sábado, 30 de abril de 2016

Encuentros con el 50: historia y vida, poesía y verdad


Encuentros con el 50. La vos poética de una generación
Miguel Munárriz (ed.)
Ámbito Cultural de El Corte Inglés. Madrid, 2016.

Hace casi treinta años, en 1987, se celebraron en el ovetense teatro Campoamor unos encuentros con los poetas del 50 que supusieron su consagración generacional. A partir de entonces, esos poetas alcanzaron la consideración de clásicos. Dos de ellos –Carlos Barral y Jaime Gil de Biedma, que no estuvo presente, pero participó a través de una entrevista grabada– desaparecerían pronto; otros dos –Caballero Bonald y Francisco Brines– siguen todavía en activo. Hoy en día todos ellos –falta por citar a Ángel González, José Agustín Goytisolo y Carlos Sahagún– forman parte de la historia de la literatura.
            Con motivo de esos encuentros, se editó un libro que recogía los debates y algún material complementario: poemas, estudios, una amplia nómina de la generación. Se reedita ahora y la sorpresa es que sigue conservando la misma vigencia que entonces, a pesar del carácter oral, y a menudo improvisado, de muchas de las intervenciones.
            Una de las cuestiones que más se debatió fue la existencia o no de una generación. José Ángel Valente, que estaba invitado y no quiso participar, lo niega rotundamente. Antonio Gamoneda, que no estaba invitado pero que aparece en la bibliografía final, sigue siendo el máximo detractor de lo que para él, más que una generación, constituye un mero invento promocional.
            Siempre se ha discutido la existencia de generaciones literarias, pero lo cierto es que ni los manuales ni las antologías han sabido prescindir de ellas. Y siempre ha habido damnificados a la hora de establecer la nómina correspondiente. En el caso de los poetas del 50, quien más sintió esa postergación, que aún no ha perdonado, fue Antonio Gamoneda. Pero no se debió a oscuros contubernios, como acostumbran a insinuar él y sus escoliastas. Tras un primer libro publicado en 1960, Sublevación inmóvil, permaneció silencioso hasta 1977 en que apareció Descripción de la mentira, inicio de su obra más personal, una obra que descree del realismo y bucea en la irracionalidad del lenguaje.
            En la conformación de la generación, tuvo gran protagonismo el grupo de Barcelona, al que se incorporaron pronto poetas como Ángel González y Caballero Bonald. La mayoría son poetas de una gran lucidez crítica y autocrítica, como confirman estas conversaciones. La excepción la constituye Claudio Rodríguez, para muchos el más brillante poeta del conjunto, que da la impresión de no enterarse de nada de lo que se debate.
            Claudio Rodríguez lee un poema, “La mañana del búho”, que luego aparecería incluido en su último libro, Casi una leyenda. Entre una versión y otra hay importantes modificaciones que nos permiten conocer la manera de trabajar del poeta. Los cuatro versos finales dicen así en la versión previa: “¿Viviré el movimiento, las imágenes / nunca en reposo, como esas olas sin nido; / ya sin mañana y sin ocaso siempre? / ¿Y si la primavera es verdadera?”. La versión de Casi una leyenda sintetiza muy acertadamente: “¿Viviré el movimiento, las imágenes / nunca en reposo / de esta mañana sin otoño siempre?”
            No señala estas diferencias, que añaden interés al volumen, Miguel Munárriz, editor de esta segunda edición como lo fue de la primera, aunque sí añade un minucioso prólogo y abundantes notas informativas. No explica tampoco la razón de algunas supresiones –poemas de Ángel Crespo y Fernando Quiñones, estudios de José Doval y Juan Lamillar– ni subraya un detalle muy significativo de la foto generacional que aparece en la cubierta: José Agustín Goytisolo sostiene, claramente visible, el libro de la colección Los Poetas, de ediciones Júcar, que Jaime Ferrán dedicó a Alfonso Costafreda, como tratando de compensar su no inclusión en Veinte años de poesía española, la pionera antología de Castellet.
            Entre los críticos que acompañan a estos poetas, hay tres destacados nombres asturianos: Emilio Alarcos, Víctor de la Concha y José María Martínez Cachero. Cada uno en su estilo, hacen muy atinadas observaciones, que no han perdido nada de su vigencia, sobre poesía e historia, sobre los textos y el contexto de la posguerra en que se escribieron. Excelente resulta también la conferencia de Luis García Montero, uno de los principales valedores de los poetas del cincuenta y ya entonces el nombre más destacado de la generación que siguió a la de los novísimos.
            Las actas de los congresos no suelen tener interés para el lector común. Este volumen es una excepción. Sin él, no puede entenderse del todo la historia de la poesía del pasado siglo.


miércoles, 20 de abril de 2016

Luis Bagué Quílez y la teoría ficción


La menina ante el espejo
Luis Bagué Quílez
Fórcola Ediciones. Madrid, 2016.

¿A qué género literario pertenece La menina ante el espejo, el nuevo libro de Luis Bagué Quílez, uno de los mejores conocedores de la poesía española actual, notable poeta él mismo? La pregunta no es baladí, no se trata de una mera preocupación taxonómica. Cambia nuestra actitud de lectores según el género al que adscribamos el texto, condiciona de algún modo la aceptación o el rechazo.
            Una nota final nos indica que se trata de una “investigación” y que se enmarca en el “programa Ramón y Cajal del Ministerio de Economía y Competitividad”. Como cualquier investigación académica, lleva la correspondiente bibliografía y cada cita, explícita o implícita, está minuciosamente documentada. El objeto de esa investigación serían las relaciones entre “la pintura, la poesía y el cine”.
            Pero en seguida nos damos cuenta de que no se trata de un estudio académico más. Muchos de sus fragmentos podían formar parte del último libro de poemas de Bagué Quílez, Paseo de la identidad, o de un libro de cuentos. El ensayo se entremezcla con la ficción, el rigor erudito con una audacia imaginativa que a veces se aproxima a la elucubración fantasiosa.
            “Visita al Museo 3.0” se subtitula el volumen. Y como las salas de un museo se disponen los distintos capítulos. Hay una “Colección permanente” y una “Instalación temporal”.  El prólogo se denomina “Audioguía” y “A pie de lienzo” las notas finales. Los juegos de ingenio continúan en los entretítulos: “Brochazos”, “Especulaciones”, “Tráiler”.
            Esa vistosa estructura trata de dar unidad a una serie de pequeños ensayos de desigual interés, pero que siempre acreditan la múltiple curiosidad intelectual del libérrimo investigador. El capítulo dedicado a Edward Hopper comienza con una enumeración caótica, “Cosas que hacer en un Hopper”, que a ratos se aproxima a la greguería: “Guardar silencio en los bolsillos de la gabardina”. Continúa con una generalización abusiva (no es la única): “Sus cuadros se exponen con esmerada simetría y desorden proporcional en las antesalas de todos los dentistas del orbe”. Incluye afirmaciones de aparente profundidad a las que parece sostener solo un juego de palabras: “En la respiración artificial del lienzo se ausculta la continuidad entre el lapso cronológico y el lapsus mental”. Encontramos también, como no podía ser de otra manera, someras referencias a algunos de los numerosos poemas inspirados en la pintura de Hopper.
            La investigación de Bagué Quílez tiene que ver con la “écfrasis”, con la poesía que se ocupa de la pintura. Por eso en su libro se mencionan docenas y docenas de poetas, de muy desigual interés –John Ashbery, García Nieto, Ana Gorría–, que se han ocupado del arte en sus versos. Pero no se estudian los poemas, solo se citan parcialmente (se incluye completo, en cambio, uno del propio Bagué Quílez).
            La mezcla de erudición, divagaciones teóricas y humorísticos disparates desconcertará seguramente a algunos de los lectores. Así, el comentario al cuadro de Brueghel “Paisaje con la caída de Ícaro” (que inspira uno de los más conocidos poemas de Auden) termina con una “Receta para escabechar una perdiz”. Esta es la primera de las indicaciones de esa peculiar receta: “Póngase a macerar las hojas de Ovidio que narran la metamorfosis de la ninfa Dafne en laurel”.
            Curiosamente, a pesar de su apariencia posmoderna y vanguardista, a quien más nos recuerdan las mejores de estas páginas es a Azorín, siempre gustoso de entremezclar (como luego haría Borges), al Azorín que en algunos de los capítulos de “Los clásicos redivivos” nos presenta a Jovellanos encargándole a Martinez Sierra el estreno de El delincuente honrado o a Góngora yendo a consultar al doctor Marañón.
            El comentario que dedica a la película Jenny (Portrait of Jennie), de William Dieterle, resulta en este sentido ejemplar, lo mismo que las páginas sobre el abrigo de Pascal o los diálogos a propósito de una obra atribuida a Botticelli o entre “La lechera” y “La joven de la perla” de Vermeer.
            En La menina ante el espejo la investigación y la creación borran sus fronteras, no siempre para bien. Más de un lector se sentirá desconcertado al encontrar en una investigación sobre las relaciones entre poesía, pintura y cine financiada por el Ministerio de Economía y Competitividad afirmaciones como la siguiente: “Un vestido rojo no es apropiado para una primera cita. No es la clase de prenda que ella se pondría para despedir a un amante aburrido ni para olvidar los malos tragos de un marido celoso”.
            El rigor de las referencias textuales no casa demasiado bien con el recurso frecuente a las caprichosas ocurrencias. El lector curioso cierra el libro, sale del museo, y duda entre aplaudir la originalidad del empeño o censurar la llamativa, pero  artificiosa, vacuidad de montaje.

sábado, 16 de abril de 2016

Nueva York y el caso Pla


Fin de semana en Nueva York
Josep Pla
Destino. Barcelona, 2016.

En los últimos años de su vida, reconciliado (aunque no del todo) con el catalanismo, Josep Pla se convirtió en algo más que en un escritor, en un símbolo y casi un mito. Cada año aparecían varios tomos de sus obras completas, que sumaban ya miles y miles de páginas; a juicio de sus panegiristas, no tenían parangón ni en la literatura catalana ni en la española.
            Eran tomos que pocos leían, pero que todos elogiaban, como ocurrió con el último Sender, como ocurrió con el Cela epigonal. La desolada verdad que había tras esos tomos nos la ha revelado Cristina Badosa en Josep Pla. Biografía del solitario (Alfaguara, 1997). El escritor había firmado un contrato con Josep Vergés que le forzaba a entregar cada año cuatro nuevos volúmenes de más de seiscientas páginas y no sabía cómo cumplirlo: al final era el propio editor quien juntaba de cualquier manera viejos artículos y nuevos papeles, e incluso redactaba los prólogos y algún fragmento, y los firmaba con las iniciales J. P. Pensaba que el mito Pla se sostenía más en la cantidad que en la calidad.
            Los reportajes que componen Fin de semana en Nueva York, publicados inicialmente en 1954 en las páginas de la revista Destino, formaron parte de uno de esos deslavazados tomos últimos. No está claro, por tanto, que el prólogo que firma Pla fuera suyo, como no parece que lo sean los añadidos a la primera edición en volumen junto con otros textos, de 1955. Uno de ellos, por ejemplo, reitera lo que ya se afirmaba en las primeras líneas del prólogo: “Tengo que agradecer, en primer lugar, a Josep Vergés, de Destino, que yo haya podido realizar este viaje a América”. La relación de humillante dependencia entre Pla y Vergés, que a veces actuaba más como coautor que como editor, daría para una compleja novela psicológica.
            Pero las limitaciones de este Fin de semana en Nueva York se deben enteramente a Pla, no a hipotéticas manipulaciones. Los artículos de 1954, ilustrados con sugerentes fotografías en blanco y negro, llamaron la atención en aquella España que aún no había superado la autarquía de la posguerra. Nunca antes habían aparecido en volumen independiente, sino en conjunto con otros relatos americanos.
            Parece incluso excesivo, incluso para Pla, escribir un libro de más de doscientas páginas tras una visita a Nueva York que duró menos de una semana. Ni siquiera parece haberse enterado muy bien de la geografía de la ciudad. Así nos describe la llegada del barco: “En el centro queda la espina de Manhattan, con la proa de la Batería y el Nueva York más antiguo sobre el que se levantan las estructuras de la ciudad baja; a la izquierda, el Hudson, ancho y caudaloso, sigue hacia arriba, encajonado entre el idílico paisaje de Richmond y las brumosas, formidables aglomeraciones industriales del estado de Nueva Jersey, a poniente, y el muro oeste de Manhattan; a la derecha aparece la East River, brazo del Hudson…”
            ¿El Hudson encajonado entre Richmond (o Staten Island) y New Jersey? ¿El (no la) East River un brazo del Hudson? De esos errores, o de esas imprecisiones, está el libro lleno. Poco antes ha confundido Ellis Island, donde estaba la aduana, con Staten Island.
            Abundan los descuidos estilísticos, la repetición de párrafos. Si toda la obra de Pla fuera como este libro (y como tantas páginas de los últimos tomos de su obra completa), Pla no pasaría de ser un mediocre escritor. No todo es así, afortunadamente, aunque ni su editor de siempre ni su editor de ahora parezcan tener la suficiente competencia literaria para distinguir entre lo que en él vale la pena y lo que solo es descuidada grafomanía pro pane lucrando. Tampoco quizá muchos de los admiradores del personaje.
            Fin de semana en Nueva York tiene solo un valor histórico. Nos dice más de Pla y de la España de los años cincuenta que de Nueva York. Habla una y otra vez con asombro de las “luces” que controlan el tráfico de Nueva York (en España parece que de los semáforos no existía ni el nombre), se extraña de que los ascensores se utilicen, al contrario que en Europa, según él, no solo para subir, sino también para bajar. De la televisión, del frigorífico, del aire acondicionado, de otras maravillas entonces al parecer desconocidas en España, afirma cosas muy pintorescas.
            Y deja claro, con reiterada insistencia, su racismo. Considera injusto que se llame “barrio español” a la zona de Harlem en que viven los portorriqueños, ya que en su mayoría son mulatos y mestizos que “tienen la misma relación con los españoles que la que un huevo pueda tener con una castaña”. El que hablen en español carece de importancia ante la diferencia racial.
            Es partidario de la segregación y por si no queda claro insiste en ello en una autoentrevista: “Mientras los negros estén en su sitio y los blancos en el suyo, perfectamente separados y diferentes” no habrá ningún problema. Los mulatos, los mestizos y los criollos son, para Pla, la causa de la decadencia “de la América llamada latina”; en Estados Unidos nunca ocurrirá nada semejante: está formado por emigrantes del norte de Europa que jamás se mezclaran con los negros. Los problemas que puede haber son menores: “A veces un negro se proyecta sobre una mujer rubia. A veces unos blancos matan a un negro. Yo no estoy dispuesto a proyectar sobre estos hechos la menor consideración sentimental y menos a extraer consecuencias de carácter general”. El elogio de la segregación va acompañado, como vemos, de una consideración de los linchamientos (consecuencia de que un negro “se proyecte” sobre una mujer blanca) como algo natural y sin importancia ninguna.
            ¿Quiere ello decir que el prestigio de Pla resulta inmerecido? En absoluto. Es autor de un puñado de obras maestras, pero también de unos centenares de apresuradas, superficiales (copia de acá y de allá para cubrir el cupo que le exigía Vergés), deleznables páginas. Conviene distinguir unas de otras y no reeditar (y menos sin revisión alguna) lo que no merece sino el más piadoso olvido.

sábado, 9 de abril de 2016

Enrique Jardiel Poncela, el teatro de una vida


Estrenos y batallas campales
Enrique Jardiel Poncela
Espuela de Plata. Sevilla, 2016.

Los admiradores de Jardiel Poncela, que siguen siendo legión, conocen bien los extensos prólogos que puso a sus obras de teatro cuando las fue recopilando en tomos de sorprendentes títulos (como todos los suyos): 49 personajes que encontraron a su autor, Tres proyectiles del 42, Agua, aceite y gasolina y otras dos mezclas explosivas. Enrique Gallud Jardiel, uno de sus mejores estudiosos, ha reunido esos prólogos en un tomo de más de cuatrocientas páginas y el resultado es una obra nueva, un espléndido ejercicio de autoficción, una reconstrucción del mundo del teatro en la primera mitad del siglo XX y una teoría (y práctica) de la creatividad.
            Ya la frase inicial nos avisa de que nos vamos a encontrar con algo muy parecido a una trepidante novela por entregas: “En los principios del año 1927, mi situación económica era insostenible”. Tan insostenible que el escritor y su compañera decidieron separarse durante un tiempo en una escena que el lector se imagina en el blanco y negro del cine mudo: “Era absolutamente imposible seguir adelante y así lo reconocimos en una conversación patética que mantuvimos entre lágrimas una noche. Llegaba el momento de los ‘grandes remedios’. Puesto que no podíamos sostener nuestras existencias unidas, había que separarse y nadar cada uno por un lado en busca de salvación. Y volveríamos a unirnos más tarde, cuando hubiésemos vencido la tormenta”. Quedó fijada la fecha del reencuentro, dos años más tarde: “Nos reuniríamos en el andén de la estación del Metro de Glorieta de Bilbao el día 19 de marzo de 1929, a las seis de la tarde”.
            Hay patetismo y hay desgarro en esta peculiar novela de una vida, pero hay sobre todo inteligencia y humor. Quienes han leído las grandes ficciones de Jardiel (¿Pero hubo alguna vez once mil vírgenes?, Espérame en Siberia, vida mía) saben de su gusto, tan vanguardista, por los juegos con la tipografía, por la parodia, por la experimentación constante. El tono de los primeros capítulos es el de esas exitosas y disparatadas novelas; luego se va ensombreciendo: los últimos capítulos, llenos de agresiva amargura, resultan particularmente tristes.
            De las incongruencias de Hollywood –donde pasó una temporada contratado por la Fox– descansa en Long Beach con otros compañeros de aventuras, como el director y empresario teatral Gregorio Martínez Sierra. Las noticias que llegan de España ponen fin a aquellos días de despreocupada felicidad: “Hicimos muchas millas sin despegar los labios. El coche se deslizaba por el asfalto interminable, encharcado con las anillas policromas de los anuncios luminosos. Brillaban en el horizonte los doce millones de luces de Pasadena, de Glendale, de Santa Mónica, de Compton, de Malibú. El faro del City Hall de los Ángeles deslumbraba a veinticinco kilómetros de distancia. Y en la negrura del cielo nocturno, un dirigible, con la panza abrasada por un foco carmesí, popularizaba los neumáticos Goodyear. Rompiendo de pronto el silencio, Martínez Sierra, que ocupaba con la Bárcena los asientos de atrás, y del que hasta el momento solo había dado razones de existencia la lumbre preocupada del cigarrillo, murmuró, como si continuara en voz alta un razonamiento interior: ¡Surgir ‘esto’ en España cuando necesitamos la tranquilidad máxima para trabajar!”
            “Esto” era la revolución del 34, que pronto sería seguida por más graves acontecimientos. Jardiel Poncela apoya decididamente a los sublevados y en estas páginas no faltan las malhumoradas invectivas, muy en el tono propagandístico de la época, contra “los rojos” (e incluso se alude a los “dramas tan asquerosos” de Galdós); su tiempo, sin embargo, era el de la República. Su teatro, siempre atrevido y rupturista, no encajaba en los pacatos escenarios de un régimen, que él apoyaba con fervor, pero que prohibió sus novelas.
            Las páginas que Jardiel dedica a los críticos teatrales (en cada capítulo reciben una andanada) están entre las más divertidas y feroces que se hayan escrito nunca: “Pedirle a un crítico que discurra es forzar su naturaleza y plantearle un problema mental de primer orden. Y yo no soy capaz de tanta crueldad”. Con los críticos Jardiel es capaz de cualquier cosa, como comprobará divertido el lector.
            “Este oficio es bastante raro” nos dice refiriéndose no solo al teatro, sino al arte literario en general. Y él nos ayuda a entender esa rareza contándonos el complicado proceso de la escritura de cada una de sus obras, que en algunos casos tardan años en la gestación, pero solo unos pocos días en escribirse y por eso puede ofrecr una obra al empresario y darla por terminada cuando aún no ha escrito ni una línea.
             No duda Jardiel en señalar los defectos de sus obras, aunque fueran muy aplaudidas, pero tampoco tiene inconveniente en elogiarlas cuando lo cree conveniente (la falsa humildad no es lo suyo). Las cinco advertencias de Satanás la considera “una obra de arte tan perfecta como permite nuestra imperfecta condición humana”. Sus mejores obra, afirma con razón, tienen padre y madre: “el padre se llama humorismo y la madre poesía”.
            Humorismo, costumbrismo, poesía y disparate hay en Estrenos y batallas campales, un conjunto de páginas dispersas que forman un libro nuevo que podría titularse El teatro de una vida, la del disparatado, desequilibrado, genialísimo Jardiel.

domingo, 3 de abril de 2016

Todo amor es fantasía o el enigma Aleixandre


La memoria de un hombre está en sus besos
Emilio Calderón
Stella Maris. Barcelona, 2016.

No está siendo demasiado benévola la posteridad literaria con Vicente Aleixandre. Tras su muerte, en 1984, o incluso antes, con la concesión del Nobel, su influencia en la poesía española, omnipresente durante décadas, comenzó a decaer, al contrario de lo que ocurría con otro compañero generacional, Luis Cernuda. Fue un maestro en tiempo de orfandad, en los años duros del franquismo, pero su magisterio resultó más personal que estrictamente literario; su obra de posguerra no abría nuevos caminos, se limitaba a seguirlos (la poesía social, el hermetismo novísimo) con mejor o peor fortuna.
            Emilio Calderón, escritor de literatura infantil, autor de novelas históricas y de género negro, le ha dedicado la primera biografía que pretende ser exhaustiva, rigurosamente documentada, y no limitarse a un retórico y convencional panegírico como las publicadas hasta ahora.
            Lo consigue a medias. Emilio Calderón no es filólogo ni parece tener especiales conocimientos de la literatura española contemporánea. Explica ello algunos lapsus: considera “un epitafio a Guiomar que Machado atribuye a Juan de Mairena” el poema que comienza “Todo amor es fantasía” incluido en la serie “Otras canciones a Guiomar (A la manera de Abel Martín y de Juan de Mairena)” (Guiomar, Pilar de Valderrama, muríó algunas décadas después del poeta, mal podía haberle dedicado este un epitafio); indica que la elegía de Cernuda a Lorca, de la que se censuraron unos versos por su alusión homosexual, se publicó en la revista El mono azul, cuando lo fue en Hora de España. Tampoco resulta muy atinada su referencia a la quema de conventos de mayo de 1931: afirma que los ministro Maura y Prieto tratan de evitar el desastre, pero que “Manuel Azaña, entonces ministro de la Guerra, se niega a poner remedio”, sin embargo, los desórdenes públicos no eran de incumbencia del ministro de la Guerra, sino del de Gobernación, Miguel Maura.
            No quiere esto decir que el volumen no ofrezca abundante documentación biográfica, mucha de ella de interés. Emilio Calderón nos ofrece datos desconocidos sobre la familia del poeta, sobre su casi mítica enfermedad, sobre su actuación durante la guerra (detenido por los milicianos en los confusos primeros meses, intentaría luego salir de España) y también sobre sus relaciones amorosas.
            Este último punto es el que más interés despierta en la morbosa curiosidad de los lectores. En vida, Aleixandre nunca se refirió públicamente a su homosexualidad. Hasta tiempos recientes, amigos y estudiosos respetaron escrupulosamente esa discreción. Tras las confidencias reveladas por Vicente  Molina Foix y, sobre todo, por Luis Antonio de Villena, Emilio Calderón es el primero que se ocupa de ese tema con naturalidad dentro de una biografía del poeta.
            Vicente Aleixandre, poeta del amor, habría tenido una larga serie de aventuras amorosas, con hombres y con mujeres. De sus relaciones femeninas a él mismo le gustaba hacer alarde en cartas y en conversaciones con José Luis Cano, quien nos ha dejado minuciosa constancia de esos recuentos en Los cuadernos de Velintonia.
            Emilio Calderón repite lo que dice Aleixandre, pero no es capaz de encontrar un solo dato que confirme sus afirmaciones. Al parecer no se conserva ni una carta ni una declaración de ninguna de esas amantes. Pilar de Valderrama, que era católica, estaba casada y tenía hijas cuando su relación con Antonio Machado, no pudo guardar el secreto y primero le pasó las cartas del poeta a Concha Espina y finalmente escribió un libro titulado Sí, yo soy Guiomar para dejar constancia de sus amores con el poeta. ¿Cómo es que ninguna de las mujeres que amó Aleixandre y que inspiraron sus versos guardó una carta suyo, manifestó públicamente, cuando ya era un poeta célebre, esa relación? Aleixandre incluso habla de una posible hija, pero ni de esa hija ni de su madre, una estudiante norteamericana, hay constancia documental. Sí existió Eva Seifert, la hispanista alemana, algunos años mayor que él, que conoció antes de la guerra y que luego le visitaba durante los veranos.
            La poesía de Aleixandre era una poesía, en buena medida amorosa, pero al autor, un solterón que vivió siempre en la casa familiar (primero con los padres y la hermana, luego solo con la hermana), no se le conocía ninguna relación estable. La larga lista de relaciones femeninas parece solo un invento para disimular ante sus amigos homófobos, como Dámaso Alonso.
            Más ciertas parecen las relaciones masculinas, aunque tampoco podemos estar muy seguros de ellas.  Emilio Calderón nos ofrece dos fuentes desconocidas, o poco conocidas, para acercarnos a la intimidad de Aleixandre: las cartas a Gregorio Prieto y las anotaciones de Carmen Conde, que vivía en el mismo edificio de Velintonia.
            Pero parece que muchas de las relaciones masculinas de Aleixandre eran tan fantasiosas como las femeninas, aunque por otras razones. Un ejemplo lo constituye el caso de Andrés Acero, novelado porVicente Molina Foix en El abrecartas. Emilio Calderón nos ofrece toda la documentación que ha podido encontrar sobre este joven que luchó valientemente durante la guerra y sufrió luego un duro exilio (acabó suicidándose), pero no hay ni un solo testimonio de que la relación entre ambos fuera muy distinta de la que mantuvo con Miguel Hernández.
            Emilio Calderón trata de ser un biógrafo riguroso. Y a menudo lo consigue, pero no siempre. Desmiente, por ejemplo, ciertas reiteradas afirmaciones de Luis Antonio de Villena, según las cuales, durantelos años veinte y treinta, en la casa de Aleixandre se celebraban fiestas homosexuales. Si existieron esas fiestas, ¿por qué nunca se mencionan en las cartas de la época?, se pregunta el biógrafo. Además, en aquellas fechas Aleixandre compartía casa con sus padres, su hermana, tres doncellas y una cocinera (todas ellas internas); difícil mantener el secreto en esas circunstancias.
            No es riguroso, sin embargo, cuando trata de la relación entre Aleixandre y su mejor amigo y estudioso, Carlos Bousoño. Incluye varios fragmentos de cartas, muy explícitamente eróticas, del primero al segundo (las únicas cartas del poeta a un o a una amante que aparecen en el libro), pero sin indicarnos su procedencia. Y añade luego este sorprendente párrafo: “Al parecer, el propio Bousoño le cuenta en cierta ocasión a su amigo el poeta Francisco Brines que el número de cartas de amor que conserva de Aleixandre ronda las sesenta”. Pero si la posible existencia de esas cartas le llega de manera tan indirecta al biógrafo, ¿cómo es que puede citarlas? ¿No serán apócrifos los fragmentos?
            Otro dato que ofrece para confirmar esa relación le descalifica igualmente como biógrafo serio: “Cierto día, Jaime Gil de Biedma adelanta su hora de visita a Velintonia (algo que a Aleixandre no le gusta, dato el estricto horario que establece para recibir). Para su sorpresa es Carlos Bousoño quien, en albornoz, le abre la puerta”. Ninguna indicación aparece de dónde ha dicho eso Gil de Biedma (quizá en una conversación privada entre bromas y maliciosos rumores), ni se pone en duda lo inverosímil que resulta que abriera la puerta de la calle un invitado en albornoz y no la criada, como era lo habitual en los medios burgueses y en aquella época (no se trataba de un piso de estudiantes).
            “Todo amor es fantasía” escribió Machado para ocultar que su adúltera Guiomar no era una fantasía. En el caso de Aleixandre, parece que esa afirmación resulta rigurosamente cierta: una fantasía resultan, hay pocas dudas al respecto, sus relaciones femeninas; lo sorprendente, y esta biografía viene en gran medida a confirmarlo, es que también lo fueron, aunque quizá más a su pesar, la mayoría de sus relaciones masculinas.  

            

sábado, 2 de abril de 2016

Esteban Torre, creación y recreación


Luces y reflejos
Poemas originales y traducidos
Esteban Torre
Prólogo de Luis Alberto de Cuenca
Renacimiento. Sevilla, 2016.

En pocas antologías de las poesía española contemporánea figura el nombre de Esteban Torre. No debería, sin embargo, faltar en ninguna. Pero no con sus poemas originales, aunque ya en su primer libro, de 1954, recién cumplidos los veinte años, los hay que aúnan emoción y perfección formal, sino con sus traducciones.
            Esteban Torre sorprendió en 1988 con su versión de los sonetos ingleses de Fernando Pessoa. Sigue siendo su obra maestra. Es una traducción que no suena a traducción, pero tampoco a recreación personal. Se conserva el endecasílabo, se mantiene la rima, pero el soneto inglés (tres cuartetos o serventesios y un pareado) se convierte en el soneto petrarquista tradicional. Todo el rebuscado ingenio del original, sus ecos shakesperianos, las continuas antítesis, se encuentra en ellos sin que nada suene a forzado, sin uno de esos ripios tan inevitables (pensemos en las traducciones de Ángel Crespo) cuando se traduce con rima: “Ni al hablar o escribir, ni en la mirada / nos mostramos jamás: nuestra conciencia / ni en voz ni en libro puede ser cifrada. / Revelamos tan solo una apariencia”.
            Después de darle voz en español al más difícil Pessoa, Esteban Torre se acercó a los grandes poetas del simbolismo francés. No importa que hayan sido ya muy traducidos –incluso por nombres tan notables, y tan atentos a la música del verso, como Carlos Pujol– , son verdaderamente poemas nuevos, aunque en nada traicionen al original–  “Albatros”, de Baudelaire, “Arte poética”, deVerlaine, “El durmiente del valle”, de Rimbaud, “El túmulo de Edgar Poe”, Mallarmé. O “Mujer y gata”, de Verlaine, ese minucia rococó: “Ella juega con su gata, / y es cosa digna de ver / –mano blanca, blanca pata– / el juego al atardecer”.
            En La poesía de Grecia y Roma, de 1998, continúa Esteban Torre sus aciertos como traductor. De los grandes poemas –la Ilíada, la Odisea, las Geórgicas, la Eneida– selecciona con tino los fragmentos más líricos o más dramáticos; alterna luego textos muy conocidos –de Horacio, de Safo, de Catulo– con otros menos frecuentados. Con igual placer leemos su traducción del “Carpe diem” o del “Nom omnis moriar”, de los que existen docenas de versiones, que la de otros poemas, como las elegías de Tibulo, menos frecuentados: “Divertíos: la noche unce ya sus corceles, y persiguen / al carro maternal con loca danza las doradas estrellas. / Y detrás, en silencio y embozado con sus lóbregas alas, / el sueño viene: los ensueños negros, con su paso inseguro”.
             Ovidio es otro de los poetas latinos que Esteban Torre hace propios. Su versión de la “Fábula de Píramo y Tisbe”, incluida en las Metamorfosis, inagotable fuente de buena parte de la poesía renacentista y barroca, conserva intactas la gracia y la emoción de esa trágica historia de amor, la primera versión de Romeo y Julieta.
            Menor interés tiene su “versión libre y abreviada” del Libro de Job, pero en los “Nuevos poemas traducidos”, publicados por primera vez en Luces y reflejos, recopilación de su poesía completa, volvemos a encontrar al Esteban Torre que en el soneto consigue sus mejores logros. Janus Vitalis escribió un epigrama latino a Roma que posteriormente serviría de inspiración a muchos otros poetas y entre ellos a Quevedo, que le debe uno de sus más celebrados sonetos, “Buscas en Roma a Roma, oh peregrino”. La versión que Esteban Torre hace de los versos de Vitalis no tiene demasiado que envidiar a la de Quevedo: “Buscas a Roma en Roma, forastero. / y no encuentras, de Roma, en Roma nada: / viejos muros, grandeza soterrada / en un foro ruinoso y altanero”.
            La relación que el soneto de Quevedo, incluido en cualquier selección de la mejor poesía española,  mantiene con el poema de Janus Vitalis es idéntica a la que se da entre las versiones de Torre y los textos originales; por eso tampoco deberían estar ausentes de las antologías.
            Excelentes son también sus versiones de tres sonetos de Blanco White, uno muy conocido, “Night and Death”, los otros dos no tanto, aunque no menos memorables.
            La poesía original de Esteban Torre no siempre está a la altura de sus traducciones, aunque no resulte en absoluto desdeñable. Chirrían a veces sus versos más catequísticos o de desenfocada sátira política: se queja de los que llaman “castellano” al español, como si ese nombre tradicional, y todavía bien vivo en América y en España, fuera un reciente invento de los nacionalistas periféricos para menospreciar la lengua de todos.
            Si la escritura es siempre reescritura, la creación recreación, Esteban Torre lo ejemplifica mejor que nadie: cuando le pone voz a textos ajenos, consigue su mejor voz.