sábado, 27 de abril de 2019

Et in Arcadia ego



Suavemente ribera
Antonio Manilla
Visor. Madrid, 2019.

Como toda poesía verdadera, la de Antonio Manilla gira en torno a unas pocas obsesiones, a la vez muy personales y muy enraizadas en la tradición universal.
            “El motivo inmutable / es la muerte” comienza Suavemente ribera, un título agramatical –adverbio adyacente de sustantivo y no de verbo o de otro adverbio– que no se corresponde con la dicción nada rupturista del conjunto: los poemas del libro oscilan entre la precisa minuciosidad impresionista y la lapidaria dicción de la Antología palatina (toda una sección está integrada por epitafios).
            En el más célebre cuadro de Nicolas Poussin, varios pastores rodean una tumba con la inscripción “Et in arcadia ego”, inscripción que ha sido interpretada de dos contrapuestas maneras: “yo también estuve en la Arcadia” (yo también fui feliz, dicho por el difunto) o “también en la Arcadia estoy yo”, puesto en boca de la muerte.
            Ambas interpretaciones pueden aplicarse a Suavemente ribera. El libro recrea una Arcadia feliz, el mundo rural de la montaña leonesa, donde transcurrió la infancia del poeta. Y lo hace con poemas memorables en los que se oye el canto de los pájaros y el murmullo del agua y asistimos al paso de las estaciones.
            Pero de ese paraíso hace tiempo que fue expulsado y sabe que, como a cualquier paraíso, es imposible volver, aunque no deje de intentarlo, según queda constancia en muchos de los poemas del libro.
            Donde habitó la dicha, ahora solo hay “ortigas y maleza”, como leemos en “Abandono”, un poema que representa bien el tono elegíaco del libro y su fraseo que algunos pudieran considerar de otra época (entre Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez): “Un pueblo abandonado. En medio de su nada, / igual que flores secas, las ruinas de una iglesia. / En una de sus calles, algún can solitario / que viene y va buscando, entre fantasmas, dueño. / Tan solo sombras donde en el pasado había / fuentes, campanas, niños. Ortigas y maleza / medrando en el silencio y un jilguero que rompe, / con su canto de amor, la densidad del sueño”.
            Ese pueblo abandonado, símbolo de tantos, recibe nombre en alguno de los poemas: “En Bustefrades, viento, soledad / y viento hasta el umbral de las montañas”.
            El poema más extenso del libro, “Casa en solar ajeno”, lleva como subtítulo el cultismo “Demotanasia”, que alude a las decisiones políticas –o a los efectos colaterales de esas decisiones– que llevan a la despoblación de un territorio. Suavemente ribera es una elegía por el paraíso perdido y también una protesta –nada panfletaria– contra la despoblación de territorios que un día estuvieron llenos de vida (algo tiene de manifiesto en favor de la España vacía).
            Las obsesiones personales de Antonio Manilla se expresan por medio de mitos. En estos versos nos encontramos, como no podía ser de otra manera, a Ulises. También la caja de Pandora, Ananké y, sobre todo, innumerables variaciones del horaciano “carpe diem”, presente no solo en los epitafios de “Tierra extraña”: “Lo que tengas que hacer, procura hacerlo ya. / Mientras el sufrimiento se mantiene alejado / del umbral de tu cuerpo. / Ama o combate, bebe o triunfa ahora. / Sé parte de la noche / mientras arte tu estrella entre los astros”.
            El principal riesgo a evitar, cuando se recrean los tópicos de la tradición, es incurrir en un lenguaje igualmente tópico. Antonio Manilla no parece gustar de la innovación expresiva ni, al contrario de lo que sugiere el título, suele recurrir a las alteraciones de la gramática, como ya hemos indicado. Apenas si merece subrayarse la utilización de un neologismo ramoniano (“Sobre la luz del río, en moribundia, / bailan su danza quieta los insectos”) y una acertada paronomasia “in absentia” (“Yo soy de donde voy”) que contrasta con la aliteración que pretende emular, creo que sin conseguirlo, la musicalidad rubeniana: “Salude a los aludes de laudes”.
            En el poema “Preces”, se aclara el sentido del título (un deseo de ser “suavemente ribera / mientras el tiempo pasa”) y también el de esta colección de estampas rurales coloreadas por el lenguaje de la melancolía.
            Suavemente ribera es una invitación a vivir el presente,  al disfrute de “lo eterno en lo fugaz”, del aquí y el ahora mientras nos dirigimos “a un país sin límites: / la patria sin fronteras de la muerte”, como leemos en el poema final.
             


viernes, 19 de abril de 2019

Historia de una sombrilla



La sombrilla japonesa y otros textos
Isaac del Vando Villar
Edición de José María Barrera López y Rogelio Reyes Cano
Ulises. Sevilla, 2019.

Borges, uno de los más activos participantes en el movimiento, habló más tarde de “la equivocación ultraísta”. Y durante muchos años, el ultraísmo fue considerado como un intermedio prescindible –efímeras ocurrencias, prefabricados escándalos– entre los epígonos del modernismo y la verdadera renovación realizada por los poetas del 27. Pero a partir de los años sesenta ese “ismo”, iniciado por Cansinos Assens y que tuvo en la revista sevillana Grecia uno de sus principales reductos, cuenta con cada vez mayor atención crítica.
            Le llega ahora el turno de salir de la sombra a Isaac del Vando Villar, director de esa pionera revista –en ella publicó su primer poema, hace ahora cien años, Jorge Luis Borges– y luego de Tableros, otra de las publicaciones básicas del movimiento.
            Isaac del Vando Villar (1890-1963) fue uno de los pocos escritores españoles que mantuvo correspondencia con Fernando Pessoa. Por indicación de Adriano del Valle, le envió su libro La sombrilla japonesa solicitándole un comentario crítico y Pessoa le respondió con unas líneas vagamente paradójicas, muy en su estilo, autorizándole a traducirlas y publicarlas donde lo creyera conveniente.
            La sombrilla japonesa se publicó en 1924, cuando el ultraísmo era ya historia y había sido caricaturizado por su más caracterizado promotor en la novela El movimiento V.P. Un año antes había aparecido Hélices, de Guillermo de Torre, quien pronto abandonaría la poesía para convertirse en el gran historiador y crítico de las vanguardias (y no solo).
            Ahora ese libro mítico, citado en todas las historias de la literatura, pero conocido por muy pocos, se reedita con un erudito prólogo de José María Barrera López y Rogelio Reyes Cano. Casi todos sus poemas habían sido publicados anteriormente en Grecia. A esta reedición se añaden otros textos de Isaac del Vando Villar publicados en la misma revista.
            Leído hoy, La sombrilla japonesa apenas si tiene otro valor que el encanto epocal. Las huellas del tardío modernismo están muy claras y el orientalismo del poema que le da título y de algún otro poema tiene más que ver con Rubén y sus epígonos que con la renovación vanguardista.
            Al contrario que Guillermo de Torre, que llena sus versos de aviones, automóviles y toda la parafernalia de la modernidad, Isaac del Vando Villar parece preferir los elementos costumbristas a los futuristas. Incluye incluso, entre sus rosarios de metáforas que buscan la sorpresa, algunos versos que anticipan el neopopularismo que pronto se pondría de moda: “Quisiera ser como el aire / para besarla en la frente / sin que lo supiera nadie”.
            El primer ultraísta, sin darse ese nombre, fue Ramón Gómez de la Serna. En los poemas de La sombrilla japonesa, abundan las greguerías. Un ejemplo lo encontramos en “Luna llena”, dedicado precisamente a Gómez de la Serna: “Sudario blanco de los enamorados de la muerte”, “Sombrilla de seda de equilibrista japonesa”, “Alcancía de plata para los avaros”.
            Isaac del Vando Villar sobrevivió cuarenta años a la publicación de su libro, pero no volvió a publicar ningún otro. Ya es su tiempo surgieron sospechas sobre su verdadero papel en Grecia e incluso sobre la autoría de su obra. José María de Cossío, en carta a Gerardo Diego, se sorprendía de que “un espíritu tan tosco” diera el tono a las “delicadezas y pudores que en cada página de Grecia asoman”. Y Borges, en una de sus maliciosas bromas, afirmaba que Adriano del Valle estaba muy ocupado cada vez que Isaac del Vando Villar escribía un poema.
            Y es que, si a un poeta como António Botto se le ha llegado a considerar como un semiheterónimo de Fernando Pessoa (su obra de algún interés acaba con la muerte de Pessoa), tanta o más razón habría para considerar a Isaac del Vando Villar como un semiheterónimo de Adriano del Valle.
            Adriano del Valle escribe las más brillantes páginas de La sombrilla japonesa, las del prólogo (que aparecieron también en la revista portuguesa Contemporánea) y es muy probable que algunos de los menos torpones versos del libro sean suyos o hayan sido corregidos por él.
            Los versos ultraístas de Adriano del Valle (1895-1957) se recopilaron tardíamente, en 1934, y en una edición para bibliófilos, con el título de Primavera portátil. El título con el que se dio a conocer, Arpa fiel, de 1941, ya tenía muy otra intención, era una vuelta al tradicionalismo y al barroco. Su decidido apoyo al franquismo y los cargos oficiales que desempeñó alejaron a Adriano del Valle de la atención de la crítica y lo condenaron al olvido. Pero a pesar de su retoricismo es un poeta nada desdeñable, algo más que una anécdota para los historiadores de la literatura, al contrario que Isaac del Vando Villar.

martes, 9 de abril de 2019

Felicidad y otros cuentos




La ventana sobre el jardín
Felicidad Blanc
Espuela de Plata. Sevilla, 2019.

En 1976, el estreno de la película El desencanto convirtió en personajes populares a los hijos –dos de ellos ya reconocidos poetas– y a la viuda de Leopoldo Panero. Todavía tardaría en llegar a la televisión la moda de los reality show. No estábamos acostumbrados a que las miserias familiares se airearan en público. Tampoco a que las mujeres de los “grandes hombres” tomaran la palabra para protestar de su marginación. Es lo que hizo Felicidad Blanc, quien además prolongó el escándalo del documental cinematográfico con una entrevista que llevaba el siguiente titular: “Leopoldo era un hombre cruel”. Los amigos del poeta se llevaron las manos a la cabeza y en Astorga poco faltó para que la declararan oficialmente persona non grata.
            Eulalia Galvarriato, casada con Dámaso Alonso, puede servir de ejemplo del papel que se esperaba de las mujeres y contra el que se revela Felicidad Blanc. En una entrevista de 1988, declaró a Concha Alborg: “Yo he dedicado mucha parte de mi tiempo a mi marido. No es que me haya sacrificado, en absoluto, pero tanto su madre como yo estábamos atentas a él completamente. Yo he corregido todas las pruebas de los libros de mi marido, yo he pasado todo a máquina”. A pesar de ello –y de considerar que “la mejor realización de la mujer es casarse y cuidad de sus hijos”–, Eulalia Galvarriato es autora de una no desdeñable obra literaria, iniciada con la novela Cinco sombras, finalista del premio Nadal en 1947.
            Un año después de El desencanto, y aprovechando el éxito de la película, publicó Felicidad Blanc Espejo de sombras, una autobiografía escrita con la colaboración de Natividad Massanés. El proceso de elaboración de ese libro no está claro; parece que alterna la escritura directa de la autora con la reconstrucción periodística a partir de declaraciones suyas.
            La publicación de La ventana sobre el jardín, que reúne todos los cuentos de Felicidad Blanc, nos permite por fin valorarla como escritora, al margen de las mitificaciones y mixtificaciones que rodearon al personaje. Lo primero que sorprende es la brevedad de su obra: apenas cien páginas, bastante menos de la mitad del volumen (el resto lo ocupa un estudio sobre su vida y obra a cargo de Sergio Fernández Martínez).
            La brevísima labor literaria de Felicidad Blanc abarca dos etapas. La primera de 1949 a 1955, la integran seis relatos publicados en las más importantes revistas de la época, especialmente Cuadernos hispanoamericanos. Gracias a esos relatos –desolados, desasosegantes, entre Katherine Mansfield y la primera Carmen Martín Gaite–, Felicidad Blanc fue incluida por Francisco García Pavón en su Antología de cuentistas españoles contemporáneos (1939-1958). Después vino el silencio y una segunda etapa, a partir de 1978, poco significativa y en buena parte reiterativa: varias prosas están dedicadas a fantasear sobre sus supuestos amores con Luis Cernuda.
            Tres vidas hubo en la vida de Felicidad Blanc, muy bien analizadas por Sergio Fenández Martínez. La primera es la de su infancia y juventud, una vida burguesa y feliz, que culmina con la llegada de la República. Fundadora de un equipo de hockey femenino representa a la nueva mujer que había adquirido el derecho al voto y se sentía capaz de rivalizar con el hombre en cualquier campo.
            Todo cambió con la victoria de Franco y el matrimonio, en 1941, con quien pronto se convertiría en uno de los poetas oficiales del Régimen, el converso republicano Leopoldo Panero. El nuevo ideal de mujer lo marca Pilar Primo de Rivera, quien en 1942 declaró: “Las mujeres nunca descubren nada; les falta, desde luego, el talento creador, reservado por Dios a las inteligencias varoniles; nosotras no podemos hacer nada más que interpretar mejor o peor lo que los hombres nos dan hecho”.
            La tercera vida, la de la liberación y la afirmación de su personalidad, no tiene lugar con la muerte de Panero, en 1962, sino con la de Franco en 1975, cuando por fin decide dejar de ser una amable sombra oculta tras el marido y los hijos.
            A pesar del aparente éxito, de la visibilidad mediática, no tuvo demasiada suerte Felicidad Blanc en esta última etapa de su vida.  El retrato que de ella nos hace Sergio Fernández Martínez –ejemplarmente documentado– despierta todas nuestras simpatías, pero no parece cierta la tesis central de que fue una escritora frustrada por un matrimonio desafortunado y una época que cortaba alas a la carrera literaria de las mujeres. Leopoldo Panero –según se nos cuenta en Espejo de sombras– aplaude sus primeros cuentos y organiza una reunión para que los amigos escritores los escuchen. Al final, Luis Rosales exclama: “Esto hay que publicarlo. Están muy bien, de verdad te lo digo. Están muy bien”. Y en la revista que él dirigía se publicó de inmediato “El domingo”. Eran tiempos, años cuarenta y cincuenta, en que las narradoras femeninas estaban de moda: Carmen Laforet, Ana María Matute, Carmen Marín Gaite.
            Si Felicidad Blanc abandonó su carrera literaria, si no fue capaz de recuperarla después, se debe a razones que no tienen nada que ver con la opresión femenina. Hubo quien llegó a pensar que siempre necesitó de ayuda externa (como en su autobiografía) y que esos primeros relatos, lo mejor de su obra, contaron con la colaboración de Leopoldo Panero). Sergio Fernández Martínez lo desmiente de no muy convincente manera. Alude –página 242– a las “cuartillas con letra de mujer” que habría redactado Felicidad Blanc, según Ana María Moix. Pero Moix se refiere a “Galería de fantasmas”, de 1978, no a los textos anteriores, y además en la nota final sobre los criterios de edición se nos dice sorprendentemente que “Galería de fantasmas” es la “transcripción de un relato oral” en la que Moix introduce, “seguramente por descuido”, una frase que le pertenece a ella y no a la narradora.
            ¿Media docena de cuentos bastan para otorgarle un lugar a Felicidad Blanc en la historia de la literatura española? Quizá su lugar, más que como escritora, sea como personaje en busca de autor.

viernes, 5 de abril de 2019

Una mujer, una época



Emilia Pardo Bazán
Isabel Burdiel
Taurus. Madrid, 2019.

Primero fue Galdós, luego Clarín, hoy es Emilia Pardo Bazán la figura del siglo XIX que más interés despierta entre estudiosos y lectores. Las razones son exactamente las mismas que en su tiempo provocaron tanta animosidad contra ella: su feminismo militante, su deseo de no respetar los rígidos límites que se habían puesto al desarrollo intelectual –o simplemente humano– de las mujeres.
            Tras la ágil y bien informada biografía de Eva Acosta, parecía que ya lo sabíamos todo, o todo lo fundamental, sobre la trayectoria vital de la escritora gallega. Isabel Burdiel nos demuestra que no es así, y aunque lo que añada puedan ser detalles menores, nos lo cuenta todo desde una perspectiva nueva y más iluminadora.
            Ejemplar resulta su tratamiento de las cartas de amor que Emilia Pardo Bazán le dirigió a Galdós y de la novela Insolación, inspirada en esa relación y en la que mantuvo simultáneamente con Lázaro Galdiano. Las fronteras entre los público y lo privado no son naturales, sino culturales y dice mucho sobre un personaje y una época dónde se trazan esos límites.
            De las relaciones sentimentales de Emilia Pardo Bazán –que se casó muy joven y se separó pronto discretamente y de mutuo acuerdo– lo que importa al biógrafo, lo que nos importa a nosotros, es su novedoso planteamiento: de igual a igual, entre compañeros del mismo rango intelectual, algo revolucionario en aquel momento y que fue motivo de continuas burlas que disimulaban el temor ante aquella mujer que valía tanto o más que los escritores con los que se relacionó. Por eso lo que importa de Insolación –que se leyó como escandalosa novela en clave, pero que ya estaba esbozada antes del encuentro con Lázaro Galdiano– no son los concretos datos anecdóticos que pueda aportar –ninguno: es una obra de ficción–, sino lo que nos ilustra sobre la manera que Emilia Pardo Bazán tenía de entender las relaciones afectivas y sexuales de las mujeres.
            Isabel Burdiel es una historiadora reconocida, experta en el género biográfico (fue Premio Nacional de Historia con su biografía de Isabel II), y ello se nota en el rigor académico, en el exhaustivo manejo de fuentes, en los minuciosos análisis del tiempo que le tocó vivir a Emilia Pardo Bazán. A veces parece incluso dejar al personaje de lado o tomarlo como pretexto para un lúcido análisis de las tensiones políticas e intelectuales de la Restauración y las primeras décadas del reinado de Alfonso XIII –las dos épocas en las que Emilia Pardo Bazán jugó a ser protagonista–, y los lectores se lo agradecemos. La precisa erudición no le hace perder la perspectiva general, al contrario que a tantos especialistas, más atentos al detalle que al interés general de aquello que investigan.
            Esa precisa erudición a veces nos da la impresión de que no es tan precisa cuando se refiere a la historia de la literatura. Y no me refiero a detalles concretos (Clarín no dirigió la revista La vida literaria, como se indica en la página 481), sino a afirmaciones como la siguiente: “los nuevos dramas en verso de Francisco Villaespesa o de Eduardo Marquina, e incluso el teatro de Valle-Inclán, tenían una acogida que podríamos denominar de poco comercial” (p. 522). Poco comercial fue ciertamente el teatro de Valle-Inclán, que apenas se representó durante su vida, pero obras como El alcázar de las perlas, de Villaespesa, o En Flandes se ha puesto el sol, de Marquina, están entre los grandes éxitos de la época. Ejemplifican ese teatro en verso sonoro y facilón que Pérez de Ayala parodió en Troteras y danzaderas y Muñoz Seca en La venganza de don Mendo. Detalles menores, que no le quitan ningún mérito al libro, como tampoco la redacción poco afortunada de algún párrafo, como el que en la página 389 parece en principio dar a entender que Juan Valera fue amante de Isabel II.
            Asombra lo que los grandes escritores de la época –con la excepción de Galdós– llegaron a decir de Emilia Pardo Bazán. La palma se la llevó Clarín, que de ser su valedor (prologó La cuestión palpitante) pasó a ser su más pertinaz e insistente tábano. Y no solo criticaba su literatura, sus presuntas incorrecciones gramaticales (algo en lo que se especializó el crítico puntilloso de los paliques), sino decisiones como la de matricular a su hija en un Instituto de bachillerato. “Por amor al progreso”, escribe Clarín, “no vacila en enviar a una hija propia a una cátedra llena de muchachos que suelen ser el diablo”. Hay temas –añadía– que no pueden explicarse conjuntamente a muchachos y muchachas sin ofender la inocencia (“en que creo y adoro”) de las segundas.
            Comienza esta biografía con un episodio que parece sacado de uno de los cuentos de Emilia Pardo Bazán, con la historia de un crimen como los que a ella le interesaba analizar. “El misterio de un crimen es su psicología, los abismos del corazón que descubre, la luz que arroja sobre el alma humana, sobre el estado social de una nación. sobre una clase, sobre algo que rebase los límites de la caja de caudales, el baúsl destripado, la cartera sustraída”, según indicó en “Como en las cavernas”, una de sus más impactantes colaboraciones en La Ilustración Artística. Pero a ese crimen, que le tocaba tan de cerca, nunca se refirió. La abuela paterna fue asesinada por su segundo marido, que luego se suicidó, en una trama en la que intervienen una hija ilegítima, disputas por la herencia y la contratación de un sicario para asesinar al secretario que favorecía los intereses del padre de la escritora. Toda una compleja novela negra, más que un simple caso de violencia de género.
            El epílogo trágico ya era conocido: el hijo de Emilia Pardo Bazán y su nieto adolescente fueron asesinados por milicianos en los inicios de la guerra civil. Lo que no sabíamos es que, al parecer, quien estaba al mando de los asesinos era otro nieto de la escritora, no reconocido por el padre tradicionalista y tarambana. La vida puede ser más trágica y melodramática que cualquier folletín.
            No mitifica Isabel Burdiel a Emilia Pardo Bazán, no nos oculta ninguna de sus sombras (se fue convirtiendo en un interesado figurón, evolucionó hacia un nacionalismo de corte autoritario y prefascista). No necesita hacerlo para que quede claro que fue no solo una gran escritora, con no ser eso poco, sino una eficaz e incansable educadora y agitadora social, una mujer sin la cual ni los españoles ni las españolas de hoy seríamos lo que somos.