sábado, 29 de agosto de 2015

La modernidad nubla la vista


La imaginación en la jaula
Javier Aparicio Maydeu
Cátedra. Madrid, 2015.

La modernidad nubla la vista a ciertos eruditos que parecen haberlo leído, o consultado, todo y no haberse enterado de nada. El caso más reciente es el de Javier Aparicio Maydeu, profesor titular, “con acreditación de catedrático”, en la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona, asesor de la agencia literaria Carmen Balcells durante quince años y desde hace otros tantos crítico literario del suplemento cultural de El País. Pocos estudiosos podían parecer a priori más preparados para ofrecernos un análisis de la creación contemporánea en estos tiempos de globalización e Internet.
            La imaginación en la jaula, Razones y estrategias de la creación coartada  pretende ser, según se nos dice en el prólogo, dos libros. El primero, “un estudio de los fenómenos sociales y tecnológicos que están alterando la visión tradicional del proceso creativo sustentado en conceptos como el de imaginación”; el segundo, “una reflexión en torno a cómo debemos considerar a partir de ahora esa misma imaginación, que seguramente será menos el resultado de una fantasía individual y más un complejo sistema de asociaciones de ideas, propias y ajenas, que den como resultado una respuesta del consumidor (puesto ante la encrucijada de tener que decidir entre asumir el riesgo de aprobar y sufragar una innovación volátil y asegurarse el rédito de una creación consolidada por la tradición)”. Esta última frase –que ejemplifica el peculiar estilo del autor– viene complementada por una extensa nota a pie de página, en la que se cita largamente a Zymunt Bauman y a Steven Johnson. Las notas y las citas ocupan más de la mitad del volumen. Hay páginas, como la 42 y la 43, con dos líneas de texto y el resto ocupado por las citas. Nos encontramos además con una apéndice final de notas complementarias. ¿Necesarias? Tan necesarias o innecesarias como el resto del libro, ya que no hay ninguna diferencia entre lo que el autor coloca en nota o lo que ocupa el cuerpo del libro. Una de las partes de la introducción lleva un título, “Comentarios (deslavazados y en el margen)”, que podría servir para el conjunto, todo él deslavazados apuntes en torno a unas innovaciones tecnológicas que no parecen haberse entendido, a pesar de la acumulación de información, o quizá por eso mismo..
            Abundan las generalizaciones: “La primera mitad del siglo XX se desangró en su denodado intento de conseguir a cualquier precio la originalidad a través de las vanguardias”. ¿Toda la primera mitad? ¿Y lo mismo en arte que en literatura? ¿El rechazo a la vanguardia ocurrió en la segunda mitad del siglo pasado o ya en los años veinte, con su regreso al orden, y en los treinta, con el arte comprometido?
            Hoy en día sería el mercado, y no la teoría literaria, “el que construye el laberíntico edificio de los géneros”. Los nuevos géneros los enumera Aparicio Maydeu con minuciosidad. Entre otros, se refiere a la fanfiction (“autores aficionados buscan expandir el mundo y situaciones mostradas en su material de base favorito, sea este una novela, anime, película, serie televisiva u otro”), que a su vez se subdivide en “angst”, “crossover”, “drabble”, “fluff”, etc. Copiamos textualmente la definición del subgénero “drabble”: “Un drabble es un relato que como tal no debe tener más de 100 palabras. Sin embargo, en esta definición se admiten ya escritos de entre 100 y 500/600 palabras. Aunque una viñeta es el término intermedio entre un drabble y un oneshot. Suelen ser de más de 500 palabras pero menos de 1000, dado que más de 1000 ya es considerado como el último mencionado”. ¿Queda claro? Lo que es un “oneshot” se explica unas líneas más abajo: “una historia única. Fanfics cortos, de más de 1000 palabras que duran un solo capítulo y no suelen tener continuación”.
            De semejantes nimiedades confusamente explicadas está lleno este libro. La posibilidad de la autoedición habría cambiado radicalmente la literatura, eliminando intermediarios. Ignora que la autoedición (las ediciones de autor) siempre ha sido posible y que los grandes grupos editoriales siguen tan presentes hoy como ayer, copando librerías, suplementos culturales, encabezando las listas de libros más vendidos. Arremete contra los manuales de autoayuda, que nos quieren hacer creer que todos somos creadores, incluso se entretiene en citar ampliamente a alguno y en burlarse de lo que dice, como si esas obras tuvieran alguna importancia a la hora de caracterizar al arte del siglo XXI frente al de otras épocas. Entremezcla vaguedades filosóficas (mucho Bauman y su “modernidad líquida”) con la crítica del “mercado actual”, caracterizado, entre otras cosas, por la globalización: “¿10.000 millas en avión para comprar los mismos libros? Los hombres que no amaban a las mujeres de Stieg Larsson en Berlín, Chicago, Shanghai y México. Menos deciden más para muchos más o de la disminución de la libertad creativa”. Un buen ejemplo esta última cita para comprender que, tras un asustante aparato bibliográfico y una ciclópea acumulación de citas, puede esconderse una cierta incapacidad para el razonamiento lógico. Algunas obras se traducen a las más diversas lenguas y tienen éxito en todos los países (a veces se trata de obras maestras y otras de perecederos best sellers), pero ¿se deduce de eso que haya que viajar diez mil millas en avión para comprar los mismos libros? Una cosa es que la novela de Larsson se puede comprar en distintos países y otra que un sueco viaje a Shangai, o un español a Chicago, para comprarla. Da un poco de reparo escribir estas obviedades, pero conviene decirlas para que el lector, o el profesor de teoría literaria, no se deje engañar por las apariencias.
            La imaginación en la jaula está abundantemente ilustrado, pero sus ilustraciones son tan prescindibles como todo lo demás: abundan las con frecuencia ilegibles “capturas de pantalla”  de páginas editoriales o de talleres literarios (bastaría indicar la dirección) y reproduce una “colección desordenada de manuscritos y pruebas de imprenta” (lo mismo podría tener diez páginas más que diez páginas menos) como un rastro nostálgico que contraponer a la época actual en que la tecnología permite al creador “no dejar ya huella alguna de sus tentativas fracasadas”. Ignora que los escritores de ahora, como los de antes, pueden tomar notas previas manuscritas, imprimir diversos borradores, corregir a mano las pruebas, poner indicaciones al margen. Como en tiempos de la máquina de escribir, o de la copia en limpio manuscrita para imprimir, el autor es libre de eliminar o conservar los borradores previos. No hay lugar para la nostalgia.
            La imaginación hoy no se encuentra más constreñida que en otras épocas ni la creación más coartada, que respire tranquilo Aparicio Maydeu. Los galeristas no condicionan más al pintor actual que los nobles que encargaban sus retratos al pintor renacentista.
            Mucho ruido y pocas nueces. Un ensordecedor barullo bibliográfico y pocas ideas aprovechables, por no decir ninguna.

sábado, 22 de agosto de 2015

Ética y moral y otras dicotomías

J

La lectura como plegaria
Joam-Carles Mèlich
Fragmenta Editorial. Barcelona, 2015.

En uno de los “fragmentos filosóficos” (así se denominan en el subtítulo) de La lectura como plegaria escribe Joan-Carles Mèlich: “Hay dos formas de estudiar filosofía: leyendo a Aristóteles y a Kant, o leyendo a Dostoievski y a Kafka. Con el paso de los años prefiero la segunda”.
            Y ciertamente la literatura también trata de explicar el mundo, como la filosofía, pero lo hace de otra manera; en ningún caso parece que Dostoievski pueda sustituir a Kant ni Aristóteles a Kafka, aunque sí complementarse.
            ¿Se complementan literatura y pensamiento en estas reflexiones de Joan-Carles Mèlich? Muy a menudo, no. El lector queda a menudo perplejo por la, al menos en apariencia, falta de rigor conceptual de quien profesionalmente se dedica a la filosofía.
            Falta de rigor conceptual y de precisión terminológica. Comencemos con algún ejemplo de lo segundo: “A diferencia de la metafísica, que tiene como objetivo responder a la pregunta por la esencia de la justicia, de la verdad, de la dignidad o del deber, la prosa se ocupa de la amistad, de la vulnerabilidad, de la intimidad o del humor”. ¿La metafísica se escribe acaso en verso? Por lo que leemos más adelante parece que cuando escribe “prosa” quiere decir “novela”, pero debería decir “literatura” (también Shakespeare tiene mucho que enseñar), se escriba en prosa o en verso.
            En otro pasaje distingue entre “cara” y “rostro”: “La moral solo ve caras. La cara no tiene nombre propio, es una categoría. Hombre, mujer, casado, soltero, divorciado, padre, madre, hijo, hija, hermano, profesor, alumno, homosexual, heterosexual, etc. Habitar moralmente el mundo es aprender a tratar con las caras de los otros”.
            ¿Tienen los casados una cara distinta de los divorciados? Es fácil caricaturizar a Mèlich. “La cara no es el rostro”, añade él. Y aclara: “El rostro no se ve, es una voz”. Pues debería empezar por definir “cara” y “rostro” y convencernos de la utilidad de darles a esos términos un sentido distinto al que tienen en español.
            El pensamiento de Mèlich parece, a juzgar por estos “fragmentos filosóficos”, caprichosamente maniqueo: la moral es negativa, la ética positiva (lo mismo que es negativa la “metafísica” y positiva la “prosa”). De ahí que considere al libertino de las novelas de Sade “radicalmente moral”, ya que es fiel a un imperativo categórico: “¡Goza!”. Y añade: “El libertino obedece la ley”. ¿Pero en qué código –nos preguntamos los lectores– la búsqueda del goce a cualquier precio es una ley? ¿En el de la pasoliniana república de Saló?
            “La ética y la moral no son lo mismo” nos explica al comienzo de uno de los fragmentos. La moral sería “el conjunto de valores, de normas, de hábitos, de actitudes que comparten los miembros de una cultura en un momento determinado de su historia”. La moral, de acuerdo con su etimología, tendría que ver con las “costumbres” aceptadas socialmente. La ética, por el contrario, “es la respuesta a la demanda del rostro del otro en una situación de radical imprevisibilidad”. Entendemos lo primero, entendemos menos lo segundo. Mèlich utiliza un concepto restrictivo y anticuado de moral, que incluso llega a confundir con las viejas normas de la buena educación (la moral nos diría “cómo tenemos que vestirnos, saludar, comer o hablar”), mientras que idealiza y fantasea sobre la ética: “La ética muestra que la vida es un conjunto de sendas en un bosque que nadie ha recorrido nunca”.
            La moral da normas abstractas; la ética se ocupa de casos concretos. Eso es lo que parece deducirse de las idas y venidas, de las imprecisiones verbales y conceptuales de Mèlich. Por ello, “tiene razón Wittgenstein”, como afirma en el fragmento 63, y “no hay teorías éticas. Solo narraciones”.
            Con un “no tener miedo de las paradojas” comienzan estos fragmentos, que en unos pocos casos son sugerentes aforismos (“La justicia es un deseo; la injusticia, una experiencia”), en otros algo inanes referencias autobiográficas (“Sin escribir no podría vivir. Pero necesito cuadernos, una pluma y tinca de color violeta. No puedo utilizar el ordenador porque tengo que sentir el cuerpo de la escritura, el olor de la tinta y la textura del papel”) y en la mayoría da la impresión de resumir lo que más ampliamente ha expuesto en otros libros (Filosofía de la finitud, Ética de la compasión, Lógica de la crueldad) y que quizá en ellos tenga un rigor conceptual y terminológico que estos apuntes se encuentra a menudo ausente. No hay que confundir una paradoja con el jugueteo con las palabras que nos lleva a distinguir entre conceptos presuntamente negativos, como “cara” y “crítica” (abundante en la sociedad actual) frente a otros como  “rostro” y “transgresión” (escasa hoy en día), para Mèlich positivos.
            Un libro con sugerentes apuntes sobre temas muy actuales, como el perdón y las víctimas, o siempre actuales, como la educación y la religión, que conviene leer con ciertas precauciones, ya que a menudo la caprichosa ocurrencia tiende a ocupar el sitio del exigente pensamiento.

sábado, 15 de agosto de 2015

Antonia Pozzi, poesía y verdad


El alma desnuda
Antonia Pozzi
Edición de Herme G. Donis
Impronta. Gijón, 2015.

Ninguna afirmación más discutible, o más necesitada de precisiones, que aquella con que Octavio Paz inicia su estudio sobre Fernando Pessoa: “Los poetas no tienen biografía”. La tienen, y a menudo se interpone entre su obra y los lectores, hasta el punto de oscurecerla o de contribuir a malinterpretarla.
            Antonia Pozzi se suicidó a los veintiséis años, no había publicado nada, la primera edición de sus versos apareció en 1938, el mismo año de su muerte, y estuvo a cargo del padre, que expurgó todo aquello –como los versos que hablaban de la relación adolescente con uno de sus profesores– que le pareció poco decoroso en una joven burguesa de la época dorada –hacía poco que Mussolini había proclamado al rey emperador de Abisinia– del fascismo italiano.
            Muchos lectores pudieron pensar que Parole. Diario di poesia 1930-1938 era solo un filial homenaje, que la poesía y la prosa diarística de Antonia Pozzi constituían únicamente el desahogo de un corazón sensible, que tenían más valor como documento confidencial que como estricta obra literaria.
            Fue Eugenio Montale quien, en un esclarecedor artículo de 1946 que luego se utilizaría como prólogo a las sucesivas ediciones del libro de Pozzi, señaló que la lectura biográfica distaba mucho de ser la única posible, que los versos de Parole debían ser considerados, antes que nada, como literatura, espléndida literatura.
            Antonia Pozzi –como pone muy bien de relieve Herme G. Donis en su preciso prólogo– era algo más que una joven sensible. Universitaria, viajera, buena conocedora de la literatura en varias lenguas, amante del montañismo, representaba a una nueva generación de mujeres que no se conformaba con el papel tradicional que hasta entonces se les había asignado y que el paternalismo fascista se empeñaba en seguirles asignando.
            Insiste Herme G. Donis en que nada tienen que ver los versos, aparentemente directos, de Antonia Pozzi con el hermetismo que caracterizó a la poesía italiana de aquella época. Pero el término “hermético”, aplicado a la poesía de Ungaretti o Saba, resulta engañoso. Está más relacionado con su rechazo de los excesos retóricos y el desbordamiento sentimental de cierta poesía anterior (la de D’Annunzio, por ejemplo) que con deliberadas oscuridades. Antonia Pozzi, como el mejor Ungaretti, como Saba, como Penna, busca una poesía esencial, sin una palabra de más. Podemos ejemplificarlo con el poema “La vita”: “Alle soglie d’autunno / in un tramonto / muto // scopri l’onda del tempo / e la tua resa / segreta // como di ramo in ramo / leggero / un cadere d’uccelli / cui le ali nos reggono più” (“En el umbral del otoño / en un ocaso / mudo / descubres la onda del tiempo / y tu rendición / secreta / como de rama en rama / ligero / un caer de pájaros / cuyas alas no les sostienen más”).
            He traducido literalmente, una opción distinta a la escogida por Herme G. Donis. Ella prefiere reordenar la sintaxis, más abrupta en Pozzi, alterar el ritmo juntando en uno varios versos breves, eliminar hipérbatos. Es una opción que nos permite dos lecturas del volumen. En una de ellas, leemos solo la versión española, desentendiéndonos del original. Nos parece escuchar las confidencias de un corazón al desnudo; el drama humano lo que más nos conmueve.
            La otra lectura es la del texto original, fácilmente inteligible una vez que la versión de Herme G. Donis nos aclara las dificultades léxicas. Lo que hay de artificio, de falsa espontaneidad, en esta poesía queda así más patente. Comprendemos entonces la admiración de Montale, y de tantos después, ante la habilidad técnica de Pozzi para, sin una palabra de más, en voz baja, sin alarde ninguno, con maestría invisible, convertir la queja por una vida que era incapaz de vivir en una perdurable y trascendida obra de arte.
            “A notte / ombre di cancelli sulla neve / come ombre di grate / sopra un letto disfatto / di hospedale” dice el poema “Deserto” (en español: “De noche / sombras de verjas en la nieve / como sombras de barrotes / sobre un lecho deshecho / de hospital”).
            Aunque Mariano Roldán la tradujo ya en 1973, la poesía de Antonia Pozzi –que ahora nos llega de las manos diligentes de otra poeta, Herme G. Donis, que reniega de hermetismos y gusta de ofrecernos “el alma desnuda” en sus versos– supondrá un memorable descubrimiento para la mayoría de los lectores españoles.  

sábado, 8 de agosto de 2015

España levanta el puño


España levanta el puño
Pablo Suero
Edición de Alfonso López Alfonso
Espuela de Plata. Sevilla, 2015.

De Pablo Suero, autor de un libro mítico, España levanta el puño, se sabían muy pocas cosas. Que fue un periodista argentino amigo de García Lorca, que visitó España en vísperas de la guerra civil, y poco más. Ahora Alfonso López Alfonso, en un ejemplar trabajo de investigación (para el que ha contado con la ayuda de Mirtha Mansilla, albacea de Suero), lo rescata de las sombras. Nació en Gijón, en 1898, emigró de niño a Buenos Aires, muy joven se inició en el periodismo, publicó una novela y dos libros de poemas, cultivó con éxito el teatro comercial (Eva Perón fue actriz en una de sus compañías), entrevistó a las grandes figuras de su tiempo, murió en accidente de automóvil una madrugada alcohólica de 1943.
            España levanta el puño se publicó por primera vez en Buenos Aires el año 1937, con prólogo de Enrique González Tuñón, y llamativa cubierta de Julio Vanzo. Esa primera edición, muy saqueada por ciertos estudiosos (Ian Gibson la tomó como hilo conductor de su libro Cuatro poetas en guerra), era inaccesible para el lector común. La reedición del 2009 no aportaba ningún dato sobre su autor. Esta nueva edición añade además dos interesantes apéndices y un álbum de fotografías en su mayoría inéditas.
            En diciembre de 1935, Pablo Suero llega a España; en febrero del 36, tras las elecciones que dieron el triunfo al Frente Popular, regresa a Buenos Aires. Las crónicas que fue enviando a Noticias gráficas y a Caras y caretas las reúne en volumen, con algunos retoques, tras el estallido de la guerra civil, que les había dado nueva actualidad.
            No han perdido nada de su interés. Su nerviosa escritura, su desdén por la retórica, características del mejor periodismo, las ha impedido envejecer. Comienza el volumen con una serie de breves anotaciones tituladas “Estampas de España”. Pablo Suero, aunque nacido en Asturias, nos mira con ojos de extranjero, sin aludir para nada a su origen. Por las calles de Barcelona, suspendido el estatuto de autonomía, patrullan los guardias de asalto y los guardias civiles, pero a pesar de eso le parece la ciudad de más intensa vida nocturna; ni París, ni mucho menos Madrid, pueden comparársele.
            En la capital le sorprenden las muchachas que estudian: “Prestan un encanto singular a Madrid, con sus boinas inclinadas, sus impermeables azules, blancos, rojos, violetas y sus brillantes botas de amazona”. Al verlas del brazo de sus amigos estudiantes, con libros en la mano, gorjeando alegremente por las calles, le parece que la igualdad de la mujer está a punto de conseguirse.
            A los cafés, como no podía ser de otra manera, dedica muchas páginas. Los hay “miliunanochescos” con “enormes columnas transparentes llenas de pájaros, inmensas peceras, por donde van y vienen peces vestidos de escamadas soirées, enloquecedoras combinaciones de espejos y de luces difusas de todos los tonos, planos superpuestos que marean, porque por instantes nos parecen sentir encima toda la multitud que llena el café. Sí, multitud, porque en estos cafés caben y están continuamente cerca de mil personas”.
            En la España que vio Suero a comienzos de 1936 no era inevitable la guerra civil. La crónica de la jornada electoral, que dio el triunfo a las izquierdas, termina con las siguientes palabras: “Quien, como yo, ha visto a este pueblo en esta hora, tan enérgico y digno, resolver su destino futuro con calma ejemplar, tiene que tener confianza en el mañana de España”.
            No, el futuro no estaba escrito ni antes ni después de las elecciones. Gil Robles se veía como ganador: “Me afirma el triunfo rotundo de las derechas unidas. Se solaza después describiendo la organización electoral poderosísima de Acción Popular, que ha lanzado al país cuarenta millones de pasquines, y organiza actos como el que esa noche tendrá lugar, en que su discuroso será transmitido a doscientos teatros de España, fusionando para tal efecto todas las líneas telefónicas del país. Me dice que solamente Hitler ha podido movilizar un tren de propaganda de esta magnitud”. Duda Suero del republicanismo de Gil Robles, considera que tras su partido “el belfo del Borbón expulsado acecha ansioso”. Pero lo más probable es que, de haber triunfado, hubiéramos tenido en España un régimen como el de Salazar.
            No menor interés que las entrevistas con los políticos –que nos hablan de las muchas Españas posibles en aquel momento, cuando todos los caminos parecían abiertos– presentan las dedicadas a escritores, llenas de novelería y de pequeños detalles exactos. Suero concede un gran protagonismo a la nueva generación, que es también la suya, capitaneada por su admirado García Lorca, sin olvidar a Alejandro Casona “flamante esperanza de la escena hispana”.
            España levanta el puño es un libro esperanzado e ilusionado. Todo era posible todavía en febrero de 1936, aunque ahora nosotros no veamos en los acontecimientos de entonces más que presagios de lo que habría de venir.
            Una obra maestra del periodismo que nos habla de la España que fue y de la que pudo haber sido.

domingo, 2 de agosto de 2015

Roberto Casati y el papel del papel


Elogio del papel. Contra el colonialismo digital
Roberto Casati
Ariel. Barcelona, 2015.

Lo mejor es enemigo de lo bueno. ¿Por qué el teléfono móvil ha sustituido al fijo? Porque hace lo mismo, y lo hace mejor, además de otras muchas más cosas. ¿Por qué el fax es un objeto de museo? Porque el escáner y el correo electrónico le han vuelto innecesario. ¿Por qué los libros electrónicos no han sustituido a los libros de papel y parece que van a convivir con ellos durante bastante tiempo? Por múltiples razones, pero casi ninguna de ellas coincidente con las que Roberto Casati expone en su Elogio del papel, un libro “contra la colonización digital” que demuestra que se puede ser filósofo y pensador, dirigir “un centro líder en investigación europea”, según se indica en la solapa del volumen, y sin embargo carecer del más mínimo rigor argumentativo.
            Buena parte de su libro es una crítica al iPad, ejemplo para él de todo lo negativo que trae consigo la digitalización. ¿Y por qué? Pues porque antes de él los ordenadores eran principalmente, “por no decir exclusivamente, herramientas de producción intelectual”; con el iPad por primera vez nos encontraríamos con “un ordenador que es básicamente una herramienta de consumo intelectual”. O sea que los ordenadores personales no se utilizan para chatear, jugar, ver películas, escuchar música, eso queda para el iPad; los ordenadores son para escribir profundos ensayos, realizar análisis clínicos, demostraciones matemáticas, cosas así. No merece la pena rebatir ese disparate porque Casati lo ejemplifica con otro mayor: el teclado virtual del iPad, al ocupar gran parte de la pantalla, “deja poco espacio para verificar lo que se ha escrito”, lo que no supondría ningún problema cuando se trata de un breve correo electrónico o de un tuit, pero sí “para las producciones intelectuales más ambiciosas”. Ni siquiera hace falta seguir leyendo las razones que da a continuación. Si el editor cumpliera su función, nada más leer este pasaje del original, llamaría al autor y le acompañaría a la tienda Apel más cercana a comprar un teclado externo.
            ¿Cómo fiarnos de quien convierte en ontológicas carencias del mundo digital lo que es solo elemental ignorancia propia? Uno de los capitulillos de su libro comienza con esta obviedad: “La calidad debería ser la preocupación central de todo el mundo, y, en primer lugar, de los docentes”.  En su opinión, el mundo digital es incompatible con la calidad. Lo ejemplifica con un caso personal que desarrolla a lo largo de cuatro páginas. Interesado por un libro de Lafcadio Hearn, lo solicitó “por unos cuantos dólares a una de las páginas web habituales”. Lo recibe, comienza a leerlo y ha de detenerse de inmediato: “Era evidente que no se trataba de un ejemplar antiguo ni de una reimpresión en facsímil. De hecho se trataba de una impresión bajo demanda con ayuda de un escáner de reconocimiento óptico de caracteres”. Al parecer ese procedimiento es “fiable en un 99 %”, lo que supondría nada menos que 35 erratas por páginas. Nos explica luego minuciosamente que su primer libro fue impreso en linotipia y las excelencias de los antiguos correctores. Pero lo que ocurrió, simplemente, fue que compró la edición más barata y por eso no la de mejor calidad. Basta teclear autor y obra para ver que podemos encontrarnos con ediciones digitales de Shadowings gratuitas, con ediciones bajo demanda (al precio de 7,66 euros) y con ediciones tradicionales, algo más caras (14,24). Antes de escribir una obra en contra de la “colonización digital” quizá Roberto Casati debería antes aprender a comprar libros –libros en papel y en las mejores ediciones– por Internet. Y también que la utilización de un “escáner de reconocimiento óptico por caracteres” no impide que el texto, antes de ser editado, no pueda ser minuciosamente corregido. En su caso, los editores, por ahorrar, decidieron prescindir del corrector. Eso es todo.
            Claro que también hay pasajes sensatos en la obra de este “filósofo y pensador italiano”, como su defensa de la Wikipedia o su análisis del engañoso concepto de “nativos digitales”, pero son más los disparates. ¿Qué se le ocurre para fomentar la lectura, lo que él considera la verdadera lectura, en la escuela? Pues nada menos que proponer un “mes de lectura”, esto es, “robarle un mes al programa escolar, un mes durante el cual los estudiantes no harían otra cosa que leer, de la mañana a la noche, con el único objetivo de leer un libro al día, y de realizar, al final de la jornada, una breve presentación, escrita u oral, un pequeño vídeo, o lo que sea, que les permita demostrar que han hecho un seguimiento de la lectura”. ¿Habría, no ya algún alumno, algún profesor, aunque sea de literatura, capaz de resistir ese maratoniano mes? Si lo hubiera, lo más probable es que tras semejante experimento, que Casati quiere llevar a las escuelas, no volviera a leer un libro en su vida.
            Disparate tras disparate. El voto por Internet sería lo más contrario a la democracia. ¿Y por qué? Pues porque, en el voto manual, el votante controla que su papeleta queda mezclada con las demás y que su voto resulta anónimo; en cambio, en el voto electrónico “incluso los electores que conocen los detalles técnicos de los sistemas de criptografía deben, en un momento u otro, fiarse de una máquina bajo cuyo interfaz no pueden mirar”. Olvida Casati que, en la votación tradicional, el recuento de cada urna se hace manualmente, pero los datos se envían luego por Internet y es un ordenador quien facilita los resultados y los tantos por ciento de cada partido. En un caso como en otros los electores han de fiarse de la Junta Electoral Central y de los interventores que vigilan la votación. No hay razón para que las posibilidades de manipulación sean mayores con un sistema o con otro.
            Buenas intenciones, ocurrencias y bibliografía, más ingenuidad que rigor, eso es lo que encontramos en esta defensa del libro de papel, ese “invento perfecto” para el género del ensayo (que es del que se ocupa principalmente Casati) “porque ocupa celosamente nuestro tiempo y excluye las distracciones”. Si nos ponemos a leer, por ejemplo, la Crítica de la razón pura, de Kant, en un libro electrónico de inmediato nos sentimos tentados a jugar a los marcianitos o a mirar el correo, pero sí es un libro tradicional nada nos distraerá, no podremos cerrar el libro hasta que lo terminemos. No ha caído Casati en la cuenta de que es el interés que un texto despierta en el lector lo que impide que lo abandone, no que lo esté leyendo en un medio u otro (y el mejor para él será aquel en el que esté más acostumbrado).