jueves, 25 de noviembre de 2021

Retórico y poeta

 

Cantar del destierro
(Antología 1969-2019)
Jon Juaristi
Edición de Rodrigo Olay
Renacimiento. Sevilla, 2021.

Hay prólogos prescindibles; el de esta antología de Jon Juaristi, Cantar del destierro, no lo es. Escrito con garbo estilístico, con buen conocimiento del autor estudiado y de su entorno generacional, entremezclando sabiamente biografismo y formalismo,sin perderse en las habituales vaguedades teóricas, constituye un modelo de lo que deberían ser --y raramente son—los estudios académicos dedicados a la poesía contemporánea.

            Vayan por delante estos elogios porque también convendría hacer algunas precisiones. Rodrigo Olay, poeta y filólogo de excepción, se libra de muchas rutinas de los trabajos curriculares, por lo general tan horros de ideas como grávidos de citas, pero no de todas. Hablando, por ejemplo, de poetas que han influido en Jon Juaristi, cita a Campoamor y a Borges. “Nada añadiré de Campoamor” nos dice del primero y a continuación pone la referencia bibliográfica a un trabajo suyo sobre el tema. Lo que convendría hacer es resumir lo que en ese artículo ha dicho y remitir a él a quien quiera saber más. Otro error consiste en poner los textos rescatados ´--las aportaciones del editor-- al mismo nivel que el resto de la obra. Es lo que hace Olay con dos curiosidades, el primer poema que publicó Juaristi (fue en 1969 y en la revista Poesía española) y “Euskadi, 1989”, un poema que Juaristi publicó en una antología mexicana de 1991 y que con buen criterio no incluyó luego en ninguno de sus libros. Ambos textos deberían ir en un apéndice sin interrumpir, como ahora hacen, la lectura cronológica.

            Jon Juaristi ha escrito un puñado de poemas memorables que no deberían faltar en ninguna exigente selección de la poesía española contemporánea, pero no todo lo que ha escrito es igualmente memorable. Junto al poeta, hay en él un versolari, un virtuoso versificador, un erudito que juega a hacer versos, un ingenioso improvisador de sobremesa. Y ese Juaristi menor parece ser el que más admira a Rodrigo Olay, también él poeta, también él fascinado por los recursos retóricos y las minucias métricas de la “vieja escuela”, que así titula su último libro de poemas (Olay es poeta y filólogo a la manera de algunos grandes nombres de la filología española). Eso explica que considere el romance “Adiós, muchachos” –que tiene mucho de chiste alargado--  uno de los poemas “más creativos y brillantes” de Juaristi. O que se pregunte retóricamente cuántos poetas serían capaces de escribir un romance de cien versos con rima consonante “nada menos que en –ina”, como si eso fuera un mérito.

            Jon Juaristi comenzó a publicar en los años ochenta, tras un pasado de poeta en eusquera que quiso dejar oculto y del que ahora Rodrigo Olay nos informa. Parece que los poemas iniciales de Diario de un poeta recién cansado fueron escritos originalmente en esa lengua. Por cierto, el antólogo afirma que el título correcto es Diario del poeta recién cansado y así lo cita siempre, salvo curiosamente en la bibliografía del poeta. Contra lo que pudiera pensarse, el eusquera no fue nunca para Juaristi sino una segunda lengua esforzada y amorosamente aprendida y luego a menudo denigrada. Tuvo entonces un momento vanguardista (formó parte de la Pott Banda con, entre otros, Bernardo Atxaga y Joseba Sarrionandía), pero encontró su voz en la vuelta al realismo, a las tradiciones y al lenguaje de la calle que caracterizó a la generación de los ochenta –Luis García Montero Javier Egea, Vicente Gallego-- y al segundo momento de la generación anterior, representado por poemas como Luis Alberto de cuenca o Miguel d’Ors.

            La poesía de Juaristi, su gran poesía, la que no es afeada por los dudosos juegos de palabras (el título del primer libro da la pauta), tiene varios tonos. Uno de ellos recrea la lírica tradicional española sin que en ningún momento nos suene a pastiche: “Río del tiempo / que cruza el alma / fluyendo siempre / desde el mañana, / orillas mustias / por donde pasa / lánguida y lenta / su lengua el agua…”

            En otros poemas se atreve a llevar al verso ideas que suelen tener habitualmente cabida en la prosa. Ejemplar resulta, en este sentido, el poema “Comentario de texto”, que vale por un estudio sobre cómo debe enseñarse la literatura sin dejar por ellos de ser un comentario de texto a un poema de Guillén y una elíptica evocación de uno de sus más queridos maestros. También a un maestro, José-Carlos Mainer, se homenaje en “An Old Master” y lo que podría haberse quedado en un poema de circunstancia se convierte en una lúcida reflexión sobre la historicidad de la literatura.

            Los poemas familiares, a los hijos, a la abuela, al padre, a las viejas tías, tan ajenos al ternurismo fácil, son otro de los logros de Jon Juaristi, que unas veces, a la manera de Ángel González, utiliza el humor como una forma del pudor, y otras no tiene inconveniente en mostrarnos su corazón al desnudo (y no “de cintura para abajo”, que diría Gil de Biedma).

            Los autorretratos impiadosos son otra de las habilidades de Jon Juaristi. Pocos poetas han expresado con tanta intensidad y con tanta verdad el sentimiento de fracaso, de pérdida, de inutilidad que va unido a cualquier vida.

            Nada más contrario a la poesía pura que la poesía de Jon Juaristi. Sus versos están llenos de nombres propios, de referencias históricas y literarias, de anécdotas, de erudición, de pasión política.

            Esta última, que tiene que ver con su relación de amor-odio con Euskadi, y en la que hay algo de la furia del converso, es la que más nos disuena, la que más hace envejecer los versos, la que más discutible nos resulta. Como documentos para entender al complejo personaje que es Jon Juaristi pueden resultar muy útiles poemas como “Entre canes entrecanos” o  ese virulento desahogo que es “A degüello”, pero no parece que tengan lugar en una antología de su obra, aunque se titule Cantar del destierro (un destierro, por cierto, pródigo en cargos oficiales, que nada tuvo que ver con el de Ovidio).

            Retórico y poeta –y otras cosas—es Jon Juaristi. El retórico, amigo de los retruécanos astracanescos (a veces parece heredero del Muñoz Seca de La venganza de don Mendo), a menudo resulta un peso muerto en el poeta, pero cuando lo deja volar libre le permite llegar más alto y más hondo que nadie.



           

jueves, 18 de noviembre de 2021

La vida literaria

 

 

La feria de los libros
Juan González Olmedilla
Edición de José María Barrera
Renacimiento. Sevilla, 2021.

La vida literaria está muy desprestigiada. “La vida o es vida o es literaria”, acostumbra a repetir Andrés Trapiello. Pero no hay literatura sin un entramado de relaciones personales y de intereses que van más allá del texto literario. La literatura no nace y crece en el vacío ni es solo una sucesión de grandes nombres.

¿Qué puede encontrar el lector contemporáneo en las reseñas literarias que un olvidado Juan González Olmedilla publicó entre 1924 y 1927 en el Heraldo de Madrid? Comenzamos a leer con escepticismo (no hay género más perecedero que el de los comentario periodísticos a la actualidad literaria), pero en seguida nos encontramos con que estas páginas guardan mucho de la vida palpitante de aquel tiempo antes de que sea simplificada por los manuales.

            Juan González Olmedilla, sevillano de 1893, es uno de los personajes que pululan por La novela de un literato, esa fascinante comedia humana del primer tercio del siglo XX por la que hoy seguimos leyendo a Cansinos Assens. Muy joven se trasladó a Madrid y publicó sus primeros libros de corte modernista, uno de ellos prologado por un poema de Manuel Machado, que le hizo famoso en aquel bohemio mundillo: “Canta tú las fatalidades / que son las únicas realidades: / Amor y Muerte. / Sigue cantando / coplas, que hombres muy hombres / oyen llorando”. Cansinos nos ofrece, según es habitual en él, una visión caricaturesca del personaje: “Porque eso de la bondad de Olmedilla…Villacián, que le conoce a fondo, lo califica de tópico literario. Olmedilla es simplemente un oficioso, un chisgarabís, un hombre que va de tertulia en tertulia trayendo chismes y que, con pretexto de reconciliar a los enemigos, lo que hace es enemistarlos más. Olmedilla es un pequeño sátiro que se gasta su sueldo en pequeñas aventuras con señoritas del conjunto”.

            Olmedilla murió en México el año 1972, pero su vida literaria acabó mucho antes, en 1937, cuando abandonó España, republicano como era y siguió siendo, desengañado de los suyos, al igual que Chaves Nogales. Modernista epigonal, coqueteó luego con el ultraísmo y cultivó la novela corta, tan de moda en su tiempo, con narraciones eróticas. Su obra principal, sin embargo, está en el periodismo, sobre todo en las colaboraciones del Heraldo de Madrid como crítico literario y teatral y como cronista político.

            Setenta y cinco de esas colaboraciones, correspondientes a la sección “La feria de los libros”, las reúne ahora José María Barrera en un volumen que lleva ese mismo título y al que prologa con unas minuciosas páginas que ejemplifican bien una manera un tanto periclitada de erudición acumulativa.

Comenzamos a leer estos amarillentos recortes periodísticos con cierto escepticismo, como ya dije, pero en seguida nos despiertan el interés. La reseña de Hombres de España, el libro de entrevistas de Alfonso Camín, la utiliza casi entera para defenderse de una acusación de Vargas Vila, quien había afirmado que Darío no dejó ninguna composición inédita y que las aparecidas como tales serían “combinaciones editoriales de la Paca, Juanito González Olmedilla y otros despojadores de Rubén para explotar a los editores en nombre del poeta muerto”.

A Cansinos, el mentor literario de aquella corte bohemia que fascinó al primer Juan Manuel de Prada, se le dedican varias reseñas. En una de ellas se le califica de “judío español” y el autor de El candelabro de los siete brazos replica con una extensa carta en la que, según se afirma en la entradilla con que fue publicada en el periódico, “destruye el mito de su judaísmo, que él mismo fomentara”.

Aprovecha Olmedilla una reseña de un olvidade Juan Guixé para recordarnos algunos lapsus de Pérez de Ayala: “No recuerdo si en Luna de miel, luna de hiel o en la segunda parte, Los trabajos de Urbano y Simona, el delicioso personaje don Cástulo empieza de pronto a llamarse con otro nombre; y hay un pasaje en que charlan dos tipejos mal fachados y peor faciados, los cuales, inopinadamente y sin duda por distracción de su creador, cambian las características de sus respectivo rostros sin cambiar de psicología ni aún de sobrenombre o remoquete”.

Tanto como de crítica literaria hay de evocación y de crónica, e incluso de maledicencia en estas páginas, que se leen como quien asiste a una entretenida tertulia literaria. Iba el autor a reseñar la novela Doña Inés, de Azorín, cuando un anónimo le avisa de que la compare con Beatriz Pacheco, una historia de amor, de Adolfo de Sandoval, aparecida unos meses antes: Lo hace y descubre coincidencias que no parecen deberse solo a la casualidad; es posible que Azorín utilizara la novela de Sandoval como bastidor para crear la suya, a la manera como Tomás Rueda utiliza El Licenciado Vidriera.

La reseña de las Sátiras y diatribas de Mariano Benlliure y Tuero le sirve para entresacar hirientes diatribas: “Gómez de la Serna es un escritor que ha llegado a irritarnos como una mosca pegajosa y pertinaz. Es inútil que los propietarios y directores de periódicos traten de espantarlo  no publicándole sus artículos y haciéndole feos y desaires, y que el público lo rechace indignado, y que todos digan que es insoportable; él vuelve, insiste y no ceja, y a la fuerza hay que oírle o matarlo; es como esos mendigos que van cantando por las terrazas de los cafés y que concluye uno por darles una perra gorda para que se vayan; y sí que se van, pero vuelven al rato”.

Pero también hay crítica, lúcida crítica literaria en este libro de crónicas ocasionales. Muy ilustrativa resulta su comparación entre Visperas del gozo, de Pedro Salinas, y El profesor inútil,  de Benjamín Jarnés, que a juicio del crítico representan dos contrapuestas tendencias de la nueva narrativa. Pero en este sentido la pieza más destacada del volumen es la dedicada a El obispo leproso, de Gabriel Miró, en la que replica a Ortega y que todavía hoy puede ayudarnos a entender mejor la obra del novelista levantino.

 

 

jueves, 11 de noviembre de 2021

El caso Álvarez

 

Tigres en el crepúsculo
José María Álvarez
Edición de Alfredo Rodríguez
Ediciones Universidad de Valladolid, 2021.

Las opiniones sobre José María Álvarez están divididas, Unos pocos, pero muy fervorosos fieles, piensan que es un destacado poeta, uno de los más notables de su generación; el resto, que tiene tanto de escritor como de mistificador, de provocativo personaje cada vez más exasperado y marginal.

            Nació en Cartagena en 1942, pero él afirma en la antología que lo dio a conocer, Nueve novísimos, que nació en Casablanca. Antes de participar en esa antología fue un activo poeta social, cercano a los presupuestos del partido comunista, autor del Libro de las nuevas herramientas, del que pronto renegaría. Reticente en un principio a los presupuestos de la antología de Castellet, a partir del inesperado éxito académico de ese libro –que acabó dando nombre a un capítulo de la poesía española--, se convirtió en el “novísimo” por excelencia, el más fiel a los presupuestos iniciales de culturalismo exacerbado y provocación.

            Los años dorados de José María Álvarez fueron los años ochenta, los de los primeros gobiernos socialistas y las incipientes autonomías. Él cumplió el entonces agradecido papel de disidente oficial. En 1983, en una entrevista que publicó la revista Interview, declaraba: “A mí todo esto del sufragio universal y los partidos y las autonomías y demás zarandajas me parece una ineficacia muy cara y muy peligrosa”. Pero luego no tuvo inconveniente en organizar, con dinero público, un sonado homenaje a Ezra Pound en Venecia y numerosos congresos poéticos en Cartagena y en diversos países. “A casi todos los viajes voy invitado”, dirá en otra entrevista. Invitado por el Instituto Cervantes o por otras institución oficial, en la mayor parte de los casos.

            En Tigres en el crepúsculo, el poeta Alfredo Rodríguez ha reunido toda la prosa dispersa de José María Álvarez que ha logrado encontrar, incluyendo transcripciones de conferencias y entrevistas televisivas. Para él, devoto entre los devotos, cuanto sale de la boca o de la pluma de José María Álvarez es sagrado. No le hace con ello demasiado favor. Muchas de las declaraciones del poeta son algo más que “políticamente incorrectas”, son directamente ofensivas para media humanidad. En 1981, en un artículo de Diario 16, anticipa los desastres que se avecinan para Francia con el triunfo de Mitterrand: “¡Adiós, calles y plazas de París, adiós a vuestro encanto! Se avecina una Francia más sucia y más triste. ¡Adiós, oh excelsas cocinas! ¡Adiós, oh eminentes vinos! ¡Adiós, oh putas! Que por si faltara un empujón, alguien –de los que nunca han frecuentado vuestros paraísos-- os reclamará para más infamantes obligaciones en cualquier fábrica o despacho”.

            ¿Habremos entendido bien? Si, para el Álvarez de 1981, y no parece haber cambiado de opinión, la prostitución era una ocupación más digna de la mujer que trabajar en una fábrica o despacho. Por el feminismo –lo dijo en una entrevista con Sánchez Dragó de 2003-- siente una “repugnancia intelectual” que suele ir acompañada “de repugnancia física, porque la mayoría de las veces que he tenido una discusión o que me he encontrado con alguna feminista, no solo me repugnaba lo que estaba diciendo, sino ella personalmente, o sea físicamente”.

            No le ha hecho mucho favor Alfredo Rodríguez a su venerado maestro rescatando estas y otras declaraciones. Las que se refieren a la esclavitud, por ejemplo. José María Álvarez siempre ha lamentado la derrota de los confederados en la guerra de secesión americana. Fue para él la derrota de la civilización. El problema de los esclavos no era sino un problemilla “exacerbado por un panfleto aberrante titulado La cabaña del tío Tom”. Hay que tener en cuenta -añade-- “que la situación de los esclavos era infinitamente más confortable que la de los obreros en las fábricas del Norte y que además era una cuestión en vías de extinción, ya que quedaban pocos esclavos en el Sur y contadísimos propietarios (el 4 %). Lincoln dictó unas normas que en realidad preveían un ritmo de liberación más lento que el que ya se estaba produciendo naturalmente en las comunidades sureñas”.   

            En los desquiciados ochenta podían hacer gracia ciertas ocurrencias. Hace tiempo que han dejado de hacerla. Y ciertos alardes libertinos, como evocar a Casanova en un salón “privé” del Florian desnudando a dos princesas y a un obispo, para luego hacerse servir por este “mientras las dos princesas ronronean a sus pies como gatos persas”, solo sirven para demuestran que la erudición de Álvarez a menudo es más fantasiosa que precisa.

            Estas prosas, en el caso de ser rescatadas del misericordioso olvido, necesitarían un editor menos deslumbrado por el maestro. ¿Alguien puede creerse que el temario que se reproduce en “Audacias e insolencias de la juventud”, un temario que comienza hablando de “la escritura Brahmí” y que termina con un tema titulado “El dios abandona a Konstantino Cavafis” sirviera para las clases de Gramática y de Geografía Económica que Álvarez dio en la Escuela de Maestría Industrial de Cartagena durante el cuso 1967-68? “Fue muy interesante la reacción de los alumnos. Vi brillar ojos que estaban apagados”, declara Álvarez. Y el ingenuo Rodríguez se lo cree.

            Ingenuo y también algo interesado. Incluye en la primera parte del volumen los prologuillos de circunstancia que Álvarez le escribió para sus libros de versos, uno de ellos inédito y todos bastante prescindibles.

            José María Álvarez no es solo un personaje que jugó a la carta del decadentismo y de “épater le bourgeois”, muy a la decimonónica manera de un Villiers de L’Isle-Adam o de un Huysmans, y que acabó abrasado por el personaje; es también un notable escritor en prosa y verso que necesitaría un editor y antólogo que le ayudara a suplir su no excesiva capacidad autocrítica.

miércoles, 3 de noviembre de 2021

Ovnis en Ribadesella

  

Los extraños
Jon Bilbao
Impedimenta. Madrid, 2021.

Juega Jon Bilbao a la autoficción en esta novela corta que algo nos hace pensar en Henry James, aunque su estilo preciso, y a ratos casi telegráfico, sea tan distinto al del autor de Otra vuelta de tuerca, y en Patricia Highsmith, especialista en terrores cotidianos.

            Juega a la autoficción: el protagonista se llama como el autor, nació como él en Ribadesella y como él abandonó muy pronto el lugar, es ingeniero de minas, realiza trabajos de encargo –redacta entradas para una enciclopedia-- mientras trata de abrirse camino como escritor. Pero la historia no se cuenta en primera persona, según esperaríamos en un relato de apariencia autobiográfica, sino que adopta la técnica del punto de vista: una tercera persona que primero se pone en el lugar de un personaje, Katharina, la pareja de Jon, y luego en el del propio Jon. Lo que el narrador ve, lo que el narrador sabe, es lo que ellos ven y saben.

            El escenario, una Ribadesella fuera de temporada, está descrito con minucia. Podemos localizar en un plano do de residen  los personajes, muy cerca de las cuevas de Tito Bustillo, frente al prado de San Juan, y seguir sus paseos hasta la playa o hasta la ermita de la Virgen de Guía. La acción transcurre en una de las casonas que la burguesía enriquecida levantó a principios del siglo XX en la villa asturiana. Su estructura laberíntica, tan propia para una historia de fantasmas, queda ya patente en las primeras líneas: “Katherina lo oye teclear en el salón. Ella está en la habitación que comparten, la más espaciosa de la casa, donde él dormía cuando era niño. Si quisiera decirle algo cara a cara, tendría que cruzar el amplio cuarto, recorrer ocho metros de pasillo, bajar quince escalones, girar a la izquierda en el recibidor de la planta baja y llamar a la puerta con cristales emplomados del salón”. Hay sótanos, varias terrazas, una cueva en el jardín, una empleada de toda la vida, Lorena, que se concediera guardiana y casi dueña del lugar.

            Jon Bilbao sabe contar, ir poco a poco creando una atmósfera inquietante. Nos presenta a una pareja encerrada en casa por el mal tiempo –casi siempre llueve--, dedicada a trabajos aburridos (traducción al alemán de un manual de odontología, redactar textos por encargo), que cada vez hacen menos cosas juntos, que incluso van perdiendo el interés sexual. Y entonces una noche aparecen sobre el cielo misteriosas luces: “No parpadean, como las luces de posición de los aviones. Corresponden a tres objetos; definen el contorno de cada uno: triangular, ahusado y circular. Rojas, azules y verdes, respectivamente”.

A la mañana siguiente, tras los objetos volantes no identificados, llegan los extraños –Markel y Virginia--que dan título a la novela. Una pareja atractiva: “Están muy bronceados. Él viste una cazadora de aviador y pantalones chinos. La brisa del nordeste le revuelve el abundante pelo rubio; algunos mechones son tan claros que parecen blancos, reflejan los tímidos rayos de sol. Basta verlo para saber que dedica mucho tiempo a peinarse, y luego a despeinarse en la medida justa. Tiene una sonrisa amplia que sostiene sin esfuerzo. Recuerda a un Robert Redford con nariz de vasco”.

A más de un lector le recordará a Tom Ripley, el atractivo y amoral protagonista de varias novelas de Patricia Highsmith (en el cine lo interpretó Alain Delon). Quizá también se lo recuerde al autor, que amaga y no da, que nos inquieta con esa extraña pareja que poco a poco va apoderándose de la casa y de los pusilánimes propietarios y que de pronto desaparece tan imprevistamente como había venido, de manera que se quiere misteriosa, pero que solo resulta un tanto absurda. Coincide su desaparición con la vuelta de los ovnis, que esta vez se detienen largamente sobre el pueblo, hacen sus evoluciones y luego uno de ellos aterriza tras la casa de los protagonistas, cerca de la aldea de Ardines, provocando una revolución en el mundo animal: “Jilgueros, gorriones, tordos, zarzales, cornejas, becadas, una pareja de águilas ratoneras, lechuzas, cárabos, vuelan enloquecidos entre las ramas… A ellos se suman los murciélagos, por docenas, por cientos”. Y no menor es el ajetreo en el suelo del bosquecillo: “Erizos, zorros, hurones, comadrejas, jabalíes, ardillas, topillos, ratones de campo… colisionan entre ellos, se revuelcan, siguen huyendo sin objetivo”.

            Las historias de fantasmas de Henry James, las mejores historias de fantasmas juegan con la ambigüedad, pero estos ovnis de Jon Bilbao no tienen ninguna ambigüedad: son reales –en la ficción-- y sin embargo no cumplen ningún papel en la trama, no pasan de un pegote que quizá se quiera simbólico.

            Prometen y no cumplen esos ovnis que aparecen en las primeras páginas y que llenan de ufólogos, a ratos amenazantes, el prado de San Juan; promete, y no cumple, esa extraña pareja, que es y no es una pareja, y que de pronto se larga cada uno por su lado; promete, y no cumple, ese intento de introducir en la peripecia un enredo detectivesco con el soborno al dueño del hotel y el registro de la habitación de un pobre hombre –al parecer padre de la enigmática Virginia--, que no se sabe muy bien qué pinta allí.

            Lo más difícil del arte de narrar es el arte de terminar la narración, que el lector no se sienta defraudado al doblar la última página, que no se pregunte: “ ¿Y todo esto para qué?”

 Que es, me temo, lo que terminarán preguntándose la mayoría de los lectores al terminar de leer Los extraños, esta historia de una pareja que se va distanciando en la monotonía de una Ribadesella fuera de temporada, escrita con una reconfortante sobriedad estilística. .