jueves, 29 de marzo de 2018

Cómo no escribir un poema



Estos días azules y este sol de la infancia
Poemas para Antonio Machado
Visor Libros. Madrid, 2018.

Las antologías temáticas rara vez son antologías; los libros de homenaje no lo son nunca. Una antología supone dos criterios: el primero señala el campo a abarcar (una generación, un siglo, un autor, un movimiento); el segundo, separa el grano de la paja, selecciona solo los mejores poemas.
            En las antologías temáticas –poemas al padre, a Nueva York, al libro o al fútbol– el antólogo suele conformarse con que el asunto elegido aparezca en el poema, aunque sea muy tangencialmente; en los libros de homenaje, se acentúa el todo vale, lo que cuenta es la amistad, la admiración y la buena intención.
            Para celebrar su número mil, algo insólito en una colección de poesía y solo conseguido por algunas ediciones de bolsillo, Visor ha reunido una serie de poemas en homenaje a Antonio Machado. Unos pocos ya habían sido escritos con anterioridad; la mayoría son poemas de encargo, una glosa del último verso de Antonio Machado, que da título al conjunto: “Estos días azules y este sol de la infancia”.
            El resultado es tan heterogéneo que sirve muy bien para representar a una caótica colección de poesìa donde los nombres imprescindibles de las últimas décadas alternan con otros más que prescindibles, ganadores por lo general de algún concurso, y las excelentes traducciones con las manifiestamente mejorables.
            Casi un centenar de poemas contiene Estos días azules y este sol de la infancia pero hace falta muy buena voluntad para encontrar más de una docena de poemas. En su mayor parte resultan naderías (no importa si firmados por nombres respetables: Claribel Alegría, Antonio Colinas); solo en unos pocos casos resultan representativos de su autor. Un ejemplo, las “Diferencias” de Antonio Carvajal, con su cuidada y algo manierista versificación: “Todo respira paz: la misma rosa / de ayer, su igual color, su igual perfume; / el mismo viento y fronda rumorosa; / la misma sed que abrasa y no consume / el cristal del arroyo; los bulbules / –coros de amor astrales– / con su misma canción; la igual fragancia / de las cómodas anchas, maternales. / Pero no son los mismos días azules / ni este es el mismo sol que hubo en tu infancia”. Otro ejemplo: Pablo García Casado y su poema en prosa sobre el acoso escolar. A veces el poeta parece caricaturizarse a sí mismo, como Manuel Vilas en la enumeración feísta de su “Vida de un hombre cualquiera” o Luis Antonio de Villena en la versiprosa de “El tiempo siempre es algo distinto”.
            Muy pocos poetas salen con éxito del encargo: Felipe Benítez Reyes y sus serventesios alejandrinos asonantados, Lorenzo Oliván y su oración al Dios ibero, Luis Alberto de Cuenca y su memoria de infancia.
            Ada Salas, de acuerdo con su estética minimalista, reduce al máximo la glosa, exactamente a dos adverbios, también muy machadianos (“Hoy / todavía / estos cielos azules y este sol de la infancia”), mientras que Joaquín Pérez Azaústre, José Luis Rey, Antonio Lucas o Juan Carlos Mestre dan rienda suelta a su verbalismo habitual (no exento de encanto en el caso de Rey ni de eficacia, aunque más en la recitación que en la lectura, en el caso de Mestre.
            Por lo general, los poemas que se salvan del libro ya se habían escrito antes (no siempre el encargo es la mejor musa) y otro habría sido el valor de esta antología si se hubiera limitado a seleccionar entre los poemas dedicados a Antonio Machado, algunos tan espléndidos como “Fatum”, de Miguel d’Ors, o “Camposanto en Colliure”, de Ángel González. Con este último dialoga el de Luis García Montero, que nos habla de otra visita, años después del famoso viaje generacional de 1959,  a ese cementerio: “Se conmueve el camino a la orilla del mar. / Parece un látigo en el aire / de febrero lluvioso. / Cuando baja del coche, / Ángel González duda, / pone sus pies heridos en la historia / y sube muy despacio, / entre muros franceses / y casas repintadas / con el azul de los veranos / hasta llegar al cementerio”.
            Antonio Machado, tras su muerte en el exilio francés, se convirtió en algo más que un poeta, en un símbolo cívico, lo que acabó transformándole en una figura de cartón piedra y potenciando la parte más caduca de su obra.
            Muchos de estos prescindibles ejercicios insisten cansinamente en esa huida de España y en la muerte en la pensión Quintana. Se agradece por eso el cambio de tema de Jenaro Talens, una elegía a su abuela muerta en tierras distante, e incluso el despiste de Clara Janés, que manda un poema dedicado a Max Planck (donde, por supuesto, no se menciona el verso de Machado) y en la editorial, marca de la casa, no hay nadie que se dé cuenta.
            Aunque incluya algún poema entre tantos ejercicios, el lector de poesía puede prescindir de este libro, que sin embargo dará mucho juego en los talleres literarios, al enseñarnos no cómo escribir un poema, sino cómo no escribirlo.
           

viernes, 23 de marzo de 2018

Susana Benet y el silbido de un mirlo



Grillos y luna
Susana Benet.
La Isla de Siltolá. Sevilla, 2018.

Nada  mejor que el haiku y el soneto para contraponer las poéticas de oriente y occidente. Ambos tienen mucho en común: cada una de esas formas estróficas constituye un poema completo, terminan con un verso (o unos versos en el caso del soneto) que dan sentido al conjunto, se insertan en una tradición que, como todas, vive del enfrentamiento entre ortodoxia y heterodoxias, buscan quedar en la memoria del lector.
            Tienen mucho en común, pero son completamente diferentes: el laborioso juego de rimas y las 154 sílabas del soneto se reducen a las 17 del haiku, donde además sobra la forzada repetición de sonidos al final. El soneto es una pieza arquitectónica, con su andamiaje lógico, sus recurrencias y sus simetrías; el haiku es una iluminación, un caer en la cuenta, un decir apenas y donde siempre se dice más de lo que se dice.
            Aprender a escribir un soneto lleva su tiempo; la técnica del haiku es intuitiva y está al alcance de cualquiera, del niño y del anciano, del sabio y del ignorante. Un buen soneto es una conquista del autor; un buen haiku es un regalo que la poesía nos hace.
            Y de la legión de poetas que hoy cultivan esa veterana tradición japonesa a nadie le ha hecho la poesía tantos regalos como a Susana Benet.
            Desde el inicial Faro del bosque (2006) lleva publicados media docena de libros de haikus, casi un millar de esas prodigiosas miniaturas, y nunca nos cansamos de leerla. ¿Dónde reside su secreto? Los haikus tienen mucho de impersonal, en ellos el autor puede borrarse más fácilmente que en otras formas poéticas; Susana Benet, sin embargo, ha logrado que los suyos sean inequívocamente suyos.
            No gusta, como tantos, de las deliberadas japonerías, del pastiche orientalizante, aunque no falten grillos y luna (así se titula su último libro), gatos y nubes, primaveras y otoños, según parece exigir la evanescente retórica del haiku.
            En sus versos, Susana Benet lava la ropa, la tiende, se asoma a la ventana, da un paseo, va de compras, riega las macetas, se deja asombrar por la lluvia o por el canto de un mirlo.
            Sus haikus pueden parecer hechos de nada, simples anotaciones al paso: ese chopo medio verde, medio amarillo, en un ribazo; las briznas de hierba que encuentra pegadas a sus suelas cuando regresa a casa; las plumas del periquito que caen al agua en que bebe el gato; el semáforo que sigue cambiando de luces en la noche desierta.
            Escribir como escribe Susana Benet no ha resultado un proceso sencillo. De hace un siglo datan los primeros intentos de haiku en lengua española. No podían entonces los poetas abandonar las muletas de la rima ni el rebuscado adjetivo. Un ejemplo de José Juan Tablada: “Garza, en la sombra / es mármol tu plumón. / móvil nieve en el viento / y nácar en el sol…”
            Al poeta modernista sin la rima le parecía que la poesía quedaba demasiado desnuda. El famoso haiku de Basho (“Un viejo estanque, / se zambulle una rana, / ruido del agua”) Valle-Inclán lo “embellece” de la siguiente manera: “y el espejo de la fontana / al zambullirse de la rana / ¡hace chas!”
            Susana Benet observa, recuerda, anota: “Sobre una loma / se empina entre los pinos / la torrecilla”, “No está el colegio. / Solo ha quedado en pie / la buganvilla”, “El viento agita / el reflejo de un árbol / dentro del agua”, “Guarda la lana / la forma de tu cuerpo. / Vieja chaqueta”.
            “Esto lo hago yo”, dirán algunos lectores. Y es posible que tengan razón. El burro flautista de la fábula de Iriarte, si intentara ser poeta en lugar de músico, seguro que lo que se salía “por casualidad” era un haiku y no un soneto.
            Más fácil le resulta escribir un haiku a un niño que a un versificador habitual. Para escribir haikus hay que aprender poco, pero hay que desaprender mucho. No añadir nada, por ejemplo, al contraste entre el blanco y el rojo que nos sorprende de pronto en la cocina: “Partido en dos, / qué blancas sus semillas. / Pimiento rojo”.
            Siempre fiel al esquema de las diecisiete sílabas y al contraste entre los dos versos iniciales y el último, a veces Susana Benet acentúa la sorpresa (“Sobre el chaleco / del anciano dos pétalos. / Ciruelo en flor”), pero más a menudo nos sorprende con su simplicidad: “El hortelano / con el meñique fuera / de la alpargata”.
            Son muchos los haikus que se nos quedan para siempre en la memoria, como  “limpio, vibrante, / el silbido de un mirlo / tras el chubasco”.
            Grillos y luna, un libro para beber a pequeños sorbos, con miedo a que se acabe (aunque no se termine de leer nunca porque resulta nuevo cada vez que volvemos a él).


           

viernes, 16 de marzo de 2018

Para qué sirve la poesía



La policía celeste
Ben Clark
Visor. Madrid, 2018.

La primera sociedad astronómica que se conoce fue fundada el año 1800 en un observatorio privado del norte de Alemania. Sus seis integrantes pretendían encontrar el planeta que, de acuerdo con la ley de Titius-Bode, debía situarse entre las órbitas de Marte y Júpiter. Para facilitar el trabajo dividieron el cielo en 24 partes y se dedicaron a observarlas minuciosamente constituyendo la llamada “policía celeste”.
            A esta historia alude Ben Clark al comienzo de La policía celeste. En el epílogo nos cuenta que ese planeta perdido, que no era un planeta sino un asteroide, fue descubierto a comienzos del año siguiente por Giuseppe Piazzi, un religioso italiano, fundador del observatorio de Palermo, que le dio el nombre de Ceres Ferdidandea, en honor de la diosa de Sicilia y del rey de Nápoles.
            Las referencias astronómicas abundan en el libro de Ben Clark. Un poema se titula “Ocho cometas” y alude a los descubiertos por la astrónoma del siglo XIX Caroline Herschel; otro, “La Vía Láctea y Andrómeda”. En esperando al Halley en 2061”, glosa –y traduce sus versos finales– el poema “Halley’s Comet”, del poeta norteamericano Stanley Kunitz, que pudo ser testigo –como Rafael Alberti– de dos de sus apariciones, la de 1910 y la 1986.
            El anecdotario familiar es otro de los integrantes del libro: de la enfermedad del padre, de su ingreso hospitalario, de su actividad de ceramista se habla en diversos poemas; también de una curiosa anécdota que tiene por escenario la isla volcánica de Tristán de Acuña.
            Ese poema –que lleva como título el nombre de la isla en portugués, “Tristán da Cunha”– ejemplifica bien el atractivo y las limitaciones de este volumen. Las dos primeras partes del poema –se separan con un triángulo que recuerda la silueta de la isla– nos cuentan que ha pasado la tarde viendo imágenes suyas en el ordenador; en la parte final, tras comentarlo con su padre, este le refiere una anécdota relacionada con la isla: “Nunca he creído en Dios / y una vez recé a Dios / implorando alcanzar Tristán da Cunha”. El problema es que leemos esa historia, muy a lo Joseph Conrad, y no nos la creemos: una fragata que apenas resiste, que ha perdido hasta los botes salvavidas, busca refugio en Tristán da Cunha, el rincón del planeta más lejano de cualquier otro rincón habitado; no lo consigue, los marinos piensan que van a morir. Así termina el poema: “Cuando / atracamos al fin en Buenos Aires / descubrieron que el casco tenía una gran grieta. / Recuerdo que hubo chistes / y risas y teníamos entonces / menos de veinte años. / Pero muchos / buscamos con la luna un puerto tibio / cerca del puerto frío y sé que todos, / dormidos o despiertos esa noche / susurramos el nombre del volcán”.
            ¿Pero cómo lograron navegar los miles y miles de kilómetros que los separaban de Buenos Aires con una gran grieta en el casco? ¿Y a qué vienen esas risas? ¿Y a qué viene esa moraleja final sobre buscar un puerto tibio cerca de un puerto frío y el susurro del nombre del volcán, incluso por los que dormían? ¿Podía alguien dormir cuando el barco estaba a punto de naufragar? No soy yo de los que opinan que el lector de poesía debe aceptar cualquier cosa, que en el poema cabe cualquier vaguedad y cualquier inanidad.
            El problema de este libro de Ben Clark es que los materiales que utiliza tienen bastante más interés que el uso que hace de ellos. Tecleamos Tristán da Cunha en el ordenador y nos encontramos con una historia fascinante, con una isla que parece sacada de una novela de Julio Verne –de hecho aparece en varias de ellas: Un capitán de quince años, La esfinge de los hielos, Los hijos del capitán Grant–; que está a más de dos mil kilómetros del lugar habitado más cercano, la isla de Santa Elena, donde desterraron a Napoleón; que es de propiedad comunitaria –ninguna familia puede cultivar más tierra ni tener más ganado que otra–; que en 1961 tuvo que ser evacuada completamente y sus 302 habitantes tardaron dos años en volver; que no hay aeropuerto, que un barco anual les abastece de medicinas, libros, revistas, correo…
            Lo mismo pasa cuando queremos saber más de la ley de Titius-Bode, enunciada por el primero, como si de un personaje de Borges se tratara, en dos apócrifos párrafos intercalados a la traducción de un texto ajeno, Contemplation de la Nature, de Charles Bonnet.
            Los poemas de Ben Clark carecen por lo general de tensión estilística, no aciertan a trascender la anécdota. Y deben ser leídos como algunos pretenden que debe ser leída la poesía, dejando aparcado el pensamiento. El poema “Los rotos” homenajea a Anne Sexton y afirma que la única división verdadera es la que separa a los que se han roto y los que no. ¿Y qué es lo que caracteriza a los rotos? Pues que son como todo el mundo: piden que se les quiera, que mascullan viendo las noticias, que hacen el amor con un poco de miedo y también algunas cosas más raras (no tiran las tazas) o más comprensibles: “querer estar solos después de que suene un portazo”.
            Tres o cuatro poemas se salvan del libro. “La habitación”, con su invitación al lector a viajar a la infancia del poeta, puede ser uno de ellos; otro, “La fiesta”, en su despojada sugerencia; también el que da título al conjunto, “La policía celeste”, que busca trascender las diversas anécdotas.
            Se salvan del libro, pero no parece que salven el libro, uno de más de esos volúmenes que se publican solo por ganar alguno de los numerosos e intercambiables premios de poesía que constituyen mala costumbre del mundo literario español. Lo que salva el libro son las referencias que nos llevan fuera de él, al fascinante mundo de la astronomía, a una isla remota que fue base temporal de balleneros y cazadores de focas y en cuya capital, Edimburgo de los Siete Mares, hay solo un bar, pero su consumo de whisky es uno de los más elevados del mundo (cincuenta litros de media por habitante y año).  
             
           

viernes, 9 de marzo de 2018

Jon Juaristi, más es menos



Sonetos de la patria oscura
Jon Juaristi
Edición de Rodrigo Olay Valdés
Renacimiento. Sevilla, 2018.

El soneto, contra todos los pronósticos, sigue gozando de buena salud. Cuando la mayor parte de las estrofas clásicas se ha convertido en arqueología –¿dónde las liras, las octavas reales, los tercetos encadenados?–, en el siglo XX  y en lo que va del siglo XXI se han seguido escribiendo sonetos que no desmerecen junto a los del Siglo de Oro.
            Un puñado de ellos los firma Jon Juaristi, fiel al esquema de los dos cuartetos y los dos tercetos desde su primer libro hasta el último. Ahora nos ofrece esas obras maestras del sarcasmo, la ironía y la melancolía, junto a otros que no parecen ser, para decirlo al modo borgiano, sino “laboriosas naderías”.
            Sonetos de la patria oscura –un título poco afortunado que copia otro de Gabriel Aresti e incluye el del libro más conocido de Juan Manuel Bonet– reúne, en edición de Rodrigo Olay, todos los sonetos publicados hasta la fecha por Jon Juaristi, con el estrambote de un prescindible inédito de agradecimiento al autor de la edición).
            La disparidad de estos textos es rasgo característico de  la poesía de Juaristi, un poeta que gusta del chiste fácil, la ocurrencia circunstancial y la enrevesada alusión erudita, un poeta de obra breve, pero a pesar de eso más de antología que de obras completas.
            Una decena o dos de estos sonetos bastan para otorgarle un lugar de honor en la historia de la poesía española y, lo que es más importante, en la memoria de  los lectores. Nadie como él sabe homenajear a un maestro o a un amigo. Un primer ejemplo lo encontramos en “Gabriel Aresti, 1981”; otro, en “Biblioteca Nacional”, pero quizá mi preferido es el titulado “Para la guitarra de Ángel González”, con su ritmo de corrido mexicano.
            Pocos pueden también equipararse en la expresión del amor-odio hacia su patria (esos sonetos son los que podría justificar el título del libro). Antes de convertirse en bien aprovechado ariete contra el nacionalismo vasco, ya había conseguido Juaristi expresar su conflictiva relación con el propio país en poemas como “Euskadi, 1984” (el más citado de esos poemas, “Spoon River, Euskadi”, es la traducción, aunque no se indique, de un epitafio de Kipling).  
            Con sentimentalismo de tango, escribe “San Silvestre, 1985”, que también lleva la fecha en el título, como subrayando lo que su poesía –una parte importante de ella-- tiene de crónica personal, de investigación sobre su adentramiento en la edad, para decirlo con un título de Bousoño.
            Otras obras maestras: “Dama de Elche”, burlona vuelta de tuerca al tema de las patrias y sus símbolos; el soneto polimétrico “2005”, autorretrato del autor a la altura de la cincuentena, con sus ecos de Manuel Machado y Campoamor; los borgianos, pero nada epigonales, “Denario bizantino” y “Un cruzado húngaro de 1546”; “Encuentro”, que no habría desdeñado en firmar Valle-Inclán.
            Junto a estas piezas memorables, otras esforzadamente ripiosas, circunstanciales o eruditamente enrevesadas. El lector que abra al azar el libro y tropiece con ellas es posible que lo abandone. Por eso habría sido necesario un mayor rigor autocrítico y editorial.
            El editor, Rodrigo Olay, combina cualidades que rara vez se dan juntas: es poeta, excelente lector de poesía y además uno de los más valiosos investigadores universitarios de su generación; aúna sensibilidad lectora y rigor universitario.
            En la introducción a esta antología, sin embargo, acaba ofreciéndonos más un excelente trabajo escolar que lo que debería ser un prólogo dirigido a todo tipo de lectores y muy especialmente al lector hedónico, al que gusta de la poesía, no de sus alrededores académicos.
            Como si participara de la opinión común de que un estudio riguroso  se caracteriza por la abundancia de notas, mientras que su ausencia, en cambio, es propia del ensayo dirigido al lector común, Rodrigo Olay prescinde de ellas.
            ¿Prescinde? No exactamente, sino que las incluye en el texto, ofreciéndonos así páginas –como las que van de la 28 a la 33– donde acumula minucias de dudoso interés y referencias aclaratorias que nos obligan a acudir constantemente al índice. Refiriéndose al soneto “El jardín de Abando” (el lector ha de rebuscar en el índice para ver en qué página se encuentra), nos dice que “el verso 12 rehace el verso gongorino ‘con razón Vega por lo siempre llana’, originalmente dirigido contra Lope”, pero no nos explica lo que significa el verso de Juaristi “con razón sana por lo siempre Mena” (yo no sé, como supongo que tampoco la mayoría de los lectores, a qué se refiere con “Mena”).
            Rodrigo Olay, en lugar de aclararnos las referencias oscuras que abundan en estos sonetos (y le habría sido fácil ya que la edición se hizo en constante comunicación con el autor), prefiere enumerar alusiones literarias, a veces un poco traídas por los pelos, que no siempre es necesario percibir para el disfrute del poema. O se entretiene en hacer estadísticas sobre los sonetos que siguen el esquema italiano o el inglés, los que separan tipográficamente las cuatro estrofas y los que no; ocupaciones quizá interesantes para un trabajo de clase que al lector – y quizá al estudiante– le importan poco.
            El autor de un libro no es el único autor del libro. La labor del editor que selecciona, ordena, prologa o anota  resulta igualmente importante para poner en valor un texto.



viernes, 2 de marzo de 2018

Muñoz Molina y la publicidad engañosa



Un andar solitario entre la gente
Antonio Muñoz Molina
Seix Barral. Barcelona, 2018.

El Robinsón urbano se titula el primer libro publicado por Antonio Muñoz Molina, en 1984, y podría titularse el último. Los paseos por Granada se han ampliado a Madrid, París, Nueva York, pero no son en lo esencial distintos. Le acompaña, ahora como entonces, la sombra tutelar de la literatura. Fueron Thomas de Quincey y Baudelaire quienes le enseñaron a ver la realidad de todos los días de una manera distinta. En Un andar solitario entre la gente –hermoso endecasílabo que Quevedo ha tomado de Camoens– sigue los pasos de esos autores y también los de Poe, Walter Benjamin, Oscar Wilde, Fernando Pessoa.
            Aquel delgado primer libro no engañaba: era una colección de espléndidos artículos; este último, en cambio, mucho más voluminoso (el Robinson urbano parece haber adquirido el síndrome de Diógenes), hace uso de la publicidad engañosa.
            De “fascinante novela”, de “audaz novela”, de “novela ecléctica y singular” se le califica en los paratextos. Se trata de una estrategia comercial de efectos contraproducentes. Es cierto que los límites entre los géneros literarios no resultan nítidos, que el mestizaje caracteriza a la literatura contemporánea, pero no por eso puede aplicarse el término “novela” a cualquier texto en prosa de cierta extensión. Los editores lo hacen a menudo, en la errónea creencia de que así sus productos se van a vender más; desprecian la inteligencia del lector, considerándolo un acrítico consumidor.
            Es posible que calificándolo de “novela” los libreros menos informados presten más atención a Un andar solitario entre la gente y que los suplementos literarios (tan dados a confundir crítica con publicidad) le dediquen una atención que no prestan a las misceláneas autobiográficas, pero no por eso se leerá más: defraudará a las pocas páginas a quien piense que va encontrarse con una nueva novela de Muñoz Molina.
            Pero el engaño no se limita a los paratextos, responsabilidad del editor, sino que el propio autor, al dividir en capítulos el texto, ha contribuido a la ceremonia de la confusión, tratando de disimular, como si eso fuera un defecto, lo que el volumen tiene de recopilación de piezas menores, relacionadas entre sí, pero autónomas.
            Un andar solitario entre la gente consta de dos partes, una bastante más extensa que la otra, y cada una subdivida en breves fragmentos con título en negrita (frases publicitarias, por lo general) que rara vez tienen que ver con su contenido (la ausencia de índice acentúa la confusión). Al lector se le induce a pensar que se trata de textos que pueden leerse independientemente, pero no es así; se agrupan en unidades mayores –los verdaderos capítulos– que el autor diferencia a veces, no siempre, con un salto de página. ¿A qué se debe esa deliberada confusión tipográfica, ese poner obstáculos al lector? A que el libro aparente lo que no es: una novela, ese género que no solo goza de un comprensible prestigio comercial, sino también de otro menos explicable entre los escritores, como si cualquier obra en prosa que no sea una novela fuera ya por eso mismo una obra menor.
            El lector audaz que no se deje desanimar por las trampas que ha puesto el autor, el que consiga no desanimarse con las primeras páginas enumerativas y reiterativas (Muñoz Molina ignora el etcétera y los puntos suspensivos), se encontrará con la sorpresa de un impactante relato (páginas 33-36) cuando creía que estaba leyendo otra cosa; con el continuo ir y venir sobre la biografía de ciertos escritores admirados; con la formulación, medio en broma, medio en serio, de nuevas disciplinas, como la Deambulología (páginas 117–122); con espléndidos poemas en prosa, como los de las páginas 186-187 o 202-203 (su primer párrafo tiene un título despistante: “Estoy solo a una App de ti”, según el habitual capricho del autor); no faltan las notas viajeras, escritas con la habitual caligrafía minuciosa del autor, ni los apuntes autobiográficos: la vida en el hotel mientras arreglan la nueva casa; la preparación ritual del desayuno; el recuerdo de los primeros encuentros clandestinos con su actual pareja; la reciente depresión; sus visitas al Café Comercial, donde se encuentra con un extraño personaje (aparece y reaparece como otro vano intento de dar un hilván novelesco al conjunto) en cuya boca pone sus reflexiones sobre lo que debe ser el arte contemporáneo y que expresan su propia poética al componer este libro: “el gran poema de este siglo solo podrá escribirse con materiales de derribo” (páginas 161-169).
            La segunda parte, bastante más breve, se titula “Don Nadie” y podría –y quizá debería– haberse editado independientemente. Las “ensoñaciones de un paseante solitario” –para decirlo con el título de Rousseau– tienen ahora como escenario Nueva York. El autor, que ha vivido largos años en esa ciudad, se despide de ella en una estancia solitaria de dos meses. Los dedica a pasear y a anotar lo que ve, a registrar voces y sonidos. El resultado puede leerse como un complemento de Ventanas de Manhattan, el otro libro que Muñoz Molina dedicó a una ciudad que es a la vez real y creación del cine y la literatura, de la ensoñación colectiva. Ahora Muñoz Molina nos habla de las calles y las gentes, no de monumentos y museos. Magistral resulta su paseo a lo largo de Broadway; la recreación del barrio en que vive, cerca de Columbia; el adentramiento por la terra incognita del Bronx.
            Unifica una parte y otra –da sentido al volumen– la actividad del autor atento a las voces de la ciudad, a los grandes anuncios y a los pequeños avisos, a los titulares de los periódicos. El paseante parece tener el síndrome de Diógenes y guarda todo lo que encuentra, lo anota sin perdonar minucia, nos lo ofrece en páginas y páginas tediosamente inventariales. El lector común se las saltará tras las primeras líneas, y no se perderá gran cosa. A veces una noticia (páginas 218-219) se dispone cortando las líneas como si fueran versos y el resultado es un poema-relato a la manera de Carver. La recreación del mundo feliz de los anuncios publicitarios (como en las páginas 284-285) supone un pequeño oasis frente a la habitual sequedad enumerativa.
            Revuelta almoneda, donde se entremezclan la reiterada pacotilla con piezas únicas de deslumbrante magisterio, Un andar solitario entre la gente habría ganado con una rigurosa labor de poda. También si autor y editores no se hubieran dedicado a ponerle trabas al lector, tratando de hacer pasar una fascinante miscelánea viajera, autobiográfica, metaliteraria (con páginas que oscilan entre el collage, el ensayo y el poema en prosa), por lo que no es: una novela, el más bulímico de los géneros literarios, el más incomprensiblemente sobrevalorado.
           
[Hablo de publicidad engañosa a propósito del libro de Muñoz Molina y, para no demostrar que no exagero, Babelia dedica la última del suplemento a anunciarlo como "una fascinante novela". Mentir sin complejos se llama esa figura, aunque como ejemplo de publicidad engañosa podían servir la mayoría de las reseñas del suplemento, por ejemplo la que Juan Luis Cebrián dedica a Vargas Llosa. ]