jueves, 30 de diciembre de 2021

Ingenio y verdad

 

Un mentido color
Felipe Benítez Reyes
Visor. Madrid, 2021.
 

A partir de cierta edad, los poetas suelen dejar de escribir libros de poemas –aunque sigan publicándolos-- para limitase a añadir algunos nuevos poemas a su obra completa. Pasó con Antonio Machado, pasó con Rubén Darío, pasa con Felipe Benítez Reyes. El caso de Guillén es distinto. Tras la publicación de Aire nuestro en 1968, hasta su muerte en 1983 no dejó de escribir poemas, pero dejó de escribir poesía.

            No anima demasiado a su lectura el título del último libro de Benítez Reyes, Un mentido color; tampoco las dos citas (del Diccionario de Autoridades y de Sebastián de Covarrubias) con que pretende justificarlo o el primer poema con su “corazón sin rumbo / en la noche indecisa”, su “retórica del daño” y otras literaturizadas vaguedades. Los poemas de Benítez Reyes ganan cuando alzan el vuelo desde un referente concreto: la nieve que cae “liviana y grávida”, unos gorriones que se acercan a su balcón, una sinagoga en Úbeda.

            Al puñado de espléndidos poemas que justifican la entrega, se añaden unos cuantos ejercicios retóricos (“Cancionero arcaizante de plenilunio”. “Versión libre de un poema de Jules Laforgue”, “Canción y coda” y su variación) que acreditan el buen hacer del poeta, pero que lo alejan de la sensibilidad contemporánea para acercarlo al denostado garcilasismo. Cuando Benítez Reyes se deja llevar por su gusto por la divagación y la frase demorada y llena de incisos, el lector pronto pierde pie y se pone a pensar en otra cosa. En algún caso, incluso se podría hacer un experimento: reducir los casi treinta versos (que constituyen una única oración) de “Silvia” a los dos primeros y los dos últimos. Comprobaríamos entonces que el poema –un poema de amor conyugal-- no parece perder nada y sí ganar en intensidad.

            El Benítez Reyes al que estamos acostumbrados, ingenioso y certero, lo encontramos en las viñetas mitológico-costumbristas de “Al hilo del poema ‘For a Moment’, de D. H. Lawrence”, en el que reviven Medusa, Saturno, Mercurio, Hércules y Eurídice de peculiar manera: “El repartidor a domicilio ejerce de Mercurio / con su moto que suena como una gran carroza / de hierro atormentado”. También lo hallamos en la enumeración, llena de aciertos imaginativos y expresivos, de “Las artes y las ciencias”

            En el poema “Los gorriones”, acorde con el tema, deja a un lado su ingenio y habitual utillaje retórico: “Cada amanecer tienen dispuestos / unas migas de pan en la terraza”. El poema gana así en verdad y cercanía, aunque haya quien prefiera el oropel neomodernista. Con idéntico tono menor comienza “Las olas”: “Hoy hablaré de vosotras / las olas que rompisteis en la mar de mi infancia”. La evocación de la olas es también la del asombro de aquel “niño frente al dragón rampante / de la cresta de espuma que de pronto rugía / con las fauces abiertas”.

            “Un perfume” acumula sinestesias: “Se oyen aquí, por dentro del aroma, / las playas desplegadas como un velo de oro, / el agua frutal de las fuentes frías, / de los arroyos veloces, / la majestad del sol, con su corona de fuego, / en el muro encalado”. El poeta muestra aquí que puede competir con los mejores creativos publicitarios: “Abres el frasco y parece abrirse el día / en un huerto cercado por un mar”.

            A la estética novísima –no en vano está dedicado a José María Álvarez—nos remite “Aparición de Ezra Pound en Venecia”. Los primeros versos podría haberlos firmado el mejor Gimferrer, el que se llamaba Pedro y escribía Arde el mar: “De repente, / en un embarcadero verdecido de líquenes, / en un  callejón de rumores acuáticos, / el holograma fantasmagórico de Ezra Pound”. El poema –no importan esas resonancias-- aúna culturalismo y verdad y es una de las piezas imprescindibles del volumen. “Venus de Itálica” vuelve a la sencillez expresiva. Comienza con unos versos que parecen limitarse a copiar la cartela que acompaña a la escultura: “Figura mutilada de mujer. / Aproximadamente siglo II, d. de C., / bajo el imperio de Adriano”. A ratos nos recuerda al Jorge de Sena de Metamorfosis, en especial al poema “Cabeza romana de Milreu”, traducido por Víctor Botas en Segunda mano, especialmente en versos como “Doncella en su esplendor decapitada, / helada allá en sí misma, / joven siglo tras siglo y sin ser nadie”.

            A Fernando Pessoa se le homenajea doblemente: con las variaciones sobre tres versos de los sonetos ingleses (una de ellas escrita en inglés) y con el poema más extenso del libro, “El tramo final de un jueves narrado por Bernardo Soares, ayudante de contabilidad”, en el que a ratos creemos escuchar más que al Bernardo Soares del Libro del desasosiego al Álvaro de Campos de “Tabacaría”. “Yo que, como decía, no he sido nada…”, termina el largo monólogo de Benítez Reyes; “No soy nada. / Nunca seré nada. / No puedo querer ser nada”, comienza el del heterónimo pessoano.

            Un mentido color es siempre excelente literatura y contiene un puñado de poemas que no desmerecen en una selección de la mejor poesía de Felipe Benítez Reyes. A algunos les parecerá poco, pero, si somos sinceros, no resulta en esto distinto de los más renombrados poetas de cualquier edad cuando llegan a cierta edad (con la excepción de Borges, por supuesto)..

martes, 21 de diciembre de 2021

La casa de las montañas

 

Diario de un editor con perro
Julián Rodríguez
Editora Regional de Extremadura. Mérida, 2021.

En sus últimos años, Julián Rodríguez (1968-2019) era conocido, sobre todo, por ser un editor excepcional, el creador y el alma de Periférica, pero había sido. y era, muchas cosas más. La pluralidad de sus talentos durante un tiempo pareció jugar en contra suya;  parecía destinado, por falta de constancia y exceso de entusiasmo, a un dorado fracaso en todas sus diversas ocupaciones. Fundó revistas, como La Ronda de Noche, galerías de arte o incluso un restaurante (de hermoso nombre: Bocángel); diseñó libros y colecciones, especialmente para la Editora Regional de Extremadura. La de escritor, comenzada tardíamente, parecía una actividad más. Comenzó con una insólita novela juvenil, Tiempo de invierno, a la que siguió un libro de poemas, Nevada; luego se decantaría por la novela y, sobre todo, la reflexión autobiográfica. Desde el principio, quiso ir más allá de lo consabido, huir de las florituras retóricas. Lo suyo era el minimalismo conceptual. En la última década, absorbido por la labor editorial, parecía haber dejado la escritura, como parecía haber dejado –sin dejarlas--  tantas otras actividades.

            No era así, solo había dejado de publicar libros propios, dedicado a los ajenos. Pero seguía escribiendo y una parte de esos escritos suyos los daba a conocer en una denostada red social, Facebook, donde caben todas las simplezas y todas las maravillas. A Borges le habría entusiasmado –nada se parece más al asombroso Aleph, que en un un punto contiene el universo, que Internet-- y quizá también a Juan Ramón Jiménez, que en ella habría podido publicar una página perfecta cada día, como era su sueño.

            Los autores no escriben libros, sino la materia prima de los libros. Los libros, aunque un solo nombre figure en la portada, son siempre obra colectiva. En este Diario de un editor con perro el otro autor, el editor, es Martin López-Vega. A él se debe una decisión fundamental: publicar solo, de las muchas anotaciones publicadas o inéditas de Julián Rodríguez, aquellas que tienen que ver con sus estancias de fin de semana en una apartada casa rural. Entremezcladas con las anotaciones de otros días perderían intensidad. El subtítulo, La casa de las montañas (2018-2019), quizá debería ser el título, y al revés, el título ir de subtítulo, porque este libro es solo la primera entrega de un diario de escritor que puede convertirse en la obra más perdurable de Julián Rodríguez, la que mejor refleja, sin mutilar ninguno de sus aspectos, su poliédrica, inagotable, inabarcable personalidad.

            Martín López-Vega, que sabe que hay profesiones que aspiran a la invisibilidad, como la de editor o corrector, ha tenido el acierto de dejar las imprescindibles aclaraciones para una escueta nota final. En ella, copia la respuesta del autor a un comentario (la publicación en Facebook permite interactuar de manera inmediata con los lectores), en el que explica el lugar y el tiempo de la escritura: “Esta casa, este jardín y esas nieves, están en uno de los lados segovianos (alto y pobre) de la Sierra de Guadarrama, a solo una hora y media en coche desde Madrid por la carretera de Burgos, pero en realidad ya en otro mundo. De viernes (a las doce de la mañana) a lunes (a las nueve de la mañana) ahí se refugia uno”.

            El perro del editor, Zama, una perra, es el otro protagonista de estas páginas, que nos hablan de duros inviernos y tardías primaveras, de largos paseos, de música y libros, también de cocina (incluso incluye alguna receta), siempre con la sabiduría de quien sabe atenerse a lo esencial. Las notas costumbristas alternan con pinceladas impresionistas sobre el sucederse de las estaciones.

            A veces se alude a las ilustraciones que acompañaban a estas notas en su primera publicación, por lo general fotografías hechas por el propio Julián Rodríguez, y quizá en ese caso deberían haber sido reproducidas, como ocurre con los libros de  W. G. Sebald y con tantos otros posteriores (recordemos Negra espalda del tiempo, de Javier Marías), sin que por eso se convirtiera el volumen en un libro ilustrado. Y algún poema aludido –y reproducido en Facebook-- tal vez debería haber sido reproducido, como se hace con otros, aunque fuera en nota. Un ejemplo: “Llego a casa y busco ese poema de Edna St. Vincent Millay que tanto me gusta. No es difícil saber qué había detrás de tales versos”. El lector se queda sin saber qué versos eran esos. No desmerecen estas minucias el valor de esta edición, ni por supuesto de unas páginas escritas con ejemplar llaneza, sin levantar la voz, con la precisión en los detalles de quien sabe siempre de qué habla.

            No se refiere el escueto editor (Julián Rodríguez no habría querido otra cosa), a un hecho que dota de dramatismo a estas notas, Se fecha la última el jueves 27 de junio de 2019. “¿Huyendo del calor? ¿Qué haces hoy jueves por aquí?”, le pregunta el frutero del mercadillo en el que compra provisiones antes de llegar a casa. Ese fin de semana había adelantado un día el viaje, no sabía por qué. Lo último que escribió, lo último que subió a la red social fue una anotación aparentemente trivial, cotidiana, como tantas: “El termómetro del jardín marcaba veintisiete grados al llegar; el de la cocina, veintidós. Zama corrió hacia el cobertizo primero, luego volvió a la calleja (el portón del jardín estaba abierto) e hizo su ronda. Revisé el nivel del agua en el pozo, puse Radio Clásica, calenté el pisto que sobró el otro día en Madrid”.

Julián Rodríguez fue encontrado muerto a la mañana siguiente. ¿Intuía esa cita, esa visita a la vez inesperada y esperada? ¿Temía que no le encontrara allí, en su querida casa de las montañas, en su refugio contra las inclemencias del tiempo,  si hubiera vuelto a ella el viernes a la hora de costumbre?

jueves, 16 de diciembre de 2021

Qué hay de nuevo en poesía

 


 

Es capital todo lo que fluye
María García Díaz
Traducción de Xaime Martínez
Ultramarinos. Barcelona, 2021.

¿Qué hay de nuevo en poesía?, se preguntan cada cierto tiempo los lectores y los críticos. Han pasado ya más de dos décadas desde que comenzó el siglo XXI, ¿dónde están los poetas que han sucedido a los que se dieron a conocer a finales del siglo anterior, los últimos que parecen haber entrado a formar parte de la historia de la poesía española? ¿Quiénes son los sucesores, en prestigio e influencia, de un Luis Alberto de Cuenca, un Luis García Montero, un Felipe Benítez Reyes?. Hay, sí, epígonos, abundantes epígonos, algunos de indudable talento, pero no se ha vuelto a dar el caso de poetas que aúnen amplia difusión y aceptación crítica.

En el siglo XXI, hemos asistido a un fenómeno en cierto modo semejante al que se da entre la música pop y la música culta: hay por un lado una poesía que se difunde primero en las redes sociales y en lecturas públicas y que, cuando se recopila en libro, alcanza tiradas hasta ahora desconocida en la edición poética; hay, por otro, una poesía que gana premios, algunos de cierta resonancia mediática, pero por lo general cada vez más ignorados y desprestigiados, y que es alabada por críticos afines, por poetas amigos, por estudiosos académicos, e ignoraba por los lectores. Elvira Sastre, que ya ha dado el salto a las editoriales de prestigio, o el cantautor Marwan pueden ser ejemplo de lo primero. María García Díaz, que acaba de publicar su cuarto libro, en versión bilingüe, asturiano y castellano, de lo segundo.

            Es capital todo lo que fluye lleva un prólogo, de cierta ambición teórica,firmado por Unai Velasco, quien aspira a caracterizar a caracterizar a la autora como representativa de una segunda hornada generacional que sucedería a los poetas “que publicaron sus primeros libros durante la década de 2010 (nacidos en los años 80 y principios de los 90). Antes abría otra generación, la del 2000 (nacidos en los 70), Cita muchos nombres de esas dos o tres generaciones Unai Velasco, pero ninguno que destaque sobre el conjunto y las características comunes que los encuentra (unos respiraron “el aire de la Posmodernidad”, otros han crecido advertidos “por la resaca del Posestructuralismo”) son de una gran vaguedad conceptual, lo que las convierte en inoperantes. Se han publicado innumerables antologías de la poesía joven en estas últimas décadas, pero ninguna ha servido para cribar nombres, establecer un canon.

            María García Díaz, nacida en 1992, violinista y estudiosa de la física cuántica, vale quizá más por lo que representa que por sus logros poéticos, al menos hasta el momento. Su cuarto libro de poemas está escrito en asturiano y se publica en Barcelona acompañado de la versión castellana de otro poeta, Xaime Martínez. Está escrito en asturiano, pero no hay ninguna referencia a la tradición poética en esa lengua, tampoco a la tradición española. Abundan las citas, casi todas en inglés, pero en español solo se cita al poco conocido y coetáneo Miguel Rual. Los dos rasgos más evidentes de un sector importante de los nuevos poetas parecen ser el volver la espalda a la tradición literaria española (su lengua de cultura es, en buena medida, el inglés) y un cierto carácter gremial que los lleva a leerse y citarse unos a otros, ajenos al común de los lectores.

            Unai Velasco relaciona ciertas características de la poesía de María García Díaz, como su escritura “narrativamente expoliada”, su estar “a medio camino entre la segmentación cinematográfica y la jugosidad de una observación cuasi microscópica” ,con su dedicación al campo de la física cuántica. Pero ya sabemos que la física cuántica –la física que estudia las partículas elementales: electrones, protones, neutrones, quarks, fotones-- se ha utilizado para justificar muchos disparates: los viajes en el tiempo, los universos paralelos, el poder estar en dos lugares a la vez, los gatos simultáneamente vivos y muertos, y también una presunta literatura cuántica que tiene tanto que ver con ella como cualquiera de esos populares disparates.

            La estética de María García Díaz es la del fragmento, la ruptura sintáctica, la elusión del referente. No siempre consigue escamotear del todo al lector aquello a lo que se refiere. Uno de los poemas vuelve al tópico del menosprecio de corte y alabanza de aldea: “Raspa el alba / los colores del gallo / envuelven el cuarto fuera / y un cerebro inflamado / tiene que ir a cosechar el grano / tiene que ir / a guardar la leche / dónde la impostura / entre el pasto, entre las lilas / entre el abono tierno / dónde la impostura / bajo la luz incisiva / dime dónde el simulacro”. En otro (“Homo faber”), encontramos una descripción del arte del lutier. Hay también una enumeración de las restricciones tradicionalmente femeninas  (“No subas / a la mimosa, no manches / los náuticos, / no huelas a regla...”) y algún eco de Safo entremezclado con la poesía oriental: “Si las dos / tenemos sed / vamos a acercarnos al río / vamos a chapotear junto a los lotos / vamos a dialogar / bajo las ramas del sauce”

            Pero lo más frecuente es que unas veces no entendamos muy bien de qué está hablando (toda la serie que da título al libro) y otras nos lo aclara el título (Palermo, una fotografía de Richard Learoyd), pero no nos interesa demasiado lo que nos dice. La mejor María García Díaz es la menos crípticamente pretenciosa: “Tantas veces se dijo / una habitación propia; / yo diría también el glacial viento / de la mar Cantábrica: despeja la cabeza, / esparce las algas, / crea un hogar apropiado / en el cuerpo propio”.

            A los poetas que no están anclados en la tradición se los suele llevar el viento. Bien es cierto que cada poeta verdadero crea su propia tradición y a veces tardamos en reconocerla.

jueves, 9 de diciembre de 2021

La novela de un periodista

  

Palabra de director
Pedro J. Ramírez
Planeta. Barcelona, 2021.
 

Al margen de las simpatías o antipatías que cada uno pueda tener hacia la persona de su autor, Pedro J. Ramírez, pocos libros tan apasionantes como Palabra de director. Puede leerse como una novela “basada en hechos reales”, con un narrador en primera persona que ha estado, como Gabriel Araceli, el protagonista de la primera serie de los Episodios nacionales galdosianos, en primera línea –a veces en los despachos, a veces en las cloacas-- de todos los acontecimientos importantes de la historia española desde los años setenta hasta comienzos del siglo XXI.

            Entre Pepito Grillo y Rasputín, el protagonista de esta trepidante novela ha sabido moverse siempre en todos los círculos del poder. Contribuyó quizá más que nadie a la caída de un presidente, Felipe González, y al encumbramiento de otro, José María Aznar, y fue cercano confidente de Rodríguez Zapatero.

Inverosímiles resultan  muchas de las peripecias que nos cuenta, pero las más inverosímiles sabemos por otros medios que son rigurosamente ciertas: que el Cesid tuviera habilitado un chalet para los escarceos sexuales del jefe del Estado y que con dinero público pagara, si no los favores, sí al menos el silencio de alguna de sus acompañantes; que secuestros, torturas y asesinatos fueran cometidos por mercenarios pagados con dinero público o directamente por funcionarios públicos; que un exjefe de la guardia civil fuera presuntamente detenido en Laos en una chapucera farsa que parece sacada de los tebeos de Mortadelo y Filemón.

            Pedro J. Ramírez tiene muchas cosas que contar y sabe contarlas bien. El libro comienza en 1980 cuando es nombrado director de un declinante Diario 16 y --aunque hay un flash back a los años en que se inicia como periodista y muy pronto entra a formar parte de la plantilla del ABC-- tiene el acierto de no dedicar más de página y media a sus orígenes familiares y a sus años de infancia y adolescencia. Sabe que lo que nos importa a los lectores –no todos los memorialistas lo saben-- es lo que pueda contarnos de unas trepidantes décadas que el vivió entre bastidores de los grandes acontecimientos y a veces en el escenario.

            No nos defrauda. De la relación de Aznar con Bush se ha hablado mucho, pero no sabíamos –o no sabía yo--  el favor que antes le hizo al anterior presidente. Así se lo confidencia a Pedro J. Ramírez: “Clinton me propuso que saliéramos a fumar un puro al jardín. Entonces me pidió que hiciera una gestión ante Chirac para que apoye la destrucción de todas las infraestructuras de comunicación serbias, incluida la televisión”. Muy pocos días después hubo una oleada de bombardeos sobre Belgrado y la sede de la televisión serbia fue borrada del mapa. Pedro J. anota maravillado: “Así funcionaba el club de las grandes potencias, en el que España trataba de asomar la cabeza: un domingo Aznar me había hablado de esa torre de comunicaciones y un miércoles había sido borrada del mapa”.

            En 1985 acompaña a los reyes en un viaje oficial a la Unión Soviética y allí es testigo de un conato de trifulca entre ellos “a cuenta de algo tan nimio como la tardanza de la reina en arreglarse”. De ese detalle no hay constancia fuera de estas páginas, pero sí de otros más graves, como las ausencias del rey sin permiso del gobierno, según era preceptivo, que le impedían a veces cumplir con sus obligaciones. En 1992, se retrasó el nombramiento del sucesor de Fernández Ordóñez porque no se le podía comunicar al rey, fuera de España por motivos privados (acompañaba a su amante de entonces). Y a veces, para no retrasar algún asunto, se tuvo que hacer trampas. Una información de El Mundo afirmaba lo siguiente: “Según el BOE, el rey firmó una ley en Madrid un día que estaba en Suiza”. Se atribuyó, qué remedio, a una errata.

            Hay muchos diálogos en Palabra de director, muchas palabras puestas en boca de personajes reales. ¿Son transcripciones directas o recreación del autor? Como bastantes de esos personajes aún viven, ellos podrán confirmarlo o desmentirlo. Una acusación del entonces ministro de Interior y Justicia resulta particularmente grave: “Belloch me había citado, a finales del año anterior, en su despacho del palacio de Parcent y me había pedido ayuda para encontrar a Roldán. ‘Se trata de poner a un delincuente a disposición de la justicia… antes de que alguien se nos adelante y le mate’. Le pregunté a quién se refería y me contestó sin rodeos: Narcís Serra”.

            Juan Alberto Belloch es en estas memorias un intrigante poco de fiar. Su gran aspiración era sustituir a González como jefe del Gobierno y líder del PSOE y no tuvo inconveniente en buscar la ayuda del director del diario que más ferozmente combatía a los socialistas: “Para ganar mi confianza se reunió una y otra vez conmigo, permitiéndome incluso escuchar, al través del altavoz del teléfono, las conversaciones que mantenía con González durante sus viajes en el extranjero”. También le consiguió, al parecer, copia de un sumario secreto para que pudiera anticiparlo como exclusiva.

            En este fascinante relato, protagonizado por un “elegido del destino” –así llega a considerarse--, no podía faltar la trama, la trampa sexual. No elude Pedro J. Ramírez los detalles escabrosos de aquel encuentro en que una conocida –solo la había visto media docena de veces y de manera amistosa--  le recibió en ropa interior, le ofreció una copa, ya preparada sobre una mesita, y le propuso realizar “una serie de juegos sexuales inesperados e infrecuentes”. El video de aquel encuentro circuló entre risotadas por toda España, pero finalmente quien rio mejor fue Pedro J. que logró llevar a juicio a todos los implicados, muy próximos a Rafael Vera y a otros implicados en los Gal.

            Muchas cosas nos descubre este libro sobre cómo funcionaban, y seguramente funcionan, las cosas en España. Pedro J. tenía un chalet en Mallorca que incluía una piscina  ilegal según la ley de Costas. Para arreglar el problema, acudió a la ministra de Medio Ambiente, Cristina Narbona. La ministra, tras estudiar el asunto, le dijo que no tenía más remedio que abrirle un expediente “por incumplimiento de los términos de la concesión”. No conforme con ello, llama a Bono. El ministro de Defensa se quedó atónito y decidió contárselo a Zapatero. Al rato, llama a Ramírez: “Oye, que el presidente no sabía nada. Que él creía que la cosa iba bien. Fíjate lo que me ha dicho: ‘¡Menudo carácter tiene esta mujer!’. Chico, yo alucino”.

            No cabe duda de que quien es capaz de involucrar, no ya a varios ministros, sino a todo un presidente del Gobierno para solucionar un problema administrativo no es un cualquiera. Al parecer para expulsarle de la dirección de Diario 16 tuvo que intervenir incluso el rey, aunque luego se arrepintiera. Tras la publicación del artículo “Un verano en Mallorca”, que constituyó “la primera crítica a la conducta de Juan Carlos que se publicaba en un gran diario nacional”, el jefe de la Casa Real le invitó a tomar café en la Zarzuela y a poco apareció el rey: “Ya sé que tú sabes que un día yo le dije a Juan Tomas de Salas que no se sentara a mi lado hasta que no te echara como director de Diario 16… pero no pensé que iba a ser tan tonto como para hacerme caso”.

            Esta primera entrega de las memorias de un periodista “que nunca ha temido a la verdad” terminan cuando se encuentra “en la cumbre de toda su fortuna”, cuando aparecía en las listas de los diez hombres más influyentes de España –a veces, “incluso entre los cinco”, aclara--, se le consideraba “el periodista europeo más influyente”, el jefe del Gobierno y el de la oposición le invitaban con frecuencia a su casa y él les invitaba a la suya. Era en 2006, luego vendrían la crisis económica y las peripecias que acabaron con su expulsión de El Mundo, pero eso queda para otro tomo, que no será menos impactante que esta Palabra de director, más recomendable que ninguna novela negra para pasar entre sonrisas y sobresaltos las noches de insomnio.

jueves, 2 de diciembre de 2021

Jardín inglés

 

Un aire inglés
Ensayos hispano-británicos
Ignacio Peyró
Fórcola. Madrid, 2021.
 

No todo lo que se publica en los periódicos –en la prensa periódica en general-- son artículos periodísticos. Dejando de lado las revistas propiamente literarias, en las publicaciones de información general han encontrado su primer lugar cuentos, novelas, ensayos que luego aparecerían –no siempre, o no al poco-- en libro. Las mejores obras de Chaves Nogales, por citar el ejemplo de un periodista que hoy es tenido como uno de los grandes escritores de su tiempo, no tuvieron que esperar al nuestro para pasar de las hemerotecas a las bibliotecas: El maestro Juan Martínez que estaba allí o Juan Belmonte, matador de toros, tras aparecer seriadas en la revista Estampa, lo hicieron de inmediato --1934, 1935, respectivamente-- en volumen. Y alguno de los más conocidos títulos de Ortega, antes que en libro, apareció en los folletones de El Sol, sin que eso suponga considerarlo como una recopilación de artículos periodísticos.

            Tampoco lo es, o lo es solo en su parte más prescindible, Un aire inglés, que lleva el subtítulo de “Ensayos hispano-británicos” y que supone la plena confirmación de que Ignacio Peyró puede ya incluirse entre los nombres imprescindibles de la literatura española contemporánea, entendiendo por literatura, como debe entenderse, algo más que la literatura de ficción.

            Pocos le igualan en erudición, en plural curiosidad y en gracia expresiva. Poco importa que en Un aire inglés  hable de escritores poco conocidos entre nosotros, como James Lees-Milne, o muy conocidos, como Rudyard Kipling, él sabe apasionarnos entremezclando el cuento de la vida, casi siempre excéntrica --se trata de autores ingleses-- con el lúcido análisis de la obra.

            Un aire inglés sería una obra maestra si se hubiera limitado a sus dos primeras partes, la que lleva el mismo título del conjunto, y “Biblioteca y Jardín”, con el añadido de algunos pocos capítulos más: la espléndida etopeya de Winston Churchill o los que se dedican a Josep Pla, Edith Wharton o Louis Auchincloss.

            Las reflexiones de tema político –Ignacio Peyró fue asesor y redactor de discursos de Mariano Rajoy-- estarían mejor en otro volumen y algunos de los artículos rescatados de las páginas de ABC o El Mundo habrían podido seguir en ellas sin que se las echara de menos. No parece de una gran lucidez indicar en 2014 que Felipe VI comienza su relato como continuación “del gran relato del reinado de Juan Carlos I”, cuando lo que le convenía hacer –y lo que intentó hacer-- era desmarcarse de inmediato de ese relato, renunciar a una pesada herencia de vileza y corrupción.

            No quiere esto decir que los reparos a esta nutrida recopilación sean ideológicos. La cultura española, muy injustamente, ha tratado de ser monopolizada por la izquierda. Ignacio Peyró nos demuestra que el sectarismo no es patrimonio de ninguna corriente y que la amplitud de miras, la concordia y la sensatez caben en cualquiera de ellas. A veces, sin embargo, asoma un poquito la oreja de sus orígenes. Hablando de los diferentes exilios españoles en Londres, afirma que “no dejan de escribir ante nosotros uno de los retratos más amables y emotivos de nuestro país: el formado por las solidaridades, asistencias y cortesías de unos españoles para con otros, por distintos que fueran”. Y lo ejemplifica con “la bonhomía con que un cura asturiano, hermano de Riego, reparte chorizos ‘legítimos extremeños’ para confortar a los enfermos”; con  los bailes que organiza la UGT o con  “las misas que convoca el Opus Dei para las muchachas que, pasados los años cincuenta, se iban a Londres a servir”. Curioso ejemplo de solidaridad entre españoles exiliados este último.

            Menos es más, según el repetido adagio de Mies Van der Rohe. Hacer una obra nueva con material ya publicado requiere resistir la tentación de la exhaustividad y también la de mezclar sabores que no combinan bien. Y sobra –salvo que se trate de una obra póstuma o de una edición crítica-- indicar la procedencia y el carácter original –prólogos, conferencias, colaboraciones en las mejores revistas, en este caso-- de cada pieza. La obra maestra, el clásico del ensayismo contemporáneo, que podría haber sido Un aire inglés resulta así un tanto desfigurado por el pegote de cien o ciento cincuenta prescindibles páginas.

La Inglaterra de la que está enamorado Ignacio Peyró es la Inglaterra de otro tiempo, el “mundo confortable” de grandes mansiones, clubs y caballeros que lo mismo fatigaban caballos que traducían hexámetros del griego, un mundo del que no se oculta su lado clasista y oscuro, pero que él prefiere ver en sus facetas más luminosas.  Inolvidables resultan muchas de sus viñetas biográficas –una de ellas dedicadas a un español memorable y olvidado, Augusto Assía-, pero no menos lúcidos resultan sus análisis literarios. Es imposible leer este libro sin apuntar un puñado de obras de las que no habíamos oído hablar y de inmediato comenzamos a buscar.

            Las breves anotaciones recogidas con el título de “Los escondites ingleses” pueden leerse como una propina a esta obra desmesurada y ejemplar y como un anticipo de esa personal guía de Inglaterra que un editor avispado no tardará en encargarle a Ignacio Peyró, el más omnívoro de los ensayistas españoles contemporáneos.