sábado, 19 de septiembre de 2015

El mundo perdido de Arthur Conan Doyle


Memorias y aventuras
Arthur Conan Doyle
Traducción de Bernardo Moreno Carrillo
Valdemar. Madrid, 2015.

Lo que Moriarty fue para Sherlock Holmes, lo fue el propio Sherlock Holmes para Conan Doyle: su mayor enemigo. Varias veces intentó librarse de él, siempre sin éxito. Al final, ya sabemos quién resultó victorioso: Arthur Conan Doyle murió en 1930, Sherlock sigue vivo.
            Estas Memorias y aventuras, publicadas en 1924, a sus sesenta y cinco años, están escritas con una doble intención: reivindicar las propias peripecias, que no tenían nada que envidiar a las de su exitoso personaje, y demostrar que el predicador de la fe espiritista en que se había convertido no estaba en contradicción con el racionalismo y el sentido común de los que siempre había hecho gala.
            La vida de Conan Doyle fue ciertamente novelera: muy joven, se embarcó en un ballenero y convivió con los cazadores de focas cerca del círculo polar; participó en tres guerras: la del Sudán, la de los bóers y la del 14; destacó como boxeador, futbolista, jugador de críquet, corredor automovilístico, pionero de la aviación.  Conoció además  a las personas más notables de su tiempo; intervino activamente en la vida pública: proponiendo reformas en el ejército, defendiendo a falsos culpables, desmintiendo las informaciones denigratorias sobre el imperio británico. Y supo contarlo. Por eso estas memorias suyas se leen con la misma gozosa facilidad que cualquiera de sus narraciones.
            A veces Conan Doyle parece querer competir con su afamado personaje y nos cuenta cómo resolvió el caso de un viajero presuntamente desaparecido en una habitación de hotel y otros enigmas reales que no acreditan menor agudeza que la de Sherlock. Pero también nos habla de otros misterios que escapan a la razón, como el de la casa embrujada de Charmouth. La Sociedad de Estudios Psíquicos le propuso visitarla y redactar un informe. Él no fue capaz de encontrar la razón de los ruidos inexplicables que en ella se producían, solo de certificar que no parecía proceder de fraude alguno. Unos años después se encontraría el cadáver de un niño: “Se supuso que el niño había sido asesinado en la casa hacía mucho tiempo y que los fenómenos de los que habían sido testigos eran en cierto modo la consecuencia de aquella tragedia”.
            Las últimas décadas de su vida, Conan Doyle las dedicó a la difusión de la doctrina espiritista. Puso en ello todo su entusiasmo, toda su capacidad de trabajo: “Con esta misión he recorrido más de cincuenta mil millas y pronunciado conferencias ante más de trescientas mil personas, además de escribir siete libros sobre el tema”.
            El espiritismo no era para él cuestión de fe, sino una realidad empírica. En el último capítulo de su libro afirma haber mantenido largas conversaciones con los espíritus, olido el peculiar olor a ozono del ectoplasma, escuchado profecías que se cumplían de inmediato, visto a una mujer inculta pintar de repente una obra maestra, oído cantos que ninguna voz terrenal podría reproducir, conversado con su madre y con su hijo muertos, leído libros de gran sabiduría que estaban escritos por analfabetos en estado de trance.
            Nos imaginamos las carcajadas de Sherlock Holmes al leer las “evidencias” que sostienen la doctrina espiritista. Consciente quizá de ello, Conan Doyle ha reducido el relato de su experiencia espiritual al último capítulo. Pero de vez en cuando, en las páginas anteriores, alude a ella, queriendo dar a entender que no fue debida, como muchos pensaban, a la conmoción que le produjo la Gran Guerra, con sus millones de muertos, entre ellos su hijo más querido.
            Hay muchos pasajes memorables en estas memorias que algo tienen de entretenida película de aventuras. Uno de los que yo prefiero es el del encuentro con Oscar Wilde: “Su conversación me dejó una huella imborrable. Sobresalía por encima de todos y, sin embargo, tenía el arte de parecer interesado por todo lo que decíamos”. Le escuchó contar cómo el diablo enseñaba el arte de la tentación a unos pobres diablos  y en esa anécdota, que él recuerda para nosotros, está toda la perspicaz malicia de Wilde. A su tragedia final, le dedica este comentario: “Yo pensé entonces, y aún sigo pensándolo hoy, que el elemento monstruoso que acabó arruinando su vida era de orden patológico, y que era un hospital, y no una comisaría, el lugar idóneo para su tratamiento”.
            Todos los prejuicios de su tiempo, la era victoriana, se encuentran en estas memorias, escrita por quien no tiene ninguna duda de las bondades del imperio británico y cree firmemente que, en todas las contiendas en que participó, la justicia estaba de su lado.  Incluso pondera las virtudes de la vida militar: “A mí me parecía deliciosa la vida de soldado raso. Ser dirigido y no dirigir era sumamente descansado, y mientras los pensamientos se limitaban a sacar brillo a los botones y las hebillas, o a limpiar el rifle, se vivía bastante feliz”.
            Pero ni los prejuicios de perfecto caballero británico ni el desdén con que contempla al personaje que se convirtió en mito limitan su encanto de narrador inimitable e inigualable que nos hace abrir los ojos asombrados y mantiene nuestra atención, ante un mundo ido para siempre, desde la primera a la última página.

            

sábado, 12 de septiembre de 2015

Alfred, George y Georgie: unas cartas de amor


Cartas
George Sand / Alfred de Musset
Prólogo de Jorge Luis Borges
Ediciones Ulises. Sevilla, 2015.

El interés por la intimidad ajena no es de hoy, es de siempre. Los asuntos de alcoba, especialmente si los protagonizan famosos, siempre han constituido el mayor espectáculo del mundo.
            ¿Fue George Sand la Isabel Preysler del siglo XIX? Del algún modo sí, pero una Isabel Preysler que tuvieran el talento novelístico de Vargas Llosa.
            George Sand pasó toda su vida en medio del escándalo, buscado o no. Era una mujer que firmaba con nombre masculino, que se vestía como un hombre, que fumaba en público, que escribía profusamente de temas políticos y sociales hasta entonces vedados a las mujeres, que pedía para su vida sentimental la misma libertad que se concedía a la de los varones.
            Para la mentalidad conservadora fue el mayor ejemplo de depravación, la encarnación del demonio. En la Vetusta clariniana, compararla con ella es el mayor insulto que se le puede hacer a una Ana Ozores que muestra inquietudes literarias.
            De los varios amores de George Sand, dos se recuerdan aún, y casi se han convertido en atractivo turístico: el que tuvo con Alfred de Musset, asociado para siempre al veneciano hotel Danieli, y el que la relaciona con Chopin y la cartuja de Valdemossa.
            George Sand, a punto de cumplir treinta años, ya era una escritora famosa cuando un joven poeta, de poco más de veinte, le escribió una carta llena de admiración. La novelista se sintió halagada y pronto seducida. Con el permiso de la madre del poeta, realizaron juntos un viaje a Venecia. Lo que allí ocurrió ha sido contado de muchas maneras. La más escandalosa, puesta en circulación por el hermano mayor de Musset cuenta que el poeta enfermó a poco de llegar, que le asistió un médico veneciano, que cierto día abrió los ojos en medio de la fiebre y lo sorprendió besándose apasionadamente con George Sand, quien en vano trataría luego de convencerle de que todo había sido uno de sus  delirio.
            Aquella relación –que tuvo sus más y sus menos, que en algún momento se convirtió en un ménage à trois con el médico veneciano, Pietro Pagello–  dejaría abundante huella en la obra literaria de los dos amantes, pero en ninguna parte quedó más exactamente reflejada que en las cartas que se intercambiaron, cuidadosamente conservadas por parte de ambos.
            Ediciones Ulises reedita ahora con acierto la traducción que de ese epistolario realizaron Jorge Luis Borges y José Biancci en 1945. El prólogo de Jorge Luis Borges, una pequeña obra maestra como todos los suyos, no está incluido en Prólogos, su recopilación de 1975, y justificaría por sí mismo la reedición del volumen.
            Comienza con un aforismo: “El amor suele ser un convenio tácito cuyas partes se comprometen a hallarse indispensables y milagrosas”. En los pocos párrafos que siguen cumple con su definición de lo que debe ser un prólogo: “no una forma subalterna del brindis; sino una forma lateral de la crítica”.
            Tras compendiar “las circunstancias de la aventura”, añade: “Pero lo verdadero en toda aventura no son las circunstancias concretas, es la general y abstracta pasión”.
            No todos los lectores estarán de acuerdo. Más que las habituales hipérboles en que la pasión se expresa, nos interesan los detalles concretos que contienen estas cartas. George Sand trata a menudo a Musset menos como su amante que como su secretario y colaborador. A propósito de una de sus novelas, André, le pide no solo que corrija las pruebas, sino también que elimine “los idiotismos, las repeticiones, las faltas de gramática”, además de los “gruesos dislates” que ha cometido en algún punto concreto. En otra carta le ruega que le envíe “algunos pequeños objetos”: “doce pares de guantes de cabritilla; dos pares de zapatos de satén negro y dos de cuero negro comprado en lo de Michiels, en la esquina de la calle Helder y el bulevar (dirás que me los hagan un poco más anchos que mi medida: tengo los pies hinchados y el cuero de Venecia es duro como suela); un cuarto de patchuly en lo de Leblanc, calle Saint-Anne; frente al número 50: no te dejes robar, vale dos francos el cuarto; Marquís lo vende a seis…”
            Y sigue así con su minuciosa lista de encargos, entre ellos “buen papel de cartas” y los recortes de los periódicos que hablaron de sus libros, ya que Pagello quiere traducirlos y necesita esas reseñas favorables para venderlos a mejor precio.
            No menor interés tiene lo que nos cuenta de su vida en Venecia con el médico que sustituyó a Musset: “El señor Pietro Pagello es un Don Juan sentimental que se ha encontrado de golpe con cuatro mujeres sobre los hombros. Todos los días tragedia y comedia nueva por parte de sus amantes y de sus amigas. . Es un imbroglio de nunca terminar y del cual te haré el relato épico cuando nos veamos en el mes de agosto”. Viven todos juntos en un viejo palazzo veneciano, casa Mezzani, en corte Minelli. Un día escucha un “espantoso alboroto” en el aposento de una de las amantes de Pagello: “Pensé que estaría operando a treinta gatos juntos, pero la puerta se abrió con estrépito y oí que el doctor gritaba: Carogna, io te ammazzo. En efecto, la hubiera matado de no haber yo intervenido, pero la mujer solo me guarda por ello un poco más de odio. He dicho que no deseaba historias en mi casa, pero como me hiciera amenazas bastante graves de asesinato, la amenacé con denunciarla a la policía”.
            Lo verdadero en toda aventura, afirma Borges, es la pasión, “esa pasión impersonal que hace que toda carta de amor parezca redactada por nosotros, dirigida a nosotros”. Sin negar tal hecho, habría que añadir que es el involuntario autorretrato de una mujer excepcional, con los pequeños detalles exactos de la vida en Venecia y París durante los años del romanticismo, lo que más nos interesa 

sábado, 5 de septiembre de 2015

Tres enigmas y un comisario


La observación de Goethe
Salvador López Arnal
La Linterna Sorda. Madrid, 2015

En 1957 el poeta Gabriel Ferrater fue detenido y torturado por la policía franquista con motivo de un artículo sobre Rafael Alberti que no había escrito; poco después, a Jaime Gil de Biedma se le negaría la entrada en el partido comunista por su condición de homosexual; a comienzos de los sesenta, Manuel Vázquez Montalbán es expulsado del mismo partido (luego reingresaría y llegaría a ser miembro del Comité Central) por sospechoso de colaboracionismo y posible delator.

Detrás de todos hechos, según la opinión más extendida, se encontraba una misma persona: Manuel Sacristán, antiguo falangista, filósofo, experto en lógica formal, el máximo representante de la ortodoxia comunista en los años más duros de la oposición a Franco, un auténtico comisario político al que no le temblaría la mano a la hora de aplicar métodos estalinistas para purgar a disidentes.

Esos son los “Tres momentos en la historia del PSUC” que Salvador López Arnal estudia en La observación de Goethe. Son tres momentos anecdóticos, no demasiado trascendentales desde el punto de vista histórico, pero que han sido utilizados con frecuencia como munición anticomunista. Incluso Esperanza Aguirre y Gil de Biedma, un tiempo la más conspicua representante de una cierta derecha neoliberal, declaró más de una vez que los comunistas, con sus prejuicios homofóbicos y machistas, hicieron una gran favor a su tío al no permitirle que militara en una organización totalitaria.

¿Qué hay de verdad en esas presuntas verdades comúnmente aceptadas? López Arnal actúa como el minucioso detective de una novela inglesa de misterio: recoge pistas, escucha las declaraciones de unos y de otros, busca las contradicciones, descarta lo imposible. Se esfuerza por lograr la objetividad, pero en ningún momento trata de ocultar su toma de partido: es un especialista en la obra de Manuel Sacristán y un admirador de la persona, con sus luces y sombras, que en buena medida son las de su tiempo.

El primer capítulo, “Gabriel Ferrater y Manuel Sacristán”, es el más apasionante. Se lee como una novela policíaca de no ficción, como una crónica ejemplar en la búsqueda de datos y en la trabazón de los mismos.

En las memorias de Carlos Barral, se habla de dos seductores, Ferrater y Sacristán. que competían con su inteligencia por atraer a los más jóvenes, pronto divididos en “sacristanistas” y “ferraterianos”.

La detención de Ferrrater por la Guardia Civil (a la altura de Guadalajara cuando volvía de Barcelona a Madrid en tren), al principio algo confusa, pronto se atribuyó a un descuido, o a algo peor, de Manuel Sacristán. Éste habría publicado en una revista del exilio el artículo “El humanismo marxista de Rafael Alberti” y se lo habría atribuido a un tal Víctor Ferrater (en realidad el artículo no habría sido todavía publicado, se encontró al detener a otro militante). El hermano del poeta, Joan Ferraté, cuenta que cuando él se enteró de la causa de la detención fue al piso de Sacristán y le propuso “hacer las maletas e irse a París, dejando un papel firmado en el que se hiciera responsable del asunto”. Y luego añadió que, aunque no dejara ese papel, iría igualmente a la policía para declarar quién era el verdadero autor.

Manuel Sacristán no firmó ningún papel. Se presentó de inmediato en comisaría, a pesar de ser ya en aquellos momentos uno de los máximos representantes del comité universitario del PSUC. Allí se entrevistó con el comisario Creix, uno de los más acreditados torturadores de entonces, que gustaba jugar al poli comprensivo, y que aparece en las memorias de Juan Goytisolo dándole consejos: “Me habló del mundo cultural y literario, de lo expuestos que estábamos los escritores con alguna debilidad o defecto –no precisó cuáles– a ser chantajeados, a convertirnos sin darnos cuenta en agentes del enemigo”.

Quizá fue esa la razón, y no el rechazo comunista a los homosexuales, por las que no se aceptó la solicitud de militancia del poeta Jaime Gil de Biedma, quien sin embargo colaboró reiteradamente con el partido y siguió siendo “compañero de viaje”, sin sentirse ofendido por la no admisión formal. La vida exigente y ascética del militante no parecía la más adecuada para un poeta que, en su diario de 1956, escribe: “Muy deprimido. Hace dos días que estampé el automóvil nuevo de mi padre –se estaba mirando en él– contra la furgoneta de una absurda fundación religiosa llamada Misión española en París. Eran las cinco de la madrugada y me llevaba a un desconocido a dormir conmigo”.

No parece cierto, para referirnos al tercer caso, que a Manuel Vázquez Montalbán le expulsaran nunca del PSUC, aunque sí es cierto que durante un tiempo le miraron con recelo: trabajaba en un diario del Movimiento, Solidaridad Nacional, y en un determinado momento le pusieron a llevar la sección de sucesos por lo que debía ir a menudo a informarse a las comisarías.

En varias novelas de Vázquez Montalbán (y especialmente en Asesinato en el comité central) aparece una contrafigura de Manuel Sacristán como el dogmático profesor marxista, al que la realidad no le desmiente una buena teoría. También en los diarios de Gil de Biedma aparece como una persona sin ninguna sensibilidad literaria.

Salvador López Arnal, el mejor conocedor hoy de su vida y su obra, nos lo presenta de otra manera. Pero lo que importa de este libro al lector común no es tanto la reivindicación de Manuel Sacristán, que parece haber perdido la partida de la posteridad frente a sus más mediáticos compañeros generacionales, como el rigor con que se busca la verdad de unos hechos, sin importar a quien beneficien o perjudiquen. Como en los trabajos científicos dignos de tal nombre, como en la mejor y más apasionante investigación policial.