sábado, 30 de mayo de 2020

Poesía y verdad



Realidad
José Manuel Benítez Ariza
Siltolá. Sevilla, 2020.

Los poemas de Realidad parten de situaciones cotidianas, y de ahí quizá el título, unas de aparente trivialidad (“Terrazas”, “Lector en la playa”, “El baño”, los apuntes viajeros de “Waterford”) y otras cargadas de emoción al margen de su tratamiento poético: “Desmantelando una habitación infantil” o “A un desmemoriado”, sobre el padre con Alzheimer.
            ¿Cómo se consigue dotar de trascendencia a unos poemas que podían incurrir en la trivialidad o en el desbordamiento sentimental? El tono de Benítez Ariza es aparentemente frío, casi ensayístico: le gustan las frases largas, matizadas, los “sin embargo” y los “por tanto”; llega incluso a titular un poema como “Diagnóstico razonado de un problema de vértigo”. Solo muy de tarde en tarde se permite algún verso que sobresale del conjunto por su especial expresividad, incurrir en la greguería (esos vendedores callejeros de paraguas “con su carga de murciélagos dormidos”) o terminar el poema con una ocurrencia: “Y las higueras, ya se sabe, / incluso las recién nacidas, / son viejas por definición, / como las piedras y los montes”.
            La poesía de Benítez Ariza no nos deslumbra por su brillo, sino por su lucidez. Es poesía en la que el mirar y el pensar se unen inextricablemente. Los sentidos están al servicio de la inteligencia.
            Lo que llamamos realidad no es más que una parte de la realidad: “Alguien trazó a tus pies un círculo de tiza / y te dijo que nunca debías transgredirlo”.
            Ese círculo de tiza lo transgrede con frecuencia Benítez Ariza en estos poemas. “Ante un ramillete de perejil” nos habla “de una íntima conexión, más allá de la lógica, / de todo con el Todo”; en “Terraza” imprevistamente se interrumpe la conversación feliz del grupo de amigos “y es como si de pronto / todo el mundo aguzara los oídos / en anticipación de algo que se aproxima / y, sin embargo, no / termina de llegar”. En algún caso, el poema, como en “A la Madonna de Waterford” el poema adopta la forma de una peculiar oración a “un primitivo dios que atiende y calla”, el mar.
            “Diez acuarelas” se titula una de las secciones del libro. Benítez Ariza no solo es poeta, narrador, crítico literario, ensayista de múltiples intereses, traductor de algunas de las más destacadas obra de la literatura inglesa, sino que también tiene su violín de Ingres en la pintura. “Diez acuarelas” se titula una de las secciones del libro, en la que, más que pintar con palabras, que también, se reflexiona sobre lo pintado: “Doble caducidad del puntal en el fango: / la que es efecto de la corrosión, / ya sea por la mera exposición al aire y al salitre / o por la silenciosa labor de los xilófagos, / y la que corresponde a lo que vive subsidiariamente / en su puro reflejo. // Remueve la marea las aguas estancadas / en torno al espigón y el reflejo se borra. // El tiempo solo tarda un poco más”.
            No le importa a Benítez Ariza incurrir en lo prosaico, en lo anecdótico, en el decir ensayístico: busca la precisión, no la floritura verbal. Nacido en Cádiz en 1963, nada tiene que ver su poesía con lo que tópicamente se entiende por poesía andaluza: sus maestros están en la poesía inglesa y también en poetas como Luis Cernuda que tanto aprendieron de ella. Uno de los poemas, “Fugaces”, remite irónicamente al Cernuda de “Despedida” (“Adiós, adiós, compañeros imposibles”), pero pasando previamente por José Luis Piquero y su “Iván y Arancha en Praga”: “Adiós, adiós, Praga y los autopullmans; / adiós, besos; adiós, Puente de Carlos; / adiós, islas y ríos cervezas de Pilsen; / adiós a cualquier brindis / y a todos los amantes del mundo adiós, adiós”.
            “Diagnósticos razonados”, como se titula una de las partes de Realidad, los poemas de Benítez Ariza, buena demostración de que la poesía, al contrario de lo que practican tantos poemas, no está reñida con el razonamiento.
            Que también sabe Benítez Ariza prescindir de la anécdota cotidiana, del eliotiano correlato objetivo, lo demuestran algunos de sus poemas breves. “Los cuatro elementos” no habría desdeñado firmarlo un poeta griego del tiempo en que filosofía y poesía caminaban de la par.
            Si comparamos el poema final del libro, “La diferencia”, con uno de los más famosos de Juan Ramón Jiménez, “Y yo me iré”, de tema semejante, resultará evidente lo que de precisión y pulcritud aporta Benítez Ariza a la poesía española: “El canto de los pájaros / o el olor de la jacaranda en flor / en la honda madrugada / no tenderán a converger / en tu clara conciencia / de otra mañana jubilosa, // Faltará esa conciencia, / pero allí seguirán, / dando razón de ser a la mañana, / las flores y los pájaros. // Y nadie notará la diferencia”.
            Poesía y verdad, como en Goethe, poesía que ilumina y agranda los márgenes de lo que llamamos realidad.



           

jueves, 21 de mayo de 2020

Local, universal




Porque olvido. Diario 2005-2019
Álvaro Valverde
Editora Regional de Extremadura. Mérida, 2020.

El diario es el género más proteico y el que más claramente muestra la huella dactilar del escritor.
            Más joven que la milenaria poesía, aunque su edad se cuenta ya por siglos, ha sabido como ella adaptarse a las nuevas formas de comunicación.
            El tradicional diario o dietario, escrito en pequeños cuadernos o en grandes libros de contabilidad, se ha acomodado perfectamente al lenguaje de Facebook o de los blogs personales.
            El poeta Álvaro Valverde, autor también de un par de novelas entre costumbristas y líricas, lleva desde 2005 un blog en el que da cuenta de sus lecturas, de su vida familiar y, sobre todo, de su vida profesional –digámoslo así-- como escritor. Ahora esos cientos de notas dispersas adquieren un nuevo sentido al reunirse en volumen. Ha habido una selección: quedan fuera los acuses de recibo de las novedades literarias y ciertas polémicas políticas (el autor ocupó algún cargo cultural del que fue desposeído con no muy buenas maneras). Lo que queda basta para retratar de cuerpo entero al autor: un hombre educado, cordial, que nunca se olvida de dar las gracias.
            Álvaro Valverde es un escritor paradójico: nació y ha vivido siempre en una pequeña ciudad, Plasencia, presencia constante en su obra, pero no es un escritor local. Desde su apartado rincón –y cumpliendo gozosamente con su otra profesión, la de maestro-- ha sabido encontrar un sitio en el panorama nacional, ganar los más importantes premios, hacer oír su voz de lector atento en alguno de los más significativos suplementos culturales.
            ¿Cómo lo ha conseguido? Este nutrido volumen puede servir como un manual de buenas prácticas para la promoción literaria. Comenzó Valverde, allá por los años ochenta, encuadrado en las filas de quienes combatían a la llamada “poesía de la experiencia”. Bajo el magisterio de un desaparecido Felipe Núñez y del más conocido Aníbal Núñez, aplaudido por Antonio Gamoneda, quiso hacer una poesía conceptual que no condescendiera con los modos realistas y neotradicionales de quienes comenzaban entonces a triunfar: Luis García Montero, Felipe Benítez Reyes, Andrés Trapiello.
            Pronto, sin embargo, cambiaría de bando o, mejor, comprendería que lo mejor es estar a bien con todos los bandos, y encontró su camino en una poesía a a vez reflexiva e intimista, muy ligada a ciertas referencias culturales, evitando siempre cualquier disonancia.
            Porque olvido abunda en detalladas crónicas de presentaciones y lecturas. Álvaro Valverde, tras el elogio de los presentadores, tiene buen cuidado de no olvidar el nombre de ninguno de los asistentes y de dedicarle a cada uno de ellos unas palabras amables. No faltará quien piense que esa parte del diario, cumplida su función, quizá  hubiera debido quedarse en el espacio virtual. Pero no deja de tener su encanto ni su interés sociológico y psicológico.
            Otra buena parte de las entradas pueden encuadrarse en el capítulo de las necrológicas: se despide de emocionada manera a escritores amigos (Santiago Castelo, Ángel Campos Pámpano) y también a familiares y conocidos sin trascendencia pública. Álvaro Valverde –local y universal-- acierta en no distinguir entre unos y otros, todos cercanos a su corazón.
            De vez en cuando aparecen las referencias a su vida como profesor –una excursión escolar, un regalo de fin de curso--, evitando en lo posible cualquier aspecto negativo, como es ejemplar marca de la casa.
            La vida familiar, si incurrir en incómodas intimidades, aunque con alguna concesión al sentimentalismo, siempre contenido, se muestra con frecuencia en estas notas que abarcan quince años, y en las que se percibe como el tiempo va dejando su huella.
            No podían faltar las crónica viajeras. Casi todos los viajes de Álvaro Valverde son debidos a motivos literarios (una presentación, una lectura) y por eso entremezclan el agradecimiento a los anfitriones con muy precisas observaciones paisajísticas.
            Después de Plasencia, la otra patria de Valverde se encuentra en Gijón, ciudad a la que vuelve con frecuencia por motivos familiares, y a la que dedica enamoradas páginas.
            Un diario puede comenzarse a leer por cualquier página, también por la primera. Si leemos Porque olvido desde el principio nos encontramos con una minuciosa novela en la que un escritor y una pequeña ciudad son protagonistas principales, pero en la que abundan los personajes secundarios. A ratos nos resulta la lectura un tanto fatigosa, como en tantas novelas, pero pronto nos dejamos ganar por su atmósfera: en el microcosmos placentino cabe el mundo y el protagonista está lejos de ser un personaje plano, como pudiera parecer al principio.
            Pero también hay otra forma de leer, la más frecuente en los diarios, abrir por cualquier parte, picotear acá y allá, y detenerse en las páginas que nos hablan de paseos solitarios, de amigos admirados, de recuerdos juveniles, de la vida que pasa.
            Álvaro Valverde es el más educado, correcto, profesional, de los poetas españoles contemporáneos. Ese elogio es también la mayor censura que podría hacérsele. Al poeta, al hombre de genio, le conviene despeinarse de vez en cuando, perder los papeles. Álvaro Valverde nunca los pierde, al menos en este diario: si censura a algunos políticos, a algunos poetas de éxito en los medios, procura hacerlo sin dar nombres. Solo Eduardo Galeano y los independentistas catalanes se libran de esa cortesía.
            Porque olvido tenía todas las bazas para ser un libro de interés regional y, sin embargo, misteriosamente, funciona fuera de las fronteras de Extremadura. La mejor manera de ser universal es afianzar bien los pies en la tierra que pisamos y desde ella contemplar el mundo.


viernes, 15 de mayo de 2020

Pobreza y picardía


La pobreza
Antonio Gamoneda
Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2020.

Algo de novela picaresca tiene la vida de Antonio Gamoneda: partiendo de la extrema pobreza ha conseguido llegar a la cumbre de toda fortuna literaria, tras ir dejando atrás diversas servidumbres.
            Esa novela basada en hechos reales la ha contado en numerosas ocasiones. Su segundo libro de memorias le añade matices hasta ahora inéditos. Durante los años cincuenta participó en numerosos concursos literarios, a veces con su nombre, a veces con el de un amigo, que se presentaba a recogerlos y con el que compartía el cincuenta por ciento del importe: “Manipulaba los poemas con el fin de que el mismo texto, modificado puntualmente, sirviese para otras convocatorias, y si sabía o suponía que un poeta de renombre iba a ser parte del jurado, buscaba una entonación que, recordando la suya, motivase su preferencia”.
            Tampoco mostró luego excesivos escrúpulos en los galardones que él mismo organizaba. En 1971 conoció a un pintor, Faik Husein, que apenas sabía hablar español. Le ayudó a escribir un libro de poemas “directamente en el castellano que no sabía” y luego le animó a presentarlo al premio de la bienal de poesía “Fray Bernardino de Sahagún”, que el propio Gamoneda organizaba (y de cuyo jurado formaba parte como secretario). Naturalmente, Faik Husein obtuvo el galardón. No se nos indica si repartió el importe con su colaborador.
            En 1975, recibió Gamoneda una carta de la fundación Juan March, indicándole que había sido aceptada su solicitud y que se le concedía una beca para que, en el plazo de un año, escribiera un libro de poemas. Lo curioso es que no había presentado ninguna solicitud. Un amigo suyo, encargado de otorgar esas becas, lo había hecho por él: “Sabía que yo necesitaba un empujón para restablecerme en la escritura, y sabía también que haría cuanto pudiera en el trance de la picardía”.
            El libro que escribió con esa beca, algo fraudulentamente otorgada, fue Descripción de la mentira, tan decisivo en su trayectoria literaria.
            En 1977 le fue otorgado el premio “Antonio González Lama” para libros inéditos al poeta Alfonso López Gradolí. Pero la obra premiada, Las palabras, sin más cambio que el del título (antes, Las señales del tiempo), ya había sido publicada en 1971 y en una colección de cierta resonancia. ¿No lo sabía Gamoneda, a quien se le dedica el primer poema, no lo sabía el resto de los miembros del jurado? Más bien, no les importaba el fraude.
            Tampoco le importa a Gamoneda contar cómo obtuvo, por libre y en dos años, el bachillerato: varias asignaturas le fueron aprobadas “por casualidad, por amaño o por recomendación”.
            Y le trajo –y le sigue trayendo, aclara—sin cuidado que el procedimiento para convertir su contrato en la institución Fray Bernardino de Sahagún “en plaza de funcionario relevante” rozase o no la prevaricación. Aprovecha sus memorias para vengarse de quien tuvo la osadía de presentarse a un concurso teóricamente público, “pero orientado a adjudicarle la plaza” (como así fue, aunque luego los tribunales decidieran lo contrario): una señora “con un cociente intelectual sorprendentemente bajo y una destacada capacidad para llorar y mentir”.
            Los libros de memorias son literatura y algo más, textos documentales que pueden ser desmentidos que, al contrario que las novelas, pueden ser desmentidos por la realidad. Antonio Gamoneda lleva a cabo numerosos ajustes de cuentas en estas memorias, pero los datos que nos ofrece deben ser aceptados con mucha cautela. Nos cuenta, por ejemplo, que en 1983, estuvo en Avilés, “donde se inauguraba la casa de cultura”.(en realidad, como jurado del premio Ana de Valle el año en que se le concedió a Luis Miguel Rabanal, a instancias del propio Gamoneda, por un libro no preseleccionado), y que allí presenció una discusión entre Luis Rosales y Guillermo Díaz-Plaja a propósito del empeño del primero de concederle el Cervantes de ese año a Alberti y la negativa del segundo. Rosales, muy violento (“nunca le había visto tan violento”, escribe) le dijo presuntamente a Díaz-Plaja: “Vosotros no sabéis más que las artes del verdugo”. Pero da la casualidad de que Díaz-Plaja no estuvo en Avilés ese año y además no era jurado del Cervantes sino uno de los candidatos.
            La pobreza, continuación de Un armario lleno de sombra, pretendía retomar la historia donde aquel libro la dejó, cuando cumple catorce años y comienza a trabajar en un banco, y concluir cuando abandona el trabajo bancario para comenzar sus actividades como gestor cultural en la diputación leonesa. Pero pronto, entre incisos y divagaciones, argumentos y contraargumentos (el libro parece hecho a trompicones, rescatando apuntes y según las ocurrencias de cada día), abandona esa idea y entremezcla los recuerdos de cualquier época con notas de diario sobre su ajetreada vida de autor de éxito: doctorados honoris causa, conferencias y lecturas, largos viajes por todo el ancho mundo siempre invitado por alguna institución.
            Homenajea a los poetas amigos  –Ildefonso Rodríguez, Juan Carlos Mestre, Miguel Casado-- y enjuicia sumariamente a otros poetas que conoció. Pero ni los juicios críticos, que pretende fundamentar en la cita parcial de un poema, ni los no escasos excusos teóricos (sus conocidas diatribas contra el realismo y la insistencia en la poesía no es literatura, sino “palabra instantánea”) presentan excesivo interés.
            El libro se salva por las muchas páginas que dedica a figuras, de escasa o ninguna trascendencia pública, pero que fueron fundamentales en su vida, como Jorge Pedrero, protagonista de una de las secciones de El libro del frío, y por la evocación de los años que pasó en el banco, que algo tiene de amarga novela costumbrista.
            Aclara Gamoneda que, contra lo que suele decirse, la censura no prohibió el libro que luego se publicaría con el título de Blues castellano, simplemente aconsejó algunas supresiones. Fue él quien prefirió no publicarlo y, según la leyenda, renunció a escribir a poesía hasta que le animó a ello la concesión de la beca March. Pero no es enteramente cierto: colaboró en Las escamas del corazón, el libro de Faik Huseind, y en 1972 participó en una antología que él mismo había preparado, El tema del agua en la poesía española. Nunca, por otra parte, tuvo inconveniente para presentarse a premios acatando la censura. Ni sus actividades como compañero de viaje del partido comunista, que nos detalla con minucia, le procuraron demasiados problemas.
            No es la pobreza, como dice el título, sino la vejez la gran protagonista de este libro, que nos habla muy a menudo de enfermedades y de imposibilidades y de extrañas “visitas” alucinatorias, pero también de amistad y de amor, de un inquebrantable amor conyugal (muy hermosas las páginas que dedica a su mujer, a sus hijas, a su nieta Cecilia).
            Un libro mal hilvanado, quizá deliberadamente, donde las pequeñeces sin mayor interés alternan con páginas memorables, un libro que a los detractores del poeta les dará abundantes argumentos para seguir considerándolo sobrevalorado, como el propio Gamoneda dice que afirmaba de él Eugenio de Nora.
Pero a pesar de todos sus pentimentos y trampantojos, La pobreza constituye un ejemplar retrato de cuerpo entero del poeta. Con admirable sinceridad, nos cuenta el casi nunca fácil camino que tuvo que seguir hasta llegar, como Lázaro de Tormes, a “la cumbre de toda buena fortuna”.

           

jueves, 7 de mayo de 2020

El arte de rescatar


Imágenes iluminadas (Antología poética 1916-1941)
Ernesto López-Parra
Editorial Ulises. Sevilla, 2020.

La erudición literaria, los estudios académicos de la literatura gozan de un bien ganado desprestigio. Es frecuente, demasiado frecuente, que el estudioso carezca de criterio estético, que para él un borrador y un texto acabado tengan la misma importancia, que no distinga entre los poemas que un autor selecciona para reunir en libro y los que deja inéditos o en revistas por su menor calidad.
            No cabe duda de que Pablo Rojas, que ha dedicado un volumen a la figura de Ernesto López-Parra y editado a Guillermo de Torre, conoce bien la literatura de los años veinte, pero tampoco a mi entender caben muchas dudas de que Imágenes iluminadas no contribuirá como debiera al rescate del desconocido poeta.
            Escritores olvidados hay muchos, que merezcan salir de ese olvido bastantes menos. Ernesto López-Parra lo merece: ha escrito un puñado de poemas memorables. Pero Pablo Rojas nos los ofrece entremezclados con versos de adolescencia o de ocasión, con apolillada retórica modernista o con imitaciones del Romancero gitano.
            ¿Quién fue Ernesto López-Parra? Fue un coetáneo de la generación del 27 (nació en 1895) que participó en el ultraísmo, aunque sin tomársela demasiado en serio. En La novela de un literato cuenta Cansinos Assens que, en la velada ultraísta celebrada en la Parisiana en 1920,  leyó unos versos de corte rubeniano que fueron los que más gustaron y que serían ovacionados al grito de “¡Esto es otra cosa…, esos son versos…, fuera los ultraístas!”
            A Ernesto López-Parra, a pesar de que colaboró en todas las revistas del movimiento, acabaron expulsándole del mismo. Póstumamente, sin embargo, sus versos solo han aparecido en alguna antología del ultraísmo.
            Ernesto López-Parra era un republicano que se fue radicalizando durante los años treinta. En las memorias de Cansinos Assens, muestra su desengaño: “¡Esta es una República de monárquicos y cavernícolas! --grita en el café Ernesto López-Parra, el poeta toledano, tránsfuga del Ultra, hijo de un padre republicano y masón, al que los neos le hacen la vida imposible en su ciudad--. ¿Querrán ustedes creer que la otra noche, en Toledo, los guardias nos mandaron callar a mí y a unos amigos míos porque estábamos cantando La Marsellesa?”
Su apoyo a la revolución del 34 le llevó a la cárcel. Tras la guerra civil sería condenado a muerte. En 1941 murió, enfermo de tuberculosis, en el penal de Ocaña. Había publicado tres libros: Poemas del Bien y del Mal (1920), La imagen iluminada (1929) y Auroras rojas (1936).
            En su antología, Pablo Rojas entremezcla poemas de esos tres libros con otros aparecidos solo en revistas y los divide en cuatro partes. Les añade otras dos secciones de textos inéditos: “Friso español” y “Carcelera”.
Comienza la antología con un poema inédito que el padre del poeta, amigo de Galdós, le envío al novelista en 1916 para que le dijera si su hijo tenía o no talento. Se trata de un ejemplo de manida retórica modernista (“Diabólico  mundano Don Carnal piruetea… / Pierrot y Colombina lloran junto a Arlequín…), que no anima mucho a seguir leyendo y que quizá podría incluirse como curiosidad en un apéndice.
            No es el único caso de desafortunado rescate. En “Poesía iluminada”, la segunda parte de la antología, tras una selección muy desigual del libro Imágenes iluminadas, se incluyen dos sonetos de ocasión escritos para la reina de las fiestas de Talavera de la Reina en 1929 y publicados en un periódico local.
            Una de las secciones inéditas, “Friso español”, se dedica a cantar –muy tópicamente-- las regiones españolas y parece escrito en la cárcel para participar en algún concurso –quizá propiciado por la revista Redención-- o para congraciarse con las nuevas autoridades (puede compararse el poema dedicado a Asturias en esta serie con los que se le dedican en Auroras rojas, donde por cierto se habla del puerto gijonés “del Museo”, en lugar de “del Musel”).
            En la sección última, “Carcelera”, se encuentran algunos de los más conmovedores poemas del volumen, los que nos demuestran que López-Parra era algo más que un epígono del modernismo o un tránsfuga ultraísta: algunos sonetos (“¡No le llores mujer!”, “Odio a la plebe de carroña inmunda”, “Ese alerta”); algún romance “El reloj cuenta en la cárcel…”); la repulsa de “El nuevo Cristo”, el Cristo de los vencedores: “Este Dios, lleva oculto en las espinas / de la corona cruel de su martirio / los dos cuernos del Diablo, y en sus ojos, / de Luzbel el dramático estrabismo”. Destaca también “No puedo más”, donde el poeta sueña con el suicidio.
Pero estos poemas confesionales e inolvidables, Pablo Rojas ha tenido a bien entremezclarlos con otros, como “El alarife del rey” que no pasan de ejercicios de trasnochada retórica (quizá se conservaran en las mismas carpetas y fueran escritos también en la cárcel, pero el antólogo debería haber sabido discriminar).
            Aunque haya en ella un puñado de poemas verdaderos, están tan entremezclados con otros sin interés, que dudosamente este antología rescatará del olvido a Ernesto López-Parra, un poeta sin duda menor, pero también verdadero en sus varios tonos: el de la machadiana denuncia de la Castilla tradicional, “tedio, pereza y fanatismo”;  el posmodernista a lo Fernando Fortún o Andrés González-Blanco ( “Yo adoro a esos humildes poetas que soñaron, / tal vez, con los inciertos laureles de la gloria”); el que jugó con la nueva estética vanguardista (“Nocturno de la ciudad”, “Casa vacía”), incluso el de la ingeniosa “Novela en los ojos”, que algo tiene de renovada  dolora campoamoriana, para terminar con la media docena de poemas carcelarios que le dan un lugar de honor en cualquier selección sobre el tema.


viernes, 1 de mayo de 2020

Encanto antiguo




El desnudo impecable y otras narraciones
Pedro Salinas
Edición de Natalia Vara Ferrero
Renacimiento. Sevilla, 2020.

Un clásico es un escritor que no necesita ser leído para ser elogiado. Quienes se acercan a sus obras suelen hacerlo al margen del placer de la lectura, bien por obligación escolar (las clases de literatura son unos de los principales focos de propagación del odio a la literatura) o por obligación curricular y resulta bien sabido que, entre los requisitos para que un trabajo sea valorado académicamente (principalmente haber sido publicado en esta o aquella revista “indexada”) no se encuentra la perspicacia crítica ni el atinado juicio de valor.
            Pedro Salinas es un clásico que todavía cuenta con lectores verdaderos, pero casi solo por un libro: La voz a ti debida, aunque todavía puedan leerse con placer y provecho muchos de su estudios literarios. También sus cartas, especialmente las de amor a Katherine Witmore y las de amistad –“amistad a lo largo”, como en el poema de Gil del Biedma-- a Jorge Guillén.
            De los dos libros de relatos que publicó Salinas --uno al comienzo de su trayectoria literaria y otro al final de ella--, Víspera del gozo ha quedado como ejemplo de la prosa lírica y “deshumanizada” de los años veinte y se lee con algo trabajosa admiración por su virtuosismo estilístico, mientras que El desnudo impecable y otras narraciones apenas si se conoce. Tras su primera edición, en 1951, solo se ha reeditado dentro de la obra o de la narrativa completa (y ya se sabe que esos nutridos tomos son más para estudiosos que para verdaderos lectores).        
            Vuelve ahora en una hermosa edición y parece el momento adecuado para hacer algunas consideraciones sobre la segunda época del Pedro Salinas narrador.
            Lo primero que nos sorprende es el laborioso estilo, que gusta del término arcaizante o desusado, también del popular en otro tiempo, y en el que no faltan los rasgos de humor. Disuena hoy tanto como seguramente disonaba en 1951, cuando Salinas se consideraba un humanista de una época mejor desterrado en la bárbara Norteamérica. De esta rebuscada manera (sirve como ejemplo de su estilo) nos informa de que uno de sus personajes es aficionado a los cómics: “de todos los usos del sagrado don de la vista, aquel por donde mayores delicias le venían era el mixto ejercicio de mirar imágenes y descifrar leyendas, exigido por las tirillas o historietas de monigotes, que la prensa prodiga a sus lectores magnánimamente de mañana, de tarde y a mediodías”. Luego se burlará inmisericordemente de esa afición, para él el colmo de la degradación intelectual.
            En segundo lugar, para disfrutar de estos textos, donde no faltan los rasgos costumbristas, tenemos que pasar por alto la peculiar idea de la verosimilitud que tiene Pedro Salinas.
En “Los inocentes” un desconocido le deja al narrador una carta en la que anuncia su intención de suicidarse (no se la deja a su familia, para no crearles problemas de conciencia) y con el ruego de que no la dé a conocer (todo el resto del relato, en cuanto a verosimilitud, está a la altura de ese comienzo). ·En “El autor novel”, el protagonista tiene problemas de conciencia porque no ha hecho caso a un desconocido que le telefonea para pedirle ayuda en relación con una novela que piensa escribir y no entendemos a qué vienen esas perplejidades, como tantas otras de estos personajes, ni nos importan demasiado..
            En realidad, no se trata de relatos realistas, aunque lo parezcan y en ellos vierta Salinas mucha de su experiencia americana: el ambiente del Wellesley College, donde se alojó a su llegada; las impresiones de Nueva York, donde se produjo la ruptura definitiva con Catherine Whitmore; las visitas turísticas en México; la descripción de San Francisco envuelto en niebla. La editora, Natalia Vara Ferrero, nos va señalando en nota las coincidencias con pasajes del epistolario.
            Pero no parece que conjunten bien lo observado, y por lo general contado con gracia y alfilerazos irónicos, con lo fantaseado no siempre con acierto. En “El desayuno” al protagonista le sorprenden tres mujeres que desayunan juntas, sin apenas hablarse y que no vuelven a coincidir durante el resto del día. Averigua que todas son viudas y que el marido de cada una de ellas murió de súbito accidente (se nos refiere pormenorizadamente cada caso a modo de cuentos enmarcados). El narrador omnisciente nos informa de que el protagonista no pudo averiguar “algo que nadie sabía” (¿y cómo lo sabe el narrador’), “y es que cada una de las tres comensales del desayuno, que acudían día tras día a igual mesa, o altar, a repetir idéntico rito, ignoraba por completo cómo habían enviudado las otras”. Lo que no nos indica a los lectores es por qué se sentaban juntas en el desayuno y nosotros sospechamos que no hay ninguna razón que es solo un caprichoso pretexto para unir tres historias imaginadas de manera independiente.
            Salvo el relato que da título al libro, “El desnudo impecable”, todos los demás terminan defraudando al lector, aunque no falten en ellos pasajes memorables, divagaciones muy salinianas.
            “El desnudo impecable”, sin ser autobiográfico, tiene algo de ajuste de cuentas del autor con su pasado y también se entreve, en filigrana, la marcha a América en busca de la amada imposible. Todas las limitaciones de los otros textos –inverosimilitudes, estilo impostado, rebuscados problemas de conciencia-- dejan de serlo en este, el único que no resulta una mera curiosidad para estudiosos y fans del autor, si es que alguno hay al margen de su poesía amorosa.
            Esa espléndida novela corta merecía ser publicada independientemente o con el resto de los relatos al final, como un prescindible apéndice. Tal como está –situada en el centro del libro, según la ordenación del autor-- es posible que muchos lectores no lleguen a ella, insensibles al encanto antiguo de la prosa saliniana y defraudados por el frustrante final de “El desayuno” o de “La gloria y la niebla”.



           

             

           

El amor, la poesía


Visitar todos los cielos
Cartas a Gregorio Prieto 1924-1981
Vicente Aleixandre
Edición e introducción de Víctor Fernández
Fundación Banco Santander. Madrid, 2020.

Los epistolarios son y no son literatura, A veces se leen con tanto interés como las obras mayores de su autor –es el caso de Juan Valera o de Pedro Salinas--, otras tienen solo un valor documental, ayudan a entender una época o al personaje que los ha escrito.
            Las cartas de Vicente Aleixandre al pintor Gregorio Prieto, escritas en lo fundamental entre 1924 y 1935 (llegan hasta 1981, pero las pocas escritas después de la guerra son de otro tono más convencional), nos hablan de poesía (se incluye una muestra de los poemas de Ámbito) y de pintura, a propósito de la del corresponsal, pero sobre todo del amor que –según la expresión tomada de un soneto de lord Douglas, el amante de Oscar Wilde—“no se atreve a decir su nombre”.
Y efectivamente entonces no se atrevía, ni siquiera en una correspondencia privada. El término clave que emplean entre los es el de “entusiasta”. En una carta de 1933, leemos: “El otro día he conocido a un muchacho inglés muy simpático. Merendó aquí con José Manuel y conmigo. Creo que tiene intención de que vayamos a su casa a merendar con él; vive solo. No hablamos de amor ni cosa parecida, pero tengo entendido que es un entusiasta, aunque no se le conoce, porque primero parece impasible, como lo que es, como un sajón. Pero el primer día que le vea  pienso hablar y reír y decir y vivir, sin farsa, como tú decías en una de tus cartas que te llevaste: con esa libertad que hoy se usa por el mundo y que los estúpidos de por acá no entienden”.
            Son los años en que Cernuda escribe Los amores prohibidos. Parecía que comenzaba a cumplirse el sueño que Aleixandre, en una carta de 1929, dudaba que su generación llegara a ver hecho realidad: “Estoy seguro de que llegará un día de libertad, de máxima libertad. Nuestra generación no lo verá ya. Lo que hoy no está más que apenas tolerado, y mal, y tan mal, será el día de mañana cosa corriente, formas distintas. El amor lo justificará como debe ser, como tiene que ser, porque, como se habrá impuesto, habrá hecho que la comprensión penetre hasta las capas hoy más absolutamente impermeables. Será una obra de reparación que la humanidad se dará a sí misma y que hoy solo se ve en las zonas más cultas”.
            El franquismo obligaría a Aleixandre a replegarse sobre sí mismo, a llevar una doble vida, a mantener en secreto para unos pocos íntimos la razón de amor que sostenía su vida. Se dio además la curiosa paradoja de que, en la generación del 27, la generación de la amistad según algunos turiferarios, los que no eran homosexuales, eran ferozmente homófobos, como Salinas, Guillén y, sobre todo, Dámaso Alonso, el mejor amigo de Aleixandre y el censor al que más temía.
            En otra carta de 1929, le cuenta a Gregorio Prieto el tardío descubrimiento de su homosexualidad, con las coartadas culturalistas habituales: “He amado a varias mujeres en mi vida, una vez con ceguedad. Hasta hace pocos años, muy pocos, entre dos amores de esa clase, no apareció en mí el germen de contemplaciones desinteresadas y ardientes como las que tú sientes […] Como tú, yo me prendo en bocas, ojos, sonrisas, esculturas. Como tú, amo. Como aquel Fidias divino, como el Miguel Ángel que citas, como ese secreto Shakespeare que en sus misteriosos sonetos ha descubierto la raíz de su inspiración. Como tantos y tantos… Como los que cada vez serán más, porque es indudable que la futura época de salud y deporte que tanto se aproxima a una resurrección griega traerá consigo el amor a la forma humana con independencia del sexo”.
            Gregorio Prieto, becario en Roma, viajero por el mundo, vivió la vida libre que a Aleixandre le habría gustado vivir. Aleixandre, siempre más cauto, se fue replegando sobre sí mismo, no dejó que esas tendencias que, según él, habían hecho grandes a Miguel Ángel y a Shakespeare, se traslucieran en su poesía, que no parece resistir demasiado bien el paso del tiempo.
No solo para una historia del sentimiento amoroso, de la sexualidad heterodoxa, interesan estas páginas. En ellas se nos muestra cómo, en 1927, quien luego llegaría a ser uno de sus más destacados representantes españoles abominaba del surrealismo. Tras afirmar que comprende el “asco” de Gregorio Prieto “a esas materias repelentes del surrealismo pictórico”, añade: “Chico, qué cosa más fea eso de los algodones manchados de pus, esas lombrices y esos sexos arrugados y podridos. ¡Corramos, huyamos! Deja que nos dé el sol en la cara, y respiremos el nítido aire tan agudo de la sierra”. No menos interés presenta lo que en la misma carta nos dice del cine, del que la literatura, a su entender, es “el peor enemigo” o, por lo menos, “su más peligroso escollo”.
También encontramos cierta puerilidad que vuelve sonrojantes muchos pasajes de estas cartas: “¿Tú crees que los rubios amamos con menos fuego que los morenos?”. Tiene Aleixandre 31 años cuando escribe esto.
No queremos dejar de subrayar que bastantes de las notas a la edición de Víctor Fernández se encuentran entre las más ridículas que hemos visto nunca, casi parecen una broma. “El otro día escribía yo a Emilio Prados”, leemos en una carta fechada el 15 de abril de 1927. Una llamada nos remite a pie de página, donde se anota: “El poeta y editor Emilio Prados”. También nos aclarará que “Alberti” es Rafael Alberti; ”Juan Ramón”, Juan Ramón Jiménez; “Lorca”,  Federico García Lorca.
Un libro no para todos los públicos, pero imprescindible para entender a un autor y, sobre todo, a una época.