miércoles, 25 de diciembre de 2024

El autor como personaje

 

Manuel Alberca
El pacto ambiguo
El Toro Celeste. Málaga, 2024.

Manuel Alberca es uno de los principales estudiosos de la literatura biográfica y autobiográfica. Y no solo eso, es también autor de una de las mejores biografías que se han dedicado a un escritor español, La espada y la palabra. Vida de Valle-Inclán.

En 2007 resultó pionero en el estudio de un género o subgénero que se puso de moda entre dos siglos, la autoficción, donde el autor dejaba de hablar de sí mismo en primera persona, como en la autobiografía y en las memorias, para hacerlo en tercera como si fuera un personaje más de la narración. Lo títuló, muy acertadamente, El pacto ambiguo, porque ponía en cuestión el pacto autobiográfico que garantizaba la verdad, o la intención de verdad, de lo que se contaba en primera persona cuando coincidían el narrador y el autor.

            El término “autoficción” fue al parecer empleado por primera vez en 1977 por un escritor francés, Serge Doubrovsky, aunque su sentido no fuera exactamente el mismo que adquiriría después: se refería a una autobiografía que no se limitara al relato lineal de los hechos de una vida, sino que utilizara todos los recursos estilísticos y estructurales propios de la ficción, incluidas las aportaciones de la vanguardia: juegos de palabras, historias alternadas, fragmentarismo.

La autobiografía –como el diario íntimo-- es un género mixto, tiene que ver con la historia, con el documento, y con la literatura. Doubrovsky quería alejarse del simple documento notarial para acercarse a la gran literatura. Escribir En busca del tiempo perdido, para entendernos, sin recurrir al procedimiento habitual de la novela autobiográfica. Algo semejante quiso hacer por entonces, o unos años antes, el llamado nuevo periodismo: contar la realidad con las herramientas de la ficción. En la misma línea iba la novela de no ficción, con las iniciales obras maestras Operación Masacre, de Rodolfo Walsh, y A sangre fría, de Truman Capote.

            La autoficción sería otra cosa: el autor habla de sí mismo, en primera o tercera persona (el Vilas o el gran Vilas de los versos y las prosas de Manuel Vilas) entremezclando verdad y ficción, lo vivido y lo soñado.

            A las cerca de quinientas páginas de la primera edición de El pacto ambiguo, se le añaden ahora doscientas más que, junto a algunas reiteraciones, comentan nuevos ejemplos de autoficción o practican un género, el diario personal, no frecuente en los estudios críticos. En el prólogo, sin incurrir en la falsa modestia habitual, se enorgullece el autor del éxito de su investigación en los trabajos académicos: es una de las obras más citadas en su especialidad.

            Pero sin negar el mérito a este inmenso trabajo y a la capacidad de Alberca para alternar teoría (o lo que en los estudios literarios se entiende por tal, con frecuencia vagas generalidades) y crítica literaria, ni su buen estilo ensayístico o la precisa atención a la literatura actual, quizá se le podrían poner algunos reparos. El primero, que el libro habría ganado si además de añadir algunas páginas para ponerlo al día se eliminaran algunas otras. Y no se trata solo, ni fundamentalmente, de prescindir de repeticiones (a veces conviene insistir en los conceptos fundamentales), sino de evitar confusiones entre aquellas materias que se trata de diferenciar de la autoficción: la biografía, la novela autobiográfica y la novela en clave.

El inventario de autoficciones españolas e hispanoamericanas que se ofrece como apéndice nos lleva a pensar que el propio autor, el mayor experto en la materia, a fuerza de distingos ha acabado por no tener las cosas claras. ¿Una autoficción el tomo de las memorias de Baroja titulado Familia, infancia y juventud, Anatomía de un instante de Cercas, Paradiso de Lezama, Troteras y danzaderas de Pérez de Ayala? Autobiografía en el primer caso y en los demás crónica de un acontecimiento histórico (el 23-F), novela autobiográfica, novela en clave. De poco sirve el concepto de autoficción si toda ficción en que podamos encontrar algún elemento autobiográfico se incluye en él.

            Sobrarían en El pacto ambiguo las no escasas páginas en que el autor habla por extenso de obras que no tienen que ver con la autoficción, sino con la novela autobiográfica, como ocurre con La sensualidad pervertida de Baroja. Sorprenden un poco, por imprecisas, las referencias a la relación entre Galdós y Emilia Pardo Bazán. ¿Es La incógnita una transposición del dolor que le produjo a Galdós una infidelidad de Pardo Bazán?  No lo parece, o no parece que sea eso lo fundamental (también se habló como inspiración de un crimen ocurrido por esas fechas), y no es cierto, como afirma, que “unos años después” volviera a utilizar el mismo asunto en Realidad, ya que se escribió a continuación de La incógnita y cuenta los mismos hechos desde el interior de los personajes. Tampoco parece que “Doña Emilia” diera “cumplida respuesta a “don Benito” en Insolación publicada el mismo año.

            Si menos es más, como afirma el minimalismo, también es cierto que más es menos.  A propósito de Rafael Sánchez Ferlosio señala que, en El Jarama, “de manera explícita el autor dejó su huella nominal entre las objetivistas razones del discurso narrativo neorrealista”. La huella consistiría en el nombre de un personaje secundario, Rafael Soriano Fernández, cuyas iniciales coincidirían con las del autor. Sea casual o sea deliberada esta coincidencia, ¿qué tiene que ver semejante minucia con el estudio de la autoficción?

            Pero estos reparos no disminuyen el valor del libro como pionero en el análisis de un género, que si no nuevo del todo (entre sus antecedentes se encuentra alguno tan prestigioso como la Comedia de Dante), sí alcanza un desarrollo inusitado en las últimas décadas convirtiéndose en algo más que una moda, en símbolo y síntoma de los cambios producidos en la sociedad contemporánea.



 

miércoles, 18 de diciembre de 2024

De hazañas y prodigios

 

Torquato Tasso
Jerusalén liberada
Edición, notas y traducción de José María Micó
Acantilado. Barcelona, 2024.

De hazañas y prodigios nos habla esta renovada Jerusalén liberada, un poema que parecía ya solo historia de la literatura (y de la cultura: tanta música y pintura inspirada en él), pero esas hazañas y esos prodigios no están solo protagonizados por sus personajes, sino también por su autor, Torquato Tasso, y lo que más nos interesa hoy, por su traductor, José María Micó. De las desventuras y la fama en vida de Tasso, a quien visitó en prisión nada menos que Montaigne, no hablaremos aquí, pero sí de las hazañas de Micó, que deberían ser tan legendarias como las de Hércules. No solo es uno de los poetas más destacados de su generación, la de los ochenta, la de Aurora Luque o Carlos Marzal; no solo es uno de los estudiosos del siglo de Oro cuyos trabajos pueden ponerse a la par de los de Dámaso Alonso o Francisco Rico; también se ha ocupado de literatura contemporánea –muchas de sus lecciones magistrales pueden escucharse en Internet-- y ha llevado a cabo una labor de traducción que no parece propia de una sola persona. Y además compone, toca la guitarra, forma parte de un grupo musical, Marta y Micó, que multiplica sus actuaciones en los más diversos lugares.

            José María Micó se ha atrevido a traducir de nuevo, que es lo mismo que poner en español contemporáneo, a los tres grandes poemas épicos de la literatura italiana, esto es, de la literatura europea: la Comedia de Dante, el Orlando furioso de Ariosto y la Jerusalén liberada. De esos tres poemas, el único que sigue conservando la admiración y el fervor de los lectores actuales es el de Dante, sobre todo en su primera parte, la dedicada al Infierno; los otros dos parecían ser ya solo objeto de erudición. Algo semejante dijo Torquato Tasso, también autor de inteligentes reflexiones literarias, de L’Italia liberata dai Goti, un poema célebre en su momento que más tarde sería “recordado por pocos, leído por poquísimos, sepultado en alguna biblioteca o en el estudio de algún letrado”.

            La verdad es que acariciamos el volumen de Acantilado, un hermoso regalo para estas fechas, nos demoramos en el preciso prólogo, picoteamos alguna estrofa acá y allá, pero nos cuesta decidirnos a comenzar la lectura. Ninguna hazaña parece más ajena a la sensibilidad contemporánea que la de las cruzadas, esa guerra santa, en la que como en todas las guerras santas, cualquier barbarie parecía justificada.

            Requiere, ciertamente, un cierto esfuerzo inicial la lectura de estos veinte cantos, más de quince mil endecasílabos. No es lectura apresurada para un fin de semana, ni entretenimiento playero. En su tiempo, sin embargo, fue un best seller. Bien sabido resulta que al poema épico le dio muerte la novela. Pero tardó en hacerlo: todavía en el primer tercio del XIX, el apócrifo Ossian y Lord Byron se atrevían a competir con ella.

            El verso se lee de otra manera que la prosa. El primero puede prescindir más difícilmente que la segunda de la lectura en voz alta: el verso ha de pronunciarse sílaba a sílaba, aunque se lea en voz baja, para que conserve su ritmo; la prosa admite una lectura mental que puede acomodarse mejor a distintas velocidades (no se lee lo mismo a Baroja que a Miró).

            Tenemos que volver a aprender a leer si queremos leer los grandes poemas del pasado. Leer como quien escucha el poema, sin asustarse por no distinguir del todo los muchos personajes secundarios. De hecho, la lectura en voz alta –una parte de la población era analfabeta-- fue práctica común hasta tiempos recientes.

            Tasso quiso escribir un poema épico que se alejara de las fantasías y disparates de Ariosto para atenerse a las enseñanzas de Aristóteles, que fuera concorde con los nuevos ideales de la Contrarreforma. No creyó haberlo conseguido. Trabajó en la Jerusalén liberada durante toda su vida, pero la obra que admiramos se publicó sin su consentimiento y ni siquiera el título es suyo. Tras someterla  a un consejo de expertos, e incluso a la Inquisición, siguió trabajando en ella y la rehízo con el titulo de la Jerusalén conquistada. Lo que a él más le disonaba es lo que leemos con más admiración: los prodigios, los hechizos, los encantamientos, los amores de Rinaldo y Armida. Quien tenga dudas sobre la fascinación que todavía puede producir hoy este inmenso poema que empiece por el canto XIV; no podrá luego dejar de seguir leyendo.

            Antes de la de Micó, hasta diez traducciones de la Jerusalén liberada se hicieron al español desde el siglo XVI hasta el XIX, unas en verso y otras en prosa; además de múltiples adaptaciones de uno y otro tipo. El poema original está escrito en octavas reales. Micó conserva el endecasílabo, pero prescinde de la rima, salvo en el pareado final, que marca el cierre de la estrofa. De vez en cuando, nos encontramos con otras asonancias (o consonancias) que afirma son “buscadas, aunque no sistemáticas”. Varias de ellas, sin embargo, parecen ser casuales y deslucen el texto. Así termina una de las estrofas: “Debes recuperar la ciudad santa / del injusto poder de los paganos, / y establecer allí un reino cristiano / en el que luego reinará tu hermano”. Algo mejora ese cacofónico sonsonete cambiando el orden de los dos primeros versos (que es como aparecen en el original). Muy de tarde en tarde disuena algún endecasílabo; es el caso de “porque acudirá raudo a tu llamada”, con su acento antirrítmico en la quinta sílaba. Son reparos menores y quizá injustos: traducir una obra semejante está al alcance de muy pocos; señalar algún descuido, al de cualquiera.

            Con ecos de las grandes epopeyas clásicas (Rinaldo tiene mucho de Aquiles, Armida es una nueva Circe aún más encantadoramente perversa) y de los libros de caballerías, Torquato Tasso a ratos parece escribir el guion de una gran superproducción cinematográfica a la que le basta para seducirnos y deslumbrarnos con la magia de la bella palabra y la pantalla de nuestra imaginación.

           

martes, 10 de diciembre de 2024

La verdad sobre Chesterton

 

Gilbert K. Chesterton
Ahora que lo pienso
Traducción de Aurora Rice
Espuela de Plata. Sevilla, 2024.

Julio Camba, en uno de los artículos rescatados recientemente por Ricardo Álamo en Viviendo a la inglesa, afirma que le gustaría encontrarse con un periódico londinense que “no hablase de míster Chesterton, una especie de Unamuno inglés”. Y efectivamente Chesterton y Unamuno tienen mucho en común, como con gran perspicacia supo ver Camba en fecha tan temprana como 1911. Junto a las coincidencias –el cultivo de todos los géneros literarios, el recurso constante a la paradoja, el gusto por la polémica--, están las diferencias: Chesterton fue un firme defensor de la ortodoxia católica; Unamuno, casi heterodoxo de profesión.

            Ahora que lo pienso, cuya edición original es de 1930, se traduce por primera vez al español. Se trata de “Un libro de ensayos”, según afirma el subtítulo, pero comienza arremetiendo contra “la relajación y libertad del ensayo, aparentemente tan atractivas”. No está haciendo autocrítica, aunque lo parece: “Por su propia naturaleza, el ensayo no explica exactamente qué intenta hacer, y así escapa a un juicio decisivo en cuanto a si lo ha hecho o no”. La cualidad “irracional e indefendible” que él encuentra “en muchas de las frases más brillantes de los ensayos más hermosos” es precisamente lo más defendible de los suyos, lo que les da un perdurable atractivo.

            En cuanto asoma el catequista con fe de carbonero, desaparece el intelectual. Los mismos argumentos que se emplean a favor del divorcio, afirma sin inmutarse, “podrían esgrimirse, y seguramente se esgrimirán, a favor del asesinato”. Nos frotamos los ojos, pero Chesterton habla completamente en serio: “Si es verdad que a veces es posible resolver un problema social quebrantando un voto, es igualmente cierto que a veces sería posible hacerlo rebanando un cuello”.

La lucha contra el divorcio es una de sus obsesiones. En el ensayo final, de 1930, dedicado a loar la monarquía con el pretexto de la recuperación de la salud del rey Jorge V, escribe que su popularidad “dirá al mundo que no todos estamos divorciados, no todos somos degenerados, no todos estamos dando la lata al mundo con filosofías descabelladas y perversiones estéticas”. Eso de poner a los divorciados junto a los degenerados, las filosofías descabelladas y las perversiones recuerda aquellos versos de un poeta español, también católico a machamartillo, que daba gracias a Dios por habernos salvado “de la lluvia de napalm, / de los tanques del Pacto de Varsovia, / de Nixon, de Jomeini, de Fernández Ordoñez”. ¡El bueno de Fernández Ordóñez entre las calamidades del siglo XX solo por hacer que se aprobara la ley del divorcio!

            Chesterton va un paso más allá al afirmar que, si sus libros tienen que ser censurados, preferiría mil veces que lo fueran por la Inquisición española que por el Ministerio del Interior británico, pues aunque no la admire especialmente sabe que la Inquisición actuaba “según algunos principios inteligentes”, con muchos de los cuales está de acuerdo. No parece, sin embargo, que la Inquisición española estuviera de acuerdo con muchas de las cosas que afirma Chesterton. Si sus escritos hubieran sido censurados por ella, seguramente el autor habría sido condenado a la hoguera.

            Afortunadamente, en sus devaneos ensayísticos sobre esto y aquello, o contra este y aquel (Shaw, Wells), se olvida con frecuencia Chesterton de la tesis que defiende sin matices y con fervor de converso: el catolicismo es un sistema doctrinal que supera a cualquier otro, que no simplifica la realidad reduciéndola a una sola idea, como hacen Mahoma, Marx o Calvino.

            El sentido común de Chesterton, del que tanto se vanagloria, y el chisporroteo continuo de su ingenio, que tanto nos admiran, envuelven el hueso duro de roer, ya en su tiempo, más en el nuestro, de un integrismo católico que hoy rechazaría incluso buena parte de los católicos.

            La mejor manera de leerlo es no tomarlo en serio cuando se pone más serio y pretende hacernos comulgar con las ruedas de molinos de sus dogmas. Afortunadamente no lo hace demasiado a menudo. Y apenas hay página suya sin una ocurrencia memorable, como aquella para combatir la soledad: “Sugerí que sería bueno para esas casas victorianas aisladas tener una biblioteca humana, para prestarse personas en lugar de libros. Sugerí que el ómnibus de Mudie podía venir una vez por semana para dejar dos o tres extraños en la puerta; serían debidamente devueltos una vez estudiados adecuadamente. Habría una lista de normas por si alguien se quedaba con la señorita Brown demasiado tiempo o devolvía al señor Robinson con algún desperfecto”.

            Espigados entre los que el autor publicó en una longeva revista semanal, el Ilustrated London News, entre 1905 y 1930, algunos de los ensayos de Ahora que lo pienso están demasiado ligados a las circunstancias de esa época y han perdido interés, pero la mayoría siguen muy vigentes, como el titulado “De las dictaduras”, que analiza las causas del descrédito de la democracia liberal en los años veinte: “el parlamentarismo es simplemente el gobierno por políticos de profesión y los políticos de profesión están profundamente corrompidos”. Y a esa crítica universal –añade-- no se responde simplemente haciendo burla de Mussolini. O de Trump, añadimos nosotros.

jueves, 5 de diciembre de 2024

Maltrato real

 

María José Rubio
María Josefa Amalia de Sajonia, reina de España-
Política, poeta y mística.
Fundación Banco de Santander. Madrid, 2024.

No parecería en principio de demasiado interés una biografía dedicada a una de las tres mujeres de Fernando VII que murieron sin darle descendencia. De María Josefa Amalia de Sajonía, la que durante mayor tiempo compartíó su reinado, apenas si se recuerda, una anécdota jocosa y escatológica, la de su noche de bodas. Quien quiera conocerla en sus escabrosos detalles no tiene más que buscar en la Wikipedia. Incluso en una fuente más presuntamente rigurosa, como el diccionario biográfico de la Real Academia de la Historia, puede leerse que “su falta de información y su exacerbada religiosidad la llevaron a negarse a consumar el matrimonio hasta que el papa León XII la conminó a hacerlo”.

            María José Rubio desmiente esas patrañas y hace algo más: rescata de las sombras a una mujer excepcional, que apenas vivió veinticinco años, y que escribió versos y ensayos políticos y dejó su impronta en una época especialmente convulsa.

            Es cierto que se conserva el borrador de una carta de Fernando VII al papa pidiéndole ayuda ante ciertas dificultades en su matrimonio. No está fechada, pero en su segundo párrafo puede leerse: “Hace ya diez años que contraje matrimonio con mi augusta esposa”. Mal puede referirse, por tanto, a problemas en  la noche de bodas. Se queja del confesor de la reina y le pide al papa que lo cambie por otro que, además de encaminarla por la senda de la sólida virtud, “imprima profundamente en su ánimo sencillo la más justa idea de los deberes de una esposa para con su esposo, para ver si de este modo sería Dios servido conceder a mi matrimonio el fruto de bendición que sellaría la tranquilidad de mis dominios”. No hay constancia de que esa carta fuera enviada. Si lo fue, no se produjo cambio de confesor.

            Las presuntas peripecias de la noche de bodas se las contó Merimée a Stendhal en una carta de 1830, que no se publicó hasta 1898. Una señora, de la que no indica el nombre, le habría referido con todo detalle la historia, que tiene toda la apariencia de ser un desvergonzado cuentecillo. Merimée presumía de saber otros secretos de alcoba: “Si tuviera más papel, le enviaría el relato de su primera noche con la reina portuguesa, pero eso será para otra ocasión”.

            María José Rubio desmiente esos y otros bulos basándose en una amplia documentación, en su mayor parte no tenida en cuenta por los historiadores. Apasionante resulta la reconstrucción minuciosa de los pasos necesarios para concertar matrimonio entre dos personas que no se conocían: un viudo de 35 años y una joven de 15. El rey recibió a la vez un retrato de la que iba a ser su esposa, un borrador del contrato matrimonial y un certificado médico que garantizaba su buena salud y su capacidad para engendrar una familia “tan robusta como numerosa”.

            A pesar de esos preliminares tan poco prometedores, pocas dudas caben del amor que sintió Fernando VII. Pueden mentir los documentos oficiales, pero no las cartas privadas. “Querida Pepita de mi alma: yo no he pensado más que en ti en todo el día, he tenido mis ratos de llanto, y aun ahora mismo no veo lo que escribo por tener los ojos llenos de agua”, le escribe al día siguiente de separarse de ella para un viaje oficial. Otra carta comienza así: “Pepita mía, pichoncito de mi corazón”.  

            Nadie es de una pieza, ni siquiera el denostado Fernando VII y no es el menor mérito de esta biografía añadir nuevos matices a su figura. No se trata de reivindicar su figura, pero sí de desmentir bulos y enriquecer nuestra visión de la historia con otros puntos de vista.

Apasionante resulta el relato de los tres años que siguieron al levantamiento de Riego en Las Cabezas de San Juan de San Juan, ocurrido a los pocos meses de que María José Amalia se convirtiera en reina de España. No fueron tiempos fáciles para ella y acabaron dañando su salud mental. La afectó especialmente lo ocurrido al capellán real Martín Vinuesa, condenado a diez años de cárcel por participar en una conspiración absolutista y asesinado en la cárcel a martillazos. Los asesinos “recorren las calles en torno a la Puerta del Sol durante algunas horas de la tarde, mostrando a la población los martillos con que han cometido el crimen y los pañuelos empapados en sangre del capellán de palacio”.

            No menos dramáticos fueron los sucesos del 7 de julio de 1822, en los que llegó a lucharse dentro del palacio y su patio central se llenó de heridos. Fácil imaginar el terror que sintió la reina, cuando todavía no estaban muy lejanos los acontecimientos de la Revolución francesa.

            María José Rubio califica a María Josefa Amalia, en el subtítulo a su biografía, de “política, poeta y mística”. No fue una figura meramente decorativa, tenía ideas políticas y supo exponerlas en razonados ensayos en los que combatía las ideas liberales. Aunque no fueron publicados, se leyeron en el entorno del rey y tuvieron su influencia. Desde casi la infancia, escribió versos. Aprendió pronto el castellano, y esa se convirtió en su lengua poética. Se publicaron algunos de sus poemas y tuvieron gran difusión, pero la mayoría se conservan inéditos en los dos tomos en que fueron copiados amorosamente por la mano del propio rey Fernando. Muchos de ellos, tienen un carácter político. A juzgar por las muestras que se ofrecen en esta biografía no resultan desdeñables, aunque ciertos fallos rítmicos delatan que el español no era la primera lengua de la autora.

            En 1822, aparecieron anónimamente las Cartas de la reina Witinia, una en la que aparentemente la reina cuenta su vida y habla de la situación política, pero que no parece que fuera escrita por ella. María Jesús Rubio no logra descubrir al autor, sin duda alguien muy cercano y que la conocía bien. Es obra de gran interés y reeditada recientemente.

            Algo más que protagonista de un chiste chusco inventado por Merimée y creído por serios historiadores fue María Josefa Amalia de Sajonia; algo más que un felón que cerraba universidades y abría escuelas de tauromaquia fue Fernando VII. Lo podemos comprobar en este libro lleno de detalles exactos y sorprendentes que ayudan a comprender las complejidades de la historia, a evitar simplificaciones maniqueas...

martes, 26 de noviembre de 2024

Tres hombres y una mujer

 

Álvaro Pombo
El exclaustrado
Anagrama. Barcelona, 2024.

Como folletín filosófico o comedia de enredo trascendental podría denominarse las más reciente novela de Álvaro Pombo. Tres hombres –el exclaustrado que da título al libro, su sobrino Jaime, un “profesor auxiliar de filosofía”-- y una mujer, Petri Gillard, camarera en un bar de copas, que se casa con el último de ellos y tiene relaciones con los otros dos.

            De folletín la califica el propio narrador: “¿Y a Jaime qué le pasa? ¿Ama Jaime a Petri como Petri a Jaime? He aquí la gran pregunta de cualquier folletín que se precie. Y este relato es, entre otras cosas, un folletín que se precia de sí mismo”.

            Comenzamos a leer El exclaustrado y lo primero que nos viene a la memoria son El escritor o El enfermo, las novelas crepusculares de Azorín. El “discreto” protagonista –así lo llama el autor--  vive retirado del mundo en una pequeño apartamento lleno de libros, sin más visitas que la de la asistenta que le atiende. Está leyendo a Sartre, al primer Sartre, y buena parte de sus elucubraciones tienen que ver con El ser y la nada, libro que se glosa y cita abundantemente.

A ratos pensamos en Unamuno o Pirandello. Hay personajes en busca de un autor y uno que se declara autor o manipulador de todos los demás. Discutiendo con su mujer, Antón Rubial, el profesor de filosofía, le dice lo siguiente: “He aquí un personaje que ha querido ser lo que haga falta y no ha servido de nada. ¡Hay algo más trágico que Petri Gillard? Nada hay más trágico que Petri Gillard. ¡Que el corazón de la bienintencionada lectora reviente ahora! ¡Si revienta ahora, habré escrito una gran novela!”. Aunque se dirige a ella, emplea sorprendentemente la tercera persona.

En otro pasaje, es el decimonónico narrador omnisciente quien nos refiere los pensamientos de Jaime: “Se da cuenta de que Rafael siempre le ha manipulado. Le manipuló cuando le dijo que los tres, Jaime, Petri y su tío Juan, eran personajes de una ficción que él imaginaba. Personajes de Rubial”.

            Los ingredientes que se emplean en El exclaustrado son de primera calidad, muy Álvaro Pombo, el resultado de una vida dedicada a elucubrar sobre los enigmas del hombre y del mundo, a moverse por los estrechos lindes que separan filosofía, teología y literatura. Pero el resultado es una obra frustrada, un borrador que nadie parece haber leído con atención, ni el autor ni un editor a la manera anglosajona que le señalara los descosidos.

            Que son muchos, y graves. Señalaré algunos. En la página 37, hablando de Antón Rubial y de Petri Gillard, que trabajaba en un bar de alterne, afirma el narrador: “El caso fue que se casó con esta periquita y se divorciaron a los tres años. Casarse y divorciarse fueron dos actos casi continuos”. Pero pronto –o no tan pronto, en la página 100 se refiere a ella como su “exmujer”-- este narrador omnisciente, pero de mala memoria, se olvida de esa afirmación y toda la trama melodramática de la novela se basa en que Petri abandona el domicilio conyugal y luego –sorpresivamente-- vuelve a él porque sigue casada con Rubial, quien la trata y la maltrata –llega a encerrarla en casa-- como su legítimo dueño.

            Jaime solo vio a su tío, Juan Cabrera, el discreto exclaustrado, una vez hace quince años, “cuando era muy joven”. Pero como tiene en torno a veinte años, resulta que no era muy joven, sino un niño. Y no podía recordarlo vistiendo hábito, según se nos dice, porque Juan Cabrera había abandonado el convento hace veintidós años, cuando tenía cincuenta.

            Es cierto que un relato crea su propia verosimilitud, que no tiene por qué coincidir con la de la vida real, pero una cosa es que Gregorio Samsa se despierte convertido en insecto y otra que en la página 44 Petri Gillard sea una pésima cocinera (“Pero, criatura, ¿no ves que no sabes guisar nada decente? Hasta las patatas guisadas con perejil, las vulgares patatas viudas, te quedan siempre aguadas. Haces unos guisos inmaturos, de cafetería, de escort girl”, le reprocha su marido) y en la 70, cuando le abandona y se va a vivir con una amiga, coman las dos de lo que guisa Petri: “pucheros ricos que le había enseñado su madre”.

            Álvaro Pombo ha querido escribir una historia actual, aunque nos suene tan vintage. En la primera página leemos: “Pero ¿cómo vive don Juan Cabrera? Vive confinado. Lleva viviendo así muchos años. Pero solo ahora, con el confinamiento del covid, su confinamiento roza la agorafobia, por tratarse ahora no tanto de una voluntad propia como de la voluntad ajena, la voluntad del Estado”. No hay nada, sin embargo, en el resto del libro, que haga referencia a esa situación; no hay mascarillas, toques de queda, clases virtuales. La acción habría sido más creíble situada en los años sesenta. Casi todos los pequeños detalles, esos pequeños detalles que tanto contribuyen a la sensación de verdad en un relato, rechinan: Petri, antes de volver con su marido, le cita en un Starbucks y allí “los dos eligen un sándwich mixto”. ¿Un sándwich mixto en un Starbucks?

            Significativo de las inconsistencias del relato resulta que el motivo del resentimiento de Antón Rubial contra Juan Cabrera –resentimiento que mueve la trama-- fuera que a una denuncia suya se debiera el que lo expulsaran del convento en el que era novicio, sin que se dé muestra alguna de que Rubial tuviera vocación religiosa (más bien parece que le hicieron un favor al expulsarlo).

El narrador se ocupa minuciosamente de las interioridades de los personajes (con abundantes reflexiones filosófico-teológicas), pero con frecuencia da la impresión de que sus cambios obedecen menos a razones psicológicas que a caprichos del autor, a sorpresivos giros de guion como en una serie televisiva. Y como en una serie televisiva americana actúan los policías que aparecen en el capitulo final.     

Materiales para una novela intelectual, a la manera de las de Pérez de Ayala o de otras del propio Pombo, hay en El exclaustrado, pero lo que se publica es un borrador que necesitaría una lectura atenta de un editor competente y una reescritura que no afecte solo a las inconsecuencias menores, sino a la concepción del narrador.

 

jueves, 21 de noviembre de 2024

A la altura de las circunstancias

 

Simon Armitage
Avión de papel. Poemas escogidos 1989-2014
Traducción, prólogo y notas de Jordi Doce
Impedimenta. Madrid, 2024.

La poesía sigue un movimiento pendular: tiende a acercarse o a alejarse lo más posible del lenguaje cotidiano, a rehuir la anécdota y el sentimentalismo –recordemos los tiempos de la poesía pura-- o a contar historias, denunciar en verso, ser un desahogo del corazón. La segunda de esas líneas suele resultar menos prestigiosa. La poesía que todos entienden y que a todos gusta no acostumbra a gozar del favor de los críticos (en España, últimamente se utiliza para referirse a ella el término de “parapoesía”). Y pretender vivir de la poesía y sus alrededores –ahí está el caso de Elvira Sastre--  hace fruncir el ceño a los entendidos.

            Simon Armitage, el más conocido y reconocido de los poetas ingleses contemporáneos, pone en cuestión esos esquemas. Es un autor famoso fuera de los estrechos círculos literarios, escribe sobre cualquier tema de actualidad, reconoce entre sus maestros tanto a Ted Hughes como a David Bowie, se le estudia en los colegios de secundaria, ha recibido el título de Poeta Laureado. Muestra su preferencia por los temas locales y no le interesa poco ni mucho insertarse en la gran tradición de la lírica moderna, la que tiene a Mallarmé por uno de sus santones.  

            Comenzamos a leer Aviones de papel, una amplia antología de su obra preparada por él  mismo y traducida por Jordi Doce, llenos de prejuicios. Pero no tardan en desaparecer. Buena parte de la poesía actual, antes que buena o mala, es aburrida y borrosamente pretenciosa. Simon Armitage no es ni una cosa ni otra. Sabe contar historias y a menudo recurre al humor, un humor a ratos negro y al chiste no siempre del mejor gusto.

            Antes de convertirse en esa especie de oxímoron que es un poeta profesional, Armitage, que viene del norte de Gran Bretaña, de la parte más pobre y menos convencionalmente británica, fue agente de la condicional, y conoció bien el mundo de la pequeña delincuencia. Sin esa experiencia no podría haberse escrito un poema como “Caradura”, que trata de la tragedia de Hillsborough, donde 97 personas murieron durante un partido de fútbol a causa de una avalancha, desde una perspectiva tan peculiar, igual que ocurre con el que dedica a la matanza en el instituto de Colombine (“Entretanto, en algún lugar del estado de Colorado, armados hasta los dientes con miles de flores…). Esa técnica distanciadora evita la falacia patética, aunque Armitage sea un poeta que gusta de los efectos patéticos: muchos de sus poemas parecen inspirados en las páginas de sucesos de los periódicos.

            Para saber si conectamos o no con la poesía de Armitage basta con leer un poema como “Temporada de grosellas”, incluido en uno de sus primeros libros, Chico, de 1992. Se trata de un monólogo dramático, como tantos otros suyos. Lo que se nos narra es un crimen que no deja remordimiento ninguno y que solo se recuerda cuando se sirve sorbete de grosellas. ¿Un cuento en verso? Puede ser, pero si es un poema no es porque esté en verso –en prosa están los que se incluyen en Ver las estrellas, de 2010, no menos narrativos, aunque de otra manera, y no por eso dejan de ser poemas--, sino por el sabio uso de la elipsis. En cualquier caso, no importa mucho la distinción genérica: Armitage prefiere hacer poesía con lo que habitualmente no es propio de la poesía, y eso es lo que valoramos más en él.

            “Realismo sucio” es el término que habitualmente se aplica a la manera de entender la poesía que Armitage muestra en una parte de sus poemas, pero él, al contrario que Carver o Bukowski, no suele identificarse con el protagonista de sus textos en primera persona. No es tampoco un poeta monocorde: la poesía narrativa alterna con la que se acerca a la letra de la canción. Y para mostrar su versatilidad alguna vez utiliza los temas y al tono de lo que convencionalmente suele entenderse por poesía lírica: “Nieve”, “Lluvia” “Neblina”, “Rocío” de En memoria del agua, por ejemplo.

            Acierta más cuando trata temas menos frecuentados, como en “Motosierra contra hierba de las Pampas” (quizá habría sido más acertado traducir “contra el plumero de las Pampas”) o en el espléndido homenaje a Dante a la manera de Pound que es “Poundland”: el centro comercial, símbolo del vacuo consumismo, convertido en uno de los círculos del infierno.

            Armitage no siempre nos convence, no quiere ni puede ser sublime sin interrupción, pero nos sorprende y nos conmueve con una frecuencia que en pocas ocasiones encontramos en un poeta traducido tan gustoso de lo local, tan cronista de lo cotidiano. Contra lo que pudiera esperarse, los poemas (salvo los más próximos a la canción) funcionan muy bien en la traducción de Jordi Doce. También los fragmentos que se incluyen de sus versiones del Hércules furioso de Eurípides y de la Odisea, en las que insiste en un toque gore que no deja de ser marca de la casa.

            Muchos tonos los de este poeta nada monótono. A ratos parece acercarse a la greguería (“los escarabajos levantaban los paneles solares de sus caparazones”, “las ramas de los árboles eran baldas de una tienda / que vendía insectos como broches y cinturones de piel de serpiente”, “las orquídeas azules se ofrecían sin pudor”) mientras que en “Anochecer” utiliza muy eficazmente uno de los procedimientos, la yuxtaposición temporal, estudiados por Carlos Bousoño en su olvidada y todavía fértil Teoría de la expresión poética.

            Simon Armitage resuelve una paradoja, la de cómo ser universal insistiendo en lo local y cómo trascender a un tiempo concreto siento minuciosamente fiel a ese tiempo. Mejor que buscar la eternidad y trascendencia de la palabra poética, saber estar a la altura de las circunstancias.   


           

jueves, 14 de noviembre de 2024

Ensueño napolitano

 

Juan Antonio González Iglesias
Nuevo en la ciudad nueva
Visor. Madrid, 2024.

En la corte de los antiguos virreyes de Nápoles, había siempre un acompañamiento de poetas. Como Garcilaso, como Aldana, como Quevedo, también Juan Antonio González Iglesias –estudioso del clasicismo, además de poeta-- ha sido huésped de la ciudad, ahora que los nuevos reyes y virreyes se llaman –según indica en la nota de agradecimiento final-- Unión Europea y Ministerio de Cultura.

El resultado de esa estancia, sin duda grata, es un puñado de poemas cuya edición ha sido financiada “con cargo al Plan de Recuperación, Resiliencia y Transformación y la Unión Europea-Next Generation EU”. Difícil resistirse a hacer demagogia con estos datos previos. ¿Cómo no comparar a González Iglesias con los ilustres invitados de la Unión Soviética, tratados a cuerpo de rey, y que volvían cantando maravillas del Paraíso de los Trabajadores? Uno de los poemas se titula precisamente “Elogio de la cultura europea”.

            Comenzamos a leer con un cierto recelo, pero en seguida nos seduce el encanto de la mayoría de los poemas, delicadas acuarelas de ciertos rincones napolitanos. En “Domingo”, durante un grato paseo por el Lungomare se nos habla del “bosque de los yates”, del Vesubio al fondo, de los veleros que están casi llegando a Capri “un puñado / de pétalos muy blancos que acabara / de lanzar alguien sobre el mar”, de la belleza que “trae la justicia al mundo”.

“Condominio napolitano” describe la entrada de uno de los característicos palazzi (que no son los palacios españoles) de la ciudad, con su decoración navideña, sus macetas de terracota y sus vasos de mayólica “y al fondo, sorprendida en la hornacina, / una mujer desnuda en mármol blanco, / una diosa, también iluminada”.

             Una imagen suele resaltar en lo que a veces puede parecer simple descripción: “Muy lenta cae la tarde, su neblina / iguala las columnas y los árboles / y con finísimo papel de seda / envuelve las naranjas, una a una” (“Maiolicato”); en el cabo Posílipo los pinos a contraluz “parecen una tropa / de marinos recién desembarcados” (“Anábasis”).

El Castell dell’Ovo y un carguero se confunden bajo la lluvia repentina: “Todo se iguala / en gris vertiginoso. Es una fiesta. / El carguero se vuelve tan monótono / como el mar y el castillo. He visto antes / este difuminado / creo que en Turner. / No soy el único al que le complace / la secreta armonía de las cosas”.

Hay también tres gatos que contemplan inmóviles el mar como en un emblema de Alciato; la primera nieve sobre el Vesubio admirada, junto a jóvenes estudiantes, desde la terraza de la universidad; un caminar “oscuros en la noche solitaria”, enésima variación del verso de Virgilio, por los alrededores del lago del Averno tras visitar la gruta de la sibila en Cumas. Y no podía faltar un tópico tan clásico y tan Winckelman, de cuya idealizada visión del helenismo parece heredero González Iglesias, como el elogio de la belleza masculina.  Lo encontramos en “Lunes en el museo”, primer poema del libro, y en “Hércules Farnesio”, donde parece cobrar vida la escultura (“el héroe muta / en varón palpitante”) mientras que el joven que la admira “involuntario / reflejo del rival, un pie adelanta / estatua ya”.

            Pero no se limita González Iglesias a fijar en verso sugerentes estampas napolitanas, como han hecho tantos viajeros, y algunas anécdotas de su estancia en ella (sin aludir siquiera al otro Nápoles, al de la Gomorra de Roberto Saviano). Él quiere convertir a la ciudad en símbolo de una visión del mundo, de una filosofía redentora, la del clasicismo. Y ahí ya le resulta más difícil lograr el asentimiento del lector.

            Tropezamos ya en las primeras líneas del prólogo: “Sin la lógica poética no entenderíamos unas pocas cosas que importan mucho. Por ejemplo, que una de las ciudades más arraigadas en lo antiguo se llame ciudad nueva”. Pero no hace falta ninguna lógica poética para comprender que, por ejemplo, el Pont Neuf de París es el más antiguo de los puentes sobre el Sena. Simplemente, lo que era un nombre común, el puente nuevo, se convirtió en un nombre propio. No es un caso único: los poetas novísimos de 1970 siguen recibiendo el nombre de novísimos aunque ya yo sean ni siquiera nuevos. Ese error le lleva a González Iglesias a una conclusión tan arbitraria como todas las suyas: “De ello deducimos que siempre hay algo anterior a lo muy antiguo. Y que lo nuevo, si de verdad, quiere serlo, debe nutrirse de esas raíces muy profundas que se pierden en lo invisible”.

            Igual de falso nos suena el final de “Hércules Farnesio”. González Iglesias gusta, desde los primeros libros que le dieron la fama, de entremezclar el mundo clásico con el contemporáneo, el epíteto clásico con la jerga actual: “Fuera su crush este adalid barbado / que sujeta en su mano un fruto. A bordo / con él subiera de la nave Argos. / En el gimnasio fuera su colega. / Tranquilidad, testosterona, mármol / son retos para él. Grecia era esto, / la colaboración inteligente / con la naturaleza. Los teóricos / hablan de nuevas masculinidades”. Pero esas “nuevas masculinidades” son tan viejas como el mundo y hace tiempo que se aceptan igual que las tradicionales sin necesidad de ninguna coartada clasicista.

            El González Iglesias poeta no olvida al González Iglesias filólogo y buena parte de sus poemas, en este libro y en los anteriores, son glosas de ciertos términos, como ocurre con “magnánimo” o “mediodía” en los poemas así titulados. Y la traducción parcial de una oda de Horacio cierra “Imprenta”.

            “El hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona”, afirmó Hölderlin y yo he repetido más de una vez. Lo que tienen estos poemas de lección moral vale menos que su aspiración a una belleza que no es de este mundo, pero que solo existe en este mundo. La banalidad de ciertos poemas, la esforzada moraleja, queda compensada con los aciertos expresivos y con el ímpetu de otros como “Nadador en Paestum”, que cierra el libro en lo más alto.

 

jueves, 7 de noviembre de 2024

Contra el tiempo

 

Miguel Sánchez-Ostiz
Geografía de la ventura
Selección y prólogo de Alfredo Rodríguez
Bartleby Editores. Madrid, 2024.

El deliberado silencio o la ruidosa polémica que acompañaron a muchas de las obras de Miguel Sánchez-Ostiz, sobre todo a partir de su novela Las pirañas (1992), no deben hacernos olvidar que comenzó como poeta y que lo ha seguido siendo como un hilo cordial que une su incesante dedicación a los más diversos géneros literarios.

            Alfredo Rodríguez, un poeta que ha puesto lo mejor de su empeño en promocionar a otros poetas, sobre todo a su maestro, José María Álvarez, rescata en Geografía de la ventura una muestra significativa de una poesía a la que pocos prestaron atención en su momento, pero que ha envejecido bastante menos que tantas de las que en los años setenta y ochenta acapararon los lectores.

Uno de los escritores a los que más constantemente ha prestado atención Sánchez-Ostiz ha sido Pío Baroja. La culminación de sus afanes barojianos –que, muy en su estilo, le llevaron a enfrentarse con la familia del escritor-- se encuentra en Pío Baroja a escena, “una biografía a contrapelo” --así se subtitula-- que se lee con la misma pasión con que fue escrita y que constituye una de las obras maestras del género.

En Baroja, en cierto Baroja, pensamos al comenzar a leer los versos de Sánchez-Ostiz. No en el Baroja de las Canciones del suburbio, con sus ripiosos octosílabos, llenos sin embargo de encanto, sino en el de tantas páginas en prosa como el “Elogio sentimental del acordeón” o las viñetas que acompañan a los capítulos de la trilogía Agonías de nuestro tiempo; en el Baroja de ensoñaciones aventureras de La estrella del capitán Chimista o Las inquietudes de Shanti Andía. Un buen ejemplo lo encontramos en el poema “Llévame al fin del mundo”, incluido en un libro de 1982: “Hazme escuchar la música de las constelaciones, / llévame donde los ríos aparecen inmóviles, / donde las mariposas nocturnas fosforecen / como una verde lluvia seca y cálida, / enséñame las selvas solemnes y silenciosas como templos / y las ciudades muertas de Tartaria / con rosas de arena en sus jardines. / ¡Goletas hacia las islas de la canela! / Haz que conozca todos los perfumes de más allá del canal de Suez…”. Y sigue la enumeración: “Llévame contigo en la primera caravana de la seda, en la Nave de los Locos, / hazme invisible contigo en el María Celeste, / escóndeme al paso del Barco de la Muerte”.

 A esos viajes soñados a un lugar en el fin del mundo, fuera del mundo, les seguirán otros reales, a los que ha dedicado excelentes libros, pero que no tendrán el mismo eco en su poesía, aunque buena parte de ella sea un “Elogio de la errancia”: “Y al final no hay casa que valga, / no hay casa que te defienda, / no hay casa que de verdad te acoja, / ni patria que merezca la pena”.

            Pero aunque “no hay casa que valga la pena”, Sánchez-Ostiz se ha pasado la vida buscando su “casa de la vida”, como diría Mario Praz, y al final creyó encontrarla en el valle del Baztán, cuyas trochas y veredas recorrerá incansable y cruzarán sus versos.

            Hay muchos Sánchez-Ostiz en Sánchez-Ostiz. El de más inagotable seducción es el de los primeros libros, de versos y de prosas que tenían muy a menudo el aliento de lo poético, el de La negra provincia de Flaubert o Mundinovi, miscelánea en cuyo prólogo se indica que dejó fuera todas aquellos escritos en los que advirtió “una excesiva presencia de lo cotidiano, de la acritud de las circunstancias, de las bufonadas”. Y añade una advertencia muy certera y que él pronto dejaría de tener en cuenta: “Lo desabrido, lo bronco y lo desapacible es algo que envejece mal”.

            Muchos de aquellos primeros artículos podían formar parte de una selección de su poesía, son poesía en prosa; a ratos, como ocurre en Baroja, más poética que la escrita en verso. En algún caso, así fue, como ocurre con las paginas en prosa tituladas “Siempre amanece”, incluidas en Invención de la ciudad, donde hace recuento de su vida sin olvidar los objetos que llenan su casa, desde libros antiguos (un “Alciato comido de ratones”, un “Dioscórides marcado con las huellas de varias generaciones de boticarios”) hasta “un arcángel del barroco cuya policromía se enciende con el sol de la tarde” o “barcos encerrados en botellas que navegan en una niebla de polvo”.

            La exasperación contra la época que le ha tocado vivir también está presente en la poesía de Sánchez-Ostiz, pero hay en ella menos lugar para el improperio, para la “perorata del apestado” (título de Bufalino que cita en algún poema) que en las novelas y en los últimos diarios, más confesionales. Pero toda su obra, tan personal y tan plural, casi inabarcable, no es, en el fondo, sino una diatriba contra el ultraje de los años, contra el tiempo que ni vuelve ni tropieza, que arrambla con todo y que nos envenena con una nostalgia de cosas que no sabemos si sucedieron alguna vez o solo fueron un sueño.



martes, 29 de octubre de 2024

Historia e intrahistoria

 

Teffi
Memorias. De Moscú al mar Negro
Traducción de Alejandro Ariel González
Libros del Asteroide. Barcelona, 2024.

Comenzamos a leer Memorias. De Moscú al mar Negro, el primer libro de la escritora rusa Nadezhda Teffi que se traduce al español, y nos sorprende la semejanza temática y formal con una de las obras más famosas de Manuel Chaves Nogales El maestro Juan Martínez que estaba allí. Ambas nos narran el largo viaje de una compañía de artistas por la Rusia revolucionaria y en guerra civil, ambas se publicaron inicialmente por entregas en una revista.

Chaves Nogales se encontraba en París cuando, entre 1928 y 1930, en un periódico de la emigración rusa, se publicaron las memorias de Teffi. Por esas fechas, estaba preparando Lo que ha quedado del imperio de los zares, que al año siguiente aparecería seriado en el nuevo diario Ahora, del que había sido nombrado redactor jefe. Fue precisamente en 1930 cuando conoció al bailarín de flamenco Juan Martínez y le oyó referir sus andanzas por el imperio ruso, donde el año 1917 quedó atrapado por la revolución. A partir de lo que entonces le oyó, y con noticias de muchas otras fuentes, escribiría poco después su fascinante novela de no ficción que tiene al bailarín por narrador y protagonista.

            Aunque dedica uno de los capítulos de Lo que ha quedado del imperio de los zares a “Los viejos escritores supervivientes”, no menciona Chaves Nogales a Teffi, una de las más conocidas escritoras rusas del momento, heredera de Chejov, autora de bien humoradas sátiras y de populares letras de canciones. No la menciona, pero es difícil que no oyera hablar de su odisea –similar a la de tantos-- para llegar desde Moscú hasta París e iniciar una nueva vida en otro mundo y en otra etapa de la historia.

            Teffi, como tantos otros intelectuales, apoyó la revolución de 1905 y la de 1917 en sus primeros momentos. La radicalización posterior la dejó fuera de juego: no estaba ni con los bolcheviques ni con la reacción que quería volver al antiguo régimen.

            Pero no se habla mucho de política, aunque la historia se cuele por todas las rendijas, en estos recuerdos de un largo viaje que parecía no iba a terminar nunca. Nada más lejos del panfleto que unas crónicas escritas diez años después de los hechos, sin ninguna acritud, incluso con rasgos de comicidad a pesar de la continua presencia del absurdo y la barbarie. Sorprende, a las pocas líneas, el gusto por la caricatura expresionista: “El comisario era terrible. No era un hombre, sino una nariz con botas. Existen animales cefalópodos. Él era rinópodo. Una nariz enorme de la que colgaban dos piernas. En una pierna, por lo visto, estaba el corazón; en la otra, el aparato digestivo”.

            La sátira de Teffi se extiende por igual a los dos bandos. En el tren en el que parte de Moscú con destino a Ucrania (la compañía teatral a la que se incorpora pretende actuar en Kiev y en Odesa) coincide con tres señoras que conversan “a media voz, cuando no en un susurro, sobre la preocupación más inmediata: quién y cómo se las había ingeniado para pasar por la frontera sus diamantes y su dinero”. Entre las historias que cuentan está la de la señora Fulk, que hizo un agujero en la cáscara de un huevo, metió un diamante y luego lo coció, pero con tan mala suerte que, al revisar el equipaje, un soldado se comió ese huevo y la señora Fulk se bajó del tren y anduvo tres días tras él para ver si lo expulsaba de forma natural.

            Abundante humor y ninguna autocompasión hay en estas páginas que nos ayudan a entender la historia sin maniqueísmos. La Ucrania a la que llega Teffi todavía se encuentra al margen de la catástrofe revolucionaria: “Cuanto más nos acercamos a Kiev, más animadas son las estaciones”. Son los años en que por primera vez parece posible la independencia ucraniana. “Corrían rumores confusos sobre Petliura”, escribe.

            Petliura, cuando Teffi redacta sus recuerdos, era todavía un nombre famoso. Chaves Nogales en Lo que ha quedado del imperio de los zares habla de él en el capítulo que titula “Un Mussolini fracasado”. Entre 1919 y 1920, fue el primer presidente de la república de Ucrania; tras unos inicios socialistas, se alineó con la extrema derecha y alentó un feroz antisemitismo. En 1926, ya en el exilio, “un judío ruso apostado en el cruce de la rue Racine con el bulevar Saint Michel lo mata de un balazo”, según cuenta Chaves Nogales, quien conoció a su viuda y a su hija, que vivían pobremente en París.

            En el breve prólogo, señala Teffi su propósito de ofrecernos una narración “sencilla y veraz” sobre su involuntario viaje por toda Rusia. Quiere dejar de lado las figuras ilustres y heroicas de la época para centrarse en personas sencillas y en “aventuras que le parecieron entretenidas”. Y lo son, ciertamente. Inolvidable resulta la travesía del barco carbonero Shilka por el mar Negro, desde Odesa hasta Novorosiísk, así como tantos otros pasajes. Pero quizá lo más valioso es su recreación de una época con todos los pequeños detalles exactos que iría borrando la inevitable simplificación histórica posterior.

 

miércoles, 23 de octubre de 2024

Teatro y revolución

  

Ramón Pérez de Ayala
A.M. D. G. La vida de un colegio de jesuitas
Adaptación teatral de Manuel Martín Galeano
y Juan López de Carrión
Edición de Amparo de Juan Bolufer
Sevilla. Renacimiento, 2014.

La historia, como la memoria individual, cuenta el pasado desde el presente, no siempre lo falsea, pero siempre lo reescribe. En noviembre de 1931 se estrenó la adaptación teatral de una novela de Pérez de Ayala, por esas fechas embajador de la República en Londres (además de director del Museo del Prado y diputado por Asturias). Fue uno de los mayores escándalos del teatro español, equiparable al de la Electra de Galdós treinta años antes. Los titulares de El Heraldo pueden dar una idea de lo que supuso el estreno: “La catástrofe del Teatro Beatriz”, “Cipriano Rivas Cherif, director artístico de la Compañía, nos habla de la denuncia que ha presentado al director general de Seguridad”. “Rafael Sánchez Guerra, espectador de A. M. D. G., es agredido por los cavernícolas cuando pretendía imponer la serenidad”, “¿Quiénes repartieron las entradas entre los luises? Anoche en la iglesia de la calle de Zorrilla había una buena cantidad de localidades. Lo que dice el director de Seguridad. Los setenta detenidos son multados con 500 pesetas cada uno. Si hubo lenidad en los agentes de la autoridad serán separados del Cuerpo”.

            Pocas veces un estreno teatral ha llenado tantas páginas en un diario, y El Heraldo no fue el único que se ocupó tan por extenso del acontecimiento. Desde que se anunció el estreno de A.M.D.G. La vida de un colegio de jesuitas, la derecha antirrepublicana se preparó para replicar con contundencia y vengar la ofensa que había supuesto en mayo la quema de conventos y el artículo de la Constitución que suponía la separación de la Iglesia y el Estado y la expulsión de los jesuitas.

            Sabíamos de ese escándalo, pero desconocíamos la obra que lo había motivado. Amparo de Juan Bolufer ha encontrado una versión de la misma, aunque no la versión final, en la Biblioteca de Asturias que lleva el nombre de Pérez de Ayala y donde se guarda su legado. La publica acompañada de un minucioso estudio que nos permite reconstruir los hechos de aquel momento y las polémicas que los acompañaron, al margen de manipulaciones posteriores.

            La principal fue debida al propio Pérez de Ayala, que quiso dar a entender que se había mantenido al margen de esa adaptación y que, arrepentido de la ofensa que en su nombre se había hecho a los sentimientos religiosos de los españoles, prohibió a partir de entonces la reedición de la novela en que se basaba. Amparo de Juan demuestra, muestra más bien, que no era cierto. Desde 1928, Pérez de Ayala había propugnado la adaptación teatral de sus novelas; la autorización para la de A.M.D.G. la dio en mayo de 1931. Asistió a los ensayos e introdujo modificaciones hasta el último momento, el nombre que figuraba en la publicidad era solo el suyo, no el de los adaptadores. De hecho, el único original conservado, un mecanoscrito con abundantes correcciones, lleva el subtítulo de “Original de Ramón Pérez de Ayala”. Los nombres de los adaptadores, Manuel Martín Galeano y Juan López de Carrión, resultan confundidos por más de un estudioso. Agustín Coletes Blanco, en su fundamental Gran Bretaña y los Estados Unidos en la vida de Ramón Pérez de Ayala, atribuye la versión a Julio de Hoyos, mientras que Carlos Luis Álvarez se la adjudicaría a Julio Gómez de la Serna.

            Ramón Pérez de Ayala, más admirable quizá como escritor que como ciudadano, jugaba en 1931 con dos barajas. En Londres quería presentarse como un embajador respetuoso con todos los convencionalismos de la vida diplomática, culto y liberal, nada revolucionario; en Madrid, en cambio, para congraciarse con las autoridades republicanas y con el movimiento de opinión que las apoyaba, mostraba su lado más radical y daba alas a un anticlericalismo que no dudaba en recurrir a la violencia y que era uno de los puntos débiles del nuevo régimen.

            El escándalo provocado por el estreno de A.M.D.G. le causaría importantes problemas en su labor de embajador, ya que las revistas conservadoras inglesas reprodujeron los ataques de la prensa española, y no mejoró su consideración por parte de los republicanos, muchos de los cuales le consideraron –y no sin razón-- como uno de los que más contribuyeron al desprestigio del nuevo régimen con su afán por acaparar cargos.

            Como resulta previsible, la adaptación teatral simplifica la novela y acentúa su tesis antijesuítica convirtiéndola en un hiriente panfleto. En algún punto, sin embargo, resulta muy actual, como en la denuncia de la pederastia, si no siempre tolerada, siempre ocultada (hasta ayer mismo) por las autoridades religiosas, partidarias de que los trapos sucios se laven, si se lavan, en casa. Rechina, en cambio, la manifiesta homofobia, tan propia de su tiempo y especialmente de Pérez de Ayala.

            El final de esta adaptación, que no fue el que se llevó al escenario, resulta especialmente llamativo por su tono mitinero y de incitación a la violencia en un momento especialmente delicado. Una multitud se acerca al colegio de los jesuitas, con palos y armas rompen los cristales de las ventanas; está compuesta por “intelectuales, profesores, obreros, estudiantes, etc., etc., enardecidos”. Sonreímos al pensar en cómo se las arreglaría Rivas Cherif para caracterizar a unos de “intelectuales”, a otros de “profesores”, etc., etc. “. ¡Abajo las órdenes religiosas!”, grita el cabecilla, mientras todos corean: “¡Expulsión, expulsión!”. Y luego, como en un mitin, grita “¡Viva la enseñanza laica!”, y todos responderían a una mientras cae el telón: “¡Viva!”

            El debate sobre el estreno tuvo muchos matices, como corresponde a las diferencias ideológicas de aquellos años, y Amparo de Juan Bolufer atiende a todos: “Oportunidad u oportunismo”, “Obra sectaria frente a obra artística”, “Normas de cortesía teatral y límites de la libertad de expresión”, “Ataques personales a Ramón Pérez de Ayala”. A la minuciosidad de su erudición y al buen manejo que hace de todos los datos, solo habría que hacerle un reproche, el de confundir una edición anotada con una edición escolar en la que es necesario explicar “espartano”, “sibila” o ciertas expresiones coloquiales.

            El estreno de A.M.D.G. La vida de un colegio de jesuitas fue algo más que un capítulo de la historia literaria, supuso el primer aviso importante de lo que se estaba preparando y que culminaría menos de cinco años después.

jueves, 17 de octubre de 2024

Un romántico ilustrado

 

Javier Almuzara
Esperanza de vida
Renacimiento. Sevilla, 2024.

Entre las estrofas clásicas, el soneto ocupa un lugar especial. Es quizá la única que sigue plenamente vigente, la que menos se ha convertido en ejercicio retórico y arqueología. En la literatura española, ha tenido dos momentos de esplendor: el llamando Siglo de Oro, que ocupa más de un siglo (Garcilaso, Lope, Quevedo), y el siglo XX (los Machado, Miguel Hernández, Blas de Otero). El nuevo libro de Javier Almuzara, el más extenso de los suyos, el más plural, emocionante y divertido, nos demuestra que no ha perdido su capacidad de sorpresa en este ya bien avanzado siglo XXI.

            Más de un tercio de los poemas de Esperanza de vida son sonetos y muchos de ellos pueden incluirse en cualquier antología de los mejores de la lengua española. No todos están escritos a la manera clásica, petrarquista o shakesperiana. A Javier Almuzara le gusta jugar con los catorce versos e incluye varios de arte menor e incluso se atreve con uno en versos bisílabos. Pero, en buena parte, estas variantes no pasan de ejercicios lúdicos.

            Javier Almuzara, muy consciente de que no es posible ser sublime sin interrupción, a menudo nos hace sonreír. Hay mucho humor, y algo de auto ironía, en Esperanza de vida. Entre tanto poeta solemne, se agradece que el poeta baje de la tarima y trate de entretenernos en el “Patio de recreo”, como se titula una de las secciones. A veces se pasa un poco en el cambio de registro, para qué negarlo, y es capaz de incluir una variante de Quevedo, “¡Ah de la vida!”, que solo vale como eutrapelia de sobremesa: “¿Eh? / ¡Oh! / ¡Ah! / ¡Bah! / ¡Uf! / ¡Ay!”.

            Le perdonamos esa chiquillada, y alguna otra, a “este romántico ilustrado” –así se define en el primer poema del libro--  capaz de hablar de música y poesía, de amor y del asombro de estar vivo con un tono absolutamente personal, pero en el que resuena toda la mejor tradición literaria.

            Léanse sus sonetos “El secreto del éxito” y “Tesis y antítesis sobre la síntesis”, variaciones en torno al “Carpe diem” –hay otras--, para comprobar cómo consigue que suene a nuevo un tópico más que repetido. Y el lector atento se fijará en los pequeños detalles que acreditan la maestría. “Olvidé que la vida es corta” comienza el primero de esos sonetos, con un verso eneasílabo, también más corto que el resto en endecasílabos.

Muchos tonos tienen estos sonetos y en cada uno de ellos sabe dar Javier Almuzara, sin alzar la voz, su do de pecho. Tras el “Tango del desalojo”, en torno al tópico de que la vida entera cabe en un soneto, está Manuel Machado, pero no lo podría haber escrito Manuel Machado, ni ningún otro poeta que no fuera Javier Almuzara: “Sale uno de la infancia y juventud / a empujones, y mira de reojo, / temiéndose algún otro desalojo, / camino a la pensión del ataúd. / La vida, ese continuo decomiso, / te quita hasta las ganas de vivir. / Sabéis que no lo digo por decir. / Yo, que me imaginaba el paraíso / bajo la especie de una discoteca / y con toda la pista para mí, / solo oigo la canción del tararí / que te vi en un salón que se hipoteca. / ¿Dónde quedó aquel cuerpo de sarao? / Y encima me han quitado lo bailao”.

En una de las estrofas de “Gracias al amor”, su tono recuerda al de las cancioncillas de una ópera rococó, leemos: “Y hablando podría / pasar todo el día / Javier Almuzara / siempre que tratara / música o poesía”.

Qué espléndidos poemas sobre la magia de la música hay en un libro que comienza con una “Cantata del café”, que nos deja pronto “En la gloria de Vivaldi” y que, tras hacernos admirar su alquimia “que redime el dolor con armonía” (“Música, maestro”), nos hace descender de las alturas con “La música callada” de una greguería: “Tras el concierto / hay sesión reservada / para el silencio atento / de las butacas”.

Sobre la poesía como salvación de la vida, como forma de dar permanencia al río que pasa y no se detiene, hay muchos poemas. El que yo prefiero se titula “Intentarlo de nuevo”. Comienza describiendo una tarde cualquiera: “La escena es casi idéntica a ayer mismo / y sus protagonistas no han cambiado; / sin embargo, en la tarde reiterada, / no existe para nadie nada igual”. Describe luego la tarde en el parque con continuos rasgos de ingenio. “Se va la primavera por las ramas / dándole al pico interminablemente”. Y concluye con una alusión al propio poema: “El mundo, Sísifo feliz, remonta / su carga, ilusionado con la cima, / y yo vuelvo a buscar, sobre el papel, / la vida de verdad, definitiva”.  

En este libro de arte mayor, no faltan los  haikus, las tankas, las coplas populares en las que el autor parece borrarse, como si fueran verdaderamente populares: “Quiero ser el zarcillo / que te acaricia / y decirte al oído / cuatro malicias”. Sorprenden los que parecen fragmentos para el libreto de alguna ópera –Almuzara es autor de una adaptación de Fuenteovejuna--, como los monólogos de Fedra y de Ismene o los de Ana Ozores y Fermín de Pas (este último con el subtítulo de “Recitativo y aria”, por si hubiera alguna duda).

No todo es perfecto en el libro: a algún lector le parecerá que el poeta a veces se quiebra de sutil y puede que frunza el ceño ante un juego de palabras que convierte las “bulerías” en “dolerías”. No importa. Son más las cimas. Y termino señalando una: “Te debo una disculpa”, una elegía que es verdad emocionada y es literatura, la mejor literatura, la que solo está al alcance de un clásico contemporáneo. 


 

 

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