miércoles, 22 de enero de 2025

Arte y vida

 

Manuel Moya
Libro de visitas
Eolas Ediciones. León, 2024.

Manuel Moya, sin abandonar su natal Fuenteridos, en la provincia de Huelva, ha sido capaz de desarrollar una amplia obra literaria que abarca todos los géneros, especialmente la poesía y la narrativa. No menos destacada es su labor de traductor. Ha puesto en español buena parte de la obra de Fernando Pessoa y le ha dedicado una bien informada biografía. De Pessoa tomó el gusto por los heterónimos, esos poetas que son y no son el poeta que los crea y que de alguna manera consiguen vivir al margen de su autor.

            En 1997, Violeta C. Rangel obtuvo un importante premio de poesía con su primer libro, La posesión del humo. Había nacido en Sevilla, vivía en Barcelona y no ocultaba que se ganaba la vida como prostituta. Su lenguaje directo, en relación con el “realismo sucio” que entonces comenzaba a ser la última moda en la poesía española, su experiencia de los márgenes y su denuncia de la violencia de género, llamaron de inmediato la atención y la convirtieron en una de las voces destacadas de la joven poesía. Siguió publicando, siguió siendo leída y admirada, aunque no tardó en sospecharse que detrás de ella se escondía Manuel Moya, como detrás del escandaloso Álvaro de Campos el introvertido Fernando Pessoa.

            Mucho tiene que ver con ese ejercicio de alteridad este fascinante Libro de visitas, algo más que una colección de estampas culturalista, aunque puede entenderse también como una colección particular de homenaje a autores admirados, la mayoría de ellos poetas.

            El principal, el que ocupa el centro del libro, es, como cabía esperar, Fernando Pessoa. En el poema más extenso, “Oración (Prazeres)”, monologa el poeta con su madre cuando los dos se vuelven a encontrar tras la muerte La canción “Un soir à Lima”, la preferida de ella, sirve de leitmotiv. Hay emoción y verdad en esta recreación de la vida del poeta desde la relación con la figura materna.

Antes nos hemos encontrado, más sintéticamente, con un “autorretrato” del creador de los heterónimos y más adelante aparecerá la necrológica que le dedica Álvaro de Campos. Al universo pessoano pertenecen también el monólogo de Sá-Carneiro el día de su suicidio (“¿Amar la vida? ¿Para qué, / que puede darme a mí la vida, qué podría darle yo?”) y los dos poemas que enmarcan el libro, variaciones sobre el tema del rey don Sebastián: “Quien vuela en sus sueños vuela lejos”.

            Manuel Moya no le teme enfrentarse a figuras bien conocidas, a recrear anécdotas biográficas que ha sido ya abundantemente tratadas por otros autores. “Albergo Roma” nos vuelve a contar el suicidio de Cesare Pavese. Imposible no pensar en el poema de Juan Luis Panero incluido en Los trucos de la muerte: “Solo bajó del tren, / atravesó solo la ciudad desierta, / solo entró en el hotel vacío, / abrió su solitaria habitación / y escuchó con asombro el silencio”. Lorquianas resonancias encontramos, ya desde el título, en el “Llanto por Pier Paolo Passolini”, cuyo impactante asesinato, como el de Lorca, no parece que nunca vaya a ser del todo aclarado.

            Los poemas sobre temas y autores más convencionales (la “Carta a un joven poeta (Rilke)” o la variación sobre el poema “Invictus”) alternan con otros de mayor novedad. Nos sorprende la sencillez de “Elena Garro habla de sus gatos” o la recreación del humor vanguardista y del lenguaje criollo en “Oh posteridad (Girondo)”: “Oh posteridad, ponete calcetines, / haz como si la tos no te muriera. / cerrá el pico de una vez, descansá, / mas sobre todo no digás que venís de la luna / o que tenés embajada en el infierno”.

            Tres poemas se dedican a otros tantos pintores: Ergon Schiele, Modigliani y Kathe Kiolwitz, alternando la écfrasis, la descripción de alguno de sus cuadros, con la anécdota biográfica: “Jeanne Hébuterne vela a Modigliani en su viaje a las costas de Livorno”.

            No podía faltar en un libro como este, que de algún modo es una colección de vidas como la Antología de Spoon River, un homenaje a Edgar Lee Masters. En la segunda de las estelas que le dedica encontramos unos versos que pueden aplicarse al propio Manuel Moya, al menos en lo que se refiere a los mejores poemas de Libro de visitas, a los que menos tienen de ejercicio literario: “lo cierto es que ha sido en mi carne donde se excavaron sus tumbas, / que es en mi carne donde rompen como olas sus memorias, / que todas esas voces me golpean, que de mí se nutren, / que desde mí vuelan y se adhieren al papel, / que desde mí escriben sus líneas y regresan, / y que yo solo soy la lápida banal de sus apariciones, / la colina donde todos ellos duermen”.

            Manuel Moya no ha necesitado abandonar Fuenteheridos para irse a Madrid y ponerse a la cola, como decía Baroja, en busca de la gloria literaria. El centro del mundo está en cualquier lugar para el que sabe mirar sin las anteojeras del localismo. En Libro de visitas nos da una nueva muestra de su capacidad para hablar con múltiples voces, para hacer propios los mundos ajenos que más admira.

miércoles, 15 de enero de 2025

Enfermedades del alma

 

Guillermo Lahera
Breve manual de psiquiatría con alma
Debate. Barcelona, 2024.

Guillermo Lahera ha escrito un breve manual de psiquiatría que es algo más que un excelente libro de divulgación científica: una emocionante obra literaria. Significativo resulta que el primer nombre propio que aparezca no sea el de ningún especialista, sino el del poeta Carlos Marzal. Y no es que trate de las relaciones, que pusieron de moda los románticos, entre genio y locura, y que todavía hoy sirven para malentender a autores como Leopoldo María Panero.

            El primer acierto del libro es la clave autobiográfica en que está escrito. “Echo la vista atrás y me recuerdo de adolescente anhelando ser psiquiatra algún día”. Los modelos venían de la literatura y el cine y le movía el deseo “de conocer los sutiles recovecos del ser humano, cuando en realidad apenas conocía lo más básico”. Esos elementos autobiográficos a veces pueden parecer excesivos o un tanto fuera de lugar: “Ese día fui a dar patadas al Retiro con mi hijo mayor, Javier, que entonces tenía diez años. Disfrutó haciéndome cañitos, rompiéndome la cadera con sus regates y demostrando su abrumadora superioridad futbolística”. El capítulo final –en el que el enfermo mental es su propio padre-- nos confirma que son parte esencial del libro, que está escrito por alguien que no observa los problemas de los que trata desde un lugar superior y al margen.

El afán iluminador de la condición humana que mueve a Guillermo Lahera es el mismo que el del novelista y, como un hábil narrador se muestra en el relato de los casos prácticos que vertebran su libro, rememorados en la última página: “Pienso en Julián, el poeta; en Leonor y en su bíblica deriva final; en Kevin, que ha conseguido volver a sus pillerías; en el acumulador José, barroco en su habla e insólitamente promiscuo en su intimidad; en Cecilia y en los surcos de sus lágrimas; en Ainhoa, compañera de generación y víctima de la brutalidad impune; en mi padre, que me enseñó la teoría de la relatividad”.

            No se trata de concretos casos clínicos -según es habitual en cierta publicaciones especializadas-- con los nombres cambiados para mantener la privacidad, sino de literatura basada en hechos reales. Guillermo Lahera actúa como un novelista del realismo o del naturalismo, como Zola o Galdós: funde varios casos en uno, con los elementos de la realidad consigue otra realidad más verdadera. Podría citar en su apoyo a Antonio Machado: “Se miente más de la cuenta / por falta de fantasía”. No basta la observación, sin imaginación no se pueden narrar vidas ajenas ni tampoco hacer ciencia.

            Pero lo que se pretende no es, o no es solo, crear conmovedoras historias a partir de las tragicómicas peripecias de los enfermos mentales. Este Breve manual de psiquiatría con alma es efectivamente eso: un breve manual que nos pone al día, en precisas síntesis, pero sin simplificación ninguna, de los actuales avances de la psiquiatría y rememora sus oscuros antecedentes –que llegan hasta casi ayer mismo-- más represivos que curativos. Guillermo Lahera conoce bien la teoría y la práctica de la psiquiatría y sabe que es algo más que una especialidad de la medicina: un saber sobre el alma, o sobre lo que antes se llamaba alma y hoy no sabemos muy bien cómo llamar, una disciplina humanística, al igual que la filosofía o la literatura.

            Con habilidad de buen narrador, interrumpe cada historia para hablarnos del caso clínico que ejemplifica –delirio, depresión, trastorno obsesivo-compulsivo o bipolar, poniéndonos alerta ante la simplificación que a veces suponen tales términos-- y luego la concluye de manera a menudo sorprendente.

            Caracteriza a Lahera el buen sentido, su alejamiento de posturas radicales, el continuo reconocimiento de lo mucho que todavía no sabemos y de que, en muchas ocasiones, los mejores especialistas, incluido él mismo, andan a tientas. Cita, para subrayar que las dudas serán siempre mayores que las certezas, una paradoja de Emerson Pugh: “Si el cerebro humano fuera tan simple que pudiéramos entenderlo, nosotros seríamos tan simples que no lo entenderíamos”. Y al hablar de la industria farmacéutica, nos pone en guardia sin demonizarla: “Igual que Ike o Zara son empresas que quieren ganar dinero. Pero si están bien reguladas y vigiladas desde el punto de vista ético, son agentes imprescindibles en nuestro sistema de salud”. Conviene por eso no aceptar de manera acrítica sus mensajes comerciales, pero tampoco incurrir en tópicas teorías conspiratorias.

            Hay lugar para el humor en este libro tan lleno de dolor (ahí está la historia de Amparo con su obsesión por la limpieza o la del acumulador José) y para el apunte satírico. A propósito de las causas de la enfermedad de su padre, catedrático de Física, señala que pudieron estar entre ellas “las dinámicas destructivas del departamento universitario que dirigía”, y añade: “los departamentos universitarios deberían ser objeto de estudio psicopatológico, dada su explosiva concentración de trepas, envidiosos y narcisistas, muchas veces peligrosamente ociosos”.

            El lector atento acaso note leves desajustes en la reconstrucción de algún caso (no parece verosímil que Julián, que se autodefine como poeta del silencio en la estela de Valente, imite en su nuevo libro a Rubén Darío), o algún dato discutible (¿se suicidó Larra “por honor”?), pero eso en absoluto impide que cerremos el libro con un sentimiento de admiración y gratitud. Mucho nos enseña este Breve manual de psiquiatría con alma sobre los problemas de salud mental, ahora tan de moda, pero más sobre nosotros mismos.



           

martes, 7 de enero de 2025

Académica palanca

 

El infinito en pie
8 poemas de Góngora comentados
Edición de Joaquín Roses
Renacimiento. Sevilla, 2024.

¿Los estudios literarios, tal como se practican en la universidad española, ayudan a acercar la literatura a los lectores o son solo una ocupación gremial, autosuficiente y de consumo interno? En El infinito en pie, ocho de los más destacados especialistas en la poesía de Góngora comentan otros tantos poemas suyos (el título, algo rebuscado, alude a la relación entre el número 8 y el símbolo del infinito). Se trata de poemas por lo general breves, algunos muy conocidos y apreciados, como el romance “En un pastoral albergue” (el único que no se reproduce en el libro) o los sonetos “La dulce boca que a gustar convida” o el dedicado a Córdoba. Junto a ellos, alguno que no pasa de prescindible curiosidad.

            Los diferentes estudios, aunque no todos igualmente, abundan en los defectos de la crítica académica, más interesada en la acumulación de datos eruditos y en la acumulación de referencias bibliográficas que en acercar el poema al lector.

            A veces, esa erudición no solo sobra, también engaña, como afirma el tan citado verso gongorino: “No es sordo el mar, la erudición engaña”. Nadine Ly Aguila, catedrática jubilada de la Universidad de Burdeos, antes de comentar un soneto en que aparece un “dulce arroyuelo de corriente plata”, nos habla de todos los ríos y arroyos que aparecen en los versos de Góngora (buen ejemplo de erudición no pertinente), para luego afirmar que a “la representación perfecta del arroyo ideal” que encontramos en los cuartetos contribuiría el homoioteleuton que acerca las rimas “por medio de la declinación masculina o femenina de la sílaba tolta”. Pasemos, como presunta errata, que “tolta” nos es una sílaba, sino dos y no aparece en el soneto. ¿Pero desde cuándo hay declinación masculina o femenina en español? ¿"Dilata", un verbo, se corresponde con la “declinación femenina” y “elemento” con la masculina? ¿Y, por otra parte, qué “homoioteleuton” –finales iguales que no incluyen la última vocal tónica y por eso se distinguen de la rima-- hay entre “elemento” y “plata”, “dilata” y “lento”?

No es el único disparate que encontramos en esta colaboración inicial. Comenta la puntuación, que se debe al editor contemporáneo, como si fuera del autor: “El cuarto verso se cierra con dos puntos que, después de la perfecta y placentera evocación inicial, anuncian que algo se ha de comentar o explicar”. Pero esos dos puntos, de acuerdo con el sentido y con el uso contemporáneo, deberían ser una coma.

Tampoco parece tener muy claro el organizador de este volumen, Joaquín Roses, el valor de las comas. Señala que el soneto que comenta plantea un problema en el recitado: “o se respetan las pausas o se respetan las sinalefas”. Las comas, en la grafía española, no siempre indican pausa: “me dijo que, ayer por la tarde, vino a visitarnos”. Tras el átono “que” no hay pausa, aunque la hagan tantos lectores supuestamente cultos.

            Las colaboraciones que se reúnen en este libro fueron en un principio intervenciones orales objeto de debate entre especialistas. Algunas de esas observaciones serían tenidas en cuenta y comentadas en nota, pero todas se refirieron a cuestiones menores, no a lo esencial. Nadie señaló, por ejemplo, que la corrección textual que Pedro Ruiz Pérez hace al texto de “La dulce boca que a gustar convida” respecto de las “ediciones más canónicas” no debería tenerse en cuenta, aunque mejore la eufonía del verso, puesto que solo aparece en una edición del siglo XIX y ni remotamente puede atribuirse al autor.

            La cortesía académica impide debatir lo esencial. No ocurre lo mismo cuando los investigadores son ajenos al grupo. Joaquín Roses afirma a propósito de R. P. Calcraft que “ningunea a sus antecesores” o bien porque “cucharea” de ellos o porque los “desconoce absolutamente”. En contraste con otros colaboradores –especialmente Pedro Ruiz Pérez--, Roses no escribe en rebuscada jerga académica, sino que pretende ser entendido por cualquier lector interesado en estas cuestiones. El riesgo de ser claro es que queden patentes la nimiedad de la aportación o ciertas ideas recibidas que no son de recibo, como la identificación de la situación descrita en el poema con la situación del autor en el momento de escribirlo. A nadie se le ocurriría pensar que el poema “Gorrión” de Claudio Rodríguez se escribió mientras veía a un gorrión picoteando a sus pies, pero todavía hay quien piensa que el soneto “Oh excelso muro, oh torres coronadas” tuvo que escribirse en el mismo momento en que regresa Góngora de un viaje a Granada y vuelve a contemplar las torres de Córdoba. Y seguramente habrá quien piense que detuvo el caballo para escribirlo antes de entrar en ella.

            No quiere esto decir que el paciente lector no pueda encontrar iluminadoras reflexiones sobre la poesía de Góngora en estas páginas. Muy ilustrativo resulta el capítulo que Martha Lilia Tenorio dedica a “En un pastoral albergue”, la recreación de uno de los pasajes más conmovedores –los amores de Angélica y Medoro-- del Orlando furioso.

            Hay contribuciones de mayor interés histórico que literario, como la de Amelia de Paz sobre una letrilla de Góngora cantada en la festividad del Corpus. Nos enteramos, gracias a ella, no solo del nombre del obispo de entonces, sino incluso de los del perrero y el pertiguero de la catedral, Miguel Martínez y Andrés Martínez, y de los ducados que ganaba uno y los maravedís que ganaba el otro. Entre tantas minucias eruditas, se olvida de decirnos si el peculiar lenguaje de esta “letrilla guinea” trata de reproducir el habla de los esclavos de la época o es solo una deformación caricaturesca para hacer gracia. El poema, que parece que se cantaba o se escenificaba, no pasa de ser una curiosidad.

            Como una curiosidad es la décima que se comenta en último lugar. A propósito de ella, David Huerta encuentra que Góngora es “un clásico futuro, no un poeta del pasado”. Pero si es un clásico (lo de “clásico futuro” no se entiende muy bien lo que quiere decir), no es por esa décima en elogio de la Fábula de Faetón que escribió el conde de Villamediana, que se lee con la curiosidad con que se descifra una adivinanza, sino por tantos poemas memorables, tres o cuatro de los cuales se comentan en El infinito en pie, un libro que ilustra bien los riesgos de la crítica académica, a veces solo académica palanca para el escalafón profesional.  

           

 

miércoles, 1 de enero de 2025

La realidad y otras dudas

 

José María Merino
Yo y yo en breve
Alfaguara. Barcelona, 2024.

Puede que la literatura sea un juego, pero es un juego que el autor debe de tomarse  en serio. ¿Se lo toma en serio José María Merino en su más reciente libro de relatos? Desde las primeras líneas, da otra impresión.

            Reúne Yo y yo en breve un conjunto de cuentos y de anécdotas más o menos biográficas cuya unidad se debe, según se indica en la advertencia preliminar, a que son “resultado de un curso imaginario sobre literatura breve”, que es como si el Decamerón comenzara diciendo que es el resultado de una reunión imaginaria en una quinta de los alrededores de Florencia y, al ser imaginaria, no considera necesario dar ningún detalle más.

Merino, a propósito de su curso imaginario, escribe: “Precisamente por lo imaginario del asunto, no me he sentido obligado a recordar nombres”. Pero precisamente por ser imaginario, el autor debería evocarlo con todos “los pequeños detalles exactos” que provocan la suspensión de la incredulidad y convierten en verdad la ficción mientras estamos leyendo.

            El marco narrativo que ha inventado Merino para dar unidad a textos muy heterogéneos en la intención y en la calidad se continúa en las “N. del C.”, notas del compilador, que aparecen al final de cada uno. Pero nada dice en ellas de interés sobre los presuntos autores, de los que no se ha tomado la molestia de inventar nombres ni diferencias estilísticas. De vez en cuando añade alguna observación sobre el origen del relato, casi siempre una anécdota personal, o vaguedades sobre realidad y ficción. Nos cuesta tomar en serio a un autor que no parece tomar demasiado en serio a sus lectores.

            Hay cuentos excelentes, como no podía ser de otra manera, y me voy a limitar a citar dos. Uno de ellos, “En  la poza datrás”, es un relato de iniciación adolescente en el que realismo y magia (la leyenda de la jana) se entrelazan con sabiduría; otro es “Identidad marina”, ambientado, como varios de ellos, en la costa de Almería en que el autor pasa –según nos indica-- los veranos.

            Son varios los textos que advierten de los peligros de la Inteligencia Artificial y alguno, como “El día del olvido”, se sitúan en un futuro distópico en el que han  desaparecido los libros. Hay bastante confusionismo conceptual en estas advertencias: “Recuerdo a mi abuela Lola leyéndome cuentos impresos en libros que guardaba como tesoros en una caja. Una vez que fui a verla y le pedí que me leyese alguno de aquellos cuentos, se echó a llorar. Atemorizado, le pregunté qué le pasaba y me contestó que el abuelo había tenido que destruir los libros, porque al parecer las autoridades no consideraban su lectura algo beneficioso para la comunidad, sino todo lo contrario”. ¿Pero deja de ser cuento un cuento porque se lea en un libro electrónico, en una tablet o en el teléfono? ¿Es el papel –que no lleva trazas de desaparecer, por cierto-- algo esencial para el periodismo o la literatura? ¿No ha coexistido siempre con otros soportes? ¿Una biblioteca de libros digitalizados o una hemeroteca digital ponen en peligro la existencia de la cultura o ayudan a conservarla y difundirla?

            José María Merino no parece haber pensado en estas cuestiones. “Pues juguemos a las letras –le pide el niño de su cuento a la abuela--. Ya sé hacer las vocales. Enséñame a escribir las otras”. Y la abuela le responde, echándose a llorar otra vez: “Eso también se acabó. Dicen que es una cosa innecesaria, demasiado antigua, es suficiente conocerlas, y lo demás es asunto del teclado”.

O sea, que lo que estaría hoy en riesgo no es la lectura ni la escritura, sino solo la lectura en papel o la escritura a mano. Pues vaya peligro, aunque fuera así, que no lo es. Hace tiempo que solo escribimos a mano las anotaciones personales, no solo por comodidad, también por legibilidad. Los originales para la imprenta antes iban escritos a máquina y ahora con el procesador de textos. La lectura, que antes era solo en papel, ahora puede hacerse también en la pantalla. No cambia nada esencial, apocalíptico Merino. Antes una carta o un libro para llegar a otro continente necesitaban semanas y ahora llegan al instante y quien lo desee puede imprimirlos y leerlos en papel. Siento tener que escribir estas obviedades, pero parece que hay ilustres académicos (algunas de las anécdotas de Yo y yo en breve tienen que ver con esa condición de su autor) que aún no han caído en ellas.

            Un narrador no es un pensador, ya se sabe. Nos ayuda a entender el mundo con sugerentes historias, no con advertencias sobre el peligro de las redes sociales o con cuentos con moraleja. Quizá somos injustos con el veterano José María Merino al centrarnos en estas cuestiones. O quizá no, o al menos no enteramente.

            Uno de los cuentos que rescata para este volumen, “El hermano mayor”, lo escribió por encargo para un libro titulado Cuentos solidarios publicado en 2003 (habla de un niño huérfano y de unos fotógrafos de guerra con los que se encariña sucesivamente y a los que va matando un francotirador) y ahora considera “necesario” rescatarlo “por la absurda y siniestra invasión rusa de Ucrania y esas noticias según las cuales el perverso exmiembro de la KGB Vladimir Putin ha aludido al poder nuclear y la Tercera Guerra Mundial”.

¡Menudo analista de política internacional! ¿De verdad cree que esas opiniones, puestas en boca del autor, y no de un personaje que fuera un jubilado de no muchas luces caben en un libro de relatos? ¿Y de verdad considera que un cuentecillo más o menos sentimental puede contribuir a paliar los desastres de la guerra?

            La decena o docena de sugerentes relatos que incluye este libro se ven oscurecidos por los intentos del autor de dar unidad al heterogéneo conjunto y por sus intromisiones moralizantes.

El narrador no fiable es un recurso literario de gran efectividad (lo ha utilizado con frecuencia la novela policial, recordemos a Agatha Christie y La muerte de Roger Ackroyd), pero el autor debe respetar en todo momento la inteligencia del lector si no quiere correr el riesgo de que no tomemos en serio nada de lo que nos está contando.



             

             

miércoles, 25 de diciembre de 2024

El autor como personaje

 

Manuel Alberca
El pacto ambiguo
El Toro Celeste. Málaga, 2024.

Manuel Alberca es uno de los principales estudiosos de la literatura biográfica y autobiográfica. Y no solo eso, es también autor de una de las mejores biografías que se han dedicado a un escritor español, La espada y la palabra. Vida de Valle-Inclán.

En 2007 resultó pionero en el estudio de un género o subgénero que se puso de moda entre dos siglos, la autoficción, donde el autor dejaba de hablar de sí mismo en primera persona, como en la autobiografía y en las memorias, para hacerlo en tercera como si fuera un personaje más de la narración. Lo títuló, muy acertadamente, El pacto ambiguo, porque ponía en cuestión el pacto autobiográfico que garantizaba la verdad, o la intención de verdad, de lo que se contaba en primera persona cuando coincidían el narrador y el autor.

            El término “autoficción” fue al parecer empleado por primera vez en 1977 por un escritor francés, Serge Doubrovsky, aunque su sentido no fuera exactamente el mismo que adquiriría después: se refería a una autobiografía que no se limitara al relato lineal de los hechos de una vida, sino que utilizara todos los recursos estilísticos y estructurales propios de la ficción, incluidas las aportaciones de la vanguardia: juegos de palabras, historias alternadas, fragmentarismo.

La autobiografía –como el diario íntimo-- es un género mixto, tiene que ver con la historia, con el documento, y con la literatura. Doubrovsky quería alejarse del simple documento notarial para acercarse a la gran literatura. Escribir En busca del tiempo perdido, para entendernos, sin recurrir al procedimiento habitual de la novela autobiográfica. Algo semejante quiso hacer por entonces, o unos años antes, el llamado nuevo periodismo: contar la realidad con las herramientas de la ficción. En la misma línea iba la novela de no ficción, con las iniciales obras maestras Operación Masacre, de Rodolfo Walsh, y A sangre fría, de Truman Capote.

            La autoficción sería otra cosa: el autor habla de sí mismo, en primera o tercera persona (el Vilas o el gran Vilas de los versos y las prosas de Manuel Vilas) entremezclando verdad y ficción, lo vivido y lo soñado.

            A las cerca de quinientas páginas de la primera edición de El pacto ambiguo, se le añaden ahora doscientas más que, junto a algunas reiteraciones, comentan nuevos ejemplos de autoficción o practican un género, el diario personal, no frecuente en los estudios críticos. En el prólogo, sin incurrir en la falsa modestia habitual, se enorgullece el autor del éxito de su investigación en los trabajos académicos: es una de las obras más citadas en su especialidad.

            Pero sin negar el mérito a este inmenso trabajo y a la capacidad de Alberca para alternar teoría (o lo que en los estudios literarios se entiende por tal, con frecuencia vagas generalidades) y crítica literaria, ni su buen estilo ensayístico o la precisa atención a la literatura actual, quizá se le podrían poner algunos reparos. El primero, que el libro habría ganado si además de añadir algunas páginas para ponerlo al día se eliminaran algunas otras. Y no se trata solo, ni fundamentalmente, de prescindir de repeticiones (a veces conviene insistir en los conceptos fundamentales), sino de evitar confusiones entre aquellas materias que se trata de diferenciar de la autoficción: la biografía, la novela autobiográfica y la novela en clave.

El inventario de autoficciones españolas e hispanoamericanas que se ofrece como apéndice nos lleva a pensar que el propio autor, el mayor experto en la materia, a fuerza de distingos ha acabado por no tener las cosas claras. ¿Una autoficción el tomo de las memorias de Baroja titulado Familia, infancia y juventud, Anatomía de un instante de Cercas, Paradiso de Lezama, Troteras y danzaderas de Pérez de Ayala? Autobiografía en el primer caso y en los demás crónica de un acontecimiento histórico (el 23-F), novela autobiográfica, novela en clave. De poco sirve el concepto de autoficción si toda ficción en que podamos encontrar algún elemento autobiográfico se incluye en él.

            Sobrarían en El pacto ambiguo las no escasas páginas en que el autor habla por extenso de obras que no tienen que ver con la autoficción, sino con la novela autobiográfica, como ocurre con La sensualidad pervertida de Baroja. Sorprenden un poco, por imprecisas, las referencias a la relación entre Galdós y Emilia Pardo Bazán. ¿Es La incógnita una transposición del dolor que le produjo a Galdós una infidelidad de Pardo Bazán?  No lo parece, o no parece que sea eso lo fundamental (también se habló como inspiración de un crimen ocurrido por esas fechas), y no es cierto, como afirma, que “unos años después” volviera a utilizar el mismo asunto en Realidad, ya que se escribió a continuación de La incógnita y cuenta los mismos hechos desde el interior de los personajes. Tampoco parece que “Doña Emilia” diera “cumplida respuesta a “don Benito” en Insolación publicada el mismo año.

            Si menos es más, como afirma el minimalismo, también es cierto que más es menos.  A propósito de Rafael Sánchez Ferlosio señala que, en El Jarama, “de manera explícita el autor dejó su huella nominal entre las objetivistas razones del discurso narrativo neorrealista”. La huella consistiría en el nombre de un personaje secundario, Rafael Soriano Fernández, cuyas iniciales coincidirían con las del autor. Sea casual o sea deliberada esta coincidencia, ¿qué tiene que ver semejante minucia con el estudio de la autoficción?

            Pero estos reparos no disminuyen el valor del libro como pionero en el análisis de un género, que si no nuevo del todo (entre sus antecedentes se encuentra alguno tan prestigioso como la Comedia de Dante), sí alcanza un desarrollo inusitado en las últimas décadas convirtiéndose en algo más que una moda, en símbolo y síntoma de los cambios producidos en la sociedad contemporánea.



 

miércoles, 18 de diciembre de 2024

De hazañas y prodigios

 

Torquato Tasso
Jerusalén liberada
Edición, notas y traducción de José María Micó
Acantilado. Barcelona, 2024.

De hazañas y prodigios nos habla esta renovada Jerusalén liberada, un poema que parecía ya solo historia de la literatura (y de la cultura: tanta música y pintura inspirada en él), pero esas hazañas y esos prodigios no están solo protagonizados por sus personajes, sino también por su autor, Torquato Tasso, y lo que más nos interesa hoy, por su traductor, José María Micó. De las desventuras y la fama en vida de Tasso, a quien visitó en prisión nada menos que Montaigne, no hablaremos aquí, pero sí de las hazañas de Micó, que deberían ser tan legendarias como las de Hércules. No solo es uno de los poetas más destacados de su generación, la de los ochenta, la de Aurora Luque o Carlos Marzal; no solo es uno de los estudiosos del siglo de Oro cuyos trabajos pueden ponerse a la par de los de Dámaso Alonso o Francisco Rico; también se ha ocupado de literatura contemporánea –muchas de sus lecciones magistrales pueden escucharse en Internet-- y ha llevado a cabo una labor de traducción que no parece propia de una sola persona. Y además compone, toca la guitarra, forma parte de un grupo musical, Marta y Micó, que multiplica sus actuaciones en los más diversos lugares.

            José María Micó se ha atrevido a traducir de nuevo, que es lo mismo que poner en español contemporáneo, a los tres grandes poemas épicos de la literatura italiana, esto es, de la literatura europea: la Comedia de Dante, el Orlando furioso de Ariosto y la Jerusalén liberada. De esos tres poemas, el único que sigue conservando la admiración y el fervor de los lectores actuales es el de Dante, sobre todo en su primera parte, la dedicada al Infierno; los otros dos parecían ser ya solo objeto de erudición. Algo semejante dijo Torquato Tasso, también autor de inteligentes reflexiones literarias, de L’Italia liberata dai Goti, un poema célebre en su momento que más tarde sería “recordado por pocos, leído por poquísimos, sepultado en alguna biblioteca o en el estudio de algún letrado”.

            La verdad es que acariciamos el volumen de Acantilado, un hermoso regalo para estas fechas, nos demoramos en el preciso prólogo, picoteamos alguna estrofa acá y allá, pero nos cuesta decidirnos a comenzar la lectura. Ninguna hazaña parece más ajena a la sensibilidad contemporánea que la de las cruzadas, esa guerra santa, en la que como en todas las guerras santas, cualquier barbarie parecía justificada.

            Requiere, ciertamente, un cierto esfuerzo inicial la lectura de estos veinte cantos, más de quince mil endecasílabos. No es lectura apresurada para un fin de semana, ni entretenimiento playero. En su tiempo, sin embargo, fue un best seller. Bien sabido resulta que al poema épico le dio muerte la novela. Pero tardó en hacerlo: todavía en el primer tercio del XIX, el apócrifo Ossian y Lord Byron se atrevían a competir con ella.

            El verso se lee de otra manera que la prosa. El primero puede prescindir más difícilmente que la segunda de la lectura en voz alta: el verso ha de pronunciarse sílaba a sílaba, aunque se lea en voz baja, para que conserve su ritmo; la prosa admite una lectura mental que puede acomodarse mejor a distintas velocidades (no se lee lo mismo a Baroja que a Miró).

            Tenemos que volver a aprender a leer si queremos leer los grandes poemas del pasado. Leer como quien escucha el poema, sin asustarse por no distinguir del todo los muchos personajes secundarios. De hecho, la lectura en voz alta –una parte de la población era analfabeta-- fue práctica común hasta tiempos recientes.

            Tasso quiso escribir un poema épico que se alejara de las fantasías y disparates de Ariosto para atenerse a las enseñanzas de Aristóteles, que fuera concorde con los nuevos ideales de la Contrarreforma. No creyó haberlo conseguido. Trabajó en la Jerusalén liberada durante toda su vida, pero la obra que admiramos se publicó sin su consentimiento y ni siquiera el título es suyo. Tras someterla  a un consejo de expertos, e incluso a la Inquisición, siguió trabajando en ella y la rehízo con el titulo de la Jerusalén conquistada. Lo que a él más le disonaba es lo que leemos con más admiración: los prodigios, los hechizos, los encantamientos, los amores de Rinaldo y Armida. Quien tenga dudas sobre la fascinación que todavía puede producir hoy este inmenso poema que empiece por el canto XIV; no podrá luego dejar de seguir leyendo.

            Antes de la de Micó, hasta diez traducciones de la Jerusalén liberada se hicieron al español desde el siglo XVI hasta el XIX, unas en verso y otras en prosa; además de múltiples adaptaciones de uno y otro tipo. El poema original está escrito en octavas reales. Micó conserva el endecasílabo, pero prescinde de la rima, salvo en el pareado final, que marca el cierre de la estrofa. De vez en cuando, nos encontramos con otras asonancias (o consonancias) que afirma son “buscadas, aunque no sistemáticas”. Varias de ellas, sin embargo, parecen ser casuales y deslucen el texto. Así termina una de las estrofas: “Debes recuperar la ciudad santa / del injusto poder de los paganos, / y establecer allí un reino cristiano / en el que luego reinará tu hermano”. Algo mejora ese cacofónico sonsonete cambiando el orden de los dos primeros versos (que es como aparecen en el original). Muy de tarde en tarde disuena algún endecasílabo; es el caso de “porque acudirá raudo a tu llamada”, con su acento antirrítmico en la quinta sílaba. Son reparos menores y quizá injustos: traducir una obra semejante está al alcance de muy pocos; señalar algún descuido, al de cualquiera.

            Con ecos de las grandes epopeyas clásicas (Rinaldo tiene mucho de Aquiles, Armida es una nueva Circe aún más encantadoramente perversa) y de los libros de caballerías, Torquato Tasso a ratos parece escribir el guion de una gran superproducción cinematográfica a la que le basta para seducirnos y deslumbrarnos con la magia de la bella palabra y la pantalla de nuestra imaginación.

           

martes, 10 de diciembre de 2024

La verdad sobre Chesterton

 

Gilbert K. Chesterton
Ahora que lo pienso
Traducción de Aurora Rice
Espuela de Plata. Sevilla, 2024.

Julio Camba, en uno de los artículos rescatados recientemente por Ricardo Álamo en Viviendo a la inglesa, afirma que le gustaría encontrarse con un periódico londinense que “no hablase de míster Chesterton, una especie de Unamuno inglés”. Y efectivamente Chesterton y Unamuno tienen mucho en común, como con gran perspicacia supo ver Camba en fecha tan temprana como 1911. Junto a las coincidencias –el cultivo de todos los géneros literarios, el recurso constante a la paradoja, el gusto por la polémica--, están las diferencias: Chesterton fue un firme defensor de la ortodoxia católica; Unamuno, casi heterodoxo de profesión.

            Ahora que lo pienso, cuya edición original es de 1930, se traduce por primera vez al español. Se trata de “Un libro de ensayos”, según afirma el subtítulo, pero comienza arremetiendo contra “la relajación y libertad del ensayo, aparentemente tan atractivas”. No está haciendo autocrítica, aunque lo parece: “Por su propia naturaleza, el ensayo no explica exactamente qué intenta hacer, y así escapa a un juicio decisivo en cuanto a si lo ha hecho o no”. La cualidad “irracional e indefendible” que él encuentra “en muchas de las frases más brillantes de los ensayos más hermosos” es precisamente lo más defendible de los suyos, lo que les da un perdurable atractivo.

            En cuanto asoma el catequista con fe de carbonero, desaparece el intelectual. Los mismos argumentos que se emplean a favor del divorcio, afirma sin inmutarse, “podrían esgrimirse, y seguramente se esgrimirán, a favor del asesinato”. Nos frotamos los ojos, pero Chesterton habla completamente en serio: “Si es verdad que a veces es posible resolver un problema social quebrantando un voto, es igualmente cierto que a veces sería posible hacerlo rebanando un cuello”.

La lucha contra el divorcio es una de sus obsesiones. En el ensayo final, de 1930, dedicado a loar la monarquía con el pretexto de la recuperación de la salud del rey Jorge V, escribe que su popularidad “dirá al mundo que no todos estamos divorciados, no todos somos degenerados, no todos estamos dando la lata al mundo con filosofías descabelladas y perversiones estéticas”. Eso de poner a los divorciados junto a los degenerados, las filosofías descabelladas y las perversiones recuerda aquellos versos de un poeta español, también católico a machamartillo, que daba gracias a Dios por habernos salvado “de la lluvia de napalm, / de los tanques del Pacto de Varsovia, / de Nixon, de Jomeini, de Fernández Ordoñez”. ¡El bueno de Fernández Ordóñez entre las calamidades del siglo XX solo por hacer que se aprobara la ley del divorcio!

            Chesterton va un paso más allá al afirmar que, si sus libros tienen que ser censurados, preferiría mil veces que lo fueran por la Inquisición española que por el Ministerio del Interior británico, pues aunque no la admire especialmente sabe que la Inquisición actuaba “según algunos principios inteligentes”, con muchos de los cuales está de acuerdo. No parece, sin embargo, que la Inquisición española estuviera de acuerdo con muchas de las cosas que afirma Chesterton. Si sus escritos hubieran sido censurados por ella, seguramente el autor habría sido condenado a la hoguera.

            Afortunadamente, en sus devaneos ensayísticos sobre esto y aquello, o contra este y aquel (Shaw, Wells), se olvida con frecuencia Chesterton de la tesis que defiende sin matices y con fervor de converso: el catolicismo es un sistema doctrinal que supera a cualquier otro, que no simplifica la realidad reduciéndola a una sola idea, como hacen Mahoma, Marx o Calvino.

            El sentido común de Chesterton, del que tanto se vanagloria, y el chisporroteo continuo de su ingenio, que tanto nos admiran, envuelven el hueso duro de roer, ya en su tiempo, más en el nuestro, de un integrismo católico que hoy rechazaría incluso buena parte de los católicos.

            La mejor manera de leerlo es no tomarlo en serio cuando se pone más serio y pretende hacernos comulgar con las ruedas de molinos de sus dogmas. Afortunadamente no lo hace demasiado a menudo. Y apenas hay página suya sin una ocurrencia memorable, como aquella para combatir la soledad: “Sugerí que sería bueno para esas casas victorianas aisladas tener una biblioteca humana, para prestarse personas en lugar de libros. Sugerí que el ómnibus de Mudie podía venir una vez por semana para dejar dos o tres extraños en la puerta; serían debidamente devueltos una vez estudiados adecuadamente. Habría una lista de normas por si alguien se quedaba con la señorita Brown demasiado tiempo o devolvía al señor Robinson con algún desperfecto”.

            Espigados entre los que el autor publicó en una longeva revista semanal, el Ilustrated London News, entre 1905 y 1930, algunos de los ensayos de Ahora que lo pienso están demasiado ligados a las circunstancias de esa época y han perdido interés, pero la mayoría siguen muy vigentes, como el titulado “De las dictaduras”, que analiza las causas del descrédito de la democracia liberal en los años veinte: “el parlamentarismo es simplemente el gobierno por políticos de profesión y los políticos de profesión están profundamente corrompidos”. Y a esa crítica universal –añade-- no se responde simplemente haciendo burla de Mussolini. O de Trump, añadimos nosotros.

jueves, 5 de diciembre de 2024

Maltrato real

 

María José Rubio
María Josefa Amalia de Sajonia, reina de España-
Política, poeta y mística.
Fundación Banco de Santander. Madrid, 2024.

No parecería en principio de demasiado interés una biografía dedicada a una de las tres mujeres de Fernando VII que murieron sin darle descendencia. De María Josefa Amalia de Sajonía, la que durante mayor tiempo compartíó su reinado, apenas si se recuerda, una anécdota jocosa y escatológica, la de su noche de bodas. Quien quiera conocerla en sus escabrosos detalles no tiene más que buscar en la Wikipedia. Incluso en una fuente más presuntamente rigurosa, como el diccionario biográfico de la Real Academia de la Historia, puede leerse que “su falta de información y su exacerbada religiosidad la llevaron a negarse a consumar el matrimonio hasta que el papa León XII la conminó a hacerlo”.

            María José Rubio desmiente esas patrañas y hace algo más: rescata de las sombras a una mujer excepcional, que apenas vivió veinticinco años, y que escribió versos y ensayos políticos y dejó su impronta en una época especialmente convulsa.

            Es cierto que se conserva el borrador de una carta de Fernando VII al papa pidiéndole ayuda ante ciertas dificultades en su matrimonio. No está fechada, pero en su segundo párrafo puede leerse: “Hace ya diez años que contraje matrimonio con mi augusta esposa”. Mal puede referirse, por tanto, a problemas en  la noche de bodas. Se queja del confesor de la reina y le pide al papa que lo cambie por otro que, además de encaminarla por la senda de la sólida virtud, “imprima profundamente en su ánimo sencillo la más justa idea de los deberes de una esposa para con su esposo, para ver si de este modo sería Dios servido conceder a mi matrimonio el fruto de bendición que sellaría la tranquilidad de mis dominios”. No hay constancia de que esa carta fuera enviada. Si lo fue, no se produjo cambio de confesor.

            Las presuntas peripecias de la noche de bodas se las contó Merimée a Stendhal en una carta de 1830, que no se publicó hasta 1898. Una señora, de la que no indica el nombre, le habría referido con todo detalle la historia, que tiene toda la apariencia de ser un desvergonzado cuentecillo. Merimée presumía de saber otros secretos de alcoba: “Si tuviera más papel, le enviaría el relato de su primera noche con la reina portuguesa, pero eso será para otra ocasión”.

            María José Rubio desmiente esos y otros bulos basándose en una amplia documentación, en su mayor parte no tenida en cuenta por los historiadores. Apasionante resulta la reconstrucción minuciosa de los pasos necesarios para concertar matrimonio entre dos personas que no se conocían: un viudo de 35 años y una joven de 15. El rey recibió a la vez un retrato de la que iba a ser su esposa, un borrador del contrato matrimonial y un certificado médico que garantizaba su buena salud y su capacidad para engendrar una familia “tan robusta como numerosa”.

            A pesar de esos preliminares tan poco prometedores, pocas dudas caben del amor que sintió Fernando VII. Pueden mentir los documentos oficiales, pero no las cartas privadas. “Querida Pepita de mi alma: yo no he pensado más que en ti en todo el día, he tenido mis ratos de llanto, y aun ahora mismo no veo lo que escribo por tener los ojos llenos de agua”, le escribe al día siguiente de separarse de ella para un viaje oficial. Otra carta comienza así: “Pepita mía, pichoncito de mi corazón”.  

            Nadie es de una pieza, ni siquiera el denostado Fernando VII y no es el menor mérito de esta biografía añadir nuevos matices a su figura. No se trata de reivindicar su figura, pero sí de desmentir bulos y enriquecer nuestra visión de la historia con otros puntos de vista.

Apasionante resulta el relato de los tres años que siguieron al levantamiento de Riego en Las Cabezas de San Juan de San Juan, ocurrido a los pocos meses de que María José Amalia se convirtiera en reina de España. No fueron tiempos fáciles para ella y acabaron dañando su salud mental. La afectó especialmente lo ocurrido al capellán real Martín Vinuesa, condenado a diez años de cárcel por participar en una conspiración absolutista y asesinado en la cárcel a martillazos. Los asesinos “recorren las calles en torno a la Puerta del Sol durante algunas horas de la tarde, mostrando a la población los martillos con que han cometido el crimen y los pañuelos empapados en sangre del capellán de palacio”.

            No menos dramáticos fueron los sucesos del 7 de julio de 1822, en los que llegó a lucharse dentro del palacio y su patio central se llenó de heridos. Fácil imaginar el terror que sintió la reina, cuando todavía no estaban muy lejanos los acontecimientos de la Revolución francesa.

            María José Rubio califica a María Josefa Amalia, en el subtítulo a su biografía, de “política, poeta y mística”. No fue una figura meramente decorativa, tenía ideas políticas y supo exponerlas en razonados ensayos en los que combatía las ideas liberales. Aunque no fueron publicados, se leyeron en el entorno del rey y tuvieron su influencia. Desde casi la infancia, escribió versos. Aprendió pronto el castellano, y esa se convirtió en su lengua poética. Se publicaron algunos de sus poemas y tuvieron gran difusión, pero la mayoría se conservan inéditos en los dos tomos en que fueron copiados amorosamente por la mano del propio rey Fernando. Muchos de ellos, tienen un carácter político. A juzgar por las muestras que se ofrecen en esta biografía no resultan desdeñables, aunque ciertos fallos rítmicos delatan que el español no era la primera lengua de la autora.

            En 1822, aparecieron anónimamente las Cartas de la reina Witinia, una en la que aparentemente la reina cuenta su vida y habla de la situación política, pero que no parece que fuera escrita por ella. María Jesús Rubio no logra descubrir al autor, sin duda alguien muy cercano y que la conocía bien. Es obra de gran interés y reeditada recientemente.

            Algo más que protagonista de un chiste chusco inventado por Merimée y creído por serios historiadores fue María Josefa Amalia de Sajonia; algo más que un felón que cerraba universidades y abría escuelas de tauromaquia fue Fernando VII. Lo podemos comprobar en este libro lleno de detalles exactos y sorprendentes que ayudan a comprender las complejidades de la historia, a evitar simplificaciones maniqueas...

martes, 26 de noviembre de 2024

Tres hombres y una mujer

 

Álvaro Pombo
El exclaustrado
Anagrama. Barcelona, 2024.

Como folletín filosófico o comedia de enredo trascendental podría denominarse las más reciente novela de Álvaro Pombo. Tres hombres –el exclaustrado que da título al libro, su sobrino Jaime, un “profesor auxiliar de filosofía”-- y una mujer, Petri Gillard, camarera en un bar de copas, que se casa con el último de ellos y tiene relaciones con los otros dos.

            De folletín la califica el propio narrador: “¿Y a Jaime qué le pasa? ¿Ama Jaime a Petri como Petri a Jaime? He aquí la gran pregunta de cualquier folletín que se precie. Y este relato es, entre otras cosas, un folletín que se precia de sí mismo”.

            Comenzamos a leer El exclaustrado y lo primero que nos viene a la memoria son El escritor o El enfermo, las novelas crepusculares de Azorín. El “discreto” protagonista –así lo llama el autor--  vive retirado del mundo en una pequeño apartamento lleno de libros, sin más visitas que la de la asistenta que le atiende. Está leyendo a Sartre, al primer Sartre, y buena parte de sus elucubraciones tienen que ver con El ser y la nada, libro que se glosa y cita abundantemente.

A ratos pensamos en Unamuno o Pirandello. Hay personajes en busca de un autor y uno que se declara autor o manipulador de todos los demás. Discutiendo con su mujer, Antón Rubial, el profesor de filosofía, le dice lo siguiente: “He aquí un personaje que ha querido ser lo que haga falta y no ha servido de nada. ¡Hay algo más trágico que Petri Gillard? Nada hay más trágico que Petri Gillard. ¡Que el corazón de la bienintencionada lectora reviente ahora! ¡Si revienta ahora, habré escrito una gran novela!”. Aunque se dirige a ella, emplea sorprendentemente la tercera persona.

En otro pasaje, es el decimonónico narrador omnisciente quien nos refiere los pensamientos de Jaime: “Se da cuenta de que Rafael siempre le ha manipulado. Le manipuló cuando le dijo que los tres, Jaime, Petri y su tío Juan, eran personajes de una ficción que él imaginaba. Personajes de Rubial”.

            Los ingredientes que se emplean en El exclaustrado son de primera calidad, muy Álvaro Pombo, el resultado de una vida dedicada a elucubrar sobre los enigmas del hombre y del mundo, a moverse por los estrechos lindes que separan filosofía, teología y literatura. Pero el resultado es una obra frustrada, un borrador que nadie parece haber leído con atención, ni el autor ni un editor a la manera anglosajona que le señalara los descosidos.

            Que son muchos, y graves. Señalaré algunos. En la página 37, hablando de Antón Rubial y de Petri Gillard, que trabajaba en un bar de alterne, afirma el narrador: “El caso fue que se casó con esta periquita y se divorciaron a los tres años. Casarse y divorciarse fueron dos actos casi continuos”. Pero pronto –o no tan pronto, en la página 100 se refiere a ella como su “exmujer”-- este narrador omnisciente, pero de mala memoria, se olvida de esa afirmación y toda la trama melodramática de la novela se basa en que Petri abandona el domicilio conyugal y luego –sorpresivamente-- vuelve a él porque sigue casada con Rubial, quien la trata y la maltrata –llega a encerrarla en casa-- como su legítimo dueño.

            Jaime solo vio a su tío, Juan Cabrera, el discreto exclaustrado, una vez hace quince años, “cuando era muy joven”. Pero como tiene en torno a veinte años, resulta que no era muy joven, sino un niño. Y no podía recordarlo vistiendo hábito, según se nos dice, porque Juan Cabrera había abandonado el convento hace veintidós años, cuando tenía cincuenta.

            Es cierto que un relato crea su propia verosimilitud, que no tiene por qué coincidir con la de la vida real, pero una cosa es que Gregorio Samsa se despierte convertido en insecto y otra que en la página 44 Petri Gillard sea una pésima cocinera (“Pero, criatura, ¿no ves que no sabes guisar nada decente? Hasta las patatas guisadas con perejil, las vulgares patatas viudas, te quedan siempre aguadas. Haces unos guisos inmaturos, de cafetería, de escort girl”, le reprocha su marido) y en la 70, cuando le abandona y se va a vivir con una amiga, coman las dos de lo que guisa Petri: “pucheros ricos que le había enseñado su madre”.

            Álvaro Pombo ha querido escribir una historia actual, aunque nos suene tan vintage. En la primera página leemos: “Pero ¿cómo vive don Juan Cabrera? Vive confinado. Lleva viviendo así muchos años. Pero solo ahora, con el confinamiento del covid, su confinamiento roza la agorafobia, por tratarse ahora no tanto de una voluntad propia como de la voluntad ajena, la voluntad del Estado”. No hay nada, sin embargo, en el resto del libro, que haga referencia a esa situación; no hay mascarillas, toques de queda, clases virtuales. La acción habría sido más creíble situada en los años sesenta. Casi todos los pequeños detalles, esos pequeños detalles que tanto contribuyen a la sensación de verdad en un relato, rechinan: Petri, antes de volver con su marido, le cita en un Starbucks y allí “los dos eligen un sándwich mixto”. ¿Un sándwich mixto en un Starbucks?

            Significativo de las inconsistencias del relato resulta que el motivo del resentimiento de Antón Rubial contra Juan Cabrera –resentimiento que mueve la trama-- fuera que a una denuncia suya se debiera el que lo expulsaran del convento en el que era novicio, sin que se dé muestra alguna de que Rubial tuviera vocación religiosa (más bien parece que le hicieron un favor al expulsarlo).

El narrador se ocupa minuciosamente de las interioridades de los personajes (con abundantes reflexiones filosófico-teológicas), pero con frecuencia da la impresión de que sus cambios obedecen menos a razones psicológicas que a caprichos del autor, a sorpresivos giros de guion como en una serie televisiva. Y como en una serie televisiva americana actúan los policías que aparecen en el capitulo final.     

Materiales para una novela intelectual, a la manera de las de Pérez de Ayala o de otras del propio Pombo, hay en El exclaustrado, pero lo que se publica es un borrador que necesitaría una lectura atenta de un editor competente y una reescritura que no afecte solo a las inconsecuencias menores, sino a la concepción del narrador.

 

jueves, 21 de noviembre de 2024

A la altura de las circunstancias

 

Simon Armitage
Avión de papel. Poemas escogidos 1989-2014
Traducción, prólogo y notas de Jordi Doce
Impedimenta. Madrid, 2024.

La poesía sigue un movimiento pendular: tiende a acercarse o a alejarse lo más posible del lenguaje cotidiano, a rehuir la anécdota y el sentimentalismo –recordemos los tiempos de la poesía pura-- o a contar historias, denunciar en verso, ser un desahogo del corazón. La segunda de esas líneas suele resultar menos prestigiosa. La poesía que todos entienden y que a todos gusta no acostumbra a gozar del favor de los críticos (en España, últimamente se utiliza para referirse a ella el término de “parapoesía”). Y pretender vivir de la poesía y sus alrededores –ahí está el caso de Elvira Sastre--  hace fruncir el ceño a los entendidos.

            Simon Armitage, el más conocido y reconocido de los poetas ingleses contemporáneos, pone en cuestión esos esquemas. Es un autor famoso fuera de los estrechos círculos literarios, escribe sobre cualquier tema de actualidad, reconoce entre sus maestros tanto a Ted Hughes como a David Bowie, se le estudia en los colegios de secundaria, ha recibido el título de Poeta Laureado. Muestra su preferencia por los temas locales y no le interesa poco ni mucho insertarse en la gran tradición de la lírica moderna, la que tiene a Mallarmé por uno de sus santones.  

            Comenzamos a leer Aviones de papel, una amplia antología de su obra preparada por él  mismo y traducida por Jordi Doce, llenos de prejuicios. Pero no tardan en desaparecer. Buena parte de la poesía actual, antes que buena o mala, es aburrida y borrosamente pretenciosa. Simon Armitage no es ni una cosa ni otra. Sabe contar historias y a menudo recurre al humor, un humor a ratos negro y al chiste no siempre del mejor gusto.

            Antes de convertirse en esa especie de oxímoron que es un poeta profesional, Armitage, que viene del norte de Gran Bretaña, de la parte más pobre y menos convencionalmente británica, fue agente de la condicional, y conoció bien el mundo de la pequeña delincuencia. Sin esa experiencia no podría haberse escrito un poema como “Caradura”, que trata de la tragedia de Hillsborough, donde 97 personas murieron durante un partido de fútbol a causa de una avalancha, desde una perspectiva tan peculiar, igual que ocurre con el que dedica a la matanza en el instituto de Colombine (“Entretanto, en algún lugar del estado de Colorado, armados hasta los dientes con miles de flores…). Esa técnica distanciadora evita la falacia patética, aunque Armitage sea un poeta que gusta de los efectos patéticos: muchos de sus poemas parecen inspirados en las páginas de sucesos de los periódicos.

            Para saber si conectamos o no con la poesía de Armitage basta con leer un poema como “Temporada de grosellas”, incluido en uno de sus primeros libros, Chico, de 1992. Se trata de un monólogo dramático, como tantos otros suyos. Lo que se nos narra es un crimen que no deja remordimiento ninguno y que solo se recuerda cuando se sirve sorbete de grosellas. ¿Un cuento en verso? Puede ser, pero si es un poema no es porque esté en verso –en prosa están los que se incluyen en Ver las estrellas, de 2010, no menos narrativos, aunque de otra manera, y no por eso dejan de ser poemas--, sino por el sabio uso de la elipsis. En cualquier caso, no importa mucho la distinción genérica: Armitage prefiere hacer poesía con lo que habitualmente no es propio de la poesía, y eso es lo que valoramos más en él.

            “Realismo sucio” es el término que habitualmente se aplica a la manera de entender la poesía que Armitage muestra en una parte de sus poemas, pero él, al contrario que Carver o Bukowski, no suele identificarse con el protagonista de sus textos en primera persona. No es tampoco un poeta monocorde: la poesía narrativa alterna con la que se acerca a la letra de la canción. Y para mostrar su versatilidad alguna vez utiliza los temas y al tono de lo que convencionalmente suele entenderse por poesía lírica: “Nieve”, “Lluvia” “Neblina”, “Rocío” de En memoria del agua, por ejemplo.

            Acierta más cuando trata temas menos frecuentados, como en “Motosierra contra hierba de las Pampas” (quizá habría sido más acertado traducir “contra el plumero de las Pampas”) o en el espléndido homenaje a Dante a la manera de Pound que es “Poundland”: el centro comercial, símbolo del vacuo consumismo, convertido en uno de los círculos del infierno.

            Armitage no siempre nos convence, no quiere ni puede ser sublime sin interrupción, pero nos sorprende y nos conmueve con una frecuencia que en pocas ocasiones encontramos en un poeta traducido tan gustoso de lo local, tan cronista de lo cotidiano. Contra lo que pudiera esperarse, los poemas (salvo los más próximos a la canción) funcionan muy bien en la traducción de Jordi Doce. También los fragmentos que se incluyen de sus versiones del Hércules furioso de Eurípides y de la Odisea, en las que insiste en un toque gore que no deja de ser marca de la casa.

            Muchos tonos los de este poeta nada monótono. A ratos parece acercarse a la greguería (“los escarabajos levantaban los paneles solares de sus caparazones”, “las ramas de los árboles eran baldas de una tienda / que vendía insectos como broches y cinturones de piel de serpiente”, “las orquídeas azules se ofrecían sin pudor”) mientras que en “Anochecer” utiliza muy eficazmente uno de los procedimientos, la yuxtaposición temporal, estudiados por Carlos Bousoño en su olvidada y todavía fértil Teoría de la expresión poética.

            Simon Armitage resuelve una paradoja, la de cómo ser universal insistiendo en lo local y cómo trascender a un tiempo concreto siento minuciosamente fiel a ese tiempo. Mejor que buscar la eternidad y trascendencia de la palabra poética, saber estar a la altura de las circunstancias.   


           

jueves, 14 de noviembre de 2024

Ensueño napolitano

 

Juan Antonio González Iglesias
Nuevo en la ciudad nueva
Visor. Madrid, 2024.

En la corte de los antiguos virreyes de Nápoles, había siempre un acompañamiento de poetas. Como Garcilaso, como Aldana, como Quevedo, también Juan Antonio González Iglesias –estudioso del clasicismo, además de poeta-- ha sido huésped de la ciudad, ahora que los nuevos reyes y virreyes se llaman –según indica en la nota de agradecimiento final-- Unión Europea y Ministerio de Cultura.

El resultado de esa estancia, sin duda grata, es un puñado de poemas cuya edición ha sido financiada “con cargo al Plan de Recuperación, Resiliencia y Transformación y la Unión Europea-Next Generation EU”. Difícil resistirse a hacer demagogia con estos datos previos. ¿Cómo no comparar a González Iglesias con los ilustres invitados de la Unión Soviética, tratados a cuerpo de rey, y que volvían cantando maravillas del Paraíso de los Trabajadores? Uno de los poemas se titula precisamente “Elogio de la cultura europea”.

            Comenzamos a leer con un cierto recelo, pero en seguida nos seduce el encanto de la mayoría de los poemas, delicadas acuarelas de ciertos rincones napolitanos. En “Domingo”, durante un grato paseo por el Lungomare se nos habla del “bosque de los yates”, del Vesubio al fondo, de los veleros que están casi llegando a Capri “un puñado / de pétalos muy blancos que acabara / de lanzar alguien sobre el mar”, de la belleza que “trae la justicia al mundo”.

“Condominio napolitano” describe la entrada de uno de los característicos palazzi (que no son los palacios españoles) de la ciudad, con su decoración navideña, sus macetas de terracota y sus vasos de mayólica “y al fondo, sorprendida en la hornacina, / una mujer desnuda en mármol blanco, / una diosa, también iluminada”.

             Una imagen suele resaltar en lo que a veces puede parecer simple descripción: “Muy lenta cae la tarde, su neblina / iguala las columnas y los árboles / y con finísimo papel de seda / envuelve las naranjas, una a una” (“Maiolicato”); en el cabo Posílipo los pinos a contraluz “parecen una tropa / de marinos recién desembarcados” (“Anábasis”).

El Castell dell’Ovo y un carguero se confunden bajo la lluvia repentina: “Todo se iguala / en gris vertiginoso. Es una fiesta. / El carguero se vuelve tan monótono / como el mar y el castillo. He visto antes / este difuminado / creo que en Turner. / No soy el único al que le complace / la secreta armonía de las cosas”.

Hay también tres gatos que contemplan inmóviles el mar como en un emblema de Alciato; la primera nieve sobre el Vesubio admirada, junto a jóvenes estudiantes, desde la terraza de la universidad; un caminar “oscuros en la noche solitaria”, enésima variación del verso de Virgilio, por los alrededores del lago del Averno tras visitar la gruta de la sibila en Cumas. Y no podía faltar un tópico tan clásico y tan Winckelman, de cuya idealizada visión del helenismo parece heredero González Iglesias, como el elogio de la belleza masculina.  Lo encontramos en “Lunes en el museo”, primer poema del libro, y en “Hércules Farnesio”, donde parece cobrar vida la escultura (“el héroe muta / en varón palpitante”) mientras que el joven que la admira “involuntario / reflejo del rival, un pie adelanta / estatua ya”.

            Pero no se limita González Iglesias a fijar en verso sugerentes estampas napolitanas, como han hecho tantos viajeros, y algunas anécdotas de su estancia en ella (sin aludir siquiera al otro Nápoles, al de la Gomorra de Roberto Saviano). Él quiere convertir a la ciudad en símbolo de una visión del mundo, de una filosofía redentora, la del clasicismo. Y ahí ya le resulta más difícil lograr el asentimiento del lector.

            Tropezamos ya en las primeras líneas del prólogo: “Sin la lógica poética no entenderíamos unas pocas cosas que importan mucho. Por ejemplo, que una de las ciudades más arraigadas en lo antiguo se llame ciudad nueva”. Pero no hace falta ninguna lógica poética para comprender que, por ejemplo, el Pont Neuf de París es el más antiguo de los puentes sobre el Sena. Simplemente, lo que era un nombre común, el puente nuevo, se convirtió en un nombre propio. No es un caso único: los poetas novísimos de 1970 siguen recibiendo el nombre de novísimos aunque ya yo sean ni siquiera nuevos. Ese error le lleva a González Iglesias a una conclusión tan arbitraria como todas las suyas: “De ello deducimos que siempre hay algo anterior a lo muy antiguo. Y que lo nuevo, si de verdad, quiere serlo, debe nutrirse de esas raíces muy profundas que se pierden en lo invisible”.

            Igual de falso nos suena el final de “Hércules Farnesio”. González Iglesias gusta, desde los primeros libros que le dieron la fama, de entremezclar el mundo clásico con el contemporáneo, el epíteto clásico con la jerga actual: “Fuera su crush este adalid barbado / que sujeta en su mano un fruto. A bordo / con él subiera de la nave Argos. / En el gimnasio fuera su colega. / Tranquilidad, testosterona, mármol / son retos para él. Grecia era esto, / la colaboración inteligente / con la naturaleza. Los teóricos / hablan de nuevas masculinidades”. Pero esas “nuevas masculinidades” son tan viejas como el mundo y hace tiempo que se aceptan igual que las tradicionales sin necesidad de ninguna coartada clasicista.

            El González Iglesias poeta no olvida al González Iglesias filólogo y buena parte de sus poemas, en este libro y en los anteriores, son glosas de ciertos términos, como ocurre con “magnánimo” o “mediodía” en los poemas así titulados. Y la traducción parcial de una oda de Horacio cierra “Imprenta”.

            “El hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona”, afirmó Hölderlin y yo he repetido más de una vez. Lo que tienen estos poemas de lección moral vale menos que su aspiración a una belleza que no es de este mundo, pero que solo existe en este mundo. La banalidad de ciertos poemas, la esforzada moraleja, queda compensada con los aciertos expresivos y con el ímpetu de otros como “Nadador en Paestum”, que cierra el libro en lo más alto.