miércoles, 30 de octubre de 2019

Crimen, novela y moraleja


Tiempos recios
Mario Vargas Llosa
Alfaguara. Madrid, 2019.

De la nueva novela de Mario Vargas Llosa, sobra todo lo que tiene de novela. También la lección final, tan simplista. El resto es apasionante.
            El resto: la crónica de los intentos reformistas de Jacobo Árbenz Guzmán, presidente de Guatemala entre 1951 y 1954; las intrigas para derrocarlo, mediante la creación del llamado ejercito liberacionista, apoyado por Estados Unidos; el triunfo de los sublevados que lleva a la presidencia a Carlos Castillo Armas; el asesinato de este en 1957; la figura enigmática de Marta Borrero Parra, conocida como Miss Guatemala.
            . El novelista Vargas Llosa, al menos en este su último libro, resulta inferior al cronista y al periodista. Desatento de los pequeños detalles, apenas si consigue hacer creíble aquello que inventa, olvidando que, al contrario que la realidad, la ficción sí tiene que ser verosímil.
            El capítulo XI nos cuenta cómo Marta Borrero se convierte en amante del Carlos Castillo Armas. Comienza como un folletín (“Salió a escondidas, sin que la sintieran los sirvientes, envuelta en una manta que la cubría dándole una apariencia deforme”) y con la inverosimilitud del folletín continúa: casada por obligación con un marido que al que detesta, decide abandonarlo; al ser rechazada por su familia, va a ver al presidente, a quien no conoce; consigue que le hagan pasar ante él, le cuenta su historia y, sin más ni más, se convierte en su amante.
            Aunque el presidente sea  “muy celoso y hecho a la antigua” (“No le gusta que reciba a hombres, ni siquiera acompañados por sus mujeres ni siquiera cuando él no está”), es visitada frecuentemente por el agregado militar de la República Dominicana, Johnny Abbes García, y por un norteamericano que se hace llamar Mike. Van siempre juntos a verlo, de acuerdo con los deseos de Marta y un día en que se quedan solos el dominicano y ella, porque Mike ha ido al baño, le pregunta: “Este gringo es de la CIA, ¿no es cierto? Trata de sonsacarme cosas como si yo fuera tonta”. Al salir de la casa, Johnny Abbes le refiere a su amigo las sospechas de Marta y este responde: “Claro que se ha dado cuenta de para quién trabajo. Y me ha pedido dinero por las informaciones que me da. Ella y yo hemos hecho un pacto”. ¿Y cuándo lo hicieron –si pregunta el lector– si nunca se quedaron a solas?
            Punto central en Tiempos recios lo constituye el asesinato del presidente Carlos Castillo Armas, todavía no aclarado. Hubo, sigue habiendo, muchas hipótesis. Vargas Llosa se atiene a la formulada por Tony Raful en La rapsodia del crimen. Trujillo versus Castillo Armas (Santo Domingo, Grijalbo, 2017). Cita la obra expresamente en el epílogo y declara tomar de ella una de sus anécdotas. Toma bastantes cosas más. La principal, que Trujillo ordenó asesinar a Castillo Armas porque estaba resentido con él por no haberle concedido una condecoración, la Orden del Quetzal,  y no por no haber querido que los dos celebraran juntos la victoria en un gran acto celebrado en el Estadio Nacional de Guatemala. Quizá Tony Raful fundamente esas hipótesis en su libro con buenas razones; Vargas Llosa no lo hace. Cierto que un novelista no necesita documentación, que la imaginación es libre, pero eso no implica –y menos si se trata de una novela histórica– que no deba preocuparse del encaje con los hechos probados.
            El magnicidio se nos cuenta en los capítulos pares –del II al XIV–, según la rutinaria costumbre de Vargas Llosa de ir alternando momentos cronológicos distintos cuando narra una historia. El Director General de Seguridad, Enrique Trinidad Oliva, y el agregado militar dominicano, Johnny Abbes García, esperan juntos en un burdel a que llegue la hora de cometer el crimen (sus conversaciones ocupan varios capítulos), luego entran tranquilamente en el palacio presidencial, del que han retirado la guardia, salvo a un soldado; el propio director general mata a ese soldado con su pistola con silenciador, le quita el fusil y, cuando el presidente y su mujer atraviesan un pequeño patio para ir a cenar (algo extrañados de no encontrar a ningún sirviente) le disparan dos tiros. La versión oficial es que el soldado mató al presidente y luego se suicidó. Esa es la explicación que se dio en la realidad y también la que se nos da en la novela, sin aludir en ella a cómo fue posible que el soldado se suicidara con una pistola que no era suya, en lugar de hacerlo con su fusil, como resultaría lógico. Por otra parte, Castillo Armas afirma repetidas veces que no se fía de su director de seguridad, que está seguro de que le traiciona, y a pesar de ello le mantiene en el cargo y ni siquiera sospecha nada cuando se queda solo, con su mujer y un soldado, en palacio.
            De descosidos así está llena la novela, que claramente no ha pasado por las manos de ningún buen editor (en el sentido anglosajón del término). En un capítulo, el XVI,  se nos dice que Mike habló con Marta por teléfono para avisarla de que estuviera preparada para huir, y en otro –el XIX– se nos cuenta que para ello fue a visitarla.
            Todas las conversaciones que Vargas Llosa se inventa suenan falsas. En el capítulo XXIII, Trujillo reconvine a Héctor Trujillo Molina, presidente títere de la república, con estas palabras: “Tú no existes. Eres una invención mía. Y así como te inventé, te puedo desinventar en cualquier momento”. De sobra sabía el Negro Trujillo –como se conocía al hermano del dictador– cuál era su papel.
            Hay en esta novela, que falla en lo que tiene de novela, capítulos espléndidos. Los que nos cuentan el final de los dos presuntos asesinos del presidente, Enrique Trinidad Oliva y Johnny Abbes García, por ejemplo.
            Previsible resulta el juego con los tiempos, tan previsible en Vargas Llosa como la actualización o el cambio de época en la puesta en escena hoy en día de cualquier ópera. ¿Cumple una función estética o solo dificulta que el lector entre en la trama?
            En uno de los capítulos del libro –el VII– se alternan dos encuentros de Trujillo, separados por algunos años: en el primero, con Carlos Castillo Armas, le ofrece su ayuda; en el segundo, muestra su frustración –ya se sabe: no le concedió al parecer la condecoración deseada– y encarga su asesinato. Al comienzo, aparece otra de esas frases poco afortunadas del narrador: “El Generalísimo Trujillo miró su reloj: cuatro minutos para las seis de la mañana. Johnny Abbes García comparecería a las seis en punto, hora en que lo había citado. Probablemente llevaba un buen rato sentado en la antesala. ¿Lo haría pasar de inmediato? No, mejor esperar a que fueran las seis en punto. El Generalísimo Rafael Leonidas Trujillo no solo era un maniático de la puntualidad, también de la simetría: las seis eran las seis, no las seis menos cuatro minutos”. ¿Y dónde está ahí la simetría?, nos preguntamos.
            La moraleja aparece en las líneas finales, en el capítulo epilogal en que se nos cuenta una visita al único de los personajes de esta “verdadera historia” que aún continúa vivo, Marta Borrero Parra.
            En opinión de Vargas Llosa, si Estados Unidos hubiera permitido que el experimento democratizador de Jacobo Árbens Guzmán –que no era comunista, como la interesada propaganda hizo creer, aunque su principal asesor, José Manuel Fortuny, sí lo era-- hubiera seguido adelante, la historia de América Latina habría sido otra: no habría habido guerrillas, no habría existido la Cuba castrista, la democracia habría llegado a esos países medio siglo antes. Una conclusión indemostrable, por supuesto. Y que no se sostiene por ningún lado. El fracaso del experimento de Árbenz no impidió otros experimentos similares, como el de Salvador Allende.
            Igual de simplista es la historia que se nos cuenta en el capítulo inicial –el encuentro del fundador de la United Fruit Company y el creador de las relaciones públicas modernas–, un encuentro que según Vargas Llosa cambiaría la política para siempre y sustituiría la verdad por la propaganda.
            El simplismo doctrinal y la ficción novelesca lastran lo que podría haber sido –y de alguna manera lo es– una magistral crónica de unos tiempos convulsos que no han perdido –que no perderán nunca: nos hablan de los abismos de la condición humana– su capacidad de repulsión y fascinación.




jueves, 24 de octubre de 2019

Un maestro al completo



Diarios. Edición completa seguida de un epílogo
Iñaki Uriarte
Pepitas Editorial. Logroño, 2019.

Pocos escritores han conseguido más con menos. Iñaki Uriarte, autor de algunos poemas juveniles en los años setenta y luego colaborador esporádico con artículos y reseñas en el diario bilbaíno El Correo, parecía destinado a no ser más que un diletante, un agradable conversador, un buen lector, quizá acaso un personaje –indolente, bien parecido, con alguna anécdota novelera en su biografía– en la obra de algún escritor amigo.
            A los cincuenta y dos años, tras un ingreso hospitalario por una enfermedad grave, que los médicos temían que fuera definitiva, comenzó a redactar un diario como quien pronuncia sus últimas palabras.
            No estaba en principio destinado a la publicación, pero tras un anticipo en una revista, en 2010 decidió publicar el primer tomo. Apareció en una pequeña editorial provinciana y parecía destinado a pasar sin pena ni gloria, como tantas otras primeras obras de escritores que se inician tardíamente. El éxito, sin embargo, fue inmediato.
            Las causas fueron varias. Una tiene que ver con la personalidad del autor, atento  lector que había cultivado la amistad de los escritores de renombre sin ser nunca una competencia para ellos. Antonio Muñoz Molina, Enrique Vila-Matas o Andrés Trapiello no dudaron en lanzar las campanas al vuelo para encomiar a un autor primerizo.
            Pero hubo otras razones que fueron las que motivaron que ese revuelo inicial no se apagara a las pocas semanas, como suele ser la norma. Los Diarios de Iñaki Uriarte, tras su apariencia menor, de simples notas al margen, de colección de citas y pequeñas anécdotas, eran una obra mayor.
            Desde el principio se plantearon muy conscientemente como una obra literaria, no como un desahogo personal. Antes de poner la primera línea, el autor había leído y releído a sus clásicos –de Montaigne a Pla, de Stendhal a Borges– y era muy consciente de lo que quería y de lo que no quería hacer: cada anotación debería estar trabajada como un poema, no debería sobrar ni faltar una palabra; el estilo sería llano, conversacional, pero sin concesiones al anacoluto ni a las imprecisiones propias del habla coloquial.
            Las anotaciones de este diario admiten la lectura independiente, y por eso puede comenzarse su lectura por cualquier página: en todas ellas hay un rasgo de humor o de inteligencia, una anécdota significativa, una cita memorable. Leído en orden cronológico es también una lúcida crónica del cambio de siglo.
            Los diarios de Iñaki Uriarte, escritos entre 1999 y 2010, se publicaron en tres breves tomos, varias veces reeditados. Ahora se reúnen en un volumen no demasiado extenso, al que se le añade un epílogo inédito formado por anotaciones sin fecha escritas con posterioridad.
            Iñaki Uriarte se autorretrata como un escéptico, un hombre indolente ajeno a cualquier fanatismo, al que lo que más le gusta es sentarse en una terraza a ver pasar la gente o a leer sin prisa un libro.
            Pero tras esa vida de perpetuo jubilado que veranea en Benidorm y ejerce de acompañante de su mujer, que es quien trabaja y se ocupa de las cosas prácticas, hay una intrigante biografía que poco a poco se nos va desvelando en iluminadoras ráfagas: el nacimiento en Nueva York (conservó hasta hace poco la nacionalidad norteamericana), una estancia en la cárcel, extravíos varios antes de llegar a la serenidad de la madurez.
            Taller literario, libro de viajes, arte de vida, todo eso son estos Diarios. Hay también en ellos muchos personajes retratados al minuto que los convierten en una Comedia humana en miniatura, pero mi preferido es más que humano: un gato que lleva el nombre de su escritor más admirado, Borges. Le vemos llenar de felicidad muchas de estas páginas y en el epílogo, en las que quizá sean las líneas de más contenida emoción, se nos cuentan sus días finales.
            Pocos escritores han conseguido más con menos, decía al principio. Un único libro, anticipado en tres entregas, le ha bastado a Iñaki Uriarte –como a Chamfort, como a La Rochefoucauld, como a Montaigne– para lograr un sitio cierto en la historia de la literatura. Quien tiene ese libro, tiene un tesoro.

domingo, 20 de octubre de 2019

Ángel González, Ricardo Labra y algunas precisiones sobre cómo no estudiar la poesía española contemporánea



Ángel González en la poesía española contemporánea
Ricardo Labra
Luna de Abajo. Oviedo, 2019.

Se repite a menudo que los escritores célebres tras su muerte suelen pasar una temporada en el purgatorio antes de llegar a la gloria literaria o al infierno del olvido. El purgatorio de Ángel González ha sido, está siendo, especialmente doloroso para sus lectores y admiradores. Tras su muerte, en 2008, los medios de comunicación han hablado menos de su poesía que de las agrias desavenencias de su viuda con quienes fueron sus principales estudiosos y sus mejores amigos.
            Ángel González en la poesía española contemporánea, un grueso tomo de más de quinientas páginas, en contraste con esas informaciones, pretende ofrecernos un nuevo y riguroso análisis de su obra poética. El autor tiene a gala –y así lo hace constar reiteradamente a lo largo de estas páginas– ser uno de los principales promotores del volumen Guía para un encuentro con Ángel González, que en 1985 sirvió de pistoletazo de salida para iniciar un “segundo proceso canonizador” del poeta y sus compañeros de generación.
            El origen del libro está en una tesis doctoral, dirigida por Araceli Iravedra, leída, en la Universidad de Oviedo y que obtuvo, como suele ser habitual, la máxima calificación de un tribunal del que formaban parte Luis García Montero y otros destacados especialistas, como María Payeras Grau.
            Se trata de una tesis que es efectivamente una tesis, o varias, que no se limita a hacer un recuento de la bibliografía existente. En cada una de las tres partes de que consta el libro, y que podrían haberse publicado como investigaciones independientes, Ricardo Labra ofrece ideas originales: la existencia de dos procesos canonizadores en la generación del cincuenta, caso único a su entender en la literatura española; la peculiar reescritura que Ángel González hace de sus propios poemas en otros poemas posteriores; la continua presencia de Juan Ramón Jiménez en la obra última del poeta.     Sus minuciosos comentarios de diversos poemas de Ángel González resultan también muy personales y, en ocasiones, arriesgados. No es por ello, como tantos estudios académicos sobre poesía española, un libro inane y consabido, sino plural, polémico y enriquecedor.   
            El benemérito esfuerzo de Ricardo Labra se encuentra, sin embargo, lastrado por ciertas deficiencias terminológicas y conceptuales. Debería explicar más claramente en qué consiste un “proceso canonizador”. De la lectura de sus páginas se deduce que confunde “canonización” –entrar a formar parte del canon o, como yo prefiero decir, de la historia de la literatura– con “promoción”. La generación del cincuenta tuvo dos momentos promocionales: uno en los años cincuenta, cuando sus integrantes se inician en la vida literaria, y lo hacen tratando de llamar la atención, como todos los nuevos escritores. Polemizan con escritores ya consagrados, organizan homenajes, antologías, se presentan a premios y maniobran para conseguirlos.
            Pero el que algunos de ellos logren un lugar en la historia de la literatura y otros no (Jaime Gil de Biedma frente a Jaime Ferrán, por ejemplo) no depende –como parece pensar Ricardo Labra– de que uno aparezca en la fotografía del homenaje a Antonio Machado en Collioure y el otro esté ausente de ella. Tampoco de que el primero lograra entrar en la antología que, según Labra, “canoniza” a los poetas del medio siglo, Veinte años de poesía española (1939-1959), de José María Castellet, porque el segundo también los fue.
            Las páginas dedicadas a esa primera antología de Castellet nos permiten señalar otra de las limitaciones de esta investigación, limitación, por cierto, que no es exclusiva suya, sino de buena parte de los estudios universitarios sobre la poesía española del siglo XX. Los autores en estos trabajos curriculares no dan la impresión de haber leído a los poetas que estudian, sino lo que los críticos o los propios poetas han escrito sobre su poesía; tampoco parecen haber leído las antologías a las que se refieren tan profusamente, sino solo los prólogos a esas antologías.
            Ricardo Labra ha leído y releído la obra de Ángel González, pero resulta dudoso –a juzgar por lo que dice de ellos– que de Eladio Cabañero y de otros poetas de la generación que califica y descalifica haya leído más que sus “poéticas” en alguna antología o sus nombres en algún recuento. Lo que parece seguro es que desconoce, más allá de la extensa introducción del antólogo, Veinte años de poesía española.
            Siempre se refiere al libro como una antología generacional, pero difícilmente puede ser generacional una antología cuyos cuatro primeros seleccionados (y por este orden) son León Felipe, Dionisio Ridruejo, Miguel Hernández y Gerardo Diego. Se trata de una antología de la poesía de posguerra realizada desde el punto de vista de la generación más joven, no de una antología generacional. Por otra parte (y esto es algo que no se señala) los nombres de los poetas del cincuenta seleccionados solo muy parcialmente coinciden con el posterior grupo “canónico”: Carlos Barral, María Beneyto, Ángel Crespo, Jaime Ferrán, Jaime Gil de Biedma, Lorenzo Gomis, Ángel González, José Agustín Goytisolo, Jesús López Pacheco, Claudio Rodríguez, José María Valverde.
            Una fotografía se reitera en las historias de la literatura (la famosa del 27 en el Ateneo de Sevilla, la del homenaje a Machado en 1959) porque quienes aparecen en ella son ya en ese momento, o llegarán a ser posteriormente, autores significativos. Pensar que alguien no alcanza reconocimiento, no llega a ser incluido en el canon, porque no apareció en una fotografía que se hizo cuando él era joven es de una ingenuidad que no resulta menos risible por figurar en estudios muy serios. Lo mismo que pensar que si Isaac del Vando Villar, Adriano del Valle y otros poetas ultraístas no obtuvieron el reconocimiento de Lorca, Guillén o Cernuda es porque Gerardo Diego los dejó fuera de su famosa antología.
            A partir de 1985, cuando comenzaron en Oviedo los homenajes a Ángel González y sus compañeros de generación (en los que tanta parte tuvo Ricardo Labra), no hubo un segundo proceso canonizador, sino promocional: esos poetas, ya con un sitio en la historia de la literatura, llegaron a un público más amplio, eso es todo (y a veces la popularidad les vino no por su poesía sino por motivos tan pintorescos como sus reiteradas anécdotas etílicas).
            En algunos casos, los errores de Ricardo Labra no son compartidos por otros estudiosos de la poesía del siglo XX, sino que son exclusivamente suyos, debidos a su tendencia a refutar los hechos ciertos con hipótesis indemostrables.
            Baste un ejemplo. En 1993. Ángel González publicó una nueva versión de su “Oda a los nuevos bardos”, aparecida inicialmente 1977. El autor afirma explícitamente que es “rigurosamente contemporánea” de la versión anterior, pero Ricardo Labra no le cree, piensa que ha sido escrita años después cuando ya los novísimos estaban “periclitados” y además algunos de sus poetas más destacados “habían comenzado también a reivindicar su obra poética en los años ochenta”. Para desmentir un documento –la carta de Ángel González sobre la fecha en que escribió un poema– hace falta otro documento, no vaguedades interpretativas.
            A la hora de establecer antecedentes, de relacionar un texto con otro, Ricardo Labra no se muestra demasiado riguroso. El largo título que Ángel González coloca a uno de sus libros, Muestra, corregida y aumentada, de algunos procedimientos narrativos y de las actitudes sentimentales que habitualmente comportan, lo relaciona, y “no solo tangencialmente”, con una de las notas que Juan Ramón Jiménez coloca al frente de su Segunda antología poética. En ella indica que ha hecho, respecto de la antología anterior, “modificaciones importantes en cuanto a la ponderación y reparto de la obra; y he quitado y he añadido. ‘Edición disminuida y aumentada’, podría decir”.
            A Ricardo Labra le parece que Ángel González sustituye en ese título “desde el eje paradigmático el adjetivo ‘disminuida’ por el participio pasivo ‘corregida’ para realizar, al mismo tiempo, una directa alusión a Juan Ramón Jiménez, poeta caracterizado por su desaforada propensión a la corrección permanente de sus textos poéticos”.
            Más bien ocurre al revés: es Juan Ramón Jiménez quien ingeniosamente varía la expresión “corregida y aumentada”, frecuenta en las reediciones. Ángel González se limita a utilizar muy adecuadamente esa frase –aunque resulte insólita incluida en el titulo–, ya que se trata de una edición “corregida” (de algunas erratas) y “aumentada” de un libro suyo aparecido un año antes, en 1976.
            A pesar de lo muy discutible que resulta en alguna de sus afirmaciones (yo tengo señaladas bastantes más de las que he comentado), Ángel González en la poesía española contemporánea es un libro necesario, no solo porque nos devuelve la figura del poeta al lugar que nunca debería haber abandonado, sino porque nos obliga a repensar lugares comúnmente aceptados por la crítica, especialmente la crítica académica, que suele gozar de un prestigio no siempre merecido, al menos si nos atenemos a los estudios sobre poesía actual.

lunes, 14 de octubre de 2019

Local, universal



Oriundos
Fernando Fernández
Cataria Ediciones. Ciudad de México, 2019.

Por el más pequeño rincón del mundo, pasa la historia del mundo. Fernando Fernández –poeta y ensayista mexicano nacido en 1964– quiso conocer la historia de sus abuelos, que emigraron a México en los años veinte, y para ello volvió a la aldea de la que habían partido, Asiego, en el concejo de Cabrales, residió allí durante un tiempo, se entrevistó largamente con sus escasos habitantes.
            Fernando Fernández ha investigado con rigor y minuciosidad, pero Oriundos está lejos de ser un tedioso trabajo académico, una monografía sobre la emigración o sobre la vida rural. Es un espléndido trabajo literario. Una galería de retratos. Una novela sin ficción.
            El punto de partida no puede resultar más sugerente: la fotografía en la que el maestro de Asiego aparece rodeado de sus alumnos. El abuelo del autor, hijo del maestro, la llevó consigo hasta el final de sus días. Así se la describe en uno de los primeros capítulos: “En medio de los niños, en las gradas improvisadas contra la pared de piedra no lejos de la Escuelina, el Tío Aquilino es el centro de un sistema solar de treinta y seis planetas incipientes. Un sistema de historias, un semillero de destinos, un punto de partida de treinta y seis direcciones cuyo eje será su infancia en aquel pueblo, las paredes de esa escuela, la personalidad de este maestro”.
            Oriundos es una crónica con muchos personajes, todos ellos con su personalidad y su enigma, todos ellos perfectamente caracterizados, pero tiene dos claros protagonistas, Santos y Fernanda, los abuelos del autor. Con la muerte de la segunda comienza el libro: “Fernanda murió un viernes de marzo, una tarde de sol esplendoroso que daba un tono vívido a las jacarandas recientemente florecidas de la Plaza de Uruguay. A los noventa y dos años, había conservado la fuerza y la buena disposición, y hasta poco antes de caer enferma ninguna mañana dejó de levantarse temprano para ponerse al frente de los asuntos domésticos, pendiente de la cocina, de la puerta y del teléfono”. Esa muerte no termina de relatarse hasta el último capítulo: Fernanda fue la última superviviente de un mundo que, mientras ella viviera, seguía vivo y que gracias al buen hacer de su nieto resucita ahora ante nosotros.
            Casi todos los personajes que aparecen en este libro son ancianos. Unos han perdido la cabeza, y viven entre dos mundos, otros siguen llenos de vitalidad, como Quilo el Viejo, que “a pesar de los ochenta y seis años que acababa de cumplir, a pesar de la soledad y las pérdidas que marcaron la última etapa de su vida” se había mantenido joven y ello se notaba en que comía con la voracidad de un muchacho, conducía, fumaba tres o cuatro puros al día, según se nos relata en “Reencuentro en Avilés”.
            De vez en cuando, como no podía ser de otra manera en una investigación de estas características, el propio autor se convierte en personaje y acá y allá nos deja entrever pasajes de su biografía. Tiene, sin embargo, el buen gusto de no ocupar nunca el primer plano: solo nos cuenta aquello que tiene que ver con la historia de aquellos niños que aparecen en la foto de la Escuelina.
            La gran historia se entrecruza, como no podía ser de otra manera, con la pequeña historia, con la unamuniana intrahistoria: la guerra civil deja su huella en esta remota aldea y en estas vidas. También la historia de México: la llegada al puerto de Veracuz en diciembre de 1923 del abuelo Santos coincidió “con el estallido de una rebelión militar que tuvo precisamente a esa ciudad como escenario”. Pero aunque pasaran la mayor parte de su vida en México, aunque murieran allí, estos emigrantes nunca dejaron de sentirse asturianos de Asiego, una remota aldea encaramada en los Picos de Europa, el mejor lugar para admirar la más emblemática de sus cumbres, el Naranjo de Bulnes.
            Como en la gran literatura, en Oriundos la crónica local llena de pequeños detalles exactos sobre unos muy concretos personajes, nos habla de ellos y de nosotros mismos. La pericia del autor convierte esta historia familiar en un relato simbólico sobre los enigmas de la condición humana.
           

viernes, 11 de octubre de 2019

Cuerpo y calma



La batalla de los centauros
Juan Antonio González Iglesias
Libros Canto y Cuento. Jerez, 2019.

Pocos poetas tan fieles a la tradición clásica como Juan Antonio González Iglesias, pocos también tan rigurosamente contemporáneos. Su primer libro, La hermosura del héroe, comienza con “Olímpica Primera”, una oda al nadador Martín López-Zubero que no habría desdeñado firmar Píndaro, a quien se cita en los versos iniciales. Su entrega más reciente, La batalla de los centauros, incluye otra oda, esta vez a un héroe anónimo (un ciclista que sube a un tren de cercanías), que recrea la fascinación del mundo clásico por el cuerpo humano sin incurrir en mimetismo alguno, como si un griego de la época de Pericles fuera a la vez contemporáneo nuestro.
            Poeta culturalista y culturista, González Iglesias. La biblioteca alterna con el gimnasio como escenario de sus versos. Abundan en sus poemas las citas, los homenajes a escritores, pero es también el poeta del canto al cuerpo, al propio y al de sus camaradas, a la manera de Walt Witman. Esto es mi cuerpo se titula uno de sus libros más significativos: “Esto es mi cuerpo. Aquí / coinciden el lenguaje y el amor / La suma de los libros / que he escrito ha dibujado / no mi rostro, sino algo más humilde / mi cuerpo”.
            A los muchos poemas que tienen por escenario el gimnasio, La batalla de los centauros añade “Colega”: “Lleva toalla y ropa / interior del ejército de tierra. /Si coincidimos, entrenamos juntos. / Desconozco su vida, y él, la mía. / Desconozco su nombre. / Nos bastan unos cuantos monosílabos. / Ni anillos, ni pendientes, ni tatuajes, / ni piercing en su piel. / Está desnudo cuando está desnudo. / Es mi colega del gimnasio. Juntos / honramos de la única manera / posible a los antiguos espartanos”.
            Biblioteca, gimnasio y también centros comerciales. En Un ángulo me basta, otro de sus libros fundamentales, cita González Iglesias una frase de Ramón Buenaventura: “La poesía más eficaz de todos los tiempos se está practicando hoy y se llama publicidad”.
            Ya en la “Olímpica Primera” incluía como un verso más un eslogan publicitario: “genuino sabor americano”. Ahora uno de los poemas del nuevo libro, “Consejos a un joven cachorro”, termina volviendo del revés “el eslogan de la colonia Hugo: / Don’t innovate. / Imitate”.
            En una plaza principal de Burdeos, recuerda las palabras que allí pronunció Víctor Hugo hablando de los Estados Unidos de Europa y las de los monarcas franceses en el atrio de la catedral, pero a ellas prefiere las “del vagabundo, al lado / del McDonalds, diciéndole esta tarde / a su perro, en voz baja / y con mucho cuidado: Siéntate”.
            A poemas como “En el tesoro de la catedral” (nos describe, con precisión y belleza, la catedral de Albi, “vertiginoso baluarte / de Occitania”, y el Mapamundi, uno de los más antiguos, que en ella se guarda), se contraponen otros como “Veta de oro en medio de la tierra”, una metafórica veta de oro encontrada en un ambiente tan prosaico como el Mercadona de Benidorm.
            “Canción para pedir más carril bici” o “Parkour” (“Quedan cuando amanece. Silenciosos practican / equilibrio de gato sobre la balaustrada. / El verdadero don no es la musculatura, / sino la voluntad”) se titulan otros poemas, que alternan con los que mencionan a Horacio, Marguerite Youcernar o Epicuro.
            Hay también sigilosos poemas de amor y un homenaje al poeta Pablo García Baena, uno de sus maestros, que es una de las más hermosas elegías que se hayan escrito nunca: “Me gusta imaginar a Dios parecido a ti”.
            Desde sus primeros versos más barrocos, más elaboradamente gongorinos, González Iglesias ha ido evolucionando hacia una poesía más despojada, menos llamativamente preciosista, a veces solo un apunte, pero siempre una lección de vida.
            No sale de su mundo González Iglesias con La batalla de los centauros. No lo necesita. Pocos poetas tan personales y tan capaces de aunar verdad y belleza, serenidad y asombro, cuerpo y calma.


lunes, 7 de octubre de 2019

Cómo vendemos la moto o El arte de comunicar bien en política




Más que palabras.
La izquierda, los discursos y los relatos
Enrique del Teso
Trea. Gijón, 2019.

Desde que la retórica dio los primeros pasos, allá en Siracusa, algunos años antes de Cristo, sabemos que no basta con tener razón para ganar un pleito, que hace falta que nos la dé el jurado, la asamblea o la audiencia. Y que la verdad importa menos que la apariencia de verdad.
            Creemos lo que queremos creer. Se nos puede mentir con la verdad. La opinión pública puede ser manipulada y es continuamente manipulada por la publicidad comercial o por la propaganda política.
            Enrique del Teso, profesor de Lingüística General, nos explica muy didácticamente en Más que palabras los entresijos de la comunicación y da un suspenso a los políticos de izquierda y un sobresaliente alto a los defensores del neoliberalismo, que han logrado que la mayoría social –e incluso parte de la izquierda– acepte como inevitables medidas que van contra sus intereses.
            Pero el novedoso manual sobre comunicación –primera parte– va acompañado de unas reflexiones políticas que incurren a menudo en la simplificación del panfleto. Y antes de llegar a esa segunda parte, ya nos sorprenden ciertos descosidos conceptuales.
            El primero aparece en el prólogo: “En cierta ocasión, un gramático explicaba a los alumnos que en la mayoría de los nombres (farol, tintero, casa…) el género no indica nada, sino que es solo un regulador de la combinatoria de las palabras. Iniciaba la explicación con una broma sobre la vaciedad semántica del género explicando cómo se distinguía un ganso de una gansa. Decía que para distinguirlos había que acariciar al animal el pescuezo y, si se ponía tierno, es que era un ganso; si por el contrario se ponía tierna, era una gansa”.
            Más que gracioso resulta confuso, una lección de gramática no bien aprendida, o no bien explicada. Cierto que en los sustantivos que no se refieren a seres animados con diferenciación sexual, el genero (masculino, femenino) carece de contenido semántico y marca solo la concordancia con el adjetivo y el artículo; pero, en el ejemplo (ganso, gansa) sí tiene contenido semántico. Es en el adjetivo calificativo (tierno, tierna) donde resulta siempre un “solo un regulador de la combinatoria de las palabras” y por eso carece de variación genérica en otras lenguas.
            No es el único caso en que el autor no parece haber entendido bien aquello que nos explica. Por ejemplo, el acertijo de S. J. Gould que nos propone en la página 66: “Linda tiene treinta y un años, es soltera, es titulada en sociología. Cuando era estudiante, fue miembro de asociaciones feministas. No sabemos nada más de ella. El juego consiste en decir qué nos parece más verosímil de Linda a día de hoy”. La opción primera afirma que es cajera de un banco; la segunda, que además de eso colabora en una oenegé. “La mayoría de la gente –indica Del Teso– elige la segunda, a pesar de que es imposible que sea más probable que la primera”. Y tiene toda la razón: hay menos probabilidades de que una persona cumpla dos condiciones (ser español y médico) que de que cumpla una sola (ser español o médico). Las matemáticas no engañan, pero Enrique del Teso sí, o se confunde: porque lo que nos preguntó es qué nos parece más “verosímil”, no más “probable” y cualquier narrador sabe que son los pequeños detalles los que hacen creíble a un personaje y por eso la segunda opción es más verosímil, aunque resulte menos probable.
            La confianza perdida es difícil de recuperar. Enrique del Teso entra en el debate político con la autoridad que le da ser un experto en Lingüística. ¿Y cómo vamos a creerle en otras materias si en la suya propia parece mostrarse algo descuidado?
            Veamos lo que nos dice de la negociación laboral: “Cuando la Unión Europea pide a España que la ley estimule una negociación descentralizada de los salarios, lo que está pidiendo es que desaparezca la negociación colectiva”. Lo que entendemos –continúa– es que la negociación salarial debería tener menos imposición externa, pero lo que en realidad dice “es que cada trabajador negocie con la empresa por separado, y no todos conjuntamente”. ¿Seguro? ¿Conoce alguna empresa de limpieza donde cada trabajador negocia su contrato? ¿En un bar a un camarero se le pagan tantos euros por hora y a otro, de la misma categoría, el doble porque negoció mejor? La negociación colectiva se refiere más bien a todas las empresas del sector y lo que se pide en la negociación descentralizada es que las empresas puedan negociar por su cuenta con sus trabajadores, pero con todos “colectivamente”, no con cada uno de ellos de manera individual.
            A veces, Enrique del Teso cae en las mismas trampas contras las que no previene, se deja engañar por la información interesada que coincide con sus prejuicios. Cita tres políticos que no tienen inconveniente en mentir contra toda evidencia: Jordi Pujol gritando en el Parlament: “¡No he sido un político corrupto!, ¡nunca he cobrado por hacer favores a nadie!”; Aznar repitiendo que el atentado del 11-M fue obra de ETA; Trump diciendo que en su toma de posesión había más gente que en ninguna otra.
            Pero la primera de esas afirmaciones, al contario que las otras dos, y en contra de lo que piensa la mayoría de los españoles, no es una falsedad, o nadie ha logrado demostrar que lo sea, a pesar de que la policía lleva más de siete años investigando (se han pedido otros dos de prórroga antes de cerrar la causa). Se sospecha que el dinero oculto en Andorra, y que Pujol afirmó ser producto de una herencia, procede de comisiones políticas, pero aún no se ha encontrado ninguna prueba de ello. ¿Por qué creemos lo contrario? Porque se nos ha hecho creer que, en la familia Pujol, la responsabilidad es colectiva y si se prueba un delito en un Pujol (un hijo empresario, por ejemplo) la pena debe recaer sobre todos y especialmente sobre el Pujol que importa, el que fue presidente de la Generalitat.
            Para Enrique del Teso (p. 74, hablando del “encuadre” de la información), determinados medios mantuvieron continuamente a Venezuela en la agenda de la actualidad, a pesar de que en ese país “no sucedía nada especialmente relevante”, solo para perjudicar a Podemos. ¿En Venezuela no sucede nada especialmente relevante? La violencia en las calles, la asfixia económica por parte de Estados Unidos, la miseria creciente, los continuos intentos de golpe de Estado, ¿no es nada relevante?
            Más verdadera parece la explicación contraria: es porque Venezuela tiene una presencia continua y negativa en los medios de comunicación por lo que se recuerda una y otra vez la relación de ciertos fundadores de Podemos con el régimen chavista.
            Discutible es lo que dice sobre los jefes de Estado simbólicos, como por ejemplo en las monarquías, donde el rey “aparenta ser jefe del Estado sin serlo de verdad”, ya que “toda su conducta pública está regida por protocolos mecánicos”.
            La arremetida de Enrique del Teso contra el neoliberalismo –que a veces parece una reencarnación del diablo– resulta verdaderamente contundente. Pero no acabamos de creérnosla. Reagan quita impuestos a los ricos y la consecuencia es que millones de personas de mueren de hambre. Así lo explica: “Reagan había quitado impuestos a los ricos y muchos de ellos invirtieron todo ese dinero en el nuevo índice de Goldman Sachs. Se creó una fuerte burbuja especulativa sobre los alimentos, se dispararon sus precios y millones de personas murieron de hambre. El dinero se va de los servicios públicos americanos, se dedica a una actividad parasitaria e improductiva y la gente se muere”.
            Tendrá que explicarlo mejor porque yo no entiendo nada. Como no se entiende que la creación de créditos bancarios para estudios universitarios, en unas condiciones especialmente favorables,  no sea más que “el primer paso para reducir las becas, subir las tasas y crear situaciones de endeudamiento que muchas veces fueran tan graves como las de las hipotecas”. Olvida que la enseñanza universitaria no es obligatoria ni gratuita, y que sería injusto que así lo fuera ya que la pagarían también con sus impuestos quienes no pueden acceder a ella.
            Al neoliberalismo que ha logrado imponerse con su discurso le ha salido un alumno respondón: la extrema derecha. A ella se le dedica un breve y último capítulo, en el que se avisa de que en algunos de sus puntos –populismo, antiglobalización– puede coincidir con la izquierda. Avisados quedamos.
            Más que palabras es un libro frustradamente dual: por una parte, un manual de comunicación política (incluso con ejemplos concretos de buenos y malos discursos) que podría ser muy útil, no solo para los políticos, sino también para los receptores de sus mensajes, y que merecería un mayor desarrollo. Por otro, una defensa del estado del bienestar –entendido de una manera un tanto ingenua: el bienestar empieza “cuando se pueden comprar libros, ir al cine, cenar en una pizzería, ver la televisión o escuchar música”– y un ataque al neoliberalismo, más próximos al arbitrario artículo de opinión que al rigor del ensayo.
           
           
           

sábado, 5 de octubre de 2019

Concha Méndez, sombras y sueños



Entre sombras y sueños
Concha Méndez
Edición de James Valender
Renacimiento. Sevilla, 2019.

En toda vida, caben muchas vidas. Larga fue la de Concha Méndez, que nació el mismo año que Lorca o Aleixandre, que compartió con ellos, y con sus compañeros de generación, la ilusionada aventura literaria de los años veinte, pero que nunca fue vista como uno más. A Gerardo Diego nunca se le pasó por la cabeza incluirla en su famosa antología.
            Concha Méndez, deportista, aventurera, representaba un nuevo tipo de mujer. Junto a su amiga la pintora Maruja Mallo y otras pioneras escandalizó lo suyo en unos tiempos en que, para que una señora o señorita (palabra muy de entonces) resultara escandalosa, no necesita conducir un automóvil, le bastaba salir a la calle sin sombrero.
            Casada con Manuel Altolaguirre, más joven que ella, perpetuo adolescente, hizo de cabeza de familia, y el éxito de sus empresas editoriales se debió más a su esfuerzo, incluso al trabajo físico, que al de él. Y sin embargo su vida literaria y su vida social acabaron cuando, en 1944, el poeta decidió abandonarla por otra mujer más joven y, sobre todo, más rica, la cubana María Luisa Gómez Mena, dispuesta a financiar sus aventuras cinematográficas.
            Desengañada de la vida literaria, durante treinta años Concha Méndez se dedica a cuidar de su hija y luego de sus nietos. En su casa de Coyoacán, vivió y murió Luis Cernuda, un huésped incómodo, que dejó en sus cartas reiteradas muestras del menosprecio que sentía hacia ella.
            En los años setenta, quiso acabar con su vida. Tras el intento de suicidio, reaccionó en sentido contrario: volvió a escribir, a publicar. La muerte, en 1986, la encontró activa, con un libro inédito, con unas fascinantes memorias, dictadas a su nieta, que la retratan de cuerpo entero y ayudan a conocer mejor una época crucial de la literatura española.
            Del interés del personaje, de la necesidad de reivindicarlo, no hay duda. Pero ¿y su poesía? ¿Dice algo al lector actual?
            Entre sombras y sueños, la antología preparada por James Valender, nos permite comprobar que es una figura menor en una generación mayor. Leemos la selección de sus primeros libros, Inquietudes (1926), Surtidor (1928), y nos resultan irremediablemente envejecidos. Algo más gracia tienen las Canciones de mar y tierra (1931): “Vestida de frac, la noche / va a jugar a la ruleta. / El fox bailan, campeones, / una estrella y un cometa”. Ramón Gómez de la Serna, como no podía ser de otra manera, anda por ahí.
            Con Vida a vida (1933) y, sobre todo, Niño y sombras (1936) ya nos encontramos con un temblor distinto, nada que ver con la manera neopopularista de Lorca o Alberti. Los del segundo libro son poemas de la maternidad frustrada y muestran que Concha Méndez podrá ser una poeta menor (los poetas mayores no alcanzan a media docena por siglo), pero es una poeta verdadera que añade resonancias inéditas a la poesía española.
            En la poesía del exilio, hasta 1944, año de la otra gran catástrofe en su vida, alternan los poemas más personales con otros de circunstancias, como el titulado “A Federico García Lorca”, anecdótico recuento. La influencia de Lorca se deja sentir, y no de la mejor manera, en la emotiva elegía que Concha Méndez dedica su madre: “¡Que se me ha ido para siempre! / ¡Que no pude verla!”
            En los poemas finales, escritos tras treinta años de silencio, abundan los versos sentenciosos, de corte popular : “La verdad de nada sirve, / mejor vivir engañados”. Pero no escasean, como en toda la poesía de Concha Méndez, los que no han resistido el paso del tiempo, o ya nacieron a destiempo.
            La obra literaria de Concha Méndez palidece junto a la de sus grandes contemporáneos, pero no merece el desdén que le tuvieron. James Valender, en un preciso prólogo, la sitúa en su lugar, y en la memoria del lector se quedan su emocionado sentir y algunos de sus versos: “parece que no soy yo / quien está a solas conmigo”.