sábado, 28 de diciembre de 2019

Claridad y verdad




Y de pronto Rimbaud
Jesús Munárriz
Renacimiento. Sevilla, 2019.

“La claridad es la cortesía del filósofo”, decía Ortega en frase muy citada y que no suelen tener demasiado en cuenta los filósofos, temerosos de ser confundidos con periodistas. ¿Se puede aplicar también a los poetas? Sí, pero ser cortés tiene igualmente sus riesgos: no se pueden ocultar obviedades, banalidades, la simple enumeración de buenos sentimientos.
            Jesús Munárriz es un poeta claro, siempre lo ha sido. Y de pronto Rimbaud se lee con la misma directa emoción con que escuchábamos a los cantautores de los años sesenta y setenta. Muchos poemas protestan contra los de arriba, contra los de siempre. Se trata de poemas que no desdeñan la demagogia y de los que es difícil disentir, pero a los que en algún caso resulta difícil asentir como poemas.
            Pero el libro –amplio, seis partes de once poemas cada una– posee otros muchos tonos. Abundan las referencias a poetas y a las historia de la literatura. “Fait-divers” es un espléndido homenaje a Paul Celan; “Aquellos claros días” nos habla de Miguel Hernández; “Gotán” de un poeta herido por la historia, Juan Gelman.
            No es poesía pura, a la manera juanramoniana, la de Jesús Munárriz: está llena de anécdotas, de referencias concretas, de lecturas, viajes y personajes. Por eso destaca un poema minimalista como “Cera ardiente”, la luz de una vela iluminando “el alma secreta de las cosas”.
            Hay muchos poemas memorablemente emocionantes en este libro que no pretende ser sublime sin interrupción, que a veces se lee como se escucha a un agradable conversador. Cito algunos: “Mais oui”, evocación de lo que Francia supuso para los españoles de la dictadura; “Silbando”, una antigua canción que alguien silba en la calle le devuelve a cuando silbar era un desahogo “en tiempos de silencio y monaguillos”; “Instantáneas”, colección de imágenes cotidianas o insólitas que se han quedado en el álbum de la memoria; “Trotaba”, dedicado al “dos caballos azul-gris” que le llevaba hasta el aire libre, más allá de los Pirineos.
            No es poeta Jesús Munárriz que guste de ocultar referencias, sus poemas están llenos de nombres propios. En “Uno de aquellos” se calla, sin embargo, el nombre del poeta y cantante Leonard Cohen. El poema glosa un pasaje de su discurso en los premios Princesa de Asturias: “Poco sabemos de él, ni siquiera su nombre. / Solo que era español, / que perdió aquella guerra, como tantos, / que dejó su país / y que tocaba la guitarra. / También que le enseñó sus primeros acordes / a un joven canadiense / que quería cantar. / Sesenta años más tarde, / este lo recordaba agradecido. / En todas sus canciones suena un eco lejano / de aquel españolito desterrado”.
            Varios de los poemas –“Vendimia”, “Lo de en medio”, “Viviendo”– glosan el “carpe diem” y Munárriz sabe hacerlo dándole un toque nuevo al viejo tópico. Abundan también los epitafios, las necrológicas a gente cercana, y Munárriz logra salir con bien del tema más difícil, del que más se presta a la falacia patética: la muerte de la madre.  
            Es posible que los más exquisitos frunzan el ceño ante la falta de tensión de algunos de estos poemas. Por ejemplo, “Sería bueno”, que empieza así: “Sería bueno, pienso yo, que el rey, / que es un profesional / muy encomiable, / el mejor preparado del país / para el puesto que ocupa, / buscase la ocasión y la manera / de preguntar al pueblo / si lo quiere / al frente del tinglado, / no sé si como rey / o como presidente”. Pero hay otros, los suficientes, que nos ponen una sonrisa en los labios o nos oprimen el corazón o nos ayudan a entender la historia del mundo.
            Poesía para todos, según los conocidos versos de Celaya, necesaria “como el pan de cada día, / como el aire que exigimos trece veces por minuto”.



sábado, 21 de diciembre de 2019

Una grata conversación



Una leve exageración
Adam Zagajewski
Traducción de Anna Rubió y Jerzy Slawomirski
Acantilado. Barcelona, 2019.

Cuaderno de notas, diario sin fechas, memoria familiar, eso es el nuevo libro del poeta polaco Adam Zagajeswski, publicado originalmente en 2015, cuando el autor cumplía setenta años.
            “No lo voy a contar todo” advierte en la primera línea. El lector lo agradece y recuerda a Voltaire: “El secreto de aburrir es contarlo todo”.
            A veces, sin embargo, da la impresión de que cuenta demasiado, como cuando se refiere a las invitaciones a lecturas o festivales de poesía, a las estancias en residencias para escritores. La vida de un poeta de cierta fama internacional (Zagajewski dejó la Polonía comunista en 1982, luego se instaló en París y más tarde en Estados Unidos, antes de volver a su país en 2002) se parece mucho a la del errante Rilke de castillo en castillo, aunque los mecenas ahora sean institucionales y no caprichosas princesas.
            El libro tarda un poco en arrancar, si el lector tiene la costumbre, que en este tipo de obras no es una buena costumbre, de empezar por la primera página. Adam Zagajewski no es un prosista que busque se memorable sin interrupción y algunas de sus anotaciones resultan prescindibles. Mejor hojear y pasar de largo las anotaciones de menor interés, como por qué no escribe novelas o a la descalificación de las lecturas del metro.
            Interesan más las referencias a Lvov, su ciudad natal, que fue Polaca, que formó parte del Imperio Austro-Húngaro, que ahora pertenece a Ucrania. Y destaca el retrato que hace de su padre, que tuvo que abandonarla en 1945 para no volver más.
            Cuando el libro comienza, el progenitor ha perdido la memoria; su muerte se nos refiere en una de las últimas anotaciones. El intento de rescatar lo que fue su vida está en el origen de Una leve exageración. El título, por cierto, procede de la frase que dijo el padre, dedicado a las ciencias, al conocer uno de los poemas del hijo: “Es una leve exageración”. Zagajewski encuentra esas palabras “una buena definición de la poesía”.
            A la poesía y a los poetas se dedican abundantes páginas de este heteróclito cuaderno. Se copian en su integridad incluso algunos poemas –“La linda pelirroja” de Apollinaire, “El rey de Ásine” de Seferis– y se comentan brevemente. A la relación entre Seferis y Kavafis se dedican algunas páginas y están llenas de lucidez las observaciones sobre la poesía de este último.
            La música es otro de los protagonistas de Una leve exageración. Abundan las referencias a conciertos y a sus compositores favoritos. En una de las anotaciones se escucha, mientras conversa en una cafetería de París con Tzvetan Todorov, la voz “desenfadada, amigable y triste” de Billie Holiday.
            Las ciudades están muy presentes en el libro y entre ellas destaca París, ese París que no se acaba nunca, en palabras de Vila-Matas, y al que el autor llegó un poco a la aventura tras dejar atrás la Polonia comunista, menos como muestra de oposición al régimen que por unos motivos sentimentales que apenas si se insinúan.
            No fue fácil la instalación en el nuevo medio literario. Por dos veces nos cuenta el rechazo que sufrieron sus poemas porque estaban “contaminados de historia”. Para los poetas franceses del momento, un poema comprensible que hablara de un determinado tema “es simple periodismo poético”.
            Frente a París palidecen las otras ciudades evocadas, incluso Venecia, que aparece ampliamente en una conferencia que le solicitaron sobre la región del Veneto y que se incluye íntegra.
            No deslumbra Adam Zagajewski, rara vez alza la voz. Mejor que sus fragmentos de prosa poética –que los tiene–, aquellos otros en los que se aproxima a la narración y nos cuenta la historia de algún personaje de su familia o del noble polaco que inspiró la figura de Tadzio, el adolescente de Muerte en Venecia, o de su traductora italiana, Paola Malavasi, pronto desaparecida.
            Abundan las citas –Cioran, Julien Green, diaristas y poetas polacos no demasiado conocidos entre nosotros– y los comentarios de textos ajenos. Una leve exageración se lee como se escucha una educada, inteligente, a ratos algo borrosa, conversación.



sábado, 14 de diciembre de 2019

Cómo no hablar de poesía


Hablar de poesía
Juan Carlos Abril, Luis García Montero (eds)
Centro Cultural Generación del 27. Málaga, 2019.

Pocos lo dicen, pero son muchos lo piensan: la mayor parte de los libros de poesía carecen del menor interés, salvo los que los lectores “serios” desprecian y califican de parapoesía, esos que recopilan textos de éxito probado en las redes sociales.
            Si en las antologías de poesía joven apenas hay un joven poeta que no resulte prescindible, ¿qué decir de sus “poéticas”, de las reflexiones que se les solicitan habitualmente en congresos, cursos de verano, lecturas varias?
            Hablar de poesía, subtitulado “reflexiones para el siglo XXI”, reúne las ponencias de dos cursos de verano en la Universidad de Baeza: “Poesía española contemporánea, un diálogo de generaciones” y “¿Cómo se hace un poema?”
            De las veinte intervenciones, apenas si se salvan cinco, o quizá cuatro. Luis Bagué Quílez deslumbra en una primera lectura con su mezcla de erudición académica, audaz imaginería y referencias multiculturales, pero pronto nos damos cuenta de que no es oro todo lo que reluce, ni mucho menos. Deducir de un haiku de Tomas Trantrömer (“Ya el sol parte. / Mira el remolcador, / cara de buldog”) que “el poeta sueco nos invita a un viaje infinito alrededor de la órbita ocular” parece excesivo, y no es la única afirmación estupenda que nos regala.
            Lorenzo Oliván y Carlos Marzal son poetas que tienen ideas sobre la literatura y aciertan a exponerlas con brillantez. El primero nos habla de la modernidad de Juan Ramón Jiménez y lo defiende de la marginación a la que se le intentó condenar en los años cincuenta; el segundo se ocupa de un maestro cercano, Francisco Brines. Al lector común, puede sorprenderle que se subraye que un poeta sabe además escribir en prosa y no carece de ideas solventes sobre la tradición literaria; eso solo demuestra que la leído poco las declaraciones de los poetas, o de los autores de libros de versos (un género, por cierto, para el que no parece necesaria ninguna cualificación especial).
            Luis García Montero, uno de los editores del volumen, nos ofrece un decálogo sobre poesía, diez aforismos que glosa con inteligencia, buen conocimiento de la tradición poética y a ratos quizá un exceso de buenas intenciones.
            Juan Malpartida, que nos presenta un esbozo de autobiografía intelectual, escrito con un rigor y una lucidez desacostumbrados y cercanos a los de sus maestros, entre los que destaca Octavio Paz.
            ¿Lo demás? Álvaro Salvador habla de las lecturas que le hicieron escritor, Rubén Darío, Ángel González, Antonio Machado, y nos ofrece algunos recuerdos de infancia. Juan José Téllez evoca el Cádiz de Fernando Quiñones. En algún caso, como en el de Rafael Espejo, las divagaciones se salvan por los poemas ajenos que incluyen.
            El mejor ejemplo de ese submundo poético –creado por premios, antólogos y festivales– que nada tiene que ver con la poesía lo constituye la colaboración de Carlos Pardo. Se considera el portavoz de una generación, a la que le tocó sacrificar “la poesía española en el altar de la poesía latinoamericana, que es más grande, y a esta en el altar de la universal, que aún es mayor”, una generación que al parecer no se encontraba a gusto en ninguna de las dos posibilidades que se le ofrecían en sus comienzos: o poesía de la experiencia o poesía del silencio (sin explicar, claro, que significan esas etiquetas).
            ¿Es posible responder con algún rigor a la pregunta de cómo se escribe un poema? Juan Carlos Abril nos dice que él escribe en los vuelos trasatlánticos, una respuesta más propia de una entrevista periodística que de una comunicación académica.
            Se puede responder de dos maneras: analizando la génesis de un poema que forma ya parte de la historia literaria y del que conservamos versiones previas, o refiriéndose –si el autor tiene ya algún nombre– a un poema propio, a la manera de Poe, pero evitando el anecdotario privado.
            Saber leer es también saber qué no leer. La mayor parte de las divagaciones sobre poesía actual, por ejemplo. Preferibles los poemas de autor conocido o desconocido que circulan por Internet.


           

            

lunes, 9 de diciembre de 2019

La levedad y la gracia



Mal que bien
Enrique García-Máiquez
Ediciones Rialp. Madrid, 2019.

En poesía, el ingenio no tiene buena prensa, aunque siempre resulta preferible a la impostada solemnidad. Enrique García-Máiquez, aparte de muchas otras cosas, es un poeta ingenioso y bienhumorado. Gusta de aparecer como personaje en sus poemas, pero siempre burlándose un poco de sí mismo. Y hace aparecer con la misma frecuencia a su entorno familiar: mujer, hijos, padre anciano, el recuerdo permanente de la madre.
            Elegía y carpe diem, nada nuevo, hay en Mal que bien, pero todo dicho de una manera distinta, con una versificación tradicional que no suena a consabida gracias a los quiebros de su coloquialismo. El artificio retórico –que denota una gran sabiduría técnica– juega a hacerse invisible.
            Sonrisas y lágrimas también. No es García-Máiquez poeta que necesite de complicadas exégesis. Basta una primera lectura para que nos ponga una sonrisa en los labios o nos apriete el corazón y nos lo llene de una congoja que tarda en disiparse.
            “Hasta pronto” titula la sección –el libro consta de siete, de siete poemas cada una: gusto por la simetría– que dedica a los epitafios. “Epitafio a una joven madre” es el más conmovedor, no desmerecería en la Antología palatina.
            Enrique García-Máiquez escribe desde una concepción religiosa del mundo, pero para todos los lectores, no solo para los que comparte sus creencias. Hay una excepción: la parte titulada “Su rostro en mi espalda”. Lo mismo que la poesía social puede convertirse en panfletaria, pasar de defender la lucha contra la injusticia a elogiar a Stalin, por citar un nerudiano ejemplo, la poesía religiosa puede pasar de los grandes enigmas de la condición humana –el sentido de la vida y de la muerte, del amor y del dolor– a centrarse en los peculiares dogmas y ritos de una determinada confesión.. El primer poema de “Su rostro en mi espalda” puede servir de ejemplo. Se titula “Almendros” y consta de dos partes. Los almendros de la finca de los abuelos descritos en la primera –con sus ramas “retorcidas y negras y resecas”, con sus frutos “duros, pobres”, con sus maravillosas flores blancas que aparecían de pronto y los redimían de todo– se convierten en imagen del poeta: “También sobre mi vida –ásperas ramas retorcidas, / negras, secas y casi estériles– se posan / –milagrosas y humildes– / cientos de flores blancas”. Hasta aquí todo perfecto, pero el poema termina aclarando que esas flores son “las delicadas formas de cada eucaristía” y el poema se viene abajo para la mayoría de los lectores. ¿Y qué pasaría si ese verso final fuera: “las sonrisas felices de mis hijos”? Pues que entonces podría ser asumido por todo tipo de lectores, tuvieran hijos o no.
            Enrique García-Máiquez es un poeta cordial que gusta de homenajear a los poetas que admira y por eso en sus versos aparecen explícitamente Miguel d’Ors y Eloy Sánchez Rosillo e implícitamente –reescribe su poema “Los pies”– Amalia Bautista, pero el poeta al que resulta más cercano es otro, el brasileño Mario Quintana, al que ha traducido –y recreado– en una espléndida antología. La manera de hacer de ambos, que no parecen desdeñar siquiera el sentimentalismo primario, la poesía de tono y temática infantil, es el mismo. También el inolvidable encanto de los mejores momentos.
            Alguien dirá que se trata de poesía menor. El propio García-Máiquez ironiza sobre ello en “Free rider”: “Esos poemas superprofundísimos / que nunca tengo ganas de escribir / ni muy posiblemente fuerzas, / los han escrito, los escribirán / o quizá ahora mismo los estén escribiendo / poetas admirables. / Yo / no puedo más que dar las gracias, prometer / que los leeré despacio y bendecir / la suerte de que la poesía sea / un trabajo en equipo”.
            Sentimental e irónico, Enrique García-Máiquez es uno de esos poetas que, una vez leídos, nos acompañan para siempre, aunque tropiece de vez en cuando y nosotros no tengamos ningún interés en acompañarle en sus particulares devociones tridentinas.


             

sábado, 30 de noviembre de 2019

Siete kilómetros y medio



La historia escondida
Xuan Bello
Xordica. Zaragoza, 2019.

Contra lo que suele creerse, los escritores no escriben libros, sino obras literarias que se dan a conocer en la prensa periódica –diarios o revistas–, en volúmenes exentos o primero en un medio y luego en otro.
            La mayoría de los textos literarios –cuentos, poemas, crónicas, notas de viaje, diario– necesitan un trabajo de edición para ser reunidos en volumen. Esa labor puede hacerla el propio autor –pero hay muchos que son descuidados editores de sí mismos– o un profesional independiente.
            Toda la obra en prosa de Xuan Bello –escrita primero en asturiano y desde hace años en castellano– se ha publicado inicialmente en la prensa, generalmente formando series que luego pasaban al libro, aunque en bastantes casos las piezas que lo integraban fueran intercambiables entre un volumen y otro.
            La historia escondida traduce tres de las seis partes que integran La hestoria tapecida, publicada en 2007. La más extensa y novedosa se titula “Siete kilómetros y medio” y habría merecido una publicación independiente, Se complementa con “La cueva del olvido”, que desarrolla una de las muchas historias que en ella se van entretejiendo, y “Veintitrés golpes de hacha”, prescindible conjunto de veintitrés anotaciones de muy desigual interés.
            “Siete kilómetros y medio” es el relato de un viaje corto en el espacio –la distancia que indica el título–, pero largo en el tiempo. El autor, que aparece como personaje (toda su obra narrativa contiene elementos de autoficción), y un primo suyo residente en Argentina, recorren a pie los rincones del occidente asturiano de los que son oriundos.
            El viaje es un pretexto para hablarnos de la emigración, del mundo rural, para entretejer docenas de pequeñas historias (inventadas unas, tradicionales otras) y mil y una divagaciones.
            Xuan Bello es un maestro en el arte de la fantasiosa erudición, de la autobiografía imaginaria, que nunca lo son del todo. Consciente o inconscientemente juega siempre con el lector. Ha leído o vivido lo que parece estar inventando, ha soñado o imaginado lo que afirma haber leído o vivido. ¿Es cierto que un tío suyo, Vitorio Fernández Valiela coincidió con Luis Cernuda en el Emmanuel College de Cambridge?
¿Es cierto que se carteó con el poeta y que trato de ayudarle para publicar una de sus obras en Argentina? Es cierto, aunque no es cierto –como da a entender Xuan– que se tratara de Ocnos ni que esa obra acabara publicándose finalmente en México. La correspondencia de Cernuda con Ricardo Molinari aclara el asunto: “He recibido carta de Losada acerca de las Tres narraciones. Supongo que ya estará usted enterado de que deciden no publicarlas. Como Fernández Valiela me escribió hace algún tiempo que Losada había aceptado el libro e iba a publicarlo dentro de este año, he sentido tal cambio de opinión”.
            Como Álvaro Cunqueiro, uno de sus maestros, como el antecesor de ambos, fray Antonio de Guevara, que fue obispo de Mondoñedo, Xuan Bello juega con la erudición para hacer literatura. Y hay que aceptar ese juego para poder entrar en su obra literaria.
            Con La hestoria tapecida –el volumen de 2007– quiso completar la trilogía iniciada en 2002 con la exitosa Historia universal de Paniceiros y continuada al año siguiente con Los cuarteles de la memoria (ambos se reunirían en un volumen titulado escuetamente Paniceiros). La historia escondida que pretendía contar era la de la emigración y la de las mujeres.
            Afortunadamente para nosotros los lectores, Xuan Bello por mucho que lo pretenda es incapaz de escribir una novela como el mercado manda. Lo suyo es irse por las ramas, olvidarse pronto del camino principal para perderse por mil y un atajos. Su arte es el arte de la genial improvisación,  el tocar de oído y el no volver nunca sobre lo ya hecho, aunque vuelva una y otra vez sobre los mismos temas.
            Nadie se toma más libertades que él con la verdad histórica o biográfica, pero no se aparte un milímetro de la verdad de la literatura, la única que importa.  
             


sábado, 23 de noviembre de 2019

Inteligencia y emoción



Saltar la hoguera
Rodrigo Olay
Hiperión. Madrid, 2019.

La poesía de Rodrigo Olay suscita, desde sus comienzos, asombro y perplejidad. Asombro por la perfección formal y la insólita erudición (el autor parece conocer al dedillo a sus clásicos y a sus contemporáneos); perplejidad, por la cercanía a cierta tradición cercana, la poesía de los años ochenta, y por no infrecuentes incursiones en la falacia patética.
            ¿Un joven maestro o el mejor discípulo de poetas como Miguel d’Ors, Jon Juaristi o Luis Alberto de Cuenca? Tras leer Saltar la hoguera nos inclinamos por lo primero. Hay un puñado de espléndidos poemas –desde ya pueden formar parte de la mejor antología de la poesía española–, en los que se leen al trasluz otros nombres, pero que solo podía haber escrito Rodrigo Olay.
            La sabiduría de estos poemas deslumbra tanto como la del primer Gimferrer. “Me gusta la palabra bella y el viejo y querido utillaje retórico”, escribió el autor de Arde el mar en la poética de Nueve novísimos. Rodrigo Olay podría suscribir esas palabras. Su dominio de la métrica clásica le distancia de cualquier otro poeta joven y de la mayoría de los poetas contemporáneos. Recreándose en sus habilidades podría haberse convertido en un redicho y refitolero virtuoso, un poco a la manera de Antonio Carvajal. Algunas muestras hay en este libro, en el que sobran quizá poemas, como “La llegada del Dux”, que son poco más que virguería retórica.
            Pero Olay es también heredero de la tradición de la vanguardia: sabe jugar al agramaticalismo, desbaratar la sintaxis, entremezclar cultismo y habla coloquial. Ha aprendido muy bien, hasta hacerla suya, la lección de Miguel d’Ors, a su vez discípulo aplicado de César Vallejo: se puede escribir en los bordes, o al margen, de la corrección gramatical, pero para acentuar la expresividad, no para incurrir en el sinsentido.
            Los poemas que yo prefiero de Rodrigo Olay son los que hablan de amor y viajes, poemas que transcurren en Burdeos, en Belfast, en Ginebra, en Neuchâtel, en los lugares de la vieja Europa a los que le han llevado sus estancias de estudioso universitario. El mejor de todos ellos –o el más de mi gusto– es el titulado “Dimidium animae meae”, con su referencia a Horacio en el título y algo de la “Canción de aniversario” de Gil de Biedma en el inicio y del “Relato superviviente” de Francisco Brines en el desarrollo, pero que no desmerece junto a sus presuntos modelos.
            No menos admirable, pero más insólito por su temática, resulta “De vita philologica”: un canto a lo que de detectivesco y fascinante tiene la investigación literaria; también a la camaradería que se forja entre los “clerici vagantes” que recorren Europa “ligeros de equipaje. / vendimiando los campus, / limpios como soldados de alguna causa cierta / que partieran de casa susurrando / una oración de Horacio / y custodiasen / el silencio de un bosque tras los ojos”. Un poema sobre los que aprenden “a elegir la alegría de leer”, que debería ser lectura obligatoria en todas las Facultades de Filología.
            Junto al amor –nos hace sonreír el erotismo de “Whatsapp”– y la amistad (nadie tan dotado para la amistad y el cultivo de las relaciones útiles como Rodrigo Olay: apenas hay poema sin dedicatoria), el otro núcleo temático de Saltar la hoguera son los poemas familiares, en los que no siempre se acierta a eludir un incómodo sentimentalismo, como de anuncio de Navidad. Aunque sin duda sinceros, y aunque con buenos sentimientos también se puede hacer literatura, dijera lo que dijera Gide, resultan algo empalagosos.
            No faltará, sin embargo, quien prefiera la desnudez narrativa de “2º B” –que parece volver del revés poemas de José Luis Piquero– o el recuento de “Escribe lo que temas que suceda” a poemas llenos de referencias como “13 de marzo”, donde se comparecen Santillana, Berceo, Góngora, Trapiello, Sánchez Rosillo, Sergio Fernández Salvador y Antonio Cabrera para agradecer a un pájaro innominado el “sol melodioso” de su canto.
            Importa poco saber si Rodrigo Olay –a sus treinta años– es el más aplicado de los poetas jóvenes, el mejor discípulo, o el más joven de los maestros. En sus versos hay erudición y vida, inteligencia y emoción. Lo demás sobra.



sábado, 16 de noviembre de 2019

Cataluña, 2021



Terra Alta
Javier Cercas.
Planeta. Barcelona, 2019.

Como saben bien los autores de novelas policíacas o de misterio, despertar el interés del lector resulta relativamente fácil –solo hace falta un poco de oficio–, mantenerlo resulta más difícil y no defraudar al final con la resolución, casi imposible.
            Javier Cercas comienza Terra Alta con la eficacia de un buen guionista televisivo: no solo nos imaginamos la adaptación, sino que nos parece que ya la hemos visto en algún episodio de la franquicia CSI (Crime Scene Investigation).
            Pero ahora la acción no trascurre en Nueva York ni en Las Vegas o Los Angeles, sino en una comarca del sur de Cataluña –Terra Alta–, fronteriza con Aragón, conocida porque fue el escenario de uno de los hechos más destacados de la guerra civil, la batalla del Ebro.
            Estamos en la Cataluña de 2021. Los acontecimientos del uno de octubre de 2017, la celebración del referéndum ilegal y la frustrada proclamación de la república, no alteran la convivencia, apenas si se mencionan en la trama. El protagonista de la novela es el llamado “héroe de Cambrils” –el mosso d’escuadra que mató a cuatro terroristas adolescentes–, anónimo en la realidad, al que Cercas le inventa una truculenta biografía. Sus superiores, para evitar venganzas de los islamistas, le han enviado a una remota comisaría.
            La novela se divide en dos partes, cada una con cinco capítulos. En los impares se nos cuenta la investigación policial; en los pares, la vida del protagonista, muy a grandes trazos o deteniéndose pormenorizadamente en ciertos episodios.
            Durante la primera parte el autor consigue mantener nuestro interés; en la segunda, naufraga por completo. Aceptamos las inverosimilitudes, como de folletín decimonónico, en la vida del protagonista. Se nos atragantan las que tienen que ver con la investigación del crimen: sibilinos correos electrónicos, huellas mal reproducidas y demás.
            Para no destripar el argumento, limitaré la ejemplificación. Un día, al regresar del trabajo, a punto de entrar en casa, el protagonista “nota un rápido movimiento a su espalda, y antes de poder revolverse y echar mano a su arma, siente al mismo tiempo un golpe seco en la cabeza y un pinchazo en el cuello”. Todo lo que sigue lo hemos leído en mil y una novelas o visto en películas de la serie B: “Recobra el conocimiento media hora después, sentado en el asiendo de un coche provisto de vidrios polarizados que circula a velocidad de crucero por una autopista”, Le llevan a Barcelona, le meten a punta de pistola en un lujoso hotel y le dejan en la suite de un anciano millonario, recién llegado de México, y que está deseando contarle una historia que explica toda la intrigante trama en que se ha visto involucrado  “el héroe de Cambrils”. Cuando este insinúa que quizá lo haga porque no piensa dejarle marchar, el mexicano responde: “Usted no está aquí obligado, Melchor, ya le dije que no encontré otra forma de que hablásemos, y que me disculpaba por las molestias”.
            ¿No encontró otra forma? ¿Y qué tal un correo electrónico –ya le había escrito varios desde México– o una llamada telefónica?
            Al final no nos creemos nada de lo que se nos narra, que es lo peor que le puede ocurrir en una novela realista.
            A pesar de ello, no tenemos la sensación de haber perdido del todo el tiempo con Terra Alta, inverosímil némesis y sigilosa utopia. Nos quedamos con el escenario, una comarca catalana evocada en precisos trazos y que nada tiene que ver con la imagen que nos hacemos de Cataluña; con el funcionamiento de la comisaría de Mossos d’Esquadra, con el elogio a su profesionalidad. Quienes conocen la campaña periodística de Javier Cercas contra el procés, se sorprenderán sin duda de la imparcialidad de la que trata de hacer gala en todo momento. También de su no excesiva capacidad profética: su novela se escribió antes de que se conociera la sentencia y por eso la Cataluña actual no tiene cabida en la novela. No sabemos cómo será en 2021, sí sabemos que no parece que vaya a ser como se la imagina un Cercas que –al contrario que ocurrió con Soldados de Salamina– pretende escribir deliberadamente un best seller.



sábado, 9 de noviembre de 2019

El mar y las ciudades





Las ciudades del mar
Josep Pla
Destino. Barcelona, 2019.

El Josep Pla de después de la guerra, como el Baroja de los años finales, siempre defrauda un poco. Muchos de sus libros están hechos con notas dispersas, juntadas sin ton ni son, en algún caso por mano ajena al autor, aunque no se trata de libros póstumos.
            Las ciudades del mar se publicó por primera vez en 1942, reuniendo artículos escritos a partir de los años veinte. No se había vuelto a reeditar desde entonces, aunque varios capítulos se incluyeran en otros libros, en catalán o en castellano.
            Xavier Pla, en la nota a la edición, nos cuenta las peripecias editoriales del volumen, con datos que sobran y otros curiosamente incompletos (como el relativo a la serie “Diario de un viaje a Mallorca”), pero todos ellos resultan impertinentes en el lugar en que aparecen: deberían ir después del prólogo de José Carlos Llop y en cuerpo menor, como invitando al lector a saltárselos, que es lo que conviene hacer.
            El título Las ciudades del mar “es quizá ligeramente impropio” señala el propio autor al comienzo del libro. Y ciertamente no siempre se habla de ciudades ni siempre esas ciudades –es el caso de Sofía, la última en aparecer– están junto al mar. Importa poco eso. En lo fundamental, como también indica, “es un libro de sensaciones del Mediterráneo”, aunque él hubiera preferido “un libro de ideas”.
            Pero en Pla, como en tantos otros escritores, son preferibles las sensaciones a las ideas. Sus “Recuerdos de Italia” abundan en divagaciones sobre pintura que nos aburren un poco. La prosa de Pla alza el vuelo cuando evoca, en pocas páginas, la magia de determinadas ciudades: Arezzo, Orvieto, Perugia, Siena. Destaca, entre la serie, Rávena, “taciturna y solitaria, lejana y desencajada”. La Italia que conoció Pla es la Italia del fascismo, aunque estas evocaciones prescindan de referentes políticos. No, afortunadamente, de fragmentos que las acercan al poema en prosa, un poco a la manera del cronista viajero más famoso en el comento en que comenzó a escribirlas, Gómez-Carrillo.
            Los viajes que Pla nos cuenta en este libro son viajes en barco, en destartalados barcos de vapor o en veleros, no en cruceros de lujo, y eso forma parte de su encanto. Se trata de viajes en el espacio que son también para nosotros viajes en el tiempo. Todavía ciertas escalas de levante tenían un aire medieval: “Las aguas del Adriático, como las de los mares de Grecia, son aún las más pobladas –aunque vayan disminuyendo– de barcos de vela, de velas latinas y de velas de cuadro, de foques y de trinquetes. Y estas formas gráciles son como ventanas abiertas sobre un pasado irreversible, remoto, lejano…”
            Con apresuramiento periodístico y continuos aciertos expresivos, sin excesiva preocupación por la corrección gramatical, escribe Pla. Unas veces se queda quizá en el apunte superficial, pero otras –“Fragmento sobre Estambul”, “En los Balcanes”– acierta a evocarnos en cuatro trazos ciudades que son y no son lo que entonces eran. Cuando visita Santa Sofía, todavía seguía convertida en mezquita y sus fascinantes mosaicos se encontraban cubiertos, pero el color y el bullicio de las calles del viejo Estambul siguen siendo los mismos.
            Bucarest le desilusiona, pero en Sofía encuentra la mejor calle de los Balcanes, la avenida del Zar Libertador, que tantos años y tantas revoluciones después continúa casi exactamente como él la describe, con sus seductores palacios, su iglesia rusa y su aire vienés.
            Viajes en el espacio y en el tiempo, ya dije, los que nos cuenta Pla. Qué lejos la Mallorca de hoy –lo sabe bien Llop, su mejor cronista contemporáneo– de la que se encontró Pla en su primer viaje, allá por 1921. O la Croacia que formaba parte de Yugoslavia de la Croacia actual. Pero algo, o mucho, se mantiene.
            Un libro para viajar soñando o para meter en la maleta e ir leyendo mientras nos acercamos a Cerdeña, tan bien descrita, o a la destartalada Atenas, sobre las que siguen brillando, entonces como ahora, los mármoles de la Acrópolis.


           

miércoles, 30 de octubre de 2019

Crimen, novela y moraleja


Tiempos recios
Mario Vargas Llosa
Alfaguara. Madrid, 2019.

De la nueva novela de Mario Vargas Llosa, sobra todo lo que tiene de novela. También la lección final, tan simplista. El resto es apasionante.
            El resto: la crónica de los intentos reformistas de Jacobo Árbenz Guzmán, presidente de Guatemala entre 1951 y 1954; las intrigas para derrocarlo, mediante la creación del llamado ejercito liberacionista, apoyado por Estados Unidos; el triunfo de los sublevados que lleva a la presidencia a Carlos Castillo Armas; el asesinato de este en 1957; la figura enigmática de Marta Borrero Parra, conocida como Miss Guatemala.
            . El novelista Vargas Llosa, al menos en este su último libro, resulta inferior al cronista y al periodista. Desatento de los pequeños detalles, apenas si consigue hacer creíble aquello que inventa, olvidando que, al contrario que la realidad, la ficción sí tiene que ser verosímil.
            El capítulo XI nos cuenta cómo Marta Borrero se convierte en amante del Carlos Castillo Armas. Comienza como un folletín (“Salió a escondidas, sin que la sintieran los sirvientes, envuelta en una manta que la cubría dándole una apariencia deforme”) y con la inverosimilitud del folletín continúa: casada por obligación con un marido que al que detesta, decide abandonarlo; al ser rechazada por su familia, va a ver al presidente, a quien no conoce; consigue que le hagan pasar ante él, le cuenta su historia y, sin más ni más, se convierte en su amante.
            Aunque el presidente sea  “muy celoso y hecho a la antigua” (“No le gusta que reciba a hombres, ni siquiera acompañados por sus mujeres ni siquiera cuando él no está”), es visitada frecuentemente por el agregado militar de la República Dominicana, Johnny Abbes García, y por un norteamericano que se hace llamar Mike. Van siempre juntos a verlo, de acuerdo con los deseos de Marta y un día en que se quedan solos el dominicano y ella, porque Mike ha ido al baño, le pregunta: “Este gringo es de la CIA, ¿no es cierto? Trata de sonsacarme cosas como si yo fuera tonta”. Al salir de la casa, Johnny Abbes le refiere a su amigo las sospechas de Marta y este responde: “Claro que se ha dado cuenta de para quién trabajo. Y me ha pedido dinero por las informaciones que me da. Ella y yo hemos hecho un pacto”. ¿Y cuándo lo hicieron –si pregunta el lector– si nunca se quedaron a solas?
            Punto central en Tiempos recios lo constituye el asesinato del presidente Carlos Castillo Armas, todavía no aclarado. Hubo, sigue habiendo, muchas hipótesis. Vargas Llosa se atiene a la formulada por Tony Raful en La rapsodia del crimen. Trujillo versus Castillo Armas (Santo Domingo, Grijalbo, 2017). Cita la obra expresamente en el epílogo y declara tomar de ella una de sus anécdotas. Toma bastantes cosas más. La principal, que Trujillo ordenó asesinar a Castillo Armas porque estaba resentido con él por no haberle concedido una condecoración, la Orden del Quetzal,  y no por no haber querido que los dos celebraran juntos la victoria en un gran acto celebrado en el Estadio Nacional de Guatemala. Quizá Tony Raful fundamente esas hipótesis en su libro con buenas razones; Vargas Llosa no lo hace. Cierto que un novelista no necesita documentación, que la imaginación es libre, pero eso no implica –y menos si se trata de una novela histórica– que no deba preocuparse del encaje con los hechos probados.
            El magnicidio se nos cuenta en los capítulos pares –del II al XIV–, según la rutinaria costumbre de Vargas Llosa de ir alternando momentos cronológicos distintos cuando narra una historia. El Director General de Seguridad, Enrique Trinidad Oliva, y el agregado militar dominicano, Johnny Abbes García, esperan juntos en un burdel a que llegue la hora de cometer el crimen (sus conversaciones ocupan varios capítulos), luego entran tranquilamente en el palacio presidencial, del que han retirado la guardia, salvo a un soldado; el propio director general mata a ese soldado con su pistola con silenciador, le quita el fusil y, cuando el presidente y su mujer atraviesan un pequeño patio para ir a cenar (algo extrañados de no encontrar a ningún sirviente) le disparan dos tiros. La versión oficial es que el soldado mató al presidente y luego se suicidó. Esa es la explicación que se dio en la realidad y también la que se nos da en la novela, sin aludir en ella a cómo fue posible que el soldado se suicidara con una pistola que no era suya, en lugar de hacerlo con su fusil, como resultaría lógico. Por otra parte, Castillo Armas afirma repetidas veces que no se fía de su director de seguridad, que está seguro de que le traiciona, y a pesar de ello le mantiene en el cargo y ni siquiera sospecha nada cuando se queda solo, con su mujer y un soldado, en palacio.
            De descosidos así está llena la novela, que claramente no ha pasado por las manos de ningún buen editor (en el sentido anglosajón del término). En un capítulo, el XVI,  se nos dice que Mike habló con Marta por teléfono para avisarla de que estuviera preparada para huir, y en otro –el XIX– se nos cuenta que para ello fue a visitarla.
            Todas las conversaciones que Vargas Llosa se inventa suenan falsas. En el capítulo XXIII, Trujillo reconvine a Héctor Trujillo Molina, presidente títere de la república, con estas palabras: “Tú no existes. Eres una invención mía. Y así como te inventé, te puedo desinventar en cualquier momento”. De sobra sabía el Negro Trujillo –como se conocía al hermano del dictador– cuál era su papel.
            Hay en esta novela, que falla en lo que tiene de novela, capítulos espléndidos. Los que nos cuentan el final de los dos presuntos asesinos del presidente, Enrique Trinidad Oliva y Johnny Abbes García, por ejemplo.
            Previsible resulta el juego con los tiempos, tan previsible en Vargas Llosa como la actualización o el cambio de época en la puesta en escena hoy en día de cualquier ópera. ¿Cumple una función estética o solo dificulta que el lector entre en la trama?
            En uno de los capítulos del libro –el VII– se alternan dos encuentros de Trujillo, separados por algunos años: en el primero, con Carlos Castillo Armas, le ofrece su ayuda; en el segundo, muestra su frustración –ya se sabe: no le concedió al parecer la condecoración deseada– y encarga su asesinato. Al comienzo, aparece otra de esas frases poco afortunadas del narrador: “El Generalísimo Trujillo miró su reloj: cuatro minutos para las seis de la mañana. Johnny Abbes García comparecería a las seis en punto, hora en que lo había citado. Probablemente llevaba un buen rato sentado en la antesala. ¿Lo haría pasar de inmediato? No, mejor esperar a que fueran las seis en punto. El Generalísimo Rafael Leonidas Trujillo no solo era un maniático de la puntualidad, también de la simetría: las seis eran las seis, no las seis menos cuatro minutos”. ¿Y dónde está ahí la simetría?, nos preguntamos.
            La moraleja aparece en las líneas finales, en el capítulo epilogal en que se nos cuenta una visita al único de los personajes de esta “verdadera historia” que aún continúa vivo, Marta Borrero Parra.
            En opinión de Vargas Llosa, si Estados Unidos hubiera permitido que el experimento democratizador de Jacobo Árbens Guzmán –que no era comunista, como la interesada propaganda hizo creer, aunque su principal asesor, José Manuel Fortuny, sí lo era-- hubiera seguido adelante, la historia de América Latina habría sido otra: no habría habido guerrillas, no habría existido la Cuba castrista, la democracia habría llegado a esos países medio siglo antes. Una conclusión indemostrable, por supuesto. Y que no se sostiene por ningún lado. El fracaso del experimento de Árbenz no impidió otros experimentos similares, como el de Salvador Allende.
            Igual de simplista es la historia que se nos cuenta en el capítulo inicial –el encuentro del fundador de la United Fruit Company y el creador de las relaciones públicas modernas–, un encuentro que según Vargas Llosa cambiaría la política para siempre y sustituiría la verdad por la propaganda.
            El simplismo doctrinal y la ficción novelesca lastran lo que podría haber sido –y de alguna manera lo es– una magistral crónica de unos tiempos convulsos que no han perdido –que no perderán nunca: nos hablan de los abismos de la condición humana– su capacidad de repulsión y fascinación.




jueves, 24 de octubre de 2019

Un maestro al completo



Diarios. Edición completa seguida de un epílogo
Iñaki Uriarte
Pepitas Editorial. Logroño, 2019.

Pocos escritores han conseguido más con menos. Iñaki Uriarte, autor de algunos poemas juveniles en los años setenta y luego colaborador esporádico con artículos y reseñas en el diario bilbaíno El Correo, parecía destinado a no ser más que un diletante, un agradable conversador, un buen lector, quizá acaso un personaje –indolente, bien parecido, con alguna anécdota novelera en su biografía– en la obra de algún escritor amigo.
            A los cincuenta y dos años, tras un ingreso hospitalario por una enfermedad grave, que los médicos temían que fuera definitiva, comenzó a redactar un diario como quien pronuncia sus últimas palabras.
            No estaba en principio destinado a la publicación, pero tras un anticipo en una revista, en 2010 decidió publicar el primer tomo. Apareció en una pequeña editorial provinciana y parecía destinado a pasar sin pena ni gloria, como tantas otras primeras obras de escritores que se inician tardíamente. El éxito, sin embargo, fue inmediato.
            Las causas fueron varias. Una tiene que ver con la personalidad del autor, atento  lector que había cultivado la amistad de los escritores de renombre sin ser nunca una competencia para ellos. Antonio Muñoz Molina, Enrique Vila-Matas o Andrés Trapiello no dudaron en lanzar las campanas al vuelo para encomiar a un autor primerizo.
            Pero hubo otras razones que fueron las que motivaron que ese revuelo inicial no se apagara a las pocas semanas, como suele ser la norma. Los Diarios de Iñaki Uriarte, tras su apariencia menor, de simples notas al margen, de colección de citas y pequeñas anécdotas, eran una obra mayor.
            Desde el principio se plantearon muy conscientemente como una obra literaria, no como un desahogo personal. Antes de poner la primera línea, el autor había leído y releído a sus clásicos –de Montaigne a Pla, de Stendhal a Borges– y era muy consciente de lo que quería y de lo que no quería hacer: cada anotación debería estar trabajada como un poema, no debería sobrar ni faltar una palabra; el estilo sería llano, conversacional, pero sin concesiones al anacoluto ni a las imprecisiones propias del habla coloquial.
            Las anotaciones de este diario admiten la lectura independiente, y por eso puede comenzarse su lectura por cualquier página: en todas ellas hay un rasgo de humor o de inteligencia, una anécdota significativa, una cita memorable. Leído en orden cronológico es también una lúcida crónica del cambio de siglo.
            Los diarios de Iñaki Uriarte, escritos entre 1999 y 2010, se publicaron en tres breves tomos, varias veces reeditados. Ahora se reúnen en un volumen no demasiado extenso, al que se le añade un epílogo inédito formado por anotaciones sin fecha escritas con posterioridad.
            Iñaki Uriarte se autorretrata como un escéptico, un hombre indolente ajeno a cualquier fanatismo, al que lo que más le gusta es sentarse en una terraza a ver pasar la gente o a leer sin prisa un libro.
            Pero tras esa vida de perpetuo jubilado que veranea en Benidorm y ejerce de acompañante de su mujer, que es quien trabaja y se ocupa de las cosas prácticas, hay una intrigante biografía que poco a poco se nos va desvelando en iluminadoras ráfagas: el nacimiento en Nueva York (conservó hasta hace poco la nacionalidad norteamericana), una estancia en la cárcel, extravíos varios antes de llegar a la serenidad de la madurez.
            Taller literario, libro de viajes, arte de vida, todo eso son estos Diarios. Hay también en ellos muchos personajes retratados al minuto que los convierten en una Comedia humana en miniatura, pero mi preferido es más que humano: un gato que lleva el nombre de su escritor más admirado, Borges. Le vemos llenar de felicidad muchas de estas páginas y en el epílogo, en las que quizá sean las líneas de más contenida emoción, se nos cuentan sus días finales.
            Pocos escritores han conseguido más con menos, decía al principio. Un único libro, anticipado en tres entregas, le ha bastado a Iñaki Uriarte –como a Chamfort, como a La Rochefoucauld, como a Montaigne– para lograr un sitio cierto en la historia de la literatura. Quien tiene ese libro, tiene un tesoro.

domingo, 20 de octubre de 2019

Ángel González, Ricardo Labra y algunas precisiones sobre cómo no estudiar la poesía española contemporánea



Ángel González en la poesía española contemporánea
Ricardo Labra
Luna de Abajo. Oviedo, 2019.

Se repite a menudo que los escritores célebres tras su muerte suelen pasar una temporada en el purgatorio antes de llegar a la gloria literaria o al infierno del olvido. El purgatorio de Ángel González ha sido, está siendo, especialmente doloroso para sus lectores y admiradores. Tras su muerte, en 2008, los medios de comunicación han hablado menos de su poesía que de las agrias desavenencias de su viuda con quienes fueron sus principales estudiosos y sus mejores amigos.
            Ángel González en la poesía española contemporánea, un grueso tomo de más de quinientas páginas, en contraste con esas informaciones, pretende ofrecernos un nuevo y riguroso análisis de su obra poética. El autor tiene a gala –y así lo hace constar reiteradamente a lo largo de estas páginas– ser uno de los principales promotores del volumen Guía para un encuentro con Ángel González, que en 1985 sirvió de pistoletazo de salida para iniciar un “segundo proceso canonizador” del poeta y sus compañeros de generación.
            El origen del libro está en una tesis doctoral, dirigida por Araceli Iravedra, leída, en la Universidad de Oviedo y que obtuvo, como suele ser habitual, la máxima calificación de un tribunal del que formaban parte Luis García Montero y otros destacados especialistas, como María Payeras Grau.
            Se trata de una tesis que es efectivamente una tesis, o varias, que no se limita a hacer un recuento de la bibliografía existente. En cada una de las tres partes de que consta el libro, y que podrían haberse publicado como investigaciones independientes, Ricardo Labra ofrece ideas originales: la existencia de dos procesos canonizadores en la generación del cincuenta, caso único a su entender en la literatura española; la peculiar reescritura que Ángel González hace de sus propios poemas en otros poemas posteriores; la continua presencia de Juan Ramón Jiménez en la obra última del poeta.     Sus minuciosos comentarios de diversos poemas de Ángel González resultan también muy personales y, en ocasiones, arriesgados. No es por ello, como tantos estudios académicos sobre poesía española, un libro inane y consabido, sino plural, polémico y enriquecedor.   
            El benemérito esfuerzo de Ricardo Labra se encuentra, sin embargo, lastrado por ciertas deficiencias terminológicas y conceptuales. Debería explicar más claramente en qué consiste un “proceso canonizador”. De la lectura de sus páginas se deduce que confunde “canonización” –entrar a formar parte del canon o, como yo prefiero decir, de la historia de la literatura– con “promoción”. La generación del cincuenta tuvo dos momentos promocionales: uno en los años cincuenta, cuando sus integrantes se inician en la vida literaria, y lo hacen tratando de llamar la atención, como todos los nuevos escritores. Polemizan con escritores ya consagrados, organizan homenajes, antologías, se presentan a premios y maniobran para conseguirlos.
            Pero el que algunos de ellos logren un lugar en la historia de la literatura y otros no (Jaime Gil de Biedma frente a Jaime Ferrán, por ejemplo) no depende –como parece pensar Ricardo Labra– de que uno aparezca en la fotografía del homenaje a Antonio Machado en Collioure y el otro esté ausente de ella. Tampoco de que el primero lograra entrar en la antología que, según Labra, “canoniza” a los poetas del medio siglo, Veinte años de poesía española (1939-1959), de José María Castellet, porque el segundo también los fue.
            Las páginas dedicadas a esa primera antología de Castellet nos permiten señalar otra de las limitaciones de esta investigación, limitación, por cierto, que no es exclusiva suya, sino de buena parte de los estudios universitarios sobre la poesía española del siglo XX. Los autores en estos trabajos curriculares no dan la impresión de haber leído a los poetas que estudian, sino lo que los críticos o los propios poetas han escrito sobre su poesía; tampoco parecen haber leído las antologías a las que se refieren tan profusamente, sino solo los prólogos a esas antologías.
            Ricardo Labra ha leído y releído la obra de Ángel González, pero resulta dudoso –a juzgar por lo que dice de ellos– que de Eladio Cabañero y de otros poetas de la generación que califica y descalifica haya leído más que sus “poéticas” en alguna antología o sus nombres en algún recuento. Lo que parece seguro es que desconoce, más allá de la extensa introducción del antólogo, Veinte años de poesía española.
            Siempre se refiere al libro como una antología generacional, pero difícilmente puede ser generacional una antología cuyos cuatro primeros seleccionados (y por este orden) son León Felipe, Dionisio Ridruejo, Miguel Hernández y Gerardo Diego. Se trata de una antología de la poesía de posguerra realizada desde el punto de vista de la generación más joven, no de una antología generacional. Por otra parte (y esto es algo que no se señala) los nombres de los poetas del cincuenta seleccionados solo muy parcialmente coinciden con el posterior grupo “canónico”: Carlos Barral, María Beneyto, Ángel Crespo, Jaime Ferrán, Jaime Gil de Biedma, Lorenzo Gomis, Ángel González, José Agustín Goytisolo, Jesús López Pacheco, Claudio Rodríguez, José María Valverde.
            Una fotografía se reitera en las historias de la literatura (la famosa del 27 en el Ateneo de Sevilla, la del homenaje a Machado en 1959) porque quienes aparecen en ella son ya en ese momento, o llegarán a ser posteriormente, autores significativos. Pensar que alguien no alcanza reconocimiento, no llega a ser incluido en el canon, porque no apareció en una fotografía que se hizo cuando él era joven es de una ingenuidad que no resulta menos risible por figurar en estudios muy serios. Lo mismo que pensar que si Isaac del Vando Villar, Adriano del Valle y otros poetas ultraístas no obtuvieron el reconocimiento de Lorca, Guillén o Cernuda es porque Gerardo Diego los dejó fuera de su famosa antología.
            A partir de 1985, cuando comenzaron en Oviedo los homenajes a Ángel González y sus compañeros de generación (en los que tanta parte tuvo Ricardo Labra), no hubo un segundo proceso canonizador, sino promocional: esos poetas, ya con un sitio en la historia de la literatura, llegaron a un público más amplio, eso es todo (y a veces la popularidad les vino no por su poesía sino por motivos tan pintorescos como sus reiteradas anécdotas etílicas).
            En algunos casos, los errores de Ricardo Labra no son compartidos por otros estudiosos de la poesía del siglo XX, sino que son exclusivamente suyos, debidos a su tendencia a refutar los hechos ciertos con hipótesis indemostrables.
            Baste un ejemplo. En 1993. Ángel González publicó una nueva versión de su “Oda a los nuevos bardos”, aparecida inicialmente 1977. El autor afirma explícitamente que es “rigurosamente contemporánea” de la versión anterior, pero Ricardo Labra no le cree, piensa que ha sido escrita años después cuando ya los novísimos estaban “periclitados” y además algunos de sus poetas más destacados “habían comenzado también a reivindicar su obra poética en los años ochenta”. Para desmentir un documento –la carta de Ángel González sobre la fecha en que escribió un poema– hace falta otro documento, no vaguedades interpretativas.
            A la hora de establecer antecedentes, de relacionar un texto con otro, Ricardo Labra no se muestra demasiado riguroso. El largo título que Ángel González coloca a uno de sus libros, Muestra, corregida y aumentada, de algunos procedimientos narrativos y de las actitudes sentimentales que habitualmente comportan, lo relaciona, y “no solo tangencialmente”, con una de las notas que Juan Ramón Jiménez coloca al frente de su Segunda antología poética. En ella indica que ha hecho, respecto de la antología anterior, “modificaciones importantes en cuanto a la ponderación y reparto de la obra; y he quitado y he añadido. ‘Edición disminuida y aumentada’, podría decir”.
            A Ricardo Labra le parece que Ángel González sustituye en ese título “desde el eje paradigmático el adjetivo ‘disminuida’ por el participio pasivo ‘corregida’ para realizar, al mismo tiempo, una directa alusión a Juan Ramón Jiménez, poeta caracterizado por su desaforada propensión a la corrección permanente de sus textos poéticos”.
            Más bien ocurre al revés: es Juan Ramón Jiménez quien ingeniosamente varía la expresión “corregida y aumentada”, frecuenta en las reediciones. Ángel González se limita a utilizar muy adecuadamente esa frase –aunque resulte insólita incluida en el titulo–, ya que se trata de una edición “corregida” (de algunas erratas) y “aumentada” de un libro suyo aparecido un año antes, en 1976.
            A pesar de lo muy discutible que resulta en alguna de sus afirmaciones (yo tengo señaladas bastantes más de las que he comentado), Ángel González en la poesía española contemporánea es un libro necesario, no solo porque nos devuelve la figura del poeta al lugar que nunca debería haber abandonado, sino porque nos obliga a repensar lugares comúnmente aceptados por la crítica, especialmente la crítica académica, que suele gozar de un prestigio no siempre merecido, al menos si nos atenemos a los estudios sobre poesía actual.

lunes, 14 de octubre de 2019

Local, universal



Oriundos
Fernando Fernández
Cataria Ediciones. Ciudad de México, 2019.

Por el más pequeño rincón del mundo, pasa la historia del mundo. Fernando Fernández –poeta y ensayista mexicano nacido en 1964– quiso conocer la historia de sus abuelos, que emigraron a México en los años veinte, y para ello volvió a la aldea de la que habían partido, Asiego, en el concejo de Cabrales, residió allí durante un tiempo, se entrevistó largamente con sus escasos habitantes.
            Fernando Fernández ha investigado con rigor y minuciosidad, pero Oriundos está lejos de ser un tedioso trabajo académico, una monografía sobre la emigración o sobre la vida rural. Es un espléndido trabajo literario. Una galería de retratos. Una novela sin ficción.
            El punto de partida no puede resultar más sugerente: la fotografía en la que el maestro de Asiego aparece rodeado de sus alumnos. El abuelo del autor, hijo del maestro, la llevó consigo hasta el final de sus días. Así se la describe en uno de los primeros capítulos: “En medio de los niños, en las gradas improvisadas contra la pared de piedra no lejos de la Escuelina, el Tío Aquilino es el centro de un sistema solar de treinta y seis planetas incipientes. Un sistema de historias, un semillero de destinos, un punto de partida de treinta y seis direcciones cuyo eje será su infancia en aquel pueblo, las paredes de esa escuela, la personalidad de este maestro”.
            Oriundos es una crónica con muchos personajes, todos ellos con su personalidad y su enigma, todos ellos perfectamente caracterizados, pero tiene dos claros protagonistas, Santos y Fernanda, los abuelos del autor. Con la muerte de la segunda comienza el libro: “Fernanda murió un viernes de marzo, una tarde de sol esplendoroso que daba un tono vívido a las jacarandas recientemente florecidas de la Plaza de Uruguay. A los noventa y dos años, había conservado la fuerza y la buena disposición, y hasta poco antes de caer enferma ninguna mañana dejó de levantarse temprano para ponerse al frente de los asuntos domésticos, pendiente de la cocina, de la puerta y del teléfono”. Esa muerte no termina de relatarse hasta el último capítulo: Fernanda fue la última superviviente de un mundo que, mientras ella viviera, seguía vivo y que gracias al buen hacer de su nieto resucita ahora ante nosotros.
            Casi todos los personajes que aparecen en este libro son ancianos. Unos han perdido la cabeza, y viven entre dos mundos, otros siguen llenos de vitalidad, como Quilo el Viejo, que “a pesar de los ochenta y seis años que acababa de cumplir, a pesar de la soledad y las pérdidas que marcaron la última etapa de su vida” se había mantenido joven y ello se notaba en que comía con la voracidad de un muchacho, conducía, fumaba tres o cuatro puros al día, según se nos relata en “Reencuentro en Avilés”.
            De vez en cuando, como no podía ser de otra manera en una investigación de estas características, el propio autor se convierte en personaje y acá y allá nos deja entrever pasajes de su biografía. Tiene, sin embargo, el buen gusto de no ocupar nunca el primer plano: solo nos cuenta aquello que tiene que ver con la historia de aquellos niños que aparecen en la foto de la Escuelina.
            La gran historia se entrecruza, como no podía ser de otra manera, con la pequeña historia, con la unamuniana intrahistoria: la guerra civil deja su huella en esta remota aldea y en estas vidas. También la historia de México: la llegada al puerto de Veracuz en diciembre de 1923 del abuelo Santos coincidió “con el estallido de una rebelión militar que tuvo precisamente a esa ciudad como escenario”. Pero aunque pasaran la mayor parte de su vida en México, aunque murieran allí, estos emigrantes nunca dejaron de sentirse asturianos de Asiego, una remota aldea encaramada en los Picos de Europa, el mejor lugar para admirar la más emblemática de sus cumbres, el Naranjo de Bulnes.
            Como en la gran literatura, en Oriundos la crónica local llena de pequeños detalles exactos sobre unos muy concretos personajes, nos habla de ellos y de nosotros mismos. La pericia del autor convierte esta historia familiar en un relato simbólico sobre los enigmas de la condición humana.
           

viernes, 11 de octubre de 2019

Cuerpo y calma



La batalla de los centauros
Juan Antonio González Iglesias
Libros Canto y Cuento. Jerez, 2019.

Pocos poetas tan fieles a la tradición clásica como Juan Antonio González Iglesias, pocos también tan rigurosamente contemporáneos. Su primer libro, La hermosura del héroe, comienza con “Olímpica Primera”, una oda al nadador Martín López-Zubero que no habría desdeñado firmar Píndaro, a quien se cita en los versos iniciales. Su entrega más reciente, La batalla de los centauros, incluye otra oda, esta vez a un héroe anónimo (un ciclista que sube a un tren de cercanías), que recrea la fascinación del mundo clásico por el cuerpo humano sin incurrir en mimetismo alguno, como si un griego de la época de Pericles fuera a la vez contemporáneo nuestro.
            Poeta culturalista y culturista, González Iglesias. La biblioteca alterna con el gimnasio como escenario de sus versos. Abundan en sus poemas las citas, los homenajes a escritores, pero es también el poeta del canto al cuerpo, al propio y al de sus camaradas, a la manera de Walt Witman. Esto es mi cuerpo se titula uno de sus libros más significativos: “Esto es mi cuerpo. Aquí / coinciden el lenguaje y el amor / La suma de los libros / que he escrito ha dibujado / no mi rostro, sino algo más humilde / mi cuerpo”.
            A los muchos poemas que tienen por escenario el gimnasio, La batalla de los centauros añade “Colega”: “Lleva toalla y ropa / interior del ejército de tierra. /Si coincidimos, entrenamos juntos. / Desconozco su vida, y él, la mía. / Desconozco su nombre. / Nos bastan unos cuantos monosílabos. / Ni anillos, ni pendientes, ni tatuajes, / ni piercing en su piel. / Está desnudo cuando está desnudo. / Es mi colega del gimnasio. Juntos / honramos de la única manera / posible a los antiguos espartanos”.
            Biblioteca, gimnasio y también centros comerciales. En Un ángulo me basta, otro de sus libros fundamentales, cita González Iglesias una frase de Ramón Buenaventura: “La poesía más eficaz de todos los tiempos se está practicando hoy y se llama publicidad”.
            Ya en la “Olímpica Primera” incluía como un verso más un eslogan publicitario: “genuino sabor americano”. Ahora uno de los poemas del nuevo libro, “Consejos a un joven cachorro”, termina volviendo del revés “el eslogan de la colonia Hugo: / Don’t innovate. / Imitate”.
            En una plaza principal de Burdeos, recuerda las palabras que allí pronunció Víctor Hugo hablando de los Estados Unidos de Europa y las de los monarcas franceses en el atrio de la catedral, pero a ellas prefiere las “del vagabundo, al lado / del McDonalds, diciéndole esta tarde / a su perro, en voz baja / y con mucho cuidado: Siéntate”.
            A poemas como “En el tesoro de la catedral” (nos describe, con precisión y belleza, la catedral de Albi, “vertiginoso baluarte / de Occitania”, y el Mapamundi, uno de los más antiguos, que en ella se guarda), se contraponen otros como “Veta de oro en medio de la tierra”, una metafórica veta de oro encontrada en un ambiente tan prosaico como el Mercadona de Benidorm.
            “Canción para pedir más carril bici” o “Parkour” (“Quedan cuando amanece. Silenciosos practican / equilibrio de gato sobre la balaustrada. / El verdadero don no es la musculatura, / sino la voluntad”) se titulan otros poemas, que alternan con los que mencionan a Horacio, Marguerite Youcernar o Epicuro.
            Hay también sigilosos poemas de amor y un homenaje al poeta Pablo García Baena, uno de sus maestros, que es una de las más hermosas elegías que se hayan escrito nunca: “Me gusta imaginar a Dios parecido a ti”.
            Desde sus primeros versos más barrocos, más elaboradamente gongorinos, González Iglesias ha ido evolucionando hacia una poesía más despojada, menos llamativamente preciosista, a veces solo un apunte, pero siempre una lección de vida.
            No sale de su mundo González Iglesias con La batalla de los centauros. No lo necesita. Pocos poetas tan personales y tan capaces de aunar verdad y belleza, serenidad y asombro, cuerpo y calma.