sábado, 26 de diciembre de 2015

De Verlaine a Hitler: el diario de Harry Kessler


Diario (1893-1937)
Conde Harry Kessler
Edición de José Enrique Ruiz-Domènec
Traducción de Raúl Gabás
La Vanguardia Ediciones. Barcelona, 2015.

El día 10 de julio de 1895, un joven nacido en París, educado en Londres, hijo de un rico comerciante alemán, visita a Verlaine. Quiere su colaboración para la revista literaria que dirige. Llegamos con él hasta una mísera casa de la Rue Saint-Victor, subimos por unas escaleras que huelen “a gato, carbón y pañales tendidos”, llamamos a la puerta y entramos en la única habitación que constituye el piso “de uno de los más grandes poetas de Francia”. Verlaine, tumbado en la cama, vestido y con zapatillas, tarda en incorporarse.
            Los diarios, cuando lo son de verdad, nos permiten viajar en el tiempo. Harry Kessler (1868-1937) comenzó a escribir el suyo cuando tenía doce años; un mes antes de su muerte fecha la última anotación. Las docenas de cuadernos manuscritos que lo constituyen han vivido su propia novela. Parte de ellos, cuando vivía en exiliado España, los guardó en la caja de seguridad de un banco. Pasado medio siglo, en los años ochenta, allí se descubrieron. Ya se han publicado ocho tomos de unas mil páginas cada uno; queda todavía por publicar otro tomo más. Una selección de esas páginas, editadas y anotadas con muy buen criterio por José Enrique Ruiz-Domènec, se publican por primera vez en español. Todo un acontecimiento diríamos, si la palabra no estuviera gastada. Una aportación fundamental para entender desde dentro el esteticismo finisecular y el primer tercio del siglo XX.
            El esteta que en su juventud escucha a Verlaine hablarle de Rimbaud (“Ha ejercido una gran influencia sobre mí. Me ha hecho mucho bien y mucho mal. No era un demonio ni un ángel, era solo un hombre o, más bien, un niño genial”) termina su vida bajo la sombra de Hitler. Tardó, como toda la gente de su tiempo, en darse cuenta de lo que suponía el nazismo. En 1925, todavía era capaz de verlo como una pintoresca anécdota: “Una mañana lluviosa y fría. Cae una lluvia fina que vacía las calles. En la Postdamer Platz había algunos jovenzuelos llevando la svástica, con enormes estacas, rubios y tontos como tiernos terneros”.
            En julio de 1933, sentados en una terraza de París cercana a la Gare d l’Est, mientras se beben dos botellas del mejor champán, le escucha al filósofo Keyserling estas proféticas palabras, que anticipan unas memorables páginas de Borges: “Hitler forma parte de la categoría de los suicidas en potencia, es alguien que busca la muerte, y encarna así un rasgo fundamental del pueblo alemán, el que liga el amor con la muerte, el cual revive siempre en la desventura de los Nibelungos como una experiencia que se repite. Los alemanes solo se sienten enteramente alemanes en esa situación, admiran y quieren la muerte sin otro motivo que no sea su propio sacrificio. Y presienten que Hitler los lleva de nuevo a la desventura de los Nibelungos, a una grandiosa destrucción; eso es lo que encuentran fascinante en él, y por ese motivo Hitler llena su aspiración más profunda: Los franceses y los ingleses desean la victoria; los alemanes no desean más que morir”.
            Harry Kessler participó en la Gran Guerra como combatiente en el ejército alemán y las páginas que a ella le dedica, lúcidas y desapasionadas, ayudan a entender un poco mejor aquel sanguinario embrollo sin explicación racional alguna.
            Crítico de arte, libretista, junto a Hofmannsthal, de varias obras de Richard Strauss, editor de algunos de los libros más hermosos que se hayan impreso nunca, Kessler, tras la guerra, y hasta la llegada de los nazis, participó activamente en política: fue embajador en Varsovia y dirigente de un partido de la izquierda moderada. En su diario nos ofrece una minuciosa crónica de los movimientos revolucionarios que siguieron a la derrota y del interesado caos en que estuvo sumida la república de Weimar. El lector actual se pierde un poco en esa democrática jaula de grillos, en esos debates y conflictos que barrieron los nazis de un plumazo. Más le interesan algunos encuentros. Como los reiterados con Einstein, que le explica sus famosas teorías, y que se muestra sorprendido por el interés que despiertan.  Tras un triunfal viaje por América, en 1921, se sigue considerando “un loco soñador, un impostor, que no le da a la gente lo que se espera de él”.
            No trata de hacer literatura Harry Kessler en este diario, muy veladamente trasluce su relación sentimental Max Goertz, veinte años más joven que él; se limita a ser un cronista ilustrado y ejemplar del tiempo que le ha tocado vivir. Pero a veces, como cuando, en agosto del 18, cuenta el regreso a su casa de Weimar, tras los años del conflicto, alcanza la intensidad del poema en prosa. Ninguna mejor elegía de una época desaparecida para siempre que la simple enumeración de los objetos que encuentra en ella: una dedicatoria de D’Annunzio, cigarrillos persas de Isfahán, un programa del ballet ruso de 1911 con fotos de Nijinsky, el libro secreto de lord Lovelace, nieto de Byron, acerca de su incesto, obras de Oscar Wilde y Alfred Douglas con una carta de Ross, una edición de lujo, todavía sin abrir, de Robert de Montesquiou, a quien Proust convertiría en el baron de Charlus…
            Un diario, cuando es la obra de una vida, cuando se escribe a lo largo de casi sesenta años, se convierte en un maremágnum inagotable e inabarcable que necesita de un paciente editor. Ruiz-Doménec ha cumplido ese papel de la manera más inteligente posible. 

sábado, 19 de diciembre de 2015

Susana Benet, mínimas maravillas


La enredadera
Susana Benet
Renacimiento. Sevilla, 2015.

Digámoslo claramente: los libros de haikus casi siempre defraudan. Un haiku –algo más que tres versos de cinco, siete, cinco sílabas– es un chispazo, un milagro, un súbito hallazgo que bordea la nadería, el juego de palabras, la greguería –tan parecida a veces, tan distinta siempre–  y que necesita más que ningún otro poema la colaboración del lector. Un buen lector de haikus es casi tan difícil de encontrar como un buen autor de haikus.
            Como resulta bien sabido, se trata de un breve poema estrófico que procede del Japón, donde está sometido a muy estrictas reglas, temáticas y formales, que tienen tanto que ver con la estética como con la espiritualidad. Pero el haiku ya se ha extendido por todo el mundo –abunda especialmente en la lengua inglesa– y ha prescindido de las ataduras tradicionales. No escasean, sin embargo, los ortodoxos que niegan la condición de haiku a toda composición que no se someta a ellas. Un ejemplo lo encontramos en el libro de Vicente Haya Aware, tan rigurosamente informado como, en más de un capítulo, disparatado.
            Raro es el poeta actual que no haya escrito haikus, pero solo Susana Benet se ha atrevido a convertirlos en lo fundamental de su obra. La enredadera reúne sus tres libros anteriores –Faro del bosque (2006), Lluvia menuda (2007), Huellas de escarabajo (2011)– y les añade una nueva colección, Ráfagas, premiada en Colombia en 2013, y un puñado de inéditos. El resultado en un breve volumen inagotable, que se puede abrir por cualquier página sin que en ningún caso nos defraude.
            Los aficionados al haiku ya conocen a Susana Benet y no se perderán esta recopilación, pero quienes sienten reparos ante el género, quienes no acaban de verle la gracia al famoso haiku de Bashoo (“Un viejo estanque / se zambulle una rana / ruido de agua”), “tal vez la poesía más sabida y recitada de toda la poesía japonesa” en opinión de Rodríguez-Izquierdo, no tardarán en sentirse seducidos por algunos de estos breves poemas, que no necesitan de ningún excipiente doctrinal para llegar a los lectores.
            ¿Cuál es el secreto del arte prodigioso de Susana Benet? En primer lugar, saber mirar, jugar como un pintor con los colores: “Rojas cerezas. / Entre las ramas verdes / mi mano blanca”. Muy en la tradición japonesa, hay en estos haikus jardines, y otoños, sauces y montañas, nieblas y primaveras, toda la parafernalia que parece exigir el género (aunque en Susana Benet no resulta nunca convencional), pero también –y este es su segundo secreto–  un mundo doméstico y cotidiano que no duda en incurrír en el feísmo (“Al entregarme / la compra el carnicero, / sangre en las uñas”) ni en referirse a las tareas caseras: “Plancho y aliso. / Cuando toco las sábanas, / toco tu cuerpo”.
            El tercer secreto de Susana Benet tiene que ver con su capacidad para expresar una emoción con las mínimas palabras. Solo a ella le basta el cordón desatado de un zapato para escribir un poema de amor; “Junto a mi pie, / el cordón desatado / de tu zapato”. O unas colillas para referir su desgaste: “Antes dejabas / dos rosas al marcharte. / Ahora, colillas”. Solo ella es capaz de expresar, con una mirada al reloj, el egoísmo de la vida que sigue su ritmo sin atender razones: “Ante el enfermo, / consultan su reloj / los visitantes”. Y el más famoso de los suyos, que Carlos Bousoño en su Teoría de la expresión poética, podría haber citado como ejemplo de superposición temporal (tiempo futuro sobe tiempo presente): “Un niño juega / a enterrar a su padre. / Día de playa”.
            Saber mirar, saber sentir, saber decirlo en las diecisiete sílabas del haiku (ni una más, ni una menos), en eso se resume el arte de Susana Benet. En sus versos no hay pastiches orientalistas ni artificiosas iluminaciones más o menos zen, hay una jaula oxidada y silenciosa en la basura, un gorrión que vuela de mesa en mesa en la terraza de una cafetería, lavadoras que pulsan convulsas en la paz de la noche, las botas rojas de un niño bajo el paraguas, una ventana de hospital a la que se asoman los pinos llenos de pájaros, la entrada de un cine que ya no existe encontrada de pronto en un viejo bolso.
            En La enredadera, uno de esos raros libros a los que basta abrir al azar por cualquiera de sus páginas para que de inmediato entren a formar parte de nuestra vida, encontramos lo que vemos sin ver todos los días, lo que todos hemos sentido alguna vez sin ser capaces de expresarlo, la música y la magia del instante, el temblor y el misterio de la cotidianidad.

sábado, 12 de diciembre de 2015

Elvira Lindo: Nueva York, Antonio y yo




Noches sin dormir
Último invierno en Nueva York
Elvira Lindo
Seix Barral. Barcelona, 2015


Nueva York, como París o Venecia, es en sí misma un género literario. De ahí que resulte tan fácil, y a la vez tan difícil, escribir sobre ella. Fácil porque el interés del público (unos aman y otros detestan Nueva York, pero a nadie deja indiferente) está garantizado; difícil porque resulta casi imposible escapar al tópico.
            Elvira Lindo lo consigue mezclando varios ingredientes. El primero, el que aparece ya en las páginas iniciales, tiene que ver con su propia historia personal. Nos cuenta una visita a una psicóloga (también lo hacía en su otro libro neoyorquino Lugares que no quiero compartir con nadie) en la que pronto se siente desbordada por las emociones reprimidas. Como un ejercicio de psicoanálisis pueden entenderse muchas de estas anotaciones: en ellas habla de su infancia, de la figura (cada vez más borrosa) de su madre, de la relación con el padre y del sentimiento de culpa por haberle abandonado al venirse a Nueva York.
            Son páginas valientes y lúcidas que impiden que el libro se convierta en un mero ejercicio de costumbrismo o en la hagiografía del escritor con el que Elvira Lindo comparte la vida, Antonio Muñoz Molina. A los admiradores (que son legión) y a los detractores (que no son pocos) del autor de El jinete polaco se les proporciona abundante munición para continuar con sus filias y sus fobios.
            Los elogios a veces producen un poco de vergüenza ajena. Tras contarnos una visita del escritor a un centro escolar del Bronx para explicar a los alumnos La flauta mágica, escribe que “debería haber un Muñoz Molina en cada instituto, en la Facultad de Historia del Arte, en la de Filología, en el Conservatorio”. Y añade: “Hay que aprender de quien siempre ha sido discreto, generoso, de quien siempre comparte sin reservas lo que sabe, huye de la pedantería y no alardea de sus logros”.
            No lo necesita, pensará seguramente el lector: convive con el más eficaz jefe de prensa. También encomia sus habilidades en la cocina y a un  paso está (pero afortunadamente se contiene a tiempo) de detallarnos sus habilidades como amante. Claro que tampoco se olvida de insinuar su tacañería, en una divertida viñeta tras ser considerado como senior por una taquillera, ni de insinuarnos que el escritor prestigioso será él, pero la verdaderamente famosa es ella: a una norteamericana, con la que se encuentran en el metro, y que ha estado trabajando en Jaén, no le dice nada el nombre de Muñoz Molina (“luego lo busco en Google”), pero pone los ojos en blanco cuando oye el de Elvira Lindo: “Oh, my God! I can’t believe it! Manolito! You!”
            El Nueva  York de Elvira Lindo no es el habitual del turista, sino el del residente que ha de sufrir los inconvenientes de una ciudad particularmente dura, sobre todo en invierno. Pero no deja de señalar lugares que no aparecen en las guías y que son precisamente los preferidos de los turistas: restaurantes, locales de copas, antros de seductora música en vivo (y no solo). 
            Y no faltan los personajes que forman el coro de la pareja protagonista. Los escritores (Norman Manea o Colm Tóibín) o los personajes conocidos que pasan por la ciudad (se asiste a un mitin de Pablo Iglesias, a un concierto de Pablo Heras-Casado, quien les presenta a su novia, Anne Igartiburu) importan menos que la señora encargada de la limpieza, la estricta Rubiela, o que el peluquero Dani.
            Las anotaciones de Noches sin dormir (el insomnio de la autora es otro de los temas recurrentes) abarcan de enero a mayo de este mismo año y constituyen una dilatada y razonada despedida. Tras más de una década de vida neoyorquina, ha decidido dejar la ciudad. Importa poco si esa decisión es o no definitiva (parece que no: Muñoz Molina sigue enviando desde Nueva York sus artículos semanales). Sirve para darle un aire de anticipada melancolía a muchas de sus páginas, que a ratos incluso se aproximan al poema (como cuando nos habla de Washington Square nevada y solitaria, “una estampa de Henry James”) o incurre directamente en él: “A veces voy por la calle y pienso en verso, en verso libre. Siento que es una intromisión en un terreno que no me pertenece y no suelo escribir los versos que paseo”. En este libro hace una excepción e incluye un largo poema, “Si yo tuviera ahora veinte años”, que entrevera humor y melancolía y se lee con más agrado que las convencionales tiradas líricas de tantos poetas profesionales.
            El libro se acompaña con fotografías de la autora (en Nueva York es difícil no ser fotógrafo), que añaden verdad a lo que se cuenta (retratan a algunos de los personajes), y que en muchos casos tienen un sugerente aire pictórico (acentuado por los retoques de Ana Zaragoza).
            Noches sin dormir, un libro más sobre Nueva York, no es un libro más sobre Nueva York. Quienes aman Nueva York no deben perdérselos. Tampoco los admiradores de Muñoz Molina o de Elvira Lindo. Ni quienes los detestan a ellos o a la ciudad: pasarán un buen rato descubriendo nuevos motivos para seguir detestándolos.

sábado, 5 de diciembre de 2015

José Luis Rey, el vuelo excede el ala


Los eruditos tienen miedo
(Espíritu y lenguaje en poesía)
José Luis Rey
La Isla de Siltolá. Sevilla, 2015.

Un centenar de semblanzas de poetas (con dos excepciones: Dickens y Calvino), centradas la mayoría en comentar alguno de sus poemas, reúne José Luis Rey en un libro de título irónico Los eruditos tienen miedo en el que defiende la tesis de que la poesía no es cuestión de lenguaje sino de espíritu y que la más alta poesía es la que habla de la poesía misma.
            Las semblanzas de poetas están escritas en un tono lírico, deudor quizá de ciertas semblanzas juanramonianas (recordemos sus Españoles de tres mundos), que a menudo resulta enfadoso. A Juan Ramón Jiménez –presencia constante en el libro, “el deseante único entre las mariposas de tela detenidas en el viento” le llama– se le dedica precisamente el primero de los capítulos; basten unas líneas para ejemplificar el tono:: “Engatusado, engatusado, dime. ¿Es aquello Moguer, es la muerte, es la casa de la pobre loca que te mandaba naranjas? Ay, pero todo es lo mismo. La vida y la muerte. La ilusión y la pérdida. El amor y el destierro. El azul y el verde y el azul. Azul y verde. ¿Pero lo mismo? ¿Espíritu y lenguaje lo mismo?”
            La mayoría de los capítulos se dedican a glosar un poema concreto, que solo se reproduce en unos pocos casos. De hacerlo en todos, como parecería esperable, el libro podría haber constituido una sugerente y caprichosa antología, un canon personal, en el que los nombres inevitables  y esperados, Eliot o Cernuda, Baudelaire o Coleridge, alternan con otros más desconocidos e intercambiables.
            José Luis Rey comenta los poemas siempre en la misma dirección, sin detenerse en los valores formales del texto. Da la impresión de que para él lo importante es lo que el poema dice –el espíritu, no la letra– y que siempre dice lo mismo, lo haya escrito Mallarmé o Quevedo, Rilke o Borges.
            Esa coincidente interpretación suya a menudo resulta tan forzada que nos hace sonreír. En el conocido soneto de Quevedo “Miré los muros de la patria mía” no se nos habla, como algunos ingenuos pretenden creer, de la decadencia del imperio español o de la cercanía de la vejez, sino del lenguaje y la poesía. “Entré en mi casa” comienza el primer terceto y en ella encuentra su “báculo más corvo y menos fuerte”. Esa casa, para José Luis Rey, es “el lenguaje, el poema” y el báculo es “el cetro del verbo”.
            Del mismo modo Borges, en el soneto que dedica a Spinoza, no habla del filósofo judío, sino “de la figura del poeta entregado a labrar su palabra mientras lo cerca una realidad enemiga y anodina”. Verso a verso se comenta el poema desentendiéndose del poema, mero pretexto para que Rey nos exponga sus ideas sobre la poesía. El rebuscamiento de la explicación resulta a veces excesivo. “Las translúcidas manos del judío”, el primer verso del soneto, se glosa de la siguiente manera: “Ahora bien, aunque nada nos quede de ese largo trabajo de pulir palabras, sabemos al menos que, en el sucederse oscuro de las horas, nuestras manos se volvieron traslúcidas. ¿Por qué? Porque la misma vocación poética es ya un don y las manos de quien escribe el camino hacia la diosa, de quien traza el mapa, se han iluminado ya para siempre”.
            ¿Las manos traslúcidas son manos iluminadas o manos quejan pasar la luz? No le pidamos precisión a José Luis Rey, quien escribe su prosa con el mismo estilo vagamente asociativo que sus poemas.
            “Amor fou”, el conocido poema de Luis Alberto de Cuenca, se interpreta del mismo modo. “Los reyes se enamoran de sus hijas más jóvenes. / Lo deciden un día, mientras los cortesanos / discuten sobre el rito de alguna ceremonia / que se olvidó y que debe regresar al olvido”, comienza. José Luis Rey interpreta que el poeta-padre se enamora de la poesía-hija y todas las referencias del poema irían en ese sentido. Por ejemplo, la ceremonia sobre cuyo rito discuten los cortesanos no es otra que “la de la creación, la de la epifanía del canto”.
            No escasean las ingenuidades entre tanta lírica vaguedad. La semblanza de Maiakovski comienza con esta afirmación: “Lo siento, Vladimir, pero la democracia es mejor que la revolución”.. Y más adelante le pregunta o se pregunta: “¿Qué habrías escrito tú, que habría escrito nuestro Blas de Otero en una democracia asentada?”
            El rechazo de Rey hacia la poesía social le lleva a pensar que es mejor la poesía que se escribe en una democracia que en una dictadura o en un período revolucionario, Y sería mejor porque en una democracia no habría motivo para la protesta y el poeta podía dedicarse a hablar de la poesía, el único tema en su opinión digno de la poesía.
            No vamos a discutir las ideas teóricas de José Luis Rey (a menudo escapan al campo de los racional), pero sí señalar algunos errores de apreciación. Rubén Darío es algo más que pura “música verbal”, como él pretende: en su poesía hay denuncia, desolación existencial, compromiso. Y Góngora, continuamente aludido, tampoco es “pura música” ni las Soledades han surgido de la nada. Para José Luis Rey, en los grandes poemas de Góngora, “el asunto es que no hay asunto, porque el asunto es la poesía”; Góngora sería así “el mayor poeta del silencio”, “el Moisés que nos condujo hasta aquí, hasta la tierra en blanco del verbo”.
            Pero al minimizar la historia, al no cantar la cólera de Aquiles sino los pasos de un peregrino en una isla, no se elimina el argumento (y ahí está su “Fábula de Polifemo y Galatea”), ni tampoco supone partir de la nada, prescindir de la tradición: Góngora pone en juego en cada verso toda la mitología y toda la erudición clásica. En los primeros versos de las Soledades ya nos entramos a Júpiter transformado en toro para raptar a una joven: “Era del año la estación florida / cuando el mentido robador de Europa”.
            Los prejuicios estéticos de José Luis Rey quedan patentes acá y allá, en cuando se deja de líricos alardes y vaguedades teóricas. Así comienza su comentario de un poema de Charles Simic: “De no ser por su cualidad imaginativa y su capacidad irónica, los poemas de este conocido autor caerían de pleno en el realismo y, por tanto, carecerían de interés”. ¿No tiene interés la literatura realista, carecen de cualidades imaginativas Flaubert o Henry James, falta capacidad irónica a poetas como Nicanor Parra o Ángel González?
            Y no entremos en lo limitada y tópica que resulta su lectura de la poesía de Bécquer, al que considera un poeta solo apto para adolescentes. Da la impresión de que a José Luis Rey los poemas no le interesan en sí mismos, sino en tanto se acomodan a sus prejuicios sobre lo que es o debe ser la poesía. Pero tiene la suerte de haber encontrado un procedimiento, la glosa acrítica que utiliza el texto como pretexto, con el que no hay poema que no se acomode a ella.