martes, 25 de marzo de 2025

Los misterios de Venecia

 

Ignacio Jáuregui
Venecia. Un asedio en espiral
Athenaica Ediciones. Sevilla, 2025.

¿Un libro más sobre Venecia?, se preguntará el lector. Pocas ciudades cuentan con tantas minuciosas guías y con tanta buena y mala literatura. Y eso no es cosa de hoy: desde el siglo XVIII, por lo menos, todo autor que se decida a escribir sobre Venecia ha de comenzar disculpándose por hacerlo. No incumple ese rito Ignacio Jáuregui, pero no tardamos en aceptarle las disculpas. Su “asedio en espiral” a la ciudad –así subtitula el libro--  está lleno de deslumbramientos y descubrimientos que en más de un caso lo serán no solo para quienes conocen –o creen conocer-- bien Venecia, sino incluso para los propios venecianos.

            Antes de continuar con los merecidos elogios, y de tratar de razonarlos, un reparo. Con más que discutible criterio, el autor (o quizá el editor) ha decidido eliminar títulos y subtítulos de los capítulos para indicarlos únicamente en el índice. Obliga así al lector a recurrir de continuo a él para saber por dónde va a discurrir cada uno de los paseos que vertebran el libro. Y ni siquiera lo coloca al comienzo como un ilustrativo mapa del territorio, como un estructurado resumen de todo lo que nos vamos a encontrar.

            Ignacio Jáuregui es arquitecto urbanista y a esa formación suya se deben muchos de los aciertos de la obra. Pocas veces se han explicado con tanto acierto los secretos del urbanismo veneciano, ese fractal laberinto hecho de laberintos menores, en los que sin embargo resulta difícil perderse, a no ser de manera voluntaria y con pocas ganas de encontrar la salida.

            Pero Ignacio Jáuregui no solo habla de Venecia desde su especialidad: conoce bien casi todo lo que se ha escrito sobre ella (y todo lo fundamental), aunque no nos abruma con bibliografía (se limita a precisas citas al comienzo de los capítulos y cuando resulta pertinente), y además es un prosista de excepción: muchas de sus descripciones podrían, deberían, figurar en cualquier antología de páginas sobre Venecia.

            Junto a los habituales paseos por los lugares más conocidos de la ciudad, y por otros bastante menos conocidos, encontramos cinco series que se van alternando al final de cada uno de ellos. Hay un “Manual de instrucciones” con prácticos consejos para moverse por la ciudad y una “Arqueología personal” en el que se habla de anteriores estancias en Venecia y se reproducen fragmentos de cuadernos escritos entonces, ironizando a veces sobre sus preciosismos estilísticos.

Las series que yo prefiero son las tituladas “Límites”, la más novedosa, e “Inventarios”. En la primera, se van recorriendo todos los bordes de Venecia, paseos bien conocidos en algunos casos, poco accesibles e incluso amenazadores rincones en otros. Jaúregui llega a lugares a los que no llega ningún viajero ni han visitado nunca la mayoría de los venecianos, como Sacca Fisola, esa barriada obrera construida en una isla artificial al norte de la Giudecca.

            Los “Inventarios” podrían formar una obra aparte, a medio camino entre el ensayismo y la prosa poética. Hay un inventario de jardines, unos abiertos a todos y otros muchos secretos y solo entrevistos: “El vislumbre de un verde resplandeciente tras un muro: esa es la imagen que se lleva uno de la mayoría de los jardines venecianos”.

            El inventario de atardeceres lo encontramos incluido en la serie “Manual de instrucciones”: desde la Giudecca, con la ciudad extendida como un diorama; desde el puente de la Academia, donde el crepúsculo une “en un mismo baño dorado la Salute y sus sacristías palaciegas con el lienzo alargado de la Dogana”; en Santa Maria Formosa, donde “la luz se agarra a los pináculos más altos, transmutando en oro el cobre cansado”; en tantos lugares a los que Jáuregui nos lleva con mano maestra para que luego, conociéndolos todos, escojamos uno al que volver cada atardecer.

            Hay también inventarios de “Puertas al agua”, de reflejos, de umbrales, de arcos entre fachadas, de puertas a ninguna parte (tan venecianas) y, finalmente, de “Lugares propios”, de esos rincones que no suelen figurar en las guías y que cada visitante de Venecia cree ser el primero en descubrir. Del último de ellos, detallada y sugerentemente descrito, se reserva el nombre y la dirección como proponiéndonos un enigma para que tratemos de encontrarlo la próxima vez que volvamos a esa ciudad tan amada como detestada.

            “Contra Venecia” se titula precisamente la última de las series intercaladas, en la que se detiene especialmente en el libro de Regis Debray así titulado, “la mejor requisitoria contra Venecia, la más articulada, exigente y difícil de rebatir”. Jáuregui lo hace con su buen sentido habitual, sin dejar por eso de admitir lo mucho de cierto que hay en esos reproches. A Venecia, la perpetua agonizante que vive de exhibir los restos de su pasada grandeza, contrapone Debray el caótico vitalismo de Nápoles. Para Jáuregui, ambas ciudades tienen mucho en común y este libro magistral sobre Venecia –conviene no perderse sus observaciones sobre el denostado turismo, tan llenas de inteligente sentido común-- incluye al final una estampa de Nápoles y una promesa: “A la vuelta de la escalinata, se me abre la curva de Sorrento, con el Vesubio recortado al fondo contra un cielo azul de estreno y los farallones de Capri montando guardia en el golfo. A mis pies, el hormiguero en ebullición de los Quartieri, el tajo obstinado de Spaccanapoli, el diagrama que dibujan las cúpulas barrocas, las grúas del puerto, el castillo de los aragoneses guardando la puerta del mar. Más pronto que tarde voy a tener que escribir sobre Nápoles”.

            Los que amamos Nápoles tanto como Venecia --tanto monta, monta tanto-- esperamos ya con impaciencia esa otra muestra de la mejor literatura, viajera o no.



martes, 18 de marzo de 2025

Galería de fantasmas

 

César González Ruano
Siluetas de escritores contemporáneos
Introducción de Miguel Pardeza
Renacimiento. Servilla, 2025.

Pocos escritores han sido cancelados, para utilizar un término de moda, tantas veces como César González Ruano. Cuando murió en 1963, parecía un figurón de la época, destinado a perdurar solo en las librerías de viejo y en la memoria anecdótica de los que fueron sus discípulos en el periodismo literario y de relumbrón, de Francisco Umbral a Manuel Alcántara.

Pero no importa lo ambiguo y contradictorio que fuera el personaje, con una biografía llena de puntos oscuros (se ha llegado incluso a acusarle de participar en una red clandestina que vendía pasaportes durante la ocupación nazi de Francia para luego llevar a los compradores, denuncia a la Gestapo mediante, al matadero), sus libros, especialmente los aparentemente menores, sus incontables artículos periodísticos, tienen un encanto destinado a permanecer. Escribía a vuela pluma, sin volver sobre lo escrito, soñó siempre con una obra maestra que no tuvo tiempo, ni quizá ganas, de emprender (lo que más se le aproximó fue su afamado y hoy algo apolillado Baudelaire, de 1931), pero en su caso la calderilla pro pane lucrando –y algo más que el pan, le gustaba vivir por encima de sus posibilidades-- estaba acuñada con oro de la mejor ley.

            Buen ejemplo de ello lo constituye este volumen, Silueta de escritores contemporáneos, que no había sido reeditado desde su primera publicación en 1949, y que se ha elegido con muy buen tino para iniciar una Biblioteca González Ruano dirigida por el primer especialista en el escritor, Miguel Pardeza.

            Como cronista de la vida literaria, como retratista al minuto de sus figuras y figurones, González Ruano no tiene rival. Retirado en Sitges, tras ocho años de voluntario exilio, sin atreverse a volver a un Madrid en el que mandaban ahora los suyos, pero que nada tenía que ver con el Madrid fascinante y brillante de la preguerra, redactó en dos meses --y luego completó “en una noche y de una tirada” con siete siluetas más porque el editor le dijo que faltaban páginas--, una obra en apariencia sin mayores pretensiones, pero en la que el tiempo no ha dejado ni una arruga. Importa poco que junto a los hombres mayores de nuestra literatura –Unamuno, Valle-Inclán, Azorín, Baroja-- aparezcan otros que tuvieron renombre en su día y hoy solo aparecen, cuando aparecen, en las notas a pie de página de los manuales, o que no lo tuvieron nunca. González Ruano conoció a todos y de todos guarda en su memoria una anécdota significativa.

            La obra es lo que menos importa en estas semblanzas que tratan de rescatar a la persona, convertida en personaje, que estaba detrás de ella. Y nada refleja, a juicio de González Ruano, el carácter de alguien como la casa en que vive. Mis casas tituló uno de sus libros; Las casas de los escritores que conocí podía haber titulado otro, del que este sería un anticipo. Pero si los triunfadores –de Emilia Pardo Bazán a Ramón Gómez de la Serna-- tenían casa, la turbamulta de bohemios y hampones (que tanto juego darían más tarde al Juan Manuel de Prada de La máscara del héroe) tenían los cafés y por eso en estas páginas se hace un buen recuento de los más significativos en los años veinte y treinta.

            González Ruano se estrenó como poeta y fue uno de los más activos participantes en la aventura ultraísta, de tan corto recorrido en su momento como de perdurable memoria entre los eruditos, y tardó en convencerse de que, oscurecido por el brillo de sus coetáneos, los poetas del 27, poco tenía que hacer en ese campo. Pero tras abandonar el verso siguió siendo poeta, aunque camuflado en la prosa, y a la intuición del poeta se deben muchos de los hallazgos de estas Siluetas de escritores contemporáneos. “Caricaturas liricas” se les podría considerar en más de un caso, utilizando el término que Juan Ramón aplicó a las suyas, escritas con no menor ingenio, pero quizá con menos cordialidad.

            Lirismo, costumbrismo y humor son los tres ingredientes que sabiamente, con una fórmula que nadie más ha vuelto a utilizar con tanto acierto, entremezcla González Ruano. No todos los autores están vistos con la misma cercanía ni con la misma simpatía. Quizá el que más antipático le resulta sea Miguel de Unamuno, cuya silueta termina con una anécdota que nadie que lea este libro dejará de repetir alguna vez, seguro del regocijo que despierta entre los oyentes.

            Lo mejor de la literatura de González Ruano, lo más perdurable, es su literatura memorialística. Mi medio siglo se confiesa a medias tituló sus memorias y “a medias” se confiesa siempre, también en estas páginas dedicadas a escritores a los que ha conocido personalmente. Del episodio más novelero de su biografía, encontramos una referencia al paso: “De pronto –esas cosas pasan siempre así-- me metieron en la cárcel lo alemanes y a poco más me mandan a criar malvas. Entonces Marañón se portó conmigo, y con la única persona en el mundo que sufría por mí, de un modo entrañable, activo, eficaz que no olvidaré nunca. Cuando recibí en mi celda de la prisión militar de Cherche-Midi un pan de higos que él me había enviado, lo tomé en pedacitos, convencido de que mientras me durara nada me había de pasar”.

            No está claro por qué detuvieron en París los alemanes a González Ruano, pero sí que no fue por sus actividades contra la ocupación. A la literatura le sientan bien las oscuridades biográficas, esos secretos a los que un autor no puede dejar de aludir, pero que nunca se aclaran del todo.

            El prólogo de Miguel Pardeza, tan excelente y oportuno en sus primeras páginas, luego quizá se alarga demasiado y entra en erudiciones sobre el género biográfico que quizá hubieran sido preferible dejar para otra ocasión. No importa demasiado. El lector puede abandonar este largo preámbulo tras las primeras diez páginas y dejar las setenta restantes para un improbable después. Conviene no demorar demasiado el encuentro con la “gravedad y ligereza” --para decirlo con una expresión de Dámaso Alonso aplicada a Manuel Machado-- de César González Ruano, un grato reencuentro y siempre una promesa de felicidad para la inmensa minoría de sus incondicionales, un descubrimiento para los más jóvenes lectores.

           

martes, 11 de marzo de 2025

Caleidoscopio culturalista

 

Stamatis Polenakis
Luz oscura
Antología poética
Edición de Virginia López Recio
Centro de Estudios Bizantinos, Neogriegos y Chipriotas. Granada, 2024.

Nacido en Atenas en 1970, Stamatis Polenakis pertenecería al que su traductora y antóloga, Virginia López Recio, denomina “Grupo del 2008”, marcado por la crisis económica de ese año, de alcance mundial, pero que afectó especialmente a su país.

No hay sin embargo nada en esta selección, que abarca tres libros publicados entre 2008 y 2014, que aluda a ello. Aunque abunde la referencia a los mitos clásicos, faltan las alusiones a la Grecia contemporánea. En el último de los libros antologados, encontramos una serie de poemas protagonizados por Odiseo, pero Odiseo o Ulises es tan patrimonio de la Grecia de hoy como de cualquier otro país occidental. De hecho, el Odiseo de Polenakis viaja a Irlanda y en Teruel encuentra ecos de una guerra que no tiene que ver con la de de Troya: “Lo único que recuerdo de aquel breve viaje / son las callejuelas desiertas / y la tremenda helada que me traspasaba / mientras andaba en las madrugadas tremendamente solo. / Sé únicamente que llegaba en tren / desde Zaragoza buscando en vano / los últimos remanentes del ejército / republicano que se retiró / abandonando definitivamente la ciudad / en una noche de invierno del 38 / bajo una brutal tormenta de nieve”.

            Stamatis Polenakis es un poeta culturalista que en ocasiones recuerda a Juan Luis Panero. Sus protagonistas son a menudo escritores o personajes literarios. Cito algunos: Henriette, la mujer que se suicidó junto al poeta Heinrich von Kleist; Raskólnikov, el protagonista de Crimen y castigo, o Gustav von Aschenbash, el de La muerte en Venecia; Ramón Mercader, el asesino de Troski; Marina Tsvietáieva, Victor Hugo, Kafka, Mayakovski, Pessoa… Un índice onomástico resulta copioso. Junto a estos nombres conocidos, hay otros de personajes que no han pasado a la historia como la Emma Bergman de “Elegía, 1845”, cuyo nombre encontró el autor en la lápida de un cementerio: “Que sea leve la nieve que cubrirá / mañana los valles, este cuerpo / que se hunde lentamente bajo las piedras / y las malas hierbas, / que se eleve ya libre, sin carga alguna, / como las grises olas del Báltico”.

            Muchos de los poemas  adoptan la técnica del monólogo dramático, y nos los imaginamos fácilmente como parte de un espectáculo teatral (el autor es también dramaturgo); otros, escritos en prosa o en verso, tienen mucho de microrrelatos. Hay referencias personales, pero la mayor parte de los poemas aluden a las tragedias del siglo XX: las guerras mundiales, los campos de concentración, el gulag soviético, la ocupación israelí de Palestina, una tragedia que pasa de un siglo a otro (el “Encomio” a Rachel Corrie, activista aplastada por una excavadora israelí en la franja de Gaza el año 2003, podía haberse escrito hoy).

            Se leen con gusto y emoción estos poemas de línea clara, pero a menudo se echa en falta en ellos esa especial tensión del lenguaje poético. La traductora nos indica que ha pretendido “trasladar lo más fielmente posible los poemas originales al español”. No es necesario, sin embargo, conocer el griego moderno --basta comparar el original con la traducción-- para comprobar que traduce en verso un poema como “No sé que me deparará el mañana”, escrito en prosa y que en más de un caso trocea, como si fueran versos más breves (pero que a menudo no se ajustan a la métrica) los versículos del original. En el prólogo nos advierte de que solo se ha apartado del texto griego “cuando la pretendida fidelidad restaba belleza”. Habría sido necesario entonces que nos ofreciera en nota la traducción literal para que pudiéramos distinguir entre lo escrito por el autor y lo que leemos. La justificación que ofrece para esos cambios resulta un tanto sorprendente: “Porque creemos que la belleza, ante todo, ha de presidir todo poema. La Poesía es Belleza”. Nada más impreciso que esa afirmación.

            Luz oscura se incluye en una “Biblioteca de Autores Griegos Contemporáneos” que cuenta con una directora, Olga Omatos Saenz, y con un “comité científico”. El término “científico”, en las publicaciones académicas (al menos en las que se refieren a la literatura), suele ser una palabra vacía o, peor aún, indica solo que un texto se edita con el añadido de prescindibles notas y variantes. Una mínima revisión le habría indicado a la traductora y editora que no se deben mezclar las notas que aclaran las referencias del texto (y que, salvo en dos o tres casos, solo son útiles para los lectores que carezcan de un móvil: las aclara una consulta a la Wikipedia) con las que nos indican dónde fue publicada antes la traducción del poema. Las segundas, que carecen de interés para cualquier lector, deberían se sustituidas por una aclaración final, si la traductora cree pertinente añadir ese dato. En las notas informativas, no se nos explica –con buen criterio-- quiénes son Marina Tsvietáieva o Mayakovski, pero sí Wilfred Owen o Camile Claudel. No sé nos indica en cambio quién es el Mercader que se menciona en un texto, “Mercader es el destino”, en el que no figura el nombre de Troski. No es que resulte necesario, mejor dejar que adivinemos quién está hablando, pero habría que unificar el criterio. Y no distraer al lector con caprichosas notas poco pertinentes que no ayudan, sino todo lo contrario, a valorar la edición.

            Conviene decir estas cosas que a la hora de reseñar un libro de procedencia académica no se dicen nunca. Y subrayar que si hay un “comité científico” que avala la edición resulta corresponsable de la calidad de la misma.  

miércoles, 5 de marzo de 2025

Los buenos sentimientos

 

José Saborit
Más vida
Pre-Textos. Valencia, 2025.

“El infierno de la literatura está lleno de buenas intenciones” afirma una frase que se atribuye a André Guide y que tiene sus variantes: “Con buenos sentimientos no se hace buena literatura”. ¿Es cierto eso? Falta añadir un adverbio para que lo sea: “Solo con buenos sentimientos no se hace buena literatura”. Ni, por supuesto, solo con malos. Las flores del mal es una de las obras maestras de la poesía universal; Las flores del bien, un merecidamente olvidado libro poético de la posguerra. Pero eso no se debe a los temas tratados en ellos ni a la bondad o maldad de los autores, sino al mayor o menor talento poético de Baudelaire en un caso y de Pemán en el otro.

            José Saborit, poeta y pintor, como Ramón Gaya, no le teme a “las palabras gastadas” como amor y vida, ni a “las palabras fatigadas” como perfecta y alegría, según indica en uno de los poemas; tampoco a los buenos sentimientos. El resultado es un libro conmovedor, que no busca la originalidad, pero que la consigue de la mejor y más difícil manera: hablando con verdad de lo que importa. No es un poeta de escuela, en el mal sentido de la palabra, pero se sabe miembro de una comunidad poética, que podríamos denominar valenciana o levantina, y los nombres de sus componentes aparecen en las dedicatorias: Lola Mascarell, Vicente Gallego, Antonio Moreno, Antonio Cabrera, Susana Benet. Son poetas de la cotidianidad trascendida, del asombro de vivir, del mirar como una forma del pensamiento.

            Uno de los poemas de Más vida se titula “Suite de Lucía”. Bajo ese título podrían integrase otros dispersos por el libro: “Encinta”, “Amor”, “Lucía la mañana”, “Primer gesto”, “Desayuno”, “Mamá”. Son los poemas de la paternidad, menos frecuentes que los de la maternidad y por su carga sentimental casi imposibles de escribir sin incurrir en el ternurismo. José Saborit lo consigue y ese es uno de los logros que conviene subrayar en este libro.

El poema “Encinta (junio 2021)” –pocos títulos en principio menos prometedores--  dice así: “Míranos: una luz sin noche, clara, / se adivina a lo lejos, / asoma tras las nubes, parpadea / y aún antes de nacer ya nos alumbra. / Todo el mundo renace / de sus propias cenizas, / se convierte en un niño / que juega ante mis ojos / y me canta los nombres / risueños de las cosas, / y las cosas no saben / seguir siendo las mismas que eran antes. / Qué ganas de jugar / ahora que amanece. / En tu vientre un latido / camina hacia nosotros. / Es la vida que viene a ser más vida”.

            El más difícil todavía lo consigue Saborit en poemas como “Por qué las flores”, ese tema que de tan manido pintores y poemas han dejado en manos de los aficionados domingueros, o “Soledad”, con su rasgo de ingenio en el verso final.

            La estética de Saborit le impide cualquier exhibicionismo culturalista, pero hay algunas resonancias. “Plumier” recrea una rima de Bécquer, convertida el arpa en un plumier que, “en un ángulo oscuro” del escritorio, “aún espera tal vez / esa mano de nieve de aquel niño / que dormita en el ángulo / oscuro de mi mano”. Un tema muy machadiano, aunque con otro enfoque, recrea “Las moscas”: “El vuelo de una mosca le distrae, / decían, y ordenaban con tono admonitorio: / preste usted atención a la palabra”. El “Beatus ille” de Horacio y Fray Luis es evocado en “Descanso”.

            El riesgo de estos poemas es el de la lección demasiado explícita. Pero ocurre pocas veces, como en el poema “Cítricos”, con esa historia final referida por un jardinero: “¿Tú sabes cómo mueren / los cítricos?, me dijo. / Cuando llegan a viejos, / después de haber vencido / hongos, plagas, sequías, / dan su canto del cisne, / una última cosecha gigantesca, / soberbia, generosa, exuberante. / Y después mueren”. En un libro de autoayuda quizá quedaría bien.

            Preferibles los poemas de final anticlimático, como “Una hoja de acelga”, cuyas “tersas nervaduras” se transforman en “el río nacarado que conquista / con su bajorrelieve minucioso / pequeñas dunas verdes / vencidas tras el vuelo” y toda ella en “el ala rota / de un ángel lujurioso”, para afirmar finalmente “que esta humilde hoja de acelga / prefiere seguir siendo lo que es, / una hoja de acelga entre otras hojas”. Y el poema termina sin rebuscadas trascendencias: “Sobre el fuego, en un cazo, / el agua empieza a hervir”.

            El mal tiene más prestigio literario que el bien, el dolor es más productivo en literatura que la felicidad, el exotismo aventurero da más juego que la cotidianidad con la que todos podemos identificarnos. Pero Saborit ha sabido ver (y ha sabido decir, casi siempre de manera memorable) lo que de verdad importa: el asombro de vivir.



 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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