sábado, 12 de diciembre de 2015

Elvira Lindo: Nueva York, Antonio y yo




Noches sin dormir
Último invierno en Nueva York
Elvira Lindo
Seix Barral. Barcelona, 2015


Nueva York, como París o Venecia, es en sí misma un género literario. De ahí que resulte tan fácil, y a la vez tan difícil, escribir sobre ella. Fácil porque el interés del público (unos aman y otros detestan Nueva York, pero a nadie deja indiferente) está garantizado; difícil porque resulta casi imposible escapar al tópico.
            Elvira Lindo lo consigue mezclando varios ingredientes. El primero, el que aparece ya en las páginas iniciales, tiene que ver con su propia historia personal. Nos cuenta una visita a una psicóloga (también lo hacía en su otro libro neoyorquino Lugares que no quiero compartir con nadie) en la que pronto se siente desbordada por las emociones reprimidas. Como un ejercicio de psicoanálisis pueden entenderse muchas de estas anotaciones: en ellas habla de su infancia, de la figura (cada vez más borrosa) de su madre, de la relación con el padre y del sentimiento de culpa por haberle abandonado al venirse a Nueva York.
            Son páginas valientes y lúcidas que impiden que el libro se convierta en un mero ejercicio de costumbrismo o en la hagiografía del escritor con el que Elvira Lindo comparte la vida, Antonio Muñoz Molina. A los admiradores (que son legión) y a los detractores (que no son pocos) del autor de El jinete polaco se les proporciona abundante munición para continuar con sus filias y sus fobios.
            Los elogios a veces producen un poco de vergüenza ajena. Tras contarnos una visita del escritor a un centro escolar del Bronx para explicar a los alumnos La flauta mágica, escribe que “debería haber un Muñoz Molina en cada instituto, en la Facultad de Historia del Arte, en la de Filología, en el Conservatorio”. Y añade: “Hay que aprender de quien siempre ha sido discreto, generoso, de quien siempre comparte sin reservas lo que sabe, huye de la pedantería y no alardea de sus logros”.
            No lo necesita, pensará seguramente el lector: convive con el más eficaz jefe de prensa. También encomia sus habilidades en la cocina y a un  paso está (pero afortunadamente se contiene a tiempo) de detallarnos sus habilidades como amante. Claro que tampoco se olvida de insinuar su tacañería, en una divertida viñeta tras ser considerado como senior por una taquillera, ni de insinuarnos que el escritor prestigioso será él, pero la verdaderamente famosa es ella: a una norteamericana, con la que se encuentran en el metro, y que ha estado trabajando en Jaén, no le dice nada el nombre de Muñoz Molina (“luego lo busco en Google”), pero pone los ojos en blanco cuando oye el de Elvira Lindo: “Oh, my God! I can’t believe it! Manolito! You!”
            El Nueva  York de Elvira Lindo no es el habitual del turista, sino el del residente que ha de sufrir los inconvenientes de una ciudad particularmente dura, sobre todo en invierno. Pero no deja de señalar lugares que no aparecen en las guías y que son precisamente los preferidos de los turistas: restaurantes, locales de copas, antros de seductora música en vivo (y no solo). 
            Y no faltan los personajes que forman el coro de la pareja protagonista. Los escritores (Norman Manea o Colm Tóibín) o los personajes conocidos que pasan por la ciudad (se asiste a un mitin de Pablo Iglesias, a un concierto de Pablo Heras-Casado, quien les presenta a su novia, Anne Igartiburu) importan menos que la señora encargada de la limpieza, la estricta Rubiela, o que el peluquero Dani.
            Las anotaciones de Noches sin dormir (el insomnio de la autora es otro de los temas recurrentes) abarcan de enero a mayo de este mismo año y constituyen una dilatada y razonada despedida. Tras más de una década de vida neoyorquina, ha decidido dejar la ciudad. Importa poco si esa decisión es o no definitiva (parece que no: Muñoz Molina sigue enviando desde Nueva York sus artículos semanales). Sirve para darle un aire de anticipada melancolía a muchas de sus páginas, que a ratos incluso se aproximan al poema (como cuando nos habla de Washington Square nevada y solitaria, “una estampa de Henry James”) o incurre directamente en él: “A veces voy por la calle y pienso en verso, en verso libre. Siento que es una intromisión en un terreno que no me pertenece y no suelo escribir los versos que paseo”. En este libro hace una excepción e incluye un largo poema, “Si yo tuviera ahora veinte años”, que entrevera humor y melancolía y se lee con más agrado que las convencionales tiradas líricas de tantos poetas profesionales.
            El libro se acompaña con fotografías de la autora (en Nueva York es difícil no ser fotógrafo), que añaden verdad a lo que se cuenta (retratan a algunos de los personajes), y que en muchos casos tienen un sugerente aire pictórico (acentuado por los retoques de Ana Zaragoza).
            Noches sin dormir, un libro más sobre Nueva York, no es un libro más sobre Nueva York. Quienes aman Nueva York no deben perdérselos. Tampoco los admiradores de Muñoz Molina o de Elvira Lindo. Ni quienes los detestan a ellos o a la ciudad: pasarán un buen rato descubriendo nuevos motivos para seguir detestándolos.

3 comentarios:

  1. ¿Por qué les habrá dado ahora por editar diarios llenos de fotografías? Los libros son para leerlos. Yo creo que te imitan, amigo Martín, pero confunden los medios.

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    1. Bueno, la incorporación de imágenes a obras de ficción no tiene nada de novedosa. Véase Sebald, por ejemplo, al que yo no me atrevería a decirle que confunde los medios.

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    2. Lo cierto es que algunas fotografías son bien hermosas. El texto es ameno, un paseo ligero (frívolo a veces) por una ciudad siempre interesante, como dice JL.

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