sábado, 28 de diciembre de 2019

Claridad y verdad




Y de pronto Rimbaud
Jesús Munárriz
Renacimiento. Sevilla, 2019.

“La claridad es la cortesía del filósofo”, decía Ortega en frase muy citada y que no suelen tener demasiado en cuenta los filósofos, temerosos de ser confundidos con periodistas. ¿Se puede aplicar también a los poetas? Sí, pero ser cortés tiene igualmente sus riesgos: no se pueden ocultar obviedades, banalidades, la simple enumeración de buenos sentimientos.
            Jesús Munárriz es un poeta claro, siempre lo ha sido. Y de pronto Rimbaud se lee con la misma directa emoción con que escuchábamos a los cantautores de los años sesenta y setenta. Muchos poemas protestan contra los de arriba, contra los de siempre. Se trata de poemas que no desdeñan la demagogia y de los que es difícil disentir, pero a los que en algún caso resulta difícil asentir como poemas.
            Pero el libro –amplio, seis partes de once poemas cada una– posee otros muchos tonos. Abundan las referencias a poetas y a las historia de la literatura. “Fait-divers” es un espléndido homenaje a Paul Celan; “Aquellos claros días” nos habla de Miguel Hernández; “Gotán” de un poeta herido por la historia, Juan Gelman.
            No es poesía pura, a la manera juanramoniana, la de Jesús Munárriz: está llena de anécdotas, de referencias concretas, de lecturas, viajes y personajes. Por eso destaca un poema minimalista como “Cera ardiente”, la luz de una vela iluminando “el alma secreta de las cosas”.
            Hay muchos poemas memorablemente emocionantes en este libro que no pretende ser sublime sin interrupción, que a veces se lee como se escucha a un agradable conversador. Cito algunos: “Mais oui”, evocación de lo que Francia supuso para los españoles de la dictadura; “Silbando”, una antigua canción que alguien silba en la calle le devuelve a cuando silbar era un desahogo “en tiempos de silencio y monaguillos”; “Instantáneas”, colección de imágenes cotidianas o insólitas que se han quedado en el álbum de la memoria; “Trotaba”, dedicado al “dos caballos azul-gris” que le llevaba hasta el aire libre, más allá de los Pirineos.
            No es poeta Jesús Munárriz que guste de ocultar referencias, sus poemas están llenos de nombres propios. En “Uno de aquellos” se calla, sin embargo, el nombre del poeta y cantante Leonard Cohen. El poema glosa un pasaje de su discurso en los premios Princesa de Asturias: “Poco sabemos de él, ni siquiera su nombre. / Solo que era español, / que perdió aquella guerra, como tantos, / que dejó su país / y que tocaba la guitarra. / También que le enseñó sus primeros acordes / a un joven canadiense / que quería cantar. / Sesenta años más tarde, / este lo recordaba agradecido. / En todas sus canciones suena un eco lejano / de aquel españolito desterrado”.
            Varios de los poemas –“Vendimia”, “Lo de en medio”, “Viviendo”– glosan el “carpe diem” y Munárriz sabe hacerlo dándole un toque nuevo al viejo tópico. Abundan también los epitafios, las necrológicas a gente cercana, y Munárriz logra salir con bien del tema más difícil, del que más se presta a la falacia patética: la muerte de la madre.  
            Es posible que los más exquisitos frunzan el ceño ante la falta de tensión de algunos de estos poemas. Por ejemplo, “Sería bueno”, que empieza así: “Sería bueno, pienso yo, que el rey, / que es un profesional / muy encomiable, / el mejor preparado del país / para el puesto que ocupa, / buscase la ocasión y la manera / de preguntar al pueblo / si lo quiere / al frente del tinglado, / no sé si como rey / o como presidente”. Pero hay otros, los suficientes, que nos ponen una sonrisa en los labios o nos oprimen el corazón o nos ayudan a entender la historia del mundo.
            Poesía para todos, según los conocidos versos de Celaya, necesaria “como el pan de cada día, / como el aire que exigimos trece veces por minuto”.



sábado, 21 de diciembre de 2019

Una grata conversación



Una leve exageración
Adam Zagajewski
Traducción de Anna Rubió y Jerzy Slawomirski
Acantilado. Barcelona, 2019.

Cuaderno de notas, diario sin fechas, memoria familiar, eso es el nuevo libro del poeta polaco Adam Zagajeswski, publicado originalmente en 2015, cuando el autor cumplía setenta años.
            “No lo voy a contar todo” advierte en la primera línea. El lector lo agradece y recuerda a Voltaire: “El secreto de aburrir es contarlo todo”.
            A veces, sin embargo, da la impresión de que cuenta demasiado, como cuando se refiere a las invitaciones a lecturas o festivales de poesía, a las estancias en residencias para escritores. La vida de un poeta de cierta fama internacional (Zagajewski dejó la Polonía comunista en 1982, luego se instaló en París y más tarde en Estados Unidos, antes de volver a su país en 2002) se parece mucho a la del errante Rilke de castillo en castillo, aunque los mecenas ahora sean institucionales y no caprichosas princesas.
            El libro tarda un poco en arrancar, si el lector tiene la costumbre, que en este tipo de obras no es una buena costumbre, de empezar por la primera página. Adam Zagajewski no es un prosista que busque se memorable sin interrupción y algunas de sus anotaciones resultan prescindibles. Mejor hojear y pasar de largo las anotaciones de menor interés, como por qué no escribe novelas o a la descalificación de las lecturas del metro.
            Interesan más las referencias a Lvov, su ciudad natal, que fue Polaca, que formó parte del Imperio Austro-Húngaro, que ahora pertenece a Ucrania. Y destaca el retrato que hace de su padre, que tuvo que abandonarla en 1945 para no volver más.
            Cuando el libro comienza, el progenitor ha perdido la memoria; su muerte se nos refiere en una de las últimas anotaciones. El intento de rescatar lo que fue su vida está en el origen de Una leve exageración. El título, por cierto, procede de la frase que dijo el padre, dedicado a las ciencias, al conocer uno de los poemas del hijo: “Es una leve exageración”. Zagajewski encuentra esas palabras “una buena definición de la poesía”.
            A la poesía y a los poetas se dedican abundantes páginas de este heteróclito cuaderno. Se copian en su integridad incluso algunos poemas –“La linda pelirroja” de Apollinaire, “El rey de Ásine” de Seferis– y se comentan brevemente. A la relación entre Seferis y Kavafis se dedican algunas páginas y están llenas de lucidez las observaciones sobre la poesía de este último.
            La música es otro de los protagonistas de Una leve exageración. Abundan las referencias a conciertos y a sus compositores favoritos. En una de las anotaciones se escucha, mientras conversa en una cafetería de París con Tzvetan Todorov, la voz “desenfadada, amigable y triste” de Billie Holiday.
            Las ciudades están muy presentes en el libro y entre ellas destaca París, ese París que no se acaba nunca, en palabras de Vila-Matas, y al que el autor llegó un poco a la aventura tras dejar atrás la Polonia comunista, menos como muestra de oposición al régimen que por unos motivos sentimentales que apenas si se insinúan.
            No fue fácil la instalación en el nuevo medio literario. Por dos veces nos cuenta el rechazo que sufrieron sus poemas porque estaban “contaminados de historia”. Para los poetas franceses del momento, un poema comprensible que hablara de un determinado tema “es simple periodismo poético”.
            Frente a París palidecen las otras ciudades evocadas, incluso Venecia, que aparece ampliamente en una conferencia que le solicitaron sobre la región del Veneto y que se incluye íntegra.
            No deslumbra Adam Zagajewski, rara vez alza la voz. Mejor que sus fragmentos de prosa poética –que los tiene–, aquellos otros en los que se aproxima a la narración y nos cuenta la historia de algún personaje de su familia o del noble polaco que inspiró la figura de Tadzio, el adolescente de Muerte en Venecia, o de su traductora italiana, Paola Malavasi, pronto desaparecida.
            Abundan las citas –Cioran, Julien Green, diaristas y poetas polacos no demasiado conocidos entre nosotros– y los comentarios de textos ajenos. Una leve exageración se lee como se escucha una educada, inteligente, a ratos algo borrosa, conversación.



sábado, 14 de diciembre de 2019

Cómo no hablar de poesía


Hablar de poesía
Juan Carlos Abril, Luis García Montero (eds)
Centro Cultural Generación del 27. Málaga, 2019.

Pocos lo dicen, pero son muchos lo piensan: la mayor parte de los libros de poesía carecen del menor interés, salvo los que los lectores “serios” desprecian y califican de parapoesía, esos que recopilan textos de éxito probado en las redes sociales.
            Si en las antologías de poesía joven apenas hay un joven poeta que no resulte prescindible, ¿qué decir de sus “poéticas”, de las reflexiones que se les solicitan habitualmente en congresos, cursos de verano, lecturas varias?
            Hablar de poesía, subtitulado “reflexiones para el siglo XXI”, reúne las ponencias de dos cursos de verano en la Universidad de Baeza: “Poesía española contemporánea, un diálogo de generaciones” y “¿Cómo se hace un poema?”
            De las veinte intervenciones, apenas si se salvan cinco, o quizá cuatro. Luis Bagué Quílez deslumbra en una primera lectura con su mezcla de erudición académica, audaz imaginería y referencias multiculturales, pero pronto nos damos cuenta de que no es oro todo lo que reluce, ni mucho menos. Deducir de un haiku de Tomas Trantrömer (“Ya el sol parte. / Mira el remolcador, / cara de buldog”) que “el poeta sueco nos invita a un viaje infinito alrededor de la órbita ocular” parece excesivo, y no es la única afirmación estupenda que nos regala.
            Lorenzo Oliván y Carlos Marzal son poetas que tienen ideas sobre la literatura y aciertan a exponerlas con brillantez. El primero nos habla de la modernidad de Juan Ramón Jiménez y lo defiende de la marginación a la que se le intentó condenar en los años cincuenta; el segundo se ocupa de un maestro cercano, Francisco Brines. Al lector común, puede sorprenderle que se subraye que un poeta sabe además escribir en prosa y no carece de ideas solventes sobre la tradición literaria; eso solo demuestra que la leído poco las declaraciones de los poetas, o de los autores de libros de versos (un género, por cierto, para el que no parece necesaria ninguna cualificación especial).
            Luis García Montero, uno de los editores del volumen, nos ofrece un decálogo sobre poesía, diez aforismos que glosa con inteligencia, buen conocimiento de la tradición poética y a ratos quizá un exceso de buenas intenciones.
            Juan Malpartida, que nos presenta un esbozo de autobiografía intelectual, escrito con un rigor y una lucidez desacostumbrados y cercanos a los de sus maestros, entre los que destaca Octavio Paz.
            ¿Lo demás? Álvaro Salvador habla de las lecturas que le hicieron escritor, Rubén Darío, Ángel González, Antonio Machado, y nos ofrece algunos recuerdos de infancia. Juan José Téllez evoca el Cádiz de Fernando Quiñones. En algún caso, como en el de Rafael Espejo, las divagaciones se salvan por los poemas ajenos que incluyen.
            El mejor ejemplo de ese submundo poético –creado por premios, antólogos y festivales– que nada tiene que ver con la poesía lo constituye la colaboración de Carlos Pardo. Se considera el portavoz de una generación, a la que le tocó sacrificar “la poesía española en el altar de la poesía latinoamericana, que es más grande, y a esta en el altar de la universal, que aún es mayor”, una generación que al parecer no se encontraba a gusto en ninguna de las dos posibilidades que se le ofrecían en sus comienzos: o poesía de la experiencia o poesía del silencio (sin explicar, claro, que significan esas etiquetas).
            ¿Es posible responder con algún rigor a la pregunta de cómo se escribe un poema? Juan Carlos Abril nos dice que él escribe en los vuelos trasatlánticos, una respuesta más propia de una entrevista periodística que de una comunicación académica.
            Se puede responder de dos maneras: analizando la génesis de un poema que forma ya parte de la historia literaria y del que conservamos versiones previas, o refiriéndose –si el autor tiene ya algún nombre– a un poema propio, a la manera de Poe, pero evitando el anecdotario privado.
            Saber leer es también saber qué no leer. La mayor parte de las divagaciones sobre poesía actual, por ejemplo. Preferibles los poemas de autor conocido o desconocido que circulan por Internet.


           

            

lunes, 9 de diciembre de 2019

La levedad y la gracia



Mal que bien
Enrique García-Máiquez
Ediciones Rialp. Madrid, 2019.

En poesía, el ingenio no tiene buena prensa, aunque siempre resulta preferible a la impostada solemnidad. Enrique García-Máiquez, aparte de muchas otras cosas, es un poeta ingenioso y bienhumorado. Gusta de aparecer como personaje en sus poemas, pero siempre burlándose un poco de sí mismo. Y hace aparecer con la misma frecuencia a su entorno familiar: mujer, hijos, padre anciano, el recuerdo permanente de la madre.
            Elegía y carpe diem, nada nuevo, hay en Mal que bien, pero todo dicho de una manera distinta, con una versificación tradicional que no suena a consabida gracias a los quiebros de su coloquialismo. El artificio retórico –que denota una gran sabiduría técnica– juega a hacerse invisible.
            Sonrisas y lágrimas también. No es García-Máiquez poeta que necesite de complicadas exégesis. Basta una primera lectura para que nos ponga una sonrisa en los labios o nos apriete el corazón y nos lo llene de una congoja que tarda en disiparse.
            “Hasta pronto” titula la sección –el libro consta de siete, de siete poemas cada una: gusto por la simetría– que dedica a los epitafios. “Epitafio a una joven madre” es el más conmovedor, no desmerecería en la Antología palatina.
            Enrique García-Máiquez escribe desde una concepción religiosa del mundo, pero para todos los lectores, no solo para los que comparte sus creencias. Hay una excepción: la parte titulada “Su rostro en mi espalda”. Lo mismo que la poesía social puede convertirse en panfletaria, pasar de defender la lucha contra la injusticia a elogiar a Stalin, por citar un nerudiano ejemplo, la poesía religiosa puede pasar de los grandes enigmas de la condición humana –el sentido de la vida y de la muerte, del amor y del dolor– a centrarse en los peculiares dogmas y ritos de una determinada confesión.. El primer poema de “Su rostro en mi espalda” puede servir de ejemplo. Se titula “Almendros” y consta de dos partes. Los almendros de la finca de los abuelos descritos en la primera –con sus ramas “retorcidas y negras y resecas”, con sus frutos “duros, pobres”, con sus maravillosas flores blancas que aparecían de pronto y los redimían de todo– se convierten en imagen del poeta: “También sobre mi vida –ásperas ramas retorcidas, / negras, secas y casi estériles– se posan / –milagrosas y humildes– / cientos de flores blancas”. Hasta aquí todo perfecto, pero el poema termina aclarando que esas flores son “las delicadas formas de cada eucaristía” y el poema se viene abajo para la mayoría de los lectores. ¿Y qué pasaría si ese verso final fuera: “las sonrisas felices de mis hijos”? Pues que entonces podría ser asumido por todo tipo de lectores, tuvieran hijos o no.
            Enrique García-Máiquez es un poeta cordial que gusta de homenajear a los poetas que admira y por eso en sus versos aparecen explícitamente Miguel d’Ors y Eloy Sánchez Rosillo e implícitamente –reescribe su poema “Los pies”– Amalia Bautista, pero el poeta al que resulta más cercano es otro, el brasileño Mario Quintana, al que ha traducido –y recreado– en una espléndida antología. La manera de hacer de ambos, que no parecen desdeñar siquiera el sentimentalismo primario, la poesía de tono y temática infantil, es el mismo. También el inolvidable encanto de los mejores momentos.
            Alguien dirá que se trata de poesía menor. El propio García-Máiquez ironiza sobre ello en “Free rider”: “Esos poemas superprofundísimos / que nunca tengo ganas de escribir / ni muy posiblemente fuerzas, / los han escrito, los escribirán / o quizá ahora mismo los estén escribiendo / poetas admirables. / Yo / no puedo más que dar las gracias, prometer / que los leeré despacio y bendecir / la suerte de que la poesía sea / un trabajo en equipo”.
            Sentimental e irónico, Enrique García-Máiquez es uno de esos poetas que, una vez leídos, nos acompañan para siempre, aunque tropiece de vez en cuando y nosotros no tengamos ningún interés en acompañarle en sus particulares devociones tridentinas.