miércoles, 18 de junio de 2025

Poeta completo


Jesús Munárriz
Poesía incompleta I (1972-1988)
Edición de Pedro López Lara.
Hiperión. Madrid, 2025.

Todavía hay quien piensa, y no solo dentro del periodismo cultural, habitualmente solo bien informado de los intereses de los grandes grupos editoriales, que un poeta alcanza la categoría de clásico cuando se editan sus poemas acribillados de notas, cuantas más mejor, y precedidos de una amplia biografía y un repaso a todo lo que se ha escrito sobre él, incluidas las más insignificantes reseñas periodísticas. También en el mundo universitario, tan proclive al acrítico acercamiento a la actualidad literaria, abunda esa idea.

            Con criterio más acertado se ha acercado Pedro López Lara, poeta y filólogo al margen de las servidumbres del escalafón académico, a la poesía de Jesús Munárriz, un autor bien conocido, sobre todo por su actividad de editor, pero quizá no todo lo valorado que debiera.

            A mi entender, es uno de los nombres fundamentales de la poesía del último medio siglo —su primer libro se publicó precisamente en 1975--, pero le ha perjudicado en su consideración la versatilidad y la dispersión de sus publicaciones.

            Respecto a lo primero, a la versatilidad y variedad de tonos, me gusta citar una frase de Alfonso Reyes: “Quien solo canta en do de pecho no sabe cantar, quien solo trata en verso las cosas sublimes no vive la verdadera vida de la poesía y las letras, sino que las lleva postizas como adorno para las fiestas”.

            La poesía para Jesús Munárriz no es un adorno para las fiestas, sino el pan de cada día. A los grandes libros de su primera etapa, Esos tus ojos (1981) o Camino de la voz (1988), les acompañan otros como Viento fresco, un homenaje al postismo y al “Taller de literatura potencial” de Raymond Queneau, y juguetones poemas ocasionales o “poemas-chiste”, coincidiendo con (o anticipándose a) Ángel González.

            No exhibe Jesús Munárriz, a la manera de Antonio Carvajal y otros virtuosos de la métrica, sus habilidades formales, pero ni la retórica clásica ni los viejos o novísimos experimentalismos tienen secretos para él, tampoco el coloquialismo o el decir llano y sin alzar la voz.

            Hay en este libro de libros un puñado de sonetos que no desmerecen junto a los del siglo de oro o los de Blas de Otero. Y anotaciones paisajísticas, apuntes impresionistas, que recuerdan al mejor Juan Ramón. También poemas que juntan a Leopardi con Unamuno sin resultar por ello, en ningún caso, miméticos ni epigonales. Citaré “Serranía de Cuenca”, un ejemplo entre muchos: “Soledad absoluta. El infinito / se ha concentrado aquí: / peñascos rojinegros, verdes pinos, / grisáceos nubarrones, viento / norte. / Solo rompe el silencio, intermitente, / un hacha leñadora / a la que suele responder el grajo, / y el manantial, murmullo y borboteo / que remansa en la fuente. / De monte a monte, el cielo se atropella / batido por el viento, leves gotas / caen para fundirse en la humedad / que todo vivifica. / De pronto, un claro / ilumina el silencio. El infinito / se contempla a sí mismo. Y se sonríe”.         

            No publicó poco Jesús Munárriz, aunque no de manera demasiado ordenada, pero escribió más. Otros poetas aprovechan la reunión de sus versos, cuando la obra está ya hecha en lo fundamental, para eliminar lo más perecedero, para prescindir de hojarasca, borradores y textos menores. Jesús Munárriz ha preferido lo contrario: no solo no quitar nada, sino añadir libros inéditos. Quiere mostrarse entero y verdadero, lo mismo cuando se esfuerza en dar el do de pecho que cuando entona una melodía ligera o incluso parece desafinar.

            En una antología de poesía erótica, irían algunos de los poemas de este volumen y en una de la poesía social o de la poesía satírica o de cualquier otro género que se nos ocurra. Jesús Munárriz sabe ser “sublime”, pero ni quiere ni puede ser sublime sin interrupción. Y los lectores se lo agradecemos, incluso cuando cultiva los “Limmericks”, esas gracietas con pedigrí anglosajón.

            Pedro López Lara sabe que el trabajo de “editor” es invisible, como el de corrector de erratas solo se nota cuando se equivoca. ¡Y cómo se equivocan los presuntos especialistas en la edición de clásicos o de contemporáneos como si fueran clásicos! La afamada colección de Cátedra “Letras Hispánicas” abunda en ejemplos que podrían figurar en cualquier Museo Provincial de Horrores. López Lara ha cotejado todas las variantes, pero tiene el buen gusto de ofrecernos un texto limpio, acorde con la voluntad del autor. Ha retirado los andamios que le han llevado hasta allí.

            Los talleres de lectura son tan necesarios como los de escritura. Enseñar a leer es algo más que enseñar a leer. Solo los malos lectores y los estudiosos de la literatura (que suelen coincidir más de lo que sería conveniente) leen las recopilaciones poéticas de la primera a la última página y poema tras poema. Son libros para tener al lado, para picotear en el momento oportuno (no todos lo son), para no acabar de leerlos nunca cuando se trata de un poeta verdadero. Y Jesús Munárriz, que ahora publica el primer tomo de sus Poesías incompletas (seguirán otros dos y aún quedarán títulos dispersos), lo es. Un poema plural y verdadero, un poeta completo.             

jueves, 12 de junio de 2025

Borbón, Borbón, Borbón y Borbón

 

Ricardo Mateos Sainz de Medrano
Jonatan Iglesias Sancho
Francisco de Asís, el rey consorte
Editorial Almuzara. Córdoba 2025.

Pocas figuras tan ridiculizadas como la del rey Francisco de Asís, cuyos primeros apellidos fueron Borbón, Borbón, Borbón y Borbón. En la cubierta de Francisco de Borbón, el rey consorte, uno de los pocos libros a él dedicados, figura la siguiente frase promocional: “¿Afeminado, meapilas, avaro, impotente? La fascinante biografía de una figura insólita en la historia de España: el hombre que se casó con Isabel II y hubo de reinar sin quererlo”,

Todas las fuentes están de acuerdo en su apariencia afeminada, pero ese hecho hace tiempo que ha dejado de ser –o debería deja de ser-- una descalificación. También hay pocas dudas sobre su homosexualidad, vivida al parecer libremente, pero sin escándalos. No resulta cierto, sin embargo, y en esta biografía se dan abundantes muestras de ello, que reinara sin quererlo. Cuatro años antes de su boda, firmó un recibo en el que se comprometía a pagar ocho millones de francos al banquero Fermín de Tastet después de su matrimonio con su “augusta y bien amada prima y reina Isabel II, como compensación por sus servicios y pago por el dinero que ya había anticipado en ese empeño”.

Fue un hombre culto, el primer rey de España que había asistido a un prestigioso centro de enseñanza. ¿Era impotente? Inexplicable resulta el empeño puesto por él y su familia en casarse con su doble prima (los padres eran hermanos y también las madres) si existiera alguna sospecha de que no era capaz de cumplir con el primer papel de un rey consorte: asegurar la descendencia. Es posible, y bastante probable, que alguno de los descendientes de la pareja real no fuera hijo biológico suyo, pero de todos fue el verdadero padre y cuidó de ellos hasta el final.

Como rey cometió muchos errores, aunque no tantos como su manirrota e irresponsable esposa. Valle-Inclán se burló para siempre de aquella reina castiza y su corte de los milagros, con su monja de las llagas y su santo confesor, el padre Claret, que hacían y deshacían ministerios, o al menos lo intentaban. Ser rey era un negocio y una ocasión de hacer buenos negocios (y eso ha sido así en España hasta tiempos recientes), como sabía muy bien María Cristina (que no desdeñó siquiera el tráfico de esclavos), la madre de la reina (y tía del rey) que jugó un papel político fundamental durante el reinado y el destierro de su hija.

No se libró Francisco de Asís de acusaciones de corrupción. De los fondos para la construcción de la iglesia del Buen Suceso faltó una importante cantidad. Al parecer había sido “prestada” al consorte real y desde entonces “la intendencia de palacio había dejado de poner objeciones al proyecto”.

Los autores de este libro, Sainz de Medrano e Iglesias Sancho, no son investigadores universitarios, pero han hecho un nada desdeñable trabajo, no se limitan a recopilar las mil y una anécdotas noveleras, algunas muy escandalosas y no todas falsas, de la época.

Abunda la documentación de primera mano, sobre todo cartas e informes privados, que nos ofrecen otra cara de unos personajes más complejos que lo que la memoria histórica ha querido retener. Sorprenden las manifestaciones de amor de la reina después de la separación: “Me parece que mi ca:riño por ti se aumenta cada día y que te bendigo cada vez que pienso cuanto me has amparado tú y velado por mí”, le escribe. Y nos hace sonreír el encuentro con Donoso Cortés, en la que la reina le informa cantando, como si de una ópera se tratara: “Esta noche, esta noche caerá el Ministeriooo”. “Señora, no es el Ministerio solo el que cae, es la Monarquía”, le responde el filósofo. “No me importa, no me importa, no me importaaaa”, replica ella con su hermosa voz de mezzosoprano.

Pero no siempre se muestran fieles los autores a su objetivo de desmentir bulos y atenerse a la documentación. Un amigo de la reina destronada, según nos cuentan, “trataba de acercarse a la infanta Pilar, de quince años” y, al enterarse el rey –ellos le llaman Paquito-- “puso el grito en el cielo, clamando que había que sacar de allí a sus hijas lo antes posible y, harto de los desvaríos de su esposa y temeroso de que la honra de su hija se viera mancillada, se plantó en el palacio de Castilla y propinó a Isabel cuatro sonoros guantazos, instándola a terminar con aquello”.

Ni en el texto ni en nota alguna se nos indica del origen de esa información. Las notas sobre la procedencia de las citas aparecen, por cierto, al final y numeradas en incomodísimos números romanos (la última lleva el número “mclxxxv”).

La vida privada de los monarcas tuvo tanta importancia en su destronamiento como los errores políticos (recordemos el grito de la Revolución de Septiembre: “¡Viva España con honra!”), sobre todo la de Isabel II que la transformaba inmediatamente en pública al convertir a sus sucesivos amantes en sus principales asesores. Francisco de Asís fue más discreto y menos veleidoso: la mayor parte de su vida tuvo como acompañante a Antonio Ramos de Meneses, un personaje bastante singular de cuya mujer se decía que era hija del rey y de sor Patrocinio, uno de tantos bulos de la época. Eusebio Blasco traza una sucinta y novelera semblanza de “el fiel Meneses”, a quien Alfonso XII acabaría concediéndole el título de duque de Baños, en su libro Mis contemporáneos.

No solo los reyes vivían entonces del presupuesto público y sin distinguir entre su fortuna privada y el patrimonio nacional, sino una multitud de parientes a los que había que casar y dotar adecuadamente. A Francisco de Asís no se le escapaba la razón de los movimientos revolucionarios que, durante el siglo XIX, derribaron o hicieron tambalear centenarias monarquías: “La revolución en España no la ha hecho el pueblo, la hemos hecho nosotros: la Familia Real”.

Sin la simpatía de su mujer, que acabó incluso conquistando a un republicano como Galdós, Francisco de Asís fue mejor rey padre y rey abuelo que rey consorte. Contribuyó todo lo que pudo a la restauración de la monarquía en la figura de Alfonso XII y su figura, aunque nunca olvidadas del todo las descalificaciones homófobas, iría siendo en su tiempo cada vez más respetada. Luego solo le salvaron del olvido las viejas y crueles burlas –al estilo de Los Borbones en pelota-- que todavía divierten al personal. Esta biografía ayudará a rescatarlo de las fáciles caricaturas.

miércoles, 4 de junio de 2025

Lo que no se quiere saber de Chaves Nogales

 

Manuel Chaves Nogales
Diarios de la Segunda Guerra Mundial
1.      Desde París
Edición de Yolanda Morató
El Paseo. Sevilla, 2025.

El caso de Manuel Chaves Nogales es uno de los más curiosos de la historia de la literatura española. Antes de la guerra civil, fue uno de los periodistas más conocidos y apreciados. Al contrario que otros coetáneos, como César González Ruano, no se limitó a colaborar, con excelente literatura, en los periódicos, sino que también ideó y dirigió uno de ellos, aunque no figurara como tal en la mancheta, Ahora, que tardaría en ser superado. Tras la guerra y su temprana muerte, se le olvidaría, como a tantos, aunque no del todo: su Juan Belmonte, matador de toros seguiría reeditándose y admirándose como la obra maestra del género biográfico que sin duda es.

            La resurrección de Chaves Nogales tuvo indudables razones literarias, pero también otras ideológicas. El rescate de su libro de relatos, A sangre y fuego, de 1937, en el que testimoniaba la barbarie en la zona republicana y en la de los sublevados, tuvo como consecuencia que se viera en él al más excelso representante de la tercera España. El prólogo a ese libro, en el que justificaba su temprano abandono del país en guerra, fue considerado, sobre todo a partir de las exégesis más apasionadas que precisas de Andrés Trapiello en Las armas y las letras, como el mejor punto de partida para superar la tradicional división entre las dos Españas.

            Chaves Nogales, en las últimas décadas, se ha convertido en un autor de éxito. Se reeditan una y otra vez sus obras fundamentales, entre ellas esa prodigiosa novela-reportaje que es El maestro Juan Martínez que estaba allí, también sus obras menores, y se rescatan sus cientos de artículos dispersos. Todo ello es recibido con idéntico entusiasmo acrítico. Chaves Nogales se ha convertido, para decirlo con las palabras que Leopoldo de Luis aplicó a Antonio Machado, en ejemplo y lección, una figura emblemática por encima del bien y del mal.

            Le llega ahora el turno en las recopilaciones a las crónicas que escribió a partir de septiembre de 1939, cuando Inglaterra y Francia declararon la guerra a Alemania. En La agonía de Francia, podemos leer: “Ayudaba a la guerra con todo mi entusiasmo. Cada día, un grupo numeroso de periódicos americanos en lengua española publicaba mis crónicas redactadas única y exclusivamente al servicio de la causa francesa; cada día la Radio Francesa para España y América del Sur divulgaba mis comentarios inspirados en las consignas directas del Quai d’Orsay”.

            Esas crónicas son las que reúne ahora Yolanda Morató en Desde París, el primero de los tres volúmenes que pretenden reunir todos sus artículos escritos entre 1939 y 1944 con el título de Diarios de la Segunda Guerra Mundial. El título resulta engañoso, lo mismo que la disposición tipográfica con las fechas de publicación al comienzo de los artículos, como si se tratara de un verdadero diario personal. Se explica así la extrañeza del lector al comprobar que el primer texto, que lleva la fecha del 10 de septiembre de 1939, no nos hable de la guerra, sino de que Alemania y Rusia han firmado un pacto de no agresión. Es un artículo que se escribió en agosto, y que sin duda se publicó entonces, aunque no se haya localizado esa primera publicación y sí otra en una revista cubana de la fecha que indica la editora.

Pero no voy a centrarme en los dislates de la edición de Yolanda Morató, que retraduce muchos de estos artículos de la versión portuguesa para tratar de disimular lo que pudiera ser una apropiación indebida de los hallazgos de otro investigador, Abelardo Linares. Prefiero hacerlo en lo que nos desvelan sobre la figura del mitificado y aún no del todo conocido autor, a quien no le agradaría mucho ver reunidas estas colaboraciones suyas en los servicios de prensa y propaganda del gobierno francés.

            Lo que en ellos cuenta lo desmentiría casi palabra por palabra en La agonía de Francia, un libro publicado en Montevideo en 1941 (y prácticamente desconocido hasta su rescate décadas después), pero destinado a aparecer primero en inglés con el título de The Fall of France. Es un libro destinado a hacerse valer ante sus nuevos empleadores, los servicios de propaganda del gobierno inglés, y a denigrar a los anteriores, a quienes tanto había mercenariamente defendido. Habla ahora “del ánimo ruin de los soldades franceses, que se irritaban más contra sus aliados que contra el enemigo mismo”. Y no deja en muy buen lugar al pueblo francés: “La revelación más sorprendente y espantable del derrumbamiento de Francia ha sido la indiferencia inhumana de las masas. Las ciudades no han tenido en ninguna otra época de la historia una expresión tan ferozmente egoísta, tan limitada a la satisfacción inmediata y estricta de los apetitos y las necesidades de cada cual”.

            Muy otra cosa es lo que se nos había contado en estas crónicas que edita Yolanda Morató. En ellas se refiere a “la disciplina ejemplar de la población civil” y abundan las loas al ejército francés.

            ¿Se fiaban los lectores americanos de estas crónicas de Chaves Nogales o desconfiaban de ellas como suele hacerse con los textos propagandísticos? Por lo que confesó en La agonía de Francia, él mismo era consciente de sus mentiras cuando afirmaba cosas como que Francia estaba preparada para resistir una guerra larga mientras que en Berlín se comenzaban a sentir dificultades porque se prolongaba varios meses. Casi se podía ir contraponiendo, párrafo o párrafo, lo que afirmaba antes del armisticio con lo que escribió inmediatamente después.

            “El pueblo civil muestra una disciplina tan rigurosa como el militar” se titula la última de sus crónicas, publicada el 13 de junio, varios días después de la huida del gobierno y un día antes de que los alemanes entren en París. Él según nos cuenta va a la ópera, donde el público es el de siempre, y cuando sale a la calle “París seguía su vida y su tráfico con impasibilidad impresionante”. Algo muy distinto leemos en La agonía de Francia: “El éxodo de un millón de parisienses en pos del gobierno y de los funcionarios fue algo espantoso, inenarrable”.

            No hacen un gran favor a Chaves Nogales estas crónicas localizadas con benemérito empeño en distantes hemerotecas (se publicaron la mayoría de ellas en diarios no digitalizados) por Abelardo Linares, aunque no dejan de tener interés para el lector interesado en el día a día de la historia, en los pequeños detalles que luego se borran en la interesada memoria.

Pero Chaves Nogales no solo fue difusor de la mentira oficial, tan dañina para los intereses de Francia (Morir por cerrar los ojos tituló Max Aub su obra teatral sobre esos hechos), también actuó de censor, según confesión propia en ese libro, La agonía de Francia, tan elogiado como leído con poca atención. a lo que parece: “Con la intención de conquistar al general Franco con sus buenas maneras conservadores, estaba absolutamente prohibido mencionar la palabra democracia en las emisiones de radio en lengua castellana. Se daba el caso de que yo, personalmente yo, tenía que ejercer la censura sobre la prosa excelsa de Giraudoux, que al ser traducida al castellano sufría una trepanación en la que perdía invariablemente toda su sustancia democrática”.

La democracia de Francia, a la que él servía al parecer orgullosa y valerosamente, era “una democracia que ni siquiera se atrevía a decir su nombre”: “Las hondas y alquitaradas razones democráticas que tenía Francia para hacer la guerra eran solo razones nacionales y reaccionarias cuando las ondas las llevaban a la España de Franco”. Y él mismo –convertido en todo lo contrario de un verdadero periodista-- era el encargado de llevar a cabo esa metamorfosis.


 

 

jueves, 29 de mayo de 2025

Tiempo al tiempo

 

Pedro López Lara
Por arrabales últimos (Antología poética)
Selección y prólogo de José Cereijo
Sevilla. Renacimiento, 2025.

Los poetas que comienzan a publicar cuando alcanzan la jubilación, o cercanos a ella, tienen mala prensa; los que publican más de un libro al año, generalmente por medio de algún concurso o mediante las diversas formas de la autoedición, la tienen aún peor. El primer título de Pedro López Lara, nacido en 1963, es de 2021. Cuatro años después es autor de once libros, de doce si contamos Por arrabales últimos, antología a cargo de José Cereijo. Es un récord difícilmente superable y que no predispone precisamente a favor del autor. Comenzamos a leer con cierto prejuicio una poesía que no busca además el halago inmediato del lector: desdeña la fácil sonoridad, la metáfora brillante, los desahogos del corazón. A propósito de “Lo emotivo”, escribe en el poema así titulado: “Debe ser expatriado y volver luego, / merodear por los confines del poema. / Pero sabiéndose proscrito”.

            Todo lo tenía en contra Pedro López Lara, pero termina ganando la partida. Es un nombre a añadir a la nómina de la poesía española contemporánea, donde abundan tanto los autores de libros de versos, que son incontables, como escasean, ahora igual que siempre (aunque no falten quienes piensan que más que nunca), los poetas que son algo más que mejores o peores (por lo general, peores) versificadores.           

            Pedro López Lara es un artista conceptual. Sus poemas se escriben a partir de una idea, no de una anécdota biográfica o de una emoción. Dan la impresión de haber sido escritos en frío, pero a menudo queman. Hablan de lo mismo que tantos poetas: del tiempo que nos hace y nos deshace, del absurdo vivir, del sinsentido de morir. Pero lo hacen de otra manera.

            El último poema de la antología –son solo tres versos, abundan los de dos y los de uno--  nos puede servir de ejemplo. Se titula “Desvinculados” y dice así: “Qué sentirá mi padre muerto al enterarse / de que he muerto. / De que soy como él y nada ya nos une”.

            La paradoja final caracteriza los poemas de López Lara: “soy como él y nada ya nos une”. Una paradoja solo aparente: los muertos siguen viviendo en los vivos que los recuerdan, y solo cuando estos desaparecen mueren ellos de verdad. Nada nos une a los muertos cuando nosotros muramos, aunque parezca lo contrario.

            No parece haber evolución en la poesía de López Lara. Quizá comenzó a escribir, como suele ser habitual, en la juventud, pero toda la poesía suya que ha dado a conocer casi simultáneamente es obra de postrimerías; su punto de vista es el barojiano “desde la última vuelta del camino”. Todos sus libros –que podríamos considerar parte de un mismo libro-- se titulan con una única palabra que, en la mayor parte de los casos, podría servir para denominar a la poesía completa: Destiempo, Escombros, Filacterias, Incisiones, Escolios… Se busca la sequedad expresiva, incluso a veces la grisura del lenguaje académico, con su léxico peculiar, tan ajeno al lenguaje poético. Un ejemplo extremo lo encontramos en uno de los poemas de Cápsulas. “Sobre lo que está sucediendo / --un amor en su transcurso, por poner un ejemplo--, / no existen todavía más versiones. / La labor filológica y la erección del stemma / son siempre una sevicia posterior”. La palabra “stemma”, en castellano “estema” (“en la crítica textual, esquema de la filiación y transmisión de manuscritos o versiones procedentes del original de una obra”), debe de ser la primera vez que aparece en un poema.

            Consciente de la aparente monotonía formal y temática a la que le aboca su poética, López Lara busca el correlato objetivo de obras literarias o cinematográficas en los libros Museo e Iconos y en la serie Cultismos” de su última entrega, aparecida este mismo año, y significativamente titulada Epílogo, como si con ella quisiera dar por concluida su labor. Museo, de título tan manuelmachadiano, cultiva la écfrasis en poemas como “El Cristo de Velázquez” o “Las tentaciones de San Antonio”, pero también se acerca a obras literarias o incluso a interpretaciones de obras literarias, como en “La Celestina de Gilman”. Un ejemplo del peculiar acercamiento de López Lara a obras ajenas lo encontramos en “Primavera tardía”, que parece limitarse a contar el argumento de la película de Yasujiro Ozu: “La historia es simple: / un padre que envejece / y una hija que habrá de cuidarlo. / Yasujiro Ozu rueda la tristeza, / que es una cosa muy sencilla. / Lo prodigioso es ese personaje secundario / que poco a poco va ganando cuerpo, / hasta hacerse al final protagonista / y argumento diáfano: la vida”.

            En el prólogo a la antología (en absoluto prescindible, contra lo que suele ser habitual), José Cereijo caracteriza la obra poética de López Lara como “el intento de racionalizar, de comprender, algo cuya raíz no es ni racional ni comprensible, para darle de ese modo otro alcance, el sentido final que, por excesiva inmersión en el presente, no acabó de lograr en su día”.

            No es pues una mera anécdota biográfica que esta poesía se publique tardíamente: solo podría escribirse cuando la vida, la propia vida, parece ya cosa del pasado. Pero solo lo parece porque toda ella resulta contenida en el presente, como el mañana lo estaba en el ayer. Y solo en apariencia resulta fría: es fuego helado es hielo abrasador, para decirlo con dos oxímoron muy del gusto barroco.



 

martes, 20 de mayo de 2025

Crónica familiar

 

Jorge Urrutia
De una edad tal vez nunca vivida
Edición de José María Fernández Vázquez
y Consuelo Triviño Anzola
Cátedra. Letras Hispánicas. Madrid, 2025.

¿Basta editar un libro en una colección de clásicos para que se convierta en un clásico? ¿Conviene anotar una obra contemporánea que se publica por primera vez completa como si se tratara del Quijote o de La vida es sueño? Estas cuestiones nos plantea De una edad nunca vivida, unas fragmentarias memorias de infancia (y algo más) publicadas por Fernández Vázquez, profesor universitario, y Triviño Anzola, narradora y profesora colombiana, ambos discípulos y amigos del autor, Jorge Urrutia, quien ha colaborado activamente en la edición.

            De las más de doscientas notas que interrumpen la lectura de los breves capítulos, sobran unas doscientas. Baste un par de ejemplos. Se enumera en el texto a “Cervantes, Manrique, Blas de Otero, Aleixandre”. Y los anotadores nos aclaran a pie de página: “Manrique es el poeta medieval Jorge Manrique; Blas de Otero, célebre poeta de posguerra; Aleixandre, se refiere al premio nobel de la generación del 27”. Menos mal que tienen la deferencia de no aclararnos quién es Cervantes. ¿A qué tipo de lectores pensarán que se dirigen? ¿A alumnos de primaria o a adultos de dentro de trescientos años?

En el mismo párrafo, se menciona a Moliere y la nota correspondiente dice: “Jean-Baptiste Poquelin (1622-1673), el célebre dramaturgo francés que firmaba como Moliere”, que es como anotar el nombre de Azorín para informarnos que se trata de José Martínez Ruiz, “el célebre escritor español que firmaba como Azorín”. También se nos aclara que Marlon Brando “es un célebre actor estadounidense”.

Otras notas son más sustanciosas. Aparece la sopa de picadillo y los aplicados anotadores no dudan en ofrecernos la receta: “La sopa de picadillo, típicamente andaluza, lleva entre los fideos carne de pollo y huevo duro convenientemente picados. También puede llevar un chorrito de vino de jerez”.

            Un “chorrito de sentido común” no le vendría mal a quien se dedica a editar y anotar textos ajenos, sobre todo si son profesores universitarios de literatura, supuestamente especialistas en la materia.  

            De una edad tal vez nunca vivida se publicó por primera vez en 2010, “en una colección dedicada exclusivamente a la poesía, lo que sin duda limita el público”, según los editores. Ahora, completada con cinco capítulos inéditos, lo hace en otra dedicada a los clásicos –también a los clásicos contemporáneos y a alguno que sueña con serlo-- que me temo limitará más el público.

La mitad de las páginas del volumen la constituye la biografía del autor y un análisis minucioso de su obra en prosa y verso. Jorque Urrutia, nacido en 1945, es hijo de Leopoldo de Luis, represaliado del franquismo y uno de los poetas destacados de los años de posguerra. Catedrático universitario, director del Cervantes de Lisboa, estudioso de la literatura y de las relaciones entre cine y literatura, en los años setenta, escribió una poesía influida por las teorías lingüísticas y semióticas entonces de moda que ha envejecido mal. Luego, como Carnero o Talens, cambio de rumbo, se acercó a campos más experienciales y menos experimentales, pero nunca se le tuvo muy en cuenta en recuentos y antologías. El poeta quedó un poco desdibujado detrás del investigador.

            Estas memorias familiares están formadas por breves capítulos que muy a menudo se aproximan al poema en prosa. El modelo inicial está en Platero y yo (Jorge Urrutia es uno de los mayores especialistas en la obra de Juan Ramón Jiménez), pero también dejan su huella otros autores, de Cernuda al Blas de Otero de Historias fingidas y verdaderas. Muchas de esas piezas breves tienen valor independiente, pueden leerse como poemas de rara intensidad. “El ciego sol se estrella en las duras aristas de las almas” comienza “Canción de gesta”, reescritura de uno de los más conocidos poemas de Manuel Machado.

            Jorge Urrutia nos habla de un tiempo sombrío, el de la posguerra española, y de dos lugares, el Madrid de la familia paterna, y un pueblo andaluz, Jimena de la Frontera, lugar de nacimiento de la madre y en el que pasó los veranos de su infancia. Abundan los recuerdos de la guerra, oídos contar a la madre (el padre, combatiente republicano luego encarcelado, prefería no hablar de ella). Hay costumbrismo, protesta, lirismo y un sorprendente entramado de citas literarias, de versos ajenos que sirven para explicar la propia vida.

Del abuelo paterno del escritor, Alejandro Urrutia, un personaje singular que aparece en varios capítulos del libro, se habla mucho en el prólogo y en las notas; también se menciona repetidas veces a Francisco Umbral, pero se calla la relación entre ambos, descubierta y hecha pública por el propio Jorge Urrutia. Umbral, que siempre fantaseó sobre su padre desconocido, era hermano de Leopoldo de Luis. Esa historia, con toques de melodrama, quizá se cuente en uno de esos textos inéditos que los editores quisieron incorporar a esta obra y que el autor prefirió dejarlos para otra ocasión.

            No importa que algunos capítulos parezcan necesitar alguna reescritura, como el que teoriza sobre la lengua materna, o estarían mejor en otra obra, como “Memorial de Santa Helena”. Importan más los aciertos de sutileza, sabiduría y emoción. Hasta este libro se podía tener alguna duda sobre si Jorge Urrutia, benemérito estudioso de la literatura española, formaba parte de la literatura española o si podían aplicársele los versos que, con falsa modestia, escribió Cervantes: “yo que tanto trabajo y me desvelo / por parecer que tengo de poeta / la gracia que no quiso darme el cielo”. Cualquier duda desaparece con De una edad tal vez nunca vivida, un libro que aún espera una edición adecuada en la que el texto sea el protagonista y no un San Sebastián acribillado de notas, un pretexto para que los editores luzcan su erudición o simplemente hagan el ridículo.

           

martes, 13 de mayo de 2025

La edición sin editores

 

Miguel Sánchez-Ostiz
Las naves quemadas
(Antología de prosas de no ficción 1985-2024)
Selección y prólogo de Alfredo Rodríguez
La Isla de Siltolá. Sevilla, 2025.

Hay una industria editorial, que no se ocupa solo de publicar literatura, y una multitud de escritores, la mayoría, que quedan al margen, unos voluntariamente, otros a pesar de todos sus esfuerzos para formar parte de ella.

Alfredo Rodríguez puede considerarse incluido en el primero de esos grupos. Ha publicado libros de poemas, pero lo que le distingue de sus coetáneos es la capacidad de admiración. Contra lo que suele ser habitual, dedica la mayor parte de su esfuerzo, no a promocionarse, sino a promocionar a los maestros en su opinión marginados. El primero de todos, José María Álvarez, con el que ha conversado en varios tomos, como si de un nuevo Borges se tratara, y del que ha preparado varias antologías, especialmente interesante la que dedica a sus prosas sobre Venecia. Tras la estela de Álvarez –su devoción mayor-- ha seguido con Miguel Ángel Velasco, Julio Martínez Mesanza y Antonio Colinas. Ahora le toca el turno a Miguel Sánchez-Ostiz, nacido como él en Pamplona, del que primero preparó una antología poética, Geografía de la ventura, y luego la que ahora comentamos, Las naves quemadas, una “antología de prosas de no ficción”.

            Miguel Sánchez-Ostiz es un escritor todo terreno, uno de los más prolíficos de la literatura actual, que comenzó publicando en pequeñas editoriales y en la prensa regional y que pronto dio el salto a las grandes editoriales y a la prensa nacional. A finales del pasado siglo, era uno de los nombres que no podían faltar en los más exigentes recuentos literarios. Luego, no sabemos muy bien por qué, las cosas se torcieron y él siguió publicando, a veces más de un libro al año, pero en lugares cada vez menos visibles. Su prosa, aunque alguna vez condescendiera a la queja y no desdeñara el improperio, seguía siendo en los mejores momentos inconfundiblemente heridora y cautivadora.

            Para preparar esta miscelánea, Alfredo Rodríguez ha tomado como modelo Opiniones y paradojas, la selección debida a Sánchez-Ostiz de la obra de no ficción de Pío Baroja. A Baroja, por cierto, le ha dedicado Sánchez-Ostiz una parte considerable de su labor de estudioso y biógrafo. Su Pío Baroja a escena, que él subtitula “una biografía a contrapelo”, puede considerarse una obra maestra del género, escrita desde la distancia adecuada, sin los toques hagiográficos habituales y sin la animadversión de algún biógrafo como Gil Bera.

            Pero para reivindicar adecuadamente a un escritor, para tratar de sacarlo del ostracismo, no bastan las buenas intenciones ni el entusiasmo, cosas ambas de las que el generoso Alfredo Rodríguez anda más que sobrado.

            En Opiniones y paradojas, Sánchez-Ostiz indica al final de cada fragmento la fecha y la obra de la que procede; Alfredo Rodríguez prescinde de esas precisiones, sin duda por considerarlas propias de ediciones académicas, no de las destinadas a todos los públicos como las suyas. Pero no es ese el reproche que podemos hacerle a Las naves quemadas, sino otro que invalida muchos de los fragmentos. Miguel Sánchez-Ostiz, que organiza su selección en forma de diccionario, coloca al comienzo del párrafo, entre corchetes, el tema al que se refiere Baroja. Copia, por ejemplo, la siguiente frase: “Leerlo me parece ir sobre una mula caprichosa y resabiada que marcha con un trotecito incómodo y hace maniobras amaneradas a estilo de caballo de circo”. Al comienzo, añade: “Pereda, José María”.

            Alfredo Rodríguez no cree necesarias esas precisiones, ya que organiza temáticamente su selección, sin darse cuenta de que, en más de un caso, resulta imprescindible. Uno de los breves fragmentos dice así: “Un escritor, a quien siempre he admirado, además de por muchas páginas, por haber entregado, sin reservas, su vida a la literatura”. ¿Y quién es ese escritor al que Sánchez-Ostiz ha admirado? No lo sabemos. Otro ejemplo: “Son una gente espléndida, de una bonhomía rara”. ¿Pero quién es esa gente? El aforismo no necesita del contexto para ser entendido; los fragmentos de Sánchez-Ostiz seleccionados, a menudo breves como aforismos, no se entienden sin el contexto del que han sido caprichosamente extraídos. Otro ejemplo: “Tiene una elegancia antigua, una elegancia ya anacrónica”. ¿Pero quién, Alfredo, quién tiene esa elegancia antigua?

            Al antólogo parece que se le ha ido la mano con las tijeras y ha dejado inservible buena parte de la selección. No toda, afortunadamente. Se salvan perfiles tan precisos como los que se dedican a Carlos Edmundo de Ory o a Ramón Irigoyen, escrito uno con tintes oscuros y el otro desde la admiración. Y los pasajes que refieren paseos por los bosques, pequeños poemas en prosa sin nada del pegajoso lirismo habitual del género.

            De buenas intenciones está empedrado el infierno dicen que dijo André Gide. Para criticar a los grandes grupos editoriales, que solo buscan el beneficio económico, André Schiffrin habló de “la edición sin editores”. Pero esa falta es todavía más notable en muchas pequeñas editoriales en las que nadie se ocupa de revisar el texto que el autor entrega, como si se tratara de una autoedición.

            La escritura literaria suele ser individual, aunque no escaseen las excepciones (sobre todo en el teatro), pero la edición es un trabajo colectivo. Intervienen en ella un buen puñado de profesionales de los que a menudo no sabemos ni el nombre y cuya labor resulta invisible: solo se nota cuando falta o falla. Alguien debería haberle dicho a Alfredo Rodríguez que evitara repeticiones, que no llenara el libro de falsos aforismos, que mostrara los diversos tonos del escritor en sus mejores páginas.

            A Miguel Sánchez-Ostiz puede calificársele de desigual y algo atrabiliario, sin duda, pero es uno de los grandes nombres de su generación. Para que los lectores del siglo XXI se den  cuanta de ello, sigue necesitando el editor y el crítico adecuados que pongan orden en su inmensa obra, que separen el grano de la paja, la vida convertida en literatura del mero desahogo.

martes, 6 de mayo de 2025

Borges revisitado

 

Roberto Alifano
Primer cuaderno Borges (Diarios, 1974-1976)
Renacimiento. Sevilla, 2025.

Jorge Luis Borges, además del gran escritor universal de perdurable memoria, fue un singular personaje. El personaje, tanto o más que el escritor admirado, protagoniza este Primer cuaderno Borges. No todo el material que contiene puede considerarse inédito. El diario que Roberto Alifano llevó durante sus años de colaboración con Borges, que coinciden con la última década de la vida del escritor, le ha servido de cantera para varios de sus libros, entre ellos El humor de Borges (con el que coinciden algunas páginas), pero ese material parece inagotable y esta primera entrega, que abarca de 1974 a 1976, abunda en sorpresas. No todas agradables, por cierto.

            Esos años son trascendentales en la vida política argentina. Van de los últimos meses de Perón hasta el golpe de Estado militar, pasando por el caótico gobierno de su viuda, conocida como Isabelita. Alifano, poeta y narrador, pero profesionalmente periodista, le informa a Borges de lo que está ocurriendo y así tenemos una crónica de primera mano de muchos acontecimientos decisivos, como la concentración en la Plaza de Mayo en que Perón rompió con la izquierda peronista, los montoneros, que pasaron a la clandestinidad. No resulta un descubrimiento para nadie la alegría con que Borges recibió el golpe militar, que llevaba meses esperando, lo mismo que buena parte de la sociedad argentina. Tardó en darse cuenta de que el remedio era peor que la enfermedad, como tantas veces ocurre en la historia.

            Jorge Luis Borges se esforzó, con éxito, en mantener su obra literaria, hasta donde eso era posible, al margen de su sus opciones ideológicas: “He sido (y sigo siendo) adversario del comunismo, del nacionalismo, del antisemitismo y, desde luego, del peronismo. Pero no he permitido que esas opiniones intervengan en mi labor literaria”.

            En estos primeros años en que Alifano ocupa el puesto de secretario oficioso del admirado maestro, Borges está escribiendo los poemas de La rosa profunda y los relatos de El libro de arena. Se nos ofrecen fragmentos de algunos de ellos, pero se trata ya de las versiones finales, no de los borradores previos, que habrían añadido valor al volumen. Pero no es el Borges escritor ilustre el que más nos interesa en estas páginas, ni sus opiniones sobre la cábala, los laberintos, la literatura inglesa y otros asuntos sobre los que ya ha hablado incontables veces, sino el Borges cotidiano, el de andar por casa, podríamos decir.

La madre del escritor muere en 1975 y asistimos a sus últimos meses; Fanny, la criada paraguaya, es una presencia constante, así como el gato Beppo. Le visitan su hermana y sus sobrinos, con los que mantiene una buena relación que más adelante se interrumpiría bruscamente.  A quien acabaría propiciando la ruptura de Borges con toda su vida anterior y llevándole a morir a Ginebra (él esperaba ser enterrado en Buenos Aires), solo se la menciona una vez, el 24 de agosto de 1974, día en que cumple 75 años: “María Kodama, una exalumna suya de las clases de anglosajón lo pasará a buscar para hacer un recorrido por el Tigre”. Un diario, si no está retocado para su publicación, recoge la huella de los días, no falseada por la memoria. Nadie se imaginaba entonces que esa tímida admiradora acabaría dinamitando todas las relaciones del escritor, hasta las que parecían más firmes, como la amistad con Bioy Casares, para acabar convirtiéndose en única acompañante, heredera universal y diligente e inteligente, administradora de su legado.

            Abundan las anécdotas que a mí al menos me resultan novedosas, como el encuentro con Ángel González. Alifano lo había conocido en Chile, en casa de Nicanor Parra, y era buen amigo suyo. Cuando viaja a Buenos Aires, le invita a una comida con Borges. Antes del encuentro, Borges le pide que le lea algún poema suyo y Alifano le recita el soneto “Alga quisiera ser, alga enredada / en lo más suave de tu pantorrilla”. A Borges le gusta, aunque sus elogios resultan un tanto convencionales: “Todo está dicho de una manera sencilla y amable; casi no se notan las palabras que en un estado de emoción lo dicen todo”. En el restaurante, se encuentra Miguel de Molina con algunos conocidos: Hay un intercambio de saludos y al final se juntan las dos mesas. A Borges, que hasta entonces había llevado la voz cantante, no le gustó tal hecho, ya que, a partir de entonces el protagonismo pasa al famoso cupletista, maltratado por el franquismo. Le pide a Alifano que le acompañe a casa y allí califica al bailarín de “histrión insoportable” y aprovecha para sacar a relucir otra de sus fobias: “Me recuerda mucho a García Lorca, quiere ser el centro de atención todo el tiempo. Lorca era igual, parecía una mariposa. Iba de un lugar a otro, imitaba voces, saltaba, si había un piano o una guitarra se ponía a tocar. Yo estuve con él un par de veces y me abrumó con su exagerado histrionismo. ¿No le parece muy raro y desgastante todo ese exceso de afectación en un solo hombre?”

            Abundan los chismes, graciosos a veces, otras simplemente malintencionados, sobre escritores. Los prejuicios de Borges, entre ellos la homofobia que se intuye en las referencia a Miguel de Molina y a Lorca, sus filias y sus fobias, se muestran sin disimulo. Esto es lo que nos dice de Juan Ramón Jiménez: “No era un hombre muy agradable ni demasiado simpático. Una persona más bien de distancia, soberbia, con un humor ofensivo. A su mujer la trataba duramente, aunque le dedicaba poemas exageradamente dulces. Yo creo que era un subrepticio misógino”.

            No es este un libro como el famoso Balzac en zapatillas de Léon Gozlan, que inaugura la serie de biografías desmitificadoras de grandes hombres escritas por su ayuda de cámara o su secretario, pero algo tiene de ello: aunque lo motive la admiración, no el resentimiento, no siempre deja al protagonista en buen lugar.

            Quienes admiran a Borges y quienes lo detestan encontrarán en los apuntes de Alifano –que habrían necesitado una más cuidadosa revisión-- abundantes motivos para seguir admirándolo o para seguir detestándolo.

.

            :

miércoles, 30 de abril de 2025

Las buenas formas

 

Enrique García-Máiquez
Contentamiento de haber nacido (2016-2019)
Homo Legens. Madrid, 2025.

Decía Ortega que las ideas se tienen y en las creencias se está. Por eso entre ideas distintas puede haber debate, pero entre creencias diferentes solo cabe el respeto mutuo o la confrontación. Enrique García-Máiquez es, por un lado, en conferencias y artículos periodísticos, uno de los más diligentes e inteligentes ideólogos del conservadurismo español, del integrismo religioso, y por otro uno de los más destacados escritores contemporáneos. La convivencia de las dos facetas no resulta fácil. Como poeta, como prosista ocurrente y certero, se dirige a todos; como político y como activo militante de una determinada fe religiosa, solo a una facción.

            En Contentamiento de haber nacido, que reúne apuntes diarísticos escritos entre 2016 y 2019 predomina el escritor que se asombra ante la inagotable maravilla de lo cotidiano y al que a menudo le basta un haiku (o una tanka) para dejar constancia de ese asombro. Con esos breves poemas, que tienen a la luna muy a menudo como protagonista, y el marco en prosa que los acompaña y que sitúa su origen en una situación concreta, podía formarse un libro en la estela de las Sendas de Oku, aunque esas sendas sean la autovía del Sur, la AT4, tan frecuentemente mencionada, o los viajes en tren.

            Pero junto a esas síntesis líricas hay otro libro en este libro: una crónica familiar que tiene escasos parangones en las letras españolas. Buena parte de estas páginas glosan las ocurrencia de los hijos de autor, esas genialidades infantiles que tanta gracia hacen a padres y abuelos, pero que aburren un poco a los amigos y conocidos. Enrique García-Máiquez consigue el milagro de convertirlas en perdurable literatura. Y de no cansarnos tampoco con las burlas y veras del perfecto amor conyugal. Le ayuda a ello el no tomarse a sí mismo demasiado en serio: la auto ironía es un arte que domina a la perfección. A la crónica familiar, se añaden las incidencias de su trabajo como profesor de enseñanzas medias. Un buen ejemplo de ellas: “Estar en la honda”, con su característico juego de palabras ya en el título.

            Costumbrismo y humor no es mala mezcla. Enrique García-Máiquez la maneja con una gracia muy gaditana, que a ratos nos recuerda a un autor un tanto denostado, aunque casi nunca por motivos literarios, José María Pemán.

            Un diario tiene mucho de miscelánea en la que cabe todo. El de García- Máiquez es, fundamentalmente un diario íntimo, pero de vez en cuando se permite algunas escapadas al margen de la familia y la vida laboral: hay un perfil biográfico de Jane Austen; una estancia en Inglaterra para asistir a un curso de Roger Scruton, el gran maestro del pensamiento reaccionario; la participación en una feria del libro en Sevilla; una reunión con escritores en el palacio real con motivo del premio Cervantes; la respuesta a varios cuestionarios, una entrevista y un encuentro con José Jiménez Lozano, otro de sus admirados maestros.

            Los diarios están a medio camino entre el documento y la literatura. Enrique García-Máiquez ha querido poner como título general de los suyos un muy citado verso de Antonio Machado: “También la verdad se inventa”. Lo cual no quiere decir que sus diarios recreen imaginariamente la realidad, sino que encuentra su verdad al recrearla en la literatura. Porque literatura son, y no borradores ocasionales, estas notas. El hecho de que junto a la fecha (de la que muchos diaristas prescinden, olvidando que la cronología es la columna vertebral del diario) figure siempre un título señala la voluntad del autor de dotar de autonomía al más mínimo de sus textos, al que nada le falta ni le sobra en una lectura independiente. Frente a la escritura descuidada y desaseada de tantos diaristas, García-Máiquez se nos presenta siempre bien peinado o elegantemente despeinado, según la ocasión, pero sin olvidarse nunca de los buenos modales literarios.

            No es esta una obra para el enfrentamiento político ni para el proselitismo religioso, pero acá y allá el escritor para todos los públicos, para la inmensa minoría juanramoniana, deja asomar su perfil confesional. La toma de partido viene ya desde la elección del prologuista, Kike Méndez-Monasterio (quien no le conozca, mejor que no busque su nombre en google para que no se quiten las ganas de seguir leyendo). Pero no siempre es buen defensor de sus causas no literarias. Justifica sus felices recuerdos de la educación diferenciada con una anécdota que todavía le hace sonreír y que “en un colegio con chicas no se habría producido jamás”: los alumnos, comenzando por los más pequeños, se organizan en “legiones, centurias y decurias” para organizar batallas durante el recreo: “Con la emoción, se produjo una escalada en las hostilidades y una carrera armamentística. Algunos comenzaron a meter piedras en sus jerseys; otros, a tirarlas con tino; otros, a blandir palos…”. ¡Menuda manera de defender la separación de sexos en la enseñanza!     

               Las ideas se tienen, en las creencias se está: no nos parecen construcciones culturales, sino la realidad misma. Podemos discrepar de las ideas políticas de Enrique García-Máiquez, como su rechazo a los impuestos o a las limitaciones en el uso del tabaco o del alcohol y de todo lo que considera “políticamente correcto”, pero no de sus catequísticas teologías. Lo absurdo de algunas de sus evidencias nos ayuda a poner en cuestión las nuestras, algunas de las cuales quizá tampoco resisten un análisis racional.

            En una obra de esta naturaleza, recopilación de anotaciones hechas a lo largo de los años, no molestan las repeticiones, que sirven para marcar el ritmo y poner de relieve las obsesiones del autor, Puede servir de ejemplo la milonga argentina que encontramos tres o cuatro veces: “Mi caballo es andaluz, / de los que trajo Mendoza, / que no tiene miedo al tigre / pero tiembla ante la rosa”.

            Nacionalista, integrista, crítico de la modernidad: todo eso es Enrique García-Máiquez. Al lector “que no le tenga miedo al tigre, / pero tiemble ante la rosa”, tal hecho no le debe impedir disfrutar de su literatura, de la levedad y la gracia con la que nos habla de los enigmas del vivir humano, de la inagotable variedad de su pequeño mundo, de la alegría como suprema sabiduría.


           

           

           

jueves, 24 de abril de 2025

Crepuscular

 

 

José María Conget
Egocentrismos
Renacimiento. Sevilla, 2025.

Como un “western crepuscular”, para utilizar un término del mundo cinematográfico, tan afín a José María Conget, puede considerarse su más reciente miscelánea, a la que el autor ha querido darle el aire de una despedida.

José María Conget (Zaragoza, 1948) comenzó publicando novelas y nunca ha dejado de cultivar el género. Es también autor de excelentes libros de relatos, pero quizá su voz más personal e inconfundible se da en esas obras aparentemente menores que entremezclan autobiografía, anotaciones viajeras y reflexiones ensayísticas, como las reunidas en Pont de l’Alma, Una cita con Borges o Cincuenta y tres y Octava, un puñado de páginas que se cuentan entre las más memorables que se han escrito sobre una ciudad, Nueva York, sobre la que tantas se han escrito.

            En Egocentrismos nos encontramos al mejor José María Conget, al que sus no escasos, aunque discretos, admiradores esperamos encontrar, y a otro que quizá hubiéramos preferido no encontrar. Dudó mucho, afirma en el prólogo, antes de publicar esta nueva recopilación de piezas dispersas --unas inéditas, otras anticipadas en la prensa--, “por el temor de encarnar a otro abuelo Cebolleta”, a uno de esos ancianos, se dediquen o no las letras, que cuentan una y otra vez las mismas batallitas.

Temor vano: Borges contaba una y otra vez las mismas batallitas y nunca nos cansamos de escucharle. Como nunca nos cansamos de escuchar a Conget cuando nos cuenta las mil y una anécdotas de sus encuentros con escritores cuando trabajó en el Instituto Cervantes de Nueva York. Allí fue apuntando en un cuaderno chismes, peripecias y dichos de los más ilustres visitantes; luego lo rompió, según nos dice, para no ceder a la tentación de publicarlo. La que no pudo vencer, para gozo de los lectores, es la tentación de volver una y otra vez a lo que en ese cuaderno se contaba y que quedó guardado para siempre en una memoria que no se siente obligada a la estricta fidelidad.

            El mejor Conget, el que ha creado un genero propio en la estela de Montaigne, lo encontramos en el penúltimo capítulo, “De complejos y traiciones”, que tiene dos protagonistas, uno Elia Kazan, y otro el propio autor con su educación sentimental en la remota adolescencia provinciana.

            Los capítulos directamente autobiográficos, sin dejar de tener interés, incurren a veces un poco enfadosamente en el ajuste de cuentas. Es lo que ocurre con “Fundador”, que podría subtitularse “La vida en los colegios de jesuitas” y que cuenta con el antecedente ilustre de Ramón Pérez de Ayala, o con “El que fue a la guerra”, sobre un pariente tarambana que amargó su adolescencia.

            La literatura de testimonio, la que tiene sobre todo un valor documental, suele ser siempre una literatura menor. José María Conget procura no incurrir en ella: su vida le interesa como pretexto para hablar de otra cosa, sabe distinguir entre hacer literatura con las propias experiencias y contarle sus traumas al psicoanalista. Sabe o sabía. En el “dietario apócrifo” final (que no tiene nada de apócrifo: debería llamarse más bien “dietario discontinuo”) nos ofrece unas anotaciones sobre ciertas incómodas pejigueras propias de la edad que quizá podría haberse ahorrado.

            Como hay lectores para todos los gustos, habrá quienes prefieran esas confidencias. Afortunadamente, no abundan y se entremezclan en el “dietario apócrifo” con otras anotaciones que nos devuelven al mejor Conget: su despedida a Peter Bogdanovich y Sidney Poitier, que murieron el mismo día, o su vuelta –por enésima vez, pero nunca nos cansa--a los días neoyorquinos: “Hace unos cuantos años el Instituto Cervantes de Nueva York, donde yo ejercía de jefe de actividades culturales, se impuso la tarea de comprar un edificio digno y espacioso que nos evitara el altísimo alquiler en la octava planta del rascacielos Chanin, entre la Avenida Lexington y la calle 42”. Él se propuso dotarlo de una gran biblioteca y ese el pretexto para hablarnos de su propia biblioteca y de las de algunos de sus amigos.

            Una sección del libro, como parece propio de un western crepuscular, está dedicada a las necrológicas, que en Conget afortunadamente son algo más que la habitual y plana hagiografía del difunto. Hay una bienhumorada burla de la infantil vanidad de Carlos Edmundo de Ory (vuelve a aparecer en “Estrategias de Narciso” junto a Nicanor Parra), una semblanza muy personal de Ana María Navales, un agradecimiento especial a Luis Gasca, “el hombre de las mil fichas”, que le permitió descubrir que la lectura de tebeos, una vez abandonada la infancia, no era solo “un placer culpable”, como tampoco lo es su admiración por John Wayne.

            Es posible que Conget no sea del todo preciso en algún dato, que los tres mil libros a los que Gil de Biedma limitara su biblioteca no fueran tres mil, sino trescientos, y que quizá muestre excesiva fobia contra algún escritor como José María Pemán, que fue solo el autor del Poema de la bestia y el ángel, pero son detalles que importan poco o nada en este lúcido divagar que trata de no condescender a la queja o a las agoreras profecías sobre el mundo contemporáneo, y que casi siempre lo consigue.

Casi siempre: tras indicar que las salas de cine han constituido para él “una burbuja de felicidad”, añade: “Me alegro de que por mi edad no seré testigo de la más que segura desaparición de los cines”. Estoy en condiciones de tranquilizarle: ningún indicio hay de que las salas de cine, al igual que los libros en papel (también muy propicios a jeremiadas) vayan a desaparecer ni a medio ni a largo plazo, aunque siempre puede ocurrir que un meteorito caiga sobre la tierra y se hagan polvo a la vez que los espectadores.


           

           

             

miércoles, 16 de abril de 2025

Presente continuo

 

Eloy Sánchez Rosillo
Venir desde tan lejos
Tusquets. Barcelona, 2025.

Uno de los  términos que mejor define al poeta Eloy Sánchez Rosillo es sin duda “fidelidad”. Pocos autores, a lo largo de medio siglo de vida literaria, se han mantenido tan fieles a una concepción de la poesía ajena a modas y a modos del momento. No quiere eso decir que no haya evolucionado, pero su crecimiento ha sido orgánico, como el de un árbol (para decirlo con una imagen que a él le gustaría), sin el mecanicismo al que son tan dados ciertos profesionales de la renovación o de la destrucción del lenguaje.

Desde Maneras de estar solo (1978) se ha ido despojando de heredadas galas retóricas y de referencias culturales (en él nunca impostadas) para acercarse a un decir llano y aparentemente conversacional. También ha ido disminuyendo el componente elegíaco, el lamento por el tiempo perdido, para centrarse en el prodigio de la hora presente, en el asombro de estar vivo y en la inagotable maravilla de las cosas que estamos tan acostumbrados a ver que a menudo las dejamos de ver.

            La creciente inmensa minoría de lectores de Eloy Sánchez Rosillo no se sentirán defraudados con Venir desde tan lejos. No hay ningún asomo de decadencia en estos poemas escritos cumplidos ya los setenta años. Tampoco la hubo en Borges, que escribió muchos de sus mejores poemas pasada esa edad.

            Cierto que los detractores del poeta encontrarán motivos para perseverar en su rechazo. Aunque siempre escribe en verso, Eloy Sánchez Rosillo parece empezar muchos de sus poemas en prosa, como si fueran una simple anotación de un diario, pero siempre acierta a darles un toque final que nos permite ver lo que antecede con una luz distinta. “Como ha llegado uno hasta este día, / nadie puede decirlo”, comienza en voz baja y coloquial el primer poema del libro; en el verso final, el poeta escucha en la noche cerrada “el susurrar de las estrellas”, que es su manera de referirse a la pitagórica “música de las esferas”.

            No pasa nada en la mayoría de estos poemas, salvo el tiempo: el tiempo que nos hace y nos deshace y el tiempo atmosférico. “Oro molido” nos habla de los días de marzo que nos llevan a olvidar el cercano invierno. Se inicia la claridad del día en los primeros versos; luego “irrumpe el sol y se hace el mundo”. La personificación es el recurso preferido por Sánchez Rosillo: “Las cosas, diligentes, van corriendo a sus puestos”. Al final –tras las “horas de oro molido que discurren despacio”--, “la noche distribuye / en lo que encuentra al paso un gran silencio”.

            Una y otra vez describe Sánchez Rosillo el amanecer, siempre igual y siempre diferente, como sus versos. O el ocaso. O la lluvia. O la aparición de la luna. O se limita a describir su cuarto: “En esta habitación orientada a Levante, / hacia el lugar por el que nace el día, / cuántas cosas pasaron y aún ocurren”. El pequeño recinto se convierte en un símbolo del mundo, “espacio ilimitado que no empieza ni acaba”.

            Las naderías de una vida como tantas, el día a día de un jubilado ocioso que pasea, observa y a veces, raras veces, se deja invadir por la melancolía, se convierte gracias al arte de Sánchez Rosillo en una prodigiosa odisea.

            En ocasiones parece incurrir en la moraleja, en la explicación excesiva, como al final de “Sin porqué”: “Así ocurre a menudo, ya sabéis. / No hay transición apenas, no hay motivo / aparente que imponga la mudanza, / adviertes que de súbito has pasado / del negro al blanco y de la nada al todo”.

            Cada manera de entender la poesía tiene sus riesgos, que se agrandan en los epígonos, de los que Sánchez Rosillo no escasea. Algunos de esos riesgos solo él parece capaz de salvarlos sin miedo a la obviedad, al sentimentalismo o a un esforzado optimismo de libro de autoayuda. Baste citar el ejemplo del recuerdo infantil de “Magia”, con esas seis o siete luciérnagas que danzaron en torno a él “con la magia de un sueño”: “Nunca más las he visto, pero aún sigo mirándolas”. O del paseo, un día de invierno, por la localidad costera y veraniega: “Soy el único habitante / de un silencio tallado al aire libre: / un monasterio de oro y de cristal, / sin preceptos ni muros. / Esmalte azul y sol en las alturas, / brisa leve que riza el mar en calma. / Me recojo en mi ser y miro incrédulo: / la mañana anchurosa, / que se propaga lenta y no termina, / ¿me está ocurriendo a mí?”

            Hay poemas sobre la vejez, en la que uno se adentra con incredulidad (“Camino que se bifurca”, “Domingo”) y sobre la muerte, cuyo aliento se siente cada vez más cercano, pero predominan los que nos enseñan a ver, a sentir, a paladear el gozo de estar vivo cada vez que amanece. “Ha comenzado el alba”, leemos en “Mírala tú que puedes”. Y continúa: “Respírala hasta el fondo, / que te limpie de sombras su milagro. / Y después confiado, sin apremios, / libre y con la ilusión de quien espera / mucho de esta jornada, / sal a la calle y anda por tu vida”.

            Fidelidad, claridad, misterio: tres palabras distintas y un solo poeta verdadero.



miércoles, 9 de abril de 2025

Gustosamente provinciano

 

Antonio Moreno
El viaje de las bibliotecas
Newcastle Ediciones. Murcia, 2025.

La difusión de un libro tiene mucho que ver con la editorial en que se publica y su capacidad de promoción. Pero no todos los libros son para el gran público, no todos tienen cabida en las empresas editoriales en las que los beneficios han de ser superiores a las pérdidas si quieren sobrevivir. Por eso son tan importantes las editoriales al margen, casi un capricho personal, sin las cuales la literatura de un tiempo y de un país resultaría mucho más pobre.

            Buena parte de la obra en prosa del poeta Antonio Moreno, por no decir toda ella, se ha escrito de espaldas a los intereses del mercado. El viaje de las bibliotecas constituye la más reciente muestra de esas secretas maravillas de las que los lectores avisados –una, si no inmensa, al menos nutrida minoría-- no tardan en tener noticia, buscar y celebrar.

La nostalgia de otros tiempos presuntamente mejores ha hecho que libros, librerías y bibliotecas se pongan de moda e intervengan en la trama de novelas de éxito. Pero el viaje de Antonio Moreno es de cercanías, se limita a los alrededores del lugar en que vive, Elche, y sus bibliotecas poco tienen que ver con la mítica de Alejandría o con la no menos mítica y turistificada Shakespeare & Co. Se trata de sencillas  bibliotecas municipales frecuentadas sobre todo por estudiantes y jubilados.

            Algunos de los lugares que visita, como Orihuela y Monóvar, tienen un cierto nombre en la historia de la literatura, pero otros, como Crevillente o Sax, muchos lectores los oirán por primera vez. Importa poco eso. A Antonio Moreno, más que la evocación de autores importantes relacionados con la localidad que visita, sean Miguel Hernández, Azorín o Gil-Albert, le interesan las gentes con las que se encuentra: bibliotecarios o limpiadoras de la biblioteca, vecinos del pueblo, y sobre todo la atmósfera de cada lugar.

            Los suyos son viajes, alguien despectivamente los calificaría de excursiones, casi siempre de un solo día, realizados entre febrero y junio de 2024, según indica la fecha de cada capítulo, pero en los que hay lugar también para el viaje en el tiempo: “Pienso en nuestra vida juntos. En la de Bárbara y en la mía. Y en un abrir y cerrar de ojos, como un soplo, desfilan en la memoria los tres años que pasamos aquí, en Alcoy, hace ya treinta y cinco. ¡Éramos tan jóvenes…! Me acuerdo bien de cuando vinimos a vivir a aquel piso de la calle Luis Braille, el único que encontramos. Un primer piso oscuro y gélido en un barrio hacinado, vulgar y feo. Eso nos decíamos cuando llegamos, con alguna lástima de nosotros mismos, sin saber que aquel sería un tiempo feliz, de días totalmente nuestros, imprescindibles y concentrados”.

            Años y leguas, como la obra de Gabriel Miró, podía haberse titulado este libro, que en buena parte transcurre por los mismos escenarios. Pero nada tiene que ver la prosa sensual, cuajada de metáforas precisas y deslumbrantes, casi prosa poética de Miró, con el decir en voz baja, confidencial, de Antonio Moreno. La fórmula de Ortega para referirse a Azorín podría aplicársele con igual exactitud: “primores de lo vulgar”.

            Viajero a la contra, que se fija en aquello que los demás desdeñan o miran sin ver, Antonio Moreno parece estar también a la contra de los tiempos acelerados y digitalizados en que vivimos. Las bibliotecas que visita, con su calma y su silencio, le parecen consulados de un mundo que está a punto de dejar de existir. A veces, al leerlo, recordamos la frase de Hölderlin: “El hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona”.

Antonio Moreno es un maestro de la atención al detalle, de la evocación, de la creación de atmósferas, pero chirrían algunas de sus reflexiones en un libro por lo demás tan sabio y lúcido: “La poesía hoy resulta anacrónica. Parece demasiado interior, demasiado atenta para una época de suyo externa y desatenta”. Basta, sin embargo, quitarse  los anteojos del prejuicio para darse cuenta de que la poesía hoy resulta tan anacrónica, o tan poco anacrónica, como ayer, que abundan los recitales de poesía, que se publican más libros de poesía que nunca, que hay tantos poetas como siempre, que después de la música, Internet ha sido el mejor invento para hacer que el poema vuele por el mundo desprendido del papel impreso.

Continúa Antonio Moreno: “La tecnificación digital en todos los órdenes cotidianos ha desustanciado la existencia efectiva de los seres y las cosas. La realidad ha adquirido un carácter intangible y gaseoso porque se ha transmutado en un ente virtual, de naturaleza etérea”. ¿Seguro? La tecnificación digital –por decirlo con sus palabras-- nos acerca al amor o al amigo que están lejos, incluso en otro continente, pero no nos impide hacer el amor como siempre, piel con piel, ni tomar una cerveza con los amigos en el bar de la esquina. Amplía posibilidades, no las limita.

Y aún sigue: “Pocos están aquí. Cuando viajamos en tren o en autobús, es raro que nadie contemple ya el paisaje; cada uno mira su pantalla”. ¿Y qué diferencia hay entre mirar una pantalla y mirar un libro o un periódico, como ocurría antes, cuando también pocos pasaban el viaje mirando por la ventanilla? Aparte de que en la pantalla también se puede estar hojeando el periódico o leyendo el libro de moda.

Pero son los menos estos descosidos, aunque yo me fije especialmente en ellos porque son tópicos que de tan repetidos acaban no siendo puestos en cuestión. Para elogiar el mundo de los libros y las bibliotecas no necesitamos denigrar estos días “bárbaros y digitales, donde las humanidades y las letras importan cada vez menos”. ¿Seguro? Porque libros, en formato tradicional, se publican cada vez más y las bibliotecas públicas son más y mejores que hace medio siglo, cuando el autor era niño. Y el que ahora no haya en ellas solo libros, no las empobrece, sino todo lo contrario.

Pero eso es lo menos importante. No leemos a Antonio Moreno por sus opiniones sobre las nuevas tecnologías, sino por su sabiduría vital, su desengañada lucidez, su apuesta por un arte de vida “gustosamente provinciano”: el universo cabe en un grano de arena.