jueves, 23 de marzo de 2023

Don de la ebriedad

 

 

Euforia
Carlos Marzal
Tusquets. Barcelona, 2023.

Pocos libros tan desbordados, tan llenos de amor a la vida como Euforia, de Carlos Marzal, que nos llega tras largos años de silencio poético. Se divide en cuatro partes —es un libro extenso para lo que estamos acostumbrados— y cuatro son su principales núcleos temáticos, aunque no estén agrupados, sino dispersos por las diferentes partes. El primero de ellos —y quizá el más deslumbrante— tiene un carácter hímnico. Marzal sabe como nadie cantar la belleza de lo cotidiano. Pueden ser las hierbas del campo o la lista de la compra, un viejo balón de fútbol o el camión de la basura: “Allí donde detengo la mirada / veo la perfección: / en cada objeto, / en ese vaso de cristal, en cada / cosa que me rodea por destino. / porque viene hasta mí para cumplirse”. Quizá el poema que mejor resume este tono, que algo recuerda a Claudio Rodríguez (aunque sin ninguna semejanza formal) sea el titulado muy precisamente “La belleza imprevista”: “La belleza imprevista está esperando. / Basta por esta vez con que tú seas / un hijo agradecido para el mundo”.

            El libro se escribe desde la afirmación y la exaltación —y de ahí el título—, aunque no excluya el dolor ni el desconsuelo. “Solo valgo la pena en mi alegría”, nos dice en uno de los versos, y en otro se declara “un buen huésped del mundo”.

            Junto al “do mayor” de los himnos están los recuerdos de infancia, a veces con rasgos costumbristas o sociológicos, como cuando nos habla de las tétricas Semanas Santas del franquismo o del quiero y no puedo de los muebles con escay, cuando evoca unos billares o las desaparecidas salas de cine. Su particular versión de la magdalena de Proust, la llave hacia su “infancia extraviada”, la encontramos en “Moussel: un producto Legrain (París)”.

            Otro núcleo temático lo encontramos en los poemas a los amigos y maestros desaparecidos, casi todos poetas. Comienza con el dedicado a Joan Margarit. Marzal sabe cómo huir del tópico, como evitar los convencionales elogios fúnebres: “Lo llamé en un poema / viejo zorro cabrón, / porque sabía cómo hacernos daño”. Imposible no seguir leyendo después de esos versos inesperados. Sigue Miguel Ángel Velasco: “Fue un dandy adolescente / y un maduro arquetipo / de hippie terminal: / dos paradigmas / de espíritu romántico”. A Francisco Brines —la más reciente de estas ausencias— se le evoca en la mañana de su entierro: “No quise claudicar ante el desánimo. / Esto habría supuesto una traición / no solo a su poética, / también / a su manera de entender el mundo”. La semblanza de César Simón resulta especialmente precisa y matizada: “Tuvo un gen perceptivo solo suyo. / gracias al cual sabía descubrir / raras epifanías sensoriales / en mitad de la nada / o del silencio, / como un perro que capta otra frecuencia”.

            Y están las estampas familiares, siempre tan proclives a la falacia patética, que Marzal acierta a evitar sin hurtar la emoción, como en “Patres et filios”, o en el poema final, sobre la muerte de la madre. En otros casos —“Artoplastia de cadera” puede servir de ejemplo— recurre al humor.

            Y están también los poemas que cuentan una historia (“Viejo hotel en Barbastro”, “Telequinesis”) y los poemas eróticos, que cantan a la vida “lujuriante y lujuriosa”. Carlos Marzal sabe que no se puede ser sublime sin interrupción y por eso no tiene inconveniente en escribir poemas como “Escatológica”, dedicar otro al tópico “Fumando después de” o terminar “La canción del verano” con sorpresiva vulgaridad: “Huele a jazmín / y llevas el biquini / nocturno y empapado. / Te he pedido / que bailemos de nuevo la canción. / Una luna de sangre encumbra el cielo. / Estoy indestructible / y muy empalmado”.

            No faltan las reflexiones metapoéticas —“Los poemas suceden, nos ocurren, / los versos acontecen cuando quieren, / solo siguen la ley de su capricho”—, a menudo autobiográficas: “Mi escritura requiere un cierto clima, / una temperatura del espíritu / que se aproxime a la felicidad; / sobre todo si trato / de explicar la experiencia del dolor / o hablo del desconsuelo”.

            Euforia es un libro para abrir por cualquier parte, como todos los libros de poemas, y también para leer seguido. Marzal, que tanto gusta de la figura retórica de la “amplificatio”, de la insistencia anafórica, en este volumen se muestra más contenido, sin renunciar por ello a la creatividad expresiva, a la fórmula a la vez sorprendente y precisa, jugando a veces con una frase hecha (“vivir del aire”, “hacerse la boca agua”) o con la sorpresa como en el poema “Los conspiradores”.

            Es también un poeta conceptual que busca acercarse a la realidad desde ángulos inéditos, y casi siempre lo consigue, aunque en algunos pocos casos parezca perderse en la algo sofística argumentación. Sabe mirar y ver más allá de lo que todos vemos, entusiasmarse y transmitir su entusiasmo. “El baile en la llama” —que copio íntegro— puede servir para compendiar su poética: “Estoy hace ya un tiempo ensimismado, / viendo bailar la llama en el pabilo / de una vela de aroma. / Sigo en antojo de sus contorsiones, / las volutas del humo perfumado, / su danza en amarillo maleable. / ¿Cómo no perseguir para mí mismo / tanta ductilidad, hecha de nada, / tanta adhesión tajante a lo que existe? / Suscribo su ideario en esos términos. / bailar sin dirección, sin objetivo, / ser perfume en el aire / y daros luz”.



martes, 7 de marzo de 2023

Silva de varia lección

 

El ego, la otredad
Daniel Rodríguez Rodero
Prólogo de Jon Juaristi
Renacimiento. Sevilla, 2023.

Mirlo blanco o cisne negro es, entre los poetas jóvenes, Daniel Rodríguez Rodero. Tiene una cultura —no solo literaria—  y un pensamiento propio infrecuentes a su edad. Nacido en 1995, ya ha tenido tiempo de publicar y rechazar de su bibliografía un primer libro de poemas, escrito en décimas. El buen conocimiento de la métrica clásica es uno de esos méritos que pueden convertirse en deméritos. Daniel Rodríguez Rodero corre el riesgo de limitarse a escribir tan brillantes como arcaicos ejercicios de estilo. Y con alguna frecuencia suena en El ego, la otredad a poeta de otro tiempo, del tiempo del primer Blas de Otero, los garcilasistas o Leopoldo Panero. “Oración por los que creen “ podría estar firmado por José María Valverde; “Job increpa a Jahvé” por el Blas de Otero de Ángel fieramente humano: “El prisionero”, recreación del anónimo romance, por Rafael Montesinos: “Pasa mayo y no viene / mi avecilla a cantarme. / Oigo un tic tac lentísimo, / un sucederse el aire, / los gritos de los libres, / tintineos de llaves, / el pesado chirrido / de puertas que se abren / en las celdas contiguas / y júbilo en la calle…”

Pero se equivocaría quien quisiera reducir el libro a un colección de homenajes, a ejercicios de buen lector. En El ego, la otredad —título quizá no demasiado afortunado, como de manual de psicología— hay técnica y llanto, para decirlo con un título feliz de Carlos Edmundo de Ory. Y quien lo dude puede comenzar leyendo el último poema, “13 de febrero de 1837”, dedicado a Larra, que merece figurar en cualquier antología del poema histórico tal como lo entendió Cavafis —nada que ver con las recreaciones del romanticismo— y lo practicó ejemplarmente Cernuda.

            Poeta culturalista, a la vez que experiencial y experimental, Rodríguez Rodero. Abundan en su libro los poemas que tienen como protagonista a un personaje histórico, a veces en forma de monólogo dramático. Pero acierta más cuando utiliza la tercera persona que la primera. Al espléndido “Quevedo” —que puede hacer pendant con el “Góngora” cernudiano— se le contrapone el rechinante “Leopoldo Panero”, que más parece una defensa del poeta escrita desde hoy que un monólogo del poeta. También disuena el verso final de “Alfonso X”. “Pagué con mi corona la ambición de un imperio” comienza, y luego, tras resumir la historia de su reinado, termina con estos versos: “Cuando llegue la hora de dar cuentas arriba / de toda la ambición que alimenté sin medios, / pediré que me impongan el máximo castigo. / Un rey puede estuprar, mas no sobreestimarse”. Ese último verso resulta más bien un corolario del autor contemporáneo, disuena en boca del personaje.

            Dos son los riesgos de la poesía de Rodríguez Rodero. El uso de cultismos extemporáneos es uno de ellos. “Porque este mundo nuestro es una biocenosis” leemos ya en el verso inicial. La mayoría de los lectores se sentirán forzados a buscar “biocenosis” en el diccionario.: “Conjunto de organismos , vegetales o animales, que viven y se reproducen en determinadas condiciones de un medio o biotopo”. ¿Era necesaria esa pedantería? Parece que no. El otro riesgo deriva de una de las mayores cualidades de este poeta joven: su ambición temática, su deseo de llevar al poema inquietudes que otros considerarían más bien ensayísticas. El poema dedicado a un soldado de la “generación perdida” incluye versos que parecen más bien prosa de artículo periodístico: “Las industrias, aún inadaptadas, / después de un lustro fabricando guerra, / no dispondrán de un puesto que ofreceros, / a vosotros, los héroes del orbe, / hasta dentro de tres o cuatro años”.

            Pero no tiene demasiado sentido insistir en las insuficiencias de El ego, la otredad, un libro insólito en la poesía joven de hoy. Mejor subrayar sus logros: el reflexivo “Helada en sazón”, la paradójica verdad de “Síndrome de Estocolmo”, la libérrima versión del más famoso soneto de José María Blanco White, alguna de sus Rubaiyat, como la dedicada —como el poema final— a Larra: “No. No me quejaré de que la vida es breve, / cuando la brevedad es toda mi esperanza. / Joven soy y lamento los años que he vivido, / mas dudo de mis fuerzas para andar el atajo”.

            Daniel Rodríguez Rodero, además de poeta, es un notable articulista de lecturas e intereses no demasiado frecuentes en la gente de letras. Va camino de convertirse en uno de los más destacados divulgadores y defensores del pensamiento liberal conservador, un poco a la manera de Ignacio Peyró. Uno de sus maestros es Aquilino Duque, tan provocador ideológicamente, tan poliédrico poeta, culto y popular, al margen de ideologías. A partir de ahora habrá que tener muy en cuenta su nombre.

Ejercicios de memoria y estilo

 

 

Castigado sin dibujos
Julio José Ordovás
Xordica. Zaragoza 2023

Hay libros que no conviene comenzar por el primer capitulo, y este es uno de ellos. Tras las palabras iniciales —"Bajo un cielo impasible hay"— sigue una enumeración: placas solares, antenas repetidoras, torres de electricidad, torres mudéjares... Y sigue así durante cerca de tres páginas. El autor parece tener particular predilección por este tipo de ejercicios de estilo y lo repite a menudo: con los colores ("Alpino & Plastidecor"), con las cenizas de los cigarrillos ("Detective privado"), con los camareros ("Bares"), con todos los personajes del libro en la página final: "Entonces me doy cuenta de que los músicos y yo no estamos solos. Detrás de nosotros van mis padres y mis hermanos. Y mi abuelo Julio y mi abuela María, y mi abuela Josefina y mi abuelo José, que me guiña un ojo. También me guiña un ojo mi tío Jesús, y mi tía Carmen me saluda levantando los brazos y moviendo las manos como si tocara castañuelas". Y siguen el Indio y Vicki y Luis y Raquel y la tía Rosa, y etcétera, etcétera, pero el lector ha aprendido ya a saltarse —o a acelerar— en estas algo mecánicas enumeraciones

Otro capítulo, "Solo momentos", adapta el "Je me souviens", el yo me acuerdo de Perec, que tanto juego ha dado en la literatura posterior (es un esquema que cada autor puede rellenar a su manera). Julio José Ordovás alterna los recuerdos autobiográficos y costumbristas con otros de carácter más lírico: "El repentino silencio de los pájaros, minutos antes de que estallara la tormenta".

Castigado sin dibujos es un libro en el que los ejercicios de la memoria se entremezclan con los ejercicios de estilo. En la literatura española, el punto de partida puede estar en Las confesiones de un pequeño filósofo, de 1904, firmadas por un J. Martínez Ruiz que pronto cambiaría el nombre por el de su personaje: Azorín. A esa colección de breves estampas, tan próximas en ocasiones al poema en prosa, añadiríamos un libro de comienzos de los años veinte, La novela de un novelista. Palacio Valdés convierte cada capítulo de estas "Escenas de infancia y adolescencia" en un relato que puede leerse independientemente. En los mejores capítulos de su libro, "El Indio", por ejemplo, Julio José Ordovás hace lo mismo. Pero no parece que Ordovás haya tomado como modelo a Palacio Valdés. El antecedente de "La batalla definitiva", por ejemplo, no está en "La batalla de Galiana", sino quizá en La guerra de los botones de Louis Pergaud.

Julio José Ordovás quiere hacer una autobiografía generacional, algo así como las Memorias de un niño de derechas de Francisco Umbral. Cuenta la historia de los niños de los Ochenta —él nació en 1976—, los años del felipismo. "A mi madre le brillaban los ojos cada vez que salía Felipe González en la tele", comienza uno de los capítulos, y luego sigue en tono artículo periodístico: "Felipe tenía esa habilidad, que solo tienen los grandes políticos y algunos dictadores, de hablar y hablar sin decir nada. No solo había metido los bustos de Marx y Engels en el baúl de los trastos viejos, también había limpiado su discurso de retórica marxista y de resabios antifranquistas y ofrecía un lenguaje político novedoso a un país que demandaba, entre otras muchas cosas, una nueva gramática y un nuevo vocabulario, limpio de arcaísmos".

              Memoria personal, familiar y generacional Castigado sin dibujos es un libro fragmentario y heterogéneo que quizá habría ganado optando por uno de sus tonos, el más narrativo: "Curso de mecanografía", "Detective privado", "Luis" o el ya citado "El Indio". Pero el autor quiere darle transcendencia situando la memoria familiar y las anécdotas intemporales de la infancia en un tiempo y un lugar muy concretos: "La democracia y yo dimos los primeros pasos y emitimos los primeros balbuceos casi al unísono. La democracia era una criatura muy frágil, con propensión a acatarrarse y a lastimarse, por lo que había que abrigarla y vacunarla y alimentarla bien y protegerla de los innumerables males que la acechaban".

            También se habla, como no podía ser de otra manera, de la iniciación literaria, a la que contribuye, junto a la literatura juvenil, una antología tan notable y olvidada como Primavera y flor de la Literatura Hispánica, dirigida por Dámaso Alonso y publicada por el desprestigiado Selecciones del Reader's Digest, en el que sin embargo colaboraron algunos de los más destacados escritores españoles de los años sesenta.

              Una infancia como todas y distinta a todas, en un tiempo y un lugar concretos, que el autor rememora cuando vuelve a vivirla en otra infancia. "Para Gabriel, responsible de que haya vuelto a ver dibujos animados. Y para Brenda, que le amenaza con castigarlo sin dibujos y siempre cumple sus amenazas", leemos en la dedicatoria.

jueves, 2 de marzo de 2023

Días felices

 

Recuerdos literarios (1943-1959)
Charles David Ley
Edición de José Esteban
Renacimiento. Sevilla, 2023.

Aquel Madrid de más de un millón de cadáveres (según las últimas estadísticas) era también, para muchos un Madrid de vino y rosas, de alcohol servido generosamente en las reuniones literarias y de juegos florales.

            El hispanista Charles David Ley, que desde 1939 había sido profesor en el Instituto Británico de Lisboa, a partir de 1943, y hasta 1952, lo fue en el de Madrid. De esos años nos habló en La Costanilla de los Diablos (1981), unas memorias literarias que ahora se reeditan acompañadas de La cueva de Salamanca, que completa sus años españoles con la rememoración de los que pasó en esa ciudad como profesor universitario hasta 1959.

            Esos tiempos oscuros desde tantos puntos de vista no lo fueron del todo desde el literario. El nuevo régimen, con Juan Aparicio como astuto Goebbels, quiso contrarrestar la propaganda de los exiliados (y la mala fama que le había dado el asesinato de Lorca), apoyando la creación literaria, que tenía cabida —y era a menudo bien pagada— en los suplementos culturales y en las varias revistas que se crearon por entonces, de La Estafeta Literaria a Fantasía o El Español. Los escritores tenían total de libertad, siempre que no se metieran en política, según el sabio consejo del caudillo. Incluso revistas que no parecían subvencionadas, como Garcilaso, también lo estaban de manera indirecta: a su director, José García Nieto, se le apoyaba con sustanciosas colaboraciones en la prensa del Movimiento.

            Chales David Ley de inmediato entró en contacto con los nuevos valores de entonces y con los consagrados. Aparte de su simpatía personal, y de que a partir de 1943, cuando se comenzó a comprender que Alemania no ganaría la guerra, Gran Bretaña fue gozando cada vez de más simpatías, en las reuniones que organizaba en su casa siempre abundaba el alcohol, segura manera de ganarse las voluntades.

            De la situación política se habla poco en el libro. No faltan, sin embargo, algunos detalles significativos. Sorprendente resulta lo que nos cuenta de un primer viaje a España, poco después de terminada la guerra. Un exsoldado que volvía a casa y con el que se encontró en el tren, le preguntó qué le parecía España y al responder educadamente que muy bien, le replicó: “Media España en la cárcel y la otra mitad muriéndose de hambre y usted dice que muy bien”. No parece muy verosímil esa libertad de expresión en esos momentos.

            Más verosímil resulta la respuesta de José María de Cossío en la tertulia del Lion cuando alguien, bajando la voz, sacó a colación la costumbre de la policía española de dar palizas a los que interroga: “Eso, supongo yo, es un procedimiento común a todos los países. Seguramente que en Inglaterra también harán lo mismo”. Y Ley añade: “Yo creía que no, pero no me parecía de buena educación decirlo”.

            Sorprende también lo que afirma cuando, en la Salamanca de los cincuenta tuvo un problema con una alumna: “En aquellos años, se seguía el principio americano de que el estudiante tiene siempre razón frente al profesor”.

            Tanto La Costanilla de los diablos como La cueva de Salamanca, menos centrado en el mundo literario, están llenos de pequeños detalles que reflejan la época mejor que cualquier voluminoso tratado sociológico. Sentado el autor en la terraza del Gijón con Leopoldo Panero, que entonces se ganaba la vida como censor, pasaron dos mujeres que trabajaban como limpiadoras en el Instituto Británico. Ley las saluda y el poeta comenta muy extrañado: “Veo que también conoce usted a gente del pueblo”.

            Aparte de los jóvenes de entonces, Baroja es presencia constante. Por entonces era la figura literaria más popular, todo un personaje, con su tertulia llena de personajes que parecían sacados de cualquiera de sus novelas.

            Especial interés tienen las páginas dedicadas a Cernuda, a quien visita varias veces en Londres. Le lleva varios números de Garcilaso para que conozca lo que se está haciendo entonces en Espala y Cernuda los hojea con displicencia: “No me gustan. Son versos muy medidos”.

            Asistimos al trato familiar que Cernuda tenía con la familia de Leopoldo Panero: “Cernuda hablaba mucho con el niño pequeño de los Panero, que se le vino a sentar en las rodillas”. Ese niño, Juan Luis Panero, evocaría luego la relación con el poeta en sus memorias y en el primer poema de Galería de fantasmas: “Allí también, / tantos días, mañanas frías de colegio, / soñoliento, cogido de su mano. / ‘Luis Cernuda te quiere mucho’, / y la última visita a Harrod’s, / mientras envolvían su regalo de despedida, / un pequeño barco pintado de rojo”.

            Cela, en estos años, más que un escritor notable es casi un señor feudal. Durante una cena en su casa, cuando un invitado se siente indispuesto, Cela le ofrece la habitación de uno de sus secretarios, que esa noche podría acostarse en el sofá de la sala. Los secretarios, si hemos de hacer caso Ley, eran como sirvientes dispuestos para todos. Y de la misma manera imponía su voluntad a los otros escritores.

            Pero el auténtico protagonista de los dos tomos de estas memorias, el ya conocido y el inédito, es el poeta Roy Campbell, uno de los pocos poetas de lengua inglesa que apoyó a los franquistas en la guerra civil. Reiteradamente se nos cuentan sus aventuras y desventuras etílicas, sus fanfarronerías, las disparatadas conferencias a las que le invitaba para compensar sus ditirambos al régimen.

            Los nuevos escritores, los representantes de la que luego se denominaría generación del cincuenta, no parece que traigan un nuevo clima moral a aquella España. Ignacio Aldecoa, tras volver de Mallorca donde participó en el guion de una película anglo-española, comenta en el Gijón: “Ahí estaba el gran maricón de Lord Maugham y todo un grupo de maricas inaguantables. Así es el cine internacional”.

            Por lo que cuentan y por lo que dejan entrever, no tienen desperdicio estas Memorias literarias. Lo que sí tienen son abundantes descuidos en la edición. “No traduzco más que a Wilderlin y a Shakespeare”, responde Cernuda cuando le proponen una traducción. ¿Quién será ese Wilderlin? Seguramente Hölderlin.

jueves, 23 de febrero de 2023

Retratos y autorretrato

      Conversaciones y semblanzas de hispanistas
Juan Manuel Rozas
Edición de José Manuel Rozas
Renacimiento. Sevilla, 2023.

Hay libros que prometen más que lo que dan y otros, pocos, todo lo contrario. Conversaciones y semblanzas de hispanistas, de Juan Manuel Rozas (1936-1986), pertenece al segundo grupo. El título, la poco atractiva cubierta —con la foto del autor—, la edición a cargo de su hijo, José Luis Rozas, el que se trate de una recopilación de artículos publicados e inéditos escritos hace más de cincuenta años, nos hace pensar en un benemérito homenaje, de interés solo para amigos y discípulos.

            Pero el libro es muy otra cosa. Es un obra inacabada, pero concebida unitariamente, a finales de los sesenta, cuando el autor —que se había presentado ya a su primera oposición a cátedra— había dado muestra de que iba a convertirse en uno de nuestros primeros filólogos. Se trata de una obra autobiográfica, pero en la que el autor solo en raras ocasiones ocupa el primer plano. También deja de lado los principales acontecimientos de aquellos “amenes” —que diría Valle-Inclán— del franquismo. Ha leído En torno al casticismo y sabe que la Historia con mayúscula, la que se resume en los manuales, no se entiende sin los pequeños hechos cotidianos que la hacen posible, lo que Unamuno llama la intrahistoria y de la que Rozas se ocupó en uno de sus memorables ensayos Intrahistoria y literatura, de 1980.

            Cuando comienza a escribir estas conversaciones y semblanzas, Rozas tiene en mente libros como Los encuentros, de Vicente Aleixandre, o Imagen primera, de Alberti, pero el no pretende ocuparse de los creadores, como suele ser habitual, sino de los estudiosos, más desatendidos, salvo en los convencionales obituarios de las revistas de su especialidad. Rozas no quiere limitarse a la hagiografía propia de esas ocasiones. Aunque suele tratar de personas que admira, de vez en cuando condesciende a la caricatura, como en el caso de Manuel Criado de Val, y alude con frecuencia, callando lo mucho que podría decir, a los que representaban el poder franquista en la universidad, como Joaquín de Entrambasaguas.

            Algo de comedia humana en miniatura tiene este libro, en el que apenas hay mujeres (signo de la época) y en el que encontramos un claro protagonista, Antonio Rodríguez Moñino, el gran maestro de la bibliografía, y no solo, que tuvo su cátedra, no en la universidad (al menos no en la universidad española), sino en la mesa de un café, el Lion. Rodríguez Moñino, además de un estudioso al que le cabían todos los archivos y todas las bibliotecas en la cabeza, fue un personaje con luces y sombras en su comportamiento durante los días de la guerra civil (Rozas no deja de referirse al asunto de las monedas de oro incautadas en el Museo Arqueológico y luego desaparecidas) y cierta ambigüedad política después. En los capítulos que se le dedican, se hacen muy lúcidas reflexiones sobre la bibliografía (esa cenicienta de los estudios literarios) y la bibliofilia, además de sobre la edición de clásicos, asunto del que también se ocupa al hablar de José Manuel Blecua.

            Juan Manuel Rozas fue un apasionado bibliófilo, un enamorado de los libros, algo menos frecuente de lo que pudiera pensarse en los catedráticos de literatura. En el prólogo —modélico, lo mismo que las minuciosas notas—, su hijo cita un fragmento de su diario inédito, escrito entre los catorce y los veintidós años, en que nos cuenta su visita a una librería de viejo y la emoción con que acaricia sus hallazgos en el autobús de vuelta a casa. No es extraño por ello que de grandes librerías particulares y de libreros de viejo se hable en este libro, aunque no se redactara el capítulo anunciado sobre estos últimos.

            De los enfrentamientos entre estudiosos, de la novela de la erudición, se deja igualmente constancia. Juan Manuel Rozas se inició como investigador en el CSIC, campo ocupado por los vencedores de la guerra civil (Entrambasaguas le dirigió su tesis sobre Villamediana), pero Rodríguez Moñino, gran cazador y alentador de talentos, pronto se fijó en él y le ayudó a pasar al campo contrario.

            Algunos de los capítulos, reelaborados, se publicaron en revistas como Ínsula. Otros eran impublicables entonces, como los que se refieren al miedo insuperable de Dámaso Alonso tras la guerra civil: “Del Dámaso de aquellos años cuentan cosas tremendas, como que pedía protección de rodillas a los políticos”. Recién jubilado, le cuenta su desengaño de la universidad: “empecé con ilusión, pero vi que había unos hilos que se movían por debajo y me fueron arrinconando y cada día mis clases fueron más pobres y de divulgación”. Dámaso Alonso —aclara Rozas—querría haber explicado Literatura, no Filología Románica.

            Escrito a vuela pluma, sin corregir, el tiempo quizá ha sido más benévolo con Conversaciones y semblanzas de hispanistas —el título, no excesivamente afortunado, es suyo— que con los de mayor vuelo literario redactados en los últimos años, cuando se dedicó intensamente a la poesía. Le pasa un poco lo que a Cansinos, al que leemos con más gusto en su La novela de un literato, apresurados apuntes de diario, que en sus almibaradas novelas y prosas críticas.

            En uno de los más memorables capítulos del libro, que desde el título se nos da como “intermedio”, quiere deliberadamente Rozas hacer literatura autobiográfica a la vez que homenajea a Azorín. Nos habla de sus veranos en la finca de “Los Pozos” y nos hace añorar unas memorias que no escribió, pero de las que estas inéditas Conversaciones y semblanzas habrían sido un espléndido anticipo.

jueves, 16 de febrero de 2023

Completamente tú

 

Y el todo que nos queda. Poemas de amor
Martín López-Vega
Visor. Madrid, 2023.

La felicidad no tiene historia. La historia está antes o después, nos habla de su pérdida o de los esfuerzos por alcanzarla. Pocos versos bastan para expresar un amor feliz, rara vez es capaz de llenar un libro entero. Los veinte poemas de amor de Pablo Neruda terminan con una canción desesperada. Está el ejemplo de Pedro Salinas y el conceptualismo exclamativo de La voz a ti debida y poco más (al menos poco más que valga la pena). Martín López-Vega con Y el todo que nos queda se ha atrevido a publicar un conjunto de poemas de amor correspondido —el menos literario— sin la más mínima nube en el azul del cielo. Y sale con no demasiados rasguños del experimento.

            De inmediato nos viene a la mente “Una dedicatoria a mi mujer”, el poema que cierra las Poesías reunidas de Eliot, con su muy citado verso final: “estas son palabras privadas que te dirijo en público”. Martín López-Vega habla también de la persona con la que comparte su vida y cita el nombre en la dedicatoria y en los poemas (y ese nombre, por cierto, coincide con el de quien está a cargo de la edición: Nicole Brezin). Todo ello nos lleva a leer el libro con cierta prevención, como si fuera menos literatura que desahogo personal, palabras privadas que se hacen impúdicamente públicas.

            Pero Martín López-Vega es un escritor con recursos y en este libro de temática tan convencional rara vez incurre en lo convencional. A menudo los poemas terminan de manera anticlimática recurriendo al humor, de vez en cuando adoptan un tono prosaico, se convierten en apuntes de viaje, en evocaciones de infancia.

            El humor está ya en el primer poema, “Las ciudades del lago”, una alegoría sobre el encuentro con el amor que glosa un verso de Lope de Vega, “Siempre mañana y y nunca mañanamos”, e incluye otro de Fernando Pessoa que Lorenzo Oliván utilizó para titular uno de sus libros: “la eterna novedad del mundo”. La intertextualidad es un recurso frecuente en Y el todo que nos queda. Otro poema, “Un columpio sobre el Vilnia”, termina variando versos muy conocidos: “¿Quién quiere poemas estando ella, / que es gacela constante más allá de la vida / y hace volver las claras golondrinas / y evita que se equivoquen las palomas / y hace que suceda que nunca me canse de ser hombre / y es todos los milagros juntos de la primavera / y puede sanarme y hacer que este río / no vaya hacia el mar, que es el morir, / sino hacia una vida más alta que la vida”.

            No le teme al tópico López-Vega. “Epístola primera a Lêdo Ivo” empieza y termina con un verso, “solo el amor nos salva”, que Alain Pérez utilizó en una canción y, con pocas variantes, también otros cantantes y predicadores, de Malú al papa Francisco. Ni le teme tampoco al difícil género de la letanía encomiástica: “Eres más hermosa que el centro de la Tierra, más hermosa que el soneto dieciocho de Shakespeare, más que el color rojo, más hermosa que la carabela portuguesa, que los anillos de Saturno”. Enumeración abierta en el primer poema titulado “Eres” y cerrada en el segundo, “Eres (interludio)”, que termina así: “Es hermoso el mundo / porque aunque nada en él / pueda compararse contigo, / todo lo intenta”.

            Los mejores poemas nos hablan de la intimidad doméstica (preparar el desayuno, caminar descalzos por la casa) con algo de cuadro de Vermeer, a quien se cita expresamente. Memorables resultan también los que recrean recuerdos de infancia, como “La nieve y el amor”, “La sopa infinita de mi abuelo”, o hacen recuento de ciertos momentos fundamentales de su biografía, como “Mis nacimientos” o incluso “Nicole en el balcón”: “Hacen falta muchas cosas para escribir un poema. / Son imprescindibles grillos en la infancia / y canciones absurdas en la adolescencia. / Ayudan un padre ausente y un abuelo ferroviario”.

            El gusto por el viaje asoma en este libro como en todos, o en casi todos, los libros de López-Vega. “Postal de Londres”, “Barcos anclados frente al puerto de Lima”, “No partir” o “Carta de Sao Paulo con un poema de Ferreira Gullar” son los títulos de algunos de esos poemas. El último citado ejemplifica bien el deseo del autor de no atenerse a lo convencional: comienza con una nota en prosa (aunque cortada como verso), sigue con la traducción de un poema de Gullar y continúa con una variación de ese poema adaptándolo a sus circunstancias personales.

            Al lector acostumbrado al sonsonete tradicional de la poesía culta española —endecasílabos, heptasílabos, alejandrinos y otros metros impares— le sorprenderá el ritmo de los versos de López-Vega, que a veces suenan a poesía traducida. Sus modelos no están en la poesía española, sino en una pluralidad de tradiciones que no excluyen las literaturas menos frecuentadas o exóticas. De hecho, el único poeta español que se menciona en este libro —en el que habla mucho de poesía— es “Luis” (así, sin apellidos) y no se trata de Luis Cernuda, como podría pensarse, sino del autor de Completamente viernes, Luis García Montero. Esa familiaridad ejemplifica uno de los reproches que se le podrían hacer a Y el todo que nos queda y al que ya nos hemos referido: a veces da la impresión de estas “palabras privadas” podrían haberse quedado en una carta personal o en una edición privada.

            El libro vale sobre todo por lo que tiene de esfuerzo por escapar de lo convencional en el tema más convencional del mundo, aunque no siempre lo consiga. Podría llevar como lema unos versos de Antonio Machado: “A las palabras de amor / les sienta bien su poquito / de exageración”. 



miércoles, 8 de febrero de 2023

El fin de la edad de plata

 

El rey patriota. Alfonso XIII y la nación
Javier Moreno Luzón
Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2023.

De Alfonso XIII, el rey perjuro, el rey que traicionó —con un aplauso bastante generalizado, por cierto— a la constitución, creíamos saberlo todo, y quizá lo sabíamos, pero Javier Moreno Luzón nos lo vuelve a contar de otra manera, con una luz distinta.

            El título de su libro, El rey patriota, nos hace suponer que se trata de una biografía a favor, de una reivindicación. Y de algún modo lo es, pero solo de aquello que en su actuación política merece ser salvado. Si a buen fin, no hay mal principio, como afirma el título de Shakespeare, a mal fin si puede haber un buen principio.

            El regeneracionismo con el que se reaccionó a la derrota del 98 tuvo en el adolescente que sube al trono en 1902 uno de sus máximos representantes. Durante una década larga, hasta el comienzo de la Gran Guerra, Alfonso XIII representó el afán de modernización y cambio; ejerció con inteligencia, si no siempre con tacto, su papel de moderador, quiso ser el rey de todos los españoles —no solo, como más tarde, de los buenos españoles, católicos a machamartillo— y apoyó la llegada al poder de políticos como José Canalejas. Incluso ciertos republicanos posibilistas se aproximaron al nuevo rey, al que veían como un contrapeso al voraz poder del integrismo católico.

            La guerra, en la que España mantuvo una cuestionada neutralidad, y sobre todo la revolución soviética, supondría el fin de aquellas ilusiones juveniles. Alfonso XIII no quiso ser un aprendiz de brujo, tuvo miedo de acabar pereciendo, como el zar de Rusia, en las turbulencias revolucionarias. A partir de entonces se apoyó cada vez más en el ejército —fue un rey soldado que gustaba rodearse de una camarilla de aduladores y fieles militares— y, como se decía entonces, en el altar, las dos columnas vertebrales de una nación que el año 1919 consagró en el Cerro de los Ángeles al Corazón de Jesús.

            Durante un cuarto de siglo fue un rey popular, seguramente el más popular y querido de los reyes españoles. Creía tener una conexión especial con el pueblo español, conocerlo mejor que cualquier político. Las ceremonias en palacio eran multitudinarias, recibía una numerosa correspondencia en solicitud de ayuda; el descrédito de los políticos parecía no alcanzarle a él, a pesar de la desastrosa intervención en Marruecos, de la que fue el principal impulsor..

            Javier Moreno Luzón se ocupa sobre todo de la vida pública del rey, de su actividad política. La constitución no le relegaba a labores meramente representativas. La soberanía se repartía entre las cortes y el rey. Su papel fue haciéndose cada vez más importante: los políticos, para conseguir el poder, no dependían del voto (no había verdaderas elecciones), sino del favor del rey, que acabó viendo a quienes mediaban entre él y la nación, a quienes compartían con él la soberanía, como un estorbo. Jugueteó con la idea de una dictadura personal, pero no se atrevió a tanto y en Primo de Rivera encontró su Mussolini, como lo definió en un viaje a Italia a finales de 1923.

            La llegada de la dictadura recibió un aplauso generalizado, solo unos pocos se atrevieron a disentir. Paradójicamente, esos primeros años de prosperidad y tranquilidad (relativa), esos años en los que por fin el rey se había librado del incordio parlamentario, fueron aquellos en los se vio cada vez más limitado en su actividad política. Cuando quiso volver al sistema anterior, ya era tarde. Y las primeras elecciones libres, aunque fueran municipales, se convertirían en el plebiscito que trajo la república.

Lo que vino después es bien sabido. Lo que se sabe o se recuerda menos es que España volvió a ser un reino encabezado por un caudillo que representaba exactamente lo que el exiliado Alfonso XIII —el rey patriota— habría querido ser.

            La vida privada de Alfonso XIII, sus amoríos, su frivolidad, sus turbios negocios, ocupa un lugar secundario en esta biografía. Los errores más graves para el país fueron políticos, no personales. Se puede ser honesto e inepto, y al revés. El fracaso del reinado alfonsino —y con él, el de la restauración canovista— no estaba escrito desde el principio. Esa es la tesis principal de Moreno Luzón. Comenzó queriendo ser rey de todos los españoles y acabó siéndolo solo de una facción, la más retrógrada. Que al final le dio la espalda y, tras el fallido experimento republicano, se hizo con el poder y logró mantenerlo durante cuarenta años, sometida la nación a quien —sin llamarse rey— ejerció como monarca absoluto, la gran ambición de Alfonso XIII tras sus iniciales tanteos regeneracionistas.

            Pero fue rey, conviene recordarlo, durante una de las etapas más gloriosas de la cultura española, la llamada Edad de Plata, a la que no fue —no podía serlo— enteramente ajeno. Su viaje a las Hurdes, acompañado de Marañón (en el que, por cierto, quiso que le retrataran bañándose desnudo en un arroyo), supuso la culminación de los afanes regeneracionistas de la generación del 98. Y quiso dejar como legado, no una gran catedral, sino la Ciudad Universitaria de Madrid, empeño personal suyo en buena medida.

Si Franco supuso la realización del sueño patriótico y militarista del último Alfonso XIII, la república de Niceto Alcalá-Zamora puede considerar como la culminación del afán reformista de la primera década de su reinado.

Pero esta idea es mía, no de Moreno Luzón, que ha escrito una obra ejemplar de lo que deber ser el trabajo de un historiador: documentación, si no siempre novedosa, siempre rigurosa; reconstrucción de una vida o de una época sin incurrir en simplificaciones generalizadoras ni perderse en la minucia del detalle; claridad y elegancia expresiva.



jueves, 2 de febrero de 2023

Todos los hombres del rey

 

Los hombres de Felipe VI
José Apezarena
Almuzara. Córdoba, 2022.

De la monarquía reinstaurada por Franco y avalada por la constitución de 1978, creíamos saberlo todo y en realidad no sabíamos nada —o no queríamos saberlo— de lo fundamental. Poco a poco la realidad va sustituyendo a la complaciente ficción. Los hombres de Felipe VI cuenta la vida del actual jefe del Estado a través de quienes se ocuparon de su formación y fueron y son sus más directos colaboradores. Hace también un relato del reinado —muy poco ejemplar— que le precedió.

            José Apezarena no escribe en contra, sino a favor de la monarquía, y por eso acepta todos sus presuntos logros, como que el rey Juan Carlos salvó la democracia el 23-F. Desde las primeras páginas, sin embargo, apunta hechos que dejan pocas dudas sobre la implicación, mayor o menor, del rey en la intentona.

            Julio Antón, quien de los ocho a los quince años hizo de “ayudante, profesor, compañero y hasta ‘segundo padre’ de Felipe”, cuenta en sus memorias que, cuando el 23-F fue a buscar al príncipe al colegio Los Rosales, “le sorprendió la cantidad de guardias civiles desplegados en el trayecto”; de regreso, comprobó que esa cantidad había aumentado y también que se había añadido otro coche a la escolta habitual. Más adelante, se indica que “Armada mantuvo su lealtad hasta el final, porque nunca afirmó de forma contundente que don Juan Carlos estuviera detrás de la preparación y ejecución del 23-F”, lo que no deja se ser una manera de dar por sentada la implicación del rey, cosa ya bien sabida, aunque se siga oficialmente afirmando lo contrario.

            Franco fue el fundador de la actual monarquía y eso siempre lo tuvieron muy presente sus herederos. Apezarena cita las palabras de Juan Carlos que José Bono recoge en su diario: “Estáis quitando estatuas de Franco y esas cosas no pasaban ni con Felipe ni con Guerra… Un día le dije a Santiago Carrillo que no quería que hablase mal de Franco en mi presencia, porque el fue quien me puso en este puesto”. Y añadía que se sentía preocupado por si algún día les daba “por sacarlo de su tumba”.

            En 1991 se entrevistó Juan Carlos con su padre (con quien siempre se llevó peor que con Franco, que hizo las funcione de padre adoptivo) y, a propósito de la preocupación de este por los amores de su nieto, le dijo: “A mí también me preocupa. Felipe no ha salido a nosotros. Le gustan las tías buenas como a nosotros, pero, en lugar de disfrutar de ellas, como hacemos tú y yo, se enamora en serio y pretende casarse con quien no debe”.

            Esas “tías buenas” de las que Juan Carlos disfrutaba y de las que no se enamoraba en serio (como parece que ocurrió con Marta Gayá y con Corinna), ¿dieron siempre su consentimiento a la relación? ¿Se las gratificó o acalló con dinero público? ¿Intentaron poner alguna demanda de paternidad? Algún día —y esperemos que no haga falta la proclamación de la República para ello— se podrán investigar estas cuestiones.

            El machismo del anterior jefe del Estado, y de quienes le rodeaban y asesoraban, si hemos de hacer caso a Arozarena, iba incluso más allá del habitual de la época. Según contó Sabino Fernández Campo a Pilar Urbano, un día Juan Carlos le dijo que Bárbara Rey le pedía un millón de pesetas. Y esto fue lo que contestó quien entonces era el jefe de su Casa: “Pues no es tanto dinero, señor. Por lo que oigo esa señora está de muy buen ver, muy atractiva; es muy cotizada por su imagen y por ahí se la rifan. Si vuestra majestad divide el millón por las veces que ha estado con ella, a lo mejor hasta resulta que le ha salido muy barato”.

            La opinión que tenían de Eva Sannum no era mucho mejor. Fernando Almansa, otro jefe de la Casa, afirmó: “Esa chica ha tenido necesidad de ganarse la vida porque su padre los abandonó. Ha tenido una vida difícil y se puede enseñar de todo, pero, vamos, enseñar la lencería… Eso, con todos mis respetos, está a un paso del prostíbulo”. Parece que la Zarzuela fue la inspiradora de muchos de los artículos contra Eva Sannum que leídos hoy nos producen vergüenza ajena, por su clasismo, su machismo y su ignorancia de la historia. Llegó a decirse que no podía casarse con el príncipe porque no era católica ni española, dos condiciones que tampoco cumplía, cuando se casó con Juan Carlos, la entonces reina de España (la segunda creo que no la cumplió ninguna reina consorte).

            Tampoco Felipe de Borbón sale demasiado bien parado de este libro presuntamente apologético. Se insiste mucho en que, durante su paso por las academias militares, se le trató como a un cadete más, pero el director de la de Zaragoza le aseguró a Narcís Serra que “quedaría exento de cualquier trabajo mecánico no acorde con su dignidad”. Habría que preguntarle a ese director que trabajos mecánicos son indignos.

            Pelearse por dinero no parece que lo sea. Felipe, cuando murió don Juan, recibió cuatrocientos millones procedentes del legado que Alfonso XIII había dejado para el heredero de la corona. Don Juan Carlos reclamó ese dinero con el argumento de que Alfonso XIII nunca pudo prever que él ocuparía el trono antes que su padre. “Trae la pasta”, dicen que le dijo. “De eso nada”, parece que respondió el príncipe. Tuvo que mediar el administrador del conde de Barcelona, quien decidió que se lo repartieran a partes iguales.

            La actuación de los guardaespaldas de Felipe tampoco fue siempre muy ejemplar, al menos si hemos de hacer caso de los testimonios que recoge Apezarena. Antonio Montero fotografió al príncipe y a Isabel Sartorius saliendo de un restaurante. Los guardaespaldas se abalanzaron sobre él. Felipe ordenó: “Que no se lleve el carrete”. Se negó a entregarlo. Proponía ir a los juzgados de la plaza de Castilla y que decidiera un juez. Le tuvieron retenido hasta las cinco de la madrugada. El capitán José María Corona —al que sacaron de la cama para resolver el asunto—, con amenazas —“todo el mundo tiene algo que esconder”, iremos a por ti—, consiguió que entregara el carrete. Otra vez, cuando Felipe acompañaba a una amiga, Bibiana Corcuera, hasta su hotel, “los escoltas colocaron sus armas en la sien de dos reporteros que intentaban captar el beso de despedida”. Uno de los fotógrafos recordaba lo que le dijeron: “Te has librado de milagro de que te diéramos un tiro”.

            Y a propósito de ejemplaridad una última anécdota: “Un jeque visitó España y entregó regalos a personas principales, incluyendo valiosas joyas a la familia real. A Felipe le correspondió una daga árabe cuya empuñadura estaba incrustada de piedras preciosas. Mandó desmontarla, y con ellas confeccionó una pulsera que, como muestra de amor, regaló a Isabel Sartorius, su novia de entonces”.

            De Felipe VI se elogia su respeto a la constitución, en contrate con su padre, “que la pisaba, de un lado y de otro, y con mucho salero”. En realidad, Juan Carlos no consideraba que le afectara a él, que ya era rey antes de que se proclamara; se la había concedido graciosamente al pueblo español, “le había traído la democracia”.

            Sabino Fernández Campos, que tantas confesiones inconfesables hizo sobre Juan Carlos, afirmó que quería irse de la Zarzuela para salvar su honestidad: “Veía lo que pasaba con gente del entorno, y cómo estaban implicados, y yo no quería verme salpicado. Eran los tiempos de Mario Conde. Intentaron meterme, para tenerme cogido, pero me negué. Y empezaron a ir a por mí”. Más altas instancias no se negaron. Un ejemplo: “Fuentes judiciales contaron que el rey estaba recibiendo a magistrados del Supremo para trasladarles que hicieran de modo que lo relativo a Urdangarín quedara prescrito”. ¿Y no se les ocurrió denunciarlo y pedir amparo al Consejo del Poder Judicial?

            José Apezarena, en las casi setecientas páginas de Los hombres de Felipe VI, nos cuenta las biografías de los múltiples servidores que tuvo la Casa Real y lo que más nos llama la atención es que los mejores de ellos tuvieran que dedicar la  mayor parte de su esfuerzo a tapar las grietas provocadas por el comportamiento poco ejemplar de quien más obligación tenía de serlo.

 

           

           

 

jueves, 26 de enero de 2023

Humano enigma

 

Alejandra Pizarnik. Biografía de un mito
Cristina Piña – Patricia Venti
Lumen. Barcelona, 2022.

Toda vida, si se mira de cerca, es un enigma. Puede interesarnos más o menos la poesía de Alejandra Pizarnik, pero es imposible sustraerse a la fascinación del personaje. Cristina Peña, autora en 1991 de su primera biografía, señaló que indagar sobre ella, tratar de descubrir su verdad, fue como “profanar el tótem de una secta sagrada”.

            Alejandra Pizarnik nació en Buenos Aire en 1936, hija de una familia de emigrantes judíos procedentes de Ucrania. El apellido se cambió al llegar a Argentina (los familiares que quedaron en Europa se siguieron llamando Pozarnik) y el nombre de la poeta, originariamente Flora, lo sustituyó por el más sonoro de Alejandra a la adolescencia.

            Para escribir esta nueva biografía, escrita en colaboración con Patricia Venti, Cristina Peña ha contado con abundante material que en 1991 era desconocido: nuevos y más abundantes testimonios orales, un epistolario muy enriquecido y, fundamentalmente, el diario de la poeta.

            Pero el enigma de su vida, como quizá el de cualquier vida, sigue siendo irresoluble. Abundan las contradicciones entre los datos externos y el diario íntimo. Desde muy pronto, Alejandra fue dada a la fabulación. Su padre era joyero, un joyero que vendía su mercancía de casa en casa y a plazos. Alejandra contaba que había sido “joyero del zar”.

            En la infancia de la poeta no parece haber habido nada de extraordinario, según el testimonio de su hermana y las amigas de entonces. Una infancia feliz en una familia de emigrantes que pronto consiguió un cierto acomodo económico y que se preocupaba, cosa no muy frecuente entonces, de la educación de las hijas. Ella, si embargo, la recordaría en su diario de otra manera: “Pero lo que te hicieron tus padres es inenarrable. Pensar en mi infancia es obligarme a odiarlos. ¿Cómo es posible que hayan carecido absolutamente de recursos mentales y afectivos para hacernos sufrir tanto a Myriam y a mí?”. De su madre dice que la castigaba “con látigos y palos”, que la pegaba incansable hasta dejarla abandonada en un rincón “con el cuerpecito dolorido”.

            A partir de esta contradicción, según las autoras de la biografía, no podemos decir nada con seguridad de los padres de la poeta: “buenos y generosos” para una de las hermanas; atormentadores, sobre todo la madre, para la otra. Y lo mismo ocurre con otros aspectos fundamentales de su biografía.

            Alejandra Pizarnik cambió de carácter al llegar a la adolescencia, y algo tuvo que ver con ello el consumo de anfetaminas —a las que se habituó desde muy pronto—, entonces legales y presentes en ciertos medicamentos contra la obesidad. Su adicción fue creciendo. Sus amigos llamaban la Farmacia a los apartamentos en que vivió “por el despliegue de psicofármacos, barbitúricos y anfetaminas que desbordaban de su botiquín”.

            El combate con sus demonios interiores —de los que dejó constancia en su diario— no le impidió ocuparse con la mayor lucidez posible de la realización de su obra poética y de la promoción de la misma. Cuidaba mucho las relaciones literarias y sociales. Durante su estancia en París —el gran  sueño de cualquier escritor latinoamericano— procuró acercarse a todos los nombres importantes: consiguió que Octavio Paz escribiera el prólogo de uno de sus libros, se hizo amiga de Cortázar; en Buenos Aires, se acercó al círculo de Oliverio Girondo, las Ocampo o Mujica Láinez. “Hay muchas personas —indican las biógrafas— que insisten en este aspecto, al que entienden como una búsqueda del poder, la fama y los contactos, una astuta manera de vincularse y cultivar las relaciones más prestigiosas y convenientes, haciéndose amiga de los miembros de los círculos más elevados —social y culturalmente— del campo intelectual”.

            Eso era verdad y también su creciente incapacidad para la vida práctica. Antes del último y definitivo, hubo dos intentos de suicidio, el internamiento en una clínica psiquiátrica, la formación de una pequeña corte que la jaleaba en su deslizamiento hacia el precipicio. Poesía y locura, a partir del romanticismo, han tendido a considerarse como hermanas gemelas. Para algunos fue la pasión absoluta por la poesía la que llevó a Alejandra Pizarnik a la destrucción.

            Pero ella quiso poner toda su lucidez en su obra, mantenerla al margen. Corregía al máximo sus poemas (y ejercía lo que podríamos llamar autocensura: alguna vez “ella” se convirtió en “él”: Alejandra era bisexual, pero sus parejas fueron siempre mujeres), traducía con rigor, escribió muy precisas reseñas (sobre todo en la revista Cuadernos del Congreso para la Libertad de la Cultura en la que trabajó un tiempo).

            En los últimos años, ese control se fue aflojando y todo lo que ocultaba —toda su confusión y sus fantasmas— se desbordaron tras la muerte con la sucesiva aparición de textos inéditos. Hoy quizá interesa tanto o más el personaje, o el símbolo en que se ha convertido el personaje, que su obra, aunque sus mejores poemas —de herencia surrealista, pero con la concisión de Emily Dickinson— no dejan de deslumbrarnos: “extraña que fui / cuando vecina de lejanas lunes / atesoraba palabras muy puras / para crear nuevos silencios. 

            Quería y no quería morir. Pidió ayuda tras sus dos primeros intentos de suicidio y esa ayuda llegó a tiempo. No ocurrió así con el tercero. De madrugada, telefoneó tres veces a un amigo. Estos son los mensajes que le dejó: “Antonio, me tomé una sobredosis de pastillas, ayúdame”: “Antonio, por favor, me siento muy mal; “Antonio, llámame”. El amigo, Antonio López Crespo, no los escuchó hasta el día siguiente, cuando ya era tarde.

            Esta indagación en la “biografía de un mito” interesa no solo a quienes tienen a Alejandra Pizarnik por una de las grandes poetas de nuestro tiempo (las páginas dedicadas a analizar su poesía son quizá las más prescindibles). Importa la reconstrucción de una época, con sus toques costumbristas, y, sobre todo, el humano enigma que la protagoniza.



 

 

 

 

jueves, 19 de enero de 2023

Canción herida

 

La hora del lobo
José Mateos
Pre-Textos. Valencia, 2022.

“La vida es dura / y no hay consuelo. / Saca el pañuelo, / literatura”, escribió Vicente Gaos. Pero la literatura como desahogo, como consuelo personal, suele ser mala literatura, “Cuando siento, no escribo” afirmó Bécquer, al que muchos tienen como paradigma del poeta romántico que muestra su corazón al desnudo. La poesía para el que la escribe no es una terapia ni un ejercicio de autoayuda. El poema que emociona al lector se escribe con la cabeza fría.

            Conviene desconfiar de los poemas que tienen su origen en una grave enfermedad, la muerte de un familiar cercano, un atentado terrorista o una catástrofe humanitaria. Lo que nos conmueve en esos casos no suele estar en el verso sino en la circunstancia de la que parte.

            Comenzamos a leer La hora del lobo, de José Mateos, versos de hospital, versos de enfermedad y convalecencia, con una cierta prevención. Desaparece pronto. En este puñado de poemas memorables, no hay melodramatismo ni apenas anécdota, tampoco reflexión más o menos trascendental. “Canción” se titula alguno y un aire de canción hay en todos, aunque la métrica no siempre sea cancioneril. Detrás está la poesía popular y está Bécquer y el Juan Ramón y el Machado que vienen de Bécquer, pero sin mimetismo ni ejercicio libresco. La poesía de José Mateos tiene una levedad y una hondura absolutamente suyas, inconfundibles. A ratos nos recuerda a otro poeta que llegó al límite del despojamiento y la transparencia, Eugénio de Andrade. Como ejemplo, copio el poema escrito “En una servilleta de hospital” (ese es su título): “No vengas esta noche, / no saltes la muralla. / Otoño trae el anuncio / de los cielos que arden, / y a la fuente han venido / algunos ruiseñores. / No los espantes”.

            Varios poemas “En una piedra asiria”, “Oración fúnebre”, “Epitafio cristiano”— son variaciones sobre distintas maneras de acercarse al hecho más inconcebible, el de la propia muerte. Hay también unas “Cartas a Li Po” en la primera parte del libro, la titulada “Dentro”, la más sombría, la más propicia a la falacia patética. El título nos remite a José Corredor-Matheos, cuya Carta a Li Po inauguró una nueva manera de hacer en este poeta del cincuenta hasta entonces un tanto enredado con la retórica de la época. Son poemas que, como excepción, se aproximan al pastiche —“mi barca es de bambú y esparto”— y que no desdeñan el acierto imaginativo entre el haiku y la greguería: “Lanzo mi caña / sobre el agua pulida, / tersa como un espejo / y rompo en mil pedazos una estrella”. Pero no disuenan, como no disuenan las poco esperadas referencias a Cavafis (“Recuerda, cuerpo”) o a García Baena.

            Aunque no escasean los poemas antológicos en la primera parte —“Buenas noches” es otro que podríamos citar—, quizá abundan más en la segunda, “Fuera”, de lenta reconquista del mundo. José Mateos, además de poeta, narrador, ensayista, además de haber hecho alguna incursión en el teatro, es también pintor. Algunos poemas parecen hechos con rápidas pinceladas de acuarelista. “Mediodía en Zahara”, por ejemplo, con su luz que estalla en la arena, sus camisas blancas que danzan al viento, sus barcas dormidas, sus gaviotas que labran el azul del cielo, tópicos que en José Mateos dejan de serlo sin dejar de serlo. El estribillo del poema repite “no, no es eso”. Lo que seduce al poeta, lo que trata de llevar al poema, es algo que está detrás de lo que ve.

“Un bodegón” explicita desde el título el modelo pictórico: “El botijo de barro / donde el agua se siente / como en casa. / La mesa / de madera pulida / por manos que se hundieron / hace tiempo en la muerte. / Y unas verduras: nabos, / cebollas y tomates / con formas de planetas”. Apenas una enumeración de objetos cotidianos sobre una mesa. No serían nada sin la mirada que les otorga su plena significación: “El pincel que ha devuelto / la vibración primera / de esta vida en penumbra / lo dice claramente. / Dice: Benditos sean”. Como un bodegón puede considerarse también “Anacreonte en la Carrandana”, bodegón y acuarela: “Sobre la mesa, un cacho de pan blanco, / vasos de vino, un cuenco de aceitunas… / A lo lejos, el sol que cae a plomo / por cortijos de cal y viñas verdes. / Junio, qué bien se está a tu sombra / rodeado de amigos / cuando todo es presente / y hasta es posible que morir no importe”.

En “Retrato de Miguelito” se atreve a imaginar a Dios de la manera más contraria al ser todopoderoso de las diversas religiones. Choca en este poema una expresión antes habitual y hoy considerada, con razón, ofensiva. No disuena, en cambio, esa mosca que, en otro de los poemas, vuela en el silencio de la biblioteca.   

            Poeta realista José Mateos, poeta que escribe con las palabras de todos los días, pero al que lo que más importa es lo que está al otro lado de la realidad. Poeta religioso, pero no explícitamente confesional, al menos en este libro: “Es tan viejo y lejano / lo que narran los libros / —al tercer día el trueno / y un sepulcro vacío— / que apenas si nos sirve / de cuento para niños”. Sabe que Dios es el nombre que el ser humano da al misterio, que las grandes preguntas son preguntas sin respuesta: “¿No hay salvación entonces? / ¿Solo tienen sentido / la tumba y la carroña? / ¿Es tan solo un capricho / del mar este destello / en el mar infinito?”. La “Canción de Pascua”, de la que proceden estos versos, puede entenderse como una variación de la rima VIII: “En el mar de la duda en que bogo / ni aun sé lo que creo; / sin embargo estas ansias me dicen / que yo llevo algo / divino aquí dentro”. José Mateos se responde a las preguntas que copiábamos antes con versos que tiene un eco del “invisible anillo” que une a Bécquer con el Machado de Soledades: “Y, sin embargo, a veces / latiendo en lo más íntimo, / quién no sintió ese asombro / que es como un eco: un hilo / que nos vincula a un mundo / más allá de uno mismo”.


 

jueves, 12 de enero de 2023

En vivo y en directo

 

De guerra, revolución y otros artículos
Sofía Casanova
Edición de Amelia Serraller Calvo
La Umbría y la Solana / Los libros de frontera d. Madrid, 2022.

Entre los grandes periodistas de los años veinte, había una mujer que tuvo tanta fama en su tiempo como los Julio Camba o los Chaves Nogales, pero mucha menos reconocimiento posterior. Vivió casi cien años, estuvo en el centro de algunos de los acontecimientos más trascendentales del siglo XX y supo contar lo que vio con una verdad y una atención al detalle que todavía nos atrapa desde la primera línea.

            La vida de Sofía Casanova  (1861-1958) da, no para una, sino para varias novelas. Se inició en la vida literaria como precoz poeta, apadrinada por Campoamor, y leyó sus poemas ante Alfonso XII; escribió novelas de corte autobiográfico, no exentas de interés, pero lo más perdurable de su obra son las crónicas que, como corresponsal de guerra, envió para el diario ABC a partir de 1914. Comenzaron como una carta noticiosa a su familia, que llegó a manos del director del periódico; este decidió publicarla y firmarle un contrato de inmediato a la autora. Durante veinte años, hasta el comienzo de la guerra civil, su artículos alternaron con los de los más afamados escritores de entonces y fueron recogidos en libro: De la guerra (1916), De la revolución rusa (1917), La revolución bolchevista (1920).

            Sofía Casanova se casó con un profesor polaco y buena parte de su vida transcurrió en Polonia o en Rusia, acompañando a su marido en sus diversos destinos. Tuvo un conocimiento de la realidad europea poco frecuente en los españoles de su tiempo,

Si abundan las crónicas de la Gran Guerra, no son tan frecuentes las de la Revolución Rusa vista por ojos occidentales. De ahí el perenne atractivo de La revolución bolchevista, que ya contó con una reedición, en 1989, acompañade de un excelente estudio. Ahora esos artículos aparecen junto a otros que se quedaron en las páginas del periódico y que ayudan a contextualizarlos.

            Amelia Serraller Calvo ha reunido en De guerra, revolución y otros artículos una amplia muestra de la obra periodística de Sofía Casanova. Deja fuera “Polvo de escombros”, la crónica del primer año de la segunda guerra mundial en Polonia, quizá porque no apareció en el periódico, sino en un libro de 1945 La agonía de Polonia, junto a “Estampas polacas”, de Miguel Branicki. Está escrito a modo de diario o de larga carta a sus familiares en España (curiosamente como sus primeras crónicas): “En la opresión de estos días, ¿cómo seguir estas notas para vosotros, hermanos míos, que no puedo mandar, que quizá no terminaré?”

            Algo tuvo que ver en el olvido de Sofía Casanova, una celebridad en los años veinte, su decidido apoyo al franquismo, como señala Calvo Serraller en el prólogo: “Aunque en el transcurso de la guerra solo estuvo una vez en España, su visita fue magnificada por la propaganda del bando franquista, mancillando su imagen hasta hoy en día”.

No hubo tal magnificación, no era necesaria. Sofía Casanova, monárquica, antirrepublicana, contribuyó decisivamente en Polonia a crear redes de apoyo a los sublevados. Así se cuenta su visita a España el año 1938 en el prólogo a La agonía de Polonia: “Fue recibida muy amablemente por nuestro Caudillo en Burgos; después fue a Salamanca y más tarde a San Sebastián, liberado ya, retornando a La Coruña. En San Sebastián y en Bilbao dio conferencias para hablar, como siempre, del peligro bolchevique, y retornó a su patria de adopción, estallando a poco esta segunda guerra mundial que aún padecemos”.

            Pero la ideología de Sofía Casanova —ligada al nacionalismo español y polaco— no nubló su mirada de cronista. Abundan, por ejemplo, las muestras de su compasión por el pueblo judío, tan odiado entonces en Polonia como en Alemania, aunque no dejara de compartir ciertos estereotipos. Con el título de “La cuestión judía”, se reúnen algunos artículos escritos entre 1919 y 1934. En el último nos cuenta cómo una delegación de rabinos se presenta ante el cardenal de Varsovia para pedir amparo cuando el partido nacionalista polaco, a ejemplo de Hitler, se dedica a perseguirlos. El arzobispo lamenta esos ataques, pero también tiene algo que reprochar: “Aprovecho, señores rabinos, vuestra visita para comunicaros que llegan a mí muchísimas quejas de actos de provocación y de ultraje a los sentimientos cristiano-católicos cometidos por judíos”. Y a continuación habla de ataques de jóvenes judíos armados a católicos indefensos, de su insolencia desafiadora en público, de publicaciones que ofenden a la moral y difunden la más sucia literatura a cargo de editores judíos. Para Sofía Casanova se trata de una “raza sin patria que esconde sus milenarios rencores según las circunstancia con un oportunismo de adulación”.

            Franquista, compasivamente antisemita, eso era Sofía Casanova, pero también una mujer excepcional, a la que las circunstancias situaron en el centro de la tormenta Europea y que supo como nadie contar lo que veía o aquello de lo que tenía información de primera mano, con precisos detalles que luego borraría el torbellino de la historia, como esta estampa del destierro de la familia imperial en agosto de 1917: “Subieron al tren los viajeros; cerrárronse las portezuelas y el zar, en la de su coche, miró a Kerenski, plantado frente a él en el andén. Solo los ojos hablaron en el encuentro de la mirada, y no se despidieron para siempre. Esos dos hombres han de volverse a encontrar, y acaso las veleidades del Destino proporcionen la ocasión al desterrado monarca —o a los suyos— de devolver a Kerenski bien por bien, pues si sanos y salvos han salido del volcán revolucionario los sin corona, saben a quien se lo deben”. En agosto de 1917, la historia no estaba escrita, la revolución de octubre no parecía inevitable.

            Lección de historia, viaje en el tiempo, lección de vida esta recopilación de crónicas periodísticas. Lo fugitivo permanece y dura.