jueves, 29 de junio de 2023

Precisa claridad

 

Jesús Munárriz
Haciendo tiempo
Huerga & Fierro. Madrid, 2023.

Hay algo en la poesía de Jesús Munárriz, sobre todo en su poesía última, que la hace inconfundible. Muy atento a la métrica tradicional  —“solo lo bien medido y calibrado” puede transmitir la belleza, nos dice en el poema inicial—, sus versos escapan al borroso sonsonete habitual, a lo convencionalmente poético, están llenos de anécdotas, de palabras precisas, del lenguaje de todos los días. Viene de la canción protesta y de la poesía social —no en vano cumplió veinte años en 1960— y algo le ha quedado de la actitud contestataria de entonces. Ya no hay Franco contra el que arremeter, pero quedan otros espantajos como el neoliberalismo (poema “Astutos”) o los que impiden que “se pueda dar tierra con dignidad”) a los desaparecidos de la guerra civil (“Hermanas”). Esos textos —por más que compartamos sus buenas intenciones— son los más prescindibles del volumen.

            Mejor aquellos otros en que el humor, el buen humor, es protagonista y entre los que destaca la serie de pareados sobre las erratas. O el sorprendente poema “Polonia Palace” —solo Jesús Munárriz sería capaz de escribir un poema así— con su casi inagotable enumeración de las delikatessen de un desayuno de hotel.

            Las enumeraciones, nada caóticas, son otro de los rasgos del poeta. Véase, por ejemplo, el comienzo del poema “Al fondo”: “Botones peines / alpargatas mecheros bolsos gafas / monedas mediasuelas dentaduras hebillas / relojes lapiceros horquillas crucifijos” y continúa así durante varios versos más hasta concluir: “y huesos muchos huesos / en las fosas / en que echaron los buenos a los malos / después de fusilarlos / hace ya ochenta años”. Disuena un poco esa retórica de buenos y de malos que acá y allá asoma. Mejor el poeta que gusta de describir con precisión que de la serie “Materiales”. Ejemplar en este sentido resulta el poema “Pozo”, que recuerda en su distanciamiento una página objetivista del “nouveau roman” que estuvo tan de moda un tiempo.

            Muchos de los poemas, como no podía ser de otra manera, tratan de las intermitencias de la memoria y de la cercanía de la muerte. Algo de becqueriano hay en “Visitas” o en “Nocturno”: “Las bodegas de la memoria / se desperezan en los sueños. / Inesperados visitantes / recobran vida en el cerebro, / rostros añejos entrevistos / en los jardines del recuerdo / recuperando su identidad / en ese mundo paralelo / y nos extrañan y sorprenden / sus sonrisas y su silencio. / La oscuridad los difumina / sin despojarlos del misterio; / la luz del día los ahuyenta / y los devuelve a su secreto. / ¡Salud, amigos! ¡Seguid bien! / Me ha encantado volver a veros!”

            Abundan los innominados epitafios  —“Chequeo”, “Dos encuentros”, “Sí, lo era”— que, como todos los epitafios, resumen en pocos versos una vida. También se recrea la tradición clásica en los epigramas, como en “A una poeta semijoven” o en “A los crédulos”: “Ni por creer en Dios vais a ser inmortales / ni réprobos nosotros por negar su existencia. / Terminaremos todos como todo termina: / sin más, aniquilados. / Y más vale, más vale, porque la sola idea / de la inmortalidad resulta insoportable. / Y más en compañía. El infierno tal vez,. / pero el cielo, entre santos como ese de Barbastro, / ¡quita, quita!”

            “Solo el humor nos salva” afirmó Javier Salvago. El humor y el rigor formal, aunque pudiera parecer lo contrario (solo comete un lapsus: rimar “simpática” con “cosmética” en el soneto alejandrino “Pelajes”), impiden que la poesía de Jesús Munárriz incurra en la banalidad, en el panfleto o en los patetismos propios de una edad en que los coetáneos nos van dejando solos: “Cada día su afán, / sus defunciones” termina el poema “Muertes de gala”.    

            No se puede ser sublime sin interrupción, como es bien sabido, y Munárriz acierta a dosificar el tono grave y la ocurrencia de andar por casa (alguna quizá prescindible, como la de Juan Ramón y las jotas) de manera ejemplar.

            Leemos Haciendo tiempo y no tenemos la impresión de que estamos perdiendo el tiempo, como ocurre con tantos pretenciosamente ambiciosos y rupturistas libros de poesía, sino de aprender jugando como hacen los niños y los sabios de cualquier edad..

jueves, 22 de junio de 2023

Invierno y mar

 

Louis Brauquier
Tierra adentro
Edición y traducción de Marie-Christine del Castill
o

La Veleta. Granada, 2023.

Qué pobre sería una literatura si solo estuviera formada por grandes nombres o por las figuras de actualidad, esos escritores que ocupan cada semana las primeras páginas de los suplementos culturales. Andrés Trapiello, al margen de otros más llamativos menesteres, quiso poner al servicio de una literatura olvidada, marginada o incipiente, la colección La Veleta, artesanalmente cuidada por él mismo, que ya se acerca a su número cien. Su catálogo está lleno de secretas maravillas. La más reciente entrega corresponde a un poeta francés, Louis Brauquier, nacido en 1900, que supo mantenerse al margen de los escándalos y las algaradas vanguardistas del siglo XX y ello le supuso un cierto marginamiento en los manuales. Ya se sabe —lo afirmó reiteradamente Borges— que para pasar a la historia de la literatura es mejor firmar manifiestos y formar parte de un grupo rupturista —ahí están los ultraístas o los novísimos— que escribir buenos poemas en una tradición ya consolidada.

            Louis Brauquier nació en Marsella, cerca del puerto, fue capitán de la marina mercante, y el mar y la navegación constituyen el tema central de sus primeros libros, publicados en los años veinte. Son poemas llenos de nombres exóticos y de encanto, que alguien ha comparado con las novelas de Josep Conrad y que la traductora, Marie-Christine del Castillo, pone en relación con los versos marinos de José del Río Sanz, herederos del modernismo y ajenos a fuegos de artificio experimentales. Alguna vez nos recuerdan también al Álvaro de Campos de la “Ora marítima” o al Paul Morand enamorado de todos los exotismos.

            Pero hay otro Louis Brauquier además del que añora Marsella desde los más lejanos puertos o nos habla de sus compañeros o de las peripecias de la navegación y adorna sus versos con nombres impronunciables: “El práctico está a bordo, ya se bajó el agente, / unos remolcadores ayudan a virar, / y la noche de Australia, llena de estrellas duras, / envuelve los oscuros muelles de Wooloomooloo”. Ese otro Louis Brauquier es el de tierra adentro (la traductora lo prefiere y de ahí el título de la antología), el que tras la jubilación se retira a una granja en la Provenza y en ella practica, junto a la luisiana vida retirada, sus dos grandes pasiones, la fotografía y la pintura, además de la poesía.

            Los poemas últimos de Louis Brauquier son con frecuencia descriptivos —“Pinturas” se titula una de las secciones de su último libro publicado en vida, Fuegos de pecios (1970)— y están llenos de días de invierno y viejos caserones. “El paisaje es un estado del alma”, nos repetimos con Amiel al leer estos poemas que hablan de ocasos y vejez, pero que no han envejecido nada. Cito, como ejemplo, “La casa retirada”: “Fuera, el viento de invierno castiga los cipreses. / Los faroles castigan la penumbra / de la sala en que un tronco de almendro se consume. / Y la música sacra se exalta con la noche; / unas balsas perdidas nos llevan mar adentro / donde sin cesar llaman las sirenas de Dios. / La brasa al estallar dora una espalda rubia. / Si este sueño es la vida, que nadie me despierte”.

            No ayuda, sin embargo, a apreciar estos poemas la traducción. Conviene utilizarla solo como una apoyatura para acercarse al original. Marie-Christine del Castillo es francesa y española, perfectamente bilingüe, ha editado —en Renacimiento— a algunos de los mejores poetas españoles contemporáneos, pero tiene una concepción sumamente extraña de lo que es la traducción poética. Sin necesidad ninguna, junta y divide versos, añade donde le parece insólitos encabalgamientos o cambia el orden de las palabras. Veamos algunos ejemplos. “Le jour, la pluie tombait sur la mer volcanique / et les cocoteraies”, escribe Brauquier, y la traducción dice: “Cada día llovía sobre los cocoteros / y sobre el mar volcánico”. Tres versos (“Il aime mieux se souvenir; / Trois doights levés sur l’Océan / Dans un archipel invisible”) pueden convertirse en dos, con la desaparición de algún adjetivo: “Prefiere recordar; tres dedos levantados / por encima del mar en algún archipiélago”. Pero lo que más incomoda son los encabalgamientos caprichosos que hacen terminar el verso en una palabra átona, como esa “Tendresse en veilleuse au fond du silence, / Vol d’oiseaux migrateurs dan le ciel étranger”  que se convierte en “ternura en vela al fondo del / silencio. Vuelo de aves migratorias / en el cielo extranjero”.

            No estaría mal, junto al sintético y bien informado prólogo, una nota sobre los criterios de traducción, que a mi parecer estropean —y no, naturalmente, por desconocimiento del idioma— tantos poemas. Cuando Marie-Christine del Castillo se limita a traducir verso a verso (sin cortarlos caprichosamente) y casi palabra por palabra es cuando más acierta, como en “Rivalidad de las islas”.

            Hay muchos poemas conmovedoramente memorables en Louis Brauquier. Cito algunos: “Nieve sobre el río de Shangai” (en China estuvo el poeta entre 1940 y 1947), “El armenio”, toda la serie de “El invierno” o “Pintura”. A Marie-Christine del Castillo —que ha dedicado más de una década a esta traducción— y a la siempre sugerente y casi clandestina colección que dirige el mediático Andrés Trapiello debemos agradecerles el descubrimiento de un poeta que quizá no cambió la historia de la literatura, pero que enriquece para siempre esa antología personal que va formando cada lector al margen de las modas y la erudición académica.      


                                  

jueves, 15 de junio de 2023

Un escritor singular

 

 

La belleza del caminar
Avelino Fierro
Eolas Ediciones. León, 2023.

Calificar a Avelino Fierro de escritor singular no deja de ser una tautología, puesto que de alguna manera todos los que valen la pena lo son. Habría que precisar en qué consiste su singularidad. Nacido en 1956, fiscal en la audiencia de León, cuando publica su primer libro tiene ya cerca de sesenta años. Pero fue lector omnívoro desde siempre, amigo de escritores, aficionado a escribir largas cartas hablando de sus lecturas y de sus viajes y también a ilustrar con sugerentes viñetas los libros que leía. Esas cartas —a menudo colectivas y fotocopiadas— dieron lugar a un peculiar diario, lleno de citas, de anécdotas privadas y de divagaciones líricas, que primero se publica semanalmente en un medio digital y luego va siendo reunido en diversos volúmenes; el inicial, Una habitación en Europa,  apareció en 2014 y el más reciente, Días sin rostro, este mismo año.

            Avelino Fierro ha creado un género personal con mucho de autores como Álvaro Cunqueiro (aunque sin gusto por lo fantástico) y, sobre todo, de Josep Pla que vuelve reconocible e inconfundible todo lo que escribe.

             La belleza del caminar es un libro de encargo. Forma parte de una colección, ideada y dirigida por Gustavo Martín Garzo, dedicada a un tópico al que parece haber vuelto la espalda buena parte del arte y la literatura contemporáneos: la belleza. Y que no duda en ocuparse de la belleza no solo allí donde la esperaríamos —la infancia, los jardines—, sino también en otros temas menos convencionales: los muertos, los locos. Ya ha publicado algunas obras memorables, como La belleza de lo pequeño, de Tomás Sánchez Santiago.

            A Avelino Fierro, viajero y paseante, le toca enfrentarse a un tema que se ha puesto últimamente de moda. Y lo hace a su manera, recopilando toda la bibliografía que encuentra, citándola y glosándola, dando vueltas y más vueltas, incansable andarín de su propia órbita.  

            Incluso sus dudas sobre el libro forman parte del libro. A un amigo le habla de este compromiso editorial, le dice que no sabe “por dónde tirar, qué camino elegir”. El amigo le aconseja, muy sabiamente, que se deje de citas, que hable de la belleza del caminar sin muletas ajenas, compendiando toda la experiencia que ya ha dejado reflejada en sus diarios.

            Pero Avelino Fierro no sigue tan sabio consejo, no puede dejar de citar a unos y a otros, también a sí mismo, y nos ofrece un libro descosido y desigual, como los del último Baroja, pero lleno de encanto. A veces —también le ocurría a Baroja—, se aproxima al poema en prosa. Lo son muchas de las descripciones paisajísticas incluidas en “Paseos de otro tiempo” o el fragmento que cierra el volumen: “Un día cualquiera. Paseo. Miro al cielo. En el límpido azul sin nubes han aparecido las nítidas estelas de dos aviones. Ha pasado un buen rato y siguen sin desvanecerse. Una pandilla de arcángeles exiliados de un lado, y de otro músicos y escritores están jugando a tirar de ellas como si fueran sogas, a tensarlas bien fuerte, como queriendo enderezar los renglones torcidos de la Creación, los desvaríos del mundo de hoy”.

            A esos desvaríos, que para él derivan sobre todo de las nuevas tecnologías, alude acá y allá, como en el resto de sus obras, pero afortunadamente no insiste demasiado en ellos. Prefiere divagar sobre lo que debería hacer y no hace, amontonar libros sobre su mesa de trabajo, describirnos los dibujos que ha trazado en las páginas en blanco de esos libros. Incluso incluye un guion que ha preparado y al que no es capaz de atenerse: “Primeros pasos, Caminantes (Thoreau, Rousseau, Rulfo, Werner Herzog…), Paseantes (Kant, Cioran), Ciudades (Nueva York, París, Lisboa, Cracovia…), Haciendo camino (Machado, Dante, Jorge Manrique), Noche, Literatura (Walter Benjamin), Bosque y Montañas, Descanso-Serenidad (Xavier de Maistre, Huysmans)”.

            Algo de “un soneto me manda hacer Violante” tiene La belleza del caminar que insiste en el encargo del editor, que recoge sus dudas sobre si será capaz de llevarlo a cabo, como si fuera el diario de la realización del libro —a la manera de los que escribieron André Gide sobre Los monederos falsos y Thomas Mann sobre Doctor Faustus— más que el libro mismo: “ Quizá sería conveniente detenerse aquí y ahora. Y hacer una llamada al editor. Son las siete y cuarto de la mañana del uno de diciembre de 2022. No ha amanecido. Esperar un par de horas y tratar de localizarlo, a él o a Gustavo Martín Garzo, que dirige esta colección. Y pedirles una prórroga para mi trabajo, o quizá sacarlo de esta serie de libritos sobre la belleza para darle otro enfoque, otra dimensión. Y editar un mamotreto gordote y plúmbeo, la metáfora de esta escritura que es cada vez más una ascensión a la montaña, cansina, sofocante para todos, un Sísifo que escribe y escribe y no llega nunca a la cima, al final de su trayecto”.

            Aunque este libro invertebrado —marca de la casa— no es “gordote” ni plúmbeo, sí resulta a veces fatigoso, y por eso conviene no leerlo de un tirón, sino abrirlo por cualquier parte, acompañar al autor un trecho del camino y luego abandonarle durante un tiempo —quizá acompañando a uno de los autores que él mismo nos descubre— antes de volver a seguir sus paseos por las calles de León, por los rincones de la vieja Europa, por las mil y una noches de la literatura.



jueves, 8 de junio de 2023

La vida imaginada

 

Días sin escuela
Francisco Umbral
Instituto Leonés de Cultura. León, 2023.

En 1965, el mismo año en que publicó sus tres primeros libros, Francisco Umbral ganó el premio de novela corta convocado con motivo del Día de las Comarcas Leonesas, uno de los innumerables premios menores que obtuvo en sus primeros años. La obra galardonada se publicó en el número 6 de la revista Tierras de León, correspondiente a octubre de 1965. Allí quedó olvidada hasta que ahora se reedita con ilustraciones de Avelino Fierro (que no desmerecen junto a las originales de Llamas Gil) y un preciso epílogo de Emilio Gancedo.

            Días sin escuela es una obra menor, ciertamente, pero está llena de encanto y ha envejecido menos que tantos otros títulos de la etapa final de un prolífico autor que acabó convertido en caricatura de sí mismo.

            Cuando se reeditó Balada de gamberros, uno de sus libros de 1965, lo calificó, a la manera juanramoniana, de “borrador silvestre” de todo lo que había de ser su literatura de infancia y adolescencia: Memorias de un niño de derechas, Los males sagrados, Las ninfas, Los helechos arborescentes. “Y lo que salga”, añadía irónico y profético en ese 1980, sabiendo que era un venero al que volvería una y otra vez.

            También borrador silvestre, o no tan borrador ni tan silvestre, de ese ciclo es Días sin escuela, memoria de una infancia leonesa vivida solo en la imaginación, una imaginación que cada vez iría desplazando más y más a la memoria —o enriqueciéndola— en sus libros autobiográficos (mitográficos diría Anna Caballé): “Mis autobiografías van siendo cada vez más inventadas, más fantásticas, y por lo tanto más reales. Más que información sobre mi vida, prefiero dar ya la imaginación de mi vida. Un hombre es su imaginación. Lo que imagina y, sobre todo, cómo se imagina a sí mismo”.

            Francisco Umbral, Francisco Pérez Martínez, fue maestro en el arte de inventarse, comenzando por el nombre y la fecha de nacimiento (1932 y no 1935, como figura todavía en muchos lugares). Nunca contó la verdad sobre su nacimiento. Se hizo escritor colaborando activamente en las revistas del franquismo —de Poesía española a Mundo hispánico, pasando por Punta Europa— y luego, con la llegada de la democracia, borró inteligentemente todo ese pasado y se presentó con éxito como un resistente en lucha continua con la censura. Y algún encontronazo tuvo con la censura su primera novela, Balada de gamberros, pero los motivos no eran políticos, como tampoco en el caso de su modelo en el arte de la autopromoción, Camilo José Cela, sino morales. El informe del censor desaconsejó su publicación por un lenguaje a ratos “francamente soez”.

            Nada hay de lenguaje soez en Días sin escuela, destinada a un premio oficial y provincial y no a publicarse en una editorial independiente, como la Alfaguara de Cela.. En la crónica de la entrega del premio, publicada en el mismo número de Tierras de León que la novela, aparece un Francisco Umbral repeinado y encorbatado recibiendo el galardón que le entrega la reina de las fiestas rodeada de sus damas, todas en traje regional.

            En León había iniciado Francisco Umbral su fulgurante carrera periodística entre 1958 y 1961. Allí tuvo sus primeros éxitos —desde la emisora y el periódico del Movimiento, en el club cultural de la Sección Femenina— y sus primeros escándalos, uno de los cuáles aprovechó para cortar amarras —León se le había quedado pequeño—  y partir a la conquista de Madrid, cuyos difíciles comienzos rememoraría en uno de sus más atractivos libros, La noche que llegué al café Gijón.

            Los días leoneses que nos cuenta en Días sin escuela no son estrictamente autobiográficos, o sí lo son, porque su versión del mito de la infancia trasciende cualquier escenario.

            En el terreno del mito nos sitúa la primera frase: “Lo que deseo decir es que yo tenía una espada de madera y quizá aquella fue la última espada del Reino de León”. La espada y el yelmo dorado, atributos del héroe, no aparecerán hasta bastantes páginas después. Memoria y costumbrismo se entremezclan en un texto que abunda en las reiteraciones y las anáforas características del poema en prosa. Comienza con la llegada a la ciudad: “De madrugada, la luna anda saltando de rama en rama, como una lechuza blanca, a medida que el tren avanza, da vueltas y revueltas, y en cuanto uno sale de la estación, ya serán los pájaros, si es verano, en todos los árboles, haciendo una fiesta en cada copa verde”.

            “Hablo de la posguerra” nos dice el narrador que evoca sus días de infancia. No acentúa, sin embargo, la sordidez y el tenebrismo. Lo que le interesa contar es el eterno combate de la casa y la calle: “La casa retiene al niño con dedos maternales, con dulces y tediosos abrazos, pero la calle tira de él, lo hace suyo, le toma y le deja, lo endurece”.

            Como con Cela, con Umbral la posteridad, no está siendo demasiado benévola. Cuando desaparece un escritor que parece llenarlo todo con su presencia continua y sus estridencias, lo primero que sienten los lectores es una sensación de alivio. La escritura de Umbral, la que le dio más fama, la de las negritas y el halago y el denuesto que no se detenían ante el servilismo o la calumnia, según conviniera, está muy ligada a una época. Y el personaje —léase su biografía, El frío de una vida, escrita por Anna Caballé— tiene mucho de impresentable figurón de otro tiempo. Pero era un escritor que supo darle un temblor distinto a la lengua, que mezclaba intuición poética y sorpresa verbal, lo popular y lo culto, como pocos antes o después que él, aunque a menudo —muy a menudo a partir de los años ochenta— malbaratara su talento, puesto al servicio del capricho y del mejor postor.

            Estos breves Días sin escuela pueden servir para que comencemos a reconciliarnos con quien, quizá a pesar de sí mismo, escribió algunas de las páginas más conmovedoramente perdurables de la literatura española.

           

jueves, 1 de junio de 2023

Madrid, París, Berlín

 

Diarios de Berlín 1939-1940
Carlos Morla Lynch
Edición de Inmaculada Lergo y José Miguel González Soriano
Presentación de Andrés Trapiello
Renacimiento. Sevilla, 2023.

Madrid, en abril de 1939, era una ciudad destrozada en la que los vencedores se ensañaban inmisericordemente con los vencidos; París, la ciudad alegre y confiada que no se imaginaba la humillante derrota de un año después; Berlín, la capital del futuro, el nuevo orden doblemente armado que soñaba con imponerse al mundo. Por esos tres lugares, trascurre la vida de Carlos Morla Lynch en los menos de dos años —de abril del 39 a julio del 40— que abarcan estos Diarios de Berlín. Carlos Morla Lynch (1885-1969), chileno nacido en París, diplomático, escribió diarios durante toda su vida. Tres períodos de ella tiene especial interés: los años veinte y treinta, cuando su domicilio madrileño fue centro de reunión de los jóvenes poetas; la etapa de la guerra civil, en que salvó a miles de refugiados en la embajada de Chile, y su estancia en Berlín al comienzo de la Segunda Guerra Mundial. En 1957 publicó En España con Federico García Lorca, un primer tomo, convenientemente recortado por el autor, de ese diario ejemplar. Póstumamente aparecieron las anotaciones de la guerra civil y la entrega inicial completa. A esa obra ciclópea, y con pocos antecedentes en la literatura española, se añade ahora nuevas páginas, abrumadores en su minucioso reflejo de un tiempo sombrío.

            Carlos Morla Lynch fue un personaje peculiar, conservador como buen diplomático, pero nada sectario, curioso de todas las artes, aficionado especialmente a la música y a la literatura, gustoso de la buena vida, frecuentador de los grandes salones aristocráticos y de las tascas en los barrios populares.

            Tras casi tres años de encierro en la miseria del Madrid cercado por las tropas franquistas, el retorno a París —donde había vivido años felices— le deslumbra. La primera mañana se asoma al balcón y siente el inconfundible olor de la ciudad, el aroma de su infancia. Luego visita un baño turco —una de sus grandes aficiones— y pasea por los bulevares: “Hace tres años que no veía mujeres arregladas ni sombreros, y el espectáculo y la impresión que me producen es indescifrable, casi violento, de estupefacción”. Los sombreros femeninos —que no son sombreros, “sino cosas que se ponen en la cabeza”— le sorprenden especialmente. Morla Lynch no solo está atento a la gran historia, sino a todos los pequeños detalles —la intrahistoria unamuniana— y eso le da un valor especial a su diario.

            Al llegar a Berlín, le sorprende la “disciplina férrea” que allí impera. Para él prima sobre todo la libertad individual: “¡Viva el desorden de las calles de Madrid, en las que cada uno anda por donde le da la gana y donde la hora no cuenta como una norma inquebrantable!”. Pero lo que nos sorprende a nosotros es la anécdota que da origen a este canto a la libertad: “Esta mañana, en la estación, escupí en el suelo (no se ven escupideras) y un alemán furioso me lanzó la palabra unverschämte (¡desvergonzado!)”.  La “limpieza extrema” del Berlín nazi es una de las características que más choca, paradójicamente a este gran aficionado a los baños turcos: “No se ve un papel ni la más leve basura por el suelo. Ando largo rato con una colilla del cigarrillo en la mano que no sé dónde tirar y la boca llena de saliva que no me atrevo a escupir. En una peluquería donde voy a cortarme el pelo, el peluquero mira fijamente un poco de ceniza que he dejado caer al suelo. Apago el cigarrillo”.

            Algo de novela costumbrista tiene el relato de estos primeros meses en Berlín, con sus comidas protocolarias, los enredos en la embajada, los chismes sobre unos y otros (“Crónica escandalosa” suele titular una parte de las anotaciones del día). La referencia a Miguel Hernández —se le acusó injustamente de no hacer todo lo posible por salvarle— quizá no deja a Morla Lynch en demasiado buen lugar. Le llama Neruda desde París para decirle que ha sido detenido y él responde que tiene una comida oficial y que no puede atenderle. “¡Déjate de comidas oficiales!”, le reprende Neruda. “Por suerte —anota Morla— la comunicación se corta sola. ¡Hasta cuándo voy a estar preocupándome de lo que ocurre en Madrid!”

:           Los chismes sobre gente de la alta sociedad aproximan el texto a Proust o a Capote. Algunos son divertidos, como los que cuenta Stanley Richardson (el poeta inglés amigo de Cernuda que moriría en un bombardeo en 1942) sobre Concha Méndez y su hija Paloma Altolaguirre o sobre el rey de Inglaterra.

            El tono cambia a partir del pacto entre Alemania y la Unión Soviética y, sobre todo, con el ataque a Polonia. La gran trituradora de la guerra se pone en marcha y nadie podría prever entonces hasta dónde iba a llegar. A Morla Lynch le tocó conocer la Alemania que se creía invencible, aunque él ya acertó a ver algunas de sus sombras.

            Un diarista cuenta las cosas de distinta manera a como las cuenta, tiempo después, un memorialista o un historiador. Una vez que los hechos han ocurrido parece que no podían haber sido de otra manera. Pero nada está escrito hasta que no se convierte en tiempo pasado. Francia podía no haber declarado la guerra a Alemania (eso es lo que deseaban muchos franceses, como se vería poco después) y Alemania, más adelante, podía haber hecho la paz con Inglaterra para enfrentarse juntas a la Unión Soviética (eso quizá habría ocurrido si Eduardo VIII no hubiera abdicado).

            Vemos también cómo los cónsules de Chile —y de otros países democráticos— hacían negocio con los judíos perseguidos, como hoy las denostadas mafias que ayudan a los emigrantes ilegales. Y hay un viaje a Praga, que acierta a mostrarnos toda la humillación de la ciudad incorporada al Reich.

            Morla Lynch gusta de pasear por el parque Tiergarten con su perra Chorpi y se muestra especialmente sensible a la belleza masculina. No olvida dejar constancia de ella siempre que se la encuentra, sea entre los camareros, entre los músicos de una orquesta o entre el personal diplomático. Cuando Ribbentrop cita a embajadores y a prensa para darles cuenta de las razones que llevaron a la ocupación de Noruega, anota: “Oficiales de espléndida figura nos reciben”. Y en el baño turco comparte desnudez con los oficiales, blancos y dorados, que llegan del frente. Si en ocasiones nos recuerda a Proust o Capote, otras nos recuerda a Visconti. 

            La edición de Inmaculada Lergo y González Soriano resulta ejemplar. Breves notas aclaratorias a pie de página, casi todas pertinentes, y otras más amplias, con abundantes citas de diarios anteriores, al final.

            Diarios de Berlín es literatura —excelente literatura en algunos pasajes— y es, sobre todo, un documento histórico de primer orden. La historia en blanco y negro que nos han contado se llena de color y de matices, se hace más verdadera, gracias a Morla Lynch.

 

 

 

 

 

 

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