jueves, 19 de septiembre de 2024

Poesía de la experiencia

 

Jorge Barco Ingelmo
Jailhouse Rock
Isla Elefante. Palma de Mallorca, 2024.

El término “poesía de la experiencia”, como es bien sabido, lo empleó por primera vez, para referirse a cierto tipo de poesía que él y sus compañeros de generación pretendían practicar, Jaime Gil de Biedma. El término, pero solo el término, lo tomó del título de un libro de Robert Langbaum, The poetry of experiencia, donde el crítico inglés lo utilizaba para diferenciar la poesía del romanticismo de la poesía neoclásica. El término se presta a cierta confusión que Gil de Biedma trató una y otra vez de aclarar: “Poesía de la experiencia no es poesía confesional. No tiene nada que ver con lo que diga el poema, sino con la forma de decirlo. Ni quiere decir que lo que narra el poema te haya sucedido a ti”.  

            Pero si toda poesía es ficción, la llamada “poesía de la experiencia” adopta con frecuencia la forma de la autoficción: crea un personaje que se parece al autor y a veces lleva su mismo nombre, pero que no establece el pacto de verdad con el lector que la autobiografía supone. Lo que cuenta es verdad, pero de una manera que no implica la fidelidad en el dato anecdótico.

            Jailhouse Rock –el título procede de una canción de Elvis Presley-- está escrito desde el punto de vista de un funcionario de prisiones. En la contraportada se nos indica que ese es el trabajo de su autor, Jorge Barco Ingelmo. ¿Lo leeríamos de la misma manera si, como suele ocurrir en las novelas, el narrador en primera persona no se correspondiera con el autor? Probablemente no.

Es frecuente que el personaje real que narra sus experiencias en primera persona –sea un presidente de gobierno, un náufrago como el famoso de García Márquez o el príncipe Enrique-- no coincida con la persona que las ha redactado, un profesional denominado ghostwriter o escritor fantasma. Pero en cuanto menos sepamos de su existencia, más eficaz resulta el libro. Necesitamos de ese engaño –en poesía y en prosa-- para creernos lo que nos cuentan.

            No sabemos si Gil de Biedma consideraría o no a los poemas de Jailhouse Rock “poesía de la experiencia” en el preciso sentido que él le da al término. El lector común sí la considera así y eso le añade un motivo de interés al libro. Nos ayuda a ver la vida desde otro punto de vista, que es una de las funciones de la literatura (y no solo: también del cine). Pero Jailhause Rock no tiene únicamente un valor costumbrista y documental (nada desdeñable, por cierto: ayuda a que se lea sin el educado tedio con que suelen leerse los libros de poesía), alterna humor y emoción, no abusa de los efectos patéticos, aunque a veces –como resulta casi inevitable dado el tema-- se aproxime a ellos. “Signos incompatibles con la vida”, uno de los pocos poemas que no se ajustan estrictamente al ámbito carcelario, puede ejemplificarlo: “Como elegir al hombre equivocado. / Como que no denuncies. / Como que lo perdones y que vuelvas / a estar con él creyendo que ha cambiado. / Como que no hagan caso a tus denuncias. / Como que tus vecinos se acostumbren / a oír los gritos sin que les importen. / Como que los defiendas y disculpes. / Ahora te has convertido en otro número. / 47 en lo que va de año”. La elipsis final salva al poema.

            Llenos de pequeños detalles exactos, de apuntes costumbristas están los más característicos poemas del libro, los que lo hacen diferente de cualquier otro libro de poemas. “Díptico permanente revisable” contrapone, hábilmente, dos visiones de un mismo personaje, incompatibles entre sí e igualmente verdaderas: la del psicópata asesino que aparece en las noticias y la del preso, tiempo después, al que todos llaman Luisito y “es gracioso, cuenta chistes”. Otro poema –si puede llamarse así, igualmente podría incluirse en un libro de microrrelatos--  se limita a ir yuxtaponiendo párrafos de un artículo de Javier Marías con noticias de prensa.

            Abundan las notas de humor, y no siempre de humor negro: “Dile adiós al bibliotecario”, “Demandadero”, “Cárcel de amor”. Uno de ellos, “La chispa de la vida”, juega con un eslogan publicitario: “Quince años de condena / y en el economato solo venden Pepsi, / no me jodas. / Quince años me esperan sin probar la chispa de la vida”.

            También hay poemas que prescinden de la anécdota: “No todo cabe en un libro. / Fuera queda la vida. / Todo acaba al cerrar un libro. / Dentro queda la vida”.

            Dentro de este libro, que no pretende ser sublime sin interrupción, hay mucha vida, no solo una vida que morbosamente nos repele y nos atrae, la de los privados de libertad, la de quienes se ocupan de ellos, también la vida de todos, con su cara y su cruz, con sonrisas que a veces nos ponen un nudo en el corazón.

En Jailhouse Rock la experiencia de un funcionario de prisiones se hace poesía, pero “el juego de hacer versos”, afortunadamente, no siempre deja de ser un juego, aunque a veces juegue a la brevedad sentenciosa.  “Qué difícil ser preso / a los ojos del mundo. / Y eso que hay presos en sus casas / creyéndose más libres. / Porque al menos lo mío / solo es cuestión de tiempo”. Como lo de todos, si bien se mira.

           

           

jueves, 12 de septiembre de 2024

Trágico esperpento

 

Xuan Cándano
Operación Caperucita
El comité Karl Marx y el atentado de la calle del Correo
Akal. Madrid, 2024.
 

El peor atentado durante el franquismo, el que más víctimas indiscriminadas causó, tuvo lugar hace ahora exactamente medio siglo, el viernes 13 de septiembre de 1974. Fue el más brutal y también el más paradójico. Antes de un mes, ya el instructor militar sabía cómo habían ocurrido, en lo fundamental, los hechos y lo sabía por confesión de la principal responsable. Nunca, sin embargo, se concluyó el sumario, nunca se celebró juicio, muy pronto se olvidó a las víctimas. De ellas no podía sacar ningún rendimiento político ni la izquierda ni la derecha, que no tardaron en culparse mutuamente.

            Han pasado cincuenta años y una ejemplar investigación de Xuan Cándano pone, por fin, las cosas claras. El atentado de la calle del Correo fue consecuencia del éxito del atentado contra Carrero, recibido con aplausos por casi toda la oposición al régimen y ejecutado con una facilidad y una precisión que aún hoy nos asombra. Detrás de ambos estuvo una misma persona: Eva Forest: “Ella fue quien propuso a ETA, a través de Argala, acabar con la vida de Carrero, facilitando además la información necesaria; y lo mismo ocurrió nueve meses después cuando, venida arriba con el éxito del magnicidio, al igual que la banda armada, ideó el atentado de la cafetería Rolando con la intención de causar víctimas entre los policías de la Dirección General de Seguridad, centro neurálgico de la represión franquista y un nido de torturadores”.

            Un nido de torturadores, sí, pero no parece que las delaciones de Eva Forest, que llevaron a la cárcel a sus amigos y colaboradores en diversas actividades de oposición al franquismo (ajenos a los atentados en la mayor parte de los casos), fueran obtenidas mediante tortura. Xuan Cándano copia, sin ponerlo en cuestión, el relato que ella hace en su libro Testimonios de lucha y resistencia. Otros testimonios más fiables hablan de un pacto. Varios aparecen en el propio libro de Xuan Cándano, otros en el de Eduardo Sánchez Gatell, El huevo de la serpiente. El nido de ETA en Madrid, aparecido este mismo año, o en el de Lidia Falcón, otra de las encarceladas, Viernes y 13 en la calle del Correo, de 1981, que ya puso las cosas en su sitio, aunque muchos prefirieran mirar para otro lado y dejar que siguiera corriendo el bulo de que el atentado había sido una provocación de la extrema derecha.

            Algunos otros reparos menores se le pueden poner al libro: nada tiene de “anomalía” ni hay que recurrir para ello “a un cierto aperturismo informativo” el que se conociera de inmediato en España el golpe de Pinochet; resulta absurdo indicar que el edificio de la Dirección General de Seguridad, por ser un edificio neoclásico del siglo XVIII “recordaba a la Inquisición”, y es un error señalar que la Segunda República fue “la primera experiencia democrática de la historia de España” (hubo una primera y hasta un rey elegido por el parlamento).

            Pero son muchos más los aciertos: el primero de ellos, situar el atentado en su contexto, explicar cómo fue posible, cómo pudo quedar impune. Hubo un evidente clasismo en la investigación. Eva Forest se salvó a cambio de entregar un chivo expiatorio: Mariluz Fernández. Su padre era un veterano comunista, toda la familia era o había sido comunista. A los dirigentes políticos de la policía les interesaba menos detener a los verdaderos culpables que neutralizar a la oposición democrática vinculando al partido comunista, que entonces era el que más destacaba, con el atentado. Los otros detenidos pertenecían a la burguesía intelectual y el matrimonio Sastre era bien conocido fuera de España. Una familia obrera de Mieres, uno de cuyos miembros era fácil de manipular, podía ayudar a una solución rápida y ejemplarizante, como la que se aplicó poco después con los últimos ejecutados del franquismo. Mariluz Fernández, un peón en las manos de la seductora y manipuladora Eva Forest, pudo ser uno de ellos. No importa que la policía no tardara en descubrir a los autores materiales, a la pareja que vino de Francia para dejar una bomba en una cafetería madrileña donde comían docenas de familias ajenas a lo que les esperaba. La policía española supo sus nombres, por confesión de Eva Forest, pero nadie les molestó en este medio siglo, y hemos tardado décadas en enterarnos de sus apacibles vidas en un pueblo cerca de Bayona: tuvieron hijos y nietos, ella trabajó en los servicios sociales, él realizó un importante trabajo como filólogo y llegó a ser vicepresidente de la Real Academia de la Lengua Vasca. Parece que uno de ellos, en 1975, fue detenido por la policía francesa por colgar carteles de propaganda de ETA; lo que hubieran hecho en España, sus manos manchadas de sangre, no les preocupaba a ellos ni parece que preocupaba en España.

            ¿Era inevitable que la amnistía de 1977 se aplicara a los autores del atentado de la calle del Correo? Para la principal autora, ni siquiera fue necesaria: meses antes de que se aprobara, ya estaba en la calle, proclamando su inocencia y rentabilizando su “martirio”. Mariluz Fernández fue liberada en abril del 77, poco después de la legalización del partido comunista.

            ¿Era inevitable aplicar la amnistía a los responsables de unos hechos especialmente sanguinarios que aún no habían sido juzgados? Parece que no: a los militares de la Unión Militar Democrática, por ejemplo, no se les aplicó y sus presuntos delitos sí que era políticos. ¿Puede considerarse delito político un atentado indiscriminado con víctimas mortales? Incluso en una guerra (suponiendo que hubiera entonces una “guerra” contra el franquismo), hay crímenes de guerra, que no prescriben.

            Xuan Cándano no juzga, expone, y deja bien a las claras la mayor o menor (o nula) intervención de cada uno de los procesados. El Estado español –sus servicios secretos, con abundantes fondos públicos-- se vengó de la muerte de Carrero ejecutando a Argala en territorio francés. El de la calle Correo fue un crimen sin castigo, al menos a los principales responsables, que además se permitieron el lujo de admitir su participación (Eva Forest se vanagloriaba de ella), cuando creían que era una hazaña revolucionaria, y negarla después como si esa mentira –que muchos en la izquierda lerda aceptaron acríticamente-- fuera otra hazaña revolucionaria.


martes, 3 de septiembre de 2024

La tertulia infinita

 

Jofre Casanovas (ed.)
Las voces de Quimera
Las mejores entrevistas literarias 
de la década de los 80

Montesinos. Barcelona, 2024. 

La revista Quimera tuvo un papel central en los años ochenta y noventa del pasado siglo; aún sigue publicándose, pero ya su presencia es casi testimonial.

Con una entrevista a Miguel Riera, que fue su fundador y primer director, comienza esta selección de entrevistas publicadas en la década de los ochenta. Muchas de ellas no han envejecido y las leemos ahora con el mismo interés que cuando se publicaron por primera vez. Hay abundante presencia de autores no españoles (la apertura al exterior fue una de las señas de identidad de la revista) y sigue siendo todavía un lujo escuchar a Milan Kundera charlando con Philip Roth o a Borges –el inevitable Borges-- con Susan Sontag.

Hay unas pocas entrevistas promocionales, que son las más perecederas. ¿Qué interés puede tener hoy el pormenorizado análisis que Juan Bonet hace de su novela Saúl ante Samuel, tan ilegible ahora como cuando apareció? ¿O la opinión de Umberto Eco sobre “la definición del significante en Lacan”, entre otros semióticos bizantinismos?

Pero se trata de contadas excepciones. Aunque no hayamos leído a Thomas Bernhard, o no nos entusiasme su incontinente y exasperada prosa, es difícil no sentirse conmovido con sus confesiones a Asta Scheib: “La vida es maravillosa, pero lo más maravilloso es pensar que tiene fin. Ese es el mejor consuelo que me guardo en la manga”. Y junto a Bernhard, y no menos vulnerable, está Raymond Carver y sus lúcidas reflexiones sobre sobre el relato breve. Bastante más inteligentes que las de Alain Robbe-Grillet, promotor de un nouveau roman que pronto se convirtió en antigualla, sobre el realismo y la modernidad. Y también Jakobson que nos cuenta sus años de formación y los orígenes del formalismo ruso.

 Por lo general, las entrevistas biográficas son las que mejor resisten el paso del tiempo. Espléndido es el retrato que Ciro Bianchi Ross nos ofrece de Lezama Lima, un escritor que siempre fue ante todo un personaje, a pesar de su vida tan poco aventurera. Especialmente iluminadoras resultan las reflexiones de Toni Morrison: “La música era la única forma de arte que determinábamos nosotros. Eran los mismos músicos quienes decían a otros músicos si estaban preparados para salir al escenario. Ellos tomaban las decisiones, establecían los criterios. Este es el motivo por el que no hay músicos mediocres”. Eso no ocurría con la literatura, “siempre filtrada por la sensibilidad de los blancos”. Con la música, “los negros podían relacionarse con los demás negros sin utilizar el lenguaje del opresor”. James Baldwin coloca igualmente en primer plano el conflicto racial.

            Hay entrevistadores que convierten a la entrevista en una pequeña obra de teatro. El entrevistado es el protagonista, pero el entrevistador no se limita a formular preguntas, se convierte también en personaje. Hemos leído docenas de entrevistas a Jaime Gil de Biedma, siempre un conversador inteligente y el más lúcido analista de su propia obra, pero Gracia Rodríguez comienza por narrarnos su fracaso: “Una pared de monosílabos y de respuestas breves me puso al borde de las lágrimas durante los primeros minutos. Aquello definitivamente no salía y el teléfono no paraba de sonar. Gil de Biedma estaba cada vez más distante y menos interesado; no sabía, por supuesto, cuál era el lector ideal para su poesía, ingeniosísima pregunta que yo acababa de formularle; y la selección de estrofa, obviamente, dependía de cada caso. A veces uno la ensayaba como disciplina poética, otras era el propio ritmo del poema el que la imponía: No, naturalmente, no había ninguna diferencia entre escribir un poema para ser leído en voz alta o en silencio. Cada pregunta dejaba en mayor evidencia que no había ninguna pregunta a la que cualquier niño de diez años no hubiera podido responder”. Afortunadamente, algo cambió cuando ya parecía inevitable la catástrofe: “Tú no lo sabes, Jaime, pero te libraste de una buena: intentar consolar a una mujer con el maquillaje arruinado por las lágrimas es una tarea dura y desaconsejable”.

Muy distinto, pero también con su componente novelesco, es el encuentro de Luis Racionero con Carme Riera, en este caso los dos personajes conversan de igual a igual, o incluso con una cierta superioridad por parte de Racionero.

            La selección de escritores españoles va de los entonces ya clásicos –Torrente Ballester, Delibes, Buero Vallejo-- a los jóvenes que empezaban a destacar, entre ellos un Muñoz Molina que aún vivía en Granada y que acababa de obtener su primer éxito con El invierno en Lisboa o un Javier Marías que aún no había publicado Todas las almas.

Entre los poetas, no demasiado representados, el más joven es Jaime Siles, que entonces parecía uno de los nombres más representativos de la poesía considerada “como investigación lingüística”, novedad que había comenzado a dejar de serlo.

            Brillante y provocador, como no podía ser de otra manera, resulta Francisco Rico, el erudito de moda porque, como afirma el entrevistador, “es capaz de traducirse al lenguaje del día y utilizarlo en su propio beneficio” y es el único profesor que no parece un oficinista y se asimila a la “gente guapa”.

            Carmen Balcells no tiene inconveniente en manifestar unos prejuicios que, aunque en buena medida sigan vigentes, hoy pocos se atreverían a formular con tanta explicitud: “Si un día mi hijo me dijera que es homosexual, no sé cuál sería mi reacción, pero me temo que no me quedaría nada tranquila esperando que me presentara a mi nuera y que esta fuera un señor”.

            Un libro de entrevistas con algunos de los mejores escritores de nuestro tiempo es siempre una fiesta para el lector, una tertulia que no se acaba nunca. Asentimos muchas veces. “Es difícil que alguien llegue a ser un buen escritor –afirma Cynthia Ozick-- si no es consciente de que uno solo es un instante de un grandioso flujo humano, de que existen generaciones precedentes a las que seguirán otras en el futuro. Es decir, de que existe la historia”. Menos de acuerdo estamos cuando arremete contra los nuevos autores de éxito (hoy lo haría contra los que triunfan en las redes sociales): “Esos niñatos oportunistas se agarran al momento y no dicen nada más que yo, yo, yo, ahora, ahora, ahora. Como colegiales. Se puede narrar limitándose al yo y al ahora, pero eso no será nunca literatura”. O sí: como al campo, a la literatura es difícil ponerle puertas.

             

viernes, 23 de agosto de 2024

Andan en verso

 

Gatos (Antología poética)
Edición de Ricardo Álamo
Renacimiento. Sevilla, 2024.

Las antologías temáticas tienen un gran inconveniente: convertirse en un centón indiscriminado. También una ventaja: nos permiten descubrir poetas en los que no suele repararse. La posibilidad de descubrimiento, y el riesgo de lo inane, se acentúa cuando se incluyen poemas inéditos solicitados para la ocasión.

            Los Gatos de Ricardo Álamo parece que han sido, en buena parte, cazados en la Red, sin tomar las precauciones necesarias. Eso explica referencias de procedencia tan curiosas como la que aparece al final del primer poema, “El pleito”, de Rubén Darío: Obras completas. El poema podría ser apócrifo, como los que circulan de Borges y de tantos otros, y el editor no hubiera sido capaz de detectar la superchería. En otro caso, ya sin disimulo ninguno, como ocurre con Luz Méndez de la Vega, se nos da la referencia de la página Web de la que ha sido tomado el texto, aunque de manera que pueda tomarse por el título de un libro: Poemas con alma.

            No quiere esto decir que haya que evitar el caladero de Internet a la hora de preparar una antología poética o cualquier trabajo de investigación literaria. Todo lo contrario, resulta imprescindible. Pero hay que saber utilizarlo. Comprobar la procedencia, discriminar, buscar textos fiables, complementar la información. Ricardo Álamo ha llenado de referencias enciclopédicas su prólogo (con algún lapsus: atribuye a Cortázar un conocido verso de Borges: “no son más silenciosos los espejos), pero no se ha tomado la molestia de averiguar algún dato de los poetas que incluye y eso explica que, a pesar de indicarnos expresamente que la selección se limite a textos escritos en español, nos encontremos con un poema del portugués Herberto Helder, tomando por original la traducción de José Luis Puerto. Indicar la fecha de la primera publicación del poema no es una superflua precisión erudita, tiene importancia para situar los textos en su contexto. No siempre los gatos gozaron de la consideración que tienen actualmente.

            Pero todos estos reparos, y algunos más que le pudiéramos poner, no le quitan en exceso valor a esta antología, llena de emocionantes sorpresas.

            Los tres poemas de Javier Salvago, un poeta que ha pasado de la desesperanza de sus primeros libros a la serenidad de la vejez, bordean casi todos los tópicos que hoy rodean la figura del gato, indiscutibles estrellas en las redes sociales. Un cierto sentimentalismo primario hay en poemas como “Zombi, mi gato negro” y “Aleluyas del ordenador y el gato”, el segundo de los cuales recupera la métrica de la poesía popular, pero eso no disminuye su emocionado encanto. Otro de sus poemas tiene un tono sentencioso sentencioso, con algo de libro de autoayuda, que explica su difusión anónima o atribuida a poetas de más renombre: “Amar a las personas / como se quiere a un gato: / con su carácter y su independencia, / sin intentar domarlo, / sin intentar cambiarlo, / dejando que se acerque cuando quiera, / siendo feliz / con su felicidad”.

            Si Javier Salvago ejemplifica uno de los extremos de la poesía dedicada a los gatos, la más popular, también la más convencional, uno de los textos inéditos que se incluyen, “Nana”, de José Luis Piquero, impactante como un puñetazo, cortante como un cuchillo bien afilado, puede representar el otro: nada más ajeno al tópico que este poema que habla del fin amargo de una relación y de la muerte de un gato. Pocas veces el uso de la elipsis habrá resultado tan eficaz. Solo por este poema valdría la pena hacerse con la antología.

            Pero hay muchos más hallazgos y gratos reencuentros. Aquí está –no podía faltar-- el “Gato” de Víctor Botas, en el que basta una palabra, la última, para cambiar el sentido de todo lo anterior. También los versos doloridos de José Luis Parra (“vergüenza de ser hombre / y no precisamente de los mejores”) o de Antonio Rivero Taravillo que contrastan con el decir aleixandrino o rubeniano de Alejandro Duque Amusco: “Nadie osaría acariciar tu lomo de reina indiferente / con tu porte de ingrávida criatura que a otra / esfera más elevada y grácil te conduce, majestuosa, displicente, altiva”. Suenan más a Rubén los versos de Duque Amusco que los que se incluyen del propio Rubén, y que inician la antología, escritos a la manera de los fabulistas del XVIII.

Junto a los poemas, con buen criterio, se incluyen letras de canciones: “A mi casa llega un gato”, de Violeta Parra, y más sorprendentemente “Mi gata Luna”, de Cecilia. Quizá habría sido necesario hacer una referencia a ello en la nota previa a la edición. Lo mismo que a la ausencia de ciertos clásicos poemas gatunos –alguno de ellos se cita en el prólogo--, firmados por Borges, Neruda o Darío Jaramillo, debida muy probablemente a problemas con los derechos de autor.

Entre los tipos de trabajos particularmente ingratos, como corregir pruebas o preparar bibliografías (por mucho que nos esforcemos, siempre habrá alguien que, al primer vistazo, señale una errata o un título importante que falta), puede incluirse el de antólogo. Cualquier selección es tan enojosa de preparar como fácil de desbaratar señalando lo que sobra y lo que se ha dejado fuera.

Pero falte lo que falte y sobre lo que sobre (inexplicable resulta que Héctor Yánover sea el poeta más representado, y con textos bien mediocres), Gatos es un benemérito centón –algo más de cien poemas de casi cien autores-- en el que ningún amante de los gatos, o de la poesía, dejará de encontrar dispersas y emocionantes maravillas.

miércoles, 21 de agosto de 2024

Testimonio personal

 

Eduardo Sánchez Gatell
El huevo de la serpiente.
El nido de ETA en Madrid
Betagarri Liburuak. Vitoria, 2024.

El 13 de septiembre de 1974 –pronto hará exactamente medio siglo-- tuvo lugar uno de los más sangrientos atentados de la historia de España: una bomba estalló en la cafetería Rolando, en la calle del Correo, junto a la Dirección General de Seguridad, causando la muerte de trece personas y heridas a más de ochenta. Ninguna organización reivindicó el atentado, aunque había pocas dudas de su autoría, y durante un tiempo se hizo correr el rumor de que había sido obra de la extrema derecha.

            Desde la publicación del libro de Lidia Falcón, Viernes y 13 en la calle del Correo, se sabe con certeza que la planificación corrió a cargo de Eva Forest, quien contó con la colaboración de ETA y de diversas personas relacionadas con la oposición franquista, aunque estos últimos no siempre lo hicieron de manera consciente.

            Pero quedan muchas dudas sobre por qué, tras una rápida y eficaz, aunque poco escrupulosa, intervención policial, no se concluyó el sumario, los detenidos fueron poco a poco siendo desvinculados del caso y a los que quedaron se les aplicó la amnistía de 1977 (una amnistía, por cierto, que hoy sería recurrible ante organismos internacionales si hubiera alguien –que no lo hay-- interesado en ello).

            En El huevo de la serpiente. El nido de ETA en Madrid, uno de los detenidos, Eduardo Sánchez Gatell, que entonces tenía diecinueve años, nos ofrece su testimonio de aquellos años. Un testimonio personal: quiere contar solo lo que ha vivido. Esa es la intención declarada más de una vez, pero no se atiene a ella. Su testimonio está sesgado al pretender encajar los hechos en una tesis que ya se manifiesta en el título, no demasiado acorde con el contenido.

            Desde un punto de vista humano, el libro resulta emocionante y conmovedor: la violencia en los interrogatorios, los largos días de incomunicación, la convivencia carcelaria son narrados con precisión y verdad.

La madre de Eduardo Sánchez Gatell es la poeta Angelina Gatell y en su poesía completa están los sonetos que dedicó a su hijo cuando cumplió veinte años en la cárcel. Se reproducen en este libro y es difícil leerlos sin sentir un nudo en la garganta.

            Pero la tesis es falaz. La historia sanguinaria de ETA no nació en Madrid, allí no estaba el nido de la serpiente, aunque contara con colaboradores que les permitieron llevar a cabo su más exitosa acción (el atentado contra Carrero Blanco) y su mayor fracaso (el de la calle del Correo). En opinión de Sánchez Gatell, “ambos atentados tenían idénticos objetivos: provocar una enorme reacción represiva del régimen que matara dos pájaros de un tiro”: impedir un cambio “democrático burgués” y empujar a la ciudadanos a “confiar en los grupos armados como única solución a la salida del franquismo”. Pero para ETA el segundo atentado, que ocasionó víctimas indiscriminadas, fue un error del que trató de desvincularse (solo lo reconocería muchos años después, en el último momento) y ocasionó una escisión en el grupo. Quien estaba orgullosa de ese atentado era Eva Forest, para quien no había sido un error, sino un gran logro, y uno de los más fieles seguidores de Eva Forest, hasta la ruptura ya en la cárcel, fue Eduardo Sánchez Gatell. Le preparaba para la lucha armada, para los atentados violentos, y él se dejaba llevar.

            Ya su primera detención, todavía en el instituto, se debió a que asistió a una asamblea, con una barra de metal envuelta en papel de periódico, “como autodefensa”. Eva Forest le entregaría un Manual del guerrillero urbano y “una bolsa con una pistola calibre 7,65 que debía llevar a casa para aprender a montarla y desmontarla, cargarla, etc., para familiarizarme con ella”. Otra vez le entregó dos pistolas para que las guardara. Cuando ya le vio suficientemente formado, le encargó su primera acción: robarle el arma a algún policía. Sánchez Gatell encontró su objetivo: un guardia urbano al que vigiló en su puesto y siguió hasta su casa. Pero encontró dificultades para llevar a cabo la acción y lo consultó con Eva. Con encomiable sinceridad, copia el diálogo que mantuvieron: “—Tendríamos que ser dos, le dije. –Esa es una operación para un solo hombre. –Pero ¿y si no se deja quitar el arma y se resiste? –Le disparas y corres al metro, en el metro no hay quien te coja. –Pero si entra alguien en ese momento. –Le disparas también”.

            A pesar de eso, y de otros indicios sobre cómo se las gastaba su mentora, siguió colaborando con ella y acató su orden de vigilar el coche del periodista Alfredo Semprún para preparar un atentado que acabara con su vida. El sesgo que distorsiona los recuerdos le hace acentuar la caricatura de los miembros de ETA, a uno de los cuales, el Txapu, no tuvo inconveniente en alojar en su casa y con los que salió a las afueras de Madrid a hacer prácticas de tiro. Le decepcionaron: “¿Estos eran los héroes revolucionarios? ¿los libertadores de los que Eva y Alfonso llevaban hablándome durante años? Conocer a los tres durante estos días de julio, hablar con ellos, escuchar sus opiniones… fue un gran decepción para mí”.

            No parece que la decepción fuera tan grande. Eva le comentó que se estaba preparando una acción “mejor que lo de Carrero”. Él sabía que iba a ser en la Dirección General de Seguridad, ya que de ello se había hablado varias veces: “De hecho, Eva me había contado que en cierta ocasión fingió un desmayo en la puerta de la calle del Correo, precisamente, y que la habían metido dentro y la habían atendido en las mismísimas dependencias de la Brigada Político Social. Afirmaba que no era tan difícil introducir un paquete”. Sánchez Gatell apostilla: “Los delirios de Eva eran cada vez más evidentes”. No parece que entonces lo fueran tanto para él puesto que siguió colaborando. “Mi interesé por el riesgo de víctimas inocentes”, añade, “algo que me obsesionaba especialmente desde la conversación con el Txapu en casa” (más debían preocuparle conversaciones con Eva). Ella le contestó riendo: “La acción puede resultar bien o muy bien”. Llegó el viernes 13 y sabía que algo importante iba a ocurrir: “Estaba nervioso esperando noticias. Cuando la televisión empezó a dar cuenta del atentado, no daba crédito”. ¿No daba crédito? Pues todos los indicios que tenía –a juzgar por lo que él cuenta en su libro--  apuntaban a esa posibilidad.

            Encomiable sinceridad la de Eduardo Sánchez Gatell al escribir este ensayo de autocrítica. Él, cuando era joven, creía en la necesidad de la lucha armada. Fue la cárcel la que le hizo reflexionar, romper con sus tóxicos mentores intelectuales, seguir participando en política pero ya desde presupuestos democráticos. Cometió errores, pagó con creces por ello.

            No es necesario caricaturizar, como él hace, a los miembros de ETA con los que colaboró en aquellos años: con las mejores intenciones y con la mayor preparación intelectual (el talento y la cultura de Eva Forest y Alfonso Sastre resultan innegables) se pueden cometer las mayores barbaridades.

jueves, 15 de agosto de 2024

Biografía y ficción

 

Florence Noiville
Milan Kundera. Un retrato íntimo
Tusquets.  Barcelona, 2024.

Los testamentos traicionados tituló Milan Kundera uno de sus más conocidos libros de ensayos, la primera de sus obras escrita directamente en francés. Max Brod traicionó a Kafka y no solo, o no principalmente, porque incumpliera su deseo de destruir sus manuscritos, sino porque dio más importancia a la persona y a las ideas del amigo que a sus escritos literarios.

            Milan Kundera quería desaparecer en su obra. Detestaba cualquier dato biográfico sobre su persona. “La biografía es veneno”, repetía. “Los biógrafos –se burlaba-- no conocen la vida sexual íntima de su esposa, pero creen conocer la de Stendhal o la de Faulkner”. Un escritor fuera de sus libros no es nadie, no es nada. Lo biográfico destruiría lo literario: los poemas, las novelas acaban convirtiéndose en una cantera de datos para reconstruir la vida de su autor.

            ¿Es una traición a su memoria este Milan Kundera. Un retrato íntimo que le ha dedicado Florence Noiville? Lo es y no lo es. La biógrafa era una de sus más cercanas amigas, de él y de Vera, su mujer, en los últimos años, y está escrito con verdad y respeto, con delicadeza y rigor. Y también con gracia literaria. No es un libro solo para los admiradores de Kundera, especialmente de ese insólito best seller en que se convirtió, nada más aparecer en 1984, La insoportable levedad del ser. Interesará igualmente a quien nunca se ha interesado por ese autor o lo recuerda como una moda de otro tiempo.

            Pequeños capítulos, a veces apuntes de pocas líneas, que no siguen un orden cronológico, nos hablan de viajes a Brno y a Praga, de encuentros con el escritor y con quienes le conocieron, de archivos de la policía secreta, de sus ideas sobre la novela, de su inicial dedicación a la música y de muchas otras cuestiones. El desorden es solo aparente. Poco a poco, pero nunca del todo, se va perfilando el retrato de un hombre y de un país y de una época.

            Milan Kundera estaba de acuerdo con la afirmación de Octavio Paz al comienzo de su estudio sobre Fernando Pessoa: “Los poetas no tienen biografía. Su obra es su biografía”. Los escritores tienen biografía, como cualquier persona, pero en algunos casos nos interesa solo porque escribieron y en otras, como ocurre con lord Byron, interesa aunque no hayan escrito una línea.

            Florence Noiville extrae a menudo de las ficciones de Kundera una verdad biográfica. No sabemos hasta qué punto él estaría de acuerdo. Pero es que la relación entre biografía y ficción resulta paradójica. La obra se alimenta de la vida y la vida de un escritor acaba pareciéndose a su obra, interpretándose a partir de ella, escribiéndose a su manera.

            Casi al final de este “retrato íntimo”, Florence Noiville reproduce unas notas con sus intenciones al escribirlo: “Concebirlo como un paseo literario por la obra. Ir a Brno, a Praga, a Moravia y a Bohemia. Conocer a aquellos que le conocieron. Seguir sus pasos. Abordar, junto a la literatura, la música, la pintura, las mujeres, la seducción, el erotismo”. Pero también respetar sus zonas de sombra, aceptar no atravesarlas.

            Una zona de sombra: su relación con el comunismo y con su país. Comunista fervoroso en un principio, aunque luego tuvo problemas con las autoridades, Milan Kundera nunca perdió del todo la fe en esos ideales: entusiasma de la “primavera de Praga”, siempre creyó que era posible un comunismo de rostro humano. Los disidentes, como Václav Havel, nunca le tuvieron por un verdadero disidente (aunque su éxito en buena parte, tras su marcha a Francia en 1975, se debiera a ser tomado como tal). Tras la “revolución de terciopelo”, solo volvió a Chequia una vez, en 1990, y lo que vio le gustó tan poco como lo que había dejado atrás en 1975. Para explicarlo, Florence Noiville recurre a un pasaje de sus novelas, identificándolo con la opinión del autor, a quien no le agradaría demasiado el método: “A una velocidad inesperada, Praga olvidó el ruso que, durante cuarenta años, todos los habitantes habían tenido que aprender desde la escuela primaria e, impaciente de que la aplaudieran en el escenario del mundo, se exhibió a los transeúntes adornada de inscripciones en inglés”. A eso se añadía el afán de venganza: “Una vez terminada la batalla, todo el mundo se precipita a lanzar al pasado expediciones de castigo en busca de culpables. Pero ¿quiénes eran los culpables? ¿Los comunistas que habían ganado en 1948 o sus incapaces adversarios que habían perdido? Todo el mundo perseguía a los culpables y todo el mundo era perseguido”.

Ni siquiera Kundera se libró de esa persecución: en 2008, la revista Respekt lo acusó de haber denunciado a un desertor que se pasó a Occidente y que acabaría condenado a veintidós años de prisión. No se sabe si los documentos de la policía en los que aparecía el nombre de Kundera habían sido falsificados o no. Lo cierto es que el tiempo que pasó en Checoslovaquia –media vida-- tuvo sus sombras, pero también sus luces. En 1965, tradujo una antología de Apollinaire. “¿Sabes cuántos ejemplares se vendieron de ese libro?”, le pregunta Vera a Florence Noiville. “¡Alrededor de treinta mil!”. Y añade: “Se ha olvidado que, desde el punto de vista cultural, hubo cosas buenas bajo el régimen comunista. Pero eso ya no se puede decir hoy. Ni oír. La memoria se mueve con los tiempos, al igual que con la política”.

En los últimos años de su vida, Milan Kundera se esforzó por borrar todo rastro de sí: no concedía entrevistas, destruyó cartas y papeles privados. Este libro nos recuerda que la vida, cualquier vida, si se sabe contar, puede ser también literatura, la mejor literatura.

 

martes, 6 de agosto de 2024

Humor y verdad

 

 

Lorenzo Gomis
Mediodía. Antología poética 1951-2005
Edición de Alejandro Duque Amusco
Papers de Versàlia. Barcelona, 2024.

¿Hay poetas de primera, segunda y tercera división, como ocurre con el fútbol? Quizá sí, y abundan los que juegan en equipos de aficionados. Cuando pasa el tiempo, los del primer nivel se incluyen en las antologías de poesía universal; los del segundo, en las de poesía nacional y los del tercero en las selecciones autonómicas y provinciales.

            ¿Qué lugar ocupa Lorenzo Gomis, ahora que se cumplen cien años de su nacimiento, en la poesía española? Se dio a conocer tempranamente, con la obtención del premio Adonáis en 1951, siendo uno de los adelantados de su generación, la del medio siglo. Pero a ese libro inicial, El caballo, con un humor entre surrealista y naif, le siguió un largo período de silencio. El periodista discreto y excepcional pareció ocupar el lugar del poeta. El mismo año de 1951 fundó Gomis la revista El Ciervo, que todavía sigue publicándose tantos años después, y fiel al espíritu primero: un humanismo de raíz cristiana.

            Tardó Gomis en volver a publicar y siempre lo hizo en lugares marginales, sin alzar la voz, sin querer ocupar el primer plano. Su generación –Valente, Gil de Biedma, Claudio Rodríguez-- pasó, tras ir acaparando las preferencias de los lectores y de los nuevos poetas, a situarse en un lugar de honor en la historia de la literatura; a él no pareció importarle demasiado no figurar en ningún recuento.

            Alejandro Duque Amusco, atento estudioso de poetas como Aleixandre y Bousoño (con los que el tiempo no está siendo demasiado benévolo), antologa a Gomis en Mediodía y en su inteligente prólogo habla de “expresionismo irracionalista”. Luego añade que su poesía “parece escrita por un alma de niño que ama la travesura, el decir cosas que dejan en evidencia la actitud de las personas sensatas y convencionales. Es a veces un grito, un estallido de originalidad, la broma lacrimosa del circo. Su truco consiste en caricaturizar el mundo para hacérnoslo ver en su verdadera dimensión, menos seria e importante de lo que creemos”. La emparenta con el postismo de los años cuarenta –esa vanguardia fugaz que quiso volver del revés el envarado neoclasicismo de la época-- y, sorprendentemente, con Gloria Fuertes.

            Pero la lectura del historiador de la literatura no es la del lector común. Comenzamos a leer, o releer, los  poemas de Mediodía y el tiempo, como es habitual, parece haber emborronado bastantes de ellos. Siguen sorprendiéndonos algunos de los poemas de El caballo, pero nos aburren un tanto los poemas de largo aliento como El hombre de la aguja en el pajar o Jonás, comidilla de ángeles, de los que se seleccionan prescindibles fragmentos.

Con cierto escepticismo nos enfrentamos a Los restos de Ampurias, de 1975, un libro escrito en sonetos. ¿Sonetos a estas alturas? Sí, pero de un tono conversacional, que rehúye todo énfasis y no busca el final rotundo a lo que tanto se presta esa estrofa. Y sonetos que dicen lo de siempre con una dicción coloquial y una emoción perdurable: “A veces pienso que algo se prepara. / Cada mañana veo en el espejo / un hombre que me mira, un hombre viejo, / un viejo que me mira, cara a cara. / No le conozco, pero –cosa rara-- / me mira con sonrisa de conejo / y me coge el cepillo, si le dejo, / y se afeita en mis barbas, y no para. / Y no para y no para de imitarme. / No sé si es un actor o es un abuelo, / un viejo actor que estudia bien mis gestos / o un abuelo que viene a consolarme. / Es más viejo que yo, ya es un consuelo, / mi compañero de los ratos estos”.

            Gusta Gomis, como gustaron los postistas, de la métrica tradicional, pero dándole una vuelta de tuerca, forzando sus costuras sin temer el ripio. Acierta con lo más difícil, el rescate de la cuaderna vía, la monótona estrofa de los poemas de Berceo. Ya aparece en uno de los poemas que se antologan de Oficios y maleficios, “Empresa de lavado”, pero donde consigue sus mayores logros es en El libro de Adán y Eva, un pequeño milagro de imaginería y humor. Por esa obra –haya jugado como poeta en primera o segunda división, aunque más bien parece haber jugado a esconderse-- merece Gomis ocupar un perdurable lugar en la biblioteca de cualquier buen lector.

            El humor se lleva bien con la poesía, siempre que no pretenda ser tenida por los críticos como gran poesía: el calificativo se reserva para lo dramático y lo sublime. En El bostezo del león, publicado medio siglo después del primer libro, vuelve Gomis a la fantasía lúdica de su obra primera, pero ahora sin veleidades surrealistas, y a acercarse al mundo de las fábulas. No abandona los sonetos coloquiales y como improvisados de Los restos de Ampurias y se incluye un autorretrato, “Debajo de la gorra”, que entremezcla humor y reflexión existencial de magistral manera.

Póstumamente, en 2009 (el poeta había muerto en 2005), apareció Fanfarria, donde diversos tonos se entrecruzan y hay una serena aceptación del final: “Morir es hacer sitio a los que quedan / Es invitar los nietos a la vida / Llamarles a crecer para que puedan / Jugar al ajedrez de su partida”. Afirma en el prólogo haber descubierto “un soneto nuevo, cómodo para mi uso, que no he visto hasta ahora en ningún sitio”. La presunta novedad estaría en convertir el soneto inglés en soneto petrarquista continuando las rimas del serventesio anterior en los dos versos finales; otra es la novedad de este libro “caprichoso, abierto, que se deslíe en el aire”.

            ¿No ocupa en el ranking de la poesía española Lorenzo Gomis uno de los primeros lugares? Ni lo ocupa ni pretendió ocuparlo nunca. Está donde siempre quiso estar, en un cortés segundo plano.

Comenzamos a leerlo con cierto escepticismo y acabamos encontrando en él la mejor compañía, participemos o no de unas creencias religiosas (“Dame alegría para dar el salto / al cielo que me tienes prometido”), que tienen poco que ver con jerarquías y dogmas: “La sola sensación de estar en casa / Bastará para ver que eso es el cielo”. La sensación de estar en casa, una casa a la vez ajena y propia, se siente a menudo en los versos de Lorenzo Gomis.

 

 

miércoles, 31 de julio de 2024

La luz de los veranos

 

José Carlos Llop
Si una mañana de verano, un viajero
Alfaguara. Barcelona, 2024.

José Carlos Llop, más poeta en sus novelas y en los escritos memorialísticos que en sus libros de poesía, evocó en Solsticio los veranos de su infancia y ahora hace lo mismo con los de su madurez. En uno y otro caso, estuvieron ligados a una casa concreta, frente al mar, en la isla de Mallorca. Su pérdida, desencadena la evocación. “Se canta lo que se pierde”, escribió Machado, y Llop ha sido siempre fiel a esa poética.

            Sorprende que en un libro lleno de nombres de escritores –y de músicos y de pintores-- no se mencione ni una vez a Italo Calvino, de cuya novela Si una noche de invierno un viajero procede el título; tampoco se menciona a Esther Tusquets, autora de El mismo mar de todos los veranos, hermoso endecasílabo repetido en más de una ocasión.

            El libro se estructura en capítulos, más o menos coherentes, pero en realidad es un conjunto de apuntes que pueden funcionar, y quizá mejor, sin el excipiente que trata de cohesionarlos.

            La preparación del dulce de membrillo se equipara a la escritura de una novela. Pero en el hermoso pasaje (“La mañana se iba desperezando y el perfume de los membrillos (y del agua donde los había escaldado unos minutos) se mezclaba con la humedad de la tierra en otoño, el aroma del ciprés y la visión de la higuera, sus hojas mustias, a punto de caer”) disuena como un algo impostado pegote.

            Afirma Llop que su libro “no es una novela y tampoco una biografía; que no es ficción  y tampoco autoficción, términos, los cuatro, que no creo que jamás se planteara el naturalista Gerald Durrell al escribir Mi familia y otros animales, Bichos y demás parientes y El jardín de los dioses”. Algo, bastante, de autoficción hay en los libros de Gerald Durrell, paralelos a los de su hermano Lawrence, que cuentan su estancia infantil en una isla griega.

Uno de los capítulos de Si una mañana de verano, un viajero (sobraría la coma), “El príncipe de Baluchistán”, remite al Durrell naturalista, pero a Llop le falta su sentido del humor. Su empaque y su continuas referencias librescas y museales remiten más a La celda de Próspero donde el otro Durrell, el autor de El cuarteto de Alejandría, narra su estancia en Corfú.

            Hay más capítulos centrados en algún personaje, como el desaparecido ermitaño Benet, y dos historias de amor –Pandémica y Celeste--, junto a frecuentes alusiones al archiduque Luis Salvador, presencia constante en Mallorca, al menos en la Mallorca que más le interesa a Llop.

            Disuena en este libro, dedicado a evocar los muchos veranos –treinta y tres, precisa—pasados en una casa junto a un pequeño puerto y una cala pedregosa “abierta al mar transparente y su fondo de luces de colores”, las páginas dedicadas a su contagio “del maldito virus de Fu-Manchú”, como él lo llama. Ocurrió en 2022, durante un viaje a Oporto. “La cepa debió ser colonial: de Angola”, explica con mentalidad tintinesca, “porque no fue un covid ligero como era la norma en Mallorca entonces”. Y la consecuencia de la enfermedad fue que sus sueños, que antes eran los de un poeta simbolista, pasaron a ser los de un escritor realista. En una de esas enumeraciones a las que resulta tan aficionado, evoca sus sueños antes de ser contaminado por “el virus chino”: “Añoraba el universo encerrado en el festín de Baltasar y la escritura misteriosa –Mane, Tecel, Fares-- sobre los muros de palacio; añoraba la lluvia incesante salida de una escena de Wong Kar-wai; añoraba los arcos y puertas de la Alhambra de cuando tenía diecisiete años y viví en Granada con mis padres; añoraba a mis amigos que ya no están y los escenarios desde donde me visitaban como si aún estuvieran, los viajes a otras épocas y paisajes luminosos, las visiones de Jünger, la catedral armenia de París, la penumbra y el oro de Rembrandt, los enigmáticos poemas que olvidaba al despertar, las calles y plazas de Burdeos: el quartier de Saint-Seurin, Goya y su sombrero de candelas, la sinagoga…”. La enumeración termina con una humorada: “Ser un escritor realista, aunque sea en sueños, tiene algo de condena en vida”.

            Un escritor realista es, sin embargo, Llop en las mejores pasajes de Si una mañana de verano, un viajero, en los que se olvida de referencias cultistas y objetos de anticuario (incluso su perra, cuando se detiene, se convierte “en una pieza de despacho art déco) y de contarnos esos sueños –anteriores al contagio con la cepa “colonial” del virus-- en los que el paisaje de su infancia se convierte en un diorama y “en la página iluminada de un Libro de Horas”.

            Da la impresión de que en esta obra al autor se le va el santo al cielo, por decirlo así, más que en otras obras suyas. Y no me refiero a que sitúe “I faraglioni” de Capri en la costa amalfitana (un lapsus menor), sino a párrafos como el que nos cuenta que una tarde, “a la hora de la siesta”, recuerda la casa de Moravia en Sabaudia y a Pasolini y un amigo dedicados “a contemplar los cuerpos como si se tratara de estatuas de bronce junto al mar, ese vicio romano anterior a la vida de Adriano” y luego, “a las pocas horas” (larga siesta) “la mujer que nadaba desnuda frente a mí” (y que no se ha mencionado antes) “era una princesa armenia nadando en el Helesponto, más allá del exilio de todos los tiempos”.

            Mejor que ese escritor amanerado que llena su prosa de bibelots, el escritor realista que va a recoger alcaparras: “Uno de los ermitaños nos ha abierto la cancela del jardín interior –austeridad mediterránea y conventual: piedra gris, tierra pedregosa y roja, ladrillos con imágenes religiosas, verde de romero y las uvas, todavía pequeñas, que caen en racimo de las parras—y hemos empezado a recogerlas a la sombra del parral. Silencio monástico. Solo el zumbido de alguna mosca y el tímido cacareo de dos gallinas jóvenes, como si hablaran entre sí y al llegar nosotros guardaran sus secretos en voz baja”.

            No necesita Llop modos de refinado esteta de otro tiempo para ser el gran escritor que es; todo lo contrario. Ni escribir en verso –al final del libro incluye un poema suyo que puede confirmarlo-- para convertir el borroso barro del recuerdo en el oro de la poesía.

 

              


miércoles, 24 de julio de 2024

Vidas en claro

 

Christopher Maurer
Bello relámpago que dura:
Moreno Villa y Jacinta
Residencia de Estudiantes. Madrid, 2024.

Alguna vez afirmó Blas de Otero que lo que más le interesaba eran los caminos que llevan de la vida a los libros, de los libros a la vida. En Jacinta la pelirroja contó José Moreno Villa, con irreverente desenfado, con más humor que melancolía, la historia de un “loco amor” con una joven norteamericana a la que conoció en la Residencia de Estudiantes y con la que estuvo a punto de casarse en el Nueva York de 1927. En su autobiografía, Vida en claro, de 1944, dejaría constancia del nombre real de la protagonista, Florence, y de los detalles precisos de esa relación que no caben en un poema.

            Hasta ahora de Florence sabíamos poco más que lo que nos quiso contar, con elegante reticencia, Moreno Villa. Christopher Maurer la rescata de las sombras, de su mero papel de musa renovadora y a ratos cruel, para detallarnos los principales momentos de su biografía. La principal informante fue Mary Louchheim, sobrina de Florence, la única persona de la familia con la que tuvo relación hasta el final. “En 2012  --escribe Maurer--  visité por primera vez a Mary, una pelirroja vivaz, culta, curiosa, que ha dedicado estos últimos años a comprender la historia de su familia y su compleja relación con el judaísmo, así como a ayudar, con dinero dejado por Florence y con sus propios recursos, a artistas israelíes y palestinos. Su tía no le habló nunca de Moreno Villa ni de su conexión con España; vivía en el presente, no en el pasado”.

            La relación entre la estudiante norteamericana y el escritor y pintor, sin embargo, no concluyó con la ruptura de 1927, debida menos a la oposición familiar –que no le importó a Florence para sus otros matrimonios--  que al caprichoso carácter de la mujer y a ciertos comportamientos difíciles de comprender para un español de la época. En diciembre de 1927, le escribe Moreno Villa a Federico de Onís, catedrático en Columbia y confidente durante la aventura neoyorquina: “He hecho lo que cabía en mis fuerzas: rompí el 2 de julio con ella. Me volvió a escribir al mes y medio. Yo le supliqué que no me escribiese más y a los tres meses me vuelve a escribir porque según ella se ve obligada por la necesidad. Cuando rompí, le giré dinero y le dije que mensualmente le remitiría cuatrocientas pesetas; se quedó con el primer envío, pero me rechazó el segundo y dio órdenes al Banco Internacional en Madrid de que no admitiesen dinero mío a su dirección. Pues bien, ahora la última carta es para pedir dinero”.

            Florence posaría, en artístico y desnudo revoltijo, con su primer marido (se casó con él pocos meses después de romper con Moreno Villa) y dos amigas, para el fotógrafo Max Ewing. El libro reproduce esas fotos, de elegante erotismo.

            No faltarán lectores que se pregunten si resulta legítimo rescatar ciertas intimidades de la vida de un escritor o de quienes se relacionaron con él. Lo importante serían los textos –los poemas de Jacinta la pelirroja, las prosas de Pruebas de Nueva York—y no las peripecias biográficas que están tras ellos. Pero al ser humano nada le interesa más que las vidas ajenas, de ahí el éxito de los programas de cotilleo. Cotilleo con pretensiones es buena parte de la investigación literaria. En 1930, escribió Moreno Villa el poema “Desposorio atlántico”, en el que evoca su viaje  para el frustrado matrimonio: “¡Qué gritos, qué gritos enjutos / como granos de sal, de arena, de luz! / Magnetizada su lengua y encabritado el pez. / Los globos, las bombillas, los glúteos, / las esferas todas trabajan por el pez zarpador. / Es tu cama un estuche del ritmo. / Las bocas han mordido en la vida. / Únicamente los ojos / se pierden en la bruma lechosa del sonambulismo”. Humberto Huergo Cardoso, en el prólogo a Temas de arte, selección de artículos de Moreno Villa, lo comenta así: “El poema recrea en todos sus pormenores –jadeos, fellatio, encabritamiento del pene, senos, algas-- la embriaguez erótica que vivían los amantes”. No sé yo qué lectores necesitarían esas precisiones (“lo del encabritamiento del pene” parece todo un hallazgo).

            Florence Louchheim estudió arte y al coleccionismo de arte y a la difusión del arte contemporáneo, aunque siempre de manera amateur, dedicó su vida. No necesitó trabajar. Su padre, que no se fiaba de ella, decidió que la herencia que le correspondía la administrase su hermano.

            En México, diez años después de la ruptura, volvió a coincidir con Moreno Villa. Y en 1951 sigue en correspondencia con él: “Sabes que eras siempre un poco malicioso, y tus juicios sobre la gente eran a menudo muy subjetivos, lo que probablemente explique todas las cosas malas que dijiste sobre mí en tu autobiografía. ¿Cuándo me enviarás un ejemplar?”. Y a continuación: “Sobre qué aspecto tengo, creo que más o menos el mismo. Las mismas medidas, el mismo color.”. Todavía trata de seducirle.

            No la olvidó Moreno Villa. En un poema en prosa escrito poco antes de su muerte, y que permaneció inédito, tras evocar una vez más el encuentro primero con sus encontronazos, le manda un abrazo “después de un cuarto de siglo”. Termina ese poema con una reflexión que puede servir de epitafio: “Me equivoqué infinitas veces. No se equivoca quien no arriesga. Tres, cuatro veces arriesgué en la vida. No más, que no nací para aventurero”. En otro lugar dijo que los errores “son los que nos procuran ratos de vida verdadera”, por eso lamenta “que no sean más”. Sin conocer a Florence, es posible que Moreno Villa no hubiera pasado de discreto poeta, pintor y archivero. Ella fue la primera que le arrancó de su gris y confortable rutina, luego ese aventamiento lo completaría la guerra.

            Añade el libro en apéndice un “Diálogo con José Moreno Villa” publicado en septiembre de 1937. En él encontramos una sorprendente alusión a José Robles, el profesor y traductor desaparecido ese año a mano de los servicios secretos soviéticos. Ignacio Martínez de Pisón le dedicó una investigación ejemplar, Enterrar a los muertos. Esto es lo que dice Moreno Villa: “Robles se volvió loco al estallar la guerra. Aseguraba que nadie más que su hijo hacía los planes para la defensa de Madrid y para continuar la guerra. Cuando yo salí, estaba en la cárcel. Ahora dicen que murió; si de muerte natural, no sé”. Enigmática frase esta última, que nos lleva de una vida a otras vidas, de los libros a la vida, como la mejor literatura.

domingo, 14 de julio de 2024

Colección de nubes

 

José Miguel Viñas
Los cielos retratados
Viaje a través del tiempo y el clima en la pintura
Crítica. Barcelona, 2024.
 

“Los pintores son notarios de la historia”, se afirma en este libro, redactado con cierta ingenuidad, pero tan lleno de sugerencias. Y no solo lo son  –ni fundamentalmente-- en los grandes cuadros de historia que estuvieron de moda en el siglo XIX. José Miguel Viñas, físico y meteorólogo, quiere demostrarnos que los pintores fueron coleccionistas de nubes y testigos del cambio climático. Y no cabe duda de que lo son, o lo fueron hasta que las vanguardias desprestigiaron la pintura realista. Antes de la invención de la fotografía, solo dibujantes y pintores podían dejar constancia de la apariencia del mundo.

            Comienza Los cielos retratados con “Unas pinceladas sobre las nubes”, apretada síntesis de lo que sobre ellas debemos saber. Las nubes no son “vapor de agua”, como suele creerse, sino agua en estado líquido o sólido, “minúsculas gotitas de agua o directamente cristales de hielo microscópico”. Su clasificación se debe a un farmacéutico inglés, Luke Howard, que la pública en una famosa conferencia celebrada en 1802. Fue entonces cuando se definieron por primera vez los tres tipos fundamentales de nubes  –cirros, estratos, cúmulos--  y sus combinaciones.

            José Miguel Viñas se inició como divulgador meteorológico en un programa radiofónico, No es un día cualquiera, de Pepa Fernández, y en seguida nos damos cuenta de que no ha perdido los modos orales de comunicación. Así se despide de los lectores: “Mis últimas palabras son para contarles que la publicación de este libro es un sueño hecho realidad. Ha sido uno de los mayores retos a los que me he enfrentado como divulgador científico. Tuve que adentrarme en el mundo de la pintura, del que soy un simple aficionado, no un estudioso como algunas de las personas en las que me he apoyado. Desde que en el otoño de 2022 se dio luz verde al proyecto editorial, la ilusión ha sido mi principal fortaleza frente a los momentos de flaqueza, que no faltaron durante el largo y laborioso trabajo de escritura”.

            Que José Miguel Viñas está lejos de ser un estilista ya queda manifiesto en el anterior párrafo. Tampoco es, como bien indica, un especialista en pintura, y de ahí que los adjetivos ponderativos sustituyan con frecuencia a los análisis precisos de los cuadros de los que trata. Algunos de ellos se reproducen en el libro; la mayoría, se nos invita a buscarlos en Internet. En realidad, Los cielos retratados, más que un libro, parece el guion de un documental televisivo sobre el tiempo atmosférico tal como se refleja en la pintura. Pero sus insuficiencias no le quitan interés. Después de leerlo, no volveremos a visitar los museos de la misma manera. El telón de fondo de los cielos pasará a primer plano. Nos fijaremos así en “las nubes de algodón”, que aparecen sobre las figuras y bajo los brazos de la cruz, en La piedad de Rogier van der Weyden (también en el interior de la paloma que se recorta en el cielo de El regreso de Magritte); en las curiosas pareidolias del San Sebastián de Mantegna; en las atmósferas azuladas de Patinir…

            La “pequeña edad de hielo”, que se extiende entre mediados del siglo XV y mediados del XIX, explicaría los paisajes nevados de Brueghel y de otros pintores flamencos y holandeses. En 1608, el invierno fue especialmente riguroso; ese mismo año pintó Hendrick Avercamp su Paisaje invernal con patinadores. La manera que tiene José Miguel Viñas de comentarlo resulta muy representativa de su estilo divulgativo: “Merece la pena buscar la pintura en el Rijksmuseum, en Ámsterdam, o en su defecto localizar en Internet una imagen de la misma en alta resolución. Bajo un cielo blanquecino, característico de los días fríos en que nieva, aparecen infinidad de personas sobre la capa helada que se extiende hasta la lejanía. La escena recuerda cualquiera de los conocidos dibujos de ¿Dónde está Wally? Resulta muy entretenido dedicar un tiempo a fijarse en lo que está haciendo cada personita. A pesar del intenso frío, la vida no solo no se detiene, sino que está en plena ebullición”.

            Uno de los capítulos se titula llamativamente “Platillos volantes en el Quattrocentro”, pero por supuesto no hay tales “platillos volantes”, sino el tipo de nubes que Piero de la Francesca puso en el cielo de varios de sus cuadros -- altocúmulos lenticulares--, que vagamente recuerdan la forma de los que muy posteriormente, ya en el siglo XX, se conocerían con ese nombre.

            Fue un inglés el primero en clasificar científicamente las nubes y fueron pintores ingleses –Constable, Turner-- los que con más asiduidad y precisión las llevaron a sus cuadros. No se olvida José Miguel Viñas de dedicarle un capítulo a Caspar David Friedrich, con su emblemático “Caminante sobre un mar de nubes”, ni otro a los famosos cielos velazqueños. Para Javier Marías, según cita Viñas, tal calificativo es un disparate. El autor de Todas las almas señala, con su peculiar prosa, que se trata de “una inversión o perversión que tuvo que decirse inicialmente, a saber: que los cielos pintados de Velázquez parecían cielos en verdad madrileños”. No parece haberse dado cuenta Marías de la verdad paradójica de Oscar Wilde: la naturaleza imita al arte. A menudo no vemos en la naturaleza más que lo que el arte nos ha enseñado a ver. Solo después de que Velázquez fijara en sus cuadros ciertos aspectos del cielo de Madrid nos fijamos nosotros y le damos nombre.

            Los cielos retratados nos enseña a ver, no solo los cuadros, también la realidad de otra manera. Los cielos de Turner o de Tiepolo existían antes de que los pintaran, pero nadie reparaba en ellos. Las nubes, las maravillosas nubes de que hablaba Azorín, se vuelven menos evanescentes cuando aprendemos a llamarlas por su nombre, pero no menos hipnóticamente seductoras.

           

miércoles, 10 de julio de 2024

El humor, la poesía

 

 

Jaime García-Máiquez
La humana cosa
Prólogo de Luis Alberto de Cuenca
Renacimiento. Sevilla, 2024.

Jaime García-Máiquez es un poeta paradójico: muy de escuela, con claros y reconocidos maestros, y a la vez muy personal. Emocionante hasta la lágrima fácil y divertido hasta el humor gamberro, añade resonancias insólitas a la poesía española contemporánea.

            “Creo que tengo más tonos que temas”, ha escrito en el lúcido epílogo –algo poco frecuente-- a La humana cosa (título poco afortunado, aunque lo tome de Dante), antología de su obra édita e inédita. Esa variedad de tonos es la que le ha llevado a “jugar en serio” (así se titula uno de sus libros) a la invención de heterónimos.

            Como en Pessoa, el Pessoa fundamental, los suyos son tres: Fernando López de Artieta, que algo tiene de caricatura del tópico poeta de los ochenta; Rodrigo Manzuco, poeta minimalista, y Pascual de Blanes, heredero de cierto Antonio Machado. Pero no necesitaba Jaime García-Máiquez de esa novelería de creador de poetas, con biografía incluida, para dar variedad a su poesía. Así parece haberlo reconocido él mismo y por eso firma con su nombre Libro de viejo, el último de los suyos, el más original y arriesgado, que parece una enmienda a toda su poesía anterior.

            Jaime García-Máiquez comienza con Vivir al día (1999) como un poeta primoroso, ingenioso, confesional. “Fe y simpatía” parece ser su lema. La tradición métrica (como las otras tradiciones) no tiene secretos para él. Se trata de versos bien peinados, sin un acento fuera de sitio ni una rima disonante. Muchos son poemas de escuela (“Septiembre”, tan Felipe Benítez Reyes; “Alegría”, tan Aquilino Duque; “Los renglones torcidos”, tan Miguel d’Ors), pero escritos por un alumno que fuera el primero de la clase. A ratos, se entretiene en reescribir poemas ajenos: “Oh, mundo” le da la vuelta a “El poeta declara su nombradía”, un texto que Borges le hace firmar a uno de sus apócrifos; “Canto a la pintura española” repite, con no demasiada fortuna a mi entender, la fórmula del “Canto a Andalucía” de Manuel Machado (el apodíctico “Y Sevilla” final es sustituido por “Y Velázquez).

            Comenzamos a leerle con cierta prevención; seguimos leyendo y muy pronto dejamos de preocuparnos por lo que pueda haber de ejercicio y homenaje. Si al principio abundan los poemas que podría haber escrito cualquier otro poeta de su línea que fuera un excelente poeta, enseguida nos encontramos con otros que solo podría haber escrito Jaime García-Máiquez. El escatológico y teológico “Mojón”, por ejemplo.

            Los poemas atribuidos a Fernando López de Artieta no pasan, en la mayor parte de los casos, de un entretenimiento menor, como para ser recitados entre risas amicales. El humor salva la misoginia de alguno de estos textos, como “Despedida de soltero”, pero quizá no la del titulado “Belén”, que termina con un verso de Rubén Darío convertido en chiste: “y hacia Belén… ¡la caravana pasa!”. Le salvan poemas como “Remordimiento intelectual”, con su rotundo gerundio final, o “Mierda de artista”.

            De Rodrigo Manzuco, sorprende la evolución, quizá no muy coherente.  De la poquedad expresiva, pasa a poemas como “La merienda y el mundo”, una sátira a lo Ángel González de la educación elitista en ciertos colegios privados y del grupo social que representan.

            Pascual de Blanes es el más prescindible de los, en algún modo, prescindibles heterónimos. Escribe en endecasílabos asonantados, con la excepción de un soneto que juega con los antónimos “todo” y “nada,” como el tan famoso de José Hierro que cierra Cuaderno de Nueva York.

            Jaime García-Máiquez es un poeta confesional, pero para todos los públicos. No oculta sus creencias religiosas, y a veces las exhibe con conmovedora ingenuidad (como en el poema “28 de marzo”), pero escribe para todos, no solo para el círculo de fieles, y nunca pretende hacer proselitismo.

            En el ya citado epílogo, escribe: “He pasado de los temas un poco más impersonales y tópicos de mis primeros libros a lo enraizado con mi biografía de los últimos; he descubierto la emoción de lo biográfico”. Ha aprendido que en todas las cosas –no solo en la rosa y en la luna, a las que dedica espléndidos ejercicios retóricos-- hay poesía, “de la de verdad, la auténtica, pero para ver su brillo hay que pasar un dedo mágico que quite el polvo o suciedad de lo mundano, otorgarle una magia que tenía como olvidada dentro”. Él encuentra esa poesía lo mismo en la recepción de un hotel, en la estación de Valdepeñas o en la ropa tendida (“Ahí están, a la vista de todos los vecinos, / gigantes calzoncillos cerveceros, / breves bragas y tristes / calcetines, sostenes destetados…”) que en una fiesta familiar, en su trabajo en el Museo del Prado (pocas veces el arte se ha tratado como él lo hace) o en la celebración de la divinidad y del continuo asombro de estar vivo. O dicho de otra manera: “Una canción por sí sola, / puede valer… lo que valga, / pero nunca valdrá tanto / como el hecho de cantarla”.