sábado, 30 de diciembre de 2017

Martín López-Vega, infancia, errancia


Gótico cantábrico
Martín López-Vega
La Bella Varsovia. Madrid, 2917.

El título del nuevo libro de Martín López-Vega parafrasea el de un conocido cuadro de Grant Wood, “American Gothic”. Representa a un granjero y su esposa frente a un edificio rural, vagamente neogótico. Sin duda los retratos de sus bisabuelos, que reproduce al final del volumen, le recordaron a esos dos inquietantes personajes, símbolos de la América profunda.
            Los recuerdos de infancia y la memoria familiar dan origen a buena parte de los poemas de Gótico cantábrico. Son recuerdos duros, nada sensibleros. “Mi padre me lo enseñó todo / acerca de cómo no debe ser un hombre”, comienza “Poema de género”. Poemas ásperos también en cuanto al ritmo, a la música tradicional del verso, que López-Vega rechaza expresamente. Traductor profuso de los más varios dominios idiomáticos, su poesía propia suena con cierta frecuencia a poesía traducida, como Juan Ramón Jiménez –con menos razón– decía de la de Cernuda.
            Pero no es el tono rememorativo, y a ratos de ajuste de cuentas familiar, el único del libro. Ya al comienzo nos sorprende “El jilguero de Plotino” –escrito en prosa–, donde en medio de un recuerdo de infancia, se reproduce un diálogo acerca de la felicidad con un extraño anciano que dice llamarse Plotino. “¿Qué placer es el que debemos buscar, entonces?”, pregunta el niño. Y esta es la respuesta que recibe: “No los de la intemperancia, ni los del cuerpo, que no siempre pueden satisfacerse y obstruyen la felicidad. Tampoco los excesos de alegría, sino aquellos placeres relacionados con la presencia del bien, que no están en movimiento, no devienen. Su placer y su serenidad son inmutables”. Suena demasiado a pegote esa conversación en medio de los recuerdos de una infancia entre manzanos y junto al mar. Un intento de dotar artificialmente de trascendencia al texto.
            Martín López-Vega no parece distinguir entre poema y ocurrencia más o menos afortunada.  Entre las segundas, creo que se encuentran sus “Variaciones para un autorretrato”: cada verso, cada línea mejor, es un neologismo creado a partir de varias palabras cuyas sílabas final e inicial coinciden. Así, “tedio”, “diócesis” y “sístole” quedan reducidos a “Tediócesístole”, uno de los versos del poema. Nadia habría perdido el libro si el poeta, bien aconsejado, hubiera dejado fuera estas variaciones. Tampoco parecen precisamente un acierto los dos poemas de tema político que se agrupan en el díptico “El tema de España”, crítica paródica de la transición y del 15-M. Mucho se ha dicho –y mucho se puede decir– en contra de ese período de la historia de España y de ese movimiento político. Pero lo que escribe López-Vega no pasa de malhumorado desahogo: “Los poetas burgueses se dijeron comunistas / y como coló, pues con todo así. / Y cuando los pusilánimes / empezaron a escribir novelas  / y nadie puedo decir que no había libertad / para decir pedo caca culo pis / el dispositivo estaba listo: / acordaron nunca hablar más del asunto, / se pusieron la camisa nueva / y sobre ellos descendió en silencio / el espíritu de la transición / que como buena paloma / se cagó en España, / pero no ellos”.  No más afortunado resulta “Vodafone Sol”, con su crítica simultánea del consumismo y de las acampadas de mayo que dieron origen a Podemos (hay un ingenioso, pero fuera de lugar, juego de palabras que convierte el baudelairiano Las flores del mal en Las flores del Mall).
            Las humoradas y el escaso rigor autocrítico, dificultan, pero no impiden, apreciar los logros del libro. Si hubiera que destacar algunos, comenzaría con la “Égloga Novena de Miklós Radnóti”, un perfecto ejercicio de heteronimia en el que López-Vega consigue ser el poeta no español, esloveno, letón o polaco, que siempre le habría gustado ser. Muy distinto, pero no menos admirable, es su “Idea de Iowa”, otra vuelta de tuerca –paisaje sin figuras– al cuadro de Grant Wood.
            Más ejemplos: el canto a la amistad de “Ir al incendio”, donde López-Vega se muestra capaz de escribir un largo poema sin salidas de tono; la enumeración caótica de “El sentimiento de un occidental” cuando contempla la ciudad –cualquier ciudad amada, Lisboa o Roma– y la imagina llena de monumentos a momentos especiales de su trayectoria vital (“monumento a cierto mediodía en Oporto que fue como si sobrase el resto de mi vida, / monumento a los días que fuimos a la yerba en Teberga”).
            Martín López-Vega ha puesto todo su empeño en traer a la poesía española otros nombres, otras músicas, otras tradiciones; siempre ha querido más ser un poeta europeo, centro europeo a ser posible, que español. En ese empeño ha sacrificado muchas cosas. ¿Demasiadas quizá? Este libro nos lo muestra de cuerpo entero, sin trampa ni cartón, afanoso por decirlo todo de todas las maneras, por recorrer el mundo sin olvidar que el centro del mundo está en los orígenes: en las luces y sombras de su personal y familiar gótico cantábrico.



            

viernes, 22 de diciembre de 2017

Jules y Edmond de Goncourt, memorias de la vida literaria


Diario. Memorias de la vida literaria (1851-1870)
Jules y Edmond de Goncourt
Edición, traducción y notas de José Havel.
Renacimiento. Sevilla, 2017.

Hay dos tipos principales de diarios íntimos. Uno, vuelto hacia adentro, todo reflexión e introspección, que acaba sustituyendo a la vida que nos vuelve la espalda o que no nos atrevemos a vivir. Es el diario de los tímidos. Su máximo ejemplo es el diario de Amiel, el oscuro profesor ginebrino, que para muchos sigue siendo todavía el ejemplo máximo del género.
            Otro es un diario que mira hacia fuera, lleno de nombres propios y de acontecimientos; que no se confunde con la crónica periodística porque cuenta lo que nadie cuenta, lo que las convenciones prohíben contar. Si se trata del diario de un político, como Manuel Azaña, se centra en la vida política; si es el de un escritor, en la vida literaria. “Memorias de la vida literaria” se subtitula precisamente la obra maestra de Jules y Edmond de Goncourt, que escandalizó en su tiempo, que sigue sorprendiendo todavía por su verdad y su capacidad de retener la atmósfera de una época.
            Los hermanos Goncourt constituyen el más perfecto ejemplo de colaboración literaria, también de simbiosis humana. En uno de los pasajes de su diario, se lee: “Ayer estaba yo en un extremo de la gran mesa del castillo de Croissy. Edmond, en el otro, charlaba con Thérèse. Yo no oía nada, pero, cuando él sonrió, sonreí involuntariamente y con la cabeza en idéntica postura… Nunca la misma alma había sido puesta en dos cuerpos”.
            El diario se comenzó a escribir el 2 de diciembre de 1851, el día en que se ponía a la venta la primera novela de ambos y en que Luis Napoleón, presidente de la República francesa, daba el golpe de Estado que lo convertiría en Napoleón III. Desde el comienzo, lo privado y lo público se entremezclan en estas páginas, que escribía Jules, pero teniendo en cuenta siempre las palabras de Edmond.
            Los inicios de esta obra ciclópea resultan un tanto titubeantes, demasiado centrados en los problemas con la censura de los dos jóvenes escritores y los lamentos por su falta de éxito. Pero enseguida eleva el tono y no podemos dejar de seguir leyendo.
            Flaubert se convierte en casi coprotagonista y en estas páginas le vemos de cuerpo entero en la época en que era llevado a los tribunales por Madame Bovary y se esforzaba por componer Salambó. Sus reflexiones sobre la novela nos indican que lo que le preocupaba era la forma, no el argumento. Incluso unos días antes de ponerse a escribir Madame Bovary la concebía de manera totalmente diferente: “Tenía que ser, en el mismo ambiente y con la misma tonalidad, una solterona beata y casta”. Otra confesión del novelista obsesionado con su obra: “El trabajo es el mejor medio de escamotear la vida”.
            El empeño de los Goncourt tiene que ver con el naturalismo y con el impresionismo: querían representar a sus contemporáneos en todas sus facetas y en “su verdad momentánea”, como se mostraban en el día a día, no como figuras de una pieza, tal como suelen aparecer en las memorias. Insisten en que las abundantes conversaciones entre literatos que reproducen han sido recogidas “casi taquigráficamente” y que no representan la opinión definitiva sobre un hecho o sobre una persona, sino la improvisación del momento, con sus hipérboles y sus salidas de tono.
            Jules, el más joven de los hermanos, el redactor del diario, murió en 1870. Su hermano decidió darlo entonces por concluido, añadiéndole solo un conmovedor epílogo: el relato minucioso de su enfermedad y de agonía.
            Esa primera parte del diario constituye una unidad en sí misma. Es el verdadero diario de los hermanos Goncourt; la continuación, aunque lleve el nombre de ambos, es obra solo de Edmond, que sobreviviría más de veinte años a Jules.
            Poco después de la muerte de Amiel, en 1881, se publicó una selección de su diario (las dieciséis mil páginas fueron reducidas a quinientas), que obtuvo de inmediato un éxito resonante. Fue quizá ese éxito el que llevó a Edmond a incumplir la promesa de que no publicaría el de ambos hermanos hasta después de su muerte. El primer tomo apareció en 1887 y causó el escándalo consiguiente: las conversaciones privadas aparecían aireadas en público, las barbaridades que unos escritores decían de otros ahora podían escucharlas los afectados y todo el mundo.
            No le asustaron a Edmond esas críticas ni las amenazas de demandas judiciales y a su muerte, en 1896, ya había publicado nueve tomos. Inauguró la costumbre, seguida de inmediato por Gide y por tantos otros, de que los escritores fueran publicando en vida su diario, como si fuera una parte más de su obra y no un complemento de aparición póstuma.
            A pesar del escándalo, las páginas del diario de los Goncourt habían sido convenientemente peinadas: hasta 1956, la Academia Goncourt, heredera de los hermanos, no se atrevió a publicarlo íntegro.
            Pero esa inmanejable edición completa –útil solo para los estudiosos– no es la más verdadera. En este volumen, tan cuidadosamente seleccionado, traducido y anotado por José Havel, se toman como base los tomos publicados por Edmond: un diario es una obra acumulativa, con inevitables altibajos, que mejora con una atenta labor de edición.
            De vez en cuando, nos encontramos con alguna reflexión heredera de La Bruyère y La Rochefoucauld: “No hablar nunca de uno mismo a los demás y siempre hablarles a ellos de sí mismos es todo el arte de agradar. Nadie lo ignora y todo el mundo lo olvida”.
            Pero lo más característico de este diario, al contrario que del de Renard, no son las frases memorables, sino las conversaciones recogidas en toda su vivacidad, los retratos al aguafuerte de los grandes hombres de entonces (Balzac, Baudelaire, Víctor Hugo), los diversos ambientes –del salón de la gran dama al prostíbulo–, los juicios y los prejuicios de una época –el Segundo Imperio– que aquí vuelve a la vida con todo su impactante esplendor y miseria.


sábado, 16 de diciembre de 2017

Andrés Trapiello, maravilla y chapapote



Mundo es
Andrés Trapiello
Pre-Textos. Valencia, 2017.

La aparición por estas fechas de un nuevo tomo del diario de Andrés Trapiello se ha convertido ya en casi una tradición navideña, como el anuncio de la lotería nacional. Los lectores habituales, que lo esperan impacientes, no van a sentirse defraudados. Mundo es contiene páginas espléndidas, a la altura de las mejores de su autor, que no muestra señales de decadencia ni de fatiga, y también esas otras, las menos, que hemos de saltarnos discretamente o que leemos y hacemos como que no leemos para no indignarnos.
            Páginas espléndidas: un centenar (casi un cuarto del libro) se dedica a un esperpéntico viaje a Colombia con motivo de un congreso de las Academias de la Lengua (merecían edición aparte: son una obra maestra del más impiadoso humorismo).
            Páginas espléndidas, acá y allá a lo largo del libro, recreación actual de las geórgicas virgilianas: las que tienen por escenario Las Viñas, la casa de campo del autor en las cercanías de Trujillo. Pocas veces el sentimiento de la vida rural se ha expresado con tanta verdad y con tanta belleza.
            Nada es nuevo en este diario para los familiarizados con los anteriores (las visitas a las librerías de viejo, los paseos por el Rastro, los viajes en tren con motivo de alguna conferencia, los retratos a plumilla del mundo literario), y todo es nuevo: Andrés Trapiello sabe darle otra vuelta de tuerca a lo mismo de siempre y nunca nos cansamos de escucharle.
            Es mucho lo que nos queda en la memoria al cerrar el libro: ese concierto privado en Las Viñas de tres músicos amigos; la visita nocturna a unas bodegas jerezanas; el aguafuerte de una pueblerina corrida de toros; el encuentro con la heredera de Pedro González Blanco; el canto de los pájaros, que Trapiello conoce como nadie, y sabe distinguir y jamás confunde el de uno con el de otro (incluso se atreve a ponerle al respecto algunos puntos sobre las íes a su admirado Juan Ramón).
            Pero junto al doctor Jekyll hay en Andrés Trapiello, como quizás en cualquiera de nosotros, un vengativo mister Hyde. En esta plural y prodigiosa miscelánea no faltan –como en ninguno de sus diarios– los brochazos inanes o indignantes. Y no nos referimos a sus opiniones políticas (las propias del neonacionalismo español, el de Azúa o Savater), que cada uno tiene las suyas, sino a las referencias a algunos escritores, por los que siente particular inquina. Así, Jaime Gil de Biedma (él lo llama GdeBiedma), sería un delincuente que hace alarde de sus delitos y al que RR (Rosa Regás) no dudaba en defender públicamente “siempre que no se cebara con sus nietos”.
            La homofobia que no se atreve a decir su nombre de Andrés Trapiello le lleva a momentos involuntariamente cómicos (léanse –páginas 37-40– el raro encuentro con dos adolescentes que volvían de clase y cómo les entrega todo el dinero que lleva y la frase que le dice su mujer: “menos mal que eran chicas y no chicos”). O a esta frase estupenda al comentar negativamente la novela de Proust: “El deseo, para que sea verdaderamente universal, ha de encarnarse en un particular. Y ese particular ha de ser hombre, mujer u homosexual”. Sin comentarios.
            Hölderlin, en uno de sus versos, afirma que el ser humano “es un dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona”. Andrés Trapiello sabe contar y cantar como nadie, pero el pensamiento abstracto, el razonamiento lógico no parece ser lo suyo.
            En una de las anotaciones breves que suelen separar los fragmentos más extensos del diario, escribe: “Una prueba fehaciente de la arbitrariedad e inutilidad de las normas ortográficas, e incluso gramaticales, viene dada por el respeto con que editores, lectores, críticos y profesores, admiten las que JRJ. impuso para sus escritos”.
            Y como él no va a ser menos que Juan Ramón también nos impone sus propios caprichos ortográficos: las palabras inglesas las escribe como suenan (o como le suenan) y los nombres propios los abrevia como le da la gana: ÁdelManzano, CFuentes, PR. (Francisco Rico), la BNacional, etc, etc.
            La ortografía es arbitraria, es convencional, pero no es inútil: permite leer sin tropiezos, sin que nos detengamos en la forma de la palabra. Decía el editor Jaume Vallcorba que una errata es como la mancha en un cristal. Un libro bien editado no tiene en sus páginas, cristal transparente que nos muestra el texto, ni erratas ni caprichos ortográficos (la ortografía de Juan Ramón Jiménez, por cierto, no era nada caprichosa, al contrario que las ocurrencias de Andrés Trapiello).
            Otra cosa, al margen de la ortografía, es el uso de X o de iniciales para referirse a personas concretas. Esa engorrosa costumbre, Trapiello la mantiene desde sus primeros diarios, pero de su necesidad no parece estar muy seguro porque se pasa la vida justificándola. Igual ocurre con si sus diarios son diarios o son novela y otras nimiedades que importan muy poco. Ganaría el libro si dejara de replicar al mínimo reproche de cualquier crítico o a la alusión malévola de algún colega; como no cita nombres, ni da mayores detalles, el lector queda fuera de esos ajustes de cuantas privados.
            En otros más países, no hay escritor, por importante que sea, que no esté asesorado por un editor literario que le ayuda a ver con objetividad su obra, a eliminar ocurrencias que no funcionan, a prescindir de afirmaciones que podrían considerarse calumniosas. Mundo es habría ganado mucho si sus editores no se hubieran limitado (se cuenta en el propio libro) a pedirle que eliminara un pasaje que podía molestar a una de sus X, un amigo común.
            La “novela en marcha” a la que su autor ha querido darle el nombre de Salón de los pasos perdidos sigue su marcha, dispuesta a competir con la Comedia humana de Balzac o los Episodios nacionales galdosianos. Admira y divierte, aunque de vez en cuando, quizá para que podamos ejercer la cervantina misericordia, nos obliga a mirar para otro lado y a hacer como que no hemos leído lo que hemos leído.


           

            

sábado, 9 de diciembre de 2017

Luis García Montero a puerta cerrada


A puerta cerrada
Luis García Montero
Visor. Madrid, 2017.

A partir de cierta edad, los poetas o dejan de escribir o escriben demasiado. Unos son conscientes de que han dicho todo lo que tenían que decir, otros se dejan llevar por la facilidad de quien domina los secretos de un estilo personal que casi se ha convertido en una “maniera” que funciona sola.
            Los malintencionados podrían pensar que Luis García Montero, a casi cuarenta años de la publicación de su primer libro, se encuentra en el segundo de los casos. Tras publicar en 2016 Balada en la muerte de la poesía, publica ahora el extenso A puerta cerrada. Pero la impresión de apresuramiento y de complacencia acrítica (un poco a la manera del último Guillén) resulta equivocada. La Balada, escrita en prosa, es un único poema de cierta extensión, con elementos reflexivos y narrativos; A puerta cerrada reúne los poemas escritos en los últimos seis o siete años, tras Un invierno propio. No hay apresuramiento, sino el ritmo habitual dueño de un mundo propio.
            ¿Y de qué nos hablan estos nuevos poemas? Del fracaso de la aspiración a cambiar el mundo y del inútil intento de refugiarse en la vida privada. Luis García Montero es fiel a su estilo: el lenguaje de todos los días, los escenarios de la vida cotidiana, pero siempre con una ligera vuelta de tuerca, con bien asimiladas libertades vanguardistas, que rompen el automatismo de lo consabido.
            Algunos poemas de A puerta cerrada tienen aire de canción –recuerdan los de Las flores del frío– y otros, los menos, cuentan una historia. Entre estos últimos se encuentra “Mónica Virtanen”, que puede entenderse como una versión posmoderna de “El tren expreso”, el poema de Campoamor al que García Montero se ha referido a menudo como uno de los que supusieron su iniciación en la poesía. Al tren le ha sustituido el avión; a los demorados tiempos del siglo XIX, las cinco horas de un transbordo, pero en uno y otro caso el poeta acierta a contar una historia de amor, que pudo haber sido y no fue, con música, emoción y misterio. Y con esos “pequeños detalles exactos” que, según Stendhal, sirven para convencernos de la verdad de un relato.
            Otra historia de amor, o varias historias de amor entrevisto reunidas en una (como en “La desconocida”, de Felipe Benítez Reyes) encontramos en “Callado y fijo”. Una mujer desnuda se pasea por la casa en la imaginación del que “vive cautivo”: “Si doy la luz enciendo Nueva York / o quizá Buenos Aires en la piel. / Corre el agua y la abrazo / en un puente del Sena. / Al abrir la nevera se descubren / un invierno en Berlín, / la risa de un hotel iluminado / igual que las botellas / el abrigo que esconde / poco después, arriba, silenciosa, / una mujer desnuda”.
            Poemas muy diversos, muy de tono menor a veces, los de A puerta cerrada y entre ellos, con la intención quizá de dar unidad al conjunto, varios dedicados a un extraño personaje, un lobo, como en el famoso poema de Rubén Darío, que de vez en cuando se pasea por la casa y dialoga con el poeta.
            Se trata de un lobo que puede emparentarse con el buitre que en el famoso soneto de Unamuno le “devora las entrañas fiero”. En el primer poema que se le dedica, titulado precisamente “Aparición del lobo”, se le define como “el lobo de la noche”: “Los ojos encendidos por detrás de los muebles. / La piel una espesura que roza las paredes. / El lobo de la noche ha llegado a mi casa. / Sus colmillos se abren y se cierran / como una campanada de reloj”.
            Es un símbolo ese lobo, no una alegoría fácilmente interpretable. Tiene algo del “lobito bueno” de José Agustín Goytisolo y a veces aparece como un vengador que “recorre la luz desde la altura / de un olor a veneno”. Otras, sorprendentemente, hace preguntas de antólogo o de alumno de un taller de poesía: quiere saber qué es un endecasílabo, qué significan el compromiso de un poema, si el poeta nace o se hace.
            A veces da la impresión de ser solo un artificioso recurso para darle unidad –unidad externa– al conjunto. No parece necesario: la unidad de un libro de poemas la dan el tono y el tiempo en que se escribe, las obsesiones del poeta cuando se acerca a los sesenta años y es consciente del derrumbe de las utopías por las que luchó toda su vida, por las que intenta seguir luchando cuando los cuerpos, como las ideas, “han perdido / su papel de regalo”.
            El poema “Vigilar un examen” toma como pretexto una situación muy habitual en el trabajo de un profesor para hacer un recuento de la propia biografía: “Miro en aquel pupitre / a ese niño que fui. Estaban las preguntas / en un folio marcado con yugos y sotanas. / De memoria sabía / rezar, callar, decir que sí, perdón, / no me lo tome en cuenta”. El examen es de historia de España: “Ser dos ojos / de persona mayor / doctorada en antiguas esperanzas / que una vez más observa / la fatuidad, la corrupción, la falta / de pudor en los jefes de la tribu”.
            Un libro de poemas no necesita ser más que un puñado de buenos poemas. Diez o doce de los que incluye A puerta cerrada están entre los mejores de su autor y la mayoría nos demuestran que no ha perdido el pulso, que rara vez se deja llevar por la retórica consabida, que aún sabe sorprendernos con un giro inédito de las palabras de la tribu y la peculiar mezcla de ternurismo y denuncia, cotidianidad y magia, que caracteriza a su manera de hacer desde los días de El jardín extranjero.


sábado, 2 de diciembre de 2017

Posverdades sobre Cleopatra


Cleopatra. La mujer, la reina, la leyenda.
Lucy Hughes-Hallett
Traducción de Amelia Pérez de Villar
Fórcola. Madrid, 2017.

De vez en cuando una palabra se pone de moda y se usa y se abusa de ella hasta que se convierte en una tapadera de la ausencia de pensamiento. Vivimos en el tiempo de la posverdad, se dice. Ya lo que importa no es que algo sea verdad o no, sino lo mucho o poco que se difunda en las redes sociales.
            Una espléndida monografía de Lucy Hughes-Hallett dedicada a la historia y al mito de Cleopatra viene a demostrar que la llamada posverdad es tan antigua como el mundo. Lo que importa, antes y ahora, no es la verdad, sino lo que creemos –o nos hacen creer– que es verdad.
            Los bulos de Internet, como los bulos de los historiadores romanos sobre Cleopatra, no se difunden porque sean bulos, sino porque quienes los reciben los aceptan como verdaderos.
            Lucy Hughes-Hallett ha escrito, con minuciosa erudición, un libro que no solo nos habla de una reina de Egipto que murió en el año 30 antes de Cristo, sino también de nosotros mismos, de nuestras secretas fantasías, y de las maneras de manipular la historia.
            De Cleopatra sabemos mucho y no sabemos nada. Ya las fuentes más antiguas entreveran realidad y leyenda, los datos reales y la manipulación que de ellos hizo Octavio, el futuro emperador Augusto, para convertir lo que era una guerra civil (la suya con Marco Antonio) en un enfrentamiento del Bien contra el Mal, de las virtudes romanas contra los vicios de Oriente, representados por Cleopatra, que había conseguido seducir al general romano y convertirlo en un pelele.
            Al “astuto, ambicioso y sin piedad” Octavio, Hughes-Hallett lo caracteriza de magistral manera: “carecía de las debilidades que hacen atractivo a un ser humano”. Esas debilidades las tenía en abundancia Marco Antonio, pero se le perdonaban porque era “generoso, impetuoso y valiente”.
            El análisis que se hace en este libro de la estrategia de Octavio para anular a su rival, de la propaganda política en la que llegaron a intervenir los más destacados escritores de su tiempo, con Virgilio a la cabeza, resulta magistral y nos ilustra de cómo en cualquier enfrentamiento bélico, en cualquier lucha por el poder, lo primero que hay que hacer es demonizar al adversario.
            “En un mundo de hombres, toda mujer es extranjera”, nos dice Hughes-Hallett en una de una de esas sentenciosas formulaciones que hacen tan atractiva su escritura. Según la leyenda que hizo circular Octavio, y que tan decisiva fue para que resultara vencedor en la guerra civil, “Cleopatra y los que pertenecían a su corte eran deshonestos y dados a los excesos, estaban obsesionados con el sexo y eran la quintaesencia de la feminidad (que es lo que tienden a ser los pueblos orientales, según la imaginación occidental)”. Roma, por el contrario, encarnaba todas las virtudes, que son por definición masculinas. Marco Antonio renunció a ellas al dejarse convertir por amor en siervo de una mujer.
            De esa mujer, las fuentes fiables nos dicen muy poco. Los vencedores se encargaron de hacer desaparecer los testimonios históricos que podían desmentir la leyenda. Las escasas certezas nos hablan de uno de los primeros talentos políticos de su tiempo, de alguien que se enfrentó con astucia a un enemigo muy poderoso y que a punto estuvo de ganarle la partida.
            Pero la Cleopatra que ha quedado en la historia no es la de la historia, sino la de la leyenda, una leyenda inmortal porque ha ido cambiando y adaptándose a los miedos, a las fantasías y a las obsesiones de cada tiempo. Apenas tiene importancia que del personaje histórico nada, o casi nada, quedara en el mito: “Cleopatra, una hermosa pantalla en blanco, resulta tanto más seductora cuanto menos se sabe de ella”.
            A la evolución de esa leyenda a lo largo de dos mil años se dedica la mayor parte de este volumen. La obra de Shakespeare, Antonio y Cleopatra, ocupa un sustancioso capítulo, como no podía ser de otra manera, pero no se presta menos atención a las adaptaciones de Hollywood, especialmente a la protagonizada por Elizabeth Taylor, que acabó siendo fuera de la pantalla una de las encarnaciones del mito.
            Lucy Hughes-Hallett conoce muy bien las literaturas inglesa y francesa, pero deja de lado por completo a la española, en la que también la reina de Egipto tiene su protagonismo. Recordemos, por ejemplo, el soneto de Manuel Machado: “Antonio, en los acentos de Cleopatra encantado, / la copa de oro olvida que está de néctar llena / y creyente en los sueños que evoca la sirena / toda en los ojos tiene su alma de soldado”. El título “Oriente” nos indica ya el valor simbólico que se concede a la viñeta de amor y muerte que narran los versos alejandrinos. Una obra semejante a la de Hughes-Hallett podría escribirse sobre la literatura y el arte españoles.
            Pero no es el acopio de erudición lo más admirable de este volumen, sino su brillante demostración de que, muy a menudo, la leyenda y los mitos ayudan a entender mejor a los seres humanos que las verdades, mentirosas o no, de la historia.