jueves, 28 de diciembre de 2023

Abierto para pocos

 

 

Guillermo Carnero
Perfil perdido
Visor. Madrid, 2023.

Como en las Soledades gongorinas, en los grandes poemas –por la extensión y por la ambición-- de Guillermo Carnero, el argumento es lo de menos. La historia del náufrago que es invitado a unas bodas, la reflexión sobre el arte de la memoria y el arte del olvido son solo la percha de la que colgar sorprendentes metáforas, directas o tácitas referencias culturales, hallazgos verbales que provocan de continuo la admiración del lector.

            Dámaso Alonso puso en prosa las Soledades y desde el mismo momento en que se dieron a conocer hubo aplicados comentaristas dedicados a aclarar sus enigmas. No le faltarán a este Perfil perdido y esperemos que entre ellos se encuentre el propio autor, un poeta lúcido y consciente de su trabajo como pocos en la historia entera de la literatura española.

            Pero tanto en un caso como en otro, el de Góngora y el de Carnero, se puede gozar de los poemas sin necesidad de entenderlos del todo. Perfil perdido tiene algo, o mucho, de gran alegoría barroca –pensemos en un gran fresco de Rubens—sobre los sentidos. Las tres partes del poema se dedican a la vista, el oído y el tacto. Quedan para otra ocasión, aunque resulten aludidos, el gusto y el olfato.    

            En un libro sobre la memoria, y escrito ya en el arrabal de senectud (según se nos indica en portada, se terminó de escribir a los 75 años del autor), esperaríamos mucho sentimentalismo primario: recuerdos de infancia, la madre, los abuelos, el primer amor. Pero todos esos temas, tan recurrentes en la poesía española de posguerra y en los poetas aficionados de cualquier tiempo, siempre han contado con la enemiga de Guillermo Carnero, un poeta que trata de escribir con toda su erudición –y es mucha-- y toda su inteligencia. La cultura, sin embargo, no se contrapone en él a la vida, porque es parte principal de ella. Música, pintura, poesía intensifican la vida, no la sustituyen, solo a través del arte podemos vivirla en su plenitud.

            La parte primera de Perfil perdido –la que se ocupa del sentido de la vista-- está protagonizada por los colores, sobre todo por el rojo y el blanco. En los versos dedicados al primero, encontramos versos que remiten a la denominada “poesía de la experiencia” y a la poesía social, tan denostadas por el autor. A ratos nos parece leer a Felipe Benítez Reyes o a cualquier otro poeta de los ochenta dado a la evocación enumerativa: “El rojo de un foulard al viento; en la pared, / un póster bajo el sol de abril en Siracusa: / una cereza entre dos labios rojos. / Buzones y cabinas telefónicas / en un verano inglés rojo y mecido / por el lento rumor de muchas fuentes; / blasón rojo en manteles de Buçaco / tintos en sangre de dos reyes muertos…”

            A las simples buenas intenciones de los poetas sociales remiten otros versos: “Sangre de los vencidos, torturados y muertos / sin venganza ni rostro en sus tumbas anónimas / en pozos, en cunetas, en las fosas comunes” o “Sangre del holocausto, del genocidio armenio, / Guernica, Paracuellos, los mártires de España, / los grandes cementerios a la luz de la luna”.

            Sorprende en este pasaje en que el rojo es el color de la sangre derramada injustamente, la referencia “al deshonor de los poetas”, ejemplifica con tres que no nombra, pero que identifica claramente: “un cabrero inocente e iluso” (Miguel Hernández), “el farsante panzudo en su isla negra” (Pablo Neruda) y “el saltimbanqui del infierno chino” (Rafael Alberti).

            Disuenan estos versos y su anticomunismo del tiempo de la guerra fría, con el decir sabio, demorado y como de otro tiempo más culto y mejor, de la mayor parte del libro.

“Sonido leve de las aguas dulces, / apenas perceptible: la caída / de una hoja, la lluvia consumando / el maleficio en que dos aguas vienen / a mezclar la amenaza de su símbolo”, comienza la sección segunda, dedicada al oído. También en ella, aunque más brevemente, hay una interrupción disonante, como si el poeta por un momento perdiera sus educados modales dieciochescos: “Y cada año ensucia mis oídos / el desecho más vil del arte de la música, / que millones aplauden y corean: / la fanfarria en honor del miserable / que se atrevió a bombardear Venecia, / Josef Radetzky, a cuya tumba iré / algún día a escupir. Maldita sea / su carroña cubierta de oprobio y de medallas, / que pudre a los gusanos”. Hombre, tampoco es para tanto –nos dan ganas de decirle al autor--, nadie te obliga a escuchar a Strauss y esa Marcha Radetzky que tanto te irrita.

            Al tacto, a las caricias, al “fervor cifrado” que ilumina la yema de los dedos “al recorrer un cuerpo de mujer / ojos cerrados” se dedica la parte última. Son páginas de un minucioso erotismo en el que las amadas se llaman Galatea, Melusina, Cloe. Guillermo Carnero, como su admirado Valery Larbaud, parece incapaz de hablarnos de sí mismo “sin una máscara en el rostro”.

            Resulta casi obligado, al hablar de la poesía de Carnero, citar el titulo de uno de los más sugestivos poemas barrocos, Paraíso cerrado para muchos, jardines abiertos para pocos de Pedro Soto de Rojas. Cerrada para muchos, abierta para pocos buena parte de la poesía de Carnero (pero no toda: ahí está su Verano inglés). Pero vale la pena adentrarse en sus jardines, aunque con cierta frecuencia necesitemos la ayuda de un guía.



           

jueves, 21 de diciembre de 2023

Sátira y politica

 

Angélica
Leo Ferrero
Traducción de Cipriano Rivas Cherif
Edición de María Belén Hernández González
Espuela de Plata. Sevilla, 2023.

Hay dos libros en este libro: uno de ellos es la obra Angélica, de Leo Ferrero, estrenada por Margarita Xirgu en Buenos Aires el año 1938, en traducción de Cipriano Rivas Cherif que había permanecido inédita hasta ahora; el otro, la historia del autor, reconstruida en el amplio prólogo.

            Quienes visitan el cementerio de Plainpalais, en Ginebra, se encuentran, muy cerca de las de Borges y Calvino, con tres tumbas de una misma familia. En el centro, la del hijo, Leo Ferrero, y a los lados, como protegiéndole para toda la eternidad, las de los padres: Guglielmo Ferrero y Gina Lombroso. A propósito de esta última, se lee en la solapa de uno de sus libros, El alma de la mujer, traducido por Eduardo Blanco Amor en 1945: “Hija del gran maestro de la antropología moderna, esposa del eminente historiador y publicista, y madre de esa magnífica promesa literaria que fue su hijo Leo, muerto prematuramente, Gina Lombroso vivió en un ambiente consagrado al culto del espíritu. Sobreviviente a los grandes hombres de su familia, lejos de caer en una estéril desesperación, se dedica al alto menester de exaltar sus vidas en páginas de una serenidad y de una elevación verdaderamente admirables”.

            Leo Ferrero nació en 1903 y murió en 1933, poco antes de cumplir treinta años, en un accidente de circulación. Para entonces era ya uno de los principales intelectuales europeos. Perseguido por el fascismo de Mussolini, como toda su familia, emigró a Francia y allí cambió el italiano por el francés como lengua literaria. Su primer libro es de 1929 (antes había publicado una obra de teatro) y lleva una introducción de Paul Valéry; desde 1931 colabora en Sur, la revista que Victoria Ocampo fundó en Buenos Aires. Su muerte conmocionó a la Europa intelectual de su tiempo. Dejó abundante obra inédita, que sus padres fueron dando a conocer. Gina Lombroso, consciente de la genialidad del hijo, llevó un diario sobre él, El despuntar de una vida. Notas sobre Leo Ferrero Lombroso desde su nacimiento hasta los veinte años, traducido al español en 1944.

            Angélica, drama satírico en tres actos, se escribió en 1929 y es una de las obras de Leo Ferrero que quedaron inéditas. Se estrenó en París en 1936, coincidiendo con el comienzo de la guerra civil española. En 1929, Hitler aún no había llegado al poder y la amenaza a la democracia –aparte del comunismo triunfante en Rusia-- la representaba Mussolini, quien tenía en España a un buen discípulo, Primo de Rivera. No podía pensar al escribirla en la República española, pero cuando se estrenó parecía que hablaba de ella y por eso el protagonista lleva el uniforme del ejército republicano en la representación en Buenos Aires.

            Los personajes de la comedia del arte son utilizados por Leo Ferrero en Angélica para satirizar el fascismo y para tratar de explicar las razones de su aceptación por buena parte del pueblo italiano (la oposición se limitaba a un puñado de intelectuales). El procedimiento ya fue utilizado por Benavente en Los intereses creados y en La ciudad alegre y confiada, de argumento más universal la primera, más centrada en la política española de entonces la segunda.

            En Angélica aparecen Arlequín y Polichinela, junto a otros muchos personajes procedentes del teatro popular y de marionetas de las distintas regiones italianas, pero los protagonistas llevan los nombres de Orlando y Angélica, tomados del famoso poema de Ariosto que tuvo innumerables derivaciones.

            No solo hay sátira del fascismo en Angélica, también de la democracia populista que suele estar en su base y de ahí la modernidad de la obra, que admite lecturas contemporáneas y podría representarse hoy como si estuviera escrita pensando en el momento político actual.

            Los tres actos de Angélica se sitúan en las tres fases de todo episodio revolucionario: opresión, rebelión triunfante, vuelta de los mismos perros con distintos collares. El acierto de Leo Ferrero es entremezclar farsa y reflexión política. Y también darle la vuelta al personaje de Angélica, que de víctima se convierte en cómplice, como la mayoría complaciente que calla y otorga en cualquier dictadura.

            Los padres de Leo Ferrero, exiliados en Ginebra, tras su muerte trágica en Nuevo México (un conductor borracho chocó contra el coche en que viajaba), hicieron todo lo posible por publicar su obra inédita y porque no cayera en el olvido. Pero Guglielmo murió en 1942 y Gina en 1944. Desde entonces, su figura --representante de otra época, de una Europa que pronto saltaría en pedazos-- se ha ido desdibujando.

            “Los elegidos de los dioses mueren jóvenes”, dice el apotegma clásico. Y Leo fue elegido casi desde la cuna, como Gina Lombroso supo testimoniar en El despuntar de una vida. Pero la suya no es solo una conmovedora biografía que concluye en la tumba de Plainpalais, en la que están escritas unas palabras suyas que sintetizan su idea de una vida feliz: “Une femme que m’aime, un peu de musique, beaucoup de silence”. Este “drama satírico en tres actos”, que ahora se publica por primera vez en español, puede servir para reavivar el interés por Leo Ferrero y confirmar la valía de una obra “antes de tiempo y casi en flor cortada”, para decirlo con palabras de Garcilaso.

domingo, 10 de diciembre de 2023

Más Max

  

Max Aub
Diarios 1939-1972
Edición de Manuel Aznar Soler
Renacimiento. Sevilla, 2023.

Desde los años sesenta, Max Aub fue uno de los nombres míticos de la literatura del exilio. Era un escritor distinto –nacido en París, de padre alemán, el español su segunda lengua-- que unía al compromiso republicano un gusto experimentalista y mistificador heredado de la vanguardia. Volvió dos veces a España, en 1969 y en 1972, poco antes de su muerte, pero volvió, con pasaporte mexicano, para dejar constancia de lo que veía, sin ningún deseo de quedarse. El resultado de su primer viaje fue una de sus mejores obras, el diario La gallina ciega, un exasperado retrato del franquismo sociológico y de las frustraciones de la oposición interior.

            Esa entrega de su diario no se incluye en este bien ilustrado y monumental Diarios 1939-1972, al que Manuel Aznar Soler ha puesto un solvente prólogo y llenado de notas no siempre imprescindibles. Se incluyen, cambio, Enero en Cuba, que Max Aub publicó en 1969 y el diario de su estancia en Israel que quiso publicar y solo apareció póstumamente, pero sin separar con una portadilla del resto.

            Manuel Aznar Soler pretende hacer “una edición cargada de futuro” y resolver con sus notas “las dificultades de lectura que pueda tener hoy un estudiante universitario de veinte años”, como si se tratara de una lectura escolar. ¿Y de verdad cree que un estudiante universitario no sabe quién es Juan Carlos de Borbón o quién fue Carrero Blanco? ¿O Eva Braun? ¿O en qué año murió el Che Guevara? A pesar de esos excesos, se disculpa “por haber economizado ciertas notas”, ya que en otro caso su edición se hubiera convertido “en la historia de una anotación interminable”. Pero resulta muy fácil saber qué notas sobran: todas aquellas que resuelven dudas que el lector, tenga o no veinte años, sea o no universitario, puede aclarar tecleando unas palabras en el teléfono móvil, que es ese ordenador que todo el mundo tiene a la mano. “Las notas a pie de página son de lectura voluntaria” se disculpa el aplicado estudioso, lo cual es cierto, pero también que distraen al ser una llamada de atención que tendemos a suponer pertinente. Echamos en falta, sin embargo, ciertas aclaraciones. Un ejemplo: en la página 727 se nos indica en nota que Hiroshima, mon amour es una película de Alain Resnais, pero no se dice nada de la “carta de un comunista francés” que se reproduce a continuación; no sabemos si es una carta auténtica o un texto de ficción.

            Estos diarios de Max Aub, a ratos diario verdadero y a menudo cuaderno de ejercicios y de anotaciones varias, lo retratan de cuerpo entero. Aquí está su curiosidad inagotable, su afán de discutirlo todo, de pensar por cuenta propia, su cosmopolitismo intelectual, su afán viajero. Está también su susceptibilidad y vanidad. Nunca deja de anotar que esta persona o aquella otra a la que le presentan “nunca ha oído hablar de él”, “no sabe quién es”, “no le ha leído”. En 1971, tantos años después, tantas catástrofes después, relee un número de Hora de España, de 1937, y se entristece de nuevo al ver que en un artículo dedicado a “Nuestro teatro” no se le menciona.

A Guillermo de Torre se alude repetidas veces, y siempre despectivamente, a lo largo del diario. En la anotación dedicada a su muerte averiguamos por qué: “Murió el 14 de julio Guillermo de Torre en Buenos Aires, como es natural. Se salió con la suya: no escribir ‘el ensayo que me debía’, como me dijo. Tampoco me han dado ningún premio, ni me lo darán. ¿Voy a llorar por eso?”.

            A las continuas quejas por su marginación, se añade una homofobia que va creciendo con los años. Llega a extremos obsesivos. El 17 de abril de 1970 cena en casa de Buñuel. Se habla de la Residencia de Estudiantes y lo único que Aub cree de importancia para anotar en su diario es lo siguiente: “Confirmo que Orueta, según Méndez (contra Buñuel) era maricón”. Orueta, que fue director de Bellas Artes en el gobierno republicano, había muerto en 1939. ¡Y todavía le preocupaba a Aub saber cuál era su orientación sexual! El tal Méndez aclara cómo lo sabe: “Yo he vivió años en el cuarto de al lado. Se atraía a los jovencitos regalándoles latas de conserva”.

            Critica Aub en los diarios de Azaña su obsesión por los chismes y el continuo menosprecio de las personas. Parece que está hablando de los suyos propios. Cipriano Rivas Cherif es reiteradamente maltratados. A Francisco Giner de los Ríos le escucha contar en una cena, en la que se acusa a los diarios de Azaña “de faltar a la verdad”, que en 1945 o 1946 el general Saravia se jugó la vida yendo a buscar a Madrid, con cuatro colaboradores militares, a Rivas Cherif y cómo este se negó a seguirles. Y no quiso hacerlo –aclara no sabemos si Giner o Aub—“por no dejar de la mano el estreno y la dirección de la obra de un invertido amigo suyo”.

            ¿Alguien puede creerse que Saravia, que fue jefe del ejército de Levante, que en 1945 era ministro de Defensa del gobierno republicano en el exilio, iba a presentarse en Madrid acompañado de cuatro militares para sacar de España a un recién salido de presidio en libertad condicional? El minucioso anotador sí parece creérselo y lo único que anota al respecto es que “el invertido amigo suyo” podría ser Benavente, de quien Rivas Cherif representó dos obras en el otoño de 1946.

            Pero no solo hay resentida vanidad, obsesiva homofobia y poco piadosas observaciones contra este y aquel en estos diarios, por supuesto, pero conviene señalar unos aspectos que la mitificación habitual –o la acrítica crítica universitaria-- suele pasar por alto. Hay también espléndidos pasajes literarios. El cinematográfico flashback de su vida que encontramos en la anotación del 25 de mayo de 1951 o la “noticia de la muerte de mis perros”, que encontramos en la del 12 de noviembre de 1958, por citar dos ejemplos (los hay por docenas).

            Max Aub no pretende ser sublime sin interrupción. Escribe lo que ve y lo que le cuentan. De Arturo Barea: “dicen que su mujer le escribe los libros, en excelente inglés”. A Dámaso Alonso, de quien más de una vez subraya su cobardía, le hace confesar: “Yo no he sido el escritor que debiera haber sido por Franco. Me refugié en la lingüística románica, por si acaso. Era lo que menos podía comprometerme”. A Cela le dedica un aguafuerte preciso y cruel, como suelen ser todos sus retratos al minuto: “Dedica todas las horas posibles a su negocio que es la gloria, a la que ordeña a sus horas fijas, muy bien secundado por Rosario, su mujer. Sueña todas las noches con el premio Nobel”.

            Las tres entregas de su diario que Aub publicó o dejo listas para publicar están dedicadas a otros tantos viajes: Israel, Cuba, España. De diversos viajes europeos se ocupan otras de las más sugerentes páginas de este volumen, que entremezcla arbitrariedad con inteligencia, generosidad con mala intención, debates políticos –el comunismo, fue encarcelado acusado de serlo, es una de sus obsesiones—y apuntes líricos, menos afortunados cuando están en verso.

Un hermoso volumen –ejemplar la edición de Renacimiento-- para leer a trechos y espaciadamente, para curiosear y rebuscar maldades ayudado por el índice onomástico (léase, por ejemplo, lo que dice de las razones de la muerte de Lorca), para admirar y detestar a ese escritor inagotable que fue Max Aub.      

 

           

jueves, 7 de diciembre de 2023

Destreza y magia

 

Luis Alberto de Cuenca
El secreto del Mago
Visor. Madrid, 2023.

Algo de Cuaderno de vacaciones, para decirlo con el título de uno de sus recientes entregas, tienen los últimos libros de Luis Alberto de Cuenca. Abundan los ejercicios de estilo y no faltan las variaciones sobre citas o anécdotas que ya ha utilizado en sus artículos. Un ejemplo de esto último lo encontramos en el poema “Luna de Valle Inclán, luna de Shakespeare”. Esos “versos de Valle” que valen más “que el teatro completo de Voltaire” a los que se alude al comienzo del poema (y que solo se citarán parcialmente) aparecieron ya en el artículo “Cabalística luna de marfil”, publicado en 2019, conmemorando la llegada del hombre a la luna. Están tomados, según se nos indica, de La marquesa Rosalinda y dicen así: “Luna que de soñar dejas las huellas, /cabalística Luna de marfil, / tú escribes en lo azul moviendo estrellas: / Nihil”. Y termina con la misma cita de Shakespeare –tomada de la traducción de Astrana Marín, se nos indica--, pero ahora adaptada al ritmo del endecasílabo.

            Cuaderno de ejercicios, sí, a ratos un tanto rutinarios, sobre temas ya bien conocidos de los fieles lectores del autor: el “Madrid fantástico” que esconde “seres lovecrafianos de nombre impronunciable” y “exóticos palacios debajo de los parkings”; los sueños (“Soñé con una tribu en la que eran felices / todos sus componentes día y noche”); los recuerdos de infancia ; los ejercicios de erudición, a veces un tanto fantasiosa, como ese grafitti de Aristónico (para el autor, “graffito”), un epigrama en perfectos hexámetros, supuesta e inverosímilmente escrito “con mano temblorosa” en la pierna de uno de los colosos de Memnón.

Grato y menor este El secreto del Mago, pensamos, y sonreímos con alguna que otra humorada: “Habla la amante del poeta” (“Ya que te marchas, / llévate en tus alforjas / a mi marido”) o “La cura del faraón”, con un comienzo que recuerda a las letras de alguna zarzuela más o menos sicalíptica o los poemas droláticos del Madrid cómico o del Blanco y Negro: “A un faraón que se encontraba mal, / presa de angustias varias, / cansado de vivir y melancólico, / sometido a un insomnio recurrente, / todo ojeras y pinta de cadáver, / le aconsejó su médico / dar paseos en barca por el Nilo…”. Solo echamos en falta la entonces imprescindible rima consonante.

            Pero de pronto los ejercicios de estilo dejan de serlo y nos encontramos con algo más que la consabida destreza y los temas habituales. Dos de los tres sonetos del libro pueden incluirse entre las grandes elegías de la lengua española. No pretenden emular las “Coplas a la muerte de su padre” o el “Llanto por Ignacio Sánchez Mejías”  (como sí parece querer hacer Vicente Gallego en su desafortunada –ya desde el título-- elegía a Francisco Brines, Ni la sal ni el aceite han de faltarme), ni tampoco la desaforada expresión de la “Elegía a Ramón Sijé”, de Miguel Hernández, con la que guardan más similitudes temática.. Muestran mayor proximidad a los precisos epitafios de Manuel Machado: “Te has ido, compañero, hermano, amigo, / a la región de la tiniebla eterna, / sin dejarme otra cosa que tu ausencia”. A la muerte del mismo amigo, José Luis Chousa, le dedica igualmente la primera de las varias oraciones que incluye el libro (“Últimamente estoy rezando mucho”, comienza), pero ahora el tono es muy distinto con eutrapelias para evitar el patetismo: “Lo importante es saber / que hay un tipo con barbas allá arriba / que, en compañía de un joven muy guapo / con estigmas en las extremidades / y de un espectro en forma de paloma, / recibe tus mensajes”. Los sonetos están escritos con una transparencia emocional que parece –solo parece: hay un eco de Borges en el dístico final-- dejar fuera cualquier retórica: “Somos amigos desde la prehistoria. / Seguimos siendo amigos hoy. Mañana / lo seguiremos siendo en el infierno / o en el cielo, en la nada o en la gloria. / Deja que me refugie en esta vana / sensación de creer que hay algo eterno”.

            También, como los epitafios, se acerca a Manuel Machado la sección titulada “Por soleares”. En ella, Luis Alberto de Cuenca, sin dejar de ser el poeta culturalista que es (incluye una cita no se sabe muy bien en qué lengua), emula con garbo y buen humor la poesía popular o se glosa a sí mismo como en las “Soleares de tus manos en el cine”: “Tener tu mano en la mía / mientas Wayne desenfundaba / fue lo mejor de mi vida”. Al final, no puede evitar una broma sobre polémicas contemporáneas: “Ahora, en estos nuevos tiempos, / no se dan besos de cine / sin consentimiento previo”. Se agradece que deje las referencias políticas para los artículos de prensa (en “Cabalística luna de marfil”, junto a otras varias consideraciones que quedan fuera del poema, califica a Rousseau de “prefascista”).

            Con un “Elogio del ilusionismo” comienza un libro en el que Luis Alberto de Cuenca demuestra, como los ilusionistas que le fascinaron en la infancia, y que siguen fascinándole a pesar de que haya descubierto muchos trucos, “su genio, su destreza, su magia inigualable”. Lo mismo nos ocurre a nosotros, los lectores.

             

jueves, 30 de noviembre de 2023

Propuestas de felicidad

 

Historia alternativa de la felicidad
Juan Antonio González Iglesias
Penguin Randon House. Barcelona, 2023.

Juan Antonio González Iglesias es poeta, uno de los más notables de su generación, y catedrático de Filología Clásica. Para ofrecernos una Historia alternativa de la felicidad (o mejor, una propuesta alternativa) ha echado mano de sus muchos conocimientos filológicos y también de sus abundantes lecturas de la poesía contemporánea.

La lección de los mejores de ayer coincide en sus paginas con la lección de los mejores de hoy, aunque a veces –todo hay que decirlo-- esa coincidencia resulte un poco forzada. Nos hace sonreír el final del capítulo titulado “La sobria ebriedad”. ¿La trágica vida de Cleopatra habría sido distinta de haber podido leer a Claudio Rodríguez? González Iglesias cree que sí. Cleopatra “se nos presenta como ebria de buena fortuna y por tanto condenada a la desdicha. Le faltó estar ‘sobria de buena fortuna’. Si hubiera podido leer el deslumbrante Don de la ebriedad de Claudio Rodríguez, habría adquirido a la vez el ‘don de la sobriedad’ que también lo anima”.

            A esa aventurada hipótesis, podemos añadir otra como afirmar que Odysséas Elýtis “habría tenido igual el Premio Nobel” si solo hubiera escrito la frase “en el paraíso he recortado una isla”. Quizá quiso decir “merecido” y ya sería una hipérbole excesiva, pero “tenido” resulta una falsedad (no es un premio para frases felices).

            Se leen con gusto y provecho los setenta capítulos –por lo general breves-- de este libro, que es también una selecta antología de poesía clásica y contemporánea. González Iglesias sabe, como pedía Horacio, “instruir deleitando”. Destaca el capítulo final, dedicado a Catulo, en quien encuentra “un catálogo práctico de felicidad”.

Sin embargo, al margen de algunos lapsus fácilmente corregibles (“Los placeres inferiores” no es un libro de Francisco Brines, sino uno de sus poemas), a  mi entender incurre en un error de base que conviene subrayar: contrapone un idealizado mundo clásico a un no bien entendido mundo contemporáneo.

            Me limitaré a algunas muestras. “Lo que ahora se expresa por WhatsApp –escribe en el capítulo “Las felicitaciones”-- o por teléfono antes se comunicaba poéticamente. Tenían poemas para desear buen viaje (el propenticón) que incluso anticipan como será el retorno feliz. Poemas para felicitar la boda (el epitalamio) o para acompañar el envío de un regalo”. Pero un poema se puede enviar por WhatsApp o leer por teléfono, no hay que confundir contenido con continente. ¿Se recitaban entonces siempre poemas para desear buen viaje? ¿Se leían poemas en todas las bodas? Me imagino que sería solo en algunos casos, lo mismo que ocurre ahora.

“El que tiene lo público carece de lo privado” afirma González Iglesias citando a Gil-Albert. La privacidad ha desaparecido del mundo contemporáneo, repite una y otra vez; hoy “las personas monetizan su intimidad ofreciéndola por Internet a las multitudes”. En pleno “paroxismo internáutico”, ha habido quien “ha osado felicitar” a los que se quedan al margen. Y cita como ejemplo de esa osadía un poema propio, aunque callando el nombre: “Benditos los ignotos, / los que no tienen página / en Internet, perfil / que los retrate en Facebook, / ni artículo que hable / de ellos en Wikipedia. / Los que no tienen blog. / Ni siquiera correo / electrónico, todo / les llega si les llega / con un ritmo más lento. / Tienen pocos amigos. / No exponen sus instantes. / No desgastan las cosas / ni el lenguaje. Network / para ellos es malla / que detiene la plata de los peces. / Benditos los que viven / como cuando nacieron/ y pasan las mañanas oyendo el olmo / que creció junto al río / sin que nadie / lo plantara. / Benditos los ignotos, / los que tienen / todavía intimidad”.

            Y esos que pasan la mañana junto al olmo, habría que preguntarle al autor, ¿de qué viven? ¿Tienen esclavos como en tiempo de Horacio o santa esposa, como hace unas décadas, que se ocupan de las cuestiones prácticas de la vida? No escriben versos, por supuesto, ni menos los publican, porque entonces correrían el riesgo de “compartir sus instantes”.

Qué fácil resultan rebatir estas falacias, que suenan tan bien y tantos aplauden, confundiendo el uso con el abuso de las redes sociales. ¿De verdad cree González Iglesias que quien tiene perfil en Internet deja de ser ignoto? ¿Y que se pierde algo de intimidad por tener un blog sobre filatelia o sobre cualquier otra afición? El error conceptual en que incurre González Iglesias –y no es solo suyo, por eso conviene señalarlo-- es pensar que porque son varios cientos de millones las personas que tienen un perfil en Facebook son cientos de millones los que pueden ver las fotos de la presentación de un libro que subo a mi página. “¡Lástima grande / que no sea verdad tanta belleza!”, habría que exclamar citando a otro clásico.

Siguen existiendo privacidad e intimidad y no han disminuido, sino aumentado desde aquel tiempo en que las familias pobres vivían amontadas en una habitación y los palacios estaban llenos de cortesanos. Aunque uno esté en todas las redes sociales y tenga correo electrónico --ya casi solo una herramienta de trabajo, por cierto--, solo comparte de su intimidad aquello que quiere compartir, salvo por descuido o inadvertencia, pero esa es otra cuestión.

Intimidad siguen teniéndola no solo la mayoría de las personas –cuya privacidad no interesa a nadie--, sino los personajes públicos. ¿O acaso cree González Iglesias que tiene menos vida privada Felipe VI que Alfonso XIII, la reina Letizia que Isabel II?

            Pero González Iglesias sigue erre que erre: “La sonrisa, que es el fruto logrado de la felicidad, se comunica en silencio. En el destello de la mirada puede haber más generosidad con los demás que en ninguna publicación instantánea”. Perfecto. Pero a veces la sonrisa y el destello de la mirada están a miles de kilómetros. ¿Y cómo entonces podría disfrutar el abuelo de la sonrisa de su nieto sin el recurso a Internet?

            “¿Cómo hemos llegado nosotros a la exaltación máxima de lo público?”, se pregunta. Al parecer eso ya ocurrió hace siglos: Alexis de Tocqueville dictaminó que “los americanos carecen de intimidad”. Y ahora han bastado los años que llevamos del siglo XXI “para abolir la preciosa intimidad europea”.

            Admirable González Iglesias cuando escribe versos o nos explica los pormenores filológicos de la cultura clásica; algo menos admirable cuando da rienda suelta a su misoneísmo y moraliza sobre la decadencia contemporánea.

jueves, 23 de noviembre de 2023

Poesía y caligrafía

 

 

 

Los expedientes de la madrugada
Felipe Benítez Reyes
Visor. Madrid, 2023.

Felipe Benítez Reyes domina el arte de la divagación lírica, de la alusión literaria, de la frase feliz (“Un agua mansa / que cubría la ciudad como un traje de novia”), pero sus mejores poemas son aquellos que parten de una anécdota concreta y no la toman como pretexto para nuevas reflexiones sobre el tiempo y la memoria, aunque siempre sugestivamente paradójicas y nunca desdeñables. El mejor Felipe Benítez Reyes, dueño de una inconfundible caligrafía personal, es quizá el que encontramos en los poemas que menos parecen suyos, como “Los dos ancianos”. Pocas veces un tema tópico –el de la ancianidad de los padres-- ha sido tratado con tanta inteligencia y verdad.

            Hay más poemas en los que el autor no se pierde en florituras ni en eliotianas elucubraciones y, esos son, los que cerrado el libro se nos quedan en la memoria y los que nos hacen volver a él.

            “Episodio de infancia” comienza de la más llana manera: “Se fue la luz en la casa de campo”. Tal vez habría ganado en intensidad prescindiendo de los versos centrales, hermosos sin duda –“la fantasmagoría inquieta de una llama”, “el latir de la luna vagabunda”--, pero que suenan a ejercicios de estilo, marca de la casa.

            “El tránsito” es otro poema que nos cuenta una anécdota cotidiana (“Una paloma ha elegido mi terraza para su agonía”), y que termina con la concisión del epigrama clásico: “Lo peor de la muerte es conocerla / desde mucho antes de morir. / Tú pudiste volar y fuiste eterna”.

            “El reloj nuevo” y “El espejo” toman también vuelo metafísico o trascendente a partir de los objetos de la cotidianidad que indica el título. No son temas que busquen la originalidad –sobre el reloj y el espejo se pueden compilar nutridas antologías--, pero Benítez Reyes acierta a darles un sesgo inédito.

“Las posesiones” aprovecha la anécdota de partida –el desalojo de la casa de un familiar o amigo que acaba de morir-- para practicar el borgiano arte de la enumeración, caótica o no, un procedimiento en el que Benítez Reyes resulta un maestro. Lo encontramos también en “Divagación acuática”, a la que sirve como pretexto “el agua que brota de noche del manantial” para un brillante evocación que entremezcla literatura y vida: “El agua con sonido que discurre / en una égloga renacentista / se me confunde ahora en la memoria inestable / con la lluvia otoñal que oí caer / desde una ventana del hotel Locarno, en Roma, / y que parecía el eco de una batalla de hace siglos, / un choque de metales en el aire, / un rápido morir”.

            Nuestros defectos son la otra cara de nuestras cualidades se ha repetido a menudo. Lo que la poesía pueda tener de “fermosa cobertura”, según la definición del marqués de Santillana, de primorosa caligrafía, Benítez Reyes lo domina como nadie. Por eso corre continuamente el riesgo de que sus poemas le suenen al lector de hoy, acostumbrado a otras músicas, a más o menos brillante ejercicio retórico; es lo que ocurre con “Hablar en plata” o en menor medida con “La canción de los pescadores del litoral”.

            Entre los poemas que parten de la cotidianidad, y que como ya he indicado están entre los mejores del libro (“El vecino hechizado” podría añadirse a los mencionados), disuena “Oda a los empleados madrugadores”, un poema en el que autor se deja llevar por su gusto por la enumeración –“el depositario de los enigmas mercantiles”, “el analista metafísico de los inventarios”, “los conocedores de las propiedades exactas del género que exhiben”, el empleado bancario, el gerente de la funeraria, la limpiadora, los reponedores, las empleadas de la inmobiliaria-- y hace que la calle que contempla desde el balcón al amanecer parezca inverosímilmente más concurrida que un pasillo del metro en horas punta.

            El lector agradece los textos más breves, en los que el autor parece prescindir de su reconocida maestría. El “Excurso” remite al despojamiento del último José Corredor-Matheos: “El viento / trae ahora / desde una verbena / remota / una remota / canción / de juventud / a tu ventana. / Como si nada / hubiera cambiado / desde entonces / --¡como si nada!--, / escucha esa canción / remota / que trae el viento / y da las gracias, / aunque no sepas / por qué).”

            Pero en un tiempo en que tantos poetas abusan del coloquialismo y de la pobreza expresiva, no deja de resultar encomiable el empaque retórico, el gran estilo, de poemas como “Apuntes para la construcción de un templo” o la ambición estructural de “18 de septiembre de 1970”, que entremezcla la muerte de Jimi Hendrix con las evocaciones autobiográficas, una amplia cita de San Agustín y dos notas entre paréntesis sobre Eliot y Bocángel.

            Todo lo que el lector habitual de Felipe Benítez Reyes espera encontrar en un libro de Benítez Reyes lo encontrará en Los expedientes de la madrugada (hay incluso un poema, “In Arcadia”, que remite al poeta de los ochenta, cuando las ásperas polémicas sobre la “poesía de la experiencia”), pero con una inédita emoción –“enseñanzas de la edad”-- en los mejores poemas y sin que apenas suene a prescindible o consabido, aunque nos suenen temas y maneras. Quien lo descubra ahora, siempre hay lectores que se incorporan, se encontrará con la sorpresa de un clásico contemporáneo.



 

 

 

jueves, 16 de noviembre de 2023

La historia por los aires


 

Manuel Cerdán
Carrero: 50 años de un magnicidio maldito
Plaza & Janés. Barcelona, 2023.

¿Queda algo por saber del atentado contra Carrero Blanco del que pronto se cumplirá medio siglo? Manuel Cerdán, periodista de investigación de larga trayectoria, opina que sí, pero las seiscientas páginas del segundo volumen que ha dedicado al tema, Carrero: 50 años de un magnicidio maldito, Parecen demostrar más bien lo contrario. En el prólogo, afirma que ningún periodista se ha alejado más que él de las teorías conspiratorias, pero alude repetidamente a un personaje conocido como la Sombra, que parece sacado de una novela de kiosco. ¿Quién es la Sombra? Pues nada menos que "el hombre invisible que reveló los movimientos de Carrero". Aunque algunos autores pongan en duda su existencia, según afirma Cerdán, él tiene constancia documental. Un miembro del comando que acabó con la vida de Argala, el etarra que activó el explosivo que hizo volar el coche de Carrero, le habló de ese personaje que, en una entrevista en el hotel Mindanao, puso en marcha toda la operación: "Sabemos que la Sombra era un política de la oposición liberal-conservadora que se movía con plena libertad dentro del régimen y en los círculos políticos de don Juan, entre Estoril y Madrid. Era amigo o conocido de Genoveva Forest y de un etarra que vivía en Madrid, conocido como Kaskazuri, un tipo relacionado con los servicios secretos del PNV". En otro momento se refieren a él como un "elegante hombre de traje gris". ¿Y qué fue lo que hizo ese personaje misterioso? Pues entregar un papel en el que se informaba de la costumbre de Luis Carrero Blanco de asistir a misa todas las mañanas, a la misma hora, en una determinada iglesia madrileña. Pero, si como se afirma en este mismo libro, los etarras descubrieron con sorpresa que la dirección particular del vicepresidente, y luego presidente, del gobierno figuraba en la Guía telefónica, ¿tan difícil les resultaba seguirle y averiguar su costumbres?

La confidencia de ese personaje misterioso, si existió, resulta poco significativa, y más que dudosa resulta la implicación de la CIA o de otros políticos del régimen opuestos a Carrero en la puesta en marcha del atentado. De la minuciosa investigación de Cerdán no se deduce nada de ello, aunque él se empeña, por dar interés a su libro, en dejar abiertas todas las pistas.

Cierto que hay muchas cosas sorprendentes: la libertad con que se movieron durante largos meses un grupo de etarras, ya fichados, por Madrid; la cercanía del lugar del atentado a la embajada de Estados Unidos; la coincidencia con la visita de Henry Kissinger; los desoídos avisos sobre las insuficientes medidas de seguridad en relación con Carrero (pero él mismo se negó reiteradamente a reforzarlas). La torpeza de los encargados de prevenir la actividad terrorista fue indudable, así como la buena suerte que acompañó al comando y a sus colaboradores. La principal fue Eva Forest, quien puso a disposición de los etarras una red de militantes de izquierda disconformes con la actitud pactista que había adoptado el PC. Un Eva Forest debió ETA su mayor éxito en la lucha contra el franquismo y su mayor fracaso, el atentado en la calle del Correo, ocurrido menos de un año después.

El primero tuvo mucho de traca final de la dictadura, aunque esta continuaría algún tiempo, y en cierta medida libró a los españoles del trauma de haber dejado morir a Franco en su cama. Se trató de una ejecución del dictador por persona interpuesta. Por eso fue recibido con más o menos disimulado alborozo por toda la oposición.

El segundo fue un mero acto de barbarie, parece que ideado no por ETA, que se dejó llevar por el entusiasmo derivado del éxito anterior, sino por Eva Forest, que ya se consideraba a sí misma a la altura de los más grandes revolucionarios.

¿Cambio la historia de España la muerte de Carrero, como se ha repetido hasta la saciedad? Manuel Cerdán afirma que sí y lo equipara al asesinato de Prim en diciembre de 1870. No sería el único parecido: también en el caso de Prim muy altas instancias impidieron llegar hasta los instigadores. La muerte de Prim impidió que se consolidara la dinastía de los Saboya, de la que era el principal apoyo. El que en lugar de Carrero, en el momento de la muerte de Franco, estuviera Arias al frente del gobierno no supuso mayor diferencia. El propio rey Juan Carlos lo vio así: "Pienso que Carrero –le dijo a José Luis de Vilallonga-- no hubiera estado en absoluto de acuerdo con lo que yo me proponía hacer. Pero no creo que se hubiera opuesto abiertamente a la voluntad del rey. Simplemente habría dimitido...", que fue exactamente lo que hizo Arias, o le hicieron hacer. Ni uno ni otro tenían "la visión necesaria a largo plazo para hacer frente a los cambios radicales que exigían los españoles". Carrero Blanco no garantizaba la continuidad del franquismo; sin Franco no era nada, ni siquiera contaba con la simpatía de buena parte de los políticos del Régimen.

El libro de Manuel Cerdán permite sacar conclusiones distintas a las del autor, y esa es buena señal. Habría ganado con una mayor concisión. Se repite demasiado la metáfora del árbol de Malato (el árbol simbólico que marcaba la frontera del señorío de Vizcaya), por ejemplo, y se incurre en algunos errores: ETA no colocó una bomba en la calle del Correo en noviembre de 1974, según se afirma en la página 73, sino en septiembre; Eva Forest no fue detenida ni en noviembre de 1974 (página 75) ni en septiembre de 1975 (página 313), sino en septiembre de 1974, poco después del atentado, y a partir de sus declaraciones fueron cayendo todos los colaboradores en él y en el anterior contra Carrero. Errata parece la confusión de Alfonso XIII con Alfonso XII al referirse al cuadro pintado por Sorolla que se encuentra en el Ministerio de Asuntos Exteriores.

Paradójicamente, el almirante Carrero Blanco sale humanizado de este libro. No participó en negocios raros como tantos políticos de antes y de después (ya el príncipe de España comenzaba su lucrativa amistad con los países árabes) y cumplió con el que creía su deber hasta final. Murió pobre (había donado sus parcos ahorros poco antes) y el epitafio que recibió de Franco fue el famoso "no hay mal que por bien no venga". Conmueve leer la crónica de sus últimos días, que entremezcla actos oficiales con la rutina cotidiana y que nos deja un dato que parece inventado por un novelista, En uno de los cines de la Gran Vía, viendo la película Chacal, de Fred Zinnemann, pudo coincidir con los que poco después serían sus ejecutores. La película, como es bien sabido, cuenta la historia de un asesino que intenta asesinar al presidente de Francia por encargo de una organización terrorista.



miércoles, 8 de noviembre de 2023

Lorca revisitado

 

 

Federico García Lorca, el tiempo compartido
Pablo Suero
Edición de Mirtha Mansilla y Alfonso López Alfonso Impronta. Gijón, 2023.


¿Puede tener interés un nuevo libro sobre García Lorca? ¿No lo sabemos todo de su vida, y de su muerte? Comenzamos a leer este volumen, en el que Alfonso López Alfonso y Mirtha Mansilla, han reunido todo lo que Pablo Suero ha escrito sobre él con cierto escepticismo. Desaparece pronto. Aquí está Lorca, en el mismo momento en que comienza a convertirse en mito, y a su lado, como el más entusiasta de sus admiradores, un escritor con el que el tiempo no ha sido benevolente, pero al que su labor periodística ha salvado del olvido: Pablo Suero.

Pablo Suero nació en Gijón en 1898, el mismo año que Lorca, pero emigró de niño a Argentina y siempre se consideró Argentino. No hay ni una mención a su origen en su libro más conocido, el único conocido en realidad, España levanta el puño, varias veces reeditado y en el que reúnen las crónicas escritas durante su visita a España en los primeros meses del 36. Entrevistó entonces a políticos y escritores, de izquierdas y de derechas, y ese plural testimonio sigue siendo el mejor retrato de España en vísperas de la guerra civil.

A Lorca lo conoció en octubre de 1933, con motivo de su viaje a Argentina. Llegaba el poeta y dramaturgo ya con el renombre de ser el autor más destacado de la nueva generación. Pablo Suero se adelantó a recibirlo a Montevideo y por eso fue el primer periodista Argentino en entrevistarle. Su "Crónica de un día de barco con Federico García Lorca" se lee hoy con el mismo interés que cuando fue escrita. Tiene el valor de un vivaz noticiario cinematográfico que pone al poeta entre nosotros. Le vemos hablar y actuar con todo su encanto, el famoso "duende". La completa otra entrevista, "Hablando de La Barraca con el poeta García Lorca", publicada pocos días después. Y junto a ellas podemos leer por primera vez las reseñas de los estrenos, de las conferencias, de los homenajes.

Pocos escritores fueron tan agasajados como García Lorca en esos días argentinos. Argentina era entonces un país joven, próspero y deslumbrado por la cultura europea. El entusiasmo de Pablo Suero tuvo mucho que ver con el éxito de Lorca. Al comienzo de su primera entrevista se retrata como un "cazador de almas", deseoso de acercarse a los seres extraordinarios: "Al lado de estas criaturas de excepción que viven para el arte, la vida cobra otro valor. Hablar con ellas, gozar de su sociedad, sentir su fina o ardiente vibración de elegidos, lo hace a uno sentirse menos solo. Consuelan los artistas de ese fondo insoluble y trágico que lleva la vida en sí".

No era Lorca el primer personaje excepcional que había conocido: menciona a Barbusse, a Colette en su balcón del Claridge Hotel de París, incluso a Dreyfus, ya vuelto de la Isla del Diablo. "Su hálito de otros mundos –escribe-- hace olvidar la violencia o la aspereza de estos tiempos".

No fue fácil la vida de Pablo Suero, Periodista Polémico, autor y director teatral, Letrista de Tangos, muerto en accidente de automóvil en 1943. Recientemente se ha reeditado su libro de poemas Agonía de un mundo, de 1940, en absoluto desdeñable, con ecos de la generación española del 27, que conocía muy bien, y ciertos resabios modernistas.

Como toda pasión, la de Suero por Lorca tuvo alguna crisis. En Argentina comenzó a circular el rumor de que, a su regreso, Lorca no se mostraba tan agradecido con el país como podría esperarse. Y cuando Suero volvió a España, a finales del 1935, Lorca no hizo nada por verle, más bien todo lo contrario. Le habían escrito indicándole que ese malicioso rumor procedía precisamente de Suero.

"Parece que hay chismes de por medio... Chismes ultramarinos... Pero tú y Federico no podéis separaros...", le dijo Neruda, que fue quien los reconcilió. Estaba Suero en el hotel Cristina, de la plaza del Ángel, cuando le llamó Lorca: "Pablo, quiero hablar contigo... He hecho mal en guiarme de chismes sin pensar en todos tus antecedentes para conmigo...". Y a los diez minutos se presentó en el hotel trayéndole sus últimas cosas, entre ellas el Llanto por Ignacio Sánchez Mejías. Pero para entonces Suero ya había enviado un artículo a Buenos Aires "con dos o tres líneas despectivas para Federico". No había manera de impedir que se publicara y, en cuanto se publicó, le faltó tiempo a alguna gente de allí para hacérselo llegar por correo aéreo a Lorca.

Esta y otras pequeñas historias contribuyen al interés de este libro, escrito en tres tiempos: 1933, el año del triunfo de Lorca en Argentina, cuando parece que a la República y al poeta les espera una larga vida; 1936, con el comienzo de la guerra civil y la noticia del asesinato de Lorca, que Suero tarda en creerse, y el regreso de Lorca a los teatros de Buenos Aires de la mano de Margarita Xirgu a partir de 1937.

Tantos años después, aún no nos hemos cansado de Lorca ni del tiempo que le tocó vivir. Y esta recopilación, que rescata tantas páginas llenas de vida olvidadas en las hemerotecas, lo demuestra cumplidamente.

jueves, 2 de noviembre de 2023

Nueva York y más

 

 

Una cita con Borges
José María Conget
Renacimiento. Sevilla, 2023.

La literatura tiene sus paradojas. José María Conget es autor de una amplia obra que abarca novelas y libros de relatos, elogiosamente acogidos por la crítica, pero para la mayoría de sus lectores es y seguirá siendo sobre todo el autor de Cincuenta y tres y Octava, un librito de pocas páginas –apenas un folleto-- que narra su estancia en Nueva York como directivo del Cervantes y que es una de las grandes obras sobre esa ciudad.

Una cita con Borges –reedición muy ampliada de un libro aparecido el año 2000-- reúne textos que podríamos considerar menores e incluso prescindibles, producto del encargo: conferencias, prólogos, colaboraciones en algún homenaje. Y sin embargo aquí está el José María Conget mayor, el que se seguirá leyendo cuando se olviden sus obras de más empeño, esas novelas "que nadie le manda componer", según afirma con cierta ironía en el prólogo.

Ya Francisco Umbral había repetido más de una vez que la musa es el encargo. Con ciertas condiciones, añado no. La primera, que podamos rechazarlo si no encaja con nuestros intereses del momento. O queº en Visor. A José María Conget le solicitaron un prólogo para el tomo 32, Libros de Madrid, y él, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, esto es, unas vagas alusiones a Madrid en el Diario de un poeta recién casado, escribe unas espléndidas páginas sobre el Nueva York que Juan Ramón Jiménez se encontró durante su primera visita en 1916.

Sobre ciudades –no solo Nueva York-- tratan los mejores textos de José María Conget, que ha sido profesor o gestor cultural en muy diversos lugares. Inolvidable resulta el Londres de "10 Rillington Place", que entremezcla autobiografía y crónica criminal, la evocación de un asesino en serie.

Otro capítulo memorable es el titulado "Piratas, aguas de regaliz y un pistolero", que algo tiene que ver con La infancia recuperada, de Fernando Savater, ese manifiesto a favor del placer de leer y en contra del experimentalismo, heredero de un Joyce mal entendido y el nouveau roman francés, de los años setenta. Conget nos habla de sus inicios como lector, de Salgari, de Guillermo Brown, de su primera fascinación cinematográfica, la película que en España se llamó Raíces profundas, y lo hace con erudición, con humor y con las adecuadas dosis de melancolía.

A "La felicidad de los tebeos" se dedica una de las secciones. En "Los pasados vergonzosos" nos descubre la trayectoria de Patricia Highsmith como guionista de cómic, su dedicación durante un tiempo antes de ser novelista de éxito. Pero el mejor capítulo de esa serie es "13, rue del Percebe", análisis de la innovadora página de Ibáñez, a la que pone en relación con Zola y con Perec y con Boticelli (también con un afamado colaborador de The New Yorker, Saul Steinberg).

Menos interés tienen, a mi entender, las páginas dedicadas al cine incluidas en "Pantalla grande": una conferencia sobre "el cine de los exiliados españoles, el exilio español en el cine", unas páginas sobre una familia de cineastas iraníes y la esforzada recreación –disuena algo en el conjunto-- de un encuentro entre dos pioneros en el Café de Flore.

"Una cita con Borges" es el borgiano relato, por el tema y por la técnica, que da título al conjunto. Mezcla ensayo y ficción, analiza el tema del amor en la literatura de Borges y concluye con una sorpresa, que quizá no lo es tanto, al revelarnos el nombre de la protagonista y narradora. A Borges se le dedica también "Fervor mítico de Buenos Aires", que comienza con una de esas anécdotas biográficas tan características del mejor Conget: "Viajé a Buenos Aires hace años con el propósito oficial de comprar libros raros para una biblioteca española en Nueva York y con el deseo secreto de enamorarme de una ciudad de la que ya había recibido varios flechazos a través de la literatura".

Nueva York está muy presente en estas páginas, y el lector lo agradece. Buena parte del libro se escribió en ella: "Durante los años que llevo en esta ciudad he visitado muchas veces, por motivos profesionales que nunca excluyeron el placer, la librería que Eliseo Torres amontonó en el Bronx". Se trataba de "un caserón de ventanas cerradas y atmósfera que evoca unas carceri piranesianas con las extrañas mazmorras repletas de letra impresa, sus perspectivas de metros y metros de estanterías hasta el techo, el olor ubicuo a papel viejo y el cálculo, que marea un poco, de que allí se encierran cerca del millón de volúmenes". Millón de volúmenes que luego sería adquirido por Abelardo Linares, precisamente el editor de Una cita con Borges, uno de esos libros hechos de retazos --"marquetería mal ensamblada" se titula, captatio benvolentiae, la nota inicial--, a los que siempre gusta volver, porque entre sus ingredientes no faltan nunca ni la inteligencia ni el humor.




jueves, 26 de octubre de 2023

Una extraña pareja

 

  

Carmen Laforet / Emilio Sanz de Soto
Correspondencia inédita 1958-1987
Edición de José Teruel
Renacimiento. Sevilla, 2023.

No parece un título muy atractivo para el lector común Correspondencia inédita 1958-1987, de Carmen Laforet y Emilio Sanz de Soto, la primera una escritora bien conocida y el segundo un escritor casi ágrafo y un personaje mítico. Podríamos pensar que el volumen solo tiene valor para los estudiosos de ambos, que abunda en corteses banalidades y anécdotas privadas, como la mayor parte de las correspondencias. Pero no es así, se lee como una novela escrita a dos voces y como una crónica social y literaria.

Salvo Nada, la prodigiosa Nada símbolo de un tiempo sombrío, y sus artículos más cercanos al diario íntimo, la obra de Carmen Laforet ha ido perdiendo interés. La mujer nueva (1955) tuvo, en su momento, tanto éxito como Nada, aparecida diez años antes, pero hoy esa crónica de una conversión religiosa nos resulta tan lejana como las novelas de tesis de Alarcón o Pereda. Su correspondencia con Elena Fortún o con Ramón J. Sender, en cambio, suponen una sorpresa para quienes tienen catalogada a Carmen Laforet solo como una de las menos onerosas lecturas obligatorias del bachillerato. 

                Las dos primeras cartas, meras notas informativas, nos hacen temer lo peor. El epistolario, en lo que tiene de algo más que una mera compilación erudita, comienza con la tercera, escrita en mayo de 1959. A Emilio Sanz de Soto, Carmen Laforet lo había conocido en Tánger en el verano anterior, donde su marido, Manuel Cerezales, dirigía el diario España. Tánger aún no había perdido su estatus especial y era un enclave cosmopolita que contrastaba tanto con el reino de Marruecos como con la Península, un paraíso para los escritores –de Paul Bowles a Truman Capote, de Tennessee Williams a William Burroughs— que allí podían satisfacer sus deseos, más o menos inconfesables, a bajo precio.

                Carmen Laforet, en esta carta que puede considerarse como capítulo inicial del libro, además de hacer un apunte satírico de una conferencia de Zubiri (el filósofo de moda en aquellos años), se refiere a sus compromisos familiares: "Los primeros días se fueron en un remolino de cosas chicas –los niños hablando todos a la vez, y yo repasando sus notas y sus camisas y sus calcetines para saber lo que hay que decirles respecto a las notas y lo que hay que comprarles, respecto a las camisas y los calcetines".

                Desde una óptica actual, no hay duda de que las dificultades de Carmen Laforet como escritora tuvieron que ver con sus cinco hijos y con un marido –prestigioso crítico-- que nunca valoró demasiado –o eso pensaba ella-- sus capacidades literarias, aunque la ayudó a lograr la versión definitiva de Nada. Ella misma podía pensar algo así, a juzgar por lo que le escribe a Sanz de Soto en 1971, poco después de su separación: "Ya sabes que mi vida ha cambiado. O mejor dicho por el momento lo que ha hecho es serenarse en una independencia de espíritu y una verdad que me hacían mucha falta. Encajar la verdad es muy duro pero, al menos para mí, de un resultado bueno. La cara de la verdad para mí es que de nada sirve anular la propia personalidad en honor de lo que yo creía sagrado: la felicidad de mis hijos. En estos momentos eso no era cierto ya. Me costó muchísimo decidir que si se me ofrecía –como tantas veces— la separación, esta vez la aceptaría de veras pero sin naves detrás: todo quemado. Nada de quedarme en casa con los hijos". Se fue de casa solo con una maleta pequeña, llevándose menos de lo que había llevado al matrimonio.

                Pero la libertad y la errabundia (se pasó los años siguientes cambiando de domicilio y de país: Una mujer en fuga se titula la biografía que le dedicaron Anna Caballé e Israel Rolón) con las que siempre había soñado, no la beneficiaron en la labor literaria. Su última novela entonces, La insolación, de 1963, seguiría siendo la última. Solo póstumamente aparecería incompleta Al volver la esquina, segunda parte de lo que se anunció como una trilogía.

                Carmen Laforet siempre fue una escritora, una persona, con poca seguridad en sí misma. Siempre necesitó a su lado un mentor, alguien mayor y más culto que ella que la apoyara y la dirigiera. Primero encontró ese apoyo en su marido, luego en Lilí Álvarez, la exitosa tenista con quien tuvo una de sus más intensas amistades amorosas (y que fue la causa de su conversión religiosa), más tarde en Ramón J. Sender, que estuvo enamorado de ella, que la propuso irse a vivir con él a California. Emilio Sanz Soto fue el Pigmalión más duradero.

                "Emilio, me avergüenza ser escritora", le confiesa en una de sus primeras cartas. No se valora mucho a sí misma, pero no soporta –tras el éxito de Nada y el cuesta abajo que vino después-- el ser mirada por encima del hombro "por tantos seres mediocres, insolentes, peores escritores que yo, con desparpajo enorme y con profundo desprecio es algo verdaderamente irritante".

                La carta inicial de Sanz de Soto resulta sorprendente. No está escrita con el tono conversacional y a vuela pluma de las confidencias de Carmen Laforet. Es un auténtico ensayo sobre la situación cultural española al comienzo de la década de los sesenta y una proyecto de trabajo: quiere que Carmen Laforet aproveche su situación –es una escritora de moda cuya firma se disputan los principales diarios-- para promocionar a los nombres más valiosos de la nueva generación. Como ella no está al tanto de esos valores incipientes, él se los iría indicando. El primero que le propone es Carlos Saura. En privado ha visto su película Los golfos, que le pareció extraordinaria: "Creo que es la primera película realmente española. Es una especie de pedrada en seco: implacable y valiente".

                En otra carta, le envía todo el material necesario para un artículo titulado "La joven generación española". Era en 1961 y Sanz de Soto tenía muy claros los nombres significativos de la después llamada generación del cincuenta, no solo en literatura, sino también en pintura y escultura. ¿Por qué no publicó él esas páginas? ¿Por qué prefería que aparecieran firmadas por Carmen Laforet? No nos convencen demasiado sus razones, ese es uno de los misterios sin resolver de esta apasionante novela epistolar.

                La edición de José Teruel resulta modélica, tanto por el extenso, pero en nada prescindible, prólogo como por las notas finales, que nos aclaran –con precisa erudición: todo lo que los corresponsales daban por supuesto.