sábado, 30 de julio de 2016

César Simón, desolación, asombro, poesía


Poesía completa
César Simón
Edición de Vicente Gallego.
Pre-Textos. Valencia, 2016.

No todos los libros han de leerse de la misma manera. ¿Cómo deben leerse unas poesías completas? De modo diferente según el autor nos sea familiar o nos resulte desconocido.
            El valenciano César Simón (1932-1997) será, sin duda, un desconocido para buena parte de los lectores, sobre todo para los más jóvenes, pero cuenta desde hace tiempo con un núcleo fiel de seguidores. Su generación cronológica, la del cincuenta, ha aportado un puñado de nombres al canon de la poesía española contemporánea –Claudio Rodríguez, Gil de Biedma, Valente–, pero él se quedó desde el principio un tanto al margen, por razones externas –lo tardío de sus comienzos literarios– y, más importante, por otras intrínsecas.
            César Simón cultiva una suerte de realismo metafísico extraño a la tradición  poética española, aunque haya tenido abundantes seguidores en la llamada “escuela valenciana”. Sus poemas mejores, al menos los que yo prefiero, parecen hechos de nada, meras anotaciones paisajísticas (casi siempre de lugares desolados, pedregosos, ajenos a la presencia humana), apuntes de diario, pero encierran, como los fragmentos de los presocráticos, toda una inédita visión del mundo, son el resultado de una extraordinaria inteligencia de los sentidos, tienen mucho de revelación. “Místico de la nada” se le podría calificar a César Símón con tanta o más razón que a Miguel de Molinos.
            Dos maneras, decía, hay de leer una obra completa. Ninguna de ellas comienza en la primera página y termina en la última. Quien no conoce a César Simón debe hojear, espigar, detenerse en los poemas más breves, en los de los libros Extravío, Templo sin dioses o el ya póstumo, por pocos días, Jardín: “La sombra de una caña, / sobre la arena fina, / dibuja su destino. / Y se estremece con el viento”.
            César Simón gustó también de los poemas alegóricos, un poco en la estela de las parábolas kafkianas, que hablan de caravanas o santuarios, y de las largas divagaciones, más o menos discursivas, sobre el ser y la nada, el tiempo y la eternidad. Esos poemas, especialmente “La respiración monstruosa”, escrito en forma teatral, interesarán menos al lector común, aunque sean los que más juego dan a los estudiosos.
            A quien ya conoce al autor, y no son pocos los que le siguen desde que en 1984, con el título de Precisión de una sombra, recopiló por primera vez su obra, lo que en principio le interesa de esta Poesía completa son las novedades. Y las hay, nada menos que todo un libro, El pretexto y el fervor, un libro de temática amorosa que el autor no se decidió a publicar.
            Se publica ahora de manera un tanto discutible, como discutibles resultan otras decisiones del editor, Vicente Gallego, buen amigo del autor y quizá más poeta que filólogo. Conocía el texto y había poemas que le gustaban más y otros menos, por demasiado anecdóticos. Por eso lo reduce a la mitad. No parece que un editor pueda tomarse esas atribuciones. Decide también no incluir una de las obras más sugerentes de César Simón, el diario Siciliana (“lleno de lirismo, pero escrito en prosa”, dice), aunque publicado inicialmente en una colección de poesía. ¿Desde cuándo el verso es imprescindible para que exista poesía? No hace falta invocar a Baudelaire, basta leer esta Poesía completa para darse cuenta de que incluye poemas en prosa, uno de ellos (“Agosto, 28”) parece incluso formar parte de Siciliana, un libro que el propio autor definió como “un texto lírico en forma de diario”.
            Cierto que César Simón, además de poeta, fue un excelente prosista, gustoso de entremezclar al poeta con el narrador y el ensayista. Su primera novela (por llamarla de alguna manera), Entre un aburrimiento y un amor clandestino, de 1979, está necesitada de una reedición. Puede que no sea una obra redonda, pero contiene capítulos ejemplares en su precisión y en su agudeza intelectual. No sabemos si ese “amor clandestino” al que alude el título responde a un episodio biográfico o no, pero una historia semejante es evocada en Siciliana y en La vida secreta. Muy probablemente está también detrás de El pretexto y el fervor, el libro mutilado por Vicente Gallego para eliminar los poemas “más anecdóticos”, como si buena parte del arte de César Simón no consistiera en convertir la anécdota en categoría.
            Toda su poesía, toda su obra, se basa en la intuición de que la razón última del mundo se encuentra más allá de la razón humana, “como si se tratara siempre de otra cosa distinta a cuando podamos concebir y nada tenga que ver con nuestras emociones”. El amor, el amor-pasión, se convierte así en algo más que en una marcante experiencia biográfica, en una revelación de la espantosa y espléndida inutilidad del vivir: “Es como si en la noche del mundo estallara una bomba y se produjera una gran intensidad blanca. Y luego, nada”. Pero antes de esa nada final, definitiva, un puñado de versos. Estos versos, hechos de asombro y desolación.

sábado, 23 de julio de 2016

Patricia Gonzalo de Jesús, contención y verdad


Raíces aéreas
Patricia Gonzalo de Jesús
La Bella Varsovia. Córdoba, 2016.

Decía Juan Ramón Jiménez, en una de sus ingeniosas maldades características, que la poesía última de Cernuda parecía traducida del inglés. Y luego añadía: “Lo malo es que Cernuda no sabe inglés”.
            Patricia Gonzalo de Jesús no solo sabe inglés, sino checo, eslovaco y ruso, lenguas de las que es traductora profesional, y en su poesía hay una precisión y una sobriedad ajena a la más verbalista tradición española. Publica su primer libro, Raíces aéreas, cuando se acerca ya a los cuarenta años, y no hay en él ni la borrosa espontaneidad de los tanteos iniciales ni el amateurismo del poeta tardío. Con solo este puñado de poemas –que algo nos recuerdan a poetas norteamericanas de obra breve como Adrianne Moore o Elizabeth Bishop– se hace un sitio entre los nombres imprescindibles de su generación.
            Patricia Gonzalo de Jesús, como otras poetas de ahora mismo, escribe desde un punto de vista inequívocamente femenino, ese punto de vista que las poetas de otro tiempo trataban de disimular en sus obras de más empeño porque parecía incompatible con la gran poesía. Pero no es panfletariamente reivindicativa, no lo necesita: dice su verdad, mira el mundo con sus propios ojos, le basta con saber sentir y sabe decir.
            Buena parte de los poemas de Raíces aéreas se escriben sobre la falsilla de otros textos, a veces tan poco convencionalmente poéticos como un prospecto médico (“Reacciones adversas” o un tratado de botánica (“Raíces aéreas”).
            El comienzo de “Reacciones adversas” puede servir de ejemplo: “El silencio, durante generaciones, / ha sido empleado en mi familia / como analgésico / y antiinflamatorio local / para el alivio sintomático / de la tristeza, / la enfermedad, / la muerte y / todo tipo de contusiones / existenciales / que cursan con dolor leve / o moderado”.
            Los subtextos que están en la base de Raíces aéreas a veces han sido más frecuentados por los poetas. Es el caso de la oración (“Plegaria del poeta sin epifanía”, con su estribillo: “san Juan, ruega por nosotros”, “santa Teresa, ruega por nosotros”…), “Génesis”, que recrea los relatos de los nativos americanos sobre la creación del mundo o “De muliere super bestia”, con sus denuestos apocalípticos.
            “Álbum familiar” se titula uno de los poemas. La memoria de la infancia (con lugar destacado –“Vida útil”, “Calendario zaragozano”– para la figura del abuelo) constituyen otro de los ingredientes del libro. Pero no hay en esas evocaciones concesión ninguna a las mitificaciones de la nostalgia.
            La “Tierra firme” que da título al primer poema del libro es la del desconcierto y el desvalimiento: “Porque dudo. / Porque no sé. / Porque me dijeron que no sabía. / Porque de profesión, mis labores”.
            Esas labores tradicionalmente femeninas, las labores domésticas (“de profesión, sus labores” se leía en el carnet de identidad de la mayoría de las mujeres), sirven de falsilla para la imaginería de muchos de los poemas. “Orear el dolor / antes de doblarlo / con esmero / y colocarlo en el montón de la colada / aún por planchar”, se lee en “Economía doméstica”, y en “Espacio practicado”: “De algún modo esta mesa es el alambique en que se condensan / todos mis miedos: / quedar relegada a una cocina, / las plagas, / no saber, / no entender, / no estar a la altura de quienes me han precedido”.
            Para Patricia Gonzalo de Jesús, como para buena parte de la poesía contemporánea, escribir es reescribir, sin que eso suponga en su caso incurrir en el pastiche ni en el mimetismo. “Museo interior” continúa uno de los más conocidos poemas de Wallace Stevens (“Trece maneras de mirar aun mirlo”): “Hay una decimocuarta manera / de mirar / a un mirlo”, comienza.
            “Orígenes de las sombras y direcciones de los puntos de fuga” incluye una serie de citas (algunas valen como poemas exentos) a las que compara con los remiendos en un pantalón o con las anotaciones en un manual de supervivencia: “Nunca lamentes / tu desnudez / si la alternativa es la mortaja / de la normalidad”, dice una cita anónima; Saul Bellow firma otra: “Inesperadas intrusiones de belleza. / Eso es la vida”.
            En el poema “Juliana de Norwich”, la mística que es considerada como la primera escritora de lengua inglesa, se alude a Virginia Wolf y se reproduce una conocida afirmación suya (irónica en el contexto del libro) que ya había incluido Eliot en el último de sus Cuatro cuartetos: “All shall be well, and all shall be well, and all manner of thing shall be well”.
            “Jacob” es la poco convencional elegía (con mucho tiene de autoelegía) a un perro bastardo, “raro, roto y multialérgico”, que nada tenía que hacer “en este mundo de perros / de exposición”.
            A Juan Ramón Jiménez le sonaba la poesía de Cernuda, del Cernuda que se había alejado de su magisterio, a poesía traducida. La poesía de Patricia Gonzalo de Jesús nos suena a poesía esencialmente traducible, a una poesía cuyo efecto depende menos de las sonoridades y efectos de una lengua concreta que de su arquitectura interior.

            

lunes, 11 de julio de 2016

Victoria Ocampo, la obra de su vida


Darse. Autobiografía y testimonios
Victoria Ocampo
Selección y prólogo de Carlos Pardo
Fundación Banco Santander. Madrid, 2016.

“Excepcional”, “irrepetible” son adjetivos sin duda gastados por el uso excesivo, pero que recobran todo su valor cuando se aplican a un personaje como la argentina Victoria Ocampo (1890-1979), testigo, y en más de un caso protagonista, de buena parte de las revoluciones culturales y sociales del siglo XX.
            Nacida en Buenos Aires, heredera de una de las grandes fortunas de su país, se educó en Francia (el francés fue durante mucho tiempo su única lengua literaria); conoció –en ocasiones íntimamente– a los más grandes hombres de su tiempo; les apoyó económicamente, fundó la revista Sur, el equivalente austral de la española Revista de Occidente; defendió los derechos de la mujer en una época en que todavía muchos de los más destacados intelectuales –como Ortega y Gasset– eran tercamente misóginos.
            El interés del personaje ha oscurecido su obra, no precisamente escasa, pero considerada tópicamente como ancilar y menor. Darse, la selección preparada por Carlos Pardo, descubrirá a muchos lectores que es autora de una de las autobiografías más fascinantes de una tradición cultural que no abunda en ellas.
            Victoria Ocampo escribió su autobiografía a comienzos de los cincuenta (cumplidos ya los sesenta años), cuando su mundo, el mundo de entreguerras, había desaparecido y comenzaba a sentirse una superviviente. Se sabía famosa, discutida, objeto de maliciosas habladurías, y quiso dejar las cosas claras, hasta donde fuera posible. Para evitar problemas dispuso que esas páginas, valientes y sin falsos pudores, se publicaran después de su muerte. Aparecieron, en seis tomos, entre 1979 y 1984. Bastante de lo que en ellas se nos cuenta ya lo había referido Victoria Ocampo en sus Testimonios, que fue el título general de sus recopilaciones de ensayos. No importa demasiado: no nos cansamos de leer su relación con Tagore, con Virginia Wolf, con Drieu La Rochelle. Pero la pieza maestra de esta autobiografía es el tomo tercero, La rama de Salzburgo, uno de los mejores análisis de la pasión amorosa que se hayan escrito nunca.
            Carlos Pardo tiene el acierto de dedicar la mayor parte de este nutrido volumen a la autobiografía. Lo completa con una breve muestra de las diez entregas de los Testimonios (aparecidas entre 1935 y 1977), recopilación de sus piezas ocasionales: prólogos, conferencias, homenajes. En el tomo inicial habla del “drama sin solución” en que se debate: “escribir en francés y publicar en traducción española”. Porque la lengua literaria de Victoria Ocampo fue en sus comienzos, y durante buena parte de su vida, el francés. En la Argentina en que se formó, el español no era considerado lengua de cultura; se empleaba apenas para hablar con el servicio. Explica ello que Victoria Ocampo no fuera una estilista, que escritores como Borges la miraran un poco por encima del hombro, aunque no dejaran de aprovecharse económicamente de ella.
            No era una estilista, no se recreaba en los primores de la forma, pero su escritura tiene fuerza y verdad; resulta igualmente impactante en español, en francés o en inglés (no importa en cuál de esas lenguas ha sido escrita porque ha sido pensada en todas ellas, porque enlaza con la mejor tradición europea).
            Entre los testimonios que selecciona Carlos Pardo, destaca la crónica de su visita al juicio de Núremberg. Esas páginas, y las que dedica a un gran apagón neoyorquino (incluidas en el tomo séptimo de los Testimonios) no deberían faltar en ninguna antología del mejor periodismo.
            El prólogo de Carlos Pardo a esta sugerente selección de la obra de Victoria Ocampo no parece estar a la altura del conjunto y nos lleva a dudar de la formación y el rigor filológico de este conocido poeta, gestor cultural y crítico literario de uno de los principales suplementos literarios. “Este libro ha supuesto una labor de arqueología”, escribe. “No hay ediciones vivas de la mayoría de las fuentes que hemos utilizado. Algunos libros tienen cincuenta, sesenta, setenta años…”
            Nos frotamos los ojos incrédulos. ¿Un libro publicado hace setenta años es ya arqueología? ¿Qué diría entonces Carlos Pardo de los publicados en el siglo XIX? Habría que preguntarle además qué entiende por “ediciones vivas”. ¿Las que están a la venta en las librerías? Cualquier estudioso de la literatura, sabe que las “fuentes” que ha de utilizar se encuentran no en los escaparates de las librerías, sino en las bibliotecas… o en las librerías de viejo: basta teclear sus títulos en Iberlibro para dar con los libros de Victoria Ocampo que califica de “preciosos e inencontrables” (y por un precio que oscila entre los tres y los quince euros).
            Por otra parte, el comentario a la selección de la autobiografía realizada en 1991 por Francisco Ayala hace suponer que no conoce ese libro. Señala que se centra en la infancia “tema de indudable prestigio literario”, mientras que deja fuera por “prejuicio” todo lo que no puede entrar en “la gran literatura: la crónica del cuerpo, del adulterio, toda la dimensión pública (mundana) de una intelectual de primer orden”. Pero Ayala selecciona menos páginas de la infancia que Carlos Pardo y se centra sobre todo en la historia de adulterio que se nos cuenta en La rama de Salsburgo y en la relación con Ortega.
            Un volumen para el asombro, la sorpresa y la fascinación (Victoria Ocampo sigue seduciendo), del que el lector puede saltarse el prólogo. Más útiles resultan las páginas de la Wikipedia, de la que Pardo copia, por cierto, la bibliografía, errores incluidos: “La laguna de los nenúfares” no es un libro, sino una de sus colaboraciones en la Revista de Occidente .

sábado, 9 de julio de 2016

Julio Martínez Mesanza y la última cruzada


Gloria
Julio Martínez Mesanza
Rialp. Madrid, 2016.

Hay poetas que parecen escribir para todos y otros solo para unos pocos elegidos. En este último caso podría incluirse Julio Martínez Mesanza desde la aparición de su obra inicial, Europa (la primera edición es de 1983; la definitiva, muy aumentada, de 1990).
            Su poesía fue calificada por los críticos de épica porque hablaba de espadas y de héroes y de enfrentamientos entre la cristiandad y el Islam, pero es fundamentalmente lírica: no cuenta historias de otro tiempo, las evoca desde la nostalgia y la derrota.
            Cabría una lectura política de la obra de Martínez Mesanza –como de la de Cirlot–, pero sería una lectura equivocada, aunque no sabemos si esa es la opinión del autor. Martínez Mesanza parece predicar una nueva cruzada y por eso llena sus versos de referencias medievales y de idealizadas batallas antiguas que enfrentaban civilización y barbarie, la luz del cristianismo contra las tinieblas del Islam. Pero en realidad está hablando de otra cosa y por eso nos habla a todos, aunque parezca escribir solo para los ideológicamente afines.
            Su mundo siempre ha estado muy próximo al de otro poeta nostálgico del viejo orden, Luis Alberto de Cuenca. Pero Martínez Mesanza carece de su versatilidad, de su gusto por la cultura popular, de su sentido del humor. Uno de los poemas de “Les ombrelles” alude a esa relación: “Si yo supiera, como Luis Alberto, / hacer poemas con los nombres propios…”
            Otra diferencia: Luis Alberto de Cuenca es autor prolífico, su poesía abarca todos los tonos; Julio Martínez Mesanza, poeta monocorde, ha necesitado once años para completar su último libro, Gloria, de poco más de treinta poemas, la mayoría muy breves y algunos acaso prescindibles.
            Son años en los que la ocupación laboral del autor, directivo en el Instituto Cervantes, le ha llevado a residir en Túnez, Tel Aviv, en Estocolmo. Otro poeta habría aprovechado para dejarnos abundantes muestras de lírica viajera. Pero los paisajes de Martínez Mesanza son sobre todo interiores y nunca condescienden con el pintoresquismo y la postal. Veamos un ejemplo, que lleva el nombre de un puerto del norte de Túnez, “Ghar El Melh”: “Los barcos empujados a la playa. / Los cargueros enormes encallados. / Las olas paralelas a la costa. / Las olas más extrañas de tu vida. / El viento enajenado del sureste / que podría arrastrar consigo el alma. / Y la luz para ver tanto desorden, / la luz sin culpa del primer segundo”.
            Una nostalgia del mundo sin culpa, anterior al hombre y al pecado original, recorre toda la poesía de Martínez Mesanza, un poeta cuyo imaginario religioso puede y debe, como en San Juan de la Cruz, interpretarse en clave simbólica, al margen de las intenciones (que en poesía cuentan poco) del autor.
            Otro poema, “Mar Saba”, lleva también el título de un determinado lugar (un monasterio ortodoxo en Cisjordania), pero pocas referencias a él hay en el poema: “Dame palabras fáciles y claras / para explicar la sencillez del alma / antes de ser rozada por las cosas, / cuando el alma no amaba equivocarse. / Pues al desierto voy, dame lo extraño, / que es ver por vez primera lo sencillo. / la tiniebla y la luz se separaron; / la noche vino y vino la mañana”.
            El mundo que añora Martínez Mesanza es el del origen del mundo, anterior al pecado original, aunque su imaginario nos lleve con frecuencia al de las guerras entre el cristianismo y el Islam que forjaron la vieja Europa que ahora parece desmoronarse. Uno de los poemas más hermosos del libro (pero de más discutible ideología) se titula “Jan Sobieski”, rey de los polacos (“por su mérito rey, no por su sangre”): “Aunque a la muchedumbre no le importe / que Europa valga poco y crea en nada, / o se hiele eclipsada por la luna, / yo quiero recordar a quien importa”.
            Como en todos sus libros, también en Gloria aparece “el dulce nombre de María”, pero sus letanías marianas tienen más que ver con los mitos ancestrales: “niña de las montañas deslumbrantes; / niña de las montañas transparentes; / niña de los azules imposibles; / niña de los azules que más valen; / niña de los comienzos diminutos; / niña de la humildad recompensada; / lluvia fuerte que arrastra la miseria; / lluvia limpia que lava nuestras almas”.
            Varios poemas de este libro, escritos todos ellos en endecasílabos rara vez asonantados, como es habitual en el autor, remiten a las baladas medievales; son quizá los más sugerentes y memorables. Otro reescribe un fragmento de Safo.
            Gloria es un libro que habla de batallas, pero no de victorias (a no ser remotas y olvidadas), sino de derrotas, de “símbolos cansados”, como leemos en el título de uno de los poemas.
            Hay poetas que ensayan distintos tonos y añaden un libro tras otro a su bibliografía; otros escriben un solo libro al que van añadiendo unos pocos poemas cada muchos años. Julio Martínez Mesanza es de estos últimos. No faltan en Gloria –quizá para alcanzar las páginas precisas– los borrosos borradores. A veces, como en el poema “Gino”, se nos escamotea la anécdota que está en su origen: “Quien una vida salva, salva el mundo. / Y muchas van a ser las rescatadas. / Gino lo mantendrá siempre en secreto, / porque el bien se hace, pero no se dice”.  Gracias a la nota final, que nos dice que se trata de Gino Bartali, y a la Wikipedia, podemos entender el poema, pero la historia del ciclista italiano contada por la enciclopedia colectiva resulta más emocionante que esos vagos versos.
            Pero son suficientes media docena de poemas para justificar, no ya a un libro, sino a un autor. Julio Martínez Mesanza, poeta de la noche oscura del alma, del crepúsculo de un mundo y de los largos desiertos interiores, los ha escrito. Eso basta.

            

sábado, 2 de julio de 2016

Santiago Ramón y Cajal y las mujeres


Charlas de café
Santiago Ramón y Cajal
Edición de Francisco Fuster
Fondo de Cultura Econónica. Madrid, 2016.

Aparte de su obra científica, Santiago Ramón y Cajal es autor de varias obras literarias de desigual valor. Las más interesantes de las mismas son Mi infancia y juventud, que no fueron las que esperaríamos en quien estaba destinado a ser uno de los grandes investigadores de todos los tiempos, y estas Charlas de café, que ahora reedita Francisco Fuster, con el añadido de un breve prólogo y unas escuetas notas informativas (no señala un clamoroso error del autor –atribuirle a Manuel Machado una afirmación de su hermano Antonio– y deja escapar errores de escaneo: un “hondero”, p. 243, se convierte en “heredero”).
            Charlas de café es una miscelánea de “pensamientos, anécdotas y confidencias” –según se lee en el subtítulo– que fue modificándose desde la primera edición, de 1920, hasta la última, de 1932, que es la que Fuster reproduce. ¿Respeta así la voluntad del autor? Aparentemente sí, en realidad no, como trataré de demostrar.
            Santiago Ramón y Cajal era un hombre sabio, muy atento a las críticas, muy dispuesto a cambiar de opinión. De haber vivido algunos años más, uno de los capítulos de su libro, el titulado “Sobre el amor y las mujeres”, le habría irritado, y en algunos casos ofendido, tanto como irrita y ofende a los lectores de hoy.
            Un “absurdo anacronismo” considera Francisco Fuster “querer juzgar ideas expresadas hace casi un siglo, valiéndose para ello de una ideología o mentalidad igualitaria que, evidentemente, no existía en un momento –años veinte– en el que ‘feminismo’ era una palabra que apenas empezaba a sonar en nuestro país”.
            Dejando aparte lo erróneo de esta última afirmación (ya Emilia Pardo Bazán fue una activa feminista), no se trata de juzgar a nadie de acuerdo con una determinada ideología contemporánea, sino de la necesidad de reeditar un conjunto de observaciones sobre el amor y las mujeres que resumen todos los peores tópicos de la época. Este capítulo constipe, a mi parecer, un peso muerto que está a punto de hacer naufragar el libro; después de leerlo, es difícil tomarse en serio lo que viene a continuación.
            Y sin embargo Charlas de café podría incluirse entre los grandes libros de aforismos españoles. El capítulo más original resume lo aprendido por Cajal en sus más de cuarenta años de asistencia a las españolísimas tertulias, “Acerca de la conversasión, la polémica, las opiniones, la oratoria”. Las tertulias de café, sin las que no se entienden ni la política ni la literatura del XIX y buena parte del XX, son ya historia, pero las observaciones de Cajal –en las que las afirmaciones generales alternan con pinceladas costumbristas– continúan vigentes; se leen con provecho y a menudo con una sonrisa.
            Sobre otros muchos temas, sobre los grandes temas tratados por Marco Aurelio o Montaigne, tratan los apuntes de este libro, sobre la amistad, la vejez, la ingratitud, la política, la educación. No le importa demasiado, como no importa a ningún escritor verdaderamente original, coincidir con algún antecesor. Piensa Cajal, con razón, que los pensamientos verdaderamente significativos siempre se le han ocurrido a más de uno. Él se cuida de indicarnos en nota su coincidencia con algún clásico, o con algún contemporáneo, cuando es consciente de ello.
            También nosotros encontramos inesperados ecos suyos, seguramente casuales, en escritores posteriores.  “La meta es el olvido. / Yo he llegado antes” le hace decir Borges a un poema menor.  Pone así ingeniosamente en verso una idea que ha había expresado Ramón y Cajal: “La gloria no es otra cosa que un olvido aplazado”. También Quevedo había dicho algo semejante. Las ideas significativas, las ideas esenciales, son de todos y no son de nadie, o solo son del que acierta a expresarlas mejor.
            Sorprendente precursor de Borges, también lo es Cajal de algún pasaje de Ángel Gónzalez, como aquella “máxima mínima” –la expresión viene de Jardiel Poncela– que habla de la “dudosa superioridad” de la virtud que paga sobre el vicio que cobra.
            Resultar un manido tópico, un lugar común entre los escritores españoles, criticar la obsesión de lo políticamente correcto, que lleva incluso a censurar obras de otro tiempo. Pero las obras de otro tiempo tienen un doble valor. Por un lado, todas son un documento histórico y como tal deben ser respetadas y estudiadas en su integridad; pero por otro, solo algunas de ellas conservan interés para el lector contemporáneo, no únicamente para el estudioso y, si se trata de misceláneas, pueden conservar vigencia nada más que en alguna de sus partes: esas son las que deben reeditarse.
            Eliminar las páginas dedicadas al amor y las mujeres de Charlas de café, no es censurar el libro, ni mutilarlo, sino hacer posible que lo veamos –sin penosas interferencias epocales– como lo que verdaderamente es: un breviario de sabiduría que debería estar en todas las manos.