jueves, 30 de junio de 2022

La excepción cultural

 

Mediterráneos. Poesía 2001-2021
José Carlos Llop
Fundación José Manuel Lara. Sevilla, 2022.

José Carlos Llop es, ante todo, un creador de atmósferas y un memorialista en prosa Y verso. Comenzó como poeta dentro del experimentalismo y el culturalismo que caracterizaba a la poesía joven de los años setenta. Pronto abandonó la primera de esas tendencias, pero siguió siendo fiel a la segunda hasta hoy mismo. El culturalismo de José Carlos Llop —como el de José María Álvarez, un poeta con el que tiene muchos puntos en común— pasa por la creación de un personaje que se identifica con la persona civil del autor, aunque no se corresponda con ella exactamente. En una de las notas a su libro Cuarteto, escrito originalmente en catalán, leemos a propósito de la Almudaina: “Palacio de los reyes árabes, de Jaime I, de los reyes de Mallorca, Capitanía General y ahora del Patrimonio Nacional. Viví con mi familia durante el período en que mi padre fue general Jefe del Estado Mayor de Baleares y después Gobernador Militar. Cinco años, aproximadamente”.

            El protagonista de los poemas de José Carlos Llop se siente heredero de un mundo desaparecido, su patria son unas Baleares que quizá no han existido nunca, una especie de mítico principado de la Mitteleuropa de entreguerras. Sus poemas están llenos de prestigiosos nombres propios, escritores y artistas, y de precisos detalles sobre el mobiliario, el vestuario y la decoración, como si de una película de época se tratara. Escribe con pasión de coleccionista, un poco como un superviviente de un tiempo más civilizado en esta época de barbarie y decadencia.

            Escritor sin género, al igual que Unamuno y Gómez de la Serna, aunque cultiva todos los géneros, o quizá por eso mismo, el mundo poético de José Carlos Llop está tanto en su prosa como en sus versos. Uno de sus publicaciones, El canto de las ballenas, formó luego parte tanto de un libro de relatos como de la primera recopilación de sus poesías completas, aparecida en 2002.

            Mediterráneos reúne los libros publicados a partir de entonces, con el añadido del inédito El árbol de los cormoranes. Ya aludimos antes a Cuarteto, publicado primero en catalán y ahora traducido al castellano por el propio autor, que para muchos lectores de Llop será también una novedad.

            Comienza El árbol de los cormoranes con un poema que algo tiene de involuntaria caricatura de su manera de hacer. Se titula “Civilización” y comienza de la más prosaica manera (en prosa no suele ser tan prosaico): “Hace algunos meses, heredé / diferentes prendas de un amigo / muerto, un par de chaquetas, / una gabardina inglesa y varias camisas”. El poema continúa contando cómo solía pasear con su amigo y cómo ahora siente que sigue junto a él al vestir una camisa suya: “Hace un rato me he desabrochado / uno de los botones del pecho / y en el gesto del pulgar y el índice, / de repente, le he visto a él, / haciendo lo mismo”. Y luego enumera —la enumeración en uno de sus recursos estilísticos preferidos— todo lo que a su entender hay en ese simple gesto: “En el gesto de índice y pulgar / que ha invocado a mi amigo / estaban las tablillas del escriba, / los retratos de Al Fayum, / la estructura de la casa romana, / el evangelio de San Marcos, / el taller de Brueghel el Viejo, / el café, el tabaco, el vino y el té, / los salones del Dieciocho, / el quinteto para cuerda de Schubert, / las terrazas de los bares, los viajes, / la Bauhaus, París. Bob Dylan…”

            Si quisiéramos parodiar un poema de Llop, no podríamos hacerlo mejor que él lo hace, en “Civilización” y en tantos otros poemas. “Memorias de un libertino”, un monólogo dramático incluido en La dádiva, nos refiere cómo Dionisio Ridruejo, en los ojos de una prostituta francesa, puede ver nada menos que “el Gran Siglo, / el esplendor de Versalles, Stendhal / y Baudelaire, Austerlitz y todo el brillo / de la ciudad de París”.

Pero siguen teniendo su encanto, un encanto algo vintage, estos poemas epigonales que muy a menudo homenajean ciudades y a los escritores que pasaron por ellas. Hay un colorista intermezzo napolitano y un “Poema inacabado” que vuelve al Burdeos al que ya dedicó un minucioso poema —apenas hay lugar de la ciudad que dejé de nombrar— en el libro anterior, La vida distinta.

            Muchos de estos poemas podrían haber sido anotaciones de diario: “Mi amiga estaba en el Jardin des Plantes / filmando los orangutanes bajo la nieve / y al cruzar el Pont Royal ella señaló / a la izquierda y dijo: mira aquel árbol / sus frutas son cormoranes, se posan / en sus ramas y observan los siglos. / Me has regalado el título de mi libro, contesté”. Tienen un aire un tanto deslavazado, no parecen estar hechos para ser leídos con la atención que suele pedir el poema. Un ejemplo: “En una librería que fue iglesia, / ahora ya sin culto, veo láminas del Vesubio sobre el mar”. Si fue iglesia, ya no lo es, sobra por lo tanto el “ahora ya sin culto”, lo mismo que el “sobre el mar” en las láminas del Vesubio, que suele aparecer representado con la bahía de Nápoles en primer plano. Por eso la prosa de Llop —la prosa se lee de otra manera menos exigente— puede a menudo resultarnos más poética.

            En “Ronda de noche”, el primero y más extenso de los poemas que integran Cuarteto, asistimos a un desfile de ilustres personajes por una Palma onírica. El poema, lleno de imágenes sorprendentes, es un tour de force estilístico; admira al principio, pero pocos lectores serán capaces de mantener la atención hasta el final. Mayor interés tiene el “Glosario” en el que Llop aclara cada una de las alusiones y que vale por sí mismo al margen del texto que pretende glosar.

            José Carlos Llop ha sabido crear un mundo —tan fascinante como a ratos agobiante, con algo de la turbiedad melancólica de Patrick Modiano y de la modernidad art déco de Paul Morand— que está en todo lo que escribe, sea ficción o crónica periodística. Leemos las novelas de Llop con la sensación de que no leemos novelas, de que leemos a Llop. Los mismo ocurre con El árbol de los cormoranes y con el resto de los poemas de Mediterráneos, donde lo leído y lo vivido se entremezclan de inextricable manera. El culturalismo, el enciclopedismo, el europeísmo de Llop no son una manera de escribir, sino una manera de ser.

           

martes, 21 de junio de 2022

La historia con otros ojos

 

Madrid hace cincuenta años visto por un diplomático extranjero
Frances Erskine Inglis
Prólogo de Raquel Sánchez y David San Narciso
Ediciones Ulises. Sevilla, 2022.

La labor del editor es de esas que, cuanto más perfectas son, menos se notan. Entre el texto tal como sale de la mano del autor y cómo llega a los lectores en el libro impreso, hay una serie de trabajos intelectuales, a menudo anónimos, que casi nunca se valoran, pero cuya ausencia nunca pasa inadvertida, salvo para los reseñistas habituales, que no suelen ocuparse de estas cosas.

Frances Erskine Inglis (1804-1882), escocesa de nacimiento, española por matrimonio y vocación, fue una mujer excepcional que publicó dos obras maestras a medio camino entre el libro de viajes y el análisis costumbrista. El primero de ellos, La vida en México (1843) es bien conocido y reeditado. Frances, que se había trasladado con su familia a Estados Unidos, entró allí en contacto con un grupo destacado de hispanistas y se casó con un diplomático español, de sonoro nombre, Ángel Calderón de la Barca, que sería el primer embajador en el México independiente. Observadora sagaz, de una cultura insólita en una mujer (y en la mayoría de los hombres), Frances Erskine Inglis escribió una serie de cartas —o de crónicas en forma de carta— que todavía son útiles para entender un país que no se parecía, y sigue sin parecerse, a ningún otro. El libro se publicó anónimamente, como toda la obra de Frances, aunque no tardó en saberse su autoría.

Tras su trabajo como embajador, Ángel Calderón de la Barca fue nombrado ministro en el gabinete del conde de San Luis. Aquí llegó, con su atención siempre alerta, su esposa Frances y no dejó de tomar nota de todo lo que veía. Enamorada de España, todo lo veía con buenos ojos frente al pesimismo habitual de los españoles. Nadie como ella supo reflejar el fastuoso derroche de un tiempo, mediados del siglo XIX, en que en España había dos reinas, la joven y bien intencionada Isabel II, de poco más de veinte años, y su madre, María Cristina, que ya no era reina regente, pero que tras un breve exilio había recuperado su influencia y sin cuyo favor no era posible realizar ninguno de los prósperos negocios del momento, el principal de los cuales era el del ferrocarril (ese novedoso medio de transporte que —se decía entonces— iba a acabar con la poesía de los viajes).

Frances Erskine Inglis llegó a España en 1853. Le dio tiempo a reflejar una época de prosperidad económica —para unos pocos— y de fastuosas fiestas. Prestó especial atención a hospitales e instituciones de caridad. Ese mundo estallaría, al año de su llegada, con la revolución de julio, que ella nos cuenta desde el otro punto de vista, el de quienes han pasado a la historia como los malos de la historia. Aquel Madrid lleno de barricadas y de grupos armados que se toman la justicia por su cuenta se parece sorprendentemente al de los meses siguientes a julio del 36.

Su segundo libro, The Attachè in Madrid or Sketches of the Court of Isabella II, se publicó en Nueva York en 1856, anónimamente, y con la indicación en cubierta de “translated from de german”. A sus anotaciones, escritas casi día a día y a manera de diario (así lo considera su autora: “me despido por tres meses de Madrid y de mi diario”, termina el libro), se les ha dado, para cubrir las apariencias, una leve armazón novelesca: el autor sería un joven diplomático alemán. Como muchos de los asuntos de los habla, no interesaban entonces a un hombre —la minuciosa descripción de la vestimenta de las damas, por ejemplo, o el funcionamiento de la Inclusa— se supone que las describe para complacer la curiosidad de los familiares femeninos que ha dejado en Alemania. La propia Frances y su marido aparecen entre los personajes.

En España se leyó poco ese libro, si es que se leyó. No es probable que lo conociera Galdós cuando escribió La revolución de julio y sin duda le habría sido muy útil. El mismo año en que apareció ese episodio nacional, 1904, se publicó una traducción anotada de la obra de Frances Erskine Inglis firmada por un “Don Ramiro” que resultó ser el escritor cubano, Cristóbal Reyna y Massa, quien había encontrado el volumen, del que nadie había hecho caso, en un mercadillo de La Habana, según nos cuenta en el prólogo.

Esa traducción de un libro excepcional y prácticamente inexistente durante décadas es la que ahora se reedita de la manera más desafortunada posible, con el título de Madrid hace cincuenta años a los ojos de un diplomático extranjero, la mención en la portada de la autora y los autores del prólogo, Raquel Sánchez y David San Narciso, pero sin mención ninguna del traductor. Ese título, a la vez circunstancial y erróneo, era el que le dio “don Ramiro”, quien efectivamente creía que era obra de “un diplomático extranjero”, según indicaba la cubierta, y no de la esposa de un diplomático español, y que estaba escrito originalmente en alemán. Por eso cambia el simple título de “Prefacio”, que figura en la edición original, por el de “Prólogo de la traducción americana”, que se mantiene incomprensiblemente en esta reedición. No se reproducen, sin embargo, las notas del traductor, a las que alude en su prólogo, y que tan útiles habría sido para aclarar algunos nombres que calló la discreción de la autora. En el final del capítulo XI alude, por ejemplo, a que el secretario de la legación norteamericana, Mr. Perry, está casado con “la Coronata”, una muy encantadora poetisa. No sobraría la indicación de que se trata de Carolina Coronado.

 Unas triviales palabras pronunciadas en una fiesta llevaron a un duelo entre el duque de Alba y el hijo del embajador de Estados Unidos, en un momento de tensión entre ambos países por causa de Cuba, duelo que fue seguido por otro entre ese embajador y el de Francia. Son anécdotas que influyen en la historia, pero que no suelen pasar a la historia. Este libro está lleno de ellas. Y también encontramos discusiones religiosas ausentes en cualquier obra española de la época. “La confesión solo, aunque no tuviera yo otras razones, me impediría siempre hacerme católica”, dice una dama. Y añade: “Nada podría inducirme a consentir a mis hijos el confesarse. Me han dicho que las preguntas que les hacen bastan para enseñarles lo que no deben saber”.

Un libro excepcional de una mujer excepcional que parece condenado a ser invisible. En 2018 fue editado por una institución pública —ya sabemos lo que eso supone— con el título, más ajustado, de Un diplomático en Madrid. Impresiones sobre la corte de Isabel II y la revolución de 1854 y ahora vuelve a las librerías —donde apenas estuvo, donde apenas estará— de la más desidiosa manera.

viernes, 17 de junio de 2022

La verdad y otras dudas

 

 Verbigracia
Enrique García-Máiquez
La Veleta. Granada, 2022.

Reúne el poeta Enrique García-Máiquez en Verbigracia los seis libros que lleva publicados, desde Haz de luz (1997) hasta el reciente apareció este mismo año, Inclinación de mi estrella. En el prólogo, afirma que le ha sorprendido la coherencia del conjunto y que, en realidad, forman un único libro. Y tiene razón: puede ir ganando en virtuosismo técnico y en sentido del humor, pero ya todo él estaba en sus primeros poemas.

            García-Máiquez es un poeta sin adjetivos, uno de los grandes poetas de las últimas generaciones, y es también un poeta confesional. Escribe para todos y escribe a veces solo para los feligreses. Varios de sus poemas disuenan en el conjunto, aunque a él le parezcan tan naturales —tan poco sectarios— como los otros. Voy a limitarme a comentar uno de ellos, “Manual de uso para la Resurrección”. Comienza en ese tono conversacional, tan típicamente suyo: “Un segundo después de que estires la pata / darás un salto. / ¡Lo sabías: / la vida eterna / entera / y sin estrenar!”. Y continúa: “Pero cuidado antes de volverte a los vivos / para sacar la lengua a los ateos / porque era verdad aquello que avisaste / y que no te escuchaban”. No hace falta que el poeta se pida a sí mismo que no se burle de los vivos no creyentes en el momento de resucitar. Nadie se burla ni deja de burlarse después de muerto, por mucho que —según García-Máiquez insiste— la resurrección sea inmediata. Estas incoherencias catequísticas harán para algunos lectores desmerecer el volumen. También alguna nadería —“Orstodoxia”— que podría haber quedado fuera. O cuando se enreda con la argumentación, como en el confuso “Don Juan” o en los sofísticos “A un irritado”, “Sex”.

            Pero cuánta maestría en este libro y cuantos verdaderos poemas, de esos que son de todos y de nadie, y que son para siempre. Enrique García-Máiquez hace lo que quiere con el verso, la métrica clásica no tiene secretos para él y juega a enredarla con humor, a quitarle apolillado empaque. Es un maestro del soneto. Entre varias piezas maestras —“Ética a Nico”,  “Empujones”, la traducción del soneto 29 de Shakespeare—, nos ofrece su versión del más famosos de los “sonetos sonetiles”, el que escribió Lope de Vega. El último terceto explicita que un poema es otra cosa que un hábil ejercicio: “Porque un poema es pálpito en el pecho. / Ni guiño a la afición ni flor formal. / Cuento —sí, son catorce— y no está hecho”.

            Pero el poema podrá ser “pálpito en el pecho”, autobiografismo, confesionalismo —y eso son muchos de los poemas de García-Máiquez—, pero sin el artificio retórico que los sostiene no serían nada, o no tendrían más que un interés personal.

            García-Máiquez es un poeta ingenioso que gusta de sorprender a los lectores con un guiño y a los estudiosos con continuas referencias a la tradición literaria. En “Poema de otro día” recrea el “Poema de un día”, de Antonio Machado: “Heme aquí al fin, profesor / de Orientación, / y es extraño / que haya pasado en un año / de perdido a orientador”. Se lo dedica a uno de sus más cercanos maestros, Miguel d’Ors. Tiene otros, a los que agradecido homenajea en sucesivos textos, como Wislawa Szymborska, Mario Quintana —a quien ha ejemplarmente traducido— o Eloy Sánchez Rosillo.

            Pocos poetas han escrito tantos autorretratos, han jugado a mostrarse de todas las maneras, casi siempre con un tono de autoironía. Es consciente —lo afirma en un poema— de que su riesgo puede estar en un exceso “de transparencia y autobiografismo”. Pero sabe también que “No hay cuidado” (así se titula el poema): “Mi secreto / al contarlo / da paso a otro secreto / y a otro secreto cada vez mas hondo. / Siempre queda algo —no sé qué— que no se alcanza. / Es eso lo que soy”.

            Alterna García-Máiquez los haikus, tan de moda, con las seguidillas y las soleares, sin incurrir en vacuos exotismos ni en folklorismos. Un ejemplo de los primeros: “Un petirrojo. / Un fuego pequeñito / para el invierno”. Otro ejemplo, “Albada”, de las seguidillas: “Nos vemos mucho más / desde que has muerto: / te veo cada noche / cruzar mis sueños. / La madrugada / —que es de cristal y alondra— / nos desampara”.

            Se define García-Máiquez como un poeta “con más certezas que cervezas” y no duda en homenajear a Aquilino Duque, “hereje democrático”, “para, muy chulo y facha, epatar a los progres, / pasar de la censura y posar de maldito”. Pero por detrás, o al margen, de sus certezas dogmáticas, de sus deseos de epatar, hay en él un poeta que sabe expresar como pocos el misterio y el asombro de vivir.

jueves, 9 de junio de 2022

Retórica y verdad

 

Un único corazón
Alejandro Duque Amusco
Pre-Textos. Valencia, 2022.

El marqués de Santillana definía a la poesía como “fermosa cobertura”. Pocos poetas contemporáneos estarían de acuerdo con esa definición. Alejandro Duque Amusco parece ser uno de ellos. Sus maestros más cercanos —Aleixandre, Cernuda, Brines—, a los que ha dedicado constante atención crítica, resultan fáciles de reconocer. Y en la nota preliminar subraya la importancia de la tradición: “Todos escribimos sobre la misma tablilla en la que otros escribieron antes; lo único distinto es la calidad del punzón que se utiliza, de modo que en unos el trazo es indeleble o difícil de borrar, y en otros se lo lleva el viento al primer soplo sin dejar ni rastro”. Una idea semejante ha expresado más de una vez Andrés Trapiello, otro poeta alérgico a experimentalismos.

            Comienza Un único corazón con una colección de idílicas estampas. “Sur”, que dan el tono del libro, escrito por lo general en melodiosos versículos que entremezclan heptasílabos, endecasílabos y alejandrinos: “Has vuelto a este jardín con su silencio oscuro, únicamente roto por un fondo de mirlos que vuelan en los pinos. / Como un fanal de luz, bulle la tarde en oros apagados”.

Pocos poetas hoy en día se atreverían a hablar de “lo bello”, así en abstracto. “Lo bello hiere con su herida hermosa”, escribe Duque Amusco en “A una buganvilla en flor” (donde también se alude a “las manos enjoyadas del verano”); “Lo bello es la medida de lo eterno”, comienza el último poema. Pero de vez en cuando este mundo idílico se rompe es el caso de “Retrato de 1956”, con su anticlimático final y el libro adquiere otro carácter menos decorativo.

            Los poemas de “Servidumbre de amor” —la segunda sección del volumen— remiten a la tradición clásica y reescriben o glosan poemas de Propercio, Ovidio, Catulo. Algo tienen de aplicado, y a menudo brillante, ejercicio retórico. “A propósito de unos versos de John Donne” desarrolla unos versos a los que ya aludió Gil de Biedma en el más famoso de sus poemas de amor, “Pandémica y celeste”: “Para saber de amor, para aprenderle, / haber estado solo es necesario. / Y es necesario en cuatrocientas noches / —con cuatrocientos cuerpos diferentes— / haber hecho el amor. Que sus misterios, / como dijo el poeta, son del alma, / pero un cuerpo es el libro en que se leen”. Duque Amusco interpreta los versos de Donne de otra manera y habla de “una fría lectura de las almas” y termina con una contradictoria apelación: “dame tu cuerpo”, “deja los libros”, olvidando que en Donne, y así lo cita al comienzo de su poema, “los libros son los cuerpos donde las almas leen”.

            Abundan los poemas de homenaje, en unos casos a figuras de la historia literaria, en otros de carácter autobiográfico. Muchos poemas se han dedicado a la muerte de Cesare Pavese (entre ellos, uno particularmente memorable de Juan Luis Panero, poeta también muy cercano al modo de hacer de Duque Amusco); “Hotel Roma: Turín”, tan lleno de detalles precisos, puede competir con los mejores. Hay emoción, belleza y verdad en el poema dedicado a “A Jania”, una alumna prematuramente desaparecida, y asoma un atisbo de reproche —pero Duque Amusco no es un poeta que guste de la sátira— en el dedicado a Vicente Aleixandre, casi un ajuste de cuentas, no con el admirado maestro, sino con sus herederos: “El ‘miserable puño’ que profetizaste (de un codicioso y una avariciosa) cae sobre ti, como un escarnio, hacia tu obra pura que desprecian con el rencor de quienes no la entienden”.

            Es difícil resistirse al encanto algo vintage de la poesía de Duque Amusco, manifiesto en espléndidos poemas como “Postrimerías”, que podía haberse convertido en una tenebrista postal (habla de las Catacumbas de los Capuchinos en Palermo) o en esa velada crítica a los excesos nacionalistas —el poeta, andaluz trasplantado a Barcelona, respira por la herida— que es “Olivença”. El poema titulado “Este cuarto” insiste en la misma idea: “Otros recurrirán al ditirambo para hablar de su patria. / A mí me basta con hablar en voz baja con los libros que fueron míos mientras los leía”.

            Como “fermosa cobertura” de lo leído, lo vivido, lo soñado o fantaseado puede considerarse la poesía de Duque Amusco, pero a veces las palabras, el bello y retórico decir, se hacen carne de la carne del poema, dejan de ser un vistoso traje más o menos a medida. No siempre ocurre así, y la nota que cierra el libro comentando uno de los poemas nos permite ejemplificarlo. “Balada para dormir al soldado Rudi Sureck” está inspirada en una de las tumbas del Cementerio Alemán de Yuste, donde se han reunido los restos de soldados muertos en las dos guerras mundiales cuyos cuerpos se encontraron en España. Hay más emoción y más verdad en la escueta nota informativa (solo sobra el párrafo final) sobre el cementerio y el soldado, del que apenas sabemos nada, que en el enfático poema, en el que “al muchacho vigoroso y joven / que no llegó a cumplir los veinte años” (¿habrá muchachos viejos?) se le califica, lorquianamente, de “fuego dormido”, “arroyo quieto”, “topacio frío”, “roble abatido”. Pura retórica que vale menos que la escueta enunciación de lo poco que se sabe de ese soldado, uno entre tantos.   

           

jueves, 2 de junio de 2022

El príncipe agricultor

  

Armonía. Una nueva forma de ver el mundo
El Príncipe de Gales, Tony Juniper e Ian Skelly
Diente de León. Valldemossa, 2022.
 

Sorprende que una obra escrita por el heredero de una de las monarquías más antiguas comience con la frase: “Este libro es un llamamiento a la revolución”. Pero el príncipe de Gales, desde hace casi setenta años, heredero al trono británico, personaje habitual de la prensa rosa y amarilla, nunca ha estado a gusto con el papel tradicional que las leyes escritas y no escritas de su país le reservaban. Si cuando sea rey, no podrá tener opinión propia, deberá mantener una imparcialidad absoluta, como heredero carece de esa limitación y ha aprovechado al máximo su libertad.

            En Armonía. Una nueva forma de ver el mundo encontramos un vibrante manifiesto y un resumen de la labor llevada a cabo durante las últimas décadas. El príncipe Carlos fue ecologista cuando no estaba de moda serlo, defensor de la agricultura tradicional, de las ciudades hechas a la medida del hombre. Asombra la cantidad de proyectos en los que ha estado involucrado, tanto en su país como en el resto del mundo.

            Aunque escrito en primera persona (“Quiero comenzar en Cambridge, donde fui estudiante hace más de cuarenta años”, empieza uno de los capítulos), el libro ha sido escrito en colaboración con Tony Juniper e Ian Skelly, que sin duda han contribuido a la precisión de muchos de los datos aportados. La primera edición apareció en 2010. Esta traducción española cuenta con un prólogo escrito expresamente. Si la amenaza del cambio climático ha crecido desde entonces, también ha aumentado la sensibilidad ante el problema. Muchas de las propuestas del príncipe Carlos que en su momento se tuvieron por ocurrencias de un aristócrata caprichoso hoy nos parecen de sentido común. Él se implicó personalmente en todas las que le fue posible y convirtió sus extensas propiedades en laboratorio experimental para la mejora de la ganadería y la agricultura. Pero este personaje admirable en su voluntarismo y en su pragmatismo, este jardinero y este agricultor apasionado, es también un detractor del mundo moderno (lo que él llama “modernismo”), de una cultura que ha abandonado el pensamiento tradicional para echarse en manos de un cientifismo mal entendido, de lo que él llama “mecanicismo”.

            El capítulo tercero de su libro, “El hilo dorado”, disuena del resto. En él encontramos al ideólogo sin demasiado rigor conceptual, al creyente en una mística armonía. El mundo, a su entender, comenzó a descarrilar en el siglo XVI y descarriló por completo en el XVII y XVIII. Descartes y Galileo se encontrarían entre los principales culpables de ese abandono del buen camino, que en algunos casos comenzó mucho antes, nada menos que en el siglo XIII. Fue en ese momento cuando se inició el deterioro de la educación. Hasta Santo Tomás de Aquino el enfoque de la enseñanza universitaria tenía como objetivo “alcanzar un conocimiento absoluto de la realidad en su conjunto, que era evidente en el mundo exterior, pero que hundía sus raíces en el interior”. Pero luego “cada disciplina comenzó a tomar su propio camino separándose del resto, y así la integración de los saberes dejó de ser el objetivo central de la educación”. Y ello sería debido a que ”por una variedad de complicados motivos políticos y teológicos, empezaron a surgir diferentes definiciones de Dios”.

¿En el siglo XIII?, nos preguntamos. ¿Antes todas las religiones definían a Dios de la misma manera? Continuemos con el peculiar razonamiento de este agricultor metido a teólogo y a filósofo de la historia: “Lenta, pero firmemente, Dios comenzó a ser descrito como algo que estaba al margen de la creación, separado de la naturaleza y, conforme esta idea iba asentándose, empezó a verse a la naturaleza como una fuerza impredecible, como algo difícilmente ingobernable, algo sin orden interno, capaz de seguir su propio y a veces oscuro camino, capaz de hacer esto sin necesidad de la denominada ‘voluntad divina’, porque esta voluntad de Dios se había vuelto externa al mundo creado”. Si entendemos bien, la humanidad comenzó a ir por un camino equivocado cuando abandonó el panteísmo, cuando dejó de identificar a Dios con la naturaleza.

            Pero es difícil entender bien el galimatías conceptual en que se enreda el autor de Armonía cuando abandona los proyectos concretos para mejorar la vida de la gente. Leemos las páginas que dedica a la “sabiduría antigua”, a la “geometría sagrada”, a la magia de la secuencia de Fibonacci o de la estrella de cinco puntas y nos parece estar escuchando a Giorgio Tsoukalos, el teórico de los antiguos astronautas.

            Admirable resulta en cambio cuando se olvida de la música de las esferas y desciende a contarnos experiencia más a ras de tierra como su transformación de una de las granjas del ducado de Cornualles, en la que “se habían arrancado los setos y eliminado los muros de piedra, se habían arado antiguos pastos y se había aumentado el rendimiento de las tierras con fertilizantes y pesticidas artificiales que se aplicaban en cantidades industriales con el objetivo de conseguir alimentos baratos”. Él, pese a la oposición de muchos, logró convertirla en “un sistema de producción alimentaria más sostenible y local”. Y en este libro —muy precisa y bellamente ilustrado— nos explica cómo lo hizo, al igual que nos explica otras muchas de sus intervenciones en favor de la naturaleza. Armonía, además de un manifiesto revolucionariamente conservacionista, es un autorretrato de un personaje excepcional que ha sabido hacer el mejor uso posible de los privilegios que le concedió su nacimiento.