sábado, 29 de noviembre de 2014

Javier Cercas, impostura y moralina


El impostor
Javier Cercas
Random Hause. Barcelona, 2014.

Hay libros que llegan a la librería en silencio, casi de incógnito, y otros que lo hacen acompañados de un considerable ruido mediático. Es lo que ocurre con los de Javier Cercas después del éxito inesperado de Soldados de Salamina.
            Antes de abrir la primera página de El impostor, la promoción lo ha destripado tanto que casi podríamos prescindir de su lectura: cuenta la historia real de un impostor, Enric Marco, un hombre que se hizo pasar por superviviente de un campo nazi sin serlo, y para ello, según técnica habitual en este tipo de obras (recordemos, por citar un caso reciente El marqués y la esvástica sobre González-Ruano), convierte al propio investigador en personaje (el libro comienza con capítulos alternos: en los impares se nos refieren las perplejidades y dificultades de Cercas a la hora de realizar su investigación mientras que en los pares cuenta lo que va sabiendo de Marco). Hay un tercer componente en El impostor, ya no narrativo, sino reflexivo o ensayístico en torno a las relaciones entre realidad y ficción, el franquismo, la memoria histórica.
            La reconstrucción de la peripecia biográfica de Enric Marco resulta, con mucho, el más interesante de esos tres ingredientes. El impostor podía haberse limitado a ser una excelente crónica periodística sobre un superviviente, sobre un niño maltratado y sin estudios que, tras una vida no precisamente fácil, llega a la Universidad y consigue el público reconocimiento por su labor sindical y social, seguido de la humillación pública cuando se descubren las mentiras de su currículum: había estado en una cárcel nazi, pero no en un campo de concentración: había ido a trabajar a Alemania como “trabajador voluntario”, forzado como tantos por la necesidad y allí sería acusado de “alta traición”.
            Pero la crónica, aunque utilice las técnicas narrativas de la ficción y resulte con frecuencia más apasionante, carece del prestigio de la novela. Por eso Javier Cercas insiste en que su libro es una novela, si bien no de estirpe decimonónica, sino quijotesca. Y se convierte él mismo en personaje y convierte en personajes a familiares, como su hermana o su hijo, y a otros colaboradores. Esas páginas dan la impresión de estar estiradas al máximo; abundan en ellas, no los “pequeños detalles” exactos de los que hablaba Stendhal, sino nimiedades sin interés. Un buen ejemplo de ello puede ser el capítulo 12 de la segunda parte. Cuenta una comida con su hermana y dos amigos suyos que fueron compañeros de Enric Marco cuando era directivo de la asociación de padres de alumnos de Cataluña. El autor no ahorra ningún detalle, por insignificante que sea y, si se le olvida algo, no deja se subrayar ese olvido: “Ya nos habían traído el primer plato, aunque yo estaba tan concentrado en la conversación que no recuerdo lo que pedimos, y no lo apunté en la libreta donde tomaba notas. Sí recuerdo que ellos ya habían matado la sed con una cerveza y estaban con el vino, y que yo no bebí ni vino ni cerveza”. Leyendo estos capítulos, tan inmoderadamente alargados, nos viene a la memoria la frase de Voltaire: “El secreto de aburrir es contarlo todo”.
            Cercas parece que quiere contarlo todo, no tanto sobre Enric Marco, sino sobre él en relación con Marcos, además y contarlo más de una vez. No ayuda a la agilidad de la prosa un manierismo estilístico que ya aparece en las primeras líneas: “Yo no quería escribir este libro. No sabía exactamente por qué no quería escribirlo, o sí lo sabía pero no quería reconocerlo o no me atrevía a reconocerlo; o no del todo”. Ese uso continuo de la conjunción disyuntiva pretende quiza reflejar las dudas y perplejidades del autor, pero a menudo suena a cansina fórmula.
            El tercer componente del libro es el más discutible. Javier Cercas no es solo, o no pretende ser solo, un narrador. El impostor quiere ir más allá de la concreta historia de un “impostor”, aspira a denunciar ciertos aspectos de la realidad española. El caso Marco fue posible porque “la memoria histórica” se convirtió en “la industria de la memoria” (si es que no era ya lo mismo desde el principio, según Cercas): “¿Qué es la industria de la memoria? Un negocio. ¿Qué produce ese negocio? Un sucedáneo, un abaratamiento, una prostitución de la memoria; también una prostitución y un abaratamiento y un sucedáneo de la historia, porque, en tiempos de memoria, esta ocupa en gran parte el lugar de la historia”.
            Duras palabras, pero sin demasiado fundamento. Cierto que Marco dio numerosas charlas en colegios sobre el Holocausto antes del descubrimiento de su impostura, pero el propio Cercas señala que no ganó dinero con ello, que vivía de su jubilación. ¿Se convirtió alguna vez la búsqueda de fosas comunes en un negocio? Convendría que Cercas nos aclarara si cree, como aquel diputado del PP, que algunos solo se acuerdan de sus abuelos asesinados y enterrados en cualquier cuneta cuando hay subvenciones de por medio. O si dejaron de publicarse libros de historia, o de cultivarse la ciencia histórica, en los tiempos en que se promulgó la ley de la memoria histórica.
            Uno de los capítulos más interesantes del libro aparece casi al final y consiste en un diálogo imaginario entre autor y personaje (a la manera de Niebla de Unamuno, pero en este caso ambos son reales). En ese diálogo, Cercas pone en boca de Marco las razones de sus dificultades psicológicas para escribir este libro (que el lector no acaba de comprender bien, aunque se insista tanto en ellas, ni tampoco que le obligaba a escribirlo si no quería): ¿Cuál fue la razón del éxito de Soldados de Salamina, la novela que le dio la fama, sino un hábil aprovechamiento de la moda de la memoria histórica? ¿No cuenta ese libro una historia real, la del fusilamiento de Sánchez Mazas, y otra que se quiere hacer pasar por real, sin serlo, la del republicano Miralles? ¿No se debió el éxito del libro, en buena parte, a ese engaño, lo mismo que el éxito de Marco tuvo que ver con el cambio de lugar de su encarcelamiento en la Alemania nazi?
            Javier Cercas sabe investigar, saber contar. Quizá en este libro debería haberse limitado a las aventuras y desventuras de un hombre nada común, Enric Marco (algo más que un impostor), hacerse él mismo con su familia a un lado y prescindir de digresiones en torno al Quijote, a veces traídas un tanto por los pelos, o de simplificadoras moralinas sobre los pocos héroes que se atreven a decir No cuando la mayoría dice Sí. Pero son esos materiales superfluos los que convierten a lo que podría haber sido un espléndido ejemplo de crónica periodística en una presunta novela de estirpe cervantina y los que propician el prestigio crítico y el eco mediático.

sábado, 22 de noviembre de 2014

Philip Levine, la simple verdad


La búsqueda de la sombra de Lorca
Philip Levine
Edición de Andrés Catalán
Visor. Madrid, 2014.

Philip Levine no es un poeta muy conocido en España, aunque él conoce bien la literatura española. Descubrió la poesía con Lorca y entre sus maestros se encuentran Antonio Machado y Miguel Hernández, protagonista del poema “El regreso: Orihuela, 1965” (“Un solitario cuervo desciende contra el sol / y los campos susurran su coraje”).
            Coetáneo de los poetas sociales españoles, Levine residió en España en los años sesenta. Su infancia y su adolescencia transcurren en los medios obreros de Detroit. La fascinación española de este poeta estadounidense no se centra solo en la literatura; se siente especialmente atraído por el movimiento anarquista, por figuras como Ascaso, Durruti o Ferrer i Guardia.
            La búsqueda de la sombra de Lorca es una antología que, de su amplia obra, rescata aquellos poemas en los que está presente la huella española. La selección y traducción es obra de Andrés Catalán, uno de los más interesantes poetas jóvenes. El título no resulta quizá demasiado afortunado. Cierto que Lorca aparece en varios de los textos, pero no hay nada epilogalmente lorquiano en estos versos realistas, autobiográficos, que cantan en sordina y cuentan la simple verdad, una verdad que nunca es simple.
            El libro representado con mayor amplitud se titula precisamente así, The Simple Truth (1994), y quizá convendría que el lector español que desconoce a este poeta comenzara por él su lectura. No teme Levine acercarse a la prosa, ni tampoco –ya lo dije– a la simple verdad de su vida, pero sus poemas, que parten de la anécdota, no se quedan en ella.
            “Acerca del encuentro entre García Lorca y Hart Crane” se titula el primero de los poemas seleccionados de The Simple Truth. A Levine le importan menos esos dos poetas, que se miran sin conocer cada uno el idioma del otro, que quien ha propiciado el encuentro: “El joven que los ha juntado / sabe tanto español como inglés, / pero le duele la cabeza de saltar / una y otra vez de un idioma / a otro. Para descansar un momento / se acerca a la ventana a mirar / el East River, que se oscurece / allí abajo según va cayendo la noche”. Ese joven, Arthur Lieberman, era su primo y su pequeña historia le interesa más que los grandes nombres.
            Capítulos de su autobiografía parecen ser buena parte de los poemas de Levine. En “Alma” se describe, con humor y precisos rasgos costumbristas, Castelldefels, el pueblo español en que residió, pero solo es un marco para tratar de lo que de verdad quiere hablarnos: su desarrollo espiritual, sus difíciles relaciones con lo que algunos llaman “alma”.
            “El trato” que da título a otro poema es el que hizo “acuclillado en medio del ruidoso ambiente matinal / de los muelles de Génova”: cambiar un ejemplar de los poemas escogidos de Eliot “por una navajita y dos magníficos limones”.
            Poesía que se acerca a la prosa, al relato minimalista, como en Carver, pero que, sin que sepamos muy bien la razón, nunca se confunde con ella. Poemas viajeros en muchos casos: “Fuera en la oscuridad” comienza en la autopista entre dos carriles entre Tetuán y Fez; “Más y más azul” en el puerto de Barcelona, un día del verano de 1965, a punto de embarcarse en el carguero Kangaroo.
            Poemas de viaje que son también historias de fantasmas: el del “hombrecillo sin afeitar, de unos cincuenta años”, anticipo del propio fantasma, que encontramos en “Polvo y memoria”; el de la hermana, cuyo “grito agudo de terror” escuchó una noche en Sevilla, a miles de kilómetros de distancia; el de su abuelo, Josef Prisckulnick, “que vino de Escocia en 1905 / en el navío Arcadia y se pasó dos meses / en la isla de Ellis porque un pasajero / enfermó de viruela dos días después de salir de Glasgow / y murió, sin que nadie le llorara, en tránsito” y que se intercambia con Troksky en “La lección de español”; el de su madre, en el verano de 1936, en el poema sorpresivamente titulado “Mi madre y su bolso en el verano en que asesinaron al poeta español”.
            En un libro de diez años después, Breath: Poems, encontramos otro poema de apariciones y desapariciones que es quizá la más conmovedora de estas elegías familiares, “Mi hermano Antonio, el panadero”.
            “Toda poema es de circunstancias”, decía Goethe. Las circunstancias que motivan estos poemas nos remiten a los años del franquismo, a las consecuencias de la guerra civil española y al revés del sueño americano, al mundo de los obreros mal pagados, bien distintos de los que sonríen en los anuncios de televisión. Un mundo, a pesar de las apariencias, no muy distinto del nuestro. Y hablan también de esas otras circunstancias (“envejecer, morir: el único argumento de la obra”, como escribió Gil de Biedma) que no cambian de un tiempo a otro.





            

sábado, 15 de noviembre de 2014

Martín López-Vega, hacer de cada día una obra maestra


La eterna cualquiercosa
Martín López-Vega
Valencia. Pre-Textos, 2014.

Los poetas, salvo raras excepciones, no escriben libros de poemas, sino poemas que luego se reúnen en libro. En la última recopilación de Martín López-Vega, autor de obra abundante que no gusta de anclarse a una sola tradición, hay un puñado de espléndidos poemas y algunos prescindibles experimentos.
            Comencemos por los poemas que justifican el libro, los que acreditan que la obra poética de López-Vega, iniciada en Travesías (1996), ha logrado escapar de todas las Circes que le han tentado con sus piruetas a lo largo de su ya dilatada singladura.
            Comienza La eterna cualquiercosa con un himno a la cotidianidad, a todo lo que miramos sin ver. Detrás está la lección de Alberto Caeiro y de Álvaro de Campos, del mejor Pessoa: “Es hermoso caminar solo entre la bruma / sabiéndose tantos a la vez. / Soy una conversación de inexistentes. / Soy lo que queda de una infinidad de futuros / que viven su truncada existencia dentro de mí. / Es hermoso haber elegido tantas veces: / soy un cruce de cruces de caminos”.
            A la antología viajera que López-Vega ha ido escribiendo desde su primer libro se añade ahora “Junio”, hermoso poema en que un grupo de amigos comen pescado frente a las costas de Croacia “mientras un mirlo / picoteaba una cereza / y dejaba dentro su canción”.
            La amistad tiene un lugar central en la poesía de este autor. “Yendo a casa de Xuan Bello con unas semillas que le traigo de Portugal” se titula uno de los poemas más arriesgados del libro; podía haberse quedado en una cordial banalidad, en una anécdota más o menos bien contada, pero en él está el poeta López-Vega de cuerpo entero, con esa fórmula solo suya de mezclar cotidianidad y cultura, muy concretos datos biográficos y un vislumbre sobre esa otra realidad que hay tras la realidad. En este poema, unas palabras de Lucrecio sobre la dificultad de llevar a los versos latinos los hallazgos de los griegos “a causa de la pobreza de nuestra lengua” le sirven para ponderar la capacidad de Xuan Bello de poner “en asturiano claro” la complejidad del mundo contemporáneo, y poco después alude a su mejora de la vieja receta del “bacalhau con natas”.
            Y a la par que los amigos, la familia. A la figura de su abuelo ha dedicado López-Vega algunos de sus más conmovedores poemas. En “Esfera”, el abuelo vuelve de donde no se vuelve para revelarle “cosas que solo se intuyen en el amor y en la música”. Reaparece, esta vez bajo un prisma de humor, en “Mis influencias como científico”: “Mi abuelo era un filósofo cuya obra / se resume en un tomo que consta / apenas del título: Oír, ver y callar”. Otro conmovedor (y consolador) poema familiar: “Una manzana para Margarita”. Elegía y justificación de la poesía: “Por eso escribo poemas / para sentir la salud / para encender la luz / que una y otra vez el viento de la vida apaga”. Pero el poema que yo prefiero de estos poemas familiares lleva el título de “Reunión”. Comienza con un encuentro familiar en la terraza de un restaurante, “en Asturias, / en la Toscana o en el Carso, a la sombra de manzanos, / olivos o castaños”. Tras unos demorados versos llenos de pequeños detalles exactos, descubrimos el carácter onírico, imposible, anhelado de esa reunión “en la que estamos todos para siempre / con nuestras risas que no cesarán nunca / nuestros vasos / que una mano invisible mantendrá siempre llenos / y ninguna herida, / ningún dolor / ningún remordimiento”.
            Entre las elegías a amigos y maestros que se integran en el libro, destaca “Puerta entornada”, dedicada a Seamus Heaney, otra historia de fantasmas. Y no conviene olvidar los poemas de amor. “La corriente del golfo” se titula uno de ellos y es uno de los más originales que se hayan escrito nunca. Hasta el último verso, mejor, hasta la última palabra, parece que está hablando de otra cosa, pero basta un nombre (el mismo que encontramos en la escueta dedicatoria del volumen) para darle un nuevo sentido, el verdadero, a todo: “Siempre que algo brilla / la responsable es una planta microscópica. Llámala / felicidad, llámala calma, llámala Patricia”. El otro poema de amor, “La eterna cualquiercosa”, que cierra el libro y le da título, tiene una estructura cinematográfica. Vemos desde fuera una casa rodeada de un pequeño jardín, escuchamos el canto de los pájaros, nos acercamos a la ventana, oímos a una pareja que charla en la cocina, alguien pasa en bicicleta, entrevemos el aleteo de un colibrí: “Si entrásemos, veríamos sobre la mesa del salón / una guía de aves y un libro de poemas / con un verso subrayado: Well, / not every day can be a mastepiece. / Que no sea por no intentarlo. / Que no sea por no haber puesto atención  / que no alcancemos / el árbol de la vida, / la fuente de la juventud, / la eterna cualquiercosa”.
            Cuando llegamos al final ya nos hemos olvidado de los ejercicios de taller (“Coloquio sobre Ícaro”, “Cantar de Mío Cid”), de alguna bien intencionada obviedad (“El verdadero poeta va solo. / Los que van en manada son el coro”) o de ciertas incursiones en el divagatorio fárrago. Quizá esas presuntas caídas son deliberadas, quizá estén puestas entre los poemas más intensos para permitirnos un respiro.
            Y termino subrayando un divertido poema encontrado (la relación de reparaciones en una iglesia de Braga) y las precisas referencias –el poema “Roscoe” puede servir de ejemplo– a la realidad americana en que actualmente transcurre la vida del poeta asturiano, que fue periodista y librero y ahora es profesor en la Universidad de Iowa.


sábado, 8 de noviembre de 2014

Leila Guerriero: un decir que es un hacer


Zona de obras
Leila Guerriero
Círculo de Tiza. Madrid, 2014.

¿Se imaginan un libro de recetas de cocina en el que cada capítulo fuera comestible? Pues eso es lo que es esta Zona de obras: un libro sobre periodismo en el que no hay página que no sea un ejemplo del mejor periodismo.
            “Periodismo” es una palabra ambigua, como todas las palabras de algún interés. El periódico –el impreso periódico– es un contenedor, al igual que el libro, y lo que contiene tanto puede ser lo que en sentido estricto se entiende por periodismo como lo que suele denominarse literatura: poemas, relatos, novelas por entregas.
            ¿Y qué se entiende habitualmente por periodismo? El reflejo efímero de la actualidad: la noticia del día, las declaraciones del político de turno, el comentario sobre un libro recién publicado o una película que se acaba de estrenar.
            El periodismo, en sentido estricto, pierde interés cuando pierde actualidad, por lo general al día siguiente de ser publicado, y solo lo vuelve a tener, macerado en la hemerotecas, cuando se convierte en fuente de información para la pequeña y para la gran historia del mundo.
            La literatura, se publique o no en el periódico, aspira a permanecer, a no tener fecha de caducidad, y por eso acostumbra a saltar de las perecederas páginas del diario a las más duraderas del libro, hasta ahora lo más adecuado para mantenerse a flote sobre la efímera actualidad.
            Pero hay periodismo que, sin dejar de serlo, sin dejar de atenerse al dato exacto y a la comprobación de las fuentes, es también literatura, gran literatura: aspira a permanecer en la memoria de los lectores, a ser leído y releído, no solo a ser consultado por los historiadores o los curiosos, cuando el tiempo pase, en las hemerotecas.
            El género estrella de ese periodismo literario es la crónica, que tuvo su primer auge con el modernismo –Rubén Darío, José Martí, Gómez-Carrillo–, pero que los cultivadores actuales prefieren emparentar con el nuevo periodismo de Tom Wolfe.
            La crónica cuenta hechos verdaderos con las herramientas de la ficción. Necesita, como la literatura, tiempo y también espacio; por eso, aunque tiene cabida en los diarios, su lugar natural son las revistas o directamente el libro. Leila Guerriero se refiere con frecuencia a algunas de las grandes revistas latinoamericanas en las que se publicaron muchos de sus textos, como El Malpensante o Etiqueta negra; también a una obra maestra del género, Operación Masacre, de Rodolfo Walsh, que apareció directamente como libro.
            Zona de obras reúne artículos o conferencias en los que la autora reflexiona sobre su trabajo. Podían ser textos menores, apresuradas páginas para salir al paso de algún encargo, curiosidades para los estudiosos del periodismo. Leila Guerriero nunca se pone estupenda, nunca eleva el tono para intentar darnos una clase magistral, pero a menudo consigue pequeñas obras maestras. Un ejemplo: “El bobarismo, dos mujeres y un pueblo de La Pampa”, perfecto ejemplo de crónica sobre la literatura y la vida, la vida y la literatura, y de cómo las personas no siempre son lo que parecen. Otro ejemplo: “Lista” que es, como tantos poemas, una enumeración caótica, en esta ocasión de las cosas que ayudan a escribir. “Aterrador” es un ejemplo más, casi un poema: “Hay días así. / Los largos días en los que no sucede nada”.
            Textos breves, autobiografía y poesía; textos más largos, ejemplo y lección, colección de precisas citas, recuerdo constante de los maestros más cercanos, como el ya citado Rodolfo Walsh o Martín Caparrós. Y mucho cine, mucha novela, mucha poesía: el buen periodismo, el que ahonda en la realidad, el que no se queda en la superficie, se nutre sobre todo de lo que no es periodismo: el gran arte, la memoria personal.
            Cierto que alguna vez, como no podía ser de otra manera, discrepamos de sus afirmaciones. Apoyándose en Javier Marías, afirma que “no hay ponzoña peor que el barro fofo donde chapotean el eufemismo y la corrección política”. Pero lo mismo que, según afirma en otro lugar, conviene evitar “los comentarios ofensivos disfrazados de comentarios ingeniosos”, debería tenerse en cuenta que el eufemismo puede ser una forma de delicadeza y la corrección política una manifestación de respeto hacia las minorías.
            De grandes temas y pequeñas minucias, habla Leila Guerriero en este vademecum, en este breviario que todo aprendiz de periodista debería llevar consigo, pero que no interesa solo a los que se van a dedicar ese oficio al parecer en riesgo de extinción, sino a todos los que nos dedicamos a otro igualmente hermoso e igualmente arriesgado: el oficio de vivir.

sábado, 1 de noviembre de 2014

José Luis Piquero, crónicas del lado oscuro


Cincuenta poemas. Antología personal (1989-2014)
José Luis Piquero
La Isla de Siltolá. Sevilla, 2014.

En poesía, como en tantas otras cosas, menos es más. Un centenar de poemas, escritos a lo largo de casi treinta años, no parece una cosecha excesiva. Suficiente, sin embargo, para otorgarle a José Luis Piquero un lugar de excepción en la poesía contemporánea.
            Lo acredita la antología que con el título deliberadamente poco imaginativo de Cincuenta poemas acaba de publicar. Apenas hay en ella poemas inéditos, pero eso importa poco; la mayoría de los poemas nos vuelven a golpear como si los leyéramos por primera vez.
            Porque hay poetas que acarician y poetas que golpean, y Piquero es de los segundos. Le gusta hacer sangre, volver del revés nuestras confortables expectativas. En el prólogo, breve y sustancioso, nos dice que para él escribir no es un fin en sí mismo, sino solo una etapa de un proceso “en el cual lo más importante es lo que sucede antes y después del poema: la búsqueda a ciegas, el encuentro con la sorpresa, el poso que queda en la conciencia tras haber atisbado una porción de realidad”.
            Lo que sucede antes del poema: pocos poetas nos dan como José Luis Piquero la impresión de directo autobiografismo; no ahorra los nombres propios, las anécdotas reconocibles; a veces el lector tiene la impresión de que le dan a comer carne cruda, sanguinolentas vísceras.
            Pero es solo una impresión. No hay más que comparar la poesía de José Luis Piquero con la de tantos poetas en la estela de Bukowski o de Roger Wolfe para darse cuenta de que él no se conforma con hacernos partícipe de sus puntuales ocurrencias más menos escatológicas o de sus excesos etílicos.
            José Luis Piquero no busca, o no solo busca, confesarse, rebelarse, exhibir su mala conciencia: busca conocimiento, entender el mundo sin caer en las trampas que nos tienden la ideología y las falsas evidencias. Utiliza para ello el método inductivo, va de lo particular a lo general, y practica la vivisección: emplea el bisturí sobre sí mismo, y sin anestesia, para analizar cómo funciona un ser humano por dentro.
            En los primeros poemas son patentes los maestros –Cernuda, Cavafis, Gil de Biedma– a los que homenajea en algún título o en algún pasaje concreto, pero muy pronto se evidencia su personalidad, que no se confunde con la de ninguno de ellos, que le distancia ya desde su primer libro, Las ruinas, de la legión de los epígonos.
            Gusta Piquero, como tantos poetas de su generación, de hablar de sí mismo, y de todos nosotros, utilizando la máscara de un personaje. La elección de esas máscaras le define: Caín, Judas, el Golem, el Cíclope, los traidores, los monstruos (Monstruos perfectos titula uno de sus libros).
            Pero no todos los poemas nos muestran el envés de la condición humana, no todos nos dejan sin aliento. También hay espacio para la promiscua felicidad. “Romeo en el internado” nos cuenta un amor adolescente con trampantojo y comedia. Una historia de tres narra “Iván y Arancha en Praga”, elegía y oda a la juventud y a la felicidad representadas por una pareja de amigos. “Cuatro”, con sus rimas asonantes, tiene un aire de canción y de guilleniano canto a la felicidad (aunque al puritano Jorge Guillén le habría espantado el acorde sexual que se canta en el poema): “Esta noche los cuatro / nos damos libremente, como obsequios. / Ya no somos parejas y formamos / un círculo perfecto”.
            Abundan más, sin embargo, los poemas en los que el protagonista hace daño y se hace daño, los que dan consejos que escandalizan a los bienpensantes (léase “Mensaje a los adolescentes”), los que no nos permiten mirar hacia otro lado y entretenernos con consoladoras fantasías. “Llegó a ser adictivo, y ahora entiendo a los santos y a los mártires”, nos dice al comienzo del poema “Quemaduras”, que trata de las autolesiones. “Amenazando con hacerlo” se ocupa del chantaje emocional de los falsos suicidas. Al melodramatismo de esos textos quizá sea preferible la sordina de “Abrigo azul”, que vale por un cuento de Chejov o de Gógol.
            El amor, como la amistad, como todo lo que vale la pena en este mundo, está lleno de trampas. José Luis Piquero nos las muestra todas, nos hace caer en ellas, nos ayuda a levantarnos. Quienes prefieren la maldad inteligente a la bondadosa bobería no deben dejar de leer a este poeta de la hiriente lucidez, al que le bastan un puñado de poemas –ni él ni nosotros soportaríamos más– para hacerse un sitio de excepción en la poesía contemporánea.