Euforia
Carlos Marzal
Tusquets. Barcelona,
2023.
Pocos libros tan desbordados, tan llenos de amor a la vida
como Euforia, de Carlos Marzal, que nos llega tras largos años de
silencio poético. Se divide en cuatro partes —es un libro extenso para lo que estamos acostumbrados— y
cuatro son su principales núcleos temáticos, aunque no estén agrupados, sino
dispersos por las diferentes partes. El primero de ellos —y quizá el más
deslumbrante— tiene un carácter hímnico. Marzal sabe como nadie cantar la
belleza de lo cotidiano. Pueden ser las hierbas del campo o la lista de la
compra, un viejo balón de fútbol o el camión de la basura: “Allí donde detengo
la mirada / veo la perfección: / en cada objeto, / en ese vaso de cristal, en
cada / cosa que me rodea por destino. / porque viene hasta mí para cumplirse”.
Quizá el poema que mejor resume este tono, que algo recuerda a Claudio Rodríguez
(aunque sin ninguna semejanza formal) sea el titulado muy precisamente “La
belleza imprevista”: “La belleza imprevista está esperando. / Basta por esta
vez con que tú seas / un hijo agradecido para el mundo”.
El libro se escribe desde la afirmación
y la exaltación —y de ahí el título—, aunque no excluya el dolor ni el
desconsuelo. “Solo valgo la pena en mi alegría”, nos dice en uno de los versos,
y en otro se declara “un buen huésped del mundo”.
Junto al “do mayor” de los himnos
están los recuerdos de infancia, a veces con rasgos costumbristas o
sociológicos, como cuando nos habla de las tétricas Semanas Santas del
franquismo o del quiero y no puedo de los muebles con escay, cuando evoca unos
billares o las desaparecidas salas de cine. Su particular versión de la
magdalena de Proust, la llave hacia su “infancia extraviada”, la encontramos en
“Moussel: un producto Legrain (París)”.
Otro núcleo temático lo encontramos
en los poemas a los amigos y maestros desaparecidos, casi todos poetas.
Comienza con el dedicado a Joan Margarit. Marzal sabe cómo huir del tópico,
como evitar los convencionales elogios fúnebres: “Lo llamé en un poema / viejo
zorro cabrón, / porque sabía cómo hacernos daño”. Imposible no seguir leyendo
después de esos versos inesperados. Sigue Miguel Ángel Velasco: “Fue un dandy
adolescente / y un maduro arquetipo / de hippie terminal: / dos paradigmas / de
espíritu romántico”. A Francisco Brines —la más reciente de estas ausencias— se
le evoca en la mañana de su entierro: “No quise claudicar ante el desánimo. /
Esto habría supuesto una traición / no solo a su poética, / también / a su
manera de entender el mundo”. La semblanza de César Simón resulta especialmente
precisa y matizada: “Tuvo un gen perceptivo solo suyo. / gracias al cual sabía
descubrir / raras epifanías sensoriales / en mitad de la nada / o del silencio,
/ como un perro que capta otra frecuencia”.
Y están las estampas familiares,
siempre tan proclives a la falacia patética, que Marzal acierta a evitar sin
hurtar la emoción, como en “Patres et filios”, o en el poema final, sobre la
muerte de la madre. En otros casos —“Artoplastia de cadera” puede servir de
ejemplo— recurre al humor.
Y están también los poemas que
cuentan una historia (“Viejo hotel en Barbastro”, “Telequinesis”) y los poemas
eróticos, que cantan a la vida “lujuriante y lujuriosa”. Carlos Marzal sabe que
no se puede ser sublime sin interrupción y por eso no tiene inconveniente en
escribir poemas como “Escatológica”, dedicar otro al tópico “Fumando después
de” o terminar “La canción del verano” con sorpresiva vulgaridad: “Huele a
jazmín / y llevas el biquini / nocturno y empapado. / Te he pedido / que
bailemos de nuevo la canción. / Una luna de sangre encumbra el cielo. / Estoy
indestructible / y muy empalmado”.
No faltan las reflexiones metapoéticas
—“Los poemas suceden, nos ocurren, / los versos acontecen cuando quieren, /
solo siguen la ley de su capricho”—, a menudo autobiográficas: “Mi escritura
requiere un cierto clima, / una temperatura del espíritu / que se aproxime a la
felicidad; / sobre todo si trato / de explicar la experiencia del dolor / o
hablo del desconsuelo”.
Euforia es un libro para
abrir por cualquier parte, como todos los libros de poemas, y también para leer
seguido. Marzal, que tanto gusta de la figura retórica de la “amplificatio”, de
la insistencia anafórica, en este volumen se muestra más contenido, sin
renunciar por ello a la creatividad expresiva, a la fórmula a la vez
sorprendente y precisa, jugando a veces con una frase hecha (“vivir del aire”,
“hacerse la boca agua”) o con la sorpresa como en el poema “Los conspiradores”.
Es también un poeta conceptual que
busca acercarse a la realidad desde ángulos inéditos, y casi siempre lo
consigue, aunque en algunos pocos casos parezca perderse en la algo sofística
argumentación. Sabe mirar y ver más allá de lo que todos vemos, entusiasmarse y
transmitir su entusiasmo. “El baile en la llama” —que copio íntegro— puede
servir para compendiar su poética: “Estoy hace ya un tiempo ensimismado, /
viendo bailar la llama en el pabilo / de una vela de aroma. / Sigo en antojo de
sus contorsiones, / las volutas del humo perfumado, / su danza en amarillo
maleable. / ¿Cómo no perseguir para mí mismo / tanta ductilidad, hecha de nada,
/ tanta adhesión tajante a lo que existe? / Suscribo su ideario en esos
términos. / bailar sin dirección, sin objetivo, / ser perfume en el aire / y
daros luz”.