José Havel · Silvia Ugidos · Javier Almuzara
Inés Toledo · Caterina Valdés
Cuando tenía dieciséis años, Alberto Manguel alternaba sus estudios con el trabajo en una librería anglo-alemana de Buenos Aires. Un día cierto cliente que tenía dificultades con la vista, tras seleccionar tres o cuatro raros libros, le preguntó si no podía ir a leerle un rato por la noche, ya que su madre, que era quien lo hacía habitualmente, había cumplido los noventa años y se cansaba con facilidad. Ese cliente se llamaba Jorge Luis Borges.
Nada
tiene de extraño que Alberto Manguel se haya convertido en el mayor experto en
la historia de los libros y de las bibliotecas, en su más apasionado defensor.
Cuando sus compañeros del colegio se pasaban los ratos libres discutiendo de
fútbol, él charlaba con Borges de Chesterton, de Spinoza y de la historia de la
eternidad.
“Con la temeridad de la juventud, mientras mis amigos soñaban con hechos heroicos en el campo de la ingeniería o el derecho, las finanzas o la política nacional, yo soñaba con llegar a ser bibliotecario”, escribe en el prólogo a su más reciente libro, La biblioteca de noche. Su afición a los viajes pareció decidir otra cosa. Pero el destino siempre acaba cumpliéndose y ahora vive entre estanterías cada vez más numerosas cuyos límites han acabado confundiéndose con los de la propia casa.
La biblioteca de noche nos habla de esa casa-biblioteca en la que ha terminado asentándose este escritor errante que nació en Buenos Aires, pasó su infancia en Israel, tiene la nacionalidad canadiense y escribe en inglés. Una casa, asentada en una colina al sur del Loira, que antes fue templo romano en honor de Dionisos y luego granero y más tarde iglesia cristiana.
Un lugar mágico, ciertamente. Un lugar en el que a Borges, que se imaginaba el paraíso bajo la especie de una biblioteca, le habría gustado vivir.
Borges, sin embargo, no tenía demasiados libros en su apartamento de la calle Maipú. Alberto Manguel nos lo describe minuciosamente. Los libros ocupaban un espacio “mesurado, discreto y ordenado”, nada del laberinto bibliográfico, de la infinita biblioteca de Babel que se imaginaban sus lectores.
Vargas Llosa visitó por primera vez a Borges a mediados de los años cincuenta. Con la osadía de la juventud, no dudó en preguntarle lo que otros se limitaban a pensar. “Maestro –le dijo—, qué raro que no viva usted en una casa más lujosa y con más libros”. Borges se ofendió bastante ante aquella impertinencia. “A lo mejor en Lima hacen las cosas así –respondió—, pero aquí en Buenos Aires somos menos devotos de la ostentación”.
Tras referirse a inmensa biblioteca propia y a la más reducida de su maestro, Alberto Manguel nos habla de otras muchas en este libro fascinante. Bibliotecas que todavía podemos visitar, como la fastuosa biblioteca parisina de Santa Genoveva, y bibliotecas que están fuera del mapa y del calendario, como la mítica biblioteca de Alejandría, de la que tanto se ha hablado, de la que tan poco se sabe con certeza.
De las
muchas bibliotecas a las que se refiere Alberto Manguel, yo me quedo con una
que no se alberga en ningún edificio suntuosamente palaciego. En 1990 el
ministro de Cultura de Colombia se propuso organizar un sistema de bibliotecas
itinerantes que llegara a los lugares más recónditos del país. Diseñó para eso
unas bolsas de color verde de gran capacidad que pueden plegarse fácilmente
para poder transportarlas llenas de libros y a lomos de burros hasta la selva y
la sierra. Allí las bolsas se desdoblan y se cuelgan de un poste o de un árbol
para que los lugareños puedan curiosear y elegir el libro que prefieran. La
“biblioburro” –así la llaman-- me parece la más fascinante biblioteca.
Yo me quedo con la biblioteca neoyorquina de la calle 42. Allí están los libros de todo el mundo al alcance de todo el mundo. Después de darme una vuelta por su majestuoso interior, después de curiosear en los catálogos (y de ver que no falta ningún libro de interés, ni siquiera los míos) me gusta sentarme en las escalinatas, custodiadas por leones, que dan a la Quinta Avenida. Siempre en ese momento me vienen a la memoria los versos de Juan José Tablada: “Mujeres que pasan por la Quinta Avenida / tan cerca de mis ojos, tan lejos de mi vida”.
Yo prefiero la biblioteca de Avilés, abierta sobre el parque de Ferrera. Ninguna otra me parece que incite tanto a la lectura.
Todas las bibliotecas son sucursales de la biblioteca de Alejandría, todas son mágicas e infinitas para el niño asombrado que entra en ellas por primera vez.. En todas, hasta en la más modesta, hasta en la que cuelga de un árbol y un biblioburro ha transportado a lo largo de la selva, podemos hacer un descubrimiento que nos cambie la vida.
Al poeta chileno Oscar Hahn ese descubrimiento le llegó en la biblioteca de la Universidad de Iowa. Estaba abierta al público hasta las dos de la mañana y él solía acudir a ella alrededor de la media noche. Le gustaba ir a esa hora porque había menos gente y el ambiente era como de claustro medieval o de biblioteca visitada en algún sueño. Recorría los pasillos entre las largas filas de estantes mirando los lomos de los libros como lo haría una cámara cinematográfica que realizara un travelling.
Una noche sus ojos se detuvieron en el lomo de un volumen que decía Flor de enamorados. Era un cancionero anónimo del siglo XVI. Aquellos versos de amor le fascinaron y los fue copiando con su propia letra, poniéndolos en castellano moderno, haciéndolos suyos. Cualquier biblioteca no es más que un espejo al que nos asomamos para descubrir nuestra propia cara.
Por
amor gané y perdí
y si me
ganase hoy día
otra vez me perdería.
Quien
de amor no fue vencido
no sabe
qué es ser amado
ni
tampoco ser ganado
ni
tampoco ser perdido
Por ser
perdido y querido
por
quien quiero todavía
otra vez me perdería.
Aprendí
de mi querer
esta
forma de jugar:
se
pierde para ganar
se gana
para perder.
Piérdome
por más valer
y
aunque sé que sufriría
otra vez me perdería.
Javier Almuzara
Quiero
en el amor perderme
porque
pretendo ganarme
y de
tal modo adentrarme
que no
pueda devolverme.
Aunque
amor gustase verme
desdeñado
de alegría
otra vez me perdería.