viernes, 26 de octubre de 2018

José Cereijo, instinto e inteligencia



El escalón vacío y otras consideraciones
José Cereijo
Renacimiento. Sevilla, 2018.

Contra lo que pudiera pensarse, los poetas saben poco de poesía. Quien lo dude, no tiene más que leer las vaciedades que acostumbran a escribir en las llamadas “poéticas”, esas líneas en prosa que suelen preceder a cualquier selección de sus poemas, o en las amicales y ditirámbicas reseñas que se dedican unos a otros cuando publican un libro. También las habituales polémicas sobre los premios literarios –todos amañados salvo los que conceden al que sustenta esa opinión– o sobre las diversas “tendencias” enfrentadas (que si “poesía de la experiencia”, que si “poesía metafísica”, que si “poesía de la conciencia”) ilustran sobre lo poco que suelen ir de la mano el cultivo del verso y el cultivo de la inteligencia.
            Hay excepciones, claro. Ahí están Eliot, Pessoa, Octavio Paz, Luis Cernuda y, más cercanos, José Ángel Valente o Jaime Gil de Biedma. A ellos, y a otros nombres que pudiéramos citar, viene a unírseles José Cereijo con El escalón vacío y otras consideraciones.
            No es un libro académico, de esos rebosantes de referencias y horros de ideas que se publican para ganar puntos en el escalafón académico y que a menudo no leen, y hacen bien, ni siquiera los que han de evaluarlos. Lo escribe un poeta que razona, que no se esconde en las vaguedades, más o menos llamativas, más o menos inteligibles de la prosa poética.
            Trata no solo de poesía, también de arte y de música. Y las grandes cuestiones –de difícil solución– alternan con otras menores en las que José Cereijo muestra sus buenas dotes de polemista.
            La admiración que siente por Cernuda no le impide ver que no siempre supo estar a la altura de sí mismo y que en La realidad y el deseo alguna vez nos dio desahogos y rabietas del hombre susceptible que era en lugar de la poesía que esperábamos. También en el caso de Borges –uno de sus más constantes maestros– se ponen algunos puntos sobre las íes. No solo en sus entrevistas –en las que jugaba a la llamativa paradoja– incurrió en algunas generalizaciones abusivas el autor de El Aleph. Ni siquiera Jaime Gil de Biedma –al que José Cereijo llama más de una vez “Jaime”, sin duda para subrayar la relación personal que con él tuvo– se libra de estas puntualizaciones. La glosa de unos versos de “Canción de aniversario” (“la música acordada / dentro del corazón, y que yo he puesto apenas / en mis poemas, por romántica”) le sirve para una inteligente defensa de la poesía total, que no se deje dominar por el sentimentalismo, pero que tampoco eluda los más elementales sentimientos humanos por miedo a incurrir en la falacia patética.
            El buen arte de José Cereijo en el razonamiento, su empeño en no ser dogmático, en atender a los matices y a las opiniones contrarias, no implica que nos convenza siempre con sus consideraciones. Uno de los puntos fuertes del libro –El escalón vacío del título alude a ello– es su descalificación del arte moderno, o de una parte muy significativa de él, el llamado arte conceptual. Se sirve para ello, algo tramposamente, de la comparación entre un cuadro de Magritte, “Ceci n’est pas une pipe”, y “Las meninas” de Velázquez. El cuadro de Magritte “no cambiaría en lo esencial si la pipa fuera un poco más larga o más corta, recta o curva, el letrero o el texto inscrito en él tuvieran formas distintas, o el fondo sobre el que aparecen uno y otra diferente color o aspecto”. No es eso lo que ocurre, no ya con “Las meninas”, sino con “Los fusilamientos del tres de mayo” o el “Guernica”, a pesar del origen circunstancial de estos últimos. Al contrario que en la ocurrencia de Magritte, “no se trata de una mera idea ilustrada artesanalmente, y de un modo que hubiera podido ser del todo distinto sin perder su eficacia, sino de una idea-imagen, por decirlo así, en que uno y otro componente no pueden plantearse por separado”. Incurre Cereijo en el sofisma de comparar una ingeniosa obra menor con tres obras mayores.
            El arte es “cosa mentale”, como decía Leonardo. Todo arte es conceptual, lo lleve a cabo el propio artista o, como sucede en la arquitectura y en buena parte de la escultura, eficaces artesanos. Damien Hirst –no solo autor de tiburones en formol– en su prodigiosa muestra “Tesoros del naufragio del Increíble”, que se pudo ver en la bienal de Venecia de 2017, no hizo más que llevar al extremo el comportamiento de los más exitosos maestros del Renacimiento y del Barroco.
            Tan conceptual es el arte que no depende de las manos sino de la mirada del artista. Es su mirada la que convierte una piedra o el tronco de un árbol, en los que nadie se fija, en objetos dignos de ser expuestos en un museo.  De la mirada del artista o de la del crítico el comisario de exposiciones, que son quienes transforman, en colaboración con el tiempo, a un simple fotógrafo de bodas, bautizos y comuniones –es el caso de Virxilio Viéitez y de tantos otros– en un involuntario maestro de la fotografía.
            ¿Basta sacar una piedra, un trozo de madera, un objeto cualquiera, unas fotos meramente banales y funcionales de su contexto habitual y colocarlos en otro para se conviertan en una obra de arte? Unas veces sí y otras no. La magia de la mirada funciona o no funciona. El artista propone y el espectador dispone. Sin su colaboración, no hay arte posible. Pero suele ser fácil de engañar. De ahí la importancia de los críticos, los catálogos y los precios. El arte es también cuestión de fe. Por eso nos conmueve el poema “Adiós a Elisa Guillén” cuando lo creemos de Bécquer y deja de interesarnos cuando nos demuestran que es apócrifo., o cambia de lugar en la historia del arte un cuadro como “La lechera de Burdeos” en cuanto comienza a dudarse de su atribución a Goya.
            De estas y otras cuestiones nos habla con inteligencia y rigor José Cereijo en El escalón vacío. No siempre estamos de acuerdo con lo que dice, incluso a veces sus razonamientos nos llevan a la postura contraria, pero eso no disminuye, sino que acentúa el fértil interés del volumen.



viernes, 19 de octubre de 2018

Anatomía del Rastro



El Rastro. Historia, teoría y práctica
Andrés Trapiello
Destino. Barcelona, 2018.

El Rastro. Historia, teoría y práctica es una obra enciclopédica, donde se encuentra todo lo que a uno se le ocurriría preguntar sobre el famoso mercado de viejo madrileño –casi un género literario en sí mismo– y también mucha erudición que a algún apresurado visitante le puede parecer excesiva, como de aplicado cronista municipal.
            Un libro como este solo lo podría haber escrito Andrés Trapiello, y no porque lleve cuarenta años visitándolo fielmente todos los domingos a primera hora de la mañana, como hacen los profesionales (lo normal es que, tras esa frecuentación, cualquier lugar pierda toda su magia), sino por su incansable curiosidad hacia las cosas viejas y las gentes en las que nadie repara, pero que llevan una novela dentro.
            El volumen –que no es para leer de un tirón, sino para picotear y dejarse sorprender en muchos ratos perdidos– tiene un minucioso índice (salvo la última parte) y una estructura casi de manual. Afortunadamente, las apariencias engañan. Se trata más bien de un centón, revuelto bazar o almoneda, que de una rigurosa monografía, empeño quizá imposible.
            La primera parte está dedicada a la historia del Rastro y no cabe duda de que el autor se ha procurado toda la documentación accesible y que incluso aporta datos inéditos, pero lo que a nosotros nos interesa son los incisos, como “Historia de un niño”, una novela en síntesis, o la visita a torre de las galerías Piquer, desde donde, al alzarse la persiana en un piso deshabitado pudo contemplar –por una única vez– la mejor vista del Rastro: “Fue como alzar el telón de un teatro mostrando un escenario prodigioso”.
             A la teoría del Rastro se dedica la segunda parte, subtitulada “meditaciones y conjeturas”. No cabe duda de que Andrés Trapiello tiene una habilidad especial para la divagación y es capaz de hacer brillar su prosa con cualquier pretexto, pero el lector se cansa pronto de las vueltas y revueltas en torno a unas citas de Benjamin o de cualquier otro nombre más o menos prestigioso. Lo que este libro tiene de filosofía del Rastro es quizá lo que menos interesa. Andrés Trapiello –como Eugenio d’Ors– trata de convertir continuamente la anécdota en categoría, pero la categoría resulta a menudo nebulosa y discutible y la olvidamos pronto, mientras que las anécdotas –costumbristas, autobiográficas, ásperamente quevedescas las menos, piadosamente cervantinas las más–, como las líricas descripciones de tantos amaneceres, bastan para hacer memorable el volumen.
            Destacan muy especialmente las páginas que dedica al regateo. “Arte y maña del regateo” se titula uno de los subcapítulos, pero de él habla en muchos otros lugares y no nos queda la menor duda de que Andrés Trapiello es un maestro en esa especial técnica de determinar el precio y el valor de las cosas. Si alguna vez se diera un máster para profesionales del Rastro –cosas más raras se han visto–, sin duda deberían formar parte de la bibliografía fundamental, y –mutatis mutandis– no cabe duda de que también les sacarían buen partido en cualquier escuela de negocios y hasta en la escuela diplomática.
            Mucho hay que admirar en este libro, pero a veces nos quiere hacer comulgar con alguna rueda de molino. “La verdadera renovación del canon literario en los últimos años empezó en el Rastro”, escribe el autor. Y lo explica por que, cuando él comenzó a escribir –finales de los setenta, primeros ochenta–, “la inmensa mayoría de los autores que nos interesaban desaparecieron de las librerías de nuevo”. Y no solo los autores menores, sino los que “formaban parte del canon de la literatura, los grandes e inalcanzables escritores del nuevo siglo de oro (Unamuno, Azorín, Baroja o Juan Ramón, y en otro peldaño, los Pérez de Ayala, Ortega, Gómez de la Serna o Azaña)”. Solo unos pocos –Valle o Machado– “habían logrado sobrevivir a las purgas y menosprecios de los prescriptores, críticos y mandarines del momento”.
            Los escritores, incluso los grandes escritores, se ponen de moda y pasan de moda, sin necesidad de que en ello intervengan intereses inconfesables.  En el Rastro, como en las librerías de viejo, aparecen los grandes escritores junto a otros menores o sin interés, pero nunca, nunca se perdería a Unamuno, Baroja, Ortega o Juan Ramón quien no visitara el Rastro. Estuvieron siempre en las librerías de nuevo, entre otras cosas porque eran lecturas recomendadas en los planes de estudio, y sus obras estaban al alcance de todos en las bibliotecas públicas.
            Pero mejor mirar para otro lado cuando Trapiello habla del canon literario, de las universidades o de las librerías de nuevo, en las que, contra lo que él cree, no solo se encuentra lo escrito en los últimos años: también la mejor edición del Quijote, una nueva traducción de Montaigne o de Virgilio, innumerables maravillas que sorprenden incluso al frecuentador habitual, no solo el premio Planeta o el bestseller de turno (que, por cierto, no tardan en aparecer en el Rastro o en la cuesta de Moyano).
            Las dos últimas secciones del libro –el lector puede empezar por ellas– son las mejores y justifican por sí mismas el volumen, aunque eso no quiere decir que en las anteriores no haya pasajes trazados con mano maestra.
            Cuanto menos pretencioso teóricamente, más admirable se muestra Andrés Trapiello. Por eso en la sección “Objetos y cosas”, una de las mejores del volumen, nos interesa poco la distinción que, apoyándose en Remo Bodei, establece entre “cosas” y “objetos” y mucho la descripción, ilustrada, de un puñado de objetos o cosas encontrados en el Rastro y de su especial predilección: desde un tomo de los Episodios nacionales con la bandera republicana en la cubierta hasta una postal de san Isidoro de León que le lleva a rememorar su infancia con unamuniana emoción.
            El Rastro. Historia, teoría y práctica es un libro ilustrado en el que las ilustraciones rara vez son un prescindible complemento, especialmente las de la última parte, instantáneas fotográficas realizadas por el propio autor y muy adecuadamente glosadas. Gran parte del encanto del volumen proviene de esas imágenes, tan literarias, tan sugerentes.
            Las ilustraciones de la primera parte son de otro tipo y presentan menor interés, a pesar del preciso pie de foto del autor, debido al pequeño tamaño en que a menudo se reproducen. Un ejemplo, la que aparece en la página 210, cuyo pie de foto dice así: “Un clásico del Rastro: las figuras políticas de los regímenes pasados, en asociaciones bizarras. Un baratillo pedagógico. Lo mejor de esta son los ojos azules del zorro”. Pero como la ilustración es de un tamaño poco mayor que el de una uña ni siquiera con la mejor vista se pueden distinguir esos ojos azules.
            Reproduce Andrés Trapiello, en la sección final, muchos pasajes dedicados al Rastro en los diversos tomos de su diario. El lector lo agradece, tanto el que recordaba esas páginas como el que no las había leído o no las recordaba. Hay repeticiones, pero también puntos de vista nuevos. También se agradece que deje fuera las poco simpáticas líneas que solía dedicar al único escritor que le disputaba sus hallazgos bibliográficos, al que él llamaba “el poeta social”, Carlos Sahagún.
            En cuarenta años de asidua frecuentación, el Rastro ha cambiado mucho y sigue siendo el mismo. Como Andrés Trapiello, quien tras cuarenta años de frecuentación lectora, nos sigue causando el mismo asombro y la misma admiración que la primera vez e irritándonos en algún que otro momento –cuando se pone estupendo con sus descalificaciones de la izquierda, la universidad, las librerías de nuevo o el canon que imponen los mandarines– de la misma manera. Genio y figura.


viernes, 12 de octubre de 2018

Américo Castro y Jorge Guillén, erudición, novelería y disparate




Correspondencia (1924-1972)
Jorge Guillén-Américo Castro
Edición, introducción y notas de Manuel J. Villalba

Se ha convertido en tópico, cuando se habla de un epistolario entre escritores, entonar una elegía a la desaparición de las cartas. Como tantas otras dedicadas a llorar los desastres del mundo contemporáneo, carece de fundamento: la correspondencia personal no ha desaparecido ni ha sido sustituida por la mensajería instantánea, del mismo modo que el correo postal –el que viaja primero a lomos de caballos, luego en tren, en barco, en avión– no fue sustituido por el telegrama ni por el teléfono, como temía Pedro Salinas que ocurriera según cuenta en uno de los ensayos de El defensor. En el correo electrónico, lo que cambia es el continente, no el contenido, y lo que escribimos queda archivado de manera más duradera que en papel, si no en nuestro ordenador, donde podemos borrarlo, en algún servidor externo a la espera del futuro investigador que lo convierta –si tiene interés para los lectores– en libro.
            Américo Castro y Jorge Guillén mantuvieron durante más de medio siglo una relación de amistad y admiración mutua que algo tuvo también de familiar (Stephen Gilman, el discípulo predilecto de Castro, casi un hijo, se casó con la hija de Guillén). Fueron dos de las principales figuras del exilio, aunque en el caso de ambos más laboral que estrictamente político: volvieron sin problemas, y con cierta frecuencia, a la España de Franco.
            La ponderación de Guillén contrasta con la vehemencia Castro en esta correspondencia que puede ser leída como una novela epistolar. Más que los elogios que se intercambian con motivo de la aparición de sus respectivas obras, nos interesa lo que tiene que ver con la historia y la intrahistoria de esos años, como los contrastes entre la vida española y la norteamericana o los detalles sobre la vida universitaria norteamericana y las intrigas para hacer su sitio en ella.
            Américo Castro revolucionó la historiografía española con su obra España en su historia. Cristianos, moros y judíos, en la que el filólogo se convierte en un filósofo de la historia. Algunas de sus ideas, como que la gran literatura española del Siglo de Oro, es en buena parte obra de conversos son ya un lugar común. Pero no se limitó Castro a las hipótesis razonables. De una laboriosidad y tenacidad poco comunes, en la última etapa de su larga vida se convirtió en una especie de Quijote que defendía las verdades  que él había descubierto  contra todo el mundo.
            El rigor científico se fue por el escotillón para ser sustituido por la vehemencia del predicador, un poco a la manera de los delirios místicos sobre la hispanidad de Juan Larrea, aunque con mejor fundamento erudito. Juan Goytisolo se convirtió en su principal seguidor. Sin las teorías de Castro no había sido posible sus novelas ni sus ensayos sobre la literatura clásica española.
            En una carta de 1956, habla Castro de su libro Dos ensayos en el cual dice poner en fila a todos sus detractores, comenzando por Menéndez Pidal, y hacerlos “cisco”, “pulpa”. Aunque u familia le aconseja no hacer caso de ciertas alusiones, “yo me debo –escribe– a quienes creen en mi obra, y no puedo dejar a unos insolentes asnos, con tonsura o sin ella, proseguir en su campaña de difamación”. El primero de esos “insolentes asnos” es nada menos que su maestro, Menéndez Pidal.
            Otras afirmaciones de Castro redondean al personaje. Sorprende su elitismo, común entre los intelectuales de la época, pero que pocos se atreverían a afirmar con tanta rotundidad: “La Humanidad estuvo durante millones de años sin la división entre unos que trabajaban y unos pocos que se dedicaban a la contemplación, y no pasó nada interesante en el mundo del espíritu. En cuanto se inició en Grecia lo de ‘los señores están servidos’, pues se produjeron las cosas de que aún vivimos”. A Américo Castro le indigna la escasez de servicio doméstico en Estados Unidos en contraste con el que disfrutaba en España, y eso en una época (la carta es del 16 de abril de 1944) en que el país estaba en guerra: “A mí me encocora esto de que solo se pueda uno abandonar a lo suyo en horas contadas, y aún así hay que abrir la puerta, e ir al teléfono, y comprar en la tienda, etc. Y el espectáculo de la familia femenina esclavizada como antes las negras”.
            Los pequeños detalles son lo más interesante de cualquier epistolario, la vida cotidiana y la mentalidad de una época reflejadas sin interferencias. ¿Qué es lo que tuvieron que aprender los intelectuales españoles exiliados en Estados Unidos? Pues “a fregar los platos y a llegar a las citas con puntualidad”. Por lo que no pasan, al menos por lo que no pasa Américo Castro, es “por quitarse la chaqueta en cuanto lleguemos a casa”. También nos deja constancia del arribo a Nueva York de un grupo de “musicantes y bailarines de Londres”, “seguidos por entusiastas aullidos de una horda de teenagers que la policía no podía contener”: alude a los Beatles y a su “música en que se desintegran el manicomio y el pandemonium”.
            Jorge Guillén, más ponderado, es menos personaje de novela. Una de las pocas veces que pierde los nervios es cuando alude a cierta polémica: “En cuanto al incidente con el Canallísimo –me refiero esta vez a Juan Ramón Jiménez–, ¿qué quiere usted que hiciera? Durante veinte años he sido ‘el que recibe las bofetadas’. Tenía algún día que pararle los pies, o mejor dicho, desenmascarar al Esteta. Me limité a exhumar unos documentos. Y se acabó”.
            Como el editor de este epistolario, Manuel J. Villalba, lo hace acompañar de abundantes notas (1189 para ser exactos), buscamos alguna aclaración de ese episodio. No lo encontramos. Manuel J. Villalba prefiere anotar términos como “Associate Profesor” (“ing. Profesor asociado”, indica) o “signora” (“it. Señora”). O dedicar unas líneas a explicarnos quién es Franco: “Francisco Franco Bahamonde (1892-1975), general español. Tras el intento fallido de golpe de Estado el 18 de julio de 1936 y la subsiguiente Guerra Civil, ocupó la jefatura del Estado hasta su muerte en 1975”.
            En la primera página, se habla de una colaboración de Guillén en la Revista de Occidente y Villalba anota: “Véase J. Guillén Aire-Aura”. Buscamos esa referencia en la bibliografía y encontramos: “Aire-Aura”, Revista de Occidente 4 (1923)”. ¿No podía decír eso en la nota y evitarnos perder tiempo con la búsqueda?
            Y ya que estamos con la bibliografía, sorprende que tras cada referencia aparezca unas veces la indicación de “impreso”, otras la de “Print.”, otras la de “Imprimé” o la de “Stampato”. Manuel J. Villalba se ha creído en la obligación de decirnos, tras cada libro o artículo citado, que es un “impreso”, pero lo dice en la lengua en que está escrito el volumen.
            Se equivoca, por otra parte, en las notas referidas a Jorge Guillén, que ya es equivocarse: habla de que Cántico tuvo cinco ediciones (fueron cuatro) y de que la tesis doctoral de Guillén continúa inédita (la publicó la Fundación Jorge Guillén, la misma en que aparece la muy mejorable edición de este epistolario).
            Pero no vamos a incurrir en el tópico de la decadencia de las humanidades debido a la proliferación de las nuevas tecnologías. Ya en 1942, escribía Américo Castro: “Los jóvenes universitarios, salvo rarísima excepción, no leen, lo que se llama leer, un libro; ni piensan en meditaciones lentas y proseguidas”.
           

viernes, 5 de octubre de 2018

Juan Bonilla, los libros y la vida



La novela del buscador de libros
Juan Bonilla
Fundación José Manuel Lara. Sevilla, 2018.

Armando Palacio Valdés tituló sus memorias de infancia y adolescencia La novela de un novelista, Rafael Cansinos Assens su diario de las primeras décadas del siglo XX La novela de un literato. Siguiendo su ejemplo, Juan Bonilla titula La novela del buscador de libros a su más reciente publicación, que tampoco es una novela. En los tres casos el término “novela” no se refiere a un género literario, sino que se utiliza en la acepción coloquial de peripecias autobiográficas más o menos fantaseadas, como en la expresión “mi vida es una novela”.
            La novela del buscador de libros es una miscelánea que no se presenta como tal. Buena parte de los capítulos que la integran ya habían sido publicados –en el volumen colectivo Los otros libros, en Biblioteca en llamas– o dados a conocer en conferencia o en el pregón de alguna feria del libro. Indicarlo en el volumen no habría sido una innecesaria precisión académica, como tampoco resulta una mera precisión erudita señalarlo ahora.
            Entre el volumen que llega a las librerías y el original del autor, está la labor de muchos profesionales. Uno de ellos es el editor, en el sentido inglés del término, habitual en las grandes editoriales del mundo, pero en las españolas casi reducido a los best seller. Juan Bonilla no es el mejor editor de sí mismo. La referencia del título a “la novela”, la falta de títulos en los capítulos (incluso en los que lo tenían en la primera publicación), la ausencia de índice dan a entender engañosamente al lector que nos encontramos ante un tratado sobre la bibliofilia o el coleccionismo de libros, ante una obra que debe leerse comenzando por el principio y que va avanzando hasta llegar al fin. Nadie –o casi nadie: yo lo he hecho– será capaz de una lectura así. Le desanimarán las continuas repeticiones, las retahílas de obras sin demasiado interés, pero que el autor daría al parecer cualquier cosa por tener en su biblioteca, ciertos errores que dan fe de que ni el mismo autor ha hecho esa lectura de conjunto de sus trabajos dispersos. Baste un ejemplo de sus descuidos: cuando enumera algunos de los tesoros de su biblioteca se refiere al Jardín de senderos que se bifurcan, de Jorge Luis Borges, y añade “que conserva su faja publicitaria, roja, ¡anunciándolo como una obra maestra del relato de terror!”.  Pero da la casualidad de que ese es uno de los libros cuya cubierta aparece en las ilustraciones y ahí podemos leer la faja publicitaria: “Una muerte simbólica, una biblioteca infinita, una lotería implacable, un libro que abolirá la realidad”. Más adelante, cuando se vuelva a aludir a la obra de Borges (todo se repite en este libro) ya se citará correctamente.
            Una lástima la pésima “edición” –no me refiero al aspecto material– de este libro porque contiene páginas espléndidas. Cito algunas dándoles el título que tuvieron en la primera edición e indicando entre paréntesis las páginas que ocupan en esta nueva: “Libros de viejo, Sevilla, principios de los noventa” (113-129), “La calle de los libros (buscando libros viejos por Latinoamérica)” (131-151), “Una librería en Bogotá” (160-168), “18 millas de libros” (169-178).  
            “Una librería en Bogotá” –otro título posible sería “Una librería en un burdel”–,podría formar parte de cualquier antología de relatos de Juan Bonilla, un maestro en el género de la autoficción o del ensayo-ficción, al que sin duda pertenecen algunos de los mejores pasajes de este volumen. Sospechoso resulta que hable largamente del “libro más bonito” que tiene en su biblioteca –un libro de cromos sin cromos encontrado en el mercado de San Carlos de Tegucigalpa– y no reproduzca ninguna de sus páginas en las ilustraciones.
            Lo que La novela del buscador de libros tiene de reflexivo, de ensayístico resulta de bastante menor interés que las páginas autobiográficas y viajeras. Una idea repetida –uno de los núcleos conceptuales del volumen– es que los libreros de viejo son los mejores, o los más temibles, críticos literarios. Y cita, como ejemplo, el catálogo número 100 de la librería Renacimiento que “puso en su sitio” a los poetas españoles de las últimas décadas, valorando en muy poco –es ejemplo que pone Bonilla– a las primeras ediciones de Ullán, entonces un poeta bastante apreciado por los suplementos culturales. Muy ingenuo hay que ser para pensar que el precio de un libro en una librería de viejo –o en una librería anticuaria, para decirlo más pretenciosamente– tiene que ver con la calidad literaria del mismo y no con la escasez de ejemplares en el mercado y la mucha o poca demanda.
            Arremete Bonilla contra la enseñanza universitaria, que impone un escalafón entre los autores, lo mismo que hacen premios oficiales como el Cervantes (que obtuvieron, por cierto, José García Nieto o Dulce María Loynaz, bien lejos de cualquier canon). Está en su derecho al preferir la poesía de Julio Mariscal Montes a la de José Ángel Valente, pero no al atribuir el mayor predicamento del segundo a una conspiración de los medios oficiales. El canon es producto del consenso entre muy diversas instancias –críticos, editores, lectores– y no se puede imponer artificialmente. Julio Mariscal Montes es un poeta apreciable –Juan Bonilla le dedica un capítulo y se refiere a él en multitud de ocasiones–. pero juega en otra categoría poética (y no digamos intelectual) que Valente, Gil de Biedma, Claudio Rodríguez o incluso Caballero Bonald.
            “Empecé a buscar libros inencontrables en las cuevas de los libreros porque no había otro sitio donde buscarlos”, escribe Bonilla. Pero si uno lo que quiere es leer libros, hay otro sitio donde encontrarlos: las bibliotecas públicas. Sorprende que no se encuentre ni una sola mención a ellas en este obra que a ratos parece protagonizada más un obsesivo coleccionista de libros valiosos o no (a menudo son simplemente curiosos) que por un verdadero lector. O por un aspirante a librero de viejo, que es en lo que las circunstancias de la vida convirtieron a Juan Bonilla durante un tiempo.
            Juan Bonilla es un escritor ingenioso, pero el ingenio tiene sus limitaciones. El libro en papel, por citar un ejemplo, le parece “la evolución natural del libro electrónico, la versión mejorada por el ingenio de los artesanos y por las necesidades de los usuarios de un instrumento que había nacido felizmente pero que podía resultar más idóneo gracias a la extraordinaria ocurrencia de separar el texto en páginas distintas”. Y sigue con que si el texto en la pantalla es “líquido”, esto es, “se liquida” (sic) y con que sería mejor que cada texto dispusiera de su propio espacio (sí, se nos ocurre decir, mejor que una enciclopedia ocupe una pared entera a que quepa en un manejable portalibros, esto es, en el llamado libro electrónico).
            “El hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona”, afirmó Hölderlin. Juan Bonilla, uno de los grandes cuando se mueve entre el reportaje, la memoria personal y la ficción, se convierte en un periodista convencional cuando divaga sobre la enseñanza de la literatura, la investigación universitaria, la bibliofilia o el manido tópico –sin fundamento alguno– de que los poderes públicos que se esfuerzan por alejar de los libros a los ciudadanos porque así son más manejables.
            En La novela del buscador de libros está mucho del mejor Juan Bonilla. Y, entremezclado con ello, inanes y reiterativas divagaciones. Un rigurosa labor de edición –imprescindible cuando se trata de reunir ocasionales trabajos dispersos– habría evitado que lo segundo desluzca lo primero.