martes, 23 de julio de 2019

Cinco siete cinco


El haiku, entre dos orillas
Josep M. Rodríguez (coordinador)
Revista Ínsula, nº 870. Madrid, junio 2019.

Desde 1946, y durante cuarenta años, la revista Ínsula, fundada por Enrique Canito, coordinada por José Luis Cano y animada, entre otros, por Vicente Aleixandre, ocupó un lugar central en la vida literaria española: mantuvo, en los años más duros de la autarquía, el contacto con los exiliados y con lo mejor de la literatura europea; marcó el rumbo a los escritores más jóvenes, especialmente a los poetas, y sobre todo nunca dejó de lado lo que Barthes denominó “el placer del texto”, nunca se convirtió en un boletín para eruditos, nunca se desentendió del lector común para atender solo al estudio académico.
            La revista Ínsula desapareció a mediados de los ochenta. La que sigue publicándose con su mismo nombre y continuando la numeración poco tiene que ver con ella. Se dedica a publicar artículos, de muy dudoso interés general, que sirven solo para la promoción de los profesores universitarios. Al menos en lo que se refiere a la literatura actual, las publicaciones “científicas” suelen ser pseudocientíficas, mera apariencia de objetividad y rigor, elucubraciones teóricas que encubren vaciedad u obviedades sin interés.
            Hay excepciones, por supuesto. Y un buen ejemplo lo constituye su más reciente monográfico, El haiku, entre dos orillas, coordinado por Josep M. Rodríguez. Ningún estudioso ni ningún aficionado a esa estrofa japonesa, tan de moda, debería perdérselo.
            No todas las contribuciones están a la misma altura, como no podía ser de otra manera. Josep M. Rodríguez nos ofrece en la introducción un espléndido resumen de las relaciones entre las literaturas occidentales, no solo la española, y la literatura japonesa. Aunque sea un resumen de trabajos suyos anteriores, muy leídos y citados, no deja de tener interés el “Panorama histórico del haiku japonés” que firma Fernando Rodríguez-Izquierdo.
            Aunque los aficionados a la poesía hace años que tienen claro lo que es un haiku (no importa que no acierten a definirlo con exactitud), los especialistas no lo tienen tan claro. Para Javier Sancho, que firma el artículo “Cien años de haikus en castellano”, casi ninguno de los que pasan por tales lo es. En su opinión, se suele llamar haikus a poemas de tres versos de arte menor que recibirían mejor alguno de los siguientes nombres: soleá, solearía, terceto, terceto independiente, terceto monorrimo y tercerilla (sic). No pueden considerarse haikus, a juicio de Javier Sancho, los “Diecisiete haiku” que Borges incluye con ese título en La cifra. “No hay suceso. No hay imagen. Se trata de una pregunta” nos dice para descalificar “¿Es o no es / el sueño que olvidé / antes del alba?”
            Sonreímos al leer algunas de las condiciones que, en opinión de los ortodoxos ha de cumplir un haiku para serlo de verdad: “debe estar anclado en la realidad, debe ser sentido por el autor”. ¿Y cómo se sabe si un poeta “siente” o “finge”, como Pessoa, su poema? ¿Y qué garantiza eso? ¿Hay mal poeta que no sienta, que no se emocione con lo que escribe?
            Vicente Haya y Frutos Soriano son otros de los predicadores de la ortodoxia del haiku que colaboran en este número. Para Vicente Haya, “no hay haiku sin aware”, esto es, sin “conmoción profunda producida por un suceso de la naturaleza”. Frutos Soriano nos ofrece la receta para saber “si un haiku es bueno”: comprobar si transmite “un aware semejante al que sintió el haijín que lo compuso”. Lo que no nos dice es cómo podemos conocer lo que sintió el “haijín” (escritor de haikus) que lo compuso.
            Como en todo lo que tiene que ver con el zen y con los orientalismos y espiritualismos, en torno al haiku hay mucho cuento, mucha pretenciosa palabrería.
            Afortunadamente las colaboraciones de Susana Benet y de José Cereijo, llenas de inteligencia y sentido común, ponen las cosas en su sitio, no en vano se trata de dos de los más destacados autores de haikus en la literatura española actual. José Luis Morante, con la generosidad crítica que le caracteriza, se ocupa de ellos y de otros destacados autores de haikus: Jesús Munárriz, Antonio Cabrera, Luis Alberto de Cuenca, Aurora Luque…
            Josep M. Rodríguez, al final de su introducción, nos indica que el haiku constituye “lo mejor de la poesía actual”. Más precisamente diríamos que algunos haikus –los firmados por quienes no se atienen a la estricta ortodoxia, por lo general– están entre lo mejor de la poesía actual, pero que la mayoría –casi todos los recientes libros de haikus– se encuentran, si no entre lo peor (aunque es así en algunos casos), sí entre lo más prescindible. Me abstengo de citar nombres.
            Un soneto es como un cuadro al óleo y un haiku como una fotografía instantánea. El azar puede hacer que un fotógrafo aficionado, ignorándolo todo de la técnica, con una cámara automática, pueda lograr una buena fotografía. Imposible resulta pintar un cuadro al óleo, o escribir un soneto, sin conocer la técnica ni sin mucha práctica (y eso no garantiza que valga la pena).
            Un buen haiku se escribe casi a medias entre el azar y el lector, como una buena foto se debe a veces a la casualidad y al editor de fotografía que la selecciona entre miles. 
            Al haiku se le define de muchas maneras en este monográfico. Jesús Munárriz enumera una serie de características, pero tiene la inteligencia de añadir que “ninguna es obligatoria”. Tampoco resultan obligatorias las diecisiete sílabas repartidas en tres versos de cinco, siete y cinco sílabas, aunque lo cierto es que, tras muchas vacilaciones, esa es la estructura métrica que parece haberse consolidado y a la que el oído del lector español ha terminado por acostumbrarse. También se ha acabado por prescindir de la rima, muy frecuente en los haikus modernistas. Pero esa estructura métrica, como indica muy atinadamente Josép M. Rodríguez “no es más que el marco para que el poeta escoja su lienzo. Propio e irrepetible”. Tras esa atinada observación, el coordinador, que también es poeta, no puede resistirse a hacer algo de literatura: “Escribir un haiku equivale a bailar encima de un ladrillo. A encerrar un instante en una jaula de solo tres barrotes. A convertir una canica en el reflejo de la luna en Lilliput”.
            Jesús Aguado, al final de “Un paseo por el haiku”, se pone se pone a enhebrar haikus, suponemos que de cosecha propia, uno tras otro: “Dos mariposas tejen hilos de viento junto a la higuera. Las margaritas sin vértigo descienden por un talud. Junto al establo, la veleta amarilla y los cencerros. El pintalabios rojo de la amapola. La ermita, absorta en su eternidad mientras sus piedras son arañadas dulcemente por el tiempo. Allá lo lejos perros y caseríos. Ladran los perrros de la alquería. El caracol inscribe su espiral en quien le mira”, etc.,etc. Ya se sabe que quien hace un haiku hace un ciento.
            Termina este número de Ínsula con un “Muestrario de haikus”, con cerca de un centenar de haikus de otros tantos autores. Si el lector encuentra tres o cuatro que le satisfagan, puede darse por contento. Y no es una crítica a la selección, sino una constatación. El tanto por ciento de haikus que nos interesan en cualquier antología de los clásicos de la literatura japonesa –Basho, Bosun, Shiki– no lo supera en mucho, aunque en este caso solemos echarle la culpa al traductor.
            Entre una banalidad, o simplemente una tontería, y una obra maestra del haiku hay tan poca distancia que a veces que lo consideremos una cosa u otra depende solo del momento en que lo leemos.

miércoles, 17 de julio de 2019

Cantar con casi nada



A pájaros y a migas
Vicente Gallego
Visor. Madrid, 2019.

En métrica, se habla de versos de arte mayor y de arte menor; en la retórica clásica, de estilo sublime, medio y bajo. Los versos del último libro de Vicente Gallego son todos de arte menor, utilizan palabras cotidianas que podría entender un niño y se ocupan de asuntos aparentemente menores. Muchos de sus poemas pasan en la cocina o en el patio de luces de un edificio del extrarradio. Pero el resultado es arte mayor: raro es el poema que no nos sorprende y conmueve, que no nos admira también cuando observamos el delicado arte con que está hecho.
            A pájaros y migas lo tenía todo para ser un libro ternurista y sentimental, lleno esas buenas intenciones con las que, según Gide, está empedrado el infierno. El resultado, sin embargo, es una obra maestra, aparentemente hecha de nada, al alcance de cualquiera, pero que solo podría haber escrito un poeta que, como Vicente Gallego, es algo más que un escritor, algo más que un experimentado hombre de letras: como San Juan de la Cruz, aunque su espiritualidad sea otra, nos habla “desde otra ladera”, con la certeza de quien está en el secreto de la vida y la muerte. No hay, sin embargo, ninguna palabrería religiosa en su libro, hay solo una constante iluminación que nos permite ver la cotidianidad como no la habíamos visto antes.
            Poemas hechos de nada, ya digo, como apuntes en los que apenas se posa el lápiz sobre el papel: “Ramas de perejil, / qué finas sois, / y os dan de balde”. Poemas en los que no falta la nota costumbrista: “Droguería Casa Paqui”, “La reina del rellano” “Petanca Calle Azorín”: ni el paisaje pintado a la acuarela: “Qué colores / la tarde / las espigas / la dorada / pereza / pasa el río / entre un fuego de élitros / de niños / de soles / piedras blancas / azul / ciego de agosto / quién tuviera / un pincel / un amor / las avispas / el agua”.
            El poema que da título al libro, “A pájaros y migas”, formula su poética: “Que haya verdad / en poco / que se pueda / ir a migas / a pájaros / cantar con casi nada / no saber / de qué modo / en qué punto / un silencio se hará / de la palabra”.
            Ese poema debería cerrar el libro, pero se le añade otro (como Miguel Hernández sus tercetos a Ramón Sijé cuando ya tenía terminado El rayo que no cesa), una de las más conmovedoras elegías que se hayan escrito nunca, “Ojos de Aroa”, una elegía escrita desde la serenidad y la aceptación, escrita por quien está en el secreto, por quien sabe que está en el amor, y no en el dolor, por mucho que pueda parecer lo contrario, la razón última del universo. No es, por supuesto, Vicente Gallego el primero en decirlo (desde el “l’amore che move il sole e l’altre stelle”, de Dante, es un tópico infinitamente repetido), pero en él lo sentimos como verdad y lo es, al menos mientras dura la lectura de sus versos.
            Hechos de nada, en apariencia, pero llenos de aciertos expresivos: la personificación del verano (“Andaba por la casa / desnudo con nosotros / prestándonos sus lentes / de aumento y de colores”); esa mariposa que pliega el verano “entre dos alas blancas”; el “corral de muertos” –Unamuno y Julio Mariscal Montes detrás– “donde cuatro / cipreses cogen polvo” y “contra la tapia blanca / un cuervo se ha tachado”; ese cuarto que “tiembla y calla” a la luz de una vela que “no quiere ver las formas / solo alumbra el misterio”. No falta tampoco el ingenio de alguna greguería: “con manos retorcidas / lían la picadura, / como el que arropa a un niño” nos dice de los ancianos de “Petanca Calle Azorín”; y en “Turno de noche” se nos habla de “callejones / solteros de por vida”.
            Pero no es un libro A pájaros y a migas para destacar aciertos aislados, carece de esos “trozos de bravura” tan típicos de la poesía barroca –de buena parte de la poesía española– que tanto disgustaban a Cernuda, y por eso somos injustos con él al citar fragmentos. Mejor copiar un poema, que algo tiene de bodegón de Zurbarán o Luis Fernández, y luego hacer una advertencia. El poema se titula “Sobre un tapete” y dice así:

Hay un búcaro al lado
de la caja de dulces,
servilletas de hilo,
cucharillas de postre,
una taza de té
también callada.

Si pudiera nombrarse
eso que hace la luz
con sus objetos, cómo
nos los pone en la mesa,
para que nadie diga
que no quedó conforme.

Cuatro cosas que ver
sobre un tapete,
alfileres de sol
con polvo dentro.

La advertencia: este libro no es para todos, es solo para quienes saben escuchar los silencios de la música, ver el universo en un grano de arena, toda la belleza del mundo en un patio de suburbio y la entera felicidad en una pequeña cocina en la que se friegan los platos con la ventana abierta al cielo y al trino de invisibles pájaros.



martes, 9 de julio de 2019

Aquel París, aquel Baroja



Baroja en París
Francisco Fuster
Marcial Pons. Madrid, 2019.

Al final de su vida Pío Baroja era, tanto o más que un escritor, un personaje. Seguía publicando con profusión, pero era quién lo contaba y no lo que contaba lo que más interesaba de sus destartalados libros últimos, escritos más a la pata la llana que nunca y recurriendo al continuo corta y pega. Y por eso no menos que sus obras interesaban las continuas entrevistas, los artículos y libros que se ocupaban de él.
            Francisco Fuster, tras haber narrado en Aire de familia, “la historia íntima de los Baroja”, como se lee en el subtítulo, nos cuenta ahora en otra breve monografía, los años que Pío Baroja pasó exiliado en París. ¿Exiliado? Marchó a Francia a pie, su casa de Vera del Bidasoa está muy cerca de la frontera, tras un breve encontronazo con los requetés a poco de iniciada la guerra civil, pero al poco tiempo publicó en el Diario de Navarra un artículo en el que aplaudía la sublevación. Volvió fugazmente a la España de Franco y regresó a París, donde residió la mayor parte del tiempo en una institución, el Colegio de España, controlado por el gobierno de la República.
            Baroja se pasó la guerra dejándose cortejar por los unos y los otros, y él fue siempre muy consciente de que no encajaba en ninguno de los dos bandos. Pero tenía a su familia en la España sublevada y, para protegerla, no dudó en incurrir en ciertas humillaciones.
            Hay una que Francisco Fuster no cita porque, aunque recurre con cierta frecuencia a la biografía de Miguel Pérez Ferrero, en la edición de 1972, no tiene en cuenta la primera edición, Pío Baroja en su rincón, un libro fechado en septiembre de 1938 y publicado por primera vez en Chile en 1940 (al año siguiente aparecería la edición española). Se trata de una biografía redactada, no a partir de documentos, sino de conversaciones con el propio escritor. El resultado, por tanto, aunque escrito en tercera persona, tiene más de autobiografía que de biografía. Pío Baroja lo avala en el prólogo, fechado en París, Cité Universitaire, 1938: “Ya expresados y contados los recuerdos, la versión de ellos de Ferrero es exacta y fiel y más literaria que la mía, que siempre se resiente de seca y esquemática”.
            En el último capítulo de ese libro, se insinúa una conversión religiosa, consciente Baroja, antisocialista y anticomunista, partidario de una dictadura militar, de que su anticlericalismo era lo quizá lo único que le distanciaba del nuevo régimen, con el que se esforzaba en congraciarse. El último capítulo del libro se titula “Los evangelios” y en él leemos: “Los tres evangelios primeros, que son los que se llaman sinópticos, porque tienen el mismo orden, presentan unas pequeñas diferencias que hacen que la figura de Jesucristo se tome desde distintos puntos de vista, y que ello le proporciones un relieve inmenso”. Sobre el cuarto evangelio, el de San Juan, opina que “constituye un poema inmenso de difícil superación. Es la lectura menos cansada y más bella que conozco”. Según Pérez Ferrero, en el Colegio de España, la lectura más frecuente de Baroja eran los evangelios. Una tarde alguien se le acercó y le preguntó extrañado: “¿De modo que usted lee ahora todo eso?”. La última línea del libro dice así: “Baroja se conformó con sonreírle”. Y el escritor, ya lo hemos visto en el prólogo, avala ese final que pretendía dar la impresión de vuelta al redil, una moda en aquel tiempo (recordemos a Manuel Machado).
            Los años de París fueron especialmente fructíferos para la obra de Pío Baroja. París era una ciudad que conocía bien y que le había seducido, primero en sus lecturas de Balzac y la literatura folletinesca, y luego en su inicial visita a finales del siglo XIX, y en la que había trabado contacto con exiliados de la primera república, como Nicolás Estévanez. Dos de las mejores novelas de Baroja, Las tragedias grotescas y Los últimos románticos transcurren en el París del Segundo Imperio. Otro París, el de los años treinta, vuelve a ahora a convertirse en escenario de sus últimas novelas de algún interés: Susana (1938) y Laura o la soledad sin remedio (1939).
            Regresado de Francia en 1940, Baroja es un superviviente, ya ha vivido todo lo que tenía que vivir y por eso, a partir de entonces, los que destaca de su obra son los libros memorialísticos, Desde la última vuelta del camino, en buena parte recopilación de textos anteriores, y las páginas que proceden de su estancia en Francia, escritas en muchos casos a partir de artículos o borradores redactados en Francia: Aquí París, Paseos de un solitario.
            También de esa época fértil proceden las Canciones del suburbio, el único libro de poemas en verso que escribió el autor de excelentes poemas en prosa que fue Pío Baroja. El libro apareció en 1944, pero su último poema está fechado en junio de 1940, y sus versos iniciales (“Si tenía alguna suerte, / la tiré por la ventana. / Si tenía algún talento, / se lo ha llevado la trampa”) recuerdan el prólogo al libro de Pérez Ferrero: “Ahora mismo, ya viejo, en un momento en que todo lo que tenía se lo ha llevado la trampa, he conservado la serenidad”.
            Francisco Fuster cita a menudo estos desajustados versos, que tanto irritaron a Pedro Salinas, para reflejar las experiencias parisinas de Baroja.
            Francisco Fuster, excelente divulgador, parece haberlo leído todo sobre Baroja y sabe resumirlo con pericia. No parece, sin embargo, haberse dado cuenta de la importancia de estos años en la obra de Baroja. Contradiciendo lo que afirma Marañón en su obra, Españoles fuera de España, llega incluso a escribir que “es muy complicado encontrar algún aspecto favorable en el balance de lo que fue su estancia en París durante el período que transcurre entre 1936 y 1940”. Lo que se deduce de su libro –y de los cientos y cientos de páginas que Baroja escribió sobre esa experiencia– es todo lo contrario.
            Extraña un poco que Francisco Fuster no parezca conocer –no lo cita– el mejor libro que se ha escrito sobre el París de Baroja y de Azorín y de los otros escritores que pasaron en la capital francesa la guerra civil: La ciudad de los pasos lejanos, de José Muñoz Millanes, un libro en el que la erudición se hace poesía, una memorable obra maestra en la estela de Baudelaire, Modiano y Benjamin.

martes, 2 de julio de 2019

Miguel d'Ors, a pesar de todo



Poesías completas 2019
Miguel d’Ors
Renacimiento. Sevilla, 2019.

Es fácil discrepar de Miguel d’Ors, es imposible no admirarle. En el prólogo a Poesías completas 2019, se mete en mil y un jardines, tratando de justificar ciertas obsesiones injustificables y desprenderse de la etiqueta de “poeta autobiográfico”, como si eso fuera un baldón. Más atinadamente, en las palabras previas a Sol de noviembre, tras indicar que “el poeta se aproxima al pálido umbral de la vejez”, añade “digo ‘el poeta’ y no ‘el personaje poético’, como ahora parece obligado por la moda. Ya se sabe: una ficción, una creación, una máscara… ¡Un cuerno! Como si esa máscara, caso de que se la quisiera uno fabricar, no tuviera que ser inevitablemente fabricada con pedazos arrancados del propio rostro. ¿Dónde, si no en la vida vivida, podrían encontrarse los materiales para esa construcción? A fin de cuentas, si ‘o poeta é um fingidor’, no es menos cierto que finge que es dolor… el dolor que de veras siente”.
            Un “poeta autobiográfico” no refleja con fidelidad notarial los acontecimientos de su vida; en el poema aparecerán, como suelen aparecérsenos en la memoria, “seleccionados, modificados e incluso imaginados” con verosimilitud. Pero si en un poema que se titula “Respuesta a mi hija Laura” encontramos una cita en la que se lee: “¿Y por qué te hago falta? (Laura, 3 años)” no se nos ocurre pensar que esa cita sea un invento del poeta, como tampoco el verso de Berceo que encontramos al comienzo del poema siguiente: “Reina de los cielos, madre del pan de trigo”. En uno y otro caso pueden ser falsas, pero esas falsedades no están amparadas por el dictum pessoano de “el poeta es un fingidor”: son textos que están fuera del poema –como las dedicatorias-- y por tanto con presunción de verdad. Nos enteramos ahora, por los preliminares a estas Poesías completas, que tal pregunta de su hija fue una invención, una falsedad como la nota biográfica que colocó al frente de un libro de edición restringida e interminable título: Canciones, oraciones, panfletos, impoemas, epigramas y ripios o Cajón de sastre donde hallará todo cuanto deseare el lector amigo, y el no tanto sobradas razones para seguir en sus trece: “Miguel d’Ors nació en Santiago de Compostela el 25 de diciembre de 1946. Licenciado en Filosofía y Letras (Sección de Filología Románica) por la Universidad de Navarra, en 1969 se trasladó a Grenoble (Francia), en cuya Universidad fue lector de español hasta 1971, año en que pasó a Chamonix (Haute-Savoie) para, tras el examen obligatorio correspondiente, profesionalizarse como guía de alta montaña en la ‘Compagnie des Guides’. Posee la doble nacionalidad hispano-francesa. Su actividad profesional le llevó a recorrer asiduamente los Alpes y los Pirineos, realizando más de 100 ascensiones al Mont-Blanc, y a participar en diversas expediciones extraeuropeas (Nanga Parbat, Dhaulagiri, Cho-Oyu, Annaparna, Mac Kinley, Aconcagua, Fitz Roy, Carstensz, etc). Retirado del alpinismo a los 42 años, se estableció con su mujer y sus siete hijos en la región del Alto Xirgú, en el estado de Pará (Amazonía brasileña), donde colabora en una misión católica y participa intensamente en los movimientos de defensa del ecosistema amazónico y los valores positivos de las culturas indígenas”.
            El que esos datos (salvo los iniciales) sean falsos no hace que la nota en tercera persona resulte menos autobiográfica, simplemente convierte al autor en un mentiroso, en alguien poco fiable.
            Insiste mucho en los antipáticos y prescindibles “Preliminares” en que no ha prescindido, al recopilar sus libros, de eliminar los primeros, que ahora le disgustan, o se ha decidido a corregir algún poema manifiestamente mejorable, porque sería inútil: más pronto o más tarde, alguien incorporaría esas supresiones a una nueva edición de sus poesías completas.
            ¿Está seguro de ello? Dámaso Alonso nos explicó en un conocido ensayo las supresiones y adiciones de Antonio Machado a su primer libro y, sin embargo, sus poesías completas siguen editándose como él quiso que se editaran. Y lo mismo ocurre con La realidad y el deseo de Luis Cernuda que incluye un primer libro bastante corregido y hasta cambiado de título. Miguel d’Ors confunde el interés de los eruditos, que pueden tener en cuenta borradores y arrepentimientos, con el del lector de poesía, al que esas laboriosas tareas académicas no le importan nada. Y por eso sobra la fecha precisa en que se escribió cada poema obsesivamente impresa en cada edición, imprescindible al parecer, según explica el autor, para que pueda “documentarse la aparición y desaparición de temas, de tonos, de motivos, de recursos de estilo, de influencias…” Algo que quizá entretenga a algún doctorando, pero de nulo interés para los muchos admiradores de su poesía.
            Demasiado fácil, ya digo, discrepar de Miguel d’Ors. Por eso no voy a insistir en la parte de su obra en que asoma, no el gran poeta religioso que es, sino el doctrinario de unas particulares creencias. Un gran poeta puede ser comunista y cantar los ideales del comunismo, pero resulta difícil que escriba un buen poema encomiando los logros de Stalin. Un gran poeta, un poeta verdadero, puede ser católico o mormón, pero resulta difícil que escriba un buen poema cantando al ángel Moroni y las planchas de oro que vio Josep Smith o las excelencias del celibato. Tampoco voy a detenerme en ciertas expresiones chirriantes que quizá podrían haber sido corregidas o eliminadas si la sensibilidad de Miguel d’Ors hubiera sido capaz de evolucionar: “Y Rock Hudson (…) / mariquita perdido, que quién lo hubiera dicho, / más de un metro noventa de marica”.
            Todas estas prescindibles minucias son verdad, pero no menos verdad es que Miguel d’Ors es uno de los grandes poetas de este tiempo. En su generación, el único que ha ido creciendo libro a libro. El más reciente, Manzanas robadas, publicado en 2017, a los setenta años, contiene poemas que están a la altura de los mejores suyos.
            A nadie como a Miguel d’Ors se le puede aplicar aquella expresión, tan citada, que Eliot tomó de Dante para elogiar a Pound: “il miglior fabbro”. Miguel d’Ors es el mejor artesano de la poesía española contemporánea, el que mejor conoce el oficio. Sus poemas podrían, deberían utilizarse en los talleres literarios para enseñar los secretos de una tarea que requiere precisión de cirujano a la hora de utilizar el lenguaje. Y a la artesanía se le añade en los mejores momentos, que son los más, ese “no sé qué” de que hablaba Feijoo.
            En “La mujer 10” nos dice cómo debería ser para él un buen poema: “inteligente, tierno y divertido”.
            Divertidos son muchos de sus poemas (Miguel d’Ors puede irritarnos, pero nunca aburrirnos, al menos cuando escribe en verso), y no solo aquellos en los que toma a sí mismo como objeto de burla, sino también esos otros, entre Catulo y Marcial, en que pone en solfa el mundo contemporáneo. Algunos de ellos se refieren a la sociedad literaria; en los que alude a las guerras poéticas de los años ochenta, levanta un poco menos el vuelo, quizá sean los que más han envejecido.
            Miguel d’Ors escribe con la inteligencia, no solo con el corazón. El poema responde a una estrategia, es un artefacto perfectamente construido para lograr su efecto, nunca un mero desahogo sentimental. Pocos placeres intelectuales mayores que escucharle explicar el “making of” de un poema suyo, el cómo se hizo.
            A Miguel d’Ors le gusta reescribir poemas ajenos, darle nueva vida a un tópico clásico y, como en los poetas del Siglo de Oro, conocer la fuente no hace desmerecer el resultado, sino que acrecienta nuestra admiración. Baste un ejemplo. El poema “Aunque no lo parezca” reescribe “Preguntas de un obrero ante un libro”, uno de los más conocidos textos de Bertolt Brecht: “César venció a los galos. / ¿No llevaba consigo siquiera un cocinero? / Felipe II lloró al hundirse / su flota. ¿No lloró nadie más?”. Miguel d’Ors, tras las semblanzas de Mommsen y de Rilke, continúa: “Y ahora que ya los hemos admirado, / pregunto: ¿quién compraba las patatas / que sostenían el saber de Mommsen?, / ¿quién se las cocinaba, y le ponía / mantel, platos, cubiertos, copas y servilletas, / sin olvidar el pan en su cestita?, / ¿quién le hacía la cama a Rilke, quién / planchaba sus camisas?, / ¿quién, cuando él ya llevaba media tarde, / ganando un poco más de admiración futura, / aún seguía fregando los cacharros?”
            Un buen poema debería ser “tierno” afirma. Yo preferiría decir “emocionante”. ¡Y cuántos poemas emocionantes –de los que nos ponen lágrimas en los ojos, sin incurrir jamás en la sensiblería– hay en Miguel d’Ors!
            Entre las ocurrencias aparentemente caprichosas de Miguel d’Ors a la hora de editar estas poesías completas (colocar la fecha de edición en el título, disponer los libros en orden cronológico inverso), está una que finalmente resulta un acierto: incluir, además de un índice de títulos y primeros versos, otro de nombres propios y referencias. Blas de Otero tituló una antología de su obra Poesía con nombres y ese título podía servir perfectamente para titular toda la poesía de Miguel d’Ors: sus poemas están llenos de nombres de familiares y amigos, de referencias a lugares geográficos conocidos o soñados, a personajes literarios. Y esos nombres se repiten en una recurrencia significativa, son un leitmotiv. Este índice –frecuente en los libros de ensayo, inédito en los de poesía– resulta muy útil no solo para los estudiosos, sino para el común de los lectores, que puede así preparar sus propias selecciones del poeta.
            Cuántas antologías temáticas se podrían hacer con la poesía de Miguel d’Ors, que tanto gusta de las referencias concretas: nadie cómo él ha evocado la emoción de la escalada, la Galicia rural, la intrahistoria de su familia (qué espléndida galería de retratos hay en sus versos), el amor de todos los días, el misterio y el asombro de vivir… Incluso es autor de poemas, como “Made in Pakistán”, que podrían entrar en la mejor antología de poesía social.
            Más cerca del plural Quevedo que del esteticista Góngora, del impuro Neruda que del depurado Juan Ramón, pocos poetas ha habido con tanta “variedad temática, tonal y estilística”, pocos tan polifacéticos, como él mismo indica en el prólogo.
            Miguel d’Ors sabe que no es posible ser sublime sin interrupción y por eso gusta de los poemas deliberadamente menores, de los poemas de circunstancias, de los que parecen meros juegos de ingenio (pocos autores tan ingeniosos y tan inteligentes como este poeta que conoce tan bien las limitaciones del ingenio y de la inteligencia). Muchos de esos poemas menores y de métrica tradicional se nos quedan para siempre en la memoria, mientras olvidamos las borrosas audacias experimentales de buena parte de la poesía contemporánea.
            El poema “Avecedario”, puede servir de ejemplo: “La golondrina, aguzada / como un flechazo de Amor; / el mirlo madrugador, / gayarre de la enramada; / la tórtola que, enlutada, / borbota su desconsuelo / en Fontefrida; el mochuelo / dando ejemplo de atención. / Y los gorriones, que son / la calderilla del cielo”.
            Miguel d’Ors, uno de los grandes. No de su generación, de la historia de la poesía española. Y este volumen –que tantas maravillas encierra, inagotable fuente de felicidad– da cumplida cuenta de ello.
           

lunes, 1 de julio de 2019

Notas a pie de vida



El murmullo del mundo (Anotaciones 1984-2016)
Trea. Gijón, 2019.

No desmerece, junto a sus obras mayores –la poesía desde los primeros ochenta, la narrativa de madurez– este nutrido volumen en que Tomás Sánchez Santiago reúne anotaciones escritas a lo largo de más de treinta años.
            La organización, en una primera hojeada, puede resultar un tanto confusa: al orden cronológico se le superpone una vaga agrupación temática, que no siempre lo respeta: hay divisiones y subdivisiones que pueden parecer no demasiado pertinentes (el conjunto de notas “Revuelto de frutos secos” es parte de “En manos de los días”, que a su vez se incluye en “La vida mitigada”, por citar un ejemplo). Pero eso importa poco. Como todos los libros de esta clase, se puede comenzar a leer por cualquier parte.
            La vida literaria, que el autor dice desdeña, ocupa sin embargo un lugar significativo en El murmullo del mundo, aunque no sea el asunto principal. Encontramos un espléndido retrato de Carlos Barral (a cuya poesía dedicó Sánchez Santiago un importante estudio) y abundantes referencias a Antonio Gamoneda, amigo y maestro. También se habla de encuentros literarios, de desencuentros con otros profesores –el autor lo ha sido de Enseñanzas Medias– a la hora de enseñar literatura, de problemas con los editores, de simpatías y diferencias poéticas: un libro de Javier Salvago sirve para ejemplificar el rechazo de un tipo de poesía, que el autor considera mimética y repetitiva; Aníbal Núñez representa la originalidad y la radicalidad, tanto en la vida como en la obra.
            Pero no son las referencias a la sociedad literaria (a veces un tanto dolidamente  ingenuas), ni siquiera las notas de lectura o las reflexiones sobre la poesía, lo que más importa en estas páginas. La más personal de Sánchez Santiago, lo que le distingue entre los escritores de su generación, es la atención que dedica a lo que pudiéramos llamar la España interior, a la vida de provincias, a la gente común. Algo tiene que ver con los “apuntes carpetovetónicos” de su detestado Camilo José Cela, aunque con una mirada menos impiadosa (también a veces nos recuerda el Celtiberia show de Luis Carandell). Se trata de anotaciones en las que está presente la maestría narrativa –naturalismo y costumbrismo tamizados por la memoria– de Años de mayor cuantía.
            El interés por el lenguaje es uno de los hilos conductores del volumen. Al autor le gusta anotar expresiones en desuso, en ocasiones llamativa e inesperadamente poéticas: “La alfarera de Pereruela llamó albarrazán al barro que hace poro con facilidad”, “Rufino, el cantinero de San Esteban de Gormaz, llamó a la careta del cerdo morruga”, “Lo que alguien me cuenta que dijo un mozo de Malva para indicar que bebió cuanto quiso: ‘¡Bebí a quita sed!’. Maravilloso”.
            Las pintadas callejeras atraen igualmente su atención: “Fachadas, paredes, paneles… son usados con esa doble desesperación de quien no tiene otro cauce para proclamar algo y ha de hacerlo vertiginosamente y a escondidas. Son mensajes de amor estrellados por donde la muchacha ha de pasar irremediablemente, insultos desaforados cuyo destinatario yo desconozco, denuncias sociales, nombres propios expuestos a la intemperie”. Copia muchas, de todo tipo: “No digas sí profesor di revienta cerdo”.
            Esta “impenitente afición –casi una pasión privada– por anotar los letreros de los lugares públicos”, le lleva a ocuparse de la publicidad: “La incitación publicitaria, exagerada y vistosa, se condensa bruscamente en un letrero enorme que dice ‘¡Por puro egoísmo!’, y luego se dan precios y otros detalles”.
            No insiste demasiado en el socorrido recurso de referirse a los errores de los alumnos, prefiere los de los medios de comunicación: el locutor que informa que la novela de Vila-Matas se titula Bartebly y compañía en homenaje a “aquel personaje inolvidable de Edgar Neville”, la periodista que habla de la “mofeta” cuando quiere decir “muceta”.
            Al orden cronológico, como ya indicamos, se añade un intento de agrupación temática. “Historias naturales” reúne escenas de la vida cotidiana (a menudo con un toque esperpéntico) próximas al microrrelato. En algún caso, como “Petit Hotel Montecarlo”, nos encontramos incluso con un perfecto ejemplo de relato fantástico.
            Mucho de diario –con fecha o sin fecha, a veces con indicación hasta de la hora, como en la crónica hospitalaria “Entre algodones”– tienen estos textos, ya publicadas antes en tres volúmenes: Para qué sirven los charcos (1999), Los pormenores (2007) y La vida mitigada (2014). Se añade el inédito Muda de siglo, escrito entre 1997 y 2001, donde se acentúa la atención a la actualidad periodística del cambio de siglo.
            “A mí me gustan mucho –escriben el autor en el prologuillo a una de esas obras– los libros compuestos así, con anotaciones de carnet más o menos bárbaras pero que no se han desechado del todo y que se van incorporando casi por sí mismas a las filas de otras precedentes y en un orden espontáneo y apaciguado”. No es el único en esa afición: le acompañan Baroja y Pla, por citar solo dos nombres ilustres, y un buen puñado de lectores –entre los que me encuentro– aficionados al picoteo plural, a la ocurrencia ingeniosa, al detalle que pasa inadvertido, a la anécdota significativa, a la continua sorpresa de la cotidianidad.