jueves, 23 de junio de 2016

Una jarra de vino entre las flores. Poemas de la dinastía Tang


Trescientos poetas de la dinastía Tang
Sun Zhu
Versión bilingüe de Guojian Chen
Cátedra. Madrid, 2016.

Quizá en ningún otro país fue la poesía tan importante como en China. En los exámenes para ocupar los más altos cargos del funcionariado escribir poemas constituía una de las pruebas principales.
            Guojian Chen lleva más de treinta años ofreciéndonos en español lo mejor de la poesía de su país (aunque él nació en Vietnam). Desde su inicial, Copa en mano, pregunto a la luna (que homenajea el poema más famoso de Li Po), de 1981, hasta libros de títulos tan llamativos como Antología de poetas prostitutas chinas (2010) o tan sugerentes como Poemas chinos para disfrutar (2012).
            Nadie más preparado que Guojian Chen, nacido en 1938, que conoció los rigores de la Revolución Cultural, que tradujo al chino muchas de las obras maestras de la literatura española y reside en España desde 1991, para servir de puente entre las dos culturas.
            De la dinastía Tang, que marca el período de máximo esplendor de la cultura china, ya nos había ofrecido una amplia muestra. Ahora traduce íntegra la más popular y apreciada de las antologías del período, Trescientos poemas de la dinastía Tang, que fue preparada en el siglo XVIII por Sun Zhu (firmaba con el pseudónimo de “Literato Solitario del Estanque Fragante”). Pretendía sustituir a una recopilación anterior, Antología de mil maestros, como libro de texto en los colegios y que a la vez fuera útil e interesante para los mayores. El título se basa en un dicho tradicional: “Aprendiendo bien trescientos poemas de Tang / sabrá escribir poesía el que no sepa”.
            Guojian Chen convierte el prólogo a esta antología en una pequeña enciclopedia sobre la historia de China y sobre la importancia que la poesía tuvo en su cultura. Solo de los tres siglos de la dinastía Tang –y se escribe poesía en China desde hace más de tres mil años– nos ha llegado la obra de cerca de cuatro mil poetas. Son cifras mareantes, ciertamente, pero Guojian Chen sabe detenerse especialmente en la obra de los tres poetas principales de la época: Li Bai, Du Fu y Wang Wei, con el añadido de un cuarto, quizá menos conocido entre nosotros, Bai Juyi, pero no menos significativo.
            Traducir poesía no es tarea fácil, traducir poesía china resulta casi imposible. Los varios nombres con que el conocido el autor más famoso –Li Po, Li Bo, Li Bai, Li Tai-po, Li Tai Pe– nos puede servir de ejemplo sobre esa dificultad: a veces al lector español le cuesta reconocer al mismo poeta entre los distintos nombres o al mismo poema entre diversas versiones.
            Y es que la poesía china que se lee fuera de China o no es poesía (no lo es la versión literal de un poema) o es obra escrita en colaboración. Por eso las traducciones más famosas de esta poesía, las de Marcela de Juan, deberían estudiarse dentro de la historia de la poesía española de posguerra (las primeras se publicaron en los años cuarenta en la revista Cántico). En ninguna antología de la poesía española debería faltar alguna de sus recreaciones de Li Po: “Al viento favorable, el navegante de los mares / leva el ancla y emprende un largo viaje. / Pronto se pierde hasta su estela / cual pájaro en el cielo”.
            Paradójico resulta que las mejores versiones de poesía china, al menos en español, sean obra de poetas que, como Octavio Paz o Víctor Botas, no sabían chino: “Una jarra de vino entre las flores. / Bebo solo, sin nadie. Pero invito, / levantando la copa, a la alta luna. / que se enciende en la noche y, si contamos / mi sombra, somos tres”.
            El valor histórico de esta antología resulta innegable, también el interés que despierta en la China de hoy (hay más de setecientas ediciones disponibles), pero su valor para el simple lector de poesía, no para el estudioso, resulta desigual. Los poemas más extensos y narrativos, los que con razón faltan en otras selecciones de poesía china, resultan apolillada arqueología. Así, el “Canto de la infinita tristeza” comienza de la manera más ramplona: “El monarca de los Han, / muy amante de las faldas, / ordenó que le buscaran / una belleza sin igual. / Más años y años pasaron., / sin que su ardiente deseo / se hiciera realidad”. Un poeta contemporáneo lo reduciría a los versos finales: “El cielo, y también la tierra, / por más que sus cielos duren, / han de terminar un día. / Mas esta inmensa tristeza / será, como el tiempo, eterna”.
            Los poetas chinos de la dinastía Tang nos hablan de separaciones y reencuentros, de la amistad y el desamor, del rechazo a las intrigas cortesanas y de la alabanza a la vida retirada, del sucederse de las estaciones; también del mal gobierno, de la inutilidad de las guerras, del sinsentido de la vida. Vivieron en una sociedad muy distinta de la nuestra (tanto como de la sociedad china actual), pero son nuestros contemporáneos. Necesitan, para que los sintamos así, que un poeta español les ayude a encontrar en nuestra lengua las palabras que conserven su música y su magia. Guojian Chen, como minucioso profesor y amante de la poesía, hace un colosal esfuerzo, aunque a veces no logra evitar que los versos rechinen. Eso no le quita mérito a su titánico empeño de poner la inagotable poesía china al alcance del lector español 

lunes, 20 de junio de 2016

Mujer, reivindicación, poesía



Poesía soy yo. Poetas en español del siglo XX (1886-1960)
Raquel Lanseros y Ana Merino
Visor. Madrid, 2016.

Las antologías poéticas vuelven a estar de moda, quizá nunca han dejado de estarlo. Antes de que los poetas tuvieran la costumbre de reunir sus poemas en libro, ya se recopilaban e antologías. La brevedad de la poesía lírica y la abundancia de cultivadores facilita y hace casi imprescindibles las selecciones de lo mejor de un autor, una generación, una época.
            “Toda antología es un error” afirmó Gerardo Diego y se ha repetido hasta la saciedad. Yo diría más bien lo contrario: pocas hay que no nos descubran, o redescubran, unos poemas que desconocíamos, algún nombre ignorado.
            En las casi mil páginas de Poesía soy yo, Raquel Lanseros y Ana Merino recorren todo el siglo XX y todos los países de lengua española, para reunir unos cuantos poemas memorables, junto a más de uno prescindible, escritos por poetas bien conocidas –de Delmira Agustini a Clara Janés– y por otras que no habíamos oído nunca nombrar, pero que anotamos de inmediato para buscar sus libros.
            Dicho esto, que es de justicia, habría que hacer algunas puntualizaciones. Unas tienen que ver con el carácter reivindicativo del volumen; otras, con la labor de las antólogas.
            El subtítulo resulta ambiguo. “Poetas en español del siglo XX (1886-1960)” no indica que se trata de una antología de mujeres poetas y las fechas que se indican son las de nacimiento de las autoras cuando se suelen utilizar las de la publicación de sus libros. Nadie entendería que una antología dedicada a los poetas del cincuenta llevara la indicación de “poesía española (1925-1938)”, que son las fechas de nacimiento de Ángel González y de Carlos Sahagún.
            Cada poeta seleccionada va precedida de una breve nota biobibliográfica, la mayor parte de las veces recopilada de algún repertorio (solapa o página Web) sin ninguna reelaboración ni intención crítica. No se olvida ningún premio, por menor que sea. Así, Isla Correyero “fue en 1999 finalista del Premio Mundial de Poesía Mística Fernando Rielo”, ni ningún honor, por pintoresco que resulte: a Yolanda Bedregal “el Congreso de Bolivia le impuso la Condecoración Parlamentaria Nacional en el grado de Banderas de Oro”, y Angelina Gatell “en 2015 recibe homenajes en varios Institutos, Teatros, Bibliotecas y grupos poéticos de Vallecas”.
            Curiosa resulta la insistencia en enumerar bodas, divorcios y noviazgos de algunas autoras, algo que jamás ocurre cuando se presenta en unas pocas líneas a escritores. Las relaciones lésbicas, en cambio, resultan ignoradas, caso de Gabriela Mistral y Carmen Conde, o tratadas eufemísticamente: Alfonsa de la Torre “a la edad de 35 años decide retirarse a La Charca, un chalet modernista en Cuéllar, acompañada de su jovencísima amiga y secretaria Juana García Noreña, conocida por haber ganado en 1950 el premio Adonais. Ambas amigas cmparten una sólida, profunda y apasionada amistad hasta la muerte de Alfonsa”. Juana García Noreña es el pseudónimo con que José García Nieto firmó el libro Dama de soledad con el que obtuvo el Adonais un año en que él mismo formaba parte del jurado. La amante de Alfonsa de la Torre fue Ángeles de la Borbolla, que durante un tiempo fingió ser la autora del libro de Nieto. Nimiedades, banalidades, errores (se indica 1968 como fecha de publicación de Nueve novísimos) que nos indican la falta de un riguroso trabajo de edición.
            También el prólogo, que aúna el talante reivindicativo con erudición no siempre pertinente, habría necesitado una buena revisión. ¿Qué sentido tiene indicar, y ni siquiera en nota, sino en el propio texto, que “tanto las antologías de Hiperión como las de Torremozas contaron el apoyo de la Dirección General del Libro, Archivos y Bibliotecas del Ministerio de Educación y Cultura, o Cultura, o Educación, Cultura y Deporte, dependiendo de la configuración política del ministerio en cada momento”?
            El bien intencionado carácter reivindicativo resulta comprensible, y hasta disculpable pero su efectividad resulta más que dudosa. No faltan quienes piensan que las antologías de poesía exclusivamente femenina, cuando no las hay de poesía “masculina”, contribuyen más a acentuar la discriminación que a atenuarla. Así parecen entenderlo poetas como Olvido García Valdés, Chantal Maillard o Francisca Aguirre, que se negaron a figurar en esta selección.
            La discriminación positiva, si no se aplica con sentido común, puede contribuir a crear nuevos guetos. ¿Ayudaría a las mujeres que se crearan unos premios Nobel exclusivamente para ellas? Resultarían ofensivos.
            No resulta ofensivo, en cambio señalar, que en la generación del 27 no hay ninguna mujer que esté a la altura de Lorca, Cernuda o Guillén, ni siquiera de Aleixandre. Pero no podría decirse lo mismo si lo que seleccionamos es la poesía actual, donde, en los autores principales, alternan hombre y mujeres. Los cambios sociales requieren su tiempo para manifestarse en la literatura.
            Pero lo que importa en esta monumental y descuidada (marca de la casa) antología es el espléndido puñado de poetas latinoamericanas desconocidas del lector español y el reencuentro con algunas, como Ángela Figuera o María Elvira Lacaci, que tuvieron su momento y hoy están olvidadas. 

sábado, 11 de junio de 2016

Ramón Eder. irónicos relámpagos


José Luis García Martín
IRÓNICOS RELÁMPAGOS

Ironías
Ramón Eder
Prólogo de Carlos Marzal
Renacimiento. Sevilla, 2016.

El aforismo, como el haiku o el microrrelato, es un género literario que está de moda, aunque quizá más entre los escritores que entre los lectores. Los tres tienen en común la brevedad y la aparente facilidad. También comparten su cercanía con la ocurrencia ingeniosa (a veces no son más que eso) y el que su modo de difusión más adecuado no es (ni fue nunca) el libro: están hechos para ser citados o encabezar otros textos más amplios, para ser incluidos en la conversación, para circular por la Red, para ser recopilados en antologías, por lo general de varios autores.
            Los libros de aforismos –tan abundantes hoy en colecciones dedicadas exclusivamente a ellos– resultan inevitablemente monótonos: invitan más al picoteo que a la lectura seguida y, en buena parte de los casos, los aciertos, pero no las caídas, suelen ser impersonales. El aforismo comparte con el haiku y el microrrelato una cualidad: entre los escritos por aficionados en un taller literario resulta relativamente fácil seleccionar alguno que no desentonaría en cualquier antología del género.
            El burro flautista de la fábula de Iriarte, si se dedicara a la literatura, podría escribir “por casualidad” un aceptable aforismo, haiku o microrrelato, nunca un ensayo, un soneto o una novela. “A todo mal aforista, si es constante, le suena alguna vez la flauta por casualidad.
            Ramon Eder destaca entre nuevos aforistas, Comenzó como poeta y narrador, pero a partir de 1999 se ha dedicado con exclusividad al género. Sus breves entregas –Hablando en plata, El cuaderno francés– se van uniendo en volúmenes mayores –La vida ondulante, Aire de comedia– hasta recopilarse todas, más el añadido de una colección inédita, en Ironías, un libro que a pesar de ello tiene poco más de doscientas páginas, aunque resulte literalmente inagotable.
            Los mejores aforismos acaban no siendo de nadie, o de todos: circulan anónimos o atribuidos a cualquier autor famoso. Algunos de los de Ramón Eder gozan ya de ese raro honor y podemos encontrarlos en páginas de Internet firmados por Oscar Wilde, por Nietzxche o por cualquier desconocido.
            ¿Qué caracteriza a los aforismos de Eder? En primer lugar, la brevedad. Parece una redundancia, pero no es así. Los aforismos tradicionales or lo general constan de varias frases y pueden a ocupar media página. Todos los suyos, en cambio, están formados por una única oración y a menudo no pasan de un línea. Su modelo formal lo encuentra en la sentencia lapidaria y en el refrán. Solo formal. Ramón Eder huye de la contundente obviedad, de la llamada “filosofía de calendario” (los antiguos calendarios o almanaques solían incluir cada día una máxima). Lo suyo es la ambigüedad, la paradoja, el humor. También la ironía, pero no abusa de ella, a pesar del título que ha dado a su aforística completa.
            “Si existe la otra vida solo lo sabremos si existe la otra vida” dice de sus paradójicos aforismos. “Los poetas que se casan con su musa pronto tienen que buscar la inspiración en otra parte”, uno de los bienhumorados. Muchos de estos aforismos tratan del propio aforismo: “Hacer de una desdicha personal una frase feliz es el privilegio de los aforistas”.
            Los prólogos que Ramón Eder coloca al frente de algunos de los libros aquí reunidos tratan de definir al aforismo, a menudo mediante la técnica del aforismo encadenado: “El aforismo cuando es bueno es una frase feliz, es una verdad irónica, es filosofía cristalizada, es una flecha que da en el blanco, es la inteligencia buscando una salida y encontrándola…”
            Otro de esos prologuillos termina afirmando que “los buenos aforismos son como relámpagos en la oscuridad”.  Ya antes había escrito que “un buen aforismo es un relámpago en las tinieblas”. No es el único caso en que formula la misma idea con distintas palabras. En la página 19 leemos: “Un libro de aforismos debe ser como una de esas playas de Brasil llenas de sirenas que están bien y muy bien, pero en las que hay una docena que nos acelera el pulso”. Y en la 38: “Un libro de aforismos debe ser como una de esas fiestas en las que hay mujeres sensacionales, pero en la que hay una que es literalmente inolvidable”.
            En la fiesta que es este libro hay muchos invitados inolvidables. Y alguna humorada que podría haber firmado Campoamor: “Quien no ha amado con locura / no ha vivido con cordura” (Eder trata de disimular el pareado escribiéndolo seguido).
            Si tratáramos de enumerar las flechas que dan en el blanco en este libro, no acabaríamos nunca. Las que yerran, en cambio, se cuentan casi con los demos de una mano. “Nunca olvidaré el impacto que me produjo mi primer paseo por Roma”, por citar un ejemplo, vale como inicio de capítulo en unas memorias, no como aforismo.
            De vez en cuando nos encontramos con algún microrrelato: “Se murió y, con gran entereza, siguió viviendo”. Se añade así variedad a un volumen que nos hace sonreír, discrepar, reflexionar y caer en la cuenta de lo que sabíamos sin darnos cuenta. Un volumen breve, pero que es imposible leer de un tirón, un volumen para saborear a tonificantes sorbos durante toda la vida.

sábado, 4 de junio de 2016

Juan Eduardo Cirlot, verdad y mito


Cirlot, ser y no ser de un poeta único
Antonio Rivero Taravillo
Fundación José Manuel Lara. Sevilla, 2016.

¿Fue Juan Eduardo Cirlot un poeta marginado en vida, un poeta al que se aplicó “un cordón sanitario” para que sus audacias éticas y estéticas no contaminaran a la adocenada sociedad de la época? Antonio Rivero Taravillo, su más reciente biógrafo, parece creerlo así: “La Cataluña intelectual en la que tan poderoso era el PSUC rodeó a Cirlot, verdadero poète maudit, de una alambrada de espinos no tanto diseñada para evitar que él escapara de ella como para impedir que otros se introdujeran en su universo, mucho más amplio, es patente, que el mundo nacionalista de entonces para el que la única historia era la marxista y gregaria, y cargada de realidad y sociedad, cuando nada hay, para el genio, más cierto que la irrealidad, el estupor, lo desconocido, lo solo”.
            Desde esta perspectiva acrítica se ha escrito Cirlot. Ser y no ser de un poeta único. Blas de Otero, nacido también en 1916, alcanzaría resonancia, según Rivero Taravillo, por cultivar la poesía social mientras que Cirlot sería marginado por negarse a practicarla.
            Se trata de una visión en exceso simplista. Habría que comenzar diciendo Blas de Otero no es solo un poeta social y que una buena parte de la poesía de Cirlot carece del menor interés. El propio Rivero Taravillo lo reconoce así. Hablando de Inger, permutaciones (1971) afirma que sería “aburrido e innecesario” reproducir las 120 permutaciones que forman la primera parte del libro (“Inger / Ingre / / Inerg / Inegr / / Inreg / Inrge”). No más aburrido e innecesario resulta leerlas en un estudio del poeta que en cualquier antología de su obra. Pero esta primera parte, añade a continuación, no es más que la base de la “combinatoria fonética que viene a continuación, en la que cada lector podrá hallar incluso palabras agazapadas de idiomas que conozca”. La poesía es, sobre todo, “sugerencia, lenguaje figurado” y por eso Rivero Taravillo encuentra poesía “en su máxima expresión” en el siguiente fragmento de Inger, permutaciones: “Ierfn reng nirg / niregn / irgnern / ignegnirnirn / Nrieg rige ngrein / Níger ngire ngeri / gnire / rn”.
            Si ese juego con las letras de una palabra es o no poesía podrá resultar discutible; lo que no es discutible es que carece de interés y que cualquiera puede dedicarse a ello sin necesidad de ningún talento especial ni para la poesía ni para las matemáticas. Si es poesía, es poesía con prospecto: necesita ir acompañada, como cierto arte contemporáneo, de explicaciones y justificaciones intelectuales. En el epílogo a Inger, permutaciones, escribe Cirlot: “Al margen del origen de esta técnica (relacionada con la música dodecafónica, el Tsruf qabbalístico y una zona de las matemáticas), este poema se propone menos una función lírica que constituir una suerte de rito ante el imposible”.
            Buena parte de la poesía de Cirlot (sin excluir por completo su afamado Ciclo de Bronwyn) carece de otro interés que el meramente anecdótico. Buena parte, pero no toda. Se trata de un autor al que le benefician poco las obras completas y que está muy necesitado de un exigente antólogo que rescate (como hizo Luis Alberto de Cuenca con el poema “Momento”) lo que hay de vivo y verdadero en su poesía.
            Antonio Rivero Taravillo prefiere el panegírico acrítico y glosar el mito de la marginación. Juan Eduardo Cirlot no fue un marginado: como profuso crítico de arte gozó del mayor prestigio, contribuyó decisivamente a imponer los más destacados nombres de la vanguardia artística (el “informalismo”, el arte abstracto llegaría a convertirse casi en la pintura oficial durante el franquismo) y su Diccionario de símbolos se convirtió pronto en un libro mítico.
            Era un personaje paradójico y eso es lo que hace más interesante esta biografía. Descendiente de militares, próximo al nazismo (admiraba a Hitler, le dedicó un poema a Rudolf Hess), era a la vez un gran admirador del mundo judío y un estudioso de la cabala.
            Le interesaba todo lo esotérico. Colaboró en Planète, la revista que dirigían Pauwels y Bergier, los autores del best seller mundial El retorno de los brujos, dedicado a las civilizaciones desaparecidas, los fenómenos parapsicológicos, los alienígenas antiguos y otros asuntos parecidos que todavía siguen dando mucho juego en los canales temáticos de televisión.
            El mundo celta constituía también otra de sus obsesiones y ahí se emparenta con Rivero Taravillo, gran especialista en el tema. Las divagaciones al respecto constituyen lo más interesante de su libro, así como algunas excelentes traducciones que nos ofrece a modo de propina (la del poema “Ulalume” de Poe, la del más célebre monólogo de Hamlet).
            La vida de Cirlot (forzado trabajador editorial, coleccionista de armas, jurado en abundantes certámenes artísticos, prolífico articulista) no tuvo más aventuras que las de sus sueños, sus lecturas, sus fantasías, su fascinación por las armas antiguas, especialmente las espadas, que gustaba de coleccionar. Se sintió frustrado porque el éxito económico de los artistas de vanguardia no le alcanzó a él: “Así es la vida –le confesó a Eduardo Millán–. Yo, que me inventé a Tàpies, tengo que ir todos los días a trabajar a la editorial para mantener a mi familia, mientras que él vende sus cuadros a un millón de pesetas”.
            La correspondencia inédita de Cirlot con Carlos Edmundo de Ory, en sus comienzos, y con  la poeta venezolana Jean Aristeguieta, en sus años finales, le permite a Rivero Taravillo adentrarse en la intimidad de un escritor paradójico, capaz de afirmar en una misma frase que “adoraba” a los judíos y admiraba a Adolfo Hitler. Pero esas peculiaridades del personaje no contribuyeron a marginar al poeta, sino a convertirle en mito, en un poeta quizá más admirado cuando conocido de oídas que cuando verdaderamente leído.