta, José María Jurado y Javier Sánchez Menéndez –los tres poetas, los tres autoantologados— han preparado una selección de poesía contemporánea para lectores de todas las edades.
“Nunca se es lo bastante grande para dejar de ser niño”, afirman al comienzo de un prólogo en que no faltan las frases brillantes y donde quizá sobra el voluntarismo optimista: “La poesía es un teléfono móvil que se recarga con los buenos sentimientos; en su agenda solo hay bellas impresiones y números mágicos para hablar, aquí y ahora, con el más allá del hombre y con el más acá del niño”.
La selección comienza con Pablo García Baena y termina con Tomás Rodríguez Reyes, un poeta que aún no ha cumplido treinta años. Los nombres conocidos alternan con los desconocidos, pero los poemas memorables los firman casi siempre los primeros. Para el lector habitual de poesía no hay, por lo tanto, descubrimientos, pero el que no frecuenta las antologías de poesía contemporánea puede encontrarse con más de un deslumbramiento.
Aquilino Duque, con sentido del ritmo y brillante palabra, evoca antiguos veranos y sabe encontrar la concisión emocional de la poesía popular: “Ojos que no son tus ojos / dime para qué los quiero”.
Del “Pozo oscuro de los sueños” nos habla Antonio Colinas con imaginería que viene de los cuentos tradicionales: “Amable duendecillo de los bosques, / remoto brujo, pájaro agorero, / hadas, amigos de mis horas dulces, / llevad lejos de mí este desamparo, / venid con vuestras pócimas y ungüentos, / cegad con varas mágicas el sol”.
De Miguel d’Ors se selecciona un clásico, su “Pequeño testamento”, una enumeración de maravillas cotidianas (con técnica próxima a la greguería: “los flamencos como claves de sol de la corriente, / las avispas, esos tigres condensados…) que concluye con la ironía final: “Todo para vosotros, hijos míos. / Suerte de haber tenido un padre rico”. También otros dos poemas familiares que trata de eludir el tópico y dejar intacta la emoción: “Los abuelos” y “Respuesta a mi hija Laura”.
Fernando Ortiz recrea viejos romances en “El colegio” y parafrasea a Antonio Machado: “En la calle hay una casa, / la casa tiene un balcón / y al balcón se asoma un niño / entre geranios en flor”.
Eloy Sánchez Rosillo se entretiene mirando las cambiantes nubes: “Ahora, mano entreabierta me pareces, / y ahora un hombre que abraza a una mujer. / Pero sigo observándote / y eres, de pronto, un perro, / un caballo que salta, / rosa, barco en la niebla, una paloma, / mapa de dónde, rostro / medio oculto de quién”.
Los tres poemas de Luis Alberto de Cuenca nos muestran su aspecto menos frívolo y se acercan a la oración y al himno: “Álzate, corazón, consumido de penas, / levántate, que sopla un viento de esperanza / por el mundo, llevándose con él tus inquietudes / y la costra de angustia que apaga tus latidos”.
Javier Salvago, que tuvo su momento en los ochenta y hoy está un tanto olvidado, constituirá una sorpresa para muchos. Pocas veces la maestría técnica está más cargada de emoción, más ajena al mero virtuosismo. Su sonetillo trisílabo “Evocación y elegía” puede competir sin riesgo con el justamente célebre en que Manuel Machado define al verano.
De los barcos “que llegan sigilosos al muelle” y que tienen “algo de símbolo y de fácil metáfora” nos habla Felipe Benítez Reyes, un poeta brillante siempre y casi siempre convincente.
Amalia Bautista sueña la casa de su infancia y acaricia los pies de sus hijas, en un poema al borde del fácil ternurismo: “Los tienen a estrenar. Y me conmueve / pensar en cada paso que aún no han dado”.
De los tres villancicos de José Mateos, destaca el primero: “Qué buen televisor / es mi ventana. / Me tiene aquí plantado / esta mañana”.
Juan Bonilla firma el más breve de estos poemas, casi un cuento con moraleja: “Un muñeco de nieve / está tomando el sol. / Ya se arrepentirá”.
“La cabalgata de Reyes”, con sus pequeños detalles exactos y su toque costumbrista, le sirve a José Luis Piquero para hablarnos del desconcierto de vivir: “¿Será esa sensación de que están todos / perdidos menos yo, de que van todos / en dirección contraria, lo que siente / también un niño al dejar de creer?”. Muy otro es el tono de “Figuras de madera en la clase de matemáticas”, un poema conceptual y plástico, uno de los más destacados de la antología.
La selección de Enrique García-Máiquez no le hace demasiada justicia, aunque se agradece el ingenio y el arte deliberadamente menor de “Mayo”.
No es enteramente una antología esta antología. Algo tiene de acumulativo centón. Y de confundir la poesía para niños con poemas sobre niños o sobre animales. Al niño de la poesía, tanto o más que la letra, le gusta la música. Y en la letra le gustan los coloristas disparates, los absurdos, los sustos. Nada menos de su gusto que las algodonosas nostalgias adultas de los días de infancia.
En Poesía para niños de 4 a 120 años hay efectivamente poesía para niños de todas las edades. Pero hay que encontrarla. Los complacientes antólogos –si se incluyen a sí mismos a qué amigo iban a dejar fuera— no nos facilitan demasiado el trabajo.

jueves, 23 de diciembre de 2010

Isabel Escudero: De todos y de nadie


Isabel Escudero
Nunca se sabe
Pre-Textos, Valencia, 2010


La poesía popular ha inspirado mucha gran poesía: recordemos, por citar solo un ejemplo, a los hermanos Machado, hijos de uno de los primeros folcloristas españoles, Antonio Machado y Álvarez. Los poemas de Isabel Escudero –los de su último libro, los de todos sus libros—s indica la nota preliminar, “en los juegos de sabias polimetrías, asonancias y otros trucos que de la poesía anónima nos han quedado”. Siguiendo a su maestro y mentor, Agustín García Calvo, considera que el pueblo, “al no ser nadie, es el solo dueño de la lengua viva”.
Lo que Isabel Escudero considera “el pueblo” –término ambiguo y confuso donde los haya— es la sociedad rural extremeña en que vivió su infancia. Las coplas, los cantes y los dichos que oyó entonces resuenan continuamente en sus versos. El uso y abuso del diminutivo remite quizá a lo que de infancia recuperada hay en estos poemas: “Niñez lejana: / de chiquita que era / hoy me llena la casa”.
Pero no solo hay neopopularismo (a ratos un tanto artificioso) en Nunca se sabe. Una de las secciones del libro se titula “Farolillos y candiles” y la breve nota que lo explica sirve para aclarar tres de las cuatro direcciones en que se mueve el libro: “Los farolillos son coplas breves con cierto carácter oriental que recuerdan en tono y tema a los haikus, pero en variantes acopladas de rimas generalmente asonante y las medidas de nuestras coplas tradicionales. Los candiles, coplas breves de corte andaluz que recuerdan a las de los varios palos del flamenco; y otras veces a coplas y sentencias castellanas al estilo de Dom Sem Tob”.
Ejemplos de “farolillos”: “Pradera blanca: / la vaca con su aliento / deslíe la escarcha”, “Calentura del ocaso ardiendo / entre las ramas / del saúco enfermo”. Ejemplares resultan las versiones propias de haikus clásicos, como los de Issa Kobayasi: “Viejo y soltero: / por el roto de mi manta / se cuela febrero”, “Con el deshielo / un río de niños / inundó un pueblo”. Isabel Escudero, como antes hicieron los poetas de los años veinte, adapta el haiku a la tradición española, sin tratar de mimetizar unas fórmulas métricas y expresivas. No es extraño por eso que algún presunto haiku de Issa remita más bien a García Lorca. “El jilguerillo / para herir al sol / trina amarillo”, escribe Isabel Escudero; y Lorca: “Escucha el débil trino / amarillo / del canario”.
No faltan las adivinanzas en esta, a veces solo presunta, recreación de la poesía popular: “Dos cosas tengo yo / que no costaron un céntimo: / una es negra y va por fuera, / otra blanca y está dentro: / una la perderé un día / y con ella yo me pierdo, / y entonces será la otra / la sola cosa que os dejo”. La solución viene indicada al final: se trata de la sombra y el esqueleto. Algunas de estas adivinanzas, concisamente memorables, merecían hacerse populares: “Ni sale / ni entra; / se mueve / y está quieta”, “¿Cómo se llama este juego / que solo por jugar / ya pierdo?”.
Dos secciones del libro interrumpen esta sucesión, a ratos un tanto monótona, de formas breves: “Flor de vejez” y “De las mujeres”. La primera comienza con una recreación de “Anímula vágula, blándula…”, el famoso poema atribuido al emperador Adriano: “Seas tú, almita mía, / como flor del azafrán, / tan poca cosa, que apenas / a ras de tierra naces, / en manos de mujeres / te deshaces. / No sepas tú cuánto sabor / deja tu huella / donde quiera que desmenuzándote / te me mueras”. No es el único caso en que se recrea un poema ajeno. “Los ojos de las rosas” ofrece una versión, menos afortunada que el original, del cernudiano “Los espinos”: “Verdor nuevo los espinos / tienen ya por la colina, / toda de púrpura y nieve / en el aire estremecida. / Cuántos ciclos florecidos / les has visto; aunque a la cita / ellos serán siempre fieles, / tú no lo serás un día”. El poema de Isabel Escudero, deliberadamente menos rotundo, como deshilachado, dice así: “Mira otra vez el rosal florido, / abiertos ya los ojos de las rosas / que te miran ahí pasmada. / Habrá un día en que faltes a la cita, / y ellos ahí seguirán abriéndose / sin ti, los ojos de las rosas”. Al Antonio Machado de Soledades se remite –a veces con la explicita inclusión de algún verso: “¿Y ha de morir conmigo…?”— en otros casos. De fantasmas y de muertos familiares y de la muerte que acecha hablan estos poemas doloridos y en voz bajan que en ocasiones no dudan en bordear la falacia patética ni desdeñan el toque costumbrista.
“De las mujeres” comienza con un homenaje a Safo (“Safó” escribe ella siguiendo la pedantería de su maestro) y, aparte de bien humoradas muestras de poesía erótica (“Le alzó las faldas / para tocar el misterio, / pero el misterio / dejó unas plumitas / y alzó el vuelo”), incluye una “Guirnalda de flores y frutas” que no habría desdeñado firmar alguno de los poetas de la Antología palatina.
Como un centón inagotable este Nunca se sabe de Isabel Escudero, que no escasea en trivialidades, excesivas familiaridades y algún ternurismo prescindible, pero que casi en cada página nos ofrece un hallazgo memorable, una punzante, dolorida maravilla. ¿Habría sido mejor que la autora filtrara críticamente las “coplas, versos, proverbios, acertijos o canciones que se le escapan a rachas al menor tropiezo”? Tal vez sí. Pero corríamos el riesgo de dejar fuera, entre las piedrecillas, algún diamante. Nunca se sabe.

jueves, 16 de diciembre de 2010

Charles Simic: Las calles y los libros


Charles Simic
Una mosca en la sopa
Vaso Roto Ediciones, Madrid-México, 2010
Traducción de Jaime Blasco



En una ciudad en guerra transcurre la infancia de Charles Simic. Su primer recuerdo coincide precisamente con un bombardeo: “El 6 de abril de 1941, cuando tenía tres años, cayó una bomba en el edificio de enfrente a las cinco de la mañana y provocó un incendio. Belgrado, mi ciudad natal, tiene el dudoso privilegio de haber sido bombardeada por los nazis en 1941, por los aliados en 1944 y por la OTAN en 1999”.
Como para los poetas españoles del cincuenta, para Simic una infancia vivida durante la guerra, incluso durante la más cruel de las guerras, puede no ser la peor de las infancias: “Era completamente feliz. Mis amigos y yo teníamos muchas cosas que hacer durante el día y tiempo de sobra para hacerlas. No había colegio y nuestros padres estaban ocupados o sencillamente no estaban. Vagábamos por el barrio, trepábamos por las ruinas y supervisábamos el trabajo de los rusos y de nuestros partisanos. Todavía quedaba algún francotirador alemán aquí y allá. Cuando oíamos disparos echábamos a correr. Había equipamiento militar por todas partes. Las pistolas habían desaparecido, pero quedaban otras cosas. Me hice con un casco alemán. Llevaba cartucheras vacías. Tenía una bayoneta”.
Charles Simic cuenta cómo se hizo poeta y cómo se hizo americano (“una patria se elige”) con humor y sin patetismo alguno, aunque no falten en su vida los episodios patéticos. El título que da a sus memorias, Una mosca en la sopa, tan poco convencional, ejemplifica bien una concepción de la literatura que no quiere condescender demasiado con lo que habitualmente se entiende por literatura. El editor de una de las revistas a las que enviaba sus primeros poemas, se los rechazó con una nota en la que decía: “Querido señor Simic, es obvio que es usted un joven inteligente. ¿Por qué pierde el tiempo escribiendo sobre cerdos y cucarachas?”.
Sobre cerdos y cucarachas, y sobre muchas otras cosas, escribe Simic en estas memorias, donde los sueños tienen tanta importancia como lo que convencionalmente se entiende por realidad.
Acierta al ensayar distintas técnicas, al no pretender darle unidad formal a la obra. Tras un primer capítulo reflexivo, el segundo toma como pretexto una fotografía, que se reproduce, de su padre “vestido de esmoquin con un lechón debajo del brazo”. Lo que sigue es un relato de apenas dos páginas en el que se entrelazan costumbrismo y surrealismo. Se nota que el autor ha sentido la tentación de redondear la anécdota, de hacer ficción a partir de pequeños detalles exactos. No es lo más frecuente. A menudo los capítulos se fragmentan en anécdotas, sueños, encuentros con personajes curiosos, y el lector adivina que podrían ser el germen de una historia y que el autor renuncia a desarrollarlos porque no quiere que sus memorias se conviertan en una novela de autoficción (aunque algo de eso tienen).
Uno de los capítulos reproduce el diario que llevó durante su estancia como policía militar, a principio de los años sesenta, en una pequeña localidad francesa. También escribió poemas entonces, nos dice, pero de los poemas se deshizo “hace mucho tiempo”. No tiene nada de extraño: la poesía, si no es gran poesía, envejece peor que la prosa sin demasiadas pretensiones; algo semejante ocurre con la fotografía artística y la meramente documental.
“La tristeza y la buena comida son incompatibles”, comienza otro de los capítulos, donde hace un recuento de algunos de los momentos felices que tuvieron que ver con la comida: “La mejor conversación es la que se celebra en torno a una mesa. La poesía y la sabiduría son meros acompañamientos. Las auténticas musas son los cocineros”.
De literatura, de religión, de política se habla en este libro. También de presentimientos y de sueños. Y se hace con sensatez, sin generalizaciones abusivas, sin acentuar un anticomunismo que no necesita ser subrayado. A algunos lectores les interesará conocer las lecturas que llevaron a Simic a ser el poeta que es (curiosamente el libro decisivo en su formación fue una antología de poetas latinoamericanos), pero para la mayoría los pasajes más interesantes son aquellos en los que aparecen los personajes de su familia, comenzando por el padre, un culto y seductor tarambana.
Muy precisos resultan los retratos del París en que su familia se refugió antes de lograr llegar a Estados Unidos, o de Chicago, “el mercadillo de todas las contradicciones que América podía ofrecer”.
“Mis mejores maestros, tanto en arte como en literatura, fueron las calles por las que vagué”, afirma. Las calles y los libros: “No sería demasiado exagerado afirmar que no soltaba los libros ni para mear. Leía hasta quedarme dormido y seguí leyendo cuando me despertaba. Leía en el trabajo, con el libro escondido entre los papeles de la mesa o en un cajón entreabierto. Leía de todo, desde Platón a Mickey Spillane. Creo que me enterrarán con un libro en la mano. Puede que el más apropiado sea El libro tibetano de los muertos, pero preferiría cualquier manual de sexualidad o los poemas de Emily Dickinson”.
“A estas alturas del siglo la historia de mi vida no parece tener nada de particular”, comienza. Si quiere decir que hubo quienes lo pasaron peor y no tuvieron un final feliz, tiene toda la razón. Pero pocas vidas tan particulares como la suya y tan divertida, disparatada e inteligentemente contadas.

jueves, 9 de diciembre de 2010

Agustín de Foxá: Pirotecnia, fascismo y magia


Agustín de Foxá
Nostalgia, intimidad y aristocracia
Fundación Banco Santander, Madrid, 2010
Introducción y selección de Jordi Amat



Alrededor de la obra de Agustín de Foxá corren algunas leyendas. La principal, que sus ideas políticas le han condenado al olvido y a la marginación. Pero Foxá, que conoció el éxito en vida y luego el habitual período de purgatorio, siempre ha contado con defensores y los más apasionados no han solido encontrarse entre sus compañeros de ideología. Cierto que nunca nadie le ha colocado a la altura de Valle-Inclán o de Lorca, pero es que él no era Valle-Inclán ni Lorca, sin que eso suponga restarle mérito alguno.
La fama le llegó cuando puso toda la pirotecnia fastuosa de su estilo al servicio de la causa franquista, con la que tras la victoria mantendría ciertas distancias. Fue todo un personaje: las anécdotas que se cuentan de él, ciertas o apócrifas, llenarían un volumen. No falta quien piense que, como Oscar Wilde, puso el talento en su obra y el genio en su vida.
Madrid de corte a checa, su título más famoso, no es una gran novela, aunque sí una buena novela, espléndida en la primera parte, lastrada por el maniqueísmo cuando se convierte en un arma más de los sublevados contra la República.
Sus poemas, siempre de espléndida retórica neomodernista, a veces dan la sensación de haber nacido viejos, pero nunca pierden su encanto, especialmente cuando se llenan de enfermiza nostalgia por un tiempo pasado que quizá no ha existido nunca.
A mediados de los años cuarenta –cuando el escritor está a punto de cumplir cuarenta años— de los varios Foxá que había en Foxá solo parece quedar vivo el articulista. “Si algo he hecho literariamente, creo que ha consistido en llevar la poesía al periodismo”, declaró alguna vez. Y no hay artículo suyo, por mucho que discrepemos de las ideas que manifiesta, que no nos admire, que no sea una pequeña obra maestra.
El conservador Foxá, el defensor de los valores tradicionales, fue un personaje que nada tenía de convencional. Su amigo Curzio Malaparte lo reflejó de magistral manera en Kaputt: ahí le vemos gozoso, hedonista, ingenioso y maledicente, tan a gusto en medio de la Rusia arrasada por los nazis como si estuviera en una fiesta mundana. “Desayunamos en el antiguo Centro Judío –nos dice en uno de sus artículos—. Y aún queda algo de la tristeza errante de Israel por estas salas desnudas”. No podía ignorar Foxá, que había escrito bellas páginas sobre los sefarditas, donde estaban en aquel momento los judíos que antes poblaban aquellas salas, pero eso no le impedía beber y reír con quienes los estaban exterminando.
En los últimos años de su vida –como escribe Marino Gómez Santos— “la tristeza romántica se había tornado en amargura, tomaba una actitud radical debido a la vida sentimental que no le fue propicia y se desahogaba escribiendo poesía satírica, anónima, como un libelista quevedesco”.
Algo –bastante— de escritor frustrado hay en Foxá. “¿Qué ha quedado de su curiosidad selectiva para lo abultado, abigarrado, terrible, inefable o grotesco en su obra literaria?”, se preguntaba Dionisio Ridruejo, que lo trató casi cotidianamente en los días de la guerra. Y se responde: “Yo diría que poco: algún trasunto casi venal, más efectista que revelador. Lo más de todo aquello quedó en el cuaderno secreto y en las conversaciones de sobremesa. Quedó en anotación bruta o en anécdota impresionante”.
Jordi Amat, con muy buen criterio, ha decidido en Nostalgia, intimidad y aristocracia seleccionar parte de la obra menos conocida de Foxá. Comienza con una artificiosa, seductora maravilla, Cui-Ping-Sing, teatro en verso que se lee como una antología de la poesía clásica china. Qué extraño debió resultar, en la España en guerra, escuchar sobre el escenario a personajes que se expresan de la siguiente manera: “Al ojo de las garzas / sube la niebla espesa del otoño. / Escucha / qué desgarrado el grito / de los faisanes / entre hojas amarillas y el vaho de los corzos. / La luz anaranjada / sobre las verdes tejas de las torres. / ¡Qué cansado el crepúsculo / del mes del viento y del dragón! / Cómo envejece el alma… / Estoy triste, Hoang-Ti, como el otoño”.
Tras ese regalo para nostálgicos, viene una sección que Jordi Amat titula “Papeles personales” y que constituirá una sorpresa para muchos lectores. Entremezcla en ella –con discutible criterio— cartas familiares y apuntes de diario. A veces da la impresión de que Jordi Amat –siguiendo quizá el ejemplo de Jordi Gracia, en esta misma colección, a propósito de Ridruejo— pretende crear un libro propio barajando los escritos de Foxá: en el capítulo “Muerte de Alfonso XIII en Roma (1941)” (el título, como todos, aunque no se indique, es de Amat) a continuación de varias cartas se añaden, sin clara separación, unas notas de diario. Más respetuoso, y de mayor interés para los lectores, habría sido publicar los diarios completos, que a ratos parecen meras anotaciones de agenda, pero que contienen miniaturas prodigiosas, algunos de los momentos más secretamente felices de la prosa de Foxá.
Las cartas a los padres y hermanos tienen poco que ver con las habituales cartas familiares; algunas de ellas parecen incluso el borrador de futuros artículos, pero a veces el borrador, en su inmediatez, le gana en eficacia al más repeinado artículo.
La breve sección de “Otras prosas”, que concluye el volumen, se justifica por la inclusión de “Viaje al frente del Ladoga”, que Foxá no quiso rescatar cuando reunió sus artículos en Un mundo sin melodía (1949). La razón parece clara: por esa fecha ya se había publicado en español el libro de Curzio Malaparte en el que Foxá aparecía diciendo cosas no demasiado agradables sobre la España franquista (la versión española había eliminado bastantes de esas inconveniencias). A Foxá no le convenía publicar unos artículos que recordaban que aquel libro, que se vendía como novela, era sobre todo un gran reportaje y que lo que de él contaban sus páginas tenía poco de ficción. “Me he ido a pasar la Pascua con Curzio Malaparte al frente de Leningrado”, comienzan unos artículos que sorprenden por su precisión esteticista: para Foxá la guerra, antes que nada, parecía ser un fascinante espectáculo.
El prólogo de Jordi Amat –bien documentado, con datos inéditos— añade valor a un volumen que reúne piezas dispersas de un escritor genial y amoral, que si a ratos nos indigna, siempre nos fascina.

jueves, 2 de diciembre de 2010

Alejandro Bekes: Traducir, educar, mal editar


Alejandro Bekes
Lo intraducible. Ensayos sobre poesía y traducción
Pre-Textos,Valencia, 2010



Como una “silva de varia lección” que no excluye “el retozo humorístico, la discreta emoción, la poesía y la fábula”, define su último libro Alejandro Bekes. Pero también la “silva”, la miscelánea, la reunión de textos dispersos, tiene sus reglas y quien no las tiene en cuenta se arriesga a que el conjunto se le atragante al lector. Es lo que ocurre –me temo— con Lo intraducible, cuyo autor, sin embargo, es uno de los más destacados poetas argentinos contemporáneos, que además traduce con igual acierto a Virgilio o a Horacio que a Baudelaire o a Auden.
Un libro es como una conversación: ha de modularse de acuerdo con el oyente. Lo intraducible comienza con largos ensayos que quizá provienen de una conferencia o comunicación académica. Se leen como quien asiste a una tediosa clase y solo se salvan por los ejemplos, casi siempre admirables muestras poéticas, como el epitafio de Claudia, citado “en su arcaico latín, cuya ortografía milenaria parece dejarnos ver una lápida recién desenterrada, cubierta de musgo, en un costado de la Via Apia”, y traducido luego del más certero modo: “Huésped, poco te digo; detente y lee atento. / Ves la no hermosa tumba de una hermosa mujer. / Con el nombre de Claudia la nombraron sus padres. / De todo corazón a su marido ha amado. / Dio la vida a dos hijos. De ellos, a uno deja / sobre la tierra, al otro bajo la tierra lleva. / Era su sangre alegre y gracioso su andar. / Cuidó la casa. Hiló la lana. He dicho. Vete”.
Otro ejemplo: en los autos del proceso a Fray Luis de León encuentra una curiosa petición del poeta. Además de unos libros de devoción que se le encarguen a cierta monja y se le entreguen “unos polvos que ella solía hacer y enviarle para sus melancolías y pasiones del corazón”. Añade “que ella sola los sabe hacer”. Y el lector se queda con ganas de saber la fórmula de esos mágicos polvos.
El tono del libro cambia a partir del capítulo “Idea de poesía y poesía de ideas”. El profesor, el aplicado divulgador, es sustituido por el escritor que deja de lado las muletas académicas para apoyarse en el humor y en la poesía. Dialoga en el texto con un traductor de Horacio, el padre Tornes, quien señala en la introducción a sus versiones que “las profundas o grandes teorías que se atribuyen a ciertos, ¿son, en realidad, algo más que simples verdades mal concebidas?”. Ese diálogo –platónico por el fondo y por la forma— ya se dirige al lector culto, no al estudiante que ha de desarrollar un tema.
El resto del libro es también, muy a menudo, una fiesta de la inteligencia. Hay tres secciones de textos breves —“El error del otro”, “Inmortales mortales”, “Aula abierta”— donde demuestra haber aprendido la lección del machadiano Juan de Mairena y también la de Borges, sobre quien se vuelve una y otra vez.
Los “Esbozos para el epílogo de un libro imposible” reúnen una serie de aforismos: “No podrás escribir nada cierto hasta que todo lo que viviste se haya convertido en leyenda. Hasta que toda tu vida se te aparezca, como a través de la niebla, imposible y real”.
Los aforismos de Alejandro Bekes no condescienden con el ingenio ni con la greguería. En “Aphorismata pavca” —otra serie de ellos— leemos: “Todo aprendizaje es siempre el mismo aprendizaje: aprender que no sabemos lo que creíamos saber”.
En algún capítulo la crítica literaria se hace autobiografía. Memorables resultan las páginas dedicadas a La amada inmóvil, de Amado Nervo, un tiempo tan aplaudido y leído. El juicio acaba siendo demoledor: “versos modernistas, que acusan un despreocupado influjo francés, pero sin el supremo rigor artesanal de un Lugones y sin la certera conquista expresiva de un Darío; versos, en inquietante proporción, y para decirlo de una vez por todas, bastante malos”. Hay, sin embargo, un temblor y una inquietud humana –demasiado humana— que salvan el libro, y una lectura temprana que lo convierten en carne de nuestra propia carne. La literatura tiene esos misterios.
No solo de literatura se habla en este libro que se oculta tras un primer centenar de páginas fatigosamente prescindibles. “El contacto intelectual” trata de la grandeza y de las miserias de la educación en el mundo contemporáneo. El ensayo adopta la forma de un diálogo entre amigos. “El contrato pedagógico está roto –afirma Alejandro Bekes, que deja de ser el autor para convertirse en personaje—. Los alumnos parecen tener poco interés en aprender y menos en estudiar. Es raro advertir en alguno el goce de entender y la pasión de descubrir”. Siguen todos los tópicos que hemos escuchado tantas veces: “Antes, cualquiera sentía vergüenza de no haber leído a Sartre o de no saber en que año tuvo lugar el combate de San Lorenzo; ahora la gente, aleccionada por los modelos televisivos, se jacta de la propia ignorancia”.
Pero uno de los interlocutores, acierta a darle una vuelta al tópico: no es que los alumnos no tengan ningún interés en aprender, sino que buena parte de lo que se les enseña –en lengua, en literatura, y no solo— carece, si bien se mira, del menor interés. Como buena parte de lo que se publica. Conviene no dar por sentado que aquello de lo que hablamos o sobre lo que escribimos es de interés universal.
Las divagaciones teóricas sobre la posibilidad o imposibilidad de la traducción tienen tan escaso interés como las elucubraciones más o menos metafísicas sobre si Aquiles alcanzará o no a la tortuga. Sabemos que la alcanzará, sabemos que traducir es posible, aunque no fácil: pasemos a otra cosa, dejemos de marear la perdiz o la tortuga.
Alejandro Bekes tarda más de la cuenta en cambiar de tono. Y por eso la mayoría de los lectores hedónicos, de los aficionados a la literatura y el pensamiento, dejarán de lado este libro, que merece una reedición corregida y disminuida a cargo de un buen editor (no me refiero al editor comercial). Sin la labor del editor, tan invisible y desdeñada como imprescindible, un libro no es un verdadero libro, sino un conjunto de páginas diversas y dispersas encuadernadas en forma de libro.

jueves, 25 de noviembre de 2010

Martín López-Vega: Amor, viajes y literatura


Martín López-Vega
Adulto extranjero
DVD Ediciones, Barcelona, 2010.



Decía Juan Ramón Jiménez que los poemas de Cernuda parecían traducidos del inglés. “Lo malo es que él no sabe inglés”, añadía. Los poemas de Martín López-Vega no parecen traducidos del inglés, sino del polaco o del esloveno, pero ese alejamiento de la música tradicional del verso español no responde a una limitación, sino que responde a su concepción de la poesía.
“Vas de ciudad en ciudad, / de idioma en idioma, / de amor verdadero en amor verdadero”, escribe en el poema que da título a su último libro. Poesía de la errabundia física y sentimental la suya, poesía en la que alternan humor y patetismo, notas experienciales y elucubraciones más o menos metafísicas.
El humor es asunto delicado, en poesía como en la vida; las elucubraciones trascendentales no lo son menos. “Expongo mis ideas sobre el fin del mundo” titula López-Vega uno de sus poemas. Un grupo de amigos, reunidos en un jardín, beben y filosofan sobre la existencia humana. “Después de la tercera caipirinha” a alguien se le ocurre la siguiente idea genial: “¿Y si encontrásemos / la forma de esterilizar a todos los hombres del planeta, / eliminando así la posibilidad de generaciones futuras, / liberándonos de ese modo de la responsabilidad / de salvaguardar o mejorar para ellos cultura, / tradiciones, medioambiente, etc, / y nos entregásemos a la decadencia definitiva / del Imperio Romano, a gozar sin ninguna clase / de remordimiento? Loca, falo, clítoris, / cacoesis, heces, feto, útero. ¡Rimbaud!”. Pero si dejan de nacer niños, si dejamos de preocuparnos por las generaciones futuras (por el calentamiento global del planeta, etc.), no por eso desaparecerían los remordimientos y así podríamos entregarnos a una orgía perpetua (menuda orgía aquella en que los más jóvenes tienen sesenta años y no pueden ni siquiera pensar en la jubilación sino en atender a los que han cumplido más de ochenta años). Esa etílica idea de acabar el mundo por el suicidio lento de la especie no posibilita convertir la vida en una continua fiesta, sino en todo lo contrario.
No faltará quien diga que no es esta manera de leer un poema, que pretende ser eso, un poema y no un ensayo. Es posible que tenga razón. Como tampoco faltará a quien le parecerá un acierto incluir en un poema de amor versos como los siguientes: “Hay ciudades compartidas y rincones / solo de los dos, pocos, es cierto, pero ahí están, / y luego está tu forma de darle vuelta a todas las cosas, / sin olvidar tu manera de chupármela / como una muñequita manga / ni tu comprensión de todas mis incomprensiones”.
Julián Rodríguez, en la nota de contraportada, escribe que Martín López-Vega es “un doble poeta” que ha ido haciendo su poesía “por dos senderos paralelos”. Como si se avergonzara de su inicial poesía que hablaba de los ritos y los mitos de la infancia, de las melancolías y asombros ante la gozosa variedad del mundo, ha pretendido ser un poeta borrosamente rupturista, ingenuamente metafísico, esforzadamente ajeno a endecasílabos y cernudismos. Uno de sus libros en esa dirección, Extracción de la piedra de la cordura, constituye para Julián Rodríguez –excelente editor y narrador profusamente minimalista— no solo “uno de los mejores libros de su generación”, sino “uno de los poemarios fundamentales del cambio de siglo”. Respetable opinión, que no rebatiré. Me limito a hojear de nuevo ese libro y luego a meditar con escepticismo sobre lo difícil que resulta formular un juicio estético con alguna probabilidad de acierto.
Que Martín López-Vega sigue siendo el poeta verdadero que admiramos desde sus iniciales Travesías lo demuestran media docena de poemas de este libro (exactamente media docena). A “Última lección”, que esquiva con elegancia cualquier incursión en la falacia patética (pero que muchos no podrán leer sin lágrimas), resulta fácil profetizarle una perpetua permanencia en las antologías y en la memoria de los lectores. De las muchas “albadas” –se titulen o no se titulen así— que hay en Adulto extranjero, yo me quedaría con “Piazza della Scala”, uno de los poemas incluidos en “SPQR”, suite amorosa ambientada en escenarios romanos. De la misma serie, también destacaría el poema inicial, “Torre Stefaneschi”.
Martín López-Vega acierta cuando se olvida de que tiene que ser un poeta chocante y distinto, representante de una generación que va más allá de la poesía de la experiencia o de cualquiera de esos tópicos periodísticos o didácticos que algunos confunden con la crítica literaria. Un sobrio y exacto retrato urbano encontramos en “D. F.”, sobre la ciudad de México. Al juanramoniano apunte lírico de “Varnatt i Hagen” –“el último rayo de sol / bebiendo a escondidas en un charco, / como un ciervo dorado, / intocable, / creíble promesa de eternidad”— le sobran quizá el título y el último verso.
Muchos de los poemas más característicos de López-Vega parecen apuntes de diario, parten de una anécdota que muy bien podría ser contada en prosa, mencionan amigos y circunstancias concretas (a veces aclaradas en la nota final). En Adulto extranjero ejemplifican ese tipo de textos “Contra el sentido” (mientras se baña de madrugada con una amiga en un playa de Barcelona les roban la ropa y han de andar desnudos por las calles de la ciudad en busca de una cabina telefónica) o “Mediodía de Ferrara” (visita con un amigo a esa ciudad italiana en la que se siente “por fin en casa, / como si fuese este el puerto que esperábamos / para empezar la vida que querríamos…”). No siempre se consigue convertir la anécdota en categoría (tal vez ni siquiera se pretende), pero siempre se leen con agrado esos versos llenos de pequeños detalles exactos.
Da la impresión de que a Martín López-Vega su intuición poética le lleva por un lado y sus ideas sobre la poesía por otro. Aparte de mayores o menores aciertos, en su poesía hay texturas diferentes. Por eso resulta difícil, si no imposible, aceptar Adulto extranjero en su totalidad. Unos lectores eliminarían la mitad de los textos, otros la otra mitad. Yo me quedo con seis poemas que podrían añadirse a cualquier antología de la poesía española. No es poca cosecha.

jueves, 18 de noviembre de 2010

José García-Vela: Un hilo blanco de melancolía


José García-Vela
Hogares humildes (Obra poética)
Renacimiento, Sevilla, 2010
Edición y prólogo de Manuel Neila


El poeta asturiano José García-Vela era, hasta la fecha, poco más que un nombre en el índice de algunas antologías, una minúscula nota a pie de página en la historia del modernismo. Había publicado un único libro en 1909; el reconocimiento comienza a llegarle cuando la revista Mundial Magazine, que dirigía Rubén Darío en París premia un relato suyo, pero él no pudo conocer la noticia porque había muerto unos días antes, el 9 de junio de 1913. Tenía veintisiete años.
Solo ahora, gracias a la labor ejemplar de Manuel Neila, podemos conocer su poesía completa: Hogares humildes, aquel inencontrable libro de 1909, y Las huellas de los muertos, una obra inédita de la que se tenía noticia, pero que hasta el momento nadie –salvo quizá José María Martínez Cachero, que más de una vez se refirió a ella— había tenido ocasión de leer.
Manuel Neila resume en el prólogo las escasas noticias biográficas que de José García-Vela (hermano de Fernando Vela, el secretario de la Revista de Occidente) podemos disponer; sitúa su obra en el tiempo (reacción contra el exotismo y el decorativismo modernistas); compendia sus características, y nos ofrece limpiamente los poemas, sin notas a pie de páginas, sin pretender una edición crítica, que a menudo es la peor de las ediciones: la que continuamente nos interrumpe la lectura del texto para señalarnos antiguas erratas y torpes borradores.
Cumplido su trabajo, el editor se retira y nos deja ante los versos de García-Vela, elegantemente dispuestos en la página. La primera impresión –conviene reconocerlo para no engañar a los lectores— es que no han envejecido bien, que valen para el estudioso de la literatura pero no para el borgiano lector hedónico. Las flores del bien tituló José María Pemán uno de sus libros y podía titularse la obra completa de García-Vela. Pero las flores del bien suelen funcionar peor que baudelaireanas flores del mal.
El mismo año que García-Vela publica sus Hogares humildes aparece la primera edición de El mal poema, de Manuel Machado. En ambos casos hay una incursión en el prosaísmo, un volver la espalda a las princesas y los cisnes del primer Darío. Pero la reacción es totalmente distinta: Machado habla de prostitutas y de madrugadas etílicas, de bohemia y marginalidad; García-Vela comienza su libro con estos versos: “Esposa, dulce esposa, amante y buena, / Dios te bendiga como te bendigo: / eres casera y santa como el trigo, / como el casero aroma de la cena”.
En una primera impresión podríamos pensar que a García-Vela, como poeta, le sobró humildad (el adjetivo “humilde” lo repite hasta la saciedad: “en la blancura de la humilde mesa”, “como la sombra de la humilde estancia”) y le faltó audacia imaginativa y expresiva. Simpatizamos de inmediato con el personaje, pero los versos resultan en exceso bien intencionados y grises.
Ciertamente, la bondad no es un fácil condimento literario. Una buena persona, honesta y trabajadora, puede ser un excelente vecino, pero un aburrido protagonista de novela.
Pero si seguimos leyendo, si no nos echan atrás los adjetivos gastados, el constante recurso al patetismo, pronto nos ganará el encanto de estos versos que nos hablan de la felicidad del hogar, del regreso a la casa de la infancia tras la aventura americana (García-Vela emigró a Chile, donde había nacido su madre, en 1905), de su ciudad provinciana (a la que llama Vetusta, como homenaje a Clarín): “Surgió la luna en el azul del cielo. / Hubo luces de lago y de cristal. / Un ave negra dirigió su vuelo / hacia la torre de la Catedral. / Era el misterio en la ciudad. Caía / desde la blanca luna, gota a gota, / un hilo blanco de melancolía…”
José García-Vela era un poeta de verdad, no un versificador epigonal, ciertamente, pero no tuvo tiempo de ser un gran poeta. Incluso el precoz Juan Ramón Jiménez no pasaría de figura secundaria del modernismo si hubiera muerto a su edad (y Pedro Salinas o Jorge Guillén ni siquiera habrían publicado libro).
¿Significa eso que ha sido un trabajo benemérito e inútil rescatarlo del olvido? En absoluto. No solo las figuras mayores hacen una literatura; son necesarios además los buenos secundarios, que le den fondo y consistencia.
Abundan los versos de heridora melancolía en la obra de García-Vela: “¿No habéis sentido nunca la tristeza infinita / de estas humildes casas donde no suena un ruido?”. Uno de los poemas suyos que yo prefiero se titula “Azul”, como el libro de Darío, y nos habla de un viaje y de un puerto desconocido: “Amanece un azul, un extranjero día. / Acaba de llegar el barco a esta bahía / dormida, y silenciosa, y muda, que parece / un lago muerto, un lago ignorado. Amanece”. Entre gastados ecos neorrománticos, se atisba el poeta distinto y nuevo que pudo llegar a ser: “Estoy sintiendo un alma que no es mía”. Pero no pudo ser.

jueves, 11 de noviembre de 2010

Curzio Malaparte: En el vientre de la bestia


Curzio Malaparte
Kaputt
Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2010
Traducción de David Paradela López


A Curzio Malaparte tendemos a asociarlo con Giovanni Papini, con Somerset Maugham, con otros escritores de éxito en la España de los años cuarenta y que hoy pueblan las librerías de viejo. Pero releemos Kaputt, en una nueva y excelente traducción (discutible, sin embargo, la decisión de no traducir a pie de página los abundantes diálogos en francés), y comprobamos que es algo más que un escandaloso escritor de otro tiempo.
No ha perdido nada de su capacidad de espanto y seducción esta obra que apareció por primera vez en el Nápoles bombardeado de 1944. La primera edición española es de 1947 y estuvo a cargo de José Janés. “La historia de este libro –se nos dice en la solapa— bastaría para formar el argumento de una novela de aventuras o de un film truculento. Esparcidas sus cuartillas por toda Europa a medida que los acontecimientos las iban convirtiendo en materia peligrosa, fue menester una enorme paciencia para reunirlas de nuevo una vez pasada la tempestad bajo cuyo fragor fueron escritas. Porque mientras Europa estuvo dominada por el Eje, tener cuartillas de Kaputt equivalía a tener un cartucho de dinamita, a ocultar un arma secreta con la que echar abajo la fachada de embustes con que se revestía el edificio del llamado Orden Nuevo”.
Pero la “Historia de un manuscrito” que encontramos al comienzo de la nueva versión española ha perdido muchos de los elementos novelescos presentes en la primera. “Retomé la redacción de Kaputt durante mi estancia en Polonia y en el frente de Smolensk, en 1942. Terminé el libro, a excepción del último capítulo, durante los dos años que pasé en Finlandia. Antes de volver a Italia dividí el manuscrito en tres partes…”, leemos ahora. Antes se daban más detalles: “Cuando abandoné Polonia para trasladarme a Finlandia, llevé conmigo, escondidos bajo el forro de mi capote de piel de cabra, las páginas del manuscrito. Terminé el libro, a excepción del último capítulo, durante los dos años transcurridos en Finlandia. En el otoño de 1942 volvía a Italia con licencia de convaleciente, tras soportar una grave dolencia contraída en el frente de Petsamo (Laponia). Por cierto que en el campo de aviación de Tempelhof, próximo a Berlín, todos los pasajeros del avión fuimos registrados por la Gestapo. Por fortuna, no llevaba encima ni una sola página de Kaputt, pues antes de abandonar Finlandia dividí el manuscrito en tres partes…”
Pero el valor de este libro no se debe a las difíciles condiciones de su escritura ni a su temprana denuncia –y desde dentro— de la barbarie nazi. Hoy, cuando conocemos esa barbarie más de lo que se podía siquiera sospechar, nos sigue conmoviendo y admirando porque, antes que nada, es literatura, espléndida literatura.
El primer acierto de Curzio Malaparte es no tratar de escribir una novela con sus experiencias como corresponsal de guerra en el Frente del Este; tampoco reúne los artículos –visados por la censura— que fue publicando en un periódico italiano. Hace literatura con lo que vio y vivió en aquellos años. No inventa, pero selecciona, dispone y contrapone, recrea atmósferas (con proustiana minuciosidad, con precisión de poeta), huye de cualquier registro notarial.
Sabe que acumular barbarie tras barbarie lleva a la insensibilidad del lector, por eso enmarca cada una de las secciones del libro en un ambiente lujoso, de aristócratas, jerarcas y diplomáticos. Porque durante la guerra no a todos les fue mal, a algunos les fue muy bien. A Agustín de Foxá, por ejemplo, embajador en Finlandia durante los dos años que allí vivió Malaparte. El 15 de abril de 1942, escribe a su familia desde Helsinki: “Vengo de hacer un viaje fabulosamente interesante, que leeréis literariamente contado en mis crónicas del Abc. Con Curzio Malaparte, el genial escritor italiano, autor de La técnica del golpe de Estado, me he ido a pasar la Pascua a los frentes del Ladoga y de Leningrado”. Más de una vez lo que Foxá cuenta en unas pocas líneas, lo desarrollará luego Malaparte: “Os hablaba en mi anterior carta de mi viaje al frente del Ladoga. De allí, en coches militares, nos trasladamos al frente de Leningrado. El general que manda esta región nos recibió en una casa con muebles rusos, ofreciéndonos una espléndida comida. En ella descorchamos las botellas de champagne que llevé. El general nos contó anécdotas terribles; el caso de esos paracaidistas soviéticos que, perdidos en el bosque, se atacan obsesionados por el hambre. Uno devoró al otro; me enseñan las fotografías del cadáver comido. También el caso del prisionero de Turku, que pidió un pope para instruirse en la Fe. El pope salió con los ojos arrasados de lágrimas al ver su piedad. Dos días después los centinelas oyeron un gran ruido en la celda del prisionero. Entraron, el pope agonizaba ensangrentado en el suelo. El prisionero, con salvaje alegría, exhibía el puñal que le había clavado mientras fingía abrazarle”. Ilustrativo resulta comparar esas apresuradas líneas con el desarrollo que de la historia del prisionero de Turku hace Malaparte en las páginas 294-295.
Agustín de Foxá, con su epicureísmo y su ingenio, es uno de los personajes más destacados de Kaputt. Con él tienen que ver buena parte de las diferencias que encontramos entre esta nueva traducción y la anterior. “Que fuera el representante de la España de Franco en Finlandia (Hubert Guérin, ministro de la Francia de Pétain, llamaba a Foxá ‘el ministro de la España de Vichy’) no le impedía reírse con desprecio de Franco y su revolución”, escribe Malaparte, y el traductor español de 1947 tiene buen cuidado de eliminar esas líneas. Pero Foxá, que contribuyó a salvar el manuscrito de Kaputt no le pidió a su autor que las suprimiera, y eso dice mucho de su valentía y de su doble moral (“Traigamos el fascismo a España y vayámonos a vivir al extranjero”, es una de las frases que se le atribuyen).
Tienen una intensidad onírica muchas de las páginas de Kaputt, como el que nos habla del espectáculo “horrendo y maravilloso” de los caballos que quedan apresados en un lago que se hiela súbitamente (“un inmensa plancha de mármol blanco sobre la cual había colocados cientos y cientos de cabezas de caballos”), o la visita al gueto de Varsovia acompañado de un joven de “rostro bellísimo y una frente alta y pura sobre la que el casco de acero arrojaba una sombra secreta”, un miembro de la Guardia Negra que “caminaba entre los judíos como un ángel del dios de Israel”. Hay también humor negro: el encuentro en el ascensor con un desconocido que resulta ser Himmler o la visita a la sauna, donde el jefe de la Gestapo disfruta siendo azotado por sus subordinados.

jueves, 4 de noviembre de 2010

Philipp Blom: Tiempos de confusión



Philipp Blom
Años de vértigo.

Cultura y cambio en Occidente, 1900-1914
Anagrama, Barcelona, 2010



La nostalgia mitifica y falsifica. Tras la catástrofe de la Gran Guerra, de la Primera Guerra Mundial que aún no se sabía que era la primera, los años iniciales del siglo XX fueron vistos como una época feliz, como una continua danza al borde del abismo. Pere Gimferrer, en uno de los poemas de Arde el mar, expresó hermosamente esa idea generalizada: “Eran sin duda tiempos / —belle époque— más festivos, con la vivacidad burbujeante / de quien se sabe efímero”.
En Años de vértigo, fascinante máquina de viajar en el tiempo, Philipp Blom nos presenta un mundo bien distinto, más parecido al nuestro –a pesar del siglo que nos separa— que a las caricaturas que tenemos de él: “Entonces como ahora, en las conversaciones y en los artículos periodísticos se hablaba sobre todo del veloz avance de la técnica, de globalización, de los progresos en el ámbito de la comunicación y de los cambios que afectaban al entramado social; entonces como ahora, dejaba su sello la cultura del consumo de masas; entonces como ahora, la sensación de vivir en un mundo en imparable aceleración, de estar lanzándose a lo desconocido, era arrolladora”.
El pasado, antes de ser pasado, fue presente, esto es, confusión y cambio, desconocimiento de lo que había de venir. Para analizar los años que transcurren entre la inauguración de la Exposición Universal de París, en 1900, y el verano de 1914, Philipp Blom prescinde de todo lo que ocurriría después, trata de contárnoslo como lo vivieron quienes no podían ni imaginarse la locura asesina que muy pronto arrasaría las naciones más civilizadas de Europa.
En la fastuosa exposición con la que Francia quiso asombrar al mundo entramos de la mano de un profesor alemán que dejó constancia de la visita en el anuario de su instituto. Es la Francia que se enorgullece de su imperio colonial y que todavía vive las tensiones nacionalistas y antisemitas del affaire Dreyfus. Tras las fachadas historicistas, con sus cariátides y sus alegorías paganas, se esconden, como avergonzados de su fealdad, los nuevos dioses: máquinas poderosas, dínamos de doce metros de altura.
El recorrido, año a año, termina con el capítulo “1914: Un asesinato político”. Pero el asesinato político que llenó los periódicos, que apasionó a todo el mundo, no fue el del archiduque Francisco Fernando en la remota Sarajevo, sino otro ocurrido en París el mismo año: Henriette Caillaux, la mujer de Joseph Caillaux, ministro de Finanzas, entró en la redacción de Le Figaro y solicitó ver al director. Como no estaba, le esperó cerca de una hora. Cuando llegó, intercambió unas pocas palabras con él, luego sacó un revólver que llevaba oculto en su manguito de piel y le disparó cuatro tiros. Unos meses después, en julio, se celebró el juicio. Aquel asesinato tenía todos los ingredientes para que los periódicos aumentaran su tirada y la gente no hablara de otra cosa: adulterio, escándalos políticos, una posible traición a la patria. ¿Quién se iba a preocupar demasiado por el desgraciado asunto de la muerte del archiduque a manos de un exaltado nacionalista serbio?
Años de vértigo es un libro de historia que está lleno de historias, que nos lleva de la revuelta rusa de 1905 al adormecido, y sin embargo en ebullición, imperio austro-húngaro. Por sus páginas cruza Leopoldo II, el rey belga que aspira, con muchas posibilidades, al puesto de mayor genocida de la historia, y quienes desvelaron el siniestro engranaje del Estado Libre del Congo, especialmente Roger Casement (que acabaría ahorcado) y Edward Morel. El emperador de Alemania, el káiser Guillermo II, protagoniza muchas páginas. Ilustrativa resulta su relación con Philipp Eulenburg, abogado y diplomático de carrera, a quien nombró príncipe. Lo había conocido en una cacería y muy pronto su casa de campo en Liebenberg acabaría convirtiéndose en el lugar de retiro favorito del emperador, “encantado de tener compañía sencilla, largas conversaciones y noches con amigos apiñados alrededor del piano mientras el anfitrión tocaba sus propias composiciones y él pasaba con entusiasmo las páginas de las partituras”. Guillermo II consideraba a Eulenburg su “único amigo del alma” y este calificó esa amistad como “un resplandor en mi vida”. Serguéi Witte, ex primer ministro ruso, tras visitar al emperador en la casa de campo de Rominten escribió: “Me sorprendió especialmente la actitud del emperador para con Eulenburg. Se sentó en el brazo del sillón del príncipe, con la mano derecha apoyada en su hombro, como si lo abrazara”. El final de aquella hermosa amistad resultaría tan trágico como involuntariamente cómico.
PhilippBlom se ocupa lo mismo de la gran historia que de la pequeña historia, y no deja de lado la historia de la cultura: domina el arte de la síntesis sin incurrir en la simplificación. Hace también psicoanálisis de la época: “Cuando las mujeres se volvieron más enérgicas y parecieron asumir nuevos papeles, los hombres se pusieron inmediatamente a la defensiva”. Y de ahí el culto a la virilidad y a la fuerza: “Entre 1900 y 1914 hubo más duelos y más uniformes en las calles que en los treinta años anteriores; los bigotes eran más grandes; los culturistas tenían más músculos, y los acorazados, cañones impotentes. Había coches de carrera y se batían récords de velocidad; nacieron los héroes de los deportes y se publicaba un sin fin de anuncios de cinturones eléctricos y otros remedios para la pérdida de ‘vigor masculino’”.
Un culto a la virilidad que a veces da la vuelta de forma esperpéntica, como cuando los enemigos políticos de Eulenburg (celosos de su influencia sobre el emperador) filtran a la prensa lo que era un secreto a voces. Y el aguerrido y militarista Guillermo II se entera entonces de que el lugar donde se encontraba más a gusto era un círculo de homosexuales.
Tras leer a Philipp Blom comprendemos que cualquier época pasada, antes de su simplificación en la memoria y en los manuales, fue tan compleja y tan contradictoria y tan indescifrable como el presente, “ese extraño país / donde todo sucede de manera distinta”.

jueves, 28 de octubre de 2010

Berta Piñán: Historias de familia


Berta Piñán
La mancadura (El daño)
Trea, Gijón, 2010
Edición bilingüe


En la poesía norteamericana y canadiense, y en especial en la poesía escrita por mujeres (Margaret Randall, Adrienne Rich, Anne Sexton), aprendió Berta Piñán, según nos dice en la nota final a su último libro, “que la biografía más común puede convertirse en materia poética”.
La biografía más común: sus poemas nos hablan de abuelos que estuvieron en la guerra, de padres emigrantes, de viejos rencores y reconciliaciones, de recuerdos de infancia, de amores y desamores. Y lo hace con una palabra clara, en el lenguaje de la conversación, pero sin desdeñar, de vez en cuando, la imagen deslumbrante, el toque memorable.
No tiene inconveniente en homenajear expresamente a sus maestros: “A la manera de Zsymborska” se titula un poema; “Variaciones en un poema de Eugénio de Andrade”, otro. De Wislawa Szymborska aprendió a expresar la metafísica de lo cotidiano, a decir las cosas más trascendentales en voz baja y con el mismo tono educado que si hablara del tiempo; de Eugénio de Andrade, el despojamiento, el arte de la elipsis, el convertir el poema en un puñado de imágenes verdaderas.
Cada manera de entender la poesía tiene sus riesgos, y los de Berta Piñán son evidentes: la falacia patética, la banalidad sentimental (incluso cierta incursión en el costumbrismo). Acierta a evitarlos casi siempre, aunque a veces los bordea peligrosamente. No es un acierto comenzar el libro con “Idiomes”, un poema sobre la emigración que no acaba de convencer en su simplista oposición entre padres que hablan en asturiano e hijos que hablan en alemán. El final de “Saqueo” carece de fuerza, especialmente en la versión castellana: “Arrampleste con too: / inclusive aquello que nunca / fuéramos tener” (Te lo has llevado todo: / incluso lo que nunca / hubiésemos tenido).
Pero son excepciones en un libro en el que abundan los poemas a los que volveremos una y otra vez, que se nos quedan para siempre en la memoria. El primero de ellos, “Nel balcón”, un poema que parece hecho de nada: en el balcón de enfrente una mujer, ya no joven, mordisquea una manzana, saborea el instante, aplaza el momento de adentrarse para siempre en la oscuridad. No menos memorable resulta “Aire de familia”, una versión personal de “Contra Gil de Biedma”, un homenaje también a tantos poemas de Francisco Brines en los que el poeta adulto se enfrenta al niño o al joven que fue.
De entre los muchos poemas de amor que hay en el libro, yo destacaría “Llámame”: “Llámame, anque seya tarde / y faiga fríu, / anque los brotos del xardín yá podrecieren / y el ríu medrara na to ausencia, / como miedren les hores / na cama d’un enfermu” (Llámame, aunque ya sea tarde / y haga frío, / aunque los brotes del jardín se hayan secado / y el río haya crecido en tu ausencia / como crecen las horas / en la cama de un enfermo). Y también “1956. Cantar d’aniversariu”, aparentemente solo un recuento de los sucesos de un año, aquel en que nació la persona amada.
El riesgo de la falacia patética está a un paso, ya lo dije, el confundir la emoción de lo que se nos cuenta con la emoción del poema. Por eso destaca especialmente “Pequeña Esha”, que al principio parece solo una postal turística: “En Katmandú, a estes hores, / les solombres tomen, a modo, / les cayes y les places, / los puestos del mercáu, / y hai como una galbana azul de páxaros / en ciulu” (En Katmandú, a estas horas, / las sombras inundan poco a poco, / las calles y las plazas, / los puestos del mercado, / y hay como una pereza azul de pájaros / rondando por el cielo”. Ningún desbordamiento sentimental (todo lo contrario: una aparente frialdad) en unos versos que hablan de una madre que aguarda la entrega de su hija adoptiva (cada una en un extremo del mundo).
En “Genealogía” se refiere la autora, que tantos versos ha dedicado a contar historias de familia, a su genealogía literaria, a las escritoras que la han ayudado a ser lo que es. Casi todas son poetas de ahora, mujeres del siglo XX. Hay una excepción al comienzo: “La rosa que cortó George Sand, / el so arume furtivu / nesta tarde tovía de seronda” (La rosa que cortó George Sand / su perfume furtivo / en esta tarde última de otoño). De George Sand, más que su literatura, se admira su ejemplo personal: no se resignó al papel que en su tiempo se asignaba a las mujeres.
La mancadura (El daño) no es un libro que resulte explícitamente reivindicativo. Pero es un libro que no podría haberse escrito hace unas décadas (aun suponiéndole a la autora idénticas experiencias). Detrás de estos versos de tanta naturalidad, tan aparentemente directos, se encuentra el esfuerzo de docenas de poetas, estudiosas y activistas por eliminar la costra de siglos de prejuicios sobre el hombre y contra la mujer. Hicieron falta muchas reivindicaciones para que, en poesía al menos, ya no sea necesario reivindicar nada.
La poesía de Berta Piñán, como ocurre siempre con la gran poesía, nos habla a todos y habla de todos, hombres y mujeres, pero lo hace con un matiz, con una emoción inédita o poco frecuente en la tradición literaria. Y eso le añade un valor y un sabor distintos.

jueves, 21 de octubre de 2010

José-Carlos Mainer: Un novísimo en la cátedra

José-Carlos Mainer
Galería de retratos
La Veleta, Granada, 2010


No es muy partidario José-Carlos Mainer del método generacional (siempre que puede muestra su aversión a los “estereotipos generacionales”), pero no deja de resultar ilustrativo encuadrarle dentro de los novísimos, como a sus coetáneos Carnero y Gimferrer. En 1970, poco antes de que apareciera la famosa antología, en la sede de Seix Barral, Gimferrer le presentó a Francisco Ayala y le dio ocasión de publicar su primer libro: una edición, brillantemente prologada, de las prosas vanguardistas del escritor granadino (Cazador en el alba y otras imaginaciones). Ese libro –al igual que las antologías de la poesía prerromántica y modernista que prepararon Carnero y Gimferrer— era también un manifiesto generacional, un ataque contra el adocenamiento de la literatura de posguerra.
El encuentro con Gimferrer se recuerda al comienzo de la semblanza dedicada a Ayala. No es el único apunte autobiográfico de estas páginas (el más emotivo está al final del capítulo sobre Historia del corazón), que son fruto de encargos ocasionales (un centenario, un congreso), pero que nunca se limitan a hacer acopio de erudición más o menos consabida para salir del trámite. A fin de cuentas, “un buen encargo es el que te pone en marcha hacia un lugar al que querías llegar”, como ha declarado –y Mainer lo cita— el pintor Antonio López.
De sus rupturistas comienzos generacionales, ha conservado Mainer un cierto gusto por el epíteto descalificador que, en su disonancia del habitual tono académico, suele añadir un tono de verdad y pasión a unos textos que nunca quieren ser asépticamente distantes. Claro que a veces parece pasarse un poco. Sonreímos cuando le oímos llamar “rufián pretencioso” a El Caballero Audaz, de verdadero nombre José María Carretero Novillo, “dos apellidos que definían mejor la grosería espiritual y la acometividad del autor que el refitolero seudónimo que le hizo famoso”. Pero no podemos dejar de sentir extrañeza cuando califica a Dámaso Alonso de “poetastro franquista”. Claro que quizá se trate solo de un pequeño lapsus erudito. Tras aludir al poema de Cernuda “Otra vez, con sentimiento”, añade que está “enderezado contra el poetastro franquista que llamó ‘mi príncipe’ a Lorca”. Pero fue Dámaso Alonso (y no López Anglada o algún otro oscuro poeta de la época) quien le llamó así en un famoso artículo sobre la generación del 27. Y es a él a quien alude el ofensivo verso final: “¿Príncipe tú de un sapo?”.
Con una muy ilustrativa introducción sobre “las vidas de los artistas y el género del retrato” comienza un libro que nos lleva desde Emilio Castelar hasta Juan Marsé. Aunque en el título se habla de retratos, se suele analizar más la obra que la estricta biografía. Hay autores poco conocidos, como el noventayochista Rodrigo Soriano, primero amigo y luego rival de Blasco Ibáñez en las filas del republicanismo, y otros de los que se ha escrito mucho, quizá demasiado, como Baroja o Cernuda. De los primeros se nos ofrece abundante información de primera mano; de los segundos, se acierta siempre a buscar un sesgo inédito. Ejemplar resulta el comienzo de las páginas dedicadas a Cernuda. Se alude a un artículo de 1932 en que el poeta describe su cuarto ideal de trabajo. En él hay “un significativo bodegón de libros desordenados”. Tras referirse a esos libros, añade Mainer: “Las ‘bibliotecas imaginarias’ como artificio para describir la intimidad intelectual de un personaje son un modo de écfrasis que algún día habrá que estudiar con detalle. O quizá baste con ofrecer una antología de ellas; hay mucho donde elegir”.
De tales ideas fértiles, desarrolladas o apenas apuntadas, están llenas todas las páginas de José-Carlos Mainer, un estudioso con imaginación creadora que sabe convertir la erudición en una fiesta de la inteligencia.
Como no podía ser de otra manera, no todos estos veinte retratos (que no son tales en la mayoría de los casos, como ya he apuntado) están a la misma altura. El gusto poético de Mainer no parece tan firme como el que muestra en otros géneros literarios, especialmente la narrativa y el ensayo. En su opinión, lo mejor que escribió Alberti tras su retorno a España “fue a parar a Versos sueltos de cada día”. Es opinión que no comparto y para refutarle me bastan los mismos ejemplos que él cita, especialmente el “inquietante y logradísimo bodegón de un desayuno” con que cierra las páginas que le dedica al poeta: “Tazas, yogurt y cáscaras de huevos. / Viento. Fuera los árboles. / Se ha quedado vacío el comedor”. Ni la inquietud ni el logro se ven por ninguna parte.
Más acierto muestra cuando rescata un breve poema de Joaquín Bartrina (el olvidado autor de unos versos famosos: “Si quieres ser feliz, como me dices, / no analices, muchacho, no analices”): “Lo sublime es sencillo. A la infinita / combinación de líneas que en el lienzo / deja el pincel que un fuego sacro agita; / a las notas sin fin en que se agota / la inspiración del músico más pura, / la música prefiero y la pintura / del mar, que es una línea y una nota”.
Los estudios sobre literatura rara vez son literatura. José-Carlos Mainer ha sabido convertir la investigación académica (que a menudo no pasa de “basura curricular”) en un género literario más. Cuando se mencionen los nombres principales de la generación novísima, cuando se hable del cambio estético que se produjo a finales de los sesenta, no se le debe dejar al margen. Su erudición es otra forma de creación.

jueves, 14 de octubre de 2010

Enrique Baltanás: Ocurrente volatería


Enrique Baltanás
Minoría absoluta
La Veleta, Granada, 2010



Hay tres géneros –o subgéneros— literarios en que parece borrarse la diferencia entre el profesional y el aficionado, o mejor dicho, en que una buena selección de textos escritos por aficionados puede competir con el más afamado autor. Se trata del haiku, el microrrelato y la greguería.
No todo el mundo estará de acuerdo, ciertamente, y en especial los cultivadores de alguno de esos géneros. Pero resulta fácil hacer el experimento. Para ello no tenemos más que entremezclar haikus de Basho y de cualquier taller literario, greguerías de Ramón y otras escritas por escolares de diez años, microrrelatos de alguna afamada antología y otros de gentes anónimas que participan en un concurso periodístico. La confusión no es posible si se trata de sonetos, ensayos o relatos de cierta extensión.
En los textos breves, el autor importa menos que el afortunado azar, una buena selección y un lector cómplice. El burro de la fábula, que toca la flauta por casualidad, puede escribir “cuando se despertó, el dinosaurio todavía seguía allí”, e incluso cosas mejores, pero no Pedro Páramo ni “El jardín de los senderos que se bifurcan”.
En Minoría absoluta Enrique Baltanás ha reunido, con vaga organización temática, un conjunto de ocurrencias, de muy desigual valor, a las que parece denominar “volaterías” (y quizá ese debería ser el título, o el subtítulo, del libro, ya que a él se refiere la cita inicial y aluden muchas de las frases: “Con el frío, la volatería también se encoge”).
Abundan las greguerías (“El tiempo, en el reloj de sol, se detiene cortés un momento para dejar pasar una nube”, “La naturaleza, cuando siente ganas de viajar, se coloca un gabán de viento”), en algunos casos muy ingenuamente ramonianas: “La tinta china debería ser amarilla”, “La a tiene siempre la cara redonda y gordezuela del que ha comido bien y es feliz”).
No escasean los sobreentendidos, que limitan el interés a unos pocos iniciados. Para encontrarle sentido, aunque no gracia, a “El aire de la calle Aire trae olores de primeras ediciones del 27” hace falta saber que Cernuda nació en esa calle. “Duda sevillana: ¿Conget o con jota?” no pasa de chiste privado que no debería haber pasado de ocurrencia de sobremesa (José María Conget es un admirado escritor aragonés residente en Sevilla). “Yo habría cambiado levemente la nota de Primo de Rivera: eximio ciudadano y extravagante escritor”: no habría estado mal mencionar a Valle-Inclán.
Afortunadamente no abundan las anotaciones que transparentan la ideología del autor sobre polémicas recientes. Un ejemplo: “Republicano: alguien que cree que el Rey es el culpable de todo. En España: persona de escasa memoria, pero que suele presumir de lo contrario”. Dan ganas de tachar y escribir: “Republicano: alguien que cree que, en una democracia, los cargos públicos deben ser todos electivos”. De esa y de otras afirmaciones de dudoso humor cavernícola (“Las feministas son unas señoras a las que el sexo se les ha subido a la cabeza”) se justifica el autor con un apunte autobiográfico: “Me he pasado media vida siendo un izquierdista serio y aburrido. Creo tener, pues, ganado el derecho a pasarme la otra media siendo un divertido y gamberro reaccionario”.
Y como todos los reaccionarios no se priva, entre muchas anotaciones inteligentes sobre su oficio de profesor (“Enseñar es mi manera de aprender”), de arremeter contra presuntos nuevos métodos pedagógicos: “Era natural que los pedagogos modernos desterraran el dictado de las aulas. Era inevitable que estos linces confundieran el dictado con la dictadura”. Me gustaría encontrar a uno de esos linces. Qué fácil resulta arremeter contra espantajos que uno inventa.
Podemos encontrar muchos más tropiezos en esta Minoría absoluta (apenas hay página sin alguno), pero eso no disminuye el interés del volumen. No se ha solido subrayar esa característica de las colecciones de haikus, aforismos, microrrelatos: nunca son enteramente prescindibles, siempre encierran alguna sorpresa. Si el autor (o el antólogo) no ha sido exigente, al lector le queda la grata labor de picotear acá y allá hasta dar con el hallazgo. O de reescribir, para dejar a su gusto, borrosas intuiciones. Lo primero, y algo de lo segundo, es lo que hago yo a continuación.

“El egoísmo es como el viento: solo lo percibimos cuando choca con algo”.

“No es arte si no consigues enterarte”.

“Si no consigues enterarte, no siempre es culpa del arte”.

“El ingenio es una trampa en la que caen los tontos y los que se pasan de listos”.

“Cuando soplo en el espejo siento cierto alivio: aún logro empañarlo”.

“La elipsis es la goma de borrar de la Retórica”.

“Los poetas le ponen letra a la melodía inaudible de nuestra vida”.

“Para practicar el amor libre hay que comenzar por librarse del amor”

“A la mano del pirómano la llama la llama”

“Con las metáforas cosemos y zurcimos el traje del mundo”.

“La ideología nos ayuda a no enterarnos más que de lo que nos conviene”.

“El presente de la felicidad está siempre en el pasado”.

“Ir contra la tradición es una tradición y una contradicción”.

“Las cosas verdaderamente grandes solo las hacen quienes no saben lo que hacen”.

jueves, 7 de octubre de 2010

Blanco White y Goytisolo: Lo que va de ayer a hoy


Juan Goytisolo
El Español y la independencia de Hispanoamérica
Taurus, Madrid, 2010



En la historia de la literatura española, pocos personajes tan enigmáticos como José María Blanco White. Denostado, marginado, olvidado durante siglo y medio, en 1972 Juan Goytisolo llamó la atención sobre él con un extenso y apasionado estudio que comenzaba de rotunda manera: “La historia de la literatura española está por hacer: la actualmente al uso lleva la impronta inconfundible de nuestra sempiterna derecha”. El prólogo de Goytisolo a la Obra inglesa de Blanco White es algo más que la reivindicación de un escritor olvidado: forma parte de la lucha antifranquista (la censura impidió que se publicara en España) y es también un nada velado intento de autorretrato. En las líneas finales leemos: “Acabo ya y solo ahora advierto que al hablar de Blanco White no he cesado de hablar de mí mismo”. El lector más desatento ya se había dado cuenta de ello bastante antes.
Casi cuarenta años después vuelve Goytisolo a prologar una selección de escritos de Blanco White (la portada del libro es engañosa: el autor del volumen que comentamos es Blanco White, no Goytisolo). Se trata de artículos aparecidos en el periódico El Español, que dirigió en Londres entre 1810 y 1814. La consideración de la obra de Blanco White es actualmente muy distinta, casi opuesta, de la que tenía en 1972. Como ha escrito su biógrafo, Fernando Durán López, “quejarse hoy de que se posterga a Blanco White sería repetir un tópico por pura pereza mental, puesto que […] es ya uno de los literatos que mejor se conoce y acaso el más editado de su generación”.
Las ideas de Goytisolo no han variado, hasta el punto de que, al resumir el contenido de los artículos de El Español que antologa (los referidos a la independencia de América), no duda en reproducir lo que de ellos decía en el libro “publicado en Buenos Aires hace casi 40 años”, puesto que “sintetizan de modo cabal” su “actual visión de la perspectiva histórica del autor”. No solo la visión “actual” es exactamente la misma en ese aspecto. También ahora, como entonces, se cuida Goytisolo de subrayar sus paralelismos con Blanco White, “quien, como algunos escritores excepcionales, manifestaría su pertenencia al país nativo en forma de rechazo y desposesión”. Ni de establecer una y otra vez extemporáneos parangones con el franquismo: “Como el lector apreciará, el lenguaje de la censura, cualquiera que sea su orientación política, es atemporal e inmutable. El franquismo que conocí en mi juventud no inventó nada”.
No aprovecha Goytisolo este nuevo acercamiento para darnos una visión de Blanco White más ajustada, menos deformada por la insuficiente información que se tenía en los años setenta y por los prejuicios propios.
El Español era una revista puesta al servicio de los intereses del gobierno británico y parcialmente financiada con fondos del Foreign Office, más o menos secretos. Blanco White propugnaba la subordinación de las tropas españolas (que consideraba particularmente ineficaces) a las británicas, incluso alguna vez insinuó la posibilidad de que un general inglés sustituyera a la Regencia gaditana, formándose así una especie de dictadura británica en España. El radicalismo liberal de sus primeros momentos (los del Semanario patriótico) estaba ya muy atemperado, y sus críticas a las cortes gaditanas coincidían, en muchos puntos, con las de las más conservadores. Hasta tal punto es así que, cuando Fernando VII recupera el poder absoluto, los absolutistas se ponen en contacto con él para que defienda la nueva situación desde las páginas de El Español. El ministro de Estado pidió al embajador en Londres que tratara de conseguir que BlancoWhite espiara a los emigrados liberales y escribiera a favor del nuevo régimen. A cambio de ello, “sería remunerado como quisiere por la Corte”. Blanco White rechazó la oferta, pero no se sintió ofendido por ella, afirmó que renunciaba al periodismo, pero que si volvía a él sería para combatir “los disparates que ve extendidos por el público contra España”. Contra la España del recién regresado Fernando VII, se entiende.
La poliédrica, cambiante, contradictoria figura de Blanco White no se puede ajustar a ningún esquema previo. Goytisolo, simplificando hasta la caricatura, considera que es “la fuente y raíz del creciente movimiento de rechazo al actual semiconfesionalismo encubierto y a los privilegios otorgados a la Iglesia católica por los Acuerdos de 1979 entre España y el Vaticano”.
La historia de la literatura no la escriben solo los historiadores de la literatura. También los creadores tienen su papel. Azorín, a principios de siglo; Goytisolo en los años sesenta y setenta; Andrés Trapiello, ahora mismo, cumplen la función de destacar autores y obras olvidados, o ensombrecidos, por la grisura académica. No importa que no sean demasiado eruditos, que confundan algún dato, si son buenos lectores. Lo malo es cuando pretenden sustituir a la crítica académica y se esfuerzan en sostenella y no enmendalla. Es lo que hace Juan Goytisolo en esta desvaída nueva aproximación a un escritor singular, al que cada vez se conoce más, pero que sigue siendo un enigma. Sacerdote católico, abjuró del catolicismo; español, puso todo su empeño en dejar de serlo (y ayudó a los presuntos españoles de América a que se convirtieran en mexicanos, argentinos, chileno…); traidor a unos y a otros por no querer ser nunca ser infiel a su conciencia.
Este desvaído aporte nuevo de Juan Goytisolo a la figura de Blanco White nos hace añorar las vibrantes (no importa si a veces equivocadas) páginas de 1972, que son ya parte de nuestra historia intelectual. No será enteramente inútil si llama la atención de algunos lectores sobre un autor contradictorio y magistral, huidizo y deslumbrante, cuya capacidad de fascinación dista mucho de haberse agotado.

jueves, 30 de septiembre de 2010

Luis Alberto de Cuenca: Frivolidad y desolación

Luis Alberto de Cuenca
El reino blanco
Visor, Madrid, 2010
El Cuervo y otros poemas góticos
Reino de Cordelia, Madrid, 2010



Hay muchas maneras de entender la poesía, y cada una de ellas tiene sus riesgos. Para Luis Alberto de Cuenca “la poesía no ha de ser un tedioso / festín esencialista e incomprensible para / los miembros de una secta”, sino “una fiesta alegre / y comunicativa en que quepamos todos / los hombres y mujeres del planeta”, según nos dice en uno de los homenajes de El reino blanco a Agustín de Foxá.
No todos sus poemas pueden considerarse como “una fiesta alegre”, pero no hay ninguno que no sea “comunicativo”, que no busque la claridad expresiva. El riesgo de esa manera de entender la poesía es la banalidad y el prosaísmo. A veces parece olvidarse de que está escribiendo un poema y lo confunde con un artículo que no desdeña el tópico ni la frase hecha. “La más alta poesía que surgió de su pluma / figura en esas páginas” nos dice a propósito de El almendro y la espada, de Agustín de Foxá. Y en el poema siguiente: “Foxá, que lleva muerto tantos años, / seguirá vivo en Cui-Ping-Sing, su obra / maestra, que escribió en el 38 / y dio a la luz un par de años después”.
Nada perdería El reino blanco si tacháramos medio centenar de los textos que incluye. O quizá sí: ganaría en concentración expresiva, pero perdería parte de su encanto. Porque lo que caracteriza a Luis Alberto de Cuenca es tocar todos los registros, no desdeñar ningún tema, por frívolo o melodramático que pueda parecer.
Comienza el libro con un conjunto de “Sueños”, de relatos oníricos que cuentan historias confusas de la más clara manera; muchos de los poemas de Luis Alberto de Cuenca, no solo los que se incluyen en esta sección, tienen una estructura semejante. Destacan el “Sueño de mi padre” y “La maleta perdida”; “Sueño turco” incurre en el humor absurdo.
“Hojas de otoño” incluye algún retórico soneto, un buen poema, “La muerta enamorada”, en la línea que se antologa en El Cuervo y otros poemas góticos, y “La maltratada”, una muestra de que al autor ningún tema le es ajeno; en este caso uno que es noticia casi diaria: la violencia de género.
“Puertas y paisajes” termina con un “Elogio del sujetador”: “Sujetadores negros, rojos, verdes / (como en Irma la Douce), sujetadores / que realzan el busto, maravillas / de encaje, seda, blonda, tul o raso, / máscaras que, al caer, dejan las pomas / del pecho temblorosas e indefensas, / no habéis dejado de inspirarme nunca”. La poesía rococó del siglo XVIII ha encontrado en el Luis Alberto de Cuenca juguetón, decorativo y fetichista su mejor heredero.
“Fetichista” es el adjetivo que aplica a las cinco seguidillas que, junto unos cuantos haikus asonantados, integran la sección siguiente. No dejan de tener gracia: “¿De qué armario de diosa / mesopotámica / sale tu lencería / de seda grana? / —De un millonario / que es quien ha renovado / mi vestuario”. Otro poeta dudaría en incluir esas chistosas ocurrencias junto a sus poemas mayores. Y no dudaría en tachar algún haiku: “El dinosaurio / de tus sueños se ha vuelto / vegetariano”.
“Caprichos” y “Homenajes” se titulan las dos secciones siguientes; caprichos y homenajes son buena parte de los poemas de Luis Alberto de Cuenca. En la primera abundan las historias disparatadas, las mujeres perversas, las fábulas sin moraleja; uno de esos poemas, “Las cuatro heridas”, parece propio –como tantos otros suyos— de un Campoamor postmoderno, de un Campoamor guionista de Almodóvar. Los “Homenajes” hablan del placer de la lectura, del gozo de la biblioteca (a Luis Alberto de Cuenca le gusta llenar sus poemas con minucias de bibliófilo sobre princeps e incunables), pero también de muchas otras cosas. “La chica de la moto” es uno de los más conseguidos homenajes al goethiano “eterno femenino” de un poeta que ha hecho de la fascinación por la mujer uno de sus principales temas; “En la tumba de Joker” y “En la tumba de Soseki”, dos emocionados epitafios a su perro y al gato de Sánchez Dragó. “La casita de chocolate” recrea, a la manera de Amalia Bautista, el mundo de los cuentos infantiles; “Verano eterno” nos muestra al Luis Alberto de Cuenca más despojado: “Mientras el cuerpo aguante / cantaremos canciones para olvidar el frío. / En las canciones es verano siempre”.
“El cuervo” es un extenso poema publicado, además de en El reino Blanco, en la antología de poemas góticos a la que da título (muy bien ilustrada por Miguel Ángel Martín). Luis Alberto de Cuenca ha llevado a la poesía el mundo de la serie negra, de los tebeos, de los cuentos de terror, de las películas populares. Los alejandrinos y el detallismo de “El Cuervo” suenan a prosa. El poeta lee “The Raven” en “una edición / vulgar, sin interés, de esas que abundan / en los expositores de los Vips. (Recordé / haber leído también la traducción francesa, / hecha por Mallarmé, del poema de Poe, / y fui en su busca. Nada. Ni rastro de ese libro: / lo había extraviado para siempre jamás.)”.
“Recuerdos” se titula la sección siguiente, y aquí están algunos de los más conmovedores poemas del libro, los que vuelven la mirada a la infancia desde los umbrales de la tercera edad. Subrayo dos de ellos, la “Carta a los Reyes Magos” y “La bruja”.
A la sección final, “Paseo vespertino”, le da título un poema de amor que podría servir también como dedicatoria del libro. Aunque la imaginería no pueda ser más tópica (“Tú y yo, amor, a caballo, por las suaves / laderas de un crepúsculo dorado”), como de videoclips o anuncio televisivo, la magia del autor consigue que olvidemos lo consabido y nos llegue intacta la emoción.
Desolado y frívolo, obsesivo y abierto a cualquier incitación temática, minuciosamente virtuoso y descuidado improvisador, sin la menor concesión a la autocrítica, Luis Alberto de Cuenca es uno de los poetas más divertidos y memorables del último medio siglo. Qué importan las prescindibles páginas de El reino blanco si no escasean las que son una alegría –una heridora alegría, a menudo— para siempre.

jueves, 23 de septiembre de 2010

Francisco J. Uriz: Do, re, mi, fa, gol


Francisco J. Uriz
El gol nuestro de cada día
Poemas sobre fútbol

Vaso Roto Ediciones
Madrid/ México, 2010


Hubo un tiempo, según recuerda Miguel Pardeza en el prólogo a esta antología, en que abundaba “un tipo de intelectual, hinchado de prepotencia ideológica y prejuicios políticos, que denostó el fútbol y todo lo que significaba”. Eran evidentemente otros tiempos. Hoy, si a alguien no le interesa el fútbol (o si lo considera más o menos como el parchís y otros pasatiempos), no se permite ningún alarde prepotente, más bien calla avergonzado.
Francisco J. Uriz, aplicado traductor de las literaturas nórdicas, ha compilado una antología de poemas sobre fútbol que tiene más de centón que de antología. El criterio de selección ha sido temático: cualquier poema que tuviera que ver con el fútbol le valía, no importa lo insignificante que fuera o que ni siquiera fuera un poema. Nos encontramos así con el himno oficial del Boca Juniors: “Boca Juniors, Boja Juniors, / gran campeón del balompié, / que despierta en nuestro pecho / entusiasmo, amor y fe. / Tu bandera azul y oro / en Europa tremoló / como enseña vencedora / donde quiera que luchó”. Se incluyen también abundantes letras de tango, en algún caso “pura poesía experimental”, según señala el antólogo, como en el sinsentido basado en nombres de olvidados jugadores argentinos: “Largue, Chiessa a esa Mujica / por Souza y por Roncorini / y Parto Coty Spiantoni / porque Passini calor”. Otro “poema” –de un ignoto Luis Fernández Sevilla— termina de esta memorable manera: “Y mil pechos entonaban / la bellísima canción. / Alabi, alaba, alabim bom ba, ra, ra, ran. / Alirón, alirón, / Maravilla campeón, / alirón, alirón, / Maravilla campeón, / campeón, campeón, campeón, / campeón”.
No sé yo si esas curiosidades interesarán a los aficionados al fútbol. Todo es posible, aunque tengo mis dudas. Los lectores habituales de poesía tienen otras cosas en que entretenerse. Por ejemplo, la “Oda a Pep Guardiola”, escrita por un excelente poeta catalán, Narcís Comadira, al que el entusiasmo –como a tantos aficionados— parece hacerle perder la cabeza. “¡Salve, hermano de los potros / de pezuña de trueno!”, comienza. Y luego sigue: “Tú te alzas y relinchas / y con ojos penetrantes escrutas / el estentóreo horizonte”. Pero no son esos versos los más sorprendentes del poema, que a ratos parece una parodia gay: “¡Tú que cubres la gloria / que has dado al compañero, / con un beso en la mejilla! / Dices: aquí. Y es aquí. / Y entre los pelos de la cara / nace una rosa macho”.
Claro que también hay algunos buenos poemas en estas páginas. No falta el brillante ejercicio de Miguel d’Ors titulado “Tempus fugit”: “Lo dijeron Horacio y el Barroco: / cada hora nos va acercando un poco / más al negro cuchillo de la Parca. / ¿Qué es la vida sino un breve sueño? / Hoy lo repite, a su manera, el Marca: / en junio se retira Butragueño”. Juan Bonilla firma otra humorada semejante, “La caída del imperio británico”.
Merece destacarse igualmente el poema de Luis Alberto de Cuenca, donde el fútbol sirve de pretexto para la evocación de los días de infancia, como en los versos de Seamus Heaney. Y contundentemente antibélico se muestra Harold Pinter. Tampoco resulta desdeñable, y sí muy adecuado tras recientes delirios patrioteros, uno de los epigramas de Enrique Badosa: “Ya está en orden el caos de este pueblo. / De nuevo somos grandes y triunfales. / Con entusiasmo todos entonamos / el himno patrio: Do, re, mi, fa, gol”.
En el prólogo escribe Miguel Pardeza –exfubolista y doctor en Literatura con una tesis sobre César González Ruano— que el fútbol “puede tomarse como tema poético con iguales derechos que la fortuna o la desdicha”. No me parece que sean temas equiparables (la fortuna o la desdicha se ejemplifican con el fútbol o con cualquier otro asunto), pero de lo que no hay duda es de que los poetas pueden escribirle una oda lo mismo a la rosa que a la cebolla, ensalzar a los héroes de las Termópilas o, como Píndaro hacía, a los vencedores de las Olimpiadas. Lo que no conviene que hagan –con el pretexto del fútbol o con cualquier otro pretexto— es el ridículo, como Narcís Comadira (insuperable), Elena Medel y algún otro cultivador del humor involuntario que alegra estas páginas.
Francisco J. Uriz no parece haber entendido cuál es la labor del antólogo: seleccionar los mejores poemas de un autor, de una época, o sobre un tema. Él prefiere considerarse un coleccionista de rarezas, y por eso prescinde de Rafael Alberti o Miguel Hernández (la “Oda a Platko” y la “Elegía del guardameta” quedan fuera por ser “muy accesibles”). No prescinde, sin embargo, de abundantes poemas suyos. No en vano, según se nos indica en la solapa, es autor de un libro de poemas de tema exclusivamente futbolístico, Un rectángulo en la hierba.
También a los poetas, como a cualquier hijo de vecino (las excepciones deberíamos ser especie a proteger), les apasiona el fútbol, pero a juzgar por esta antología les motiva más bien poco. Salvo que sean malos poetas, o no simplemente no sean poetas.

jueves, 16 de septiembre de 2010

Exiliados románticos rusos: La novela de la historia


E. H. Carr
Los exiliados románticos
Anagrama, Barcelona, 2010.
Traducción de Buenaventura Vallespinosa



¿Quién recuerda hoy a Aleksandr Herzen? Fue uno de aquellos aristócratas rusos liberales que, en la primera mitad del siglo XIX, se atrevieron a combatir el despotismo de los zares. Pronto el marxismo daría otra dimensión a esa lucha y aquellos políticos y pensadores que creían en una evolución gradual hacia una democracia parlamentaria quedarían arrumbados en el desván de la historia.
E. H. Carr no es un novelista, sino un historiador, el mayor experto en la historia de Rusia, pero Los exiliados románticos, aparecido inicialmente en 1933, no desmerece junto a las grandes novelas de cualquier tiempo. Gracias a este libro –ha señalado Pere Gimferrer con inteligente paradoja— Herzen, Ogarev y otros personajes menores de la historia política rusa “son tan reales como los seres de ficción”. Al igual que el Rastignac de Balzac, el Julien Sorel de Stendhal o el Raskolnikov de Dostoyevski, no necesitan de ninguna confirmación exterior, de ningún documento para ser memorablemente verdaderos.
Novela sin ficción, Los exiliados románticos es, sin embargo, una obra llena de literatura, pero esa literatura no la pone el autor, sino los propios personajes, que buscaban su modelo en los escritores admirados, especialmente en las apasionadas fantasías de George Sand.
Aleksandr Herzen, el gran protagonista de esta historia, escribió una novela con abundantes elementos autobiográficos, ¿Quién es culpable?, en la que narra un adulterio. Casi todo lo que refieren sus páginas ocurrió en la vida de Herzen, pero no antes de que la escribiera, sino unos años después. Eran tiempos en que parecía que la vida no era vida verdadera si no seguía un previo guión literario.
De las muchas historias que se cuentan en este libro, destacaría dos. La que narra el capítulo final, “La última tragedia”, ocurrió tras la muerte de Herzen. Su hija menor, que desde niña había dado muestras de una excepcional inteligencia, recién cumplidos los diecisiete años, se enamora de Charles Letourneau, de cuarenta y cuatro, casado y con dos hijos, lector en la universidad de Florencia y autor de un libro titulado La physiologie des passions. Se conservan las cartas intercambiadas entre ambos. La lúcida pasión de ella contrasta con el obtuso paternalismo de él, que no deja de sentirse halagado por tan ciega devoción: “En lo que concierne a frialdad, intento con todas mis fuerzas conseguirla. No siempre es fácil, sin embargo; tu sentimiento para conmigo, tan sin reservas, tan completo, tan entregado, siempre me conmueve y a veces debilita mi determinación”. La nota final que dejó Liza (la encontraron en la cama con un pañuelo de cloroformo sobre la cara) es la más extraña que haya dejado un suicida: “Ya veis, amigos míos, que he intentado hacer la travesía más pronto de lo necesario. Quizá no tenga éxito. En tal caso tanto mejor. Podréis beber champaña en honor a mi resurrección. No lo lamentaré; todo lo contrario”. Quiere matarse, pero se alegraría de no conseguirlo. Y añade, con macabro humor: “Si se me ha de enterrar, comprobad cuidadosamente que estoy muerta, pues despertar dentro del ataúd sería muy desagradable”. Humor y literatura hasta en el último momento: la vida ya entonces, antes de Oscar Wilde, imitaba al arte.
“Un volteriano entre románticos” nos cuenta la historia de un exiliado político, el príncipe Piotr Dolgorukov, cuya vida fugazmente se cruza con la de Herzen. Qué personaje. Merecía él solo un libro de muchas páginas. Nacido en 1816, parecía destinado a una brillante carrera militar, como su padre, su abuelo y sus tíos. Entró en el Cuerpo de Pajes Imperiales, pero una falta cometida a los quince años causó su degradación y expulsión. La naturaleza de esa falta quedó en secreto, pero resulta fácil adivinarla a la luz de los acontecimientos posteriores. Toda su vida resultaría condicionada por ese hecho. Con ironía escribe Carr: “Su presencia resultaba desagradable y cojeaba ligeramente. Intentó compensar estas desventajas con el diestro uso de una lengua cáustica, pero su maestría con esta arma mermó aún más su popularidad”.
En 1836, cuando aún no había cumplido veinte años, le mandó un anónimo a Puskhin: “Los Grandes Cruces, Comendadores y Caballeros de la Serenísima Orden de los Cornudos, reunidos en Gran Capítulo […] han nombrado por unanimidad al señor Aleksandr Pushkin coadjutor del Gran Maestre de la Orden de los Cornudos e Historiógrafo de la Orden”. Natalia, la mujer de Pushkin, mantenía amistad con un guapo joven francés, Georges Dantès, que había sido adoptado por el embajador de Holanda, el barón Hecckeren, a cuyo círculo pertenecía Dolgorukov. La razón de la carta fueron al parecer los celos: temían que Dantés se enamorara de Natalia. Lo que vino después es conocido: Pushkin, para salvar su honor, retó al presunto amante de su mujer y murió en el duelo. Dolgorukov negó siempre ser el autor de la nota, pero un peritaje caligráfico efectuado en 1927 demostró indudablemente que era obra suya. No sería el único anónimo que escribió este príncipe despechado que desde su expulsión del Cuerpo de Pajes Imperiales no tendría otro objetivo que vengar aquella ofensa. Se hizo experto en genealogías y no hubo secreto de la nobleza rusa que él no conociera y no aprovechara para el chantaje.
Anagrama publicó por primera vez Los exiliados románticos en 1969. Ahora lo rescata en una colección, “Otra vuelta de tuerca”, que pretende proponer a los nuevos lectores aquellos “tesoros escondidos” que fueron celebrados en su momento, pero que ya llevan tiempo ausentes de las librerías. Será una feliz sorpresa para muchos encontrarse con esta casi secreta obra maestra.