La feria de los
libros
Juan González
Olmedilla
Edición de José María
Barrera
Renacimiento.
Sevilla, 2021.
La vida literaria está muy desprestigiada. “La vida o es
vida o es literaria”, acostumbra a repetir Andrés Trapiello. Pero no hay
literatura sin un entramado de relaciones personales y de intereses que van más
allá del texto literario. La literatura no nace y crece en el vacío ni es solo
una sucesión de grandes nombres.
¿Qué puede encontrar el lector contemporáneo
en las reseñas literarias que un olvidado Juan González Olmedilla publicó entre
1924 y 1927 en el Heraldo de Madrid? Comenzamos a leer con escepticismo
(no hay género más perecedero que el de los comentario periodísticos a la
actualidad literaria), pero en seguida nos encontramos con que estas páginas
guardan mucho de la vida palpitante de aquel tiempo antes de que sea
simplificada por los manuales.
Juan
González Olmedilla, sevillano de 1893, es uno de los personajes que pululan por
La novela de un literato, esa fascinante comedia humana del primer
tercio del siglo XX por la que hoy seguimos leyendo a Cansinos Assens. Muy
joven se trasladó a Madrid y publicó sus primeros libros de corte modernista,
uno de ellos prologado por un poema de Manuel Machado, que le hizo famoso en
aquel bohemio mundillo: “Canta tú las fatalidades / que son las únicas
realidades: / Amor y Muerte. / Sigue cantando / coplas, que hombres muy hombres
/ oyen llorando”. Cansinos nos ofrece, según es habitual en él, una visión
caricaturesca del personaje: “Porque eso de la bondad de Olmedilla…Villacián,
que le conoce a fondo, lo califica de tópico literario. Olmedilla es
simplemente un oficioso, un chisgarabís, un hombre que va de tertulia en
tertulia trayendo chismes y que, con pretexto de reconciliar a los enemigos, lo
que hace es enemistarlos más. Olmedilla es un pequeño sátiro que se gasta su
sueldo en pequeñas aventuras con señoritas del conjunto”.
Olmedilla
murió en México el año 1972, pero su vida literaria acabó mucho antes, en 1937,
cuando abandonó España, republicano como era y siguió siendo, desengañado de
los suyos, al igual que Chaves Nogales. Modernista epigonal, coqueteó luego con
el ultraísmo y cultivó la novela corta, tan de moda en su tiempo, con
narraciones eróticas. Su obra principal, sin embargo, está en el periodismo,
sobre todo en las colaboraciones del Heraldo de Madrid como crítico
literario y teatral y como cronista político.
Setenta y
cinco de esas colaboraciones, correspondientes a la sección “La feria de los
libros”, las reúne ahora José María Barrera en un volumen que lleva ese mismo título
y al que prologa con unas minuciosas páginas que ejemplifican bien una manera
un tanto periclitada de erudición acumulativa.
Comenzamos a leer estos
amarillentos recortes periodísticos con cierto escepticismo, como ya dije, pero
en seguida nos despiertan el interés. La reseña de Hombres de España, el
libro de entrevistas de Alfonso Camín, la utiliza casi entera para defenderse
de una acusación de Vargas Vila, quien había afirmado que Darío no dejó ninguna
composición inédita y que las aparecidas como tales serían “combinaciones
editoriales de la Paca, Juanito González Olmedilla y otros despojadores de
Rubén para explotar a los editores en nombre del poeta muerto”.
A Cansinos, el mentor literario
de aquella corte bohemia que fascinó al primer Juan Manuel de Prada, se le
dedican varias reseñas. En una de ellas se le califica de “judío español” y el
autor de El candelabro de los siete brazos replica con una extensa carta
en la que, según se afirma en la entradilla con que fue publicada en el
periódico, “destruye el mito de su judaísmo, que él mismo fomentara”.
Aprovecha Olmedilla una reseña de
un olvidade Juan Guixé para recordarnos algunos lapsus de Pérez de Ayala: “No
recuerdo si en Luna de miel, luna de hiel o en la segunda parte, Los
trabajos de Urbano y Simona, el delicioso personaje don Cástulo empieza de
pronto a llamarse con otro nombre; y hay un pasaje en que charlan dos tipejos
mal fachados y peor faciados, los cuales, inopinadamente y sin duda por
distracción de su creador, cambian las características de sus respectivo
rostros sin cambiar de psicología ni aún de sobrenombre o remoquete”.
Tanto como de crítica literaria
hay de evocación y de crónica, e incluso de maledicencia en estas páginas, que
se leen como quien asiste a una entretenida tertulia literaria. Iba el autor a
reseñar la novela Doña Inés, de Azorín, cuando un anónimo le avisa de
que la compare con Beatriz Pacheco, una historia de amor, de Adolfo de
Sandoval, aparecida unos meses antes: Lo hace y descubre coincidencias que no
parecen deberse solo a la casualidad; es posible que Azorín utilizara la novela
de Sandoval como bastidor para crear la suya, a la manera como Tomás Rueda utiliza
El Licenciado Vidriera.
La reseña de las Sátiras y
diatribas de Mariano Benlliure y Tuero le sirve para entresacar hirientes
diatribas: “Gómez de la Serna es un escritor que ha llegado a irritarnos como
una mosca pegajosa y pertinaz. Es inútil que los propietarios y directores de
periódicos traten de espantarlo no
publicándole sus artículos y haciéndole feos y desaires, y que el público lo
rechace indignado, y que todos digan que es insoportable; él vuelve, insiste y
no ceja, y a la fuerza hay que oírle o matarlo; es como esos mendigos que van
cantando por las terrazas de los cafés y que concluye uno por darles una perra
gorda para que se vayan; y sí que se van, pero vuelven al rato”.
Pero también hay crítica, lúcida
crítica literaria en este libro de crónicas ocasionales. Muy ilustrativa
resulta su comparación entre Visperas del gozo, de Pedro Salinas, y El
profesor inútil, de Benjamín Jarnés,
que a juicio del crítico representan dos contrapuestas tendencias de la nueva
narrativa. Pero en este sentido la pieza más destacada del volumen es la
dedicada a El obispo leproso, de Gabriel Miró, en la que replica a
Ortega y que todavía hoy puede ayudarnos a entender mejor la obra del novelista
levantino.
Miaja de Olmedilla resulta interesante.
ResponderEliminarExiste una fotografía impresionante de González Olmedilla durante el asalto al cuartel de la Montaña en julio del 36. Entre milicianos desastrados, despechugados y en alpargatas, armados como en un dos de mayo, aparece un señor de traje y pajarita, con gafas, una pipa en la mano y papeles en los bolsillos: es Olmedilla.
ResponderEliminarOlmedilla o Augusto Vivero. Están los dos.
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