lunes, 22 de abril de 2024

Menor y mayor

 

Gaziel
Pláticas literarias
Edición e introducción de Francisco Fuster
Fundación Banco Santander. Madrid, 2024.

A Agustí Calvet (1887-1964), que se preparaba sin ganas para profesor de filosofía, el fracaso en unas oposiciones y un afortunado encuentro con Miquel del Sants Oliver, director de La Vanguardia, le convierte en periodista. En los años veinte y primeros treinta, con el pseudónimo de Gaziel, es uno de los grandes de su tiempo. La guerra civil le deja al margen de los dos bandos, pero a su largo exilio interior se deben algunas de sus obras fundamentales, como los tres libros dedicados a la península ibérica o sus lúcidas y doloridas Meditaciones en el desierto, aparecidas ya póstumamente.

            En la “autobiografía de un pseudónimo”, escrita en 1927 a petición de La Gaceta Literaria, podemos leer: “De mi padre, un tal Agustín Calvet, a quien si no fuese por mí nadie conocería, debo decir, francamente, que me parece un pobre hombre. Es catalán y del Ampurdán; esto es, de lo más catalán que pueda darse en el mundo. Pero, a pesar de su profunda catalanidad, de la que está muy satisfecho, siempre ha tenido la manía de rebasar sus límites originarios. España le interesa más que Cataluña, la Península Ibérica más que España, Europa más que la Península Ibérica, y por encima de todo, lo humano de Terencio, la Humanidad”.

            La reedición de los libros de Gaziel, aunque constante en los últimos tiempos, no ha tenido la suerte de los de Chaves Nogales, con quien tanto tiene en común. Chaves Nogales se ha convertido en un clásico y en uno de los mayores representantes de esa España liberal que se niega al enfrentamiento cainita; Gaziel sigue siendo un raro, no demasiado catalanista para unos, demasiado catalán para otros.

            Francisco Fuster reúne ahora un puñado de artículos de crítica literaria y artística publicados en El Sol y La Vanguardia en los años veinte y primeros treinta. Pudieran parecer obra menor, mera curiosidad. El índice, como de manual, ayuda poco a despertar el interés. “Literatura universal” se titula la primera parte y los capítulos: “William Shakespeare”, “Goethe”, “Stendhal”. ¿A qué leer hoy lo que se dijera de la vida y obra de tales autores en un articulo periodístico de hace un siglo?

            Pero esos títulos y esa clasificación no son del autor, sino del editor, que se ha permitido prescindir de los títulos originales, mucho más sugestivos y que no hacen pensar en las entradas de un diccionario enciclopédico. ¿Se ha tomado otras libertades? No lo sabemos, pero nos resulta extraño que Gaziel, en un artículo de 1925, hable de la Primera Guerra Mundial, como si ya supiera entonces que iba a haber una segunda.

            Estas Pláticas literarias –el título del libro sí es el que Gaziel dio al conjunto de sus colaboraciones-- tienen poco que ver con la divulgación cultural o la perecedera reseña de la actualidad bibliográfica. Abundan las notas costumbristas (el primer capítulo habla más de Barcelona que de Shakespeare), las anécdotas autobiográficas, las observaciones poco convencionales sobre los escritores que ha conocido, las ideas brillantes que a veces se condensan en un aforismo.

 A propósito de Joseph de Maistre escribe: “Hay dos clases de polemistas: la vulgar, la de aquellos que, apenas abren la boca, os obligan a volverles la espalda, abrumados de hastío; y la otra, rarísima, de los que os agarran bruscamente a la inteligencia y al corazón, como una fiera enemiga, y os obligan, quieras o no quieras, a luchar con ellos”.

            Gaziel es un polemista de la segunda clase, pero no nos obliga a luchar con él, sino a pensar con él, nos ayuda a ver más claro, a caer en la cuenta de obviedades en las que no habíamos reparado. No importa que no estemos de acuerdo con sus afirmaciones y que sigamos no estándolo después de haberle escuchado. Tampoco lo fallido de alguna de sus profecías. En 1924, duda de cuál será el futuro de las obras de Loti, Barres o Proust. De Anatole France, que acababa de fallecer, no tiene ninguna duda: “es de los rarísimos privilegiados que no solo se libran del infierno, sino que además se zafan del infierno y alcanzan directamente la gloria del paraíso. Su muerte no es una incógnita: es una ascensión”. ¿Y dónde queda hoy esa gloria frente a la de Proust? Ya en 1924, France era un escritor de otro tiempo.

            Sus observaciones sobre Murillo resultan, por lo general, muy atinadas: “Lo que me desazona ante ese célebre pintor no es una falta pictórica. Es una falta de carácter”. Pero de pronto nos sorprende con una salida de pata de banco que muestra a las claras como de ciertos prejuicios, que han durado hasta casi ayer mismo, no se libraban ni las mentes más lúcidas: “Da verdadera rabia imaginar lo que ese afeminado habría sido capaz de pintar de haberse hecho más hombre”.

Aunque desbarre alguna vez, son más las ideas felices: léase lo que dice sobre el teatro de los hermanos Quintero, donde distingue entre la pintura a la acuarela y la pintura al óleo; o sobre la poesía de Josep Carner, que explica por qué ciertos poetas, tenidos por grandes en su país, carecen de interés fuera de él. Los tres artículos reunidos bajo el epígrafe de “Lev Tolstoi”, que no hablan propiamente del escritor, constituyen un espléndido relato ambientado en la Rusia revolucionaria, casi un cruel cuento de hadas.

            Lo que afirma Gaziel de Eduardo Gómez de Baquero podría aplicársele a sí mismo: “Para juzgar de las cosas, las ideas y los hombres, no usaba medidas patentadas. Era ante todo un espíritu libre y su instrumento de juicio no fue un metro convencional; era una luz eterna: la razón humana. Por esto amaba sobre todo el aire indispensable para que esa perenne estrella respire y palpite, que es el aire de la libertad. Se comprende que el liberalismo fuese su única intransigencia, porque para él era tanto como el derecho a la vida y el consiguiente instinto de propia defensa”.

            Pláticas literarias es una obra aparentemente menor de un escritor que no tiene obras menores.

           

jueves, 18 de abril de 2024

Siempre Machado

  

Antonio Machado
Poesías completas
Edición de José Luis García Martín  / José María Sánchez y Torreño
Ediciones Ulises. Sevilla, 2024.
422 páginas. 34 euros.

Si tuviéramos que mencionar solo media docena de poetas de lengua española, uno de ellos sería Antonio Machado. Hermano de otro poeta excepcional, Manuel Machado, coetáneo de Unamuno y de la afamada generación del 27, ocupa sin embargo un lugar aparte.

            Su obra no fue extensa, apenas tres libros de poesía y uno de prosa, aparte de publicaciones menores, como sus obras de teatro escritas en colaboración, y su vida la de un profesor de francés en institutos provincianos que solo alcanzó cierto relieve cuando la guerra civil le colocó al frente de los intelectuales que apoyaban la causa republicana. Ese hecho –y su muerte en el exilio-- le convirtió en símbolo y en algo fatigoso estandarte de la oposición al franquismo. Pero nunca fue solo eso, una especie de santo laico.

También se le quiso arrumbar, contraponiéndole a Juan Ramón Jiménez, como un poeta de lenguaje decimonónico frente a las innovaciones de la vanguardia. Antonio Machado salió siempre indemne de cualquier intento de hacerle a un lado.  Incluso del más peligroso de todos, el de la banalización de su poesía en boca de cantantes y políticos. Algunos de sus versos se han convertido en proverbios que circulan al margen del autor (“se hace camino al andar”, “hoy es siempre todavía”), pero la magia y el secreto de su poesía continúan intactos.

            De su poesía y de su prosa mejor, la del Juan de Mairena, esa colección de “sentencias, donaires, apuntes y recuerdos de un profesor apócrifo” que puede abrirse por cualquier página sin que, en ninguna, falte una iluminadora reflexión.

            Pocos poetas tan aparentemente monótonos, tan incansables andarines de su propia órbita, como Antonio Machado; pocos también tan diversos, no con la versatilidad del juglar, sino con la verdad del poeta reflexivo con los ojos abiertos al tiempo que le ha tocado vivir.

            Comenzó en la atmósfera decadente de aquel fin de siglo, el del XIX, que fue el fin de siglo por excelencia, pero supo pronto apartarse de toda la aparatosa parafernalia de los discípulos de Rubén Darío –a quien siempre admiró--, para adentrarse en las secretas galerías del alma y convertir en símbolo de la finitud humana el último sol de la tarde en las solitarias plazoletas de las ciudades viejas. Es el ciclo de Soledades, que tuvo una primera entrega en 1903 y que culminaría en 1907, cuando su vida inicia una nueva etapa (siempre en Machado, como en todo poeta que lo sea de verdad, y no solo un literato, caminaron a la par vida y obra).

            Esa nueva etapa es la de Campos de Castilla, la del abandono de la bohemia, el descubrimiento del amor y de las tierras de Soria, que fueron coincidentes. Es la parte de su poesía más difundida y también, para algunos, aquella en que más se nota la pátina del tiempo, sobre todo en los poemas de tono regeneracionista o costumbrista. La primera edición del libro, y la única exenta, es de 1912, pero continúan añadiéndosele poemas hasta 1917. Se comienza a escribir en Soria, se concluye en Baeza, a donde se traslada tras la muerte de su mujer, Leonor, y es esa ausencia la que da un temblor especial a los poemas de la segunda parte del libro.

            Nuevas canciones, de 1924, es el último volumen exento de Antonio Machado. No faltaron quienes vieron en él una muestra de cierta decadencia y epigonismo, una incursión en la moda neopopularista del momento, que para Machado no era ninguna moda, como no lo era para su hermano Manuel, ya que ambos habían aprendido del padre, Antonio Machado y Álvarez, el gran folclorista, el valor de la poesía popular.

            Pero lo cierto es que a Machado cada vez le interesaba más la reflexión filosófica y el desdoblamiento en lo que él llamó “los complementarios” y que pueden ponerse en relación con los heterónimos pessoanos. Él mismo ironizó sobre esta transformación suya: “Poeta ayer, hoy triste y pobre / filósofo trasnochado, / tengo en monedas de cobre / el oro de ayer cambiado”.

            Publicadas por primera vez en la Revista de Occidente en 1926, las reflexiones de Abel Martín sobre metafísica y poética serían incorporadas a la edición de sus poesías completas aparecida en 1936, la última que publicó en vida. Podía haber entresacado los poemas que figuran en ellas –y que están entre sus mejores poemas--, pero prefirió dejarlos entreverados en la prosa y atribuidos a otros.  A finales de los años veinte, volvió la vena lírica con la aparición de un nuevo amor, el de Guiomar, que algunos tomaron como una ficción literaria, confusión a la que contribuyó deliberadamente el propio poeta: “Todo amor es fantasía; / él inventa el año, el día, / la hora y su melodía; / inventa el amante y, más, / la amada. No prueba nada, / contra el amor, que la amada / no haya existido jamás”. Solo a partir de 1950, con la publicación del libro de Concha Espina De Antonio Machado a su grande y secreto amor, comenzamos a saber la verdadera historia que había detrás de los versos, su relación con la poeta Pilar de Valderrama.

            Luego llegó la guerra, y el poeta ayudó a la causa en la que creía, con sus versos y su prosa. Es ya el epílogo, pero acá y allá, entre tantos textos circunstanciales, sigue iluminándonos el poeta excepcional que no dejó nunca de ser Antonio Machado.

            ¿Qué aporta esta nueva edición de sus Poesías completas a las ya numerosas publicadas hasta la fecha? Trata de ser lo más fiel posible a la voluntad del poeta. La última edición que publicó en vida, del año 1936, se reproduce con escrupulosa fidelidad, respetando incluso la disposición tipográfica de los poemas, que no suele tenerse en cuenta, pero enmendando alguna errata que acostumbra a perpetuarse. Siguen los poemas escritos durante la guerra, aunque quizá el autor hubiera dejado fuera alguno de ellos al preparar una nueva edición de sus Poesías completas. La tercera parte –que puede considerarse como un apéndice-- incluye los textos que se publicaron en revistas antes de 1936, y que no se incluyeron en libro, y los que aparecieron en libro, pero luego quedaron fuera de la edición conjunta. El lector debe tener en cuenta este hecho y no olvidar que el poeta no les dio su aprobación final.

            Sin variantes que perturben la lectura, sin enfadosas erudiciones, las Poesías completas publicadas por Ediciones Ulises pretenden acercarse lo más posible a la edición que habría hecho hoy el propio Antonio Machado.



 

miércoles, 10 de abril de 2024

Claroscuro veneciano


Ángel Crespo
Diario veneciano 1980-1983
Edición de Ignacio García Crespo y Jordi Doce
Fórcola. Madrid, 2024.

Cuarenta años después, se publican las páginas venecianas del diario de Ángel Crespo, un diario que quedó inédito a su muerte y del que, en 1999, apareció la primera parte, correspondiente a los años 1971-1979. Las que ahora se dan a conocer se escribieron entre 1980 y 1983, aunque la mayoría son de 1982.

La edición, a cargo de Ignacio García Crespo y Jordi Doce, es ejemplar, con todos los complementos necesarios, incluida la traducción de las citas, y sin ninguna erudición superflua. En la cubierta, aparece una fotografía del autor, ante el café Florian, acompañado de Pilar Gómez Bedate, autora también del epílogo y de la idea de publicar este volumen exento.

            Pilar Gómez Bedate fue algo más que la compañera del poeta durante la mayor parte de su vida. Intelectualmente no valía menos que él, pero quiso ponerse a su sombra en vida de Ángel Crespo y tras su muerte, organizando homenajes, jornadas de estudio y dando a conocer los abundantes inéditos. En este diario veneciano, es presencia casi constante. Cuando se ausenta unos pocos días, encontramos esta anotación: “No solo me aburro sin Pilar, sino que, a ratos, me siento inseguro sin ella, expuesto a no sé qué peligros, mientras que estando con ella me siento seguro porque estoy protegiéndola”.

            Ángel Crespo tenía una vida hecha en España cuando, en 1967, decidió dejarlo todo y marcharse a Puerto Rico. Era un poeta conocido, que había participado muy activamente en todas las aventuras literarias de entonces, del postismo a la poesía social. Casado y con un hijo, compatibilizaba su dedicación a la literatura y a la crítica de arte con el trabajo como abogado y en una compañía de seguros.

            Su reconversión en profesor universitario no habría sido posible sin Pilar. Era ella quien tenía la titulación correspondiente para ser profesora universitaria. Él se gradúa en Arte en 1970 y se doctora en 1973. El autoexilio americano siempre se ha presentado como una huida del asfixiante clima del franquismo. Pero fue eso y algo más: en España no existía el divorcio y la convivencia a plena luz con su nueva pareja –que era también la más eficaz colaboradora intelectual-- resultaba imposible.

            Ángel Crespo no se encontraba a gusto en Puerto Rico y aprovechó todas las invitaciones que se le presentaron para viajar a Europa como profesor visitante o a algún congreso. A Venecia, una de sus ciudades favoritas, viajó muchas veces y durante un curso fue profesor en su universidad, Ca’Foscari. Aspiró a quedarse como profesor permanente de acuerdo con una nueva ley que permitía nombrar catedráticos “per chiara fama”, al margen de los procedimientos habituales. Contó para ello con importantes apoyos, pero también con detractores que finalmente se salieron con la suya. De esas intrigas académicas se nos habla abundantemente en unas páginas que algo tienen de esbozada novela de campus. Otra novela familiar queda solo insinuada: se alude a la “absurda madre de mi hijo”, coprotagonista de una escena “digna de un esperpento sobre las hembras conservadoras de la Celtiberia”; le cuentan que su hijo “se ha ido a vivir a Madrid y que no trata a nadie de mi familia desde la salvajada que cometió en la Cuesta del Jaral”; nos indica que su “vieja y reaccionaria familia se va disolviendo lentamente”.

            No se olvida Crespo de anotar todos los elogios que recibe y sus éxitos en las clases y en las lecturas públicas, y no escatima los juicios desfavorables sobre sus coetáneos. Macrì le comenta “que Eugenio de Nora es un mal poeta”, algo con que está de acuerdo; “que el lenguaje de Valente es plano, sin emoción” (no como el del propio Crespo, añade, “en el que vibran a la par el presente y la mejor tradición occidental”); “que el principal responsable del estancamiento de la poesía de posguerra ha sido Vicente Aleixandre”, junto a “la ambigüedad de Gerardo Diego y la cobardía de Dámaso Alonso”. José Hierro resulta particularmente maltratado: su éxito se debería a que proyecta “la imagen tópica del poeta: vago, ignorante, dicharachero, etc.”, a que “sus versos se entienden muy bien y casi todos riman como es debido”. Lo considera un “desastre nacional” y se pregunta: “¿Cuántos años tendrán que pasar –o no pasarán—para que este y otros pequeños mitos caigan en el olvido?”

            Si no se le dan facilidades para incorporarse a la universidad española –lo conseguiría al final de la década de los ochenta--, es debido “a la escasa seriedad de nuestra crítica literaria, la inconsistencia del prestigio de muchos poetas y la relativa falta de preparación de escritores y profesores universitarios”. En el miedo a competir con gente como él se encontraría la causa de esa situación “tan fatal para la cultura española”.

            Subrayo algunos aspectos que Jordi Doce pasa por alto en su, por lo demás, atinado prólogo. Hay otros, que ponen algunas sombras en la figura de Ángel Crespo, polímata y polígrafo, que lo mismo se interesaba por los grandes nombres de la cultura occidental, como Dante, Petrarca o Pessoa, que por los casi invisibles que escribían en lenguas tan minoritarias como el aragonés o el friulano.

            Humano, demasiado humano, se nos muestra Ángel Crespo en estas páginas confidenciales, para bien unas veces, como cuando nos refiere sus descubrimientos gastronómicos, su gusto por la vida. En otras, no sale tan bien parado: considera “abyectos” a quienes siguen, sin entenderla del todo (la mayor parte del planeta), la civilización europea; muestra demasiado a las claras su vanidad herida o los tejemanejes en favor de la propia gloria.

            Pero aparte de estas sombras, que no añaden ni quitan nada a la valía del autor, queda, para goce y disfrute, lo que el diario tiene de libro de viajes, por Venecia principalmente, pero también por otras ciudades de Italia. Y el apéndice, “Plata en la laguna”, que reúne todos sus poemas venecianos: “La ciudad ya no es / sino acuarela de sí misma, / y vamos / como dos pinceladas / que no encontrasen sitio entre la niebla”.



             

martes, 2 de abril de 2024

La verdad y otras dudas

 

Pedro Corral
¡Detengan Paracuellos!
Héroes humanitarios en el Madrid de 1936
La Esfera de los Libros. Madrid, 2024.

¿Cuántos años tienen que pasar –pronto hará un siglo-- para que la barbarie de la guerra civil se nos cuente sin sesgos partidistas? La represión fue feroz en ambos bandos, pero según quien la cuente siempre será menos disculpable la infamia de unos que la de otros.

Pedro Corral vuelve a los primeros meses de la guerra en Madrid, los más caóticos, cuando a la sublevación militar se unió una revolución proletaria, con documentación inédita o poco tenida en cuenta. Se centra principalmente en la intervención de la Cruz Roja Internacional para atenuar los daños del conflicto. Toma como protagonista a un olvidado, el doctor Georges Henny, un joven suizo que solo estuvo tres meses en España, pero que participó muy activamente en hechos como la devolución a sus familias de los niños de vacaciones en colonias escolares que quedaron en la otra zona, en el intercambio de rehenes o en la protección de los presos. Georges Henny fue uno de los primeros en enterarse de las matanzas de Paracuellos e hizo todo lo posible por detenerlas. Junto a Henny, Pedro Corral nos habla de otros “héroes humanitarios” –así los denomina en el subtítulo del libro-- que tuvieron un importante papel en el heroico y sanguinario Madrid de entonces, unos bien conocidos, como el anarquista Melchor Rodríguez, el llamado “ángel rojo”, y otros poco tenidos en cuenta, como el abogado ovetense Luis Zubillaga, discípulo del rector Leopoldo Alas, obsesionado –como tantos otros republicanos-- por detener los traslados de presos que acababan en ejecución clandestina.

            En ¡Detengan Paracuellos! hay mucha información novedosa, muchos pequeños detalles exactos y escalofriantes sobre esa barbarie, pero el autor no resulta demasiado convincente en su intento hacer responsable de ella al gobierno republicano y muy especialmente a Largo Caballero, entonces jefe del Gobierno. En el epílogo, contrapone su figura a la del delegado de la Cruz Roja Internacional: “Nadie reconoció nunca al doctor Henny su decisión de vivir peligrosamente en España en el otoño de 1936 para intentar salvar las vidas de indefensas personas desconocidas y atenuar su sufrimiento en el peor de los conflictos bélicos como es una guerra civil. Por el contrario, Francisco Largo Caballero disfruta del homenaje público en forma de gran escultura situada en una avenida principal de la capital española, a pesar de que desoyó en noviembre de 1936, tres días antes de que comenzaran las matanzas el llamamiento de Cruz Roja Internacional para proteger la vida de los prisioneros bajo su responsabilidad como jefe del Gobierno republicano”.

            Sin embargo, el propio Pedro Corral recoge testimonios que van en contra de esa tesis, como un informe del embajador de Chile en el que se lee: “El gobierno no tiene autoridad alguna sobre las masas armadas y, lo que es igualmente anárquico, cada partido entre los ultrarrevolucionarios opera por su cuenta sin hacer el menor caso de las órdenes del Gobierno”. Son numerosas las referencias al respecto: “A mediados de octubre, el Gobierno aprueba nuevas medidas para intentar controlar la violencia desatada contra los considerados desafectos, sobre todo en las horas nocturnas”.

            Una de las justificaciones de la matanza de presos fue la necesidad de acabar con la “quinta columna”. Pedro Corral duda de que Mola le diera nombre –piensa que fue un invento de la Pasionaria-- y niega que existiera antes de los primeros meses de 1937, como si solo entonces los partidarios de los golpistas descubrieron que podían ayudarlos desde dentro. Pero hubo quinta columna, y muy activa, y sus integrantes así lo proclamaron al terminar la guerra para conseguir los honores correspondientes. Participaron en ella también algunos de los diplomáticos que ofrecieron asilo a miles de contrarios al gobierno republicano: “A la labor humanitaria del representante noruego se le suele contraponer, para desacreditarla, sus vinculaciones con la ‘quinta columna’, que él mismo reconoció, al admitir que llegó a advertir a los franquistas de un ataque por las fuerzas gubernamentales al Cerro Garabitas en abril de 1937 a través de una radio clandestina de Falange”.

            Insiste Pedro Corral en culpabilizar a Largo Caballero --más que a Manuel Muñoz Martínez, responsable de la Dirección General de Seguridad, a Santiago Carrillo, delegado de Orden Público en la Junta de Defensa, o a Serrano Poncela, que firmó la mayor parte de las falsas órdenes de traslado o libertad, de los asesinatos de Paracuellos, considerándolo el principal responsable, pero él mismo se desmiente al afirmar que Melchor Rodríguez pone en marcha, “bajo el amparo del Gobierno de Largo Caballero, las medidas a favor de los presos”. Y entre esas medidas, según señala el responsable de la cárcel de Ventas y cita Pedro Corral, estaba el nombramiento de jefes políticos “que eran por su significación sindical y de partido quienes podían oponerse a los desmanes que la chusma intentase realizar en las Prisiones, quedando los directores funcionarios en calidad de técnicos administrativos”.

            No puede evitar Pedro Corral la tentación revisionista de utilizar la represión republicana para atenuar la del otro bando. Se basa para ello en un estudio de Miguel Platón que reduce “a menos de quince mil personas” el número de ejecutados durante la posguerra, con lo que resulta que “las víctimas de la represión en el Madrid republicano en apenas cuatro meses representaron el 76 por ciento de las víctimas de la represión de los vencedores en toda España durante seis años de posguerra”. No vamos a entrar en la fiabilidad de las cifras, pero sí subrayar lo inadecuado de la comparación. ¿Cuántas ejecuciones con o sin formación de causa hubo en la zona en que triunfó la sublevación durante los primeros meses de la guerra civil? ¿Fue mayor o menor el tanto por ciento de asesinados en Granada, donde no había ninguna embajada en que refugiarse, que en Madrid? Esas son las comparaciones que podrían ser de alguna utilidad si se quiere hacer comparaciones sin hacer trampa.

            Afortunadamente, Pedro Corral no insiste demasiado en el sesgo ideológico y nos ofrece, por lo general, un relato bastante fiel de aquel tiempo sombrío y una memorable colección de vidas. En cuanto a la documentación, resulta incomprensible que ignore una de las obras fundamentales para entender ese periodo. Se trata del segundo tomo del diario de Carlos Morla Lynch, España sufre, donde incluso se alude al polémico incidente con el avión en que regresaba a Ginebra el delegado de la Cruz Roja, minuciosamente analizado por Pedro Corral en los últimos capítulos de su libro: “Los periódicos publican que el avión de Air France que volvía a Francia con la valija diplomática de ese país –que, por cierto, llevaba un sobre con cartas mías-- ha sido atacado por los facciosos y se ha venido al suelo. Pero dicen que no hay muertos y eso me parece imposible. Después, en la Embajada, parece cierto que el avión ha sido derribado por los de aquí, en vista de que iba en él el Dr. Henny –jefe de la Cruz Roja Internacional-- que llevaba consigo los detalles y pormenores de los fusilamientos ocurridos en Alcalá de Henares”.