jueves, 30 de noviembre de 2023

Propuestas de felicidad

 

Historia alternativa de la felicidad
Juan Antonio González Iglesias
Penguin Randon House. Barcelona, 2023.

Juan Antonio González Iglesias es poeta, uno de los más notables de su generación, y catedrático de Filología Clásica. Para ofrecernos una Historia alternativa de la felicidad (o mejor, una propuesta alternativa) ha echado mano de sus muchos conocimientos filológicos y también de sus abundantes lecturas de la poesía contemporánea.

La lección de los mejores de ayer coincide en sus paginas con la lección de los mejores de hoy, aunque a veces –todo hay que decirlo-- esa coincidencia resulte un poco forzada. Nos hace sonreír el final del capítulo titulado “La sobria ebriedad”. ¿La trágica vida de Cleopatra habría sido distinta de haber podido leer a Claudio Rodríguez? González Iglesias cree que sí. Cleopatra “se nos presenta como ebria de buena fortuna y por tanto condenada a la desdicha. Le faltó estar ‘sobria de buena fortuna’. Si hubiera podido leer el deslumbrante Don de la ebriedad de Claudio Rodríguez, habría adquirido a la vez el ‘don de la sobriedad’ que también lo anima”.

            A esa aventurada hipótesis, podemos añadir otra como afirmar que Odysséas Elýtis “habría tenido igual el Premio Nobel” si solo hubiera escrito la frase “en el paraíso he recortado una isla”. Quizá quiso decir “merecido” y ya sería una hipérbole excesiva, pero “tenido” resulta una falsedad (no es un premio para frases felices).

            Se leen con gusto y provecho los setenta capítulos –por lo general breves-- de este libro, que es también una selecta antología de poesía clásica y contemporánea. González Iglesias sabe, como pedía Horacio, “instruir deleitando”. Destaca el capítulo final, dedicado a Catulo, en quien encuentra “un catálogo práctico de felicidad”.

Sin embargo, al margen de algunos lapsus fácilmente corregibles (“Los placeres inferiores” no es un libro de Francisco Brines, sino uno de sus poemas), a  mi entender incurre en un error de base que conviene subrayar: contrapone un idealizado mundo clásico a un no bien entendido mundo contemporáneo.

            Me limitaré a algunas muestras. “Lo que ahora se expresa por WhatsApp –escribe en el capítulo “Las felicitaciones”-- o por teléfono antes se comunicaba poéticamente. Tenían poemas para desear buen viaje (el propenticón) que incluso anticipan como será el retorno feliz. Poemas para felicitar la boda (el epitalamio) o para acompañar el envío de un regalo”. Pero un poema se puede enviar por WhatsApp o leer por teléfono, no hay que confundir contenido con continente. ¿Se recitaban entonces siempre poemas para desear buen viaje? ¿Se leían poemas en todas las bodas? Me imagino que sería solo en algunos casos, lo mismo que ocurre ahora.

“El que tiene lo público carece de lo privado” afirma González Iglesias citando a Gil-Albert. La privacidad ha desaparecido del mundo contemporáneo, repite una y otra vez; hoy “las personas monetizan su intimidad ofreciéndola por Internet a las multitudes”. En pleno “paroxismo internáutico”, ha habido quien “ha osado felicitar” a los que se quedan al margen. Y cita como ejemplo de esa osadía un poema propio, aunque callando el nombre: “Benditos los ignotos, / los que no tienen página / en Internet, perfil / que los retrate en Facebook, / ni artículo que hable / de ellos en Wikipedia. / Los que no tienen blog. / Ni siquiera correo / electrónico, todo / les llega si les llega / con un ritmo más lento. / Tienen pocos amigos. / No exponen sus instantes. / No desgastan las cosas / ni el lenguaje. Network / para ellos es malla / que detiene la plata de los peces. / Benditos los que viven / como cuando nacieron/ y pasan las mañanas oyendo el olmo / que creció junto al río / sin que nadie / lo plantara. / Benditos los ignotos, / los que tienen / todavía intimidad”.

            Y esos que pasan la mañana junto al olmo, habría que preguntarle al autor, ¿de qué viven? ¿Tienen esclavos como en tiempo de Horacio o santa esposa, como hace unas décadas, que se ocupan de las cuestiones prácticas de la vida? No escriben versos, por supuesto, ni menos los publican, porque entonces correrían el riesgo de “compartir sus instantes”.

Qué fácil resultan rebatir estas falacias, que suenan tan bien y tantos aplauden, confundiendo el uso con el abuso de las redes sociales. ¿De verdad cree González Iglesias que quien tiene perfil en Internet deja de ser ignoto? ¿Y que se pierde algo de intimidad por tener un blog sobre filatelia o sobre cualquier otra afición? El error conceptual en que incurre González Iglesias –y no es solo suyo, por eso conviene señalarlo-- es pensar que porque son varios cientos de millones las personas que tienen un perfil en Facebook son cientos de millones los que pueden ver las fotos de la presentación de un libro que subo a mi página. “¡Lástima grande / que no sea verdad tanta belleza!”, habría que exclamar citando a otro clásico.

Siguen existiendo privacidad e intimidad y no han disminuido, sino aumentado desde aquel tiempo en que las familias pobres vivían amontadas en una habitación y los palacios estaban llenos de cortesanos. Aunque uno esté en todas las redes sociales y tenga correo electrónico --ya casi solo una herramienta de trabajo, por cierto--, solo comparte de su intimidad aquello que quiere compartir, salvo por descuido o inadvertencia, pero esa es otra cuestión.

Intimidad siguen teniéndola no solo la mayoría de las personas –cuya privacidad no interesa a nadie--, sino los personajes públicos. ¿O acaso cree González Iglesias que tiene menos vida privada Felipe VI que Alfonso XIII, la reina Letizia que Isabel II?

            Pero González Iglesias sigue erre que erre: “La sonrisa, que es el fruto logrado de la felicidad, se comunica en silencio. En el destello de la mirada puede haber más generosidad con los demás que en ninguna publicación instantánea”. Perfecto. Pero a veces la sonrisa y el destello de la mirada están a miles de kilómetros. ¿Y cómo entonces podría disfrutar el abuelo de la sonrisa de su nieto sin el recurso a Internet?

            “¿Cómo hemos llegado nosotros a la exaltación máxima de lo público?”, se pregunta. Al parecer eso ya ocurrió hace siglos: Alexis de Tocqueville dictaminó que “los americanos carecen de intimidad”. Y ahora han bastado los años que llevamos del siglo XXI “para abolir la preciosa intimidad europea”.

            Admirable González Iglesias cuando escribe versos o nos explica los pormenores filológicos de la cultura clásica; algo menos admirable cuando da rienda suelta a su misoneísmo y moraliza sobre la decadencia contemporánea.

jueves, 23 de noviembre de 2023

Poesía y caligrafía

 

 

 

Los expedientes de la madrugada
Felipe Benítez Reyes
Visor. Madrid, 2023.

Felipe Benítez Reyes domina el arte de la divagación lírica, de la alusión literaria, de la frase feliz (“Un agua mansa / que cubría la ciudad como un traje de novia”), pero sus mejores poemas son aquellos que parten de una anécdota concreta y no la toman como pretexto para nuevas reflexiones sobre el tiempo y la memoria, aunque siempre sugestivamente paradójicas y nunca desdeñables. El mejor Felipe Benítez Reyes, dueño de una inconfundible caligrafía personal, es quizá el que encontramos en los poemas que menos parecen suyos, como “Los dos ancianos”. Pocas veces un tema tópico –el de la ancianidad de los padres-- ha sido tratado con tanta inteligencia y verdad.

            Hay más poemas en los que el autor no se pierde en florituras ni en eliotianas elucubraciones y, esos son, los que cerrado el libro se nos quedan en la memoria y los que nos hacen volver a él.

            “Episodio de infancia” comienza de la más llana manera: “Se fue la luz en la casa de campo”. Tal vez habría ganado en intensidad prescindiendo de los versos centrales, hermosos sin duda –“la fantasmagoría inquieta de una llama”, “el latir de la luna vagabunda”--, pero que suenan a ejercicios de estilo, marca de la casa.

            “El tránsito” es otro poema que nos cuenta una anécdota cotidiana (“Una paloma ha elegido mi terraza para su agonía”), y que termina con la concisión del epigrama clásico: “Lo peor de la muerte es conocerla / desde mucho antes de morir. / Tú pudiste volar y fuiste eterna”.

            “El reloj nuevo” y “El espejo” toman también vuelo metafísico o trascendente a partir de los objetos de la cotidianidad que indica el título. No son temas que busquen la originalidad –sobre el reloj y el espejo se pueden compilar nutridas antologías--, pero Benítez Reyes acierta a darles un sesgo inédito.

“Las posesiones” aprovecha la anécdota de partida –el desalojo de la casa de un familiar o amigo que acaba de morir-- para practicar el borgiano arte de la enumeración, caótica o no, un procedimiento en el que Benítez Reyes resulta un maestro. Lo encontramos también en “Divagación acuática”, a la que sirve como pretexto “el agua que brota de noche del manantial” para un brillante evocación que entremezcla literatura y vida: “El agua con sonido que discurre / en una égloga renacentista / se me confunde ahora en la memoria inestable / con la lluvia otoñal que oí caer / desde una ventana del hotel Locarno, en Roma, / y que parecía el eco de una batalla de hace siglos, / un choque de metales en el aire, / un rápido morir”.

            Nuestros defectos son la otra cara de nuestras cualidades se ha repetido a menudo. Lo que la poesía pueda tener de “fermosa cobertura”, según la definición del marqués de Santillana, de primorosa caligrafía, Benítez Reyes lo domina como nadie. Por eso corre continuamente el riesgo de que sus poemas le suenen al lector de hoy, acostumbrado a otras músicas, a más o menos brillante ejercicio retórico; es lo que ocurre con “Hablar en plata” o en menor medida con “La canción de los pescadores del litoral”.

            Entre los poemas que parten de la cotidianidad, y que como ya he indicado están entre los mejores del libro (“El vecino hechizado” podría añadirse a los mencionados), disuena “Oda a los empleados madrugadores”, un poema en el que autor se deja llevar por su gusto por la enumeración –“el depositario de los enigmas mercantiles”, “el analista metafísico de los inventarios”, “los conocedores de las propiedades exactas del género que exhiben”, el empleado bancario, el gerente de la funeraria, la limpiadora, los reponedores, las empleadas de la inmobiliaria-- y hace que la calle que contempla desde el balcón al amanecer parezca inverosímilmente más concurrida que un pasillo del metro en horas punta.

            El lector agradece los textos más breves, en los que el autor parece prescindir de su reconocida maestría. El “Excurso” remite al despojamiento del último José Corredor-Matheos: “El viento / trae ahora / desde una verbena / remota / una remota / canción / de juventud / a tu ventana. / Como si nada / hubiera cambiado / desde entonces / --¡como si nada!--, / escucha esa canción / remota / que trae el viento / y da las gracias, / aunque no sepas / por qué).”

            Pero en un tiempo en que tantos poetas abusan del coloquialismo y de la pobreza expresiva, no deja de resultar encomiable el empaque retórico, el gran estilo, de poemas como “Apuntes para la construcción de un templo” o la ambición estructural de “18 de septiembre de 1970”, que entremezcla la muerte de Jimi Hendrix con las evocaciones autobiográficas, una amplia cita de San Agustín y dos notas entre paréntesis sobre Eliot y Bocángel.

            Todo lo que el lector habitual de Felipe Benítez Reyes espera encontrar en un libro de Benítez Reyes lo encontrará en Los expedientes de la madrugada (hay incluso un poema, “In Arcadia”, que remite al poeta de los ochenta, cuando las ásperas polémicas sobre la “poesía de la experiencia”), pero con una inédita emoción –“enseñanzas de la edad”-- en los mejores poemas y sin que apenas suene a prescindible o consabido, aunque nos suenen temas y maneras. Quien lo descubra ahora, siempre hay lectores que se incorporan, se encontrará con la sorpresa de un clásico contemporáneo.



 

 

 

jueves, 16 de noviembre de 2023

La historia por los aires


 

Manuel Cerdán
Carrero: 50 años de un magnicidio maldito
Plaza & Janés. Barcelona, 2023.

¿Queda algo por saber del atentado contra Carrero Blanco del que pronto se cumplirá medio siglo? Manuel Cerdán, periodista de investigación de larga trayectoria, opina que sí, pero las seiscientas páginas del segundo volumen que ha dedicado al tema, Carrero: 50 años de un magnicidio maldito, Parecen demostrar más bien lo contrario. En el prólogo, afirma que ningún periodista se ha alejado más que él de las teorías conspiratorias, pero alude repetidamente a un personaje conocido como la Sombra, que parece sacado de una novela de kiosco. ¿Quién es la Sombra? Pues nada menos que "el hombre invisible que reveló los movimientos de Carrero". Aunque algunos autores pongan en duda su existencia, según afirma Cerdán, él tiene constancia documental. Un miembro del comando que acabó con la vida de Argala, el etarra que activó el explosivo que hizo volar el coche de Carrero, le habló de ese personaje que, en una entrevista en el hotel Mindanao, puso en marcha toda la operación: "Sabemos que la Sombra era un política de la oposición liberal-conservadora que se movía con plena libertad dentro del régimen y en los círculos políticos de don Juan, entre Estoril y Madrid. Era amigo o conocido de Genoveva Forest y de un etarra que vivía en Madrid, conocido como Kaskazuri, un tipo relacionado con los servicios secretos del PNV". En otro momento se refieren a él como un "elegante hombre de traje gris". ¿Y qué fue lo que hizo ese personaje misterioso? Pues entregar un papel en el que se informaba de la costumbre de Luis Carrero Blanco de asistir a misa todas las mañanas, a la misma hora, en una determinada iglesia madrileña. Pero, si como se afirma en este mismo libro, los etarras descubrieron con sorpresa que la dirección particular del vicepresidente, y luego presidente, del gobierno figuraba en la Guía telefónica, ¿tan difícil les resultaba seguirle y averiguar su costumbres?

La confidencia de ese personaje misterioso, si existió, resulta poco significativa, y más que dudosa resulta la implicación de la CIA o de otros políticos del régimen opuestos a Carrero en la puesta en marcha del atentado. De la minuciosa investigación de Cerdán no se deduce nada de ello, aunque él se empeña, por dar interés a su libro, en dejar abiertas todas las pistas.

Cierto que hay muchas cosas sorprendentes: la libertad con que se movieron durante largos meses un grupo de etarras, ya fichados, por Madrid; la cercanía del lugar del atentado a la embajada de Estados Unidos; la coincidencia con la visita de Henry Kissinger; los desoídos avisos sobre las insuficientes medidas de seguridad en relación con Carrero (pero él mismo se negó reiteradamente a reforzarlas). La torpeza de los encargados de prevenir la actividad terrorista fue indudable, así como la buena suerte que acompañó al comando y a sus colaboradores. La principal fue Eva Forest, quien puso a disposición de los etarras una red de militantes de izquierda disconformes con la actitud pactista que había adoptado el PC. Un Eva Forest debió ETA su mayor éxito en la lucha contra el franquismo y su mayor fracaso, el atentado en la calle del Correo, ocurrido menos de un año después.

El primero tuvo mucho de traca final de la dictadura, aunque esta continuaría algún tiempo, y en cierta medida libró a los españoles del trauma de haber dejado morir a Franco en su cama. Se trató de una ejecución del dictador por persona interpuesta. Por eso fue recibido con más o menos disimulado alborozo por toda la oposición.

El segundo fue un mero acto de barbarie, parece que ideado no por ETA, que se dejó llevar por el entusiasmo derivado del éxito anterior, sino por Eva Forest, que ya se consideraba a sí misma a la altura de los más grandes revolucionarios.

¿Cambio la historia de España la muerte de Carrero, como se ha repetido hasta la saciedad? Manuel Cerdán afirma que sí y lo equipara al asesinato de Prim en diciembre de 1870. No sería el único parecido: también en el caso de Prim muy altas instancias impidieron llegar hasta los instigadores. La muerte de Prim impidió que se consolidara la dinastía de los Saboya, de la que era el principal apoyo. El que en lugar de Carrero, en el momento de la muerte de Franco, estuviera Arias al frente del gobierno no supuso mayor diferencia. El propio rey Juan Carlos lo vio así: "Pienso que Carrero –le dijo a José Luis de Vilallonga-- no hubiera estado en absoluto de acuerdo con lo que yo me proponía hacer. Pero no creo que se hubiera opuesto abiertamente a la voluntad del rey. Simplemente habría dimitido...", que fue exactamente lo que hizo Arias, o le hicieron hacer. Ni uno ni otro tenían "la visión necesaria a largo plazo para hacer frente a los cambios radicales que exigían los españoles". Carrero Blanco no garantizaba la continuidad del franquismo; sin Franco no era nada, ni siquiera contaba con la simpatía de buena parte de los políticos del Régimen.

El libro de Manuel Cerdán permite sacar conclusiones distintas a las del autor, y esa es buena señal. Habría ganado con una mayor concisión. Se repite demasiado la metáfora del árbol de Malato (el árbol simbólico que marcaba la frontera del señorío de Vizcaya), por ejemplo, y se incurre en algunos errores: ETA no colocó una bomba en la calle del Correo en noviembre de 1974, según se afirma en la página 73, sino en septiembre; Eva Forest no fue detenida ni en noviembre de 1974 (página 75) ni en septiembre de 1975 (página 313), sino en septiembre de 1974, poco después del atentado, y a partir de sus declaraciones fueron cayendo todos los colaboradores en él y en el anterior contra Carrero. Errata parece la confusión de Alfonso XIII con Alfonso XII al referirse al cuadro pintado por Sorolla que se encuentra en el Ministerio de Asuntos Exteriores.

Paradójicamente, el almirante Carrero Blanco sale humanizado de este libro. No participó en negocios raros como tantos políticos de antes y de después (ya el príncipe de España comenzaba su lucrativa amistad con los países árabes) y cumplió con el que creía su deber hasta final. Murió pobre (había donado sus parcos ahorros poco antes) y el epitafio que recibió de Franco fue el famoso "no hay mal que por bien no venga". Conmueve leer la crónica de sus últimos días, que entremezcla actos oficiales con la rutina cotidiana y que nos deja un dato que parece inventado por un novelista, En uno de los cines de la Gran Vía, viendo la película Chacal, de Fred Zinnemann, pudo coincidir con los que poco después serían sus ejecutores. La película, como es bien sabido, cuenta la historia de un asesino que intenta asesinar al presidente de Francia por encargo de una organización terrorista.



miércoles, 8 de noviembre de 2023

Lorca revisitado

 

 

Federico García Lorca, el tiempo compartido
Pablo Suero
Edición de Mirtha Mansilla y Alfonso López Alfonso Impronta. Gijón, 2023.


¿Puede tener interés un nuevo libro sobre García Lorca? ¿No lo sabemos todo de su vida, y de su muerte? Comenzamos a leer este volumen, en el que Alfonso López Alfonso y Mirtha Mansilla, han reunido todo lo que Pablo Suero ha escrito sobre él con cierto escepticismo. Desaparece pronto. Aquí está Lorca, en el mismo momento en que comienza a convertirse en mito, y a su lado, como el más entusiasta de sus admiradores, un escritor con el que el tiempo no ha sido benevolente, pero al que su labor periodística ha salvado del olvido: Pablo Suero.

Pablo Suero nació en Gijón en 1898, el mismo año que Lorca, pero emigró de niño a Argentina y siempre se consideró Argentino. No hay ni una mención a su origen en su libro más conocido, el único conocido en realidad, España levanta el puño, varias veces reeditado y en el que reúnen las crónicas escritas durante su visita a España en los primeros meses del 36. Entrevistó entonces a políticos y escritores, de izquierdas y de derechas, y ese plural testimonio sigue siendo el mejor retrato de España en vísperas de la guerra civil.

A Lorca lo conoció en octubre de 1933, con motivo de su viaje a Argentina. Llegaba el poeta y dramaturgo ya con el renombre de ser el autor más destacado de la nueva generación. Pablo Suero se adelantó a recibirlo a Montevideo y por eso fue el primer periodista Argentino en entrevistarle. Su "Crónica de un día de barco con Federico García Lorca" se lee hoy con el mismo interés que cuando fue escrita. Tiene el valor de un vivaz noticiario cinematográfico que pone al poeta entre nosotros. Le vemos hablar y actuar con todo su encanto, el famoso "duende". La completa otra entrevista, "Hablando de La Barraca con el poeta García Lorca", publicada pocos días después. Y junto a ellas podemos leer por primera vez las reseñas de los estrenos, de las conferencias, de los homenajes.

Pocos escritores fueron tan agasajados como García Lorca en esos días argentinos. Argentina era entonces un país joven, próspero y deslumbrado por la cultura europea. El entusiasmo de Pablo Suero tuvo mucho que ver con el éxito de Lorca. Al comienzo de su primera entrevista se retrata como un "cazador de almas", deseoso de acercarse a los seres extraordinarios: "Al lado de estas criaturas de excepción que viven para el arte, la vida cobra otro valor. Hablar con ellas, gozar de su sociedad, sentir su fina o ardiente vibración de elegidos, lo hace a uno sentirse menos solo. Consuelan los artistas de ese fondo insoluble y trágico que lleva la vida en sí".

No era Lorca el primer personaje excepcional que había conocido: menciona a Barbusse, a Colette en su balcón del Claridge Hotel de París, incluso a Dreyfus, ya vuelto de la Isla del Diablo. "Su hálito de otros mundos –escribe-- hace olvidar la violencia o la aspereza de estos tiempos".

No fue fácil la vida de Pablo Suero, Periodista Polémico, autor y director teatral, Letrista de Tangos, muerto en accidente de automóvil en 1943. Recientemente se ha reeditado su libro de poemas Agonía de un mundo, de 1940, en absoluto desdeñable, con ecos de la generación española del 27, que conocía muy bien, y ciertos resabios modernistas.

Como toda pasión, la de Suero por Lorca tuvo alguna crisis. En Argentina comenzó a circular el rumor de que, a su regreso, Lorca no se mostraba tan agradecido con el país como podría esperarse. Y cuando Suero volvió a España, a finales del 1935, Lorca no hizo nada por verle, más bien todo lo contrario. Le habían escrito indicándole que ese malicioso rumor procedía precisamente de Suero.

"Parece que hay chismes de por medio... Chismes ultramarinos... Pero tú y Federico no podéis separaros...", le dijo Neruda, que fue quien los reconcilió. Estaba Suero en el hotel Cristina, de la plaza del Ángel, cuando le llamó Lorca: "Pablo, quiero hablar contigo... He hecho mal en guiarme de chismes sin pensar en todos tus antecedentes para conmigo...". Y a los diez minutos se presentó en el hotel trayéndole sus últimas cosas, entre ellas el Llanto por Ignacio Sánchez Mejías. Pero para entonces Suero ya había enviado un artículo a Buenos Aires "con dos o tres líneas despectivas para Federico". No había manera de impedir que se publicara y, en cuanto se publicó, le faltó tiempo a alguna gente de allí para hacérselo llegar por correo aéreo a Lorca.

Esta y otras pequeñas historias contribuyen al interés de este libro, escrito en tres tiempos: 1933, el año del triunfo de Lorca en Argentina, cuando parece que a la República y al poeta les espera una larga vida; 1936, con el comienzo de la guerra civil y la noticia del asesinato de Lorca, que Suero tarda en creerse, y el regreso de Lorca a los teatros de Buenos Aires de la mano de Margarita Xirgu a partir de 1937.

Tantos años después, aún no nos hemos cansado de Lorca ni del tiempo que le tocó vivir. Y esta recopilación, que rescata tantas páginas llenas de vida olvidadas en las hemerotecas, lo demuestra cumplidamente.

jueves, 2 de noviembre de 2023

Nueva York y más

 

 

Una cita con Borges
José María Conget
Renacimiento. Sevilla, 2023.

La literatura tiene sus paradojas. José María Conget es autor de una amplia obra que abarca novelas y libros de relatos, elogiosamente acogidos por la crítica, pero para la mayoría de sus lectores es y seguirá siendo sobre todo el autor de Cincuenta y tres y Octava, un librito de pocas páginas –apenas un folleto-- que narra su estancia en Nueva York como directivo del Cervantes y que es una de las grandes obras sobre esa ciudad.

Una cita con Borges –reedición muy ampliada de un libro aparecido el año 2000-- reúne textos que podríamos considerar menores e incluso prescindibles, producto del encargo: conferencias, prólogos, colaboraciones en algún homenaje. Y sin embargo aquí está el José María Conget mayor, el que se seguirá leyendo cuando se olviden sus obras de más empeño, esas novelas "que nadie le manda componer", según afirma con cierta ironía en el prólogo.

Ya Francisco Umbral había repetido más de una vez que la musa es el encargo. Con ciertas condiciones, añado no. La primera, que podamos rechazarlo si no encaja con nuestros intereses del momento. O queº en Visor. A José María Conget le solicitaron un prólogo para el tomo 32, Libros de Madrid, y él, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, esto es, unas vagas alusiones a Madrid en el Diario de un poeta recién casado, escribe unas espléndidas páginas sobre el Nueva York que Juan Ramón Jiménez se encontró durante su primera visita en 1916.

Sobre ciudades –no solo Nueva York-- tratan los mejores textos de José María Conget, que ha sido profesor o gestor cultural en muy diversos lugares. Inolvidable resulta el Londres de "10 Rillington Place", que entremezcla autobiografía y crónica criminal, la evocación de un asesino en serie.

Otro capítulo memorable es el titulado "Piratas, aguas de regaliz y un pistolero", que algo tiene que ver con La infancia recuperada, de Fernando Savater, ese manifiesto a favor del placer de leer y en contra del experimentalismo, heredero de un Joyce mal entendido y el nouveau roman francés, de los años setenta. Conget nos habla de sus inicios como lector, de Salgari, de Guillermo Brown, de su primera fascinación cinematográfica, la película que en España se llamó Raíces profundas, y lo hace con erudición, con humor y con las adecuadas dosis de melancolía.

A "La felicidad de los tebeos" se dedica una de las secciones. En "Los pasados vergonzosos" nos descubre la trayectoria de Patricia Highsmith como guionista de cómic, su dedicación durante un tiempo antes de ser novelista de éxito. Pero el mejor capítulo de esa serie es "13, rue del Percebe", análisis de la innovadora página de Ibáñez, a la que pone en relación con Zola y con Perec y con Boticelli (también con un afamado colaborador de The New Yorker, Saul Steinberg).

Menos interés tienen, a mi entender, las páginas dedicadas al cine incluidas en "Pantalla grande": una conferencia sobre "el cine de los exiliados españoles, el exilio español en el cine", unas páginas sobre una familia de cineastas iraníes y la esforzada recreación –disuena algo en el conjunto-- de un encuentro entre dos pioneros en el Café de Flore.

"Una cita con Borges" es el borgiano relato, por el tema y por la técnica, que da título al conjunto. Mezcla ensayo y ficción, analiza el tema del amor en la literatura de Borges y concluye con una sorpresa, que quizá no lo es tanto, al revelarnos el nombre de la protagonista y narradora. A Borges se le dedica también "Fervor mítico de Buenos Aires", que comienza con una de esas anécdotas biográficas tan características del mejor Conget: "Viajé a Buenos Aires hace años con el propósito oficial de comprar libros raros para una biblioteca española en Nueva York y con el deseo secreto de enamorarme de una ciudad de la que ya había recibido varios flechazos a través de la literatura".

Nueva York está muy presente en estas páginas, y el lector lo agradece. Buena parte del libro se escribió en ella: "Durante los años que llevo en esta ciudad he visitado muchas veces, por motivos profesionales que nunca excluyeron el placer, la librería que Eliseo Torres amontonó en el Bronx". Se trataba de "un caserón de ventanas cerradas y atmósfera que evoca unas carceri piranesianas con las extrañas mazmorras repletas de letra impresa, sus perspectivas de metros y metros de estanterías hasta el techo, el olor ubicuo a papel viejo y el cálculo, que marea un poco, de que allí se encierran cerca del millón de volúmenes". Millón de volúmenes que luego sería adquirido por Abelardo Linares, precisamente el editor de Una cita con Borges, uno de esos libros hechos de retazos --"marquetería mal ensamblada" se titula, captatio benvolentiae, la nota inicial--, a los que siempre gusta volver, porque entre sus ingredientes no faltan nunca ni la inteligencia ni el humor.




jueves, 26 de octubre de 2023

Una extraña pareja

 

  

Carmen Laforet / Emilio Sanz de Soto
Correspondencia inédita 1958-1987
Edición de José Teruel
Renacimiento. Sevilla, 2023.

No parece un título muy atractivo para el lector común Correspondencia inédita 1958-1987, de Carmen Laforet y Emilio Sanz de Soto, la primera una escritora bien conocida y el segundo un escritor casi ágrafo y un personaje mítico. Podríamos pensar que el volumen solo tiene valor para los estudiosos de ambos, que abunda en corteses banalidades y anécdotas privadas, como la mayor parte de las correspondencias. Pero no es así, se lee como una novela escrita a dos voces y como una crónica social y literaria.

Salvo Nada, la prodigiosa Nada símbolo de un tiempo sombrío, y sus artículos más cercanos al diario íntimo, la obra de Carmen Laforet ha ido perdiendo interés. La mujer nueva (1955) tuvo, en su momento, tanto éxito como Nada, aparecida diez años antes, pero hoy esa crónica de una conversión religiosa nos resulta tan lejana como las novelas de tesis de Alarcón o Pereda. Su correspondencia con Elena Fortún o con Ramón J. Sender, en cambio, suponen una sorpresa para quienes tienen catalogada a Carmen Laforet solo como una de las menos onerosas lecturas obligatorias del bachillerato. 

                Las dos primeras cartas, meras notas informativas, nos hacen temer lo peor. El epistolario, en lo que tiene de algo más que una mera compilación erudita, comienza con la tercera, escrita en mayo de 1959. A Emilio Sanz de Soto, Carmen Laforet lo había conocido en Tánger en el verano anterior, donde su marido, Manuel Cerezales, dirigía el diario España. Tánger aún no había perdido su estatus especial y era un enclave cosmopolita que contrastaba tanto con el reino de Marruecos como con la Península, un paraíso para los escritores –de Paul Bowles a Truman Capote, de Tennessee Williams a William Burroughs— que allí podían satisfacer sus deseos, más o menos inconfesables, a bajo precio.

                Carmen Laforet, en esta carta que puede considerarse como capítulo inicial del libro, además de hacer un apunte satírico de una conferencia de Zubiri (el filósofo de moda en aquellos años), se refiere a sus compromisos familiares: "Los primeros días se fueron en un remolino de cosas chicas –los niños hablando todos a la vez, y yo repasando sus notas y sus camisas y sus calcetines para saber lo que hay que decirles respecto a las notas y lo que hay que comprarles, respecto a las camisas y los calcetines".

                Desde una óptica actual, no hay duda de que las dificultades de Carmen Laforet como escritora tuvieron que ver con sus cinco hijos y con un marido –prestigioso crítico-- que nunca valoró demasiado –o eso pensaba ella-- sus capacidades literarias, aunque la ayudó a lograr la versión definitiva de Nada. Ella misma podía pensar algo así, a juzgar por lo que le escribe a Sanz de Soto en 1971, poco después de su separación: "Ya sabes que mi vida ha cambiado. O mejor dicho por el momento lo que ha hecho es serenarse en una independencia de espíritu y una verdad que me hacían mucha falta. Encajar la verdad es muy duro pero, al menos para mí, de un resultado bueno. La cara de la verdad para mí es que de nada sirve anular la propia personalidad en honor de lo que yo creía sagrado: la felicidad de mis hijos. En estos momentos eso no era cierto ya. Me costó muchísimo decidir que si se me ofrecía –como tantas veces— la separación, esta vez la aceptaría de veras pero sin naves detrás: todo quemado. Nada de quedarme en casa con los hijos". Se fue de casa solo con una maleta pequeña, llevándose menos de lo que había llevado al matrimonio.

                Pero la libertad y la errabundia (se pasó los años siguientes cambiando de domicilio y de país: Una mujer en fuga se titula la biografía que le dedicaron Anna Caballé e Israel Rolón) con las que siempre había soñado, no la beneficiaron en la labor literaria. Su última novela entonces, La insolación, de 1963, seguiría siendo la última. Solo póstumamente aparecería incompleta Al volver la esquina, segunda parte de lo que se anunció como una trilogía.

                Carmen Laforet siempre fue una escritora, una persona, con poca seguridad en sí misma. Siempre necesitó a su lado un mentor, alguien mayor y más culto que ella que la apoyara y la dirigiera. Primero encontró ese apoyo en su marido, luego en Lilí Álvarez, la exitosa tenista con quien tuvo una de sus más intensas amistades amorosas (y que fue la causa de su conversión religiosa), más tarde en Ramón J. Sender, que estuvo enamorado de ella, que la propuso irse a vivir con él a California. Emilio Sanz Soto fue el Pigmalión más duradero.

                "Emilio, me avergüenza ser escritora", le confiesa en una de sus primeras cartas. No se valora mucho a sí misma, pero no soporta –tras el éxito de Nada y el cuesta abajo que vino después-- el ser mirada por encima del hombro "por tantos seres mediocres, insolentes, peores escritores que yo, con desparpajo enorme y con profundo desprecio es algo verdaderamente irritante".

                La carta inicial de Sanz de Soto resulta sorprendente. No está escrita con el tono conversacional y a vuela pluma de las confidencias de Carmen Laforet. Es un auténtico ensayo sobre la situación cultural española al comienzo de la década de los sesenta y una proyecto de trabajo: quiere que Carmen Laforet aproveche su situación –es una escritora de moda cuya firma se disputan los principales diarios-- para promocionar a los nombres más valiosos de la nueva generación. Como ella no está al tanto de esos valores incipientes, él se los iría indicando. El primero que le propone es Carlos Saura. En privado ha visto su película Los golfos, que le pareció extraordinaria: "Creo que es la primera película realmente española. Es una especie de pedrada en seco: implacable y valiente".

                En otra carta, le envía todo el material necesario para un artículo titulado "La joven generación española". Era en 1961 y Sanz de Soto tenía muy claros los nombres significativos de la después llamada generación del cincuenta, no solo en literatura, sino también en pintura y escultura. ¿Por qué no publicó él esas páginas? ¿Por qué prefería que aparecieran firmadas por Carmen Laforet? No nos convencen demasiado sus razones, ese es uno de los misterios sin resolver de esta apasionante novela epistolar.

                La edición de José Teruel resulta modélica, tanto por el extenso, pero en nada prescindible, prólogo como por las notas finales, que nos aclaran –con precisa erudición: todo lo que los corresponsales daban por supuesto.



lunes, 16 de octubre de 2023

Partes de una historia

 

Una historia propia
Donna Leon
Seix Barral. Barcelona, 2023.

Tenía cincuenta años Donna Leon (nacida en 1942, en New Jersey), cuando comenzó a escribir los casos del comisario Brunetti. Después de andar errante por el mundo (había sido guía turístico en Roma, profesora de inglés en Irán, Arabia Saudí y China), se había asentado en Venecia y tuvo el acierto de convertir esa ciudad en escenario de unas novelas policiales que comenzaron como novelas problema, un poco a la manera de Agatha Christie, con Asesinato en La Fenice, y que en seguida derivaron hacia novelas denuncia de la corrupción, la desatención ante el cambio climático, los problemas de la emigración y otros tópicos del pensamiento progresista contemporáneo.

            Tras ese título inicial, Donna Leon ha seguido publicando una investigación de Brunetti por año. Ella se cansó de Venecia, mucho antes de que el público se cansara de su comisario veneciano. Ahora vive en Suiza, donde se dedica a cultivar su jardín en una casa junto a los Dolomitas, colaborar con la orquesta “Il Pomo de Oro” (es una apasionada de la ópera y de la música de Handel) y a investigar sobre los asuntos que le servirán para la entrega anual del comisario.

            Aparte de esas novelas de gran éxito comercial, Donna Leon ha escrito muy pocos textos y casi todos por encargo. Una historia propia se presenta como autobiografía, pero en su mayor parte no es más que una serie de artículos de corte costumbrista. La parte más interesante es la primera, “Estados Unidos”, con un distanciado tono humorístico que no suele abundar en los recuerdos de infancia. Destaca “Moo”, el capítulo dedicado a la madre. “Era una mujer a la que le gustaba fumarse un cigarrillo y tomarse algo”, comienza.

            “En la carretera” nos habla de las estancias como profesora en Irán, China y Arabia Saudí en unas páginas desmitificadoras y quizá algo superficiales. En 1981 pasa a trabajar en una base norteamericana situada a una hora de Venecia. Y se le ocurrió utilizar la mítica ciudad como escenario. Y ahí cambió su suerte. La profesora errante se convirtió en novelista de éxito.

            “Italia, ti amo” se titula el primer capítulo de la siguiente parte. “Es cierto, pero ya no quiero vivir contigo”, comienza. Y luego explica: “No quiero compartirte con cruceros ni con treinta millones de turistas al año”.

            Los cruceros que atracan en la estación marítima de Venecia atravesando el canal de la Giudecca son una de las bestias negras de Donna Leon, como de la mayoría de los venecianos. Simplifica un poco, y parece que exagera: unos amigos le muestran una grieta en la pared de su dormitorio, causada por el paso de los cruceros, por la que entra la luz exterior (si fuera así, el edificio correría riesgo de derrumbe y debería abandonarse de inmediato). Afirma que los cruceros le proporcionan a la ciudad “ciertas ganancias económicas, ya que los pasajeros compran alguna que otra cosa y pastan en pizzería y puestos de bocadillos antes de volver a bordo a comer y dormir”. Otro es el beneficio que proporcionan a la ciudad: atracar en el puerto esas inmensas moles no resulta precisamente gratuito. Los venecianos –y Donna Leon es su más tópico portavoz-- razonan a menudo como la paloma de Kant que pensaba que sin la resistencia del aire podría volar más libremente olvidando que es el aire lo que le permite volar. Sin turistas, hace tiempo que Venecia sería solo un montón de ruinas. Los venecianos la abandonan porque es hermosa para unos días, pero inhóspita para residir habitualmente en ella.

            Donna Leon hace tiempo que la dejó por Suiza y solo vuelve para participar en alguna celebración en la mansión de algún amigo  o para las fotos promocionales del lanzamiento de cada nuevo Brunetti. No parece cierta la leyenda de que no permite que se traduzcan sus novelas al italiano para poder hacer anónimamente su vida en la ciudad. Sus novelas venecianas no interesan demasiado a los venecianos, son novelas para los turistas, para quienes han pasado o sueñan pasar por Venecia.

            Los capítulos venecianos del libro defraudan un poco. “Von Clausewitz en Rialto” dedica demasiadas páginas a describir algo tan trivial como las ancianas que se cuelan en los puestos del mercado de Rialto. “Wagner” nos cuenta el encuentro con un admirador que quiere regalarle unas entradas para el festival de Bayreuth; “El capuccino perfecto” enumera locales venecianos en los que trata de encontrar el mejor capuchino; aprovecha para dejar constancia de la decadencia de la ciudad, de su odio a los Starbucks y de su xenofobia: “Había una cantidad creciente de bares regentados por chinos, pero daba por sentado que si la comida de los restaurantes chinos era siempre mala, a pesar de haber tenido un par de milenios para trabajarla, no había que fiarse de sus capuccini, ¿no?”

            Una obra menor, muy menor, esta de Donna Leon, en la que hurta, por elegancia quizá, aspectos fundamentales de su vida. Pero también, acá y allá, encontramos afirmaciones sensatas. Tras declarar que la música le proporciona “un placer sin medida”, confiesa que está cansada de la música: “Estoy harta de oírla por todas partes: mientras espero a hablar con la compañía eléctrica, mientras espero que llegue el tren o a embarcar en un avión o cuando hago cola en la oficina de correos o ceno en un restaurante”. Pero Handel –añade—sigue proporcionándole “un placer infinito”.

            La mejor Donna Leon –una eficaz narradora comercial más que una destacada escritora-- la encontramos en los rasgos de humor y en capítulos como “Abejas” (las abejas tendrán un papel importante en su novela Restos mortales), historia de una obsesión, o en “Tigger”, dedicado a un gato callejero. Sin Venecia, esa Venecia que es un imán para los turistas, Donna Leon pierde buena parte de su encanto.

martes, 10 de octubre de 2023

Teorías de diario

 

 

 

Azada de jardín
José Ángel Cilleruelo
Editorial Polibea. Madrid, 2023.

Los géneros o subgéneros literarios, no sabemos muy bien por qué, tienden a ponerse de moda hasta que su exceso llega a producir cansancio. Ocurrió con el haiku, en poesía, ocurrió con el microrrelato, pero todavía no ha ocurrido con el diario personal, que sigue tentando incluso a quienes lo habían desdeñado antes. Es el caso del poeta José Ángel Cilleruelo, buen conocedor de la poesía portuguesa (fue uno de los traductores y divulgadores de Pessoa en los ochenta), editor, y principal estudioso, de autores como José María Fonollosa o Rafael Pérez Estrada. Después de cuarenta años de escritura, solo muy tardíamente se adentra en el diario personal con Dedos de leñador (2021) y su continuación, Azada de jardín.

            El género del diario cuenta con detractores y seguidores igualmente apasionados. Los primeros piensan que es el equivalente literario de los reality televisivos, esos programas de tele realidad donde se exhiben miserias e intimidades para entretener al personal. A los partidarios, les gusta su carácter mixto, que sea literatura y algo más, documento histórico, aunque de la pequeña historia, de la intrahistoria unamuniana.

            Hay dos clases principales de diarios, aquellos que nos interesan por la importancia del autor, sea como escritor o como figura histórica, y aquellos otros cuyo autor solo nos interesa porque ha escrito un diario. Los del primer tipo pueden ser de escaso interés literario, escritos a vuela pluma, con anotaciones incompletas (pensemos en el diario de Byron), mientras que los del segundo han de tener valor por sí mismos, incluso ser la obra más valiosa del autor, tal como ocurre con Amiel. También puede interesarnos por lo que se cuenta de los demás, como en el famoso diario de los hermanos Goncourt, a la manera de una crónica literaria, social o política (o las tres cosas a la vez), o por lo que indaga en la personalidad, a menudo conflictiva, del diarista, como en el caso de André Gide.

            José Ángel Cilleruelo, un escritor programático que la decidido volverle la espalda a la literatura comercial (aunque la intentara en sus comienzos), concibe el diario como una sucesión de pequeños ensayos a partir de anécdotas de su vida cotidiana. La primera entrada ya nos pone sobre la pista de lo que nos vamos a encontrar. Tras largos años utilizando el mismo cinturón, el inevitable deterioro le obliga a comprar uno nuevo. Y esa mínima anécdota –para sorpresa de los lectores-- le sirve para para esbozar una teoría sobre la decadencia de la civilización y a proclamarse “estafado por su época”.

            No de otra manera actuaba Eugenio d’Ors con el paso de la anécdota a la categoría en sus glosas publicadas diariamente en la prensa durante medio siglo (otra manera de diario), y también Ortega en los sugerentes ensayos que reunió en El Espectador.

            Vamos pasando de una entrada a otro de esta Azada de jardín sin dejar de asombrarnos con la capacidad teorizadora del autor. Ocurre, sin embargo, que su razonamiento es más de poeta que de científico. Piensa por analogía y gusta en exceso de la generalización no demasiado bien fundada. A menudo nos obliga a la discrepancia, pero eso es parte del atractivo del volumen, que nos lleva a fijarnos en detalles que nunca habíamos tenido en cuenta y a sacar conclusiones con frecuencia contrarias a las del autor.

            “Los minutos se han quedado como un vestigio decimonónico”, deduce de la desaparición del reloj de pared en las casas. De la Ilíada nos dice que “rey y guerrero están enfrentados por una cuestión casi burocrática: la sustitución de la criada que Agamenón se ha visto obligado a perder por la de Aquiles”. La cibernética explicaría, según él, “la proliferación de tramas políticas populistas”. Y no porque las redes sociales faciliten la difusión de determinadas ideas o bulos, sino porque ahora, gracias a ella, “las cosas ocurren automáticamente, sin intervención del usuario y sin que este entienda el mecanismo que las desarrolla”.

            Junto a estas teorías más o menos peregrinas y a cuyo desarrollo el lector asiste fascinado como a un juego de manos en el que no siempre es fácil descubrir el truco, hay también abundantes referencias a la enseñanza de Lengua y la Literatura. El autor ha sido profesor durante largos años y, como todos los profesores, en materia de planes de enseñanza opina que cualquier tiempo pasado fue mejor. Conviene no perderse las razones que da sobre la utilidad de las clases de Literatura (no parece importarle tirar piedras contra su propio tejado).

            A su intimidad propiamente dicha se asoma con cautela y como pidiendo perdón a los lectores. No es lo que más nos interesa de esas páginas. Preferimos las teorizaciones sin complejos que pronto olvidan el punto de partida y también los apuntes costumbristas, como los dedicados a la subasta de los “lotes” (conjunto de objetos –muebles, ropas, libros, papeles personales-- que hay en un piso cuando se desaloja) en los Encantes barceloneses, o la visita al parque Güell acompañando a un amigo con el contraste entre el parque temático en que se ha convertido y el algo siniestro lugar de su infancia.

            Hay vida literaria al margen del mercado editorial y no todos los que se quedan al margen lo hacen contra su voluntad. El más de medio centenar de pequeños volúmenes –cada uno de ellos cuidadosamente ideado--  que José Ángel Cilleruelo lleva publicados en editoriales que apenas se asoman a las librerías, pero que misteriosamente llegan a un puñado de fieles lectores, constituye el mejor ejemplo. Sin autores como él, y sin las editoriales que apuestan por autores como él, la literatura –y nuestra concepción del mundo-- sería más esquemática, mucho más pobre.

jueves, 5 de octubre de 2023

El diario de los intelectuales

 

 

 

La vida por un periódico. 
Nicolás María de Urgoiti (1869-1951) y El Sol.
Sofía González Gómez
Visor. Madrid, 2023.

Entre 1917 y 1930, el diario El Sol (continuaría hasta 1939, pero ya en otras manos y con otra orientación) supuso un hito en el periodismo español y quizá en el periodismo a secas. Era un periódico donde la colaboración de los intelectuales suponía algo más que un complemento de la información periodística. Constituía la razón de ser de la publicación. Esa aventura prodigiosa tuvo dos pilotos: uno, bien conocido, Ortega y Gasset; el otro, el empresario Nicolás María de Urgoiti, que siempre quiso ser algo más que un empresario.

            A Urgoiti y a su principal creación, pero no la única (a él se le debe también la colección Universal, antecedente de la Austral), dedicó Sofía González Gómez su tesis doctoral, compendiada en La vida por un periódico. Manejando abundante documentación inédita, nos refiere no solo la trayectoria empresarial de Urgoiti, sino también su tragedia personal, la enfermedad mental que le llevó a pasar largas temporadas recluido en un sanatorio (años incluso) y finalmente al suicidio. Nos enteramos igualmente de la intrahistoria de El Sol, un diario que, fiel al elitismo orteguiano, distinguía entre el “olimpo”, el selecto equipo de colaboradores, y los redactores, mal pagados y poco valorados. La opinión de entonces –se afirma citando a Gómez Aparicio-- era que “al oficio de periodista se dedicaban las personas que no habían conseguido superar unas oposiciones, no querían estudiar o no habían logrado ingresar en alguna academia militar”. Esa distinta valoración entre quienes hacían el periódico y quienes lo orientaban ideológicamente tenía su correspondencia en el plano económico: por tres artículos publicados durante noviembre de 1922, Ortega cobraba 823 pesetas, mientras que el sueldo mensual de la mayoría de los redactores apenas superaba las 300. Uno de esos redactores fue el después conocido escritor Ramon J. Sender, quien traslada su paso por El Sol a la novela autobiográfica O. P. (Orden Público) y también se queja directamente al empresario en una carta inédita citada por Sofía González Gómez.

            Para conocer lo que fue El Sol contamos con un documento excepcional. Con motivo de la exposición internacional sobre periodismo celebrada en Colonia en 1928, se imprimió en formato libro el número de 12 páginas –había otros de 8 páginas-- correspondiente al 1 de julio de ese año. En libro, esas doce páginas ocupan más de trescientas y el tiempo transcurrido desde entonces no ha hecho más que acrecentar su interés, contra lo que pudiera pensarse. Ahí están los grandes de la literatura y el pensamiento de entonces –de Ortega a Gómez de la Serna, pasando por H. G. Wells--, pero lo que más nos interesa no es la plana de artículos o de reseñas de libros, sino las dedicadas a la información de provincia o los breves dispersos por las distintas páginas. Para conocer lo que era la vida de España entonces vale más esa múltiple crónica de un día que cualquier novela o monografía histórica. “Su aterradora soledad la lleva al suicidio” se titula una noticia procedente de Ronda. Qué nivola unamuniana compendian esas diez líneas sobre la “agraciada joven de veinte años Ana Luque Rodríguez” que se arrojó al Tajo “desde el balcón central de la Alameda”. Otra información breve, dedicada al Ateneo obrero de El Llano, comienza destacando “la labor humilde, callada, perseverante, de los Ateneos y centros de cultura asturianos”.

                Valdría la pena reeditar ese volumen, que permite una lectura muy distinta de la que puede hacerse del diario digitalizado o de los ejemplares físicos, de incómodo manejo. Se complementa con diverso material traducido al francés, al inglés y al alemán, dado el público al que se destinaba: “Breve semblanza de El Sol”, “El Sol, página por página” y “Los talleres de El Sol”, además de un listado de los redactores y colaboradores.

                Aunque lo cita, no parece haber leído con mucha atención ese libro Sofía González Gómez. De haberlo hecho, no podría afirmar que, a finales de 1927, El Sol mostraba su simpatía por el partido Unión Patriótica de Primo de Rivera. En la “breve semblanza” queda clara su postura sobre la dictadura: la apoyó en un principio en su labor regeneracionista, pero luego, cuando el nuevo régimen “creyó que debía prolongar su mando y mantener el colapso de la vida constitucional”, se colocó frente a él y “desde entonces es, y seguirá siendo, su más firme adversario”.

                No es el único lapsus que encontramos en esta monografía, a pesar de ser un trabajo académico, subvencionado y supervisado. En la página 20 nos dice que la tercera guerra carlista “tuvo lugar en 1877” (fue entre 1872 y 1876). En la página 95 afirma que Enrique Díez -Canedo pasó a ocuparse de la sección “Charlas al sol”. Pero esa famosa sección, que firmaba Heliófilo, estaba a cargo de Félix Lorenzo, director del diario durante largos años.  Una nota añade confusión, al remitir a un libro de “Luis Bello González Soriano” (en realidad José Miguel González Soriano) sobre la producción periodística de Luis Bello.

                Se ha hablado mucho de una obra de André Schiffrin, La edición sin editores, sobre la desaparición de la figura del director literario en los grandes conglomerados editoriales, atentos solo al rendimiento comercial. Se ha hablado menos, o no se ha hablado nada, de otro fenómeno quizá más preocupante: la desaparición del supervisor que garantice la fiabilidad de las publicaciones científicas, al menos en el ámbito humanístico. El libro de Sofía González Gómez viene avalado por la Universidad de Berna y aparece en una colección con un prestigioso comité asesor. Sería interesante que se hiciera constar qué miembros de ese comité han leído previamente el volumen  --¿Víctor García de la Concha?, ¿Luis García Montero?, ¿José-Carlos Mainer?, ¿Darío Villanueva?-- y se responsabilizan, por lo tanto, de la fiabilidad del contenido.

jueves, 28 de septiembre de 2023

Crónica y ficción entremezcladas

 

 

El querido hermano
Joaquín Pérez Azaústre
Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2023.

Para contar la vida de Manuel Machado durante la guerra civil, que pasó en Burgos, Joaquín Pérez Azaústre, premiado poeta, podía haber escrito una crónica, un relato de los hechos a partir de los diversos testimonios conocidos, y sobre todo de la minuciosa investigación llevada a cabo por Miguel d’Ors, o una novela basada en hechos reales. Ha mezclado ambas opciones y al resultado se le notan demasiado las costuras, es una mayonesa que no acaba de cuajar. Comienza cuando Manuel Machado se entera casualmente de la muerte de su hermano en Francia, termina con los dos días que pasó en Colliure. En medio, están los principales acontecimientos de la estancia en Burgos –la denuncia de un periodista, la detención, el ingreso en la Academia de la Lengua--, entremezclados con evocaciones de su vida anterior, sobre todo la estancia juvenil en París, y los encuentros familiares con Antonio.

            El autobiográfico discurso de entrada en la Academia, que tuvo lugar en 1938, le sirve de guion a Pérez Azaústre para varios capítulos. Comienza con un tono reivindicativo afirmando que “si una parte de quienes han condenado a Manuel Machado se hubieran molestado en leerlo con agudeza, quizá sus juicios serían otros”. Critica que se disculpe en Antonio lo que se reprocha a Manuel, “el conocimiento de los crímenes de su propio bando en la retaguardia o la escritura de poemas bélicos, en una exaltación de la violencia y la sangre”. Continúa preguntándose “qué tipo de superioridad íntima convierte a ciertos estudiosos y escritores en valerosos guardianes de la moral pública cuando ha pasado el peligro”. Ignora que el reproche por su comportamiento durante la guerra ha afectado tanto a Manuel como a Antonio, y ahí está la última biografía que a este último le ha dedicado Enrique Baltanás para demostrarlo.

            Disuena el tono de articulista de opinión que asoma acá y allá en El querido hermano. No se corresponde la paráfrasis que hace Manuel Machado del discurso con afirmaciones reivindicativas. Nada hay de especial valentía en leer sus autorretratos, bien conocidos, ni en mencionar a Antonio, por muy destacado militante del otro bando que fuera (recordemos que en fecha tan temprana como 1940 se reeditan sus Poesía completas en la España nacional). Nada descubre de nuevo, a pesar de que insiste en ello, Pérez Azaústre, pero comete algún error. Afirma Machado, tras referirse a que en un principio pensó en hacer un discurso en verso como Zorrilla, que en seguida se dio cuenta de que “la tarea de enfilar al pie de siete u ocho cientos de versos de una vez –quizá no he escrito otros tantos en mi vida—no era para mí”. Pérez Azaústre lo reduce a “siete u ocho versos de una vez” y por eso cree que se trata de una excusa, ya que “podría escribir su vida en copla casi sin despeinarse, con un pitillo en la mano, mientras se bebe seis cañas de manzanilla”.

            Afirma también, ante la excusa del poeta de que no tenía consigo sus libros, que, “como director de la Biblioteca y Museo de Madrid, aunque lleve dos años sin poder ejercer, es evidente que Manuel Machado está al tanto de la existencia de la Biblioteca Pública del Estado, en Burgos, que tiene su sede en la Casa del Consulado del Mar, en el Paseo del Espolón”. ¿Pero hace falta ser director de una biblioteca en Madrid para saber que hay otra biblioteca pública en Burgos, como en todas las capitales de provincia?

            Hablando de Oscar Wilde, a quien conocieron los hermanos Machado en París, nos aclara que, por esas fechas, “aún no sabe, porque es imposible, que su hijo mayor, Cyril –de apellido Holand desde que la condena a su padre por ultraje a la moral pública se cernió sobre su nombre-- morirá bajo el recuerdo de ese oprobio, y que también lo hará, como él, sobre suelo francés, en la Gran Guerra”. La Gran Guerra comenzó en el 14 y Wilde murió en 1900. “Aún no sabe” escribe Pérez Azaústre, dando a entender que lo sabría más tarde porque en ese momento “es imposible”. No escasean esas ingenuidades o torpezas expresivas en el libro, que habría necesitado una rigurosa revisión.

            Pero más discutible que la parte de crónica es lo que en el libro hay de ficción. Un periodista quiere entrevistar a Manuel Machado, este se niega, y como el periodista insiste, Raúl, el falangista que acompaña al poeta, le pide que se aparte. El periodista no lo hace. Y entonces, “en un movimiento velocísimo, Raúl mete la mano por la apertura de la gabardina hasta agarrarle los testículos”, luego se acerca más y le dice al oído. “O te arranco los huevos, hijo de puta”. ¿Era un exhibicionista que no llevaba pantalones?, nos preguntamos. ¿No podía simplemente haberle dado un empujón?

            Pero más sorprendentes son las palabras que pone en boca del poeta a propósito de Pilar de Valderrama: “siempre me pareció una calientabraguetas”, “ni siquiera se dejaba meter mano”. Y a continuación le cuenta al joven falangista las confidencias que le hizo Antonio: “como esta Pilar era una estrecha, él no había dejado de frecuentar los burdeles. Imagina su sorpresa cuando un día se encuentra con una muchacha que es el vivo retrato de su esposa muerta”. Y aventura la hipótesis de que muchos de los poemas aparentemente dedicados a Guiomar está dedicados a esa joven prostituta que se parecía a Leonor. Esa más que discutible anécdota la cuenta Alfredo Marqueríe en sus memorias. Pérez Azaústre, caso de utilizarla, podía ponerla en boca de cualquier personaje, pero nunca en la de Manuel Machado.

             Para que nos creamos una historia tenemos que confiar en el narrador. En Pérez Azaústre confiamos poco, tanto cuando se pone rebuscadamente poético como cuando incurre en el toque realista: un falangista (el falangista “malo”, Raúl es el bueno) se abalanza sobre Manuel Machado, “completamente borracho” tras el discurso de ingreso en la Academia, para darle una paliza.

            En el capítulo penúltimo, titulado “El aviador francés”, asistimos a un cameo de Antoine de Saint-Exupéry. Pregunta a Manuel Machado y su acompañante cómo van las cosas en España y se sorprende –es febrero de 1939-- cuando le dicen que la República tiene perdida la guerra. ¿Pero es que no había periódicos en Francia o el autor de El principito no tenía la costumbre de leerlos? Cosas así nos impiden tomar del todo en serio este bien intencionado homenaje al mayor de los Machado.