jueves, 8 de junio de 2023

La vida imaginada

 

Días sin escuela
Francisco Umbral
Instituto Leonés de Cultura. León, 2023.

En 1965, el mismo año en que publicó sus tres primeros libros, Francisco Umbral ganó el premio de novela corta convocado con motivo del Día de las Comarcas Leonesas, uno de los innumerables premios menores que obtuvo en sus primeros años. La obra galardonada se publicó en el número 6 de la revista Tierras de León, correspondiente a octubre de 1965. Allí quedó olvidada hasta que ahora se reedita con ilustraciones de Avelino Fierro (que no desmerecen junto a las originales de Llamas Gil) y un preciso epílogo de Emilio Gancedo.

            Días sin escuela es una obra menor, ciertamente, pero está llena de encanto y ha envejecido menos que tantos otros títulos de la etapa final de un prolífico autor que acabó convertido en caricatura de sí mismo.

            Cuando se reeditó Balada de gamberros, uno de sus libros de 1965, lo calificó, a la manera juanramoniana, de “borrador silvestre” de todo lo que había de ser su literatura de infancia y adolescencia: Memorias de un niño de derechas, Los males sagrados, Las ninfas, Los helechos arborescentes. “Y lo que salga”, añadía irónico y profético en ese 1980, sabiendo que era un venero al que volvería una y otra vez.

            También borrador silvestre, o no tan borrador ni tan silvestre, de ese ciclo es Días sin escuela, memoria de una infancia leonesa vivida solo en la imaginación, una imaginación que cada vez iría desplazando más y más a la memoria —o enriqueciéndola— en sus libros autobiográficos (mitográficos diría Anna Caballé): “Mis autobiografías van siendo cada vez más inventadas, más fantásticas, y por lo tanto más reales. Más que información sobre mi vida, prefiero dar ya la imaginación de mi vida. Un hombre es su imaginación. Lo que imagina y, sobre todo, cómo se imagina a sí mismo”.

            Francisco Umbral, Francisco Pérez Martínez, fue maestro en el arte de inventarse, comenzando por el nombre y la fecha de nacimiento (1932 y no 1935, como figura todavía en muchos lugares). Nunca contó la verdad sobre su nacimiento. Se hizo escritor colaborando activamente en las revistas del franquismo —de Poesía española a Mundo hispánico, pasando por Punta Europa— y luego, con la llegada de la democracia, borró inteligentemente todo ese pasado y se presentó con éxito como un resistente en lucha continua con la censura. Y algún encontronazo tuvo con la censura su primera novela, Balada de gamberros, pero los motivos no eran políticos, como tampoco en el caso de su modelo en el arte de la autopromoción, Camilo José Cela, sino morales. El informe del censor desaconsejó su publicación por un lenguaje a ratos “francamente soez”.

            Nada hay de lenguaje soez en Días sin escuela, destinada a un premio oficial y provincial y no a publicarse en una editorial independiente, como la Alfaguara de Cela.. En la crónica de la entrega del premio, publicada en el mismo número de Tierras de León que la novela, aparece un Francisco Umbral repeinado y encorbatado recibiendo el galardón que le entrega la reina de las fiestas rodeada de sus damas, todas en traje regional.

            En León había iniciado Francisco Umbral su fulgurante carrera periodística entre 1958 y 1961. Allí tuvo sus primeros éxitos —desde la emisora y el periódico del Movimiento, en el club cultural de la Sección Femenina— y sus primeros escándalos, uno de los cuáles aprovechó para cortar amarras —León se le había quedado pequeño—  y partir a la conquista de Madrid, cuyos difíciles comienzos rememoraría en uno de sus más atractivos libros, La noche que llegué al café Gijón.

            Los días leoneses que nos cuenta en Días sin escuela no son estrictamente autobiográficos, o sí lo son, porque su versión del mito de la infancia trasciende cualquier escenario.

            En el terreno del mito nos sitúa la primera frase: “Lo que deseo decir es que yo tenía una espada de madera y quizá aquella fue la última espada del Reino de León”. La espada y el yelmo dorado, atributos del héroe, no aparecerán hasta bastantes páginas después. Memoria y costumbrismo se entremezclan en un texto que abunda en las reiteraciones y las anáforas características del poema en prosa. Comienza con la llegada a la ciudad: “De madrugada, la luna anda saltando de rama en rama, como una lechuza blanca, a medida que el tren avanza, da vueltas y revueltas, y en cuanto uno sale de la estación, ya serán los pájaros, si es verano, en todos los árboles, haciendo una fiesta en cada copa verde”.

            “Hablo de la posguerra” nos dice el narrador que evoca sus días de infancia. No acentúa, sin embargo, la sordidez y el tenebrismo. Lo que le interesa contar es el eterno combate de la casa y la calle: “La casa retiene al niño con dedos maternales, con dulces y tediosos abrazos, pero la calle tira de él, lo hace suyo, le toma y le deja, lo endurece”.

            Como con Cela, con Umbral la posteridad, no está siendo demasiado benévola. Cuando desaparece un escritor que parece llenarlo todo con su presencia continua y sus estridencias, lo primero que sienten los lectores es una sensación de alivio. La escritura de Umbral, la que le dio más fama, la de las negritas y el halago y el denuesto que no se detenían ante el servilismo o la calumnia, según conviniera, está muy ligada a una época. Y el personaje —léase su biografía, El frío de una vida, escrita por Anna Caballé— tiene mucho de impresentable figurón de otro tiempo. Pero era un escritor que supo darle un temblor distinto a la lengua, que mezclaba intuición poética y sorpresa verbal, lo popular y lo culto, como pocos antes o después que él, aunque a menudo —muy a menudo a partir de los años ochenta— malbaratara su talento, puesto al servicio del capricho y del mejor postor.

            Estos breves Días sin escuela pueden servir para que comencemos a reconciliarnos con quien, quizá a pesar de sí mismo, escribió algunas de las páginas más conmovedoramente perdurables de la literatura española.

           

jueves, 1 de junio de 2023

Madrid, París, Berlín

 

Diarios de Berlín 1939-1940
Carlos Morla Lynch
Edición de Inmaculada Lergo y José Miguel González Soriano
Presentación de Andrés Trapiello
Renacimiento. Sevilla, 2023.

Madrid, en abril de 1939, era una ciudad destrozada en la que los vencedores se ensañaban inmisericordemente con los vencidos; París, la ciudad alegre y confiada que no se imaginaba la humillante derrota de un año después; Berlín, la capital del futuro, el nuevo orden doblemente armado que soñaba con imponerse al mundo. Por esos tres lugares, trascurre la vida de Carlos Morla Lynch en los menos de dos años —de abril del 39 a julio del 40— que abarcan estos Diarios de Berlín. Carlos Morla Lynch (1885-1969), chileno nacido en París, diplomático, escribió diarios durante toda su vida. Tres períodos de ella tiene especial interés: los años veinte y treinta, cuando su domicilio madrileño fue centro de reunión de los jóvenes poetas; la etapa de la guerra civil, en que salvó a miles de refugiados en la embajada de Chile, y su estancia en Berlín al comienzo de la Segunda Guerra Mundial. En 1957 publicó En España con Federico García Lorca, un primer tomo, convenientemente recortado por el autor, de ese diario ejemplar. Póstumamente aparecieron las anotaciones de la guerra civil y la entrega inicial completa. A esa obra ciclópea, y con pocos antecedentes en la literatura española, se añade ahora nuevas páginas, abrumadores en su minucioso reflejo de un tiempo sombrío.

            Carlos Morla Lynch fue un personaje peculiar, conservador como buen diplomático, pero nada sectario, curioso de todas las artes, aficionado especialmente a la música y a la literatura, gustoso de la buena vida, frecuentador de los grandes salones aristocráticos y de las tascas en los barrios populares.

            Tras casi tres años de encierro en la miseria del Madrid cercado por las tropas franquistas, el retorno a París —donde había vivido años felices— le deslumbra. La primera mañana se asoma al balcón y siente el inconfundible olor de la ciudad, el aroma de su infancia. Luego visita un baño turco —una de sus grandes aficiones— y pasea por los bulevares: “Hace tres años que no veía mujeres arregladas ni sombreros, y el espectáculo y la impresión que me producen es indescifrable, casi violento, de estupefacción”. Los sombreros femeninos —que no son sombreros, “sino cosas que se ponen en la cabeza”— le sorprenden especialmente. Morla Lynch no solo está atento a la gran historia, sino a todos los pequeños detalles —la intrahistoria unamuniana— y eso le da un valor especial a su diario.

            Al llegar a Berlín, le sorprende la “disciplina férrea” que allí impera. Para él prima sobre todo la libertad individual: “¡Viva el desorden de las calles de Madrid, en las que cada uno anda por donde le da la gana y donde la hora no cuenta como una norma inquebrantable!”. Pero lo que nos sorprende a nosotros es la anécdota que da origen a este canto a la libertad: “Esta mañana, en la estación, escupí en el suelo (no se ven escupideras) y un alemán furioso me lanzó la palabra unverschämte (¡desvergonzado!)”.  La “limpieza extrema” del Berlín nazi es una de las características que más choca, paradójicamente a este gran aficionado a los baños turcos: “No se ve un papel ni la más leve basura por el suelo. Ando largo rato con una colilla del cigarrillo en la mano que no sé dónde tirar y la boca llena de saliva que no me atrevo a escupir. En una peluquería donde voy a cortarme el pelo, el peluquero mira fijamente un poco de ceniza que he dejado caer al suelo. Apago el cigarrillo”.

            Algo de novela costumbrista tiene el relato de estos primeros meses en Berlín, con sus comidas protocolarias, los enredos en la embajada, los chismes sobre unos y otros (“Crónica escandalosa” suele titular una parte de las anotaciones del día). La referencia a Miguel Hernández —se le acusó injustamente de no hacer todo lo posible por salvarle— quizá no deja a Morla Lynch en demasiado buen lugar. Le llama Neruda desde París para decirle que ha sido detenido y él responde que tiene una comida oficial y que no puede atenderle. “¡Déjate de comidas oficiales!”, le reprende Neruda. “Por suerte —anota Morla— la comunicación se corta sola. ¡Hasta cuándo voy a estar preocupándome de lo que ocurre en Madrid!”

:           Los chismes sobre gente de la alta sociedad aproximan el texto a Proust o a Capote. Algunos son divertidos, como los que cuenta Stanley Richardson (el poeta inglés amigo de Cernuda que moriría en un bombardeo en 1942) sobre Concha Méndez y su hija Paloma Altolaguirre o sobre el rey de Inglaterra.

            El tono cambia a partir del pacto entre Alemania y la Unión Soviética y, sobre todo, con el ataque a Polonia. La gran trituradora de la guerra se pone en marcha y nadie podría prever entonces hasta dónde iba a llegar. A Morla Lynch le tocó conocer la Alemania que se creía invencible, aunque él ya acertó a ver algunas de sus sombras.

            Un diarista cuenta las cosas de distinta manera a como las cuenta, tiempo después, un memorialista o un historiador. Una vez que los hechos han ocurrido parece que no podían haber sido de otra manera. Pero nada está escrito hasta que no se convierte en tiempo pasado. Francia podía no haber declarado la guerra a Alemania (eso es lo que deseaban muchos franceses, como se vería poco después) y Alemania, más adelante, podía haber hecho la paz con Inglaterra para enfrentarse juntas a la Unión Soviética (eso quizá habría ocurrido si Eduardo VIII no hubiera abdicado).

            Vemos también cómo los cónsules de Chile —y de otros países democráticos— hacían negocio con los judíos perseguidos, como hoy las denostadas mafias que ayudan a los emigrantes ilegales. Y hay un viaje a Praga, que acierta a mostrarnos toda la humillación de la ciudad incorporada al Reich.

            Morla Lynch gusta de pasear por el parque Tiergarten con su perra Chorpi y se muestra especialmente sensible a la belleza masculina. No olvida dejar constancia de ella siempre que se la encuentra, sea entre los camareros, entre los músicos de una orquesta o entre el personal diplomático. Cuando Ribbentrop cita a embajadores y a prensa para darles cuenta de las razones que llevaron a la ocupación de Noruega, anota: “Oficiales de espléndida figura nos reciben”. Y en el baño turco comparte desnudez con los oficiales, blancos y dorados, que llegan del frente. Si en ocasiones nos recuerda a Proust o Capote, otras nos recuerda a Visconti. 

            La edición de Inmaculada Lergo y González Soriano resulta ejemplar. Breves notas aclaratorias a pie de página, casi todas pertinentes, y otras más amplias, con abundantes citas de diarios anteriores, al final.

            Diarios de Berlín es literatura —excelente literatura en algunos pasajes— y es, sobre todo, un documento histórico de primer orden. La historia en blanco y negro que nos han contado se llena de color y de matices, se hace más verdadera, gracias a Morla Lynch.

 

 

 

 

 

 

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jueves, 25 de mayo de 2023

Virtuosismo y verdad

 

Quizá yo
Rodrigo Olay
Pre-Textos. Valencia, 2023.

Desde su primer libro, Cerrar los ojos para verte, Rodrigo Olay ha sorprendido por su dominio, nada mimético, de la métrica tradicional. Conoce como ningún poeta de su generación, como pocos poetas de cualquier generación, los resortes del metro y de la rima; “el viejo y querido utillaje retórico”, que diría Gimferrer, y el arte —tan clásico, aunque el nombre sea moderno— de la intertextualidad. Pero hay también en él algo nuevo, herencia de las vanguardias, un juego con la sintaxis, un despeinarla y llevarla, cuando lo cree necesario, hasta el balbuceo o el anacoluto, que lo emparenta con César Vallejo. Otro maestro muy presente es Blas de Otero, de quien ha aprendido a quitarle blandura garcilasista al soneto y a tratar de hacer que no suene a lo consabido.

            Pero el virtuosismo tiene también sus riesgos. A veces nos fijamos tanto en las dificultades técnicas que se superan, en la destreza formal, que el poema deja de ser un poema para convertirse en un “más difícil todavía” superado con los menos tropiezos posibles..

            Contrasta, por otra parte, en Rodrigo Olay la sabiduría del artífice con la ingenuidad del artista. Dámaso Alonso habló de poesía arraigada y poesía desarraigada. Al contrario que su maestro Blas de Otero, Rodrigo Olay pertenece al primer grupo: sus poemas nos hablan de los padres, de los hermanos, de los cumpleaños infantiles con los amigos, de las estancias de estudio en el extranjero, y de un amor correspondido, el único, el de la compañera para toda la vida. Hay también en algunos poemas —“Obviografía”, “Ante el espejo”—, referencias a las dificultades de salud que tuvo que superar desde la infancia. Ningún victimismo, ninguna queja en sus versos.

            Rodrigo Olay —al menos el Rodrigo Olay que reflejan los poemas— es el hijo que todos los padres quisieran tener, el alumno preferido de cualquier profesor, el amigo siempre alegre y servicial, el fiel amante apasionado. Exactamente lo contrario de lo que suele ser la figura del poeta desde el romanticismo, del malditismo tan habitual en los poetas contemporáneos. Él es más bien un poeta de estirpe dieciochesca, época en la que es un destacado especialista.

            Hay en Quizá yo un espléndido conjunto de poemas de amor —“A tu sabor de mí”, “Las noches”, “Sueño”—, y otro de poemas viajeros, entre los que destaca “Europa”, escrito en tercetos, pero no encadenados (el segundo verso de cada terceto queda libre), lo que evita la rigidez de esa composición estrófica. “Entre bosques azules”, “por jardines profundos”, “sobre ríos verdosos y altos puentes”, “en Belfast, en Burdeos, en Ginebra” pasó sus estancias académicas este estudioso poeta y de ellas nos trajo unas memorables “estampas de la vieja Europa”, donde admira la precisión del adjetivo y lo sugerente de la pincelada impresionista. Lo mismo ocurre con otro poema que en principio parecía destinado a quedarse en un convencional poema familiar, “2019”, que tiene como pretexto un viaje hasta Jaén, acompañado de los padres, para recoger un premio literario. A ese viaje se añade el recuerdo de otros viajes en familia y el resultado es un deslumbrante calidoscopio de ciudades y lugares.

             Abundan en Rodrigo Olay los versos que no desentonarían en un poeta del siglo de Oro. “La candidez altiva del Cervino”, por ejemplo, del poema “Suena la nieve”, brillante ejercicio sobre un tema tópico —la primera nevada del año—,  en el que resonancias juanramonianas (“Todas las nieves son la misma nieve”)  y del Blas de Otero que escribió “cae la nieve poco a copo”.

            No hay cara sin cruz, y a veces parece que el poeta se deja llevar demasiado por el ingenio fácil. “En el hangar vacío”, tras varias retóricas vaguedades, termina con una variación de Jorge Manrique: “Al final, nuestras vidas son los trenes / que van a dar al hangar, / que es el morir”. Pero hangar —“cobertizo grande, generalmente abierto, para guarecer aparatos de aviación o dirigibles”— no es el lugar al que van a morir los trenes. En otros casos, la facilidad para la versificación hace que el poema se alargue innecesariamente. Es lo que ocurre con “El verano”, un romance en eneasílabos en el que encontramos estrofas tan prescindibles como “porque no supe pero sé  / que Argestes, Bóreas, Noto, Céfiro / son las razones de mi herida. / porque por ti bebo los vientos”. Después del siglo XVIII, pocos poetas se habían atrevido a escribir versos semejantes.

            Rodrigo Olay se atreve a eso y a emular a Ovidio con los hexámetros de “Póntica” (a Ovidio o a los traductores de poesía clásica): “Veinte días después de casarnos el nono de aprilis / en la luz blanca y tierna de Pascua, la bruma me cerca y los pictos / con su lengua endiablada reclaman de mí sus tributos”.

            La erudición de Rodrigo Olay no es solo literaria. En “Domingos” nos ofrece otro de los “trozos de bravura” del libro, una evocación de la historia reciente del motociclismo; solo él es capaz de escribir una enumeración tan precisa, tan llena de detalles exactos, con tan sugerentes pinceladas evocativas. Pero el final, que se quiere sorprendente, resulta inverosímil: “No amé nunca las motos, / pero sí / cada domingo de mi infancia, / cada / domingo luego de mi adolescencia, / ver las motos / al lado / de mi padre”. Quien no amó nunca las motos, por mucho que las viera al lado de su padre, no puede escribir un poema como “Domingos”, salvo que lo consideramos como un laborioso ejercicio de retórica clásica y erudición deportiva.

            Los tres poemas mínimos —una soleá, un haiku y una miniatura barroca— resultan prescindibles. Rodrigo Olay necesita un cierto espacio para sus admirables volatinerías verbales, que si a veces se quedan en el mero ejercicio, cuando dan en el clavo —y ocurre a menudo— lo hacen como nadie de su generación —y pocos de cualquier otra— sería capaz de hacerlo.

miércoles, 17 de mayo de 2023

El rastro del dinero

 

King Corp. El imperio nunca contado de Juan Carlos I
José María Olmo y David Fernández
Libros del K. O. Madrid, 2023.

No todo lo que nos cuentan José María Olmo y David Fernández en King Corp. El imperio nunca contado de Juan Carlos I ha sido nunca Contado. Muchos de los datos que aquí se reúnen ya habían sido anticipados por El Confidencial, El Mundo o incluso El País o el Abc, pero asombra verlos reunidos, enlazados, configurando el retrato de uno de los personajes más inverosímiles de la historia contemporánea.

            De sus negocios particulares solo conocemos —gracias a la justicia suiza, quién se lo iba a decir— una pequeña parte, pero esa muestra basta y sobra para colocarle en la lista de los mayores depredadores del siglo XX. Ni Ceausescu o Trujillo lograron reunir semejante fortuna ni Mussolini una tal colección de amantes. Pero esos personajes, de final ciertamente más desafortunado, fueron dictadores, mientras que Juan Carlos de Borbón ocupó la jefatura del Estado en un régimen democrático. ¿Cómo fue posible que gozara de una impunidad total en casi cuatro décadas y casi total tras verse forzado a abandonar un cargo en principio vitalicio?

Dos fueron las razones principales. Una de ellas tenía que ver con un perverso mecanismo de defensa de las Instituciones surgidas tras la dictadura. Se pensó que "investigar al monarca o cuestionar los comportamientos de su esfera privada ponía en riesgo la estabilidad de todo el sistema y abría la puerta a los fantasmas del pasado". Un esos motivos "patrióticos", se unieron otros bien diferentes: "Moverse por sus inmediaciones permitía, tarde o temprano, obtener algún tipo de beneficio económico. A veces, en forma de chivatazo sobre una privatización o una oportunidad de inversión en el extranjero. En otras ocasiones, involucrando al propio rey en las operaciones para garantizar el éxito. Cuanto más cerca estaba alguien del jefe del Estado, más beneficiosa podía resultar su influencia y más motivos encontraba ese individuo para protegerlo".

Gracias a la justicia suiza y a los fiscales españoles que trataron de protegerle de las posibles consecuencias penales de sus irregularidades con el fisco, podemos seguir con fiabilidad el rastro de una parte de la fortuna de Juan Carlos de Borbón. Los autores de esta modélica investigación no dejan escapar ninguna pista y los leemos como si se tratara de una novela policíaca, pero una novela sin ficción, por muy increíbles que resulten algunas de las peripecias.

Gracias a la justicia inglesa, que aceptó la demanda por acoso de Corinna Larsen, examante del rey, podemos conocer con fiabilidad el comportamiento personal de quien forma parte de la historia de España y de otras historias menos honorables, y no solo eso, sino también queda como evidencia irrefutable que puso al servicio de sus intereses particulares a instituciones públicas como el CNI, cuyo director, el general Sanz Roldán, actuó para defender a su amigo y señor como si dirigiera una empresa privada de seguridad al margen de la ley.

No sorprenden demasiado las tropelías del anterior jefe del Estado, que ya no niegan ni sus defensores (se limitan a decir que la Constitución impide investigarlas), sino la cantidad de cómplices, con nombre y apellidos, que sacan a la luz José María Olmo y David Fernández. ¿Nadie piensa querellarse por calumnias? ¿Temen acaso que pueda ello pueda contribuir a airear lo que aquí se cuenta y dar origen a una investigación como la que, con bastantes menos indicios, se llevó a cabo sobre la familia Pujol?

Una anécdota menor de las muchas que se cuentan en el libro. En 2012, el escándalo de los pagarés de Nueva Rumasa, emitidos por la familia Ruiz-Mateos, llevó a registrar su casa y oficinas. Se encontraron listados de las personas más ilustres del país a las que enviaban habitualmente regalos. A las mujeres solía enviarse un bolso de Carolina Herrera. La mayoría, en los últimos tiempos, dada la mala imagen del clan, lo devolvía. Pero tres de las destinatarias nunca devolvieron los bolsos: la reina Sofía y las infantas Elena y Cristina.

A Vicente García-Mochales, teniente coronel de la Guardia Civil, y jefe de seguridad del rey emérito, diversos correos electrónicos —que se reproducen— le implican en el manejo del dinero negro con el que se pagan los viajes privados del monarca. ¿No se querellará? ¿No se iniciará una investigación de oficio sobre el asunto?

Los datos, los nombres, las precisiones que no dejan lugar a dudas, se acumulan en el libro, pero también Hay lugar para dos o tres anécdotas noveleras que podemos creernos o no. En 1989, desaparecieron dos cuadros del Palacio Real que se conservaban en una parte a la que no tenía acceso el público: el único fragmento que se conservaba de un retrato de Velázquez (reproduce la mano de Fernando de Valdés, arzobispo de Granada) y una obra de pequeño formato de Carreño Miranda. No había signos de violencia, nadie se explicó entonces —ni después— cómo pudieron robar los cuadros, ni qué se hizo de ellos. Pero parece que Sabino Fernández Campos, el hombre que susurraba a los periodistas, sí sabía algo de ellos. Poco antes de fallecer, contó que los había visto en casa de una de las amantes del monarca. Como no se dan nombres, podemos no creérnoslo.

Pocas dudas hay en cambio de la colección de relojes y de coches, y del método para hacerse con ellos, ni de su fidelidad a las Joyerías Aldao (las favoritas de Carmen Polo) ni de la historia de las dos prodigiosas esmeraldas que, a comienzos de 2011, cuando intentaba reanudar su relación, le regaló a Corinna Larsen. Quiso ella convertirlas en pendientes y las envió a una de las mejores joyerías del mundo, Gembel Company, radicada en Amberes. Quien quiera saber lo que ocurrió después (todo digno de un intrigante telefilme) que lea este libro asombroso. En él se vierte la sombra de la sospecha —y a veces algo más que la sospecha— sobre los que estuvieron cerca de un hombre que se sintió pronto por encima del bien y del mal, un hombre que corrompía todo lo que tocaba. Y mientras tanto los ciudadanos de una "democracia avanzada" —o eso dicen— aplaudíamos y la justicia miraba para otro lado.



jueves, 11 de mayo de 2023

La poesía verdadera

 

El sueño cumplido
Eloy Sánchez Rosillo
Tusquets. Barcelona, 2023.

Pocos poetas tan fieles a sí mismos —para bien y para mal— como Eloy Sánchez Rosillo. Ya en 1980, en la antología Las voces y los ecos, exponía las mismas ideas que encontramos reiteradas en El sueño cumplido: “Solo existe una tradición poética, que es la de la poesía verdadera. La voz de los poetas es siempre la misma, aunque las modas o la metodología académica intenten demostrar lo contrario. Tales ingenuidades no afectan para nada a esta tradición única de la poesía, del mismo modo que no pueden afectar al crecimiento de un árbol, a los sabores del amor o a la presencia elemental de un cuerpo desnudo. El ruiseñor cantaba de igual forma en la época de Safo, en la de Catulo, en la de Garcilaso, en la de Keats y Hölderlin y en la nuestra. Et tout le reste est literatura”. Sí, todo lo demás es literatura, como lo es, mejor o peor, cualquier poema, tan distinto de una época a otra, de un autor a otro, al contrario que el canto del ruiseñor.

            Esa misma concepción ahistórica de la poesía se mantiene a lo largo de todos los escritos reunidos en El sueño cumplido, redactados a lo largo de los últimos veinte años. Se trata de unos “Garabatos de poética”, conferencia sobre su vida y obra pronunciada en la Fundación Juan March; varios poemas propios comentados; una selección de los poemas que tienen por tema a la propia poesía, y diversas entrevistas de muy desigual extensión e interés. Más de una vez expresa Sánchez Rosillo su rechazo del género “poética”, de las reflexiones del autor sobre su propia obra, pero pocos autores se habrán ocupado con tanta insistencia de aclarar lo que entienden por “verdadera poesía” (la de Homero, el poeta más citado en estas páginas, la de Emily Dickinson, la suya propia) y de rechazar otras concepciones de la poesía.

            El poeta, afirma, no es “un relojero, es decir, alguien que va montando las piezas de un artilugio verbal”. Pero serían esos poetas los preferidos por los críticos, ya que resulta más fácil “analizar una cosa falsa, construida, porque entonces pueden explicar cómo está hecha, cómo están puestos los distintos tornillos, las distintas piezas, y los propósitos del que montó el artefacto”.

            Eloy Sánchez Rosillo, cuando reflexiona sobre poesía, gusta de la tautología y la caricatura. Tautología: la “poesía verdadera” es la “poesía auténtica”, la que escriben los grandes poetas de todas las épocas. Caricatura: “Producen cierta pena esos poetas de ahora que se vanaglorian de ser estrictamente urbanos y que solo conocen las calles de su ciudad. No saben lo que es un árbol”.

            Sería interesante que Sánchez Rosillo mencionara a alguno de esos poetas que solo conocen las calles de su ciudad, pero se cuida mucho de citar —ni para bien ni para mal— a ninguno de sus coetáneos. En algunas de las entrevistas, se alude en la pregunta a sus compañeros de generación, pero él responde siempre sin dar nombre y con generalidades.

            A menudo incurre en contradicciones. “Con frecuencia mis poemas tienen origen en hechos de mi propia vida —que son los que me caen más a mano—, pero en el proceso de creación del poema es preciso que el material autobiográfico se universalice y se independice de uno mismo”, escribe muy sensatamente. No tarda en decir muy otra cosa: “En mis poemas hablo de mis asuntos, claro, de los que yo siento, no de los que le interesan al farmacéutico de mi barrio o a un perito agrícola de Lituania, e intento expresarlos con mi propia voz”.

            Como teórico, como crítico de la poesía de su tiempo, Sánchez Rosillo tiene poco que decir. No es un estudioso del tema y ni siquiera se considera un escritor. Es solo un poeta, pero un poeta muy consciente de lo que ha querido hacer y de lo que ha hecho. A veces, en sus  entrevistas, nos parece escuchar a alguno de los denostados autores de la llamada “parapoesía”, de la poesía que gracias a las redes sociales y a los recitales ha alcanzado una difusión hasta ahora desconocida: “Muchos poetas españoles no escriben en español, sino en chino. Cuando el lector bienintencionado abre un libro de poemas y ve que en sus páginas no entiende nada, o que se entiende, pero que el conjunto es decorado vacío, lleno de relumbrones culturalistas de purpurina, lo cierra y no lo compra. Por eso la poesía tiene hoy escasos lectores”. Habría que citar,  a propósito del Sánchez Rosillo de El sueño cumplido,  una vez más a Hölderlin: “El hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona”.

            La evolución poética de Sánchez Rosillo ha ido en la dirección de un cada vez mayor despojamiento formal. El lenguaje —todavía algo convencionalmente literario en su primer libro— se ha ido volviendo más y más coloquial, los temas culturalistas, tan de su generación, casi llegan a desaparecer y la variedad métrica —nunca excesiva— se reduce a una combinación de alejandrinos, endecasílabos y heptasílabos sin rima: “Me parece esta una forma métrica muy dúctil, que por su naturalidad casi no se hace notar, sin rimbombancias rítmicas ni énfasis prosódicos cuando el encabalgamiento y algún otro oportuno recurso llegan a ser parte de ella”. 

            El enfoque y el tono ha cambiado desde sus primeros libros, de carácter fundamentalmente elegíaco, hasta los publicados a partir de La certeza (2005), en los que predomina lo celebrativo, el continuo asombro ante el milagro de la realidad. Paradójicamente, esta segunda etapa, que parece debería reducirse a unos pocos poemas esenciales, es la más fecunda del poeta, con frecuencia convertido en un aplicado epígono de sí mismo. Función del crítico, del estudioso, es analizar los mecanismos que convierten en poesía lo que podía haberse quedado en una banalidad. Sánchez Rosillo no lo hace en El sueño cumplido, pero ofrece a cambio sugerentes apuntes autobiográficos, a la vez que expresa la intención de que las palabras del poema “se hagan transparencia y claridad, / igual que un charco de agua tras la lluvia, / cuando por fin se aquieta: / agua que en su cristal contiene el cielo / y a la que acuden a beber los pájaros”.

      

           

jueves, 4 de mayo de 2023

Los libros y la vida

 

Construyendo Babel
Hilario J. Rodríguez
Contraseña Editorial. Zaragoza, 2023.

Hilario J. Rodríguez ocupa un lugar aparte en la literatura española contemporánea, a la que pertenece quizá un poco a su pesar. Ha escrito abundantemente de cine y ha convertido la crítica cinematográfica en un género literario; ha dejado constancia de su vida nómada y de su gusto por viajes poco o nada convencionales; ha publicado novelas, en el sentido convencional del término (prefiere las otras novelas), pero destaca sobre todo en un género de su invención en el que lo vivido se mezcla con lo leído y lo imaginado. Construyendo Babel —publicado por primera vez en 2004, reeditado ahora algo aumentado y muy corregido—  es el título que mejor lo representa. Aquí está todo Hilario J. Rodríguez, “tal un imán que al atraer repele”, para decirlo con un verso de Antonio Machado, o para ser más exactos, como un imán que atrae y a la vez de alguna manera rechaza a los lectores más convencionales.

            En una primera hojeada, nos puede parecer que algunas de sus secciones —“Lecturas vividas”, “Obras completas”, “Historias fantasmas”— son una recopilación de reseñas, ya que al principio o al final del texto aparece una referencia bibliográfica. Así el capitulo “Las ínsulas extrañas” debajo del título indica: Cristóbal Serra, Nótulas (Árdora Ediciones, Madrid, 1999).

            Pero comenzamos a leer y nos encontramos con una afirmación general (“Vivir encerrado dentro de uno mismo tiene su precio”) que se ejemplifica con un cuento macabro, como en los relatos del conde Lucanor, aunque en ese caso la moraleja figura al final. Solo varias páginas después se empieza a hablar de Cristóbal Serra, “uno de los solitarios más extraños de la literatura española”. No tarda, sin embargo, en abandonar el tema para hablar de sí mismo y de su conflictiva relación familiar: “Mi vida entre los solitarios se remonta a los años que viví con mi padre. Él también era un hombre solo aunque a veces, por su furia y sus canalladas, parecía un auténtico ejército invasor, como muchos hombres al mismo tiempo”.

            Hilario J. Rodríguez habla de su familia —y de sí mismo— sin pudor ninguno, al igual que Annie Ernaux, a quien dedica uno de los capítulos, titulado precisamente “Secretos inconfesables”. Las consideraciones que hace a propósito de la premio Nobel francesa pueden aplicársele a él mismo: “Hay lecturas que interesan más por la desinhibición de su autor, dispuesto a contar sin ningún tipo de censura la verdad sobre determinadas cosas escabrosas, que por sus virtudes literarias”.

            Hilario J. Rodríguez juega continuamente a la autoficción. A partir de datos verificables de su biografía va entreverando historias más o menos verosímiles. Curiosamente, los relatos más realistas —los de su estancia como profesor en un instituto extremeño, por ejemplo— resultan los menos creíbles: “Mis mejores horas, las pasaba en la biblioteca, donde mi misión consistía en registrar los préstamos y las devoluciones. En la biblioteca era raro ver a los alumnos, que no iban allí más que a echar un vistazo a los periódicos, especialmente El Marca, por el cual se peleaban a veces con los profesores, que lo leían con demasiada calma”. ¿Pero a qué biblioteca de instituto van —o iban— profesores y alumnos a leer El Marca? ¿Qué biblioteca de instituto extremeño estaba suscrita —como se nos indica más adelante— a El País, Extremadura, El Sol, Hoy y Abc?

            El juego con la verdad y la ficción comienza en la irónica advertencia al comienzo del volumen: “Todos los hechos narrados en este libro son ficticios. Ninguno de los libros mencionados es real. Londres no existe; tampoco Hilario J. Rodríguez”.

            No, no son ficticios todos los hechos narrados, pero a veces lo son  —o pueden serlo— algunos de los atribuidos a personajes reales en ocasiones muy cercanos al autor. Nos imaginamos por eso la incomodidad de los familiares ante un libro como este.

            Incomodidad que a veces alcanza a los lectores, y no solo a los lectores ingenuos, que creen que las obras autobiográficas deben reflejar, si no la verdad objetiva, imposible por definición, sí la verdad experiencia del autor.

            Pero algo queda claro en Construyendo Babel: la pasión por los libros y por el nomadeo, la fascinación por las vidas al margen, obsesivas y autodestructivas.

            En cada capítulo, en cada página y casi en cada párrafo, salta Hilario J. Rodríguez de los libros a la vida, de sus lecturas apasionadamente vividas a episodios de su vida que parecen sacados de alguna rara novela. Y nunca nos deja claro si estamos ante una autobiografía disfrazada de ficción o ante una ficción que quiere hacerse pasar por autobiografía.

            Construyendo Babel no es un libro para leer de un tirón, pero aunque con frecuencia resulta fatigoso en su errabundia genérica y nos tienta su abandono, no podemos dejar de volver a sus páginas, “tal un imán que al repeler atrae”.

jueves, 27 de abril de 2023

Vidas cruzadas

 

Víctima de la piedad. Araceli Zambrano
Pedro Chacón
Pre-Textos. Valencia, 2023.

Apasionante la historia que nos cuenta Pedro Chacón, buen conocedor de la vida y la obra de María Zambrano, en Víctima de la piedad, pero a ratos dudamos de si el ligero artificio novelesco con que se nos narra resulta o no necesario. El libro lleva un apéndice de fotografías y documentos (uno de ellos estremecedor en su torpe sintaxis burocrática) y quizá hubiera sido preferible una biografía sin novelar de Araceli Zambrano, la hermosa y desdichada hermana de quien tan atinadamente supo entreverar filosofía y poesía.

               María Zambrano, nacida en 1904, siempre sintió devoción por su hermana Araceli, siete años más joven. En ella veía “una compensación para nuestros padres de todo lo que yo no podía llevarles, la alegría, la belleza, la ternura, la bondad inmensa”. Cuando volvió a retomar el contacto, tras los desastres de las dos guerras, la española y la mundial, ya no la abandonaría hasta su muerte en 1972, y las dos vivieron, primero en Roma, luego en Francia, en una pobreza laboriosa rodeada de gatos (por culpa de los gatos, y tras reiteradas denuncias de los vecinos, fueron precisamente expulsadas de Roma) y con la constante atención de algunos pocos fieles admiradores.

            Araceli Zambrano se casó con Carlos Díez, un joven médico que se había destacado como opositor a la dictadura primorriverista, en enero de 1931. No tardaría en proclamarse la República como el mejor regalo de bodas. Pero los nubarrones comenzaron pronto, en lo político y en lo personal.

            El primer capítulo de Víctima de la piedad se titula “Carlos” y es un monólogo, fechado en septiembre de 1952: “Hace semanas que tomé la decisión y ningún motivo me mueve a retractarme de ella. Tengo solo cuarenta y ocho años, pero no cumpliré más”. El capítulo puede leerse de manera independiente. En esas páginas —como en el resto del libro—  la tragedia personal se entremezcla con la tragedia histórica. Y en medio de todo, está la figura de Araceli: “No es cierto que mi vida empezara cuando la conocí, pero siempre he sabido que comenzó a terminar cuando la perdí. Nada queda de aquel rebelde adolescente, ni de aquel joven apasionado, ni de aquel médico consagrado a su profesión, ni de aquel ferviente comunista… Nada queda y, por tanto, a nada voy a poner fin. Tan solo a las sombras de un sueño perdido”.

            El siguiente capítulo, “Manuel”, lo protagoniza el segundo amor de Araceli Zambrano, Miguel Muñoz Martínez, militar y político republicano que, en 1936, fue nombrado Director General de Seguridad. Se trata de dos cartas, o de una en dos partes, fechadas el 9 y el 10 de noviembre de 1942. El documento al que aludíamos al principio es una providencia del juez Jaquotot Ramón que dice así: “En la Plaza de Madrid, a treinta de noviembre de 1942. Por recibido despacho de la Inspección de Juzgados-Segundo Grupo en el que se da cuenta se circulan la órdenes oportunas para que en el día de mañana, martes primero de diciembre y a las siete horas y treinta minutos en las inmediaciones del Cementerio del Este, por un piquete al mando de un Oficial de la Guardia Civil, sea cumplimentada la sentencia de PENA DE MUERTE dictada contra el reo MANUEL MUÑOZ MARTÍNEZ, únase a estas actuaciones de su referencia y diríjase oficio urgente y reservado al Señor Director de la Prisión Provincial de esta Plaza interesando la entrega del procesado al Oficial que se designe a las siete horas del día de mañana; y trasládese este Juzgado a dicha Prisión a fin de llevar a efecto la oportuna diligencia de notificación de la sentencia dictada”. Otra historia de amor y otro capítulo de la historia de España y de Europa —a Manuel Muñoz Martínez lo detienen lo alemanes en París— compendiados en una pocas páginas.

            “María”, el tercer capítulo, se fecha en septiembre de 1972 y es un monólogo puesto en boca de María Zambrano. Nos cuenta la vida de las dos hermanas tras el reencuentro en los años cuarenta. Habla María con su hermana que acaba de morir, pero a veces nos parece que está informando a una tercera persona: “Nunca olvidaré tu fracasado viaje a México. Hacía diez años que Alfonso y yo nos habíamos separado. Él se había ido a México donde le habían ido bien sus negocios empresariales, por lo que gozaba de una buena situación económica. Era de justicia que, habiendo sido él quien había instado la formalización del divorcio, aportara una compensación económica que pudiera paliar nuestras necesidades”.

            Los mismos desajustes entre lo que se cuenta y la manera de narrarlo encontramos en el capítulo final, “Araceli”. Consta de dos partes, a modo de anotaciones de diario o de monólogos, una fechada en París en junio de 1942 y otra en La Habana diez años después. El tono confesional (“Cada día estoy más preocupada por Manolo. No creo que sea capaz de aguantar muchos meses encerrado en esa celda de La Santé”) contrasta con otro meramente informativo, como de narrador en tercera persona: “Se había acogido a la ley Azaña y abandonado la carrera militar tras haber combatido varios años en Marruecos, pero su trayectoria como político parecía estar consolidada: militaba en la Izquierda Republicana, tenía amplios apoyos entre los francmasones y había sido elegido en Cortes en las tres convocatorias de elecciones generales que se habían celebrado durante la República”.

            Las cartas y los fragmentos de diario que se reproducen facsimilarmente en el apéndice nos hacen imaginar otro libro que deje de lado la ficción y se atenga a la reconstrucción biográfica, pero tal como está se lee con emocionado interés que no decae en ningún momento.

jueves, 20 de abril de 2023

Gritos y susurros

 

 
Un Sartre muy distinto
François Noudelmann
Traducción de Laura Claravall
Ediciones del Subsuelo. Barcelona, 2023.

Desde el Balzac en zapatillas de Léon Gozlan, muchos son los libros que un amigo o un secretario ha escrito para contar las intimidades, a menudo escandalosas, de un escritor. Podría pensarse que Un Sartre muy distinto está en la misma línea, sobre todo si, al hojear el índice, nos encontramos con la pregunta “¿Sartre queer?” encabezando uno de los subcapítulos. Pero François Noudelmann no es un periodista que busca llamar la atención ni un indiscreto confidente, sino un filósofo, especialista en la obra de Sartre, que este libro se adentra en los enigmas que de alguna manera son también los de cualquier biografía: nadie es de una pieza, a nadie conocemos del todo. Su fuente principal es Arlette Elkaïm, primero devota seguidora y luego hija adoptiva de Sartre, y los papeles y filmaciones privadas que ella custodiaba.

            No es un libro contra Sartre, todo lo contrario, pero los detractores de quien, a partir de 1945, se convirtió en el principal referente intelectual de la izquierda revolucionaria, encontrarán reforzados sus argumentos. Tras visitar, casi como estrella invitada, la Rusia de los años cincuenta y la China en la que se está incubando la Revolución Cultural, en privado —muy en privado— expresa algunas reservas, pero nunca en público para no desagradar a sus generosos anfitriones. Rompe con los comunistas en 1956, tras la invasión de Hungría, pero no tarda en dejarse volver a querer por ellos. En 1963, presenta a la Unesco el proyecto de una reunión de intelectuales para facilitar el diálogo Este-Oeste. La verdadera razón es que su traductora rusa y amante, Lena Zonina, sea invitada a París. Así se lo cuenta en una carta: “Por primera vez en mi vida pondré los pies en esa casa de putas. Por ti, amor. ¡Si la gente supiera lo que se esconde detrás de esa pasión por la confrontación de culturas! ¿Sabes que sin ti, nada de esto habría ocurrido, que esa reunión en la Unesco no se habría celebrado, ni siquiera para los demás? Tú eres la confrontación Este-Oeste. O mejor dicho, el Este y el Oeste se confrontan en nuestra cama”. Cinismo se llama esa figura. Como Pablo Neruda, como Miguel Ángel Asturias, el fervor político de Sartre escondía a veces muy particulares intereses.

            Pero no por eso dejaba de ser de algún modo sincero, como sincera fue la toma de partido a favor de la independencia de Argelia. Su indignación ante el recurso a la tortura de los militares franceses, le llevó a apoyar expresamente la violencia terrorista de los insurgentes argelinos. En el prólogo a Los condenados de la tierra, el libro de Frantz Fanon que serviría de inspiración a los movimientos anticolonialistas y a las organizaciones guerrilleras de los años sesenta, llegó a escribir: “Matar a un europeo es matar dos pájaros de un tiro, suprimir a la vez a un opresor y a un oprimido”.

            Sin su postura de escritor comprometido, Sartre no se habría convertido en una figura pública, no habría conseguido la resonancia mundial que tuvo. Quiso ser como Víctor Hugo, que se enfrentó a Napoleón III; como Zola, defensor del injustamente condenado Dreyfus; como Gide, que denunció la explotación colonial del Congo. Para ello tuvo que sobreactuar, que representar un papel en el que no sentía a gusto del todo.  François Noudelmann explora las grietas de esa figura pública. Una de ellas, su relación con las drogas. Tras una primera relación con la mescalina, que se provocó varios meses de depresión y un miedo a la locura que le duraría toda la vida, sus compañeros inseparables fueron el alcohol, el tabaco y, a partir de 1950, otra droga legal: el Corydrane, una mezcla de anfetamina y aspirina. Sin el Corydrane, no habría sido posible su ingente trabajo intelectual. Comenzó a abusar de esa sustancia cuando trabaja en la que quiere que sea su obra mayor, la Crítica de la razón dialéctica. De tomar un comprimido al día, pasa a tomar diez, y el resultado parece milagroso: “Las frases se suceden, interminables, y el resultado son magmas teóricos de varias páginas sin párrafos que, posteriormente, Arlette Elkaïm tendrá que espaciar y dividir en capítulos para hacerlos legibles”. No tarda en recurrir al Corydrane para responder a cualquier encargo y, si le piden un texto urgente, es capaz de trabajar veinticuatro horas seguidas. Pero no solo lo utilizaba para eso. “El whisky era su bebida preferida y solía mezclarlo con Dorydrane, una combinación que demora la sensación de borrachera e incita a beber más”. Las intoxicaciones etílicas de Sartre fueron numerosas y varios de sus banquetes en la URSS, tras los brindis con escritores y altos cargos, los terminó en el hospital. La factura de esos excesos la pagó durante los últimos años de su vida. Ciego y cada vez más deteriorado físicamente, siguió siendo una figura pública, utilizado por unos y por otros, pero sobre todo por su secretario, Benny Lévy.

            François Noudelmann quiere centrarse en otro Sartre, en un Sartre apolítico que contradice el retrato oficial, un Sartre “más cerca de Stendhal que de Marx”, un Sartre que gusta de viajar como un simple turista, de tocar el piano, cantar y hacer un poco el payaso, que prefiere la fantasía y lo imaginario a los rigurosos análisis económicos, que padece frecuentes depresiones, que se deja seducir por la inacción y la melancolía.

            Fue un triunfador que fracasó quizá en lo que más le importaba, un defensor de causas justas —aunque no siempre— hasta la injusticia. El tiempo no ha sido demasiado piadoso con su obra. Hoy le vemos como un representante de algo de lo mejor y de mucho de lo peor del siglo XX.

jueves, 13 de abril de 2023

Personal y político

 

 

Diario V (1969-1973)
José María Souvirón
Edición de Javier La Beira y Daniel Ramos López
Centro Cultural Generación del 27. Málaga, 2023.

Cincuenta años después de la muerte de su autor, el poeta, novelista y ensayista José María Souvirón (1904-1973), se publica el tomo quinto y último del diario que había ido escribiendo a partir de 1955 y que dejó inédito. Emigrado, no exiliado, a Chile por motivos personales, en ese año regresa a España y se incorpora a la élite cultural del franquismo. Por edad, y por fecha de publicación del primer libro, pertenecería a la generación del 27, pero sus simpatías y diferencias le asimilan más bien a la generación siguiente, la de Rosales y Panero, dos de sus grandes amigos. Ese asunto, que parece menor, el de su adscripción a una u otra generación, no dejó de preocuparle en vida porque muy pronto comprobó que la atención crítica no era la misma para ambas y que la rutina de los manuales favorecía a los poetas del 27 frente a los que vinieron después.

            Desde el 69 hasta el 73 abarca esta última entrega del diario, en la que se entremezcla, como en los tomos anteriores, y como quizá en todos los diarios que merece la pena leer, lo público y lo privado. Son los años finales del régimen y los del surgimiento de una nueva generación poética, la de los novísimos, que parece querer arrumbar de golpe a la poesía anterior. Para Souvirón, los últimos poemas jóvenes son Claudio Rodríguez y Francisco Brines, “no reemplazados hasta el momento —escribe en noviembre de 1969—, ni por Gimferrer, ni por Carnero, ni por nadie”. A Brines alude con elogio repetidas veces, disculpándole incluso —Souvirón es visceralmente homófobo— su orientación sexual, menos secreta de lo que el propio poeta creía: “Brines, sobre todo, es persona de una sensibilidad muy fina y de una actitud entre triste y bondadosa, que le hace muy estimable. Así lo voy notando, lo que me deja caer en olvido —¿por qué no?—esa condición suya de homosexual, que en él, al contrario que en Bousoño, inspira cierta compasiva ternura”.

            Cuando escribe este tomo del diario, Souvirón ya es un hombre en buena medida fuera de su tiempo. Si resultan muy atinadas sus observaciones cuando habla de otras épocas o de otras literaturas, no ocurre lo mismo con la que entonces está surgiendo. Refiriéndose a Leopoldo María Panero, el tercer poeta de la familia, afirma que le parece mucho más poeta su hermano Juan Luis, aunque brille menos por no pertenecer al grupo “veneciano”, al que considera “una pandilla de posibles degenerados, ellos y sus coetáneos prosistas, en su mayoría catalanes”. Y a continuación nos deja un apunte costumbrista a lo Cansinos Assens: “Por aquí anduvo estos días Ana María Moix, jovencita que ha traído locos a varios de estos jovencitos (entre ellos, Leopoldo María que quiso matarse por causa de ella), pero que, al parecer, no está interesada por los varones. En Madrid ha producido un revuelo de viejas tortilleras, y ha desorbitado (si en órbita andaba) a Félix Grande, sin mayor éxito. Su hermano, Terenci Moix, tiene ese nombre desde hace poco. Se lo puso por su admiración al actor inglés Terence Stamp, tiñéndose el pelo del color que lo tiene Stamp en las películas. El jefe de línea —y mejor poeta de todos ellos—, Pedro Gimferrer, se ha dejado una melena a lo Andrés Révész —anciano húngaro redactor de ABC—, creyendo que con eso está al día… Bueno, ¿es que vamos hacia el andrógino? Se me ocurre que, por ese camino, vamos hacia el mierdógino”.

            Católico practicante, de misa diaria, Souvirón se muestra en desacuerdo con los nuevos rumbos de la Iglesia. Ante algunas declaraciones de Pablo VI, se siente decepcionado y enfadado. No le gusta que haya aludido a la necesidad de promover la justicia social en España: “No digo que aún no falte por hacer mucha justicia social en España; lo que sí digo es que no es tan terrible ni tan clamante al cielo la situación española en ese aspecto, y que me parece que peor está en el sur de Italia, en el Mezzogiorno, al que no se ha nombrado”. Y se aventura a dar una razón de tal presunto traspiés del papa: su amistad con “Joaquinito Ruiz-Jiménez, quien, viendo que aquí no le hacen caso (no se lo hace ni la vejez ni la juventud), acaso se dedique, con un pecado muy español, a conseguir que se lo hagan en Roma”.

            En la anotación del 24 de julio de 1969, cuando la proclamación del príncipe Juan Carlos como sucesor de Franco, deja constancia de la sorpresa que supuso, por increíble que hoy nos parezca: “Lo siento, sobre todo, por el pobre Luis Rosales, que debe estar frenético a estas horas. Por lo demás, no comprendo —ahora que lo he visto hecho— cómo podía haberse esperado que no se diera este salto dinástico”. Franco con ello habría demostrado una vez más “su perspicacia y su fabulosa tranquilidad”.

            Amigo de sus amigos, casi todos escritores, Souvirón muestra sin embargo un cierto desapego por la literatura española de su tiempo, no solo por la que escriben los jóvenes: “¿Cómo no voy a preferir, por mucho esfuerzo patriótico que empeñe, leer una novela de Cela o unos poemas de Aleixandre —para citar lo mejorcito— a un libro cualquiera de Green, de Camus, de Bernanos y aun de Sartre?”

            Admira el diario de Julien Green, a pesar de que su actitud ante la vida sea tan distinta y llega a sugerir, quizá irónicamente, peculiares razones por las que sus anotaciones ofrecerían menor interés: “Yo no padezco esas turbaciones que él expone con una claridad extraordinaria. Quizá esto le quite mucho atractivo a este diario. Pero ¿cómo podría inventar yo lo que no siento ni creo haber sentido nunca? Estaría bueno que me atribuyese tendencias homosexuales por vagas que fueran, sin haberlas notado en mí. O que contase masturbaciones que no practico. ¿Una lástima para el interés de la obra? Acaso, pero no puedo hacer otra cosa”.

            Personal y político, en algunos casos simple desahogo y en otros lúcida confesión, a ratos anotaciones a vuela pluma y en no infrecuentes ocasiones próximo al poema en prosa, irritante a veces, el diario de Souvirón —inédito en vida, aunque él alguna vez pensó en publicarlo— puede considerarse desde ya mismo como una de las obras fundamentales de la literatura autobiográfica del siglo XX.

jueves, 6 de abril de 2023

Reescribir la historia

  

Antonio Machado, poeta de todas las Españas
Enrique Baltanás
Rialp. Madrid, 2023.

Enrique Baltanás, poeta de línea clara, de serena emoción y precisa dicción, ha escrito un libro sobre Antonio Machado que suscita cierta perplejidad. No es un neófito en el tema, conoce como pocos la vida y la obra de los Machado —los dos hermanos y el padre, estudioso de la cultura popular— y a ambas ha dedicado estudios ejemplares. No podemos decir lo mismo de su última publicación, Antonio Machado, poeta de todas las Españas. Fetiche el poeta durante años de la izquierda antifranquista, pero rescatado ya para el bando vencedor por Dionisio Ridruejo en fecha tan temprana como 1940, creemos que nunca antes nadie se había atrevido a escribir, como hace Baltanás, que fue “un perfecto cómplice, probablemente a la fuerza, del gobierno rojo del Frente Popular”.

            La pasión política, el afán revisionista, nubla a menudo los ojos del estudioso, sobre todo en el nutrido apéndice, pero no solo. Y tampoco es solo Antonio Machado el poeta tergiversado en este libro escrito supuestamente a su mayor gloria. De Juan Ramón Jiménez llega a escribir algunas de las frases más desajustadas que hayamos leído. Según Baltanás, los nuevos poetas de los años veinte ven a Juan Ramón como “inactual” e “inservible” y él reaccionaría tratando de demostrar que es más vanguardista que nadie: “Y no dudará en reescribir —él decía revivir— viejos poemas suyos para adaptarlos al nuevo estilo. Él, que escribió aquello de ‘No le toques ya más, que así es la rosa’, acabará por chuchurrir la rosa de puro manosearla. Se inventa lo de la poesía pura, lo de la poesía desnuda; su obra está permanente en obras, rehaciéndose y retocándose, perpetuamente inacabada, acicalándose a la moda, sin terminar de arreglarse nunca, como una damisela presumida que nunca acaba de salir del tocador”.

            No menos disparatados, pero quizá más esperables, dada la inquina de Baltanás hacia la izquierda son los reproches a Dionisio Ridruejo, del que se pregunta “si un hombre que se equivoca así, según él mismo reconocerá después, no debería marcharse a su casa para siempre, renunciar a la política definitivamente”, como penitencia y como “un ejercicio de sanísima prudencia”. Pero no, después de haber sido falangista se hizo demócrata y “fundó en los sesenta el PSAD y luego en los setenta la USDE, unas fotocopias que, claro está, no lograron suplantar el original”, por lo que no conseguiría otra cosa que “representar el conocido papel de compañero de viaje”. Compañero de viaje del partido comunista, se entiende.

            Para Baltanás la república no se implantó en España “como una inequívoca expresión de la voluntad popular”, según afirmó Antonio Machado en sus escritos. Para Baltanás, “la legitimidad de la proclamación republicana, con argumentos jurídicos en la mano, es harto dudosa, pues esa ‘inequívoca expresión de la voluntad popular’ no se manifestó en unas elecciones (a no ser las municipales de 1931, que en realidad perdieron)”. Más adelante insiste: “Lo cierto es, sea como sea, que el 14 de abril después de unas elecciones, insistimos que municipales, la República quedó proclamada en loor de callejeras multitudes. Nunca, sin embargo, fue legitimada por ningún referéndum”. Como al parecer ocurrió, podríamos caricaturizar nosotros caricaturizando su argumento. tras el pronunciamiento de Martínez Campos en Sagunto que restauró la monarquía. Olvida Baltanás —le ciega su pasión política de converso— las inmediatas elecciones a cortes constituyentes tras la proclamación de la república.

            Es una lástima que el estudioso no haya sido capaz de contener al panfletista. Abundan más en ente libro los capítulos que compendian con inteligencia y buen sentido lo que sabemos sobre el vivir y el escribir de Antonio Machado que esos otros —por lo general llevados al apéndice— tan a menudo capciosamente polémicos. Nada que objetar hasta la página 60. Es en el capítulo titulado “Castilla, Andalucía, España” donde Baltanás se enreda por primera vez en sus argumentos y comienzan los tropezones. En su poema “A orillas del Duero”, escribe Machado: “El Duero cruza el corazón de roble / de Iberia y de Castilla”. Y Baltanás comenta: “A la zaga de Ortega y de Unamuno, Machado cae, sin originalidad alguna, en la trampa tendida por los nacionalistas periféricos: aceptar la equiparación de Castilla con España, considerar a Castilla (en la que Machado incluye, con matices, a la propia Andalucía) como la España por antonomasia”. O sea que, si en aquella época “todos daban por cosa probada —Ortega dixit— que Castilla había hecho a España” era por culpa de esa encarnación del demonio que son los “nacionalistas periféricos”.

            En el epílogo, se acumulan testimonios, de muy dudosa fiabilidad la mayoría de ellos, para tratar de demostrar una cosa y la contraria: que Antonio Machado se vio obligado por la fuerza de las circunstancias a apoyar a la causa republicana y que era un cómplice del terror que se negó a apoyar al encarcelado Félix Ros. Ejemplo de poca credibilidad es la cita de González-Ruano quien cuenta, que poco antes de comenzar la guerra, se encontró con Machado en un café y este, al saber que vivía en Roma, le dijo: “¿Ve usted al rey? No sé si sabrá quién soy yo… Pero si usted cree que lo sabe y esto puede alegrarle, dígale que estoy convencido de que nos equivocamos todos y que España sin el rey va hacia una catástrofe”. O la del comunista arrepentido Enrique Castro Delgado.

            Lástima que Enrique Baltanás no haya escrito dos libros: una sintética biografía de Antonio Machado, para lo que él está particularmente capacitado, y un panfleto contra la segunda república. Baltanás considera la sublevación de Franco, como uno más de los intentos de acabar con el régimen parlamentario, que se consideraba desfasado: “Hubo varios amagos, en 1931, en 1934, de subvertir —desde el cuartel o desde las minas— la legalidad vigente. Uno de esos amagos, una de esas tramas, se convertiría, el 18 de julio de 1936, en el golpe decisivo”.

            Así se reescribe la historia de España con pretexto machadiano.

             

jueves, 30 de marzo de 2023

Retórica y poética

  

Derrotero (Poesía 1969-2022)
Jon Juaristi
Edición de Rodrigo Olay Valdés
Renacimiento. Sevilla, 2023

Vaya por delante que Jon Juaristi es uno de los grandes poetas contemporáneos, que sus mejores poemas no desdicen puestos a la par de los de sus maestros Unamuno y Blas de Otero (o de Gabriel Aresti), que en su voz resuenan muchas voces, pero que entre todas la suya resuena inconfundible, que Derrotero, el tomo en que Rodrigo Olay ha reunido ejemplarmente, sin lucimientos eruditos, su poesía completa es uno de esos libros que no se agotan nunca. Y sin embargo…

            No hay poeta de verdad que no sea varios poetas, aunque no se desdoble expresamente en los heterónimos pessoanos o en los complementarios machadianos, y al Juaristi poeta mayor de las Españas le acompañan un chistoso coplero y un versificador para todas las ocasiones a los que deja campar cada vez más a sus anchas.

            Y no es que humor y poesía resulten antagónicos. A fin de cuentas es el humor, más que la ironía, el idioma de la inteligencia. Aunque no suela considerarse así, La venganza de don Mendo es uno de los títulos del teatro español más memorable y ha envejecido mejor que tanto Benavente. Jon Juaristi, émulo de Muñoz Seca, ha escrito dos largos poemas burlescos, “Los tristes campos de Troya” y “Dos de mayo”, que no pueden leerse sin admiración ni regocijo, lo mismo que su eutrapélica “Sátira primera (a Rufo)”. Otra cosa son los poemas-chiste (tan frecuentados también por Ángel González) y los juegos de palabras más o menos ocurrentes a los que no puede evitar recurrir incluso cuando claramente desentonan. Basten uno o dos ejemplos. El hermoso poema “Mar de Castilla”, con sus pareados que son toda una precisa antología, termina de esta manera. “Mar de Castilla desde cuyas naves / toda la noche oímos pasar AVES”. Con más ingenio aparece el tren de alta velocidad al final del enumerativo y machadiano “Ligero de equipaje”: “Una guía de Estonia, prismáticos y lentes, / mi hiena de peluche, mi cepillo de dientes, / y así que parta el AVE que nunca ha de tornar / me encontraréis a bordo, después de facturar”. Hay poemas que parecen construidos para el juego de palabras final: “Cuando tú te hayas ido, / me envolverán las sobras” termina “Restaurante chino”.

            No escasean tampoco los ajustes de cuentas —con sus paisanos vascos, con sus detractores políticos, hasta con algún crítico literario—, unos “cantos de escarnio y maldecir” que, en más de una ocasión, parecen estar demás, por circunstanciales, en una recopilación de la poesía completa. El soneto “Que / qué”, cuya cita inicial es un chiste bilingüe, puede servir de ejemplo.

            Pero aparte de estos tropezones, que abundan algo más en los inéditos “Saldos de fin de temporada” con que se cierra el volumen, cuánta verdad y cuánta emoción en estos versos, cuánta prodigiosa artesanía. Cito algunos poemas que están en mi memoria, y en la de tantos otros lectores, desde hace tiempo: “Ruleta rusa”, elegía de una generación cuya adolescencia terminó con los primeros disparos de la violencia terrorista; “Última lección”, poema al padre al que se contrapone “Palinodia”, dedicado al primer hijo; “Campos del romancero”, “Noche de reyes”…  Y un poema por el que yo siento especial predilección, “Comentario de textos”, que ejemplifica bien la capacidad de Juaristi de hacer poemas con material no considerado poético, sino más propio del ensayo o de otros géneros literarios. “Comentario de textos” incluye un comentario de textos de Guillén que vale también para el mejor Juaristi (“¿Apreciarán la tersa palabra, el verso claro, / conciso, exacto, austero, el lenguaje hecho médula, / la precisión soberbia con que plasmó la vida / en secos fogonazos?”) y reflexiona sobre la enseñanza de la literatura mejor que cualquier tratado de pedagogía.

            Como en la época en que se puso de moda el teatro en verso y un autor escribía los diálogos en prosa y otro los versificaba —así fue la colaboración entre María Martínez Sierra y Eduardo Marquina—, Jon Juaristi ha jugado más de una vez a poner en verso pasajes de sus ensayos sobre la tradición vasca o de sus escritos autobiográficos (“All iron”, por ejemplo), dando muestra de sus habilidades como versificador. Pero eso no justifica lo       que dice en el prólogo: “Creo que he intentado siempre escribir poesía cercana a una prosa decente y no poética, o sea, clara, concisa y pública, no del todo impersonal, pero sin desnudarme de cintura para abajo”. Afortunadamente, no siempre ha sido así: “Río del tiempo / que cruza el alma / fluyendo siempre / desde el mañana, / orillas mustias / por donde pasa / lánguida y lenta / su lengua el agua…”

            Poesía con nombres tituló Blas de Otero una de sus antologías y podía titularse la poesía completa de Juaristi, de ahí la utilidad del índice onomástico que acompaña a esta edición. Pocos poetas tan generosos, a la hora de elogiar en verso a sus amigos y maestros como Juaristi; pocos también más feroces a la hora de zaherir a sus detractores: “Muere matando. / No podrás con todos, / pero algún miserable / quedará sobre el campo, / tripa arriba / como en los viejos tiempos / (pues de vejez hablamos)”.

            Dos sorprendentes inéditos juveniles, traducidos del euskera, se añaden a esta edición; entre los “Saldos de fin de temperada”, destacan “Llanto por un bandido” y la irónica recapitulación, tan Juaristi, de “Al cumplir los setenta”.