jueves, 29 de mayo de 2025

Tiempo al tiempo

 

Pedro López Lara
Por arrabales últimos (Antología poética)
Selección y prólogo de José Cereijo
Sevilla. Renacimiento, 2025.

Los poetas que comienzan a publicar cuando alcanzan la jubilación, o cercanos a ella, tienen mala prensa; los que publican más de un libro al año, generalmente por medio de algún concurso o mediante las diversas formas de la autoedición, la tienen aún peor. El primer título de Pedro López Lara, nacido en 1963, es de 2021. Cuatro años después es autor de once libros, de doce si contamos Por arrabales últimos, antología a cargo de José Cereijo. Es un récord difícilmente superable y que no predispone precisamente a favor del autor. Comenzamos a leer con cierto prejuicio una poesía que no busca además el halago inmediato del lector: desdeña la fácil sonoridad, la metáfora brillante, los desahogos del corazón. A propósito de “Lo emotivo”, escribe en el poema así titulado: “Debe ser expatriado y volver luego, / merodear por los confines del poema. / Pero sabiéndose proscrito”.

            Todo lo tenía en contra Pedro López Lara, pero termina ganando la partida. Es un nombre a añadir a la nómina de la poesía española contemporánea, donde abundan tanto los autores de libros de versos, que son incontables, como escasean, ahora igual que siempre (aunque no falten quienes piensan que más que nunca), los poetas que son algo más que mejores o peores (por lo general, peores) versificadores.           

            Pedro López Lara es un artista conceptual. Sus poemas se escriben a partir de una idea, no de una anécdota biográfica o de una emoción. Dan la impresión de haber sido escritos en frío, pero a menudo queman. Hablan de lo mismo que tantos poetas: del tiempo que nos hace y nos deshace, del absurdo vivir, del sinsentido de morir. Pero lo hacen de otra manera.

            El último poema de la antología –son solo tres versos, abundan los de dos y los de uno--  nos puede servir de ejemplo. Se titula “Desvinculados” y dice así: “Qué sentirá mi padre muerto al enterarse / de que he muerto. / De que soy como él y nada ya nos une”.

            La paradoja final caracteriza los poemas de López Lara: “soy como él y nada ya nos une”. Una paradoja solo aparente: los muertos siguen viviendo en los vivos que los recuerdan, y solo cuando estos desaparecen mueren ellos de verdad. Nada nos une a los muertos cuando nosotros muramos, aunque parezca lo contrario.

            No parece haber evolución en la poesía de López Lara. Quizá comenzó a escribir, como suele ser habitual, en la juventud, pero toda la poesía suya que ha dado a conocer casi simultáneamente es obra de postrimerías; su punto de vista es el barojiano “desde la última vuelta del camino”. Todos sus libros –que podríamos considerar parte de un mismo libro-- se titulan con una única palabra que, en la mayor parte de los casos, podría servir para denominar a la poesía completa: Destiempo, Escombros, Filacterias, Incisiones, Escolios… Se busca la sequedad expresiva, incluso a veces la grisura del lenguaje académico, con su léxico peculiar, tan ajeno al lenguaje poético. Un ejemplo extremo lo encontramos en uno de los poemas de Cápsulas. “Sobre lo que está sucediendo / --un amor en su transcurso, por poner un ejemplo--, / no existen todavía más versiones. / La labor filológica y la erección del stemma / son siempre una sevicia posterior”. La palabra “stemma”, en castellano “estema” (“en la crítica textual, esquema de la filiación y transmisión de manuscritos o versiones procedentes del original de una obra”), debe de ser la primera vez que aparece en un poema.

            Consciente de la aparente monotonía formal y temática a la que le aboca su poética, López Lara busca el correlato objetivo de obras literarias o cinematográficas en los libros Museo e Iconos y en la serie Cultismos” de su última entrega, aparecida este mismo año, y significativamente titulada Epílogo, como si con ella quisiera dar por concluida su labor. Museo, de título tan manuelmachadiano, cultiva la écfrasis en poemas como “El Cristo de Velázquez” o “Las tentaciones de San Antonio”, pero también se acerca a obras literarias o incluso a interpretaciones de obras literarias, como en “La Celestina de Gilman”. Un ejemplo del peculiar acercamiento de López Lara a obras ajenas lo encontramos en “Primavera tardía”, que parece limitarse a contar el argumento de la película de Yasujiro Ozu: “La historia es simple: / un padre que envejece / y una hija que habrá de cuidarlo. / Yasujiro Ozu rueda la tristeza, / que es una cosa muy sencilla. / Lo prodigioso es ese personaje secundario / que poco a poco va ganando cuerpo, / hasta hacerse al final protagonista / y argumento diáfano: la vida”.

            En el prólogo a la antología (en absoluto prescindible, contra lo que suele ser habitual), José Cereijo caracteriza la obra poética de López Lara como “el intento de racionalizar, de comprender, algo cuya raíz no es ni racional ni comprensible, para darle de ese modo otro alcance, el sentido final que, por excesiva inmersión en el presente, no acabó de lograr en su día”.

            No es pues una mera anécdota biográfica que esta poesía se publique tardíamente: solo podría escribirse cuando la vida, la propia vida, parece ya cosa del pasado. Pero solo lo parece porque toda ella resulta contenida en el presente, como el mañana lo estaba en el ayer. Y solo en apariencia resulta fría: es fuego helado es hielo abrasador, para decirlo con dos oxímoron muy del gusto barroco.



 

martes, 20 de mayo de 2025

Crónica familiar

 

Jorge Urrutia
De una edad tal vez nunca vivida
Edición de José María Fernández Vázquez
y Consuelo Triviño Anzola
Cátedra. Letras Hispánicas. Madrid, 2025.

¿Basta editar un libro en una colección de clásicos para que se convierta en un clásico? ¿Conviene anotar una obra contemporánea que se publica por primera vez completa como si se tratara del Quijote o de La vida es sueño? Estas cuestiones nos plantea De una edad nunca vivida, unas fragmentarias memorias de infancia (y algo más) publicadas por Fernández Vázquez, profesor universitario, y Triviño Anzola, narradora y profesora colombiana, ambos discípulos y amigos del autor, Jorge Urrutia, quien ha colaborado activamente en la edición.

            De las más de doscientas notas que interrumpen la lectura de los breves capítulos, sobran unas doscientas. Baste un par de ejemplos. Se enumera en el texto a “Cervantes, Manrique, Blas de Otero, Aleixandre”. Y los anotadores nos aclaran a pie de página: “Manrique es el poeta medieval Jorge Manrique; Blas de Otero, célebre poeta de posguerra; Aleixandre, se refiere al premio nobel de la generación del 27”. Menos mal que tienen la deferencia de no aclararnos quién es Cervantes. ¿A qué tipo de lectores pensarán que se dirigen? ¿A alumnos de primaria o a adultos de dentro de trescientos años?

En el mismo párrafo, se menciona a Moliere y la nota correspondiente dice: “Jean-Baptiste Poquelin (1622-1673), el célebre dramaturgo francés que firmaba como Moliere”, que es como anotar el nombre de Azorín para informarnos que se trata de José Martínez Ruiz, “el célebre escritor español que firmaba como Azorín”. También se nos aclara que Marlon Brando “es un célebre actor estadounidense”.

Otras notas son más sustanciosas. Aparece la sopa de picadillo y los aplicados anotadores no dudan en ofrecernos la receta: “La sopa de picadillo, típicamente andaluza, lleva entre los fideos carne de pollo y huevo duro convenientemente picados. También puede llevar un chorrito de vino de jerez”.

            Un “chorrito de sentido común” no le vendría mal a quien se dedica a editar y anotar textos ajenos, sobre todo si son profesores universitarios de literatura, supuestamente especialistas en la materia.  

            De una edad tal vez nunca vivida se publicó por primera vez en 2010, “en una colección dedicada exclusivamente a la poesía, lo que sin duda limita el público”, según los editores. Ahora, completada con cinco capítulos inéditos, lo hace en otra dedicada a los clásicos –también a los clásicos contemporáneos y a alguno que sueña con serlo-- que me temo limitará más el público.

La mitad de las páginas del volumen la constituye la biografía del autor y un análisis minucioso de su obra en prosa y verso. Jorque Urrutia, nacido en 1945, es hijo de Leopoldo de Luis, represaliado del franquismo y uno de los poetas destacados de los años de posguerra. Catedrático universitario, director del Cervantes de Lisboa, estudioso de la literatura y de las relaciones entre cine y literatura, en los años setenta, escribió una poesía influida por las teorías lingüísticas y semióticas entonces de moda que ha envejecido mal. Luego, como Carnero o Talens, cambio de rumbo, se acercó a campos más experienciales y menos experimentales, pero nunca se le tuvo muy en cuenta en recuentos y antologías. El poeta quedó un poco desdibujado detrás del investigador.

            Estas memorias familiares están formadas por breves capítulos que muy a menudo se aproximan al poema en prosa. El modelo inicial está en Platero y yo (Jorge Urrutia es uno de los mayores especialistas en la obra de Juan Ramón Jiménez), pero también dejan su huella otros autores, de Cernuda al Blas de Otero de Historias fingidas y verdaderas. Muchas de esas piezas breves tienen valor independiente, pueden leerse como poemas de rara intensidad. “El ciego sol se estrella en las duras aristas de las almas” comienza “Canción de gesta”, reescritura de uno de los más conocidos poemas de Manuel Machado.

            Jorge Urrutia nos habla de un tiempo sombrío, el de la posguerra española, y de dos lugares, el Madrid de la familia paterna, y un pueblo andaluz, Jimena de la Frontera, lugar de nacimiento de la madre y en el que pasó los veranos de su infancia. Abundan los recuerdos de la guerra, oídos contar a la madre (el padre, combatiente republicano luego encarcelado, prefería no hablar de ella). Hay costumbrismo, protesta, lirismo y un sorprendente entramado de citas literarias, de versos ajenos que sirven para explicar la propia vida.

Del abuelo paterno del escritor, Alejandro Urrutia, un personaje singular que aparece en varios capítulos del libro, se habla mucho en el prólogo y en las notas; también se menciona repetidas veces a Francisco Umbral, pero se calla la relación entre ambos, descubierta y hecha pública por el propio Jorge Urrutia. Umbral, que siempre fantaseó sobre su padre desconocido, era hermano de Leopoldo de Luis. Esa historia, con toques de melodrama, quizá se cuente en uno de esos textos inéditos que los editores quisieron incorporar a esta obra y que el autor prefirió dejarlos para otra ocasión.

            No importa que algunos capítulos parezcan necesitar alguna reescritura, como el que teoriza sobre la lengua materna, o estarían mejor en otra obra, como “Memorial de Santa Helena”. Importan más los aciertos de sutileza, sabiduría y emoción. Hasta este libro se podía tener alguna duda sobre si Jorge Urrutia, benemérito estudioso de la literatura española, formaba parte de la literatura española o si podían aplicársele los versos que, con falsa modestia, escribió Cervantes: “yo que tanto trabajo y me desvelo / por parecer que tengo de poeta / la gracia que no quiso darme el cielo”. Cualquier duda desaparece con De una edad tal vez nunca vivida, un libro que aún espera una edición adecuada en la que el texto sea el protagonista y no un San Sebastián acribillado de notas, un pretexto para que los editores luzcan su erudición o simplemente hagan el ridículo.

           

martes, 13 de mayo de 2025

La edición sin editores

 

Miguel Sánchez-Ostiz
Las naves quemadas
(Antología de prosas de no ficción 1985-2024)
Selección y prólogo de Alfredo Rodríguez
La Isla de Siltolá. Sevilla, 2025.

Hay una industria editorial, que no se ocupa solo de publicar literatura, y una multitud de escritores, la mayoría, que quedan al margen, unos voluntariamente, otros a pesar de todos sus esfuerzos para formar parte de ella.

Alfredo Rodríguez puede considerarse incluido en el primero de esos grupos. Ha publicado libros de poemas, pero lo que le distingue de sus coetáneos es la capacidad de admiración. Contra lo que suele ser habitual, dedica la mayor parte de su esfuerzo, no a promocionarse, sino a promocionar a los maestros en su opinión marginados. El primero de todos, José María Álvarez, con el que ha conversado en varios tomos, como si de un nuevo Borges se tratara, y del que ha preparado varias antologías, especialmente interesante la que dedica a sus prosas sobre Venecia. Tras la estela de Álvarez –su devoción mayor-- ha seguido con Miguel Ángel Velasco, Julio Martínez Mesanza y Antonio Colinas. Ahora le toca el turno a Miguel Sánchez-Ostiz, nacido como él en Pamplona, del que primero preparó una antología poética, Geografía de la ventura, y luego la que ahora comentamos, Las naves quemadas, una “antología de prosas de no ficción”.

            Miguel Sánchez-Ostiz es un escritor todo terreno, uno de los más prolíficos de la literatura actual, que comenzó publicando en pequeñas editoriales y en la prensa regional y que pronto dio el salto a las grandes editoriales y a la prensa nacional. A finales del pasado siglo, era uno de los nombres que no podían faltar en los más exigentes recuentos literarios. Luego, no sabemos muy bien por qué, las cosas se torcieron y él siguió publicando, a veces más de un libro al año, pero en lugares cada vez menos visibles. Su prosa, aunque alguna vez condescendiera a la queja y no desdeñara el improperio, seguía siendo en los mejores momentos inconfundiblemente heridora y cautivadora.

            Para preparar esta miscelánea, Alfredo Rodríguez ha tomado como modelo Opiniones y paradojas, la selección debida a Sánchez-Ostiz de la obra de no ficción de Pío Baroja. A Baroja, por cierto, le ha dedicado Sánchez-Ostiz una parte considerable de su labor de estudioso y biógrafo. Su Pío Baroja a escena, que él subtitula “una biografía a contrapelo”, puede considerarse una obra maestra del género, escrita desde la distancia adecuada, sin los toques hagiográficos habituales y sin la animadversión de algún biógrafo como Gil Bera.

            Pero para reivindicar adecuadamente a un escritor, para tratar de sacarlo del ostracismo, no bastan las buenas intenciones ni el entusiasmo, cosas ambas de las que el generoso Alfredo Rodríguez anda más que sobrado.

            En Opiniones y paradojas, Sánchez-Ostiz indica al final de cada fragmento la fecha y la obra de la que procede; Alfredo Rodríguez prescinde de esas precisiones, sin duda por considerarlas propias de ediciones académicas, no de las destinadas a todos los públicos como las suyas. Pero no es ese el reproche que podemos hacerle a Las naves quemadas, sino otro que invalida muchos de los fragmentos. Miguel Sánchez-Ostiz, que organiza su selección en forma de diccionario, coloca al comienzo del párrafo, entre corchetes, el tema al que se refiere Baroja. Copia, por ejemplo, la siguiente frase: “Leerlo me parece ir sobre una mula caprichosa y resabiada que marcha con un trotecito incómodo y hace maniobras amaneradas a estilo de caballo de circo”. Al comienzo, añade: “Pereda, José María”.

            Alfredo Rodríguez no cree necesarias esas precisiones, ya que organiza temáticamente su selección, sin darse cuenta de que, en más de un caso, resulta imprescindible. Uno de los breves fragmentos dice así: “Un escritor, a quien siempre he admirado, además de por muchas páginas, por haber entregado, sin reservas, su vida a la literatura”. ¿Y quién es ese escritor al que Sánchez-Ostiz ha admirado? No lo sabemos. Otro ejemplo: “Son una gente espléndida, de una bonhomía rara”. ¿Pero quién es esa gente? El aforismo no necesita del contexto para ser entendido; los fragmentos de Sánchez-Ostiz seleccionados, a menudo breves como aforismos, no se entienden sin el contexto del que han sido caprichosamente extraídos. Otro ejemplo: “Tiene una elegancia antigua, una elegancia ya anacrónica”. ¿Pero quién, Alfredo, quién tiene esa elegancia antigua?

            Al antólogo parece que se le ha ido la mano con las tijeras y ha dejado inservible buena parte de la selección. No toda, afortunadamente. Se salvan perfiles tan precisos como los que se dedican a Carlos Edmundo de Ory o a Ramón Irigoyen, escrito uno con tintes oscuros y el otro desde la admiración. Y los pasajes que refieren paseos por los bosques, pequeños poemas en prosa sin nada del pegajoso lirismo habitual del género.

            De buenas intenciones está empedrado el infierno dicen que dijo André Gide. Para criticar a los grandes grupos editoriales, que solo buscan el beneficio económico, André Schiffrin habló de “la edición sin editores”. Pero esa falta es todavía más notable en muchas pequeñas editoriales en las que nadie se ocupa de revisar el texto que el autor entrega, como si se tratara de una autoedición.

            La escritura literaria suele ser individual, aunque no escaseen las excepciones (sobre todo en el teatro), pero la edición es un trabajo colectivo. Intervienen en ella un buen puñado de profesionales de los que a menudo no sabemos ni el nombre y cuya labor resulta invisible: solo se nota cuando falta o falla. Alguien debería haberle dicho a Alfredo Rodríguez que evitara repeticiones, que no llenara el libro de falsos aforismos, que mostrara los diversos tonos del escritor en sus mejores páginas.

            A Miguel Sánchez-Ostiz puede calificársele de desigual y algo atrabiliario, sin duda, pero es uno de los grandes nombres de su generación. Para que los lectores del siglo XXI se den  cuanta de ello, sigue necesitando el editor y el crítico adecuados que pongan orden en su inmensa obra, que separen el grano de la paja, la vida convertida en literatura del mero desahogo.

martes, 6 de mayo de 2025

Borges revisitado

 

Roberto Alifano
Primer cuaderno Borges (Diarios, 1974-1976)
Renacimiento. Sevilla, 2025.

Jorge Luis Borges, además del gran escritor universal de perdurable memoria, fue un singular personaje. El personaje, tanto o más que el escritor admirado, protagoniza este Primer cuaderno Borges. No todo el material que contiene puede considerarse inédito. El diario que Roberto Alifano llevó durante sus años de colaboración con Borges, que coinciden con la última década de la vida del escritor, le ha servido de cantera para varios de sus libros, entre ellos El humor de Borges (con el que coinciden algunas páginas), pero ese material parece inagotable y esta primera entrega, que abarca de 1974 a 1976, abunda en sorpresas. No todas agradables, por cierto.

            Esos años son trascendentales en la vida política argentina. Van de los últimos meses de Perón hasta el golpe de Estado militar, pasando por el caótico gobierno de su viuda, conocida como Isabelita. Alifano, poeta y narrador, pero profesionalmente periodista, le informa a Borges de lo que está ocurriendo y así tenemos una crónica de primera mano de muchos acontecimientos decisivos, como la concentración en la Plaza de Mayo en que Perón rompió con la izquierda peronista, los montoneros, que pasaron a la clandestinidad. No resulta un descubrimiento para nadie la alegría con que Borges recibió el golpe militar, que llevaba meses esperando, lo mismo que buena parte de la sociedad argentina. Tardó en darse cuenta de que el remedio era peor que la enfermedad, como tantas veces ocurre en la historia.

            Jorge Luis Borges se esforzó, con éxito, en mantener su obra literaria, hasta donde eso era posible, al margen de su sus opciones ideológicas: “He sido (y sigo siendo) adversario del comunismo, del nacionalismo, del antisemitismo y, desde luego, del peronismo. Pero no he permitido que esas opiniones intervengan en mi labor literaria”.

            En estos primeros años en que Alifano ocupa el puesto de secretario oficioso del admirado maestro, Borges está escribiendo los poemas de La rosa profunda y los relatos de El libro de arena. Se nos ofrecen fragmentos de algunos de ellos, pero se trata ya de las versiones finales, no de los borradores previos, que habrían añadido valor al volumen. Pero no es el Borges escritor ilustre el que más nos interesa en estas páginas, ni sus opiniones sobre la cábala, los laberintos, la literatura inglesa y otros asuntos sobre los que ya ha hablado incontables veces, sino el Borges cotidiano, el de andar por casa, podríamos decir.

La madre del escritor muere en 1975 y asistimos a sus últimos meses; Fanny, la criada paraguaya, es una presencia constante, así como el gato Beppo. Le visitan su hermana y sus sobrinos, con los que mantiene una buena relación que más adelante se interrumpiría bruscamente.  A quien acabaría propiciando la ruptura de Borges con toda su vida anterior y llevándole a morir a Ginebra (él esperaba ser enterrado en Buenos Aires), solo se la menciona una vez, el 24 de agosto de 1974, día en que cumple 75 años: “María Kodama, una exalumna suya de las clases de anglosajón lo pasará a buscar para hacer un recorrido por el Tigre”. Un diario, si no está retocado para su publicación, recoge la huella de los días, no falseada por la memoria. Nadie se imaginaba entonces que esa tímida admiradora acabaría dinamitando todas las relaciones del escritor, hasta las que parecían más firmes, como la amistad con Bioy Casares, para acabar convirtiéndose en única acompañante, heredera universal y diligente e inteligente, administradora de su legado.

            Abundan las anécdotas que a mí al menos me resultan novedosas, como el encuentro con Ángel González. Alifano lo había conocido en Chile, en casa de Nicanor Parra, y era buen amigo suyo. Cuando viaja a Buenos Aires, le invita a una comida con Borges. Antes del encuentro, Borges le pide que le lea algún poema suyo y Alifano le recita el soneto “Alga quisiera ser, alga enredada / en lo más suave de tu pantorrilla”. A Borges le gusta, aunque sus elogios resultan un tanto convencionales: “Todo está dicho de una manera sencilla y amable; casi no se notan las palabras que en un estado de emoción lo dicen todo”. En el restaurante, se encuentra Miguel de Molina con algunos conocidos: Hay un intercambio de saludos y al final se juntan las dos mesas. A Borges, que hasta entonces había llevado la voz cantante, no le gustó tal hecho, ya que, a partir de entonces el protagonismo pasa al famoso cupletista, maltratado por el franquismo. Le pide a Alifano que le acompañe a casa y allí califica al bailarín de “histrión insoportable” y aprovecha para sacar a relucir otra de sus fobias: “Me recuerda mucho a García Lorca, quiere ser el centro de atención todo el tiempo. Lorca era igual, parecía una mariposa. Iba de un lugar a otro, imitaba voces, saltaba, si había un piano o una guitarra se ponía a tocar. Yo estuve con él un par de veces y me abrumó con su exagerado histrionismo. ¿No le parece muy raro y desgastante todo ese exceso de afectación en un solo hombre?”

            Abundan los chismes, graciosos a veces, otras simplemente malintencionados, sobre escritores. Los prejuicios de Borges, entre ellos la homofobia que se intuye en las referencia a Miguel de Molina y a Lorca, sus filias y sus fobias, se muestran sin disimulo. Esto es lo que nos dice de Juan Ramón Jiménez: “No era un hombre muy agradable ni demasiado simpático. Una persona más bien de distancia, soberbia, con un humor ofensivo. A su mujer la trataba duramente, aunque le dedicaba poemas exageradamente dulces. Yo creo que era un subrepticio misógino”.

            No es este un libro como el famoso Balzac en zapatillas de Léon Gozlan, que inaugura la serie de biografías desmitificadoras de grandes hombres escritas por su ayuda de cámara o su secretario, pero algo tiene de ello: aunque lo motive la admiración, no el resentimiento, no siempre deja al protagonista en buen lugar.

            Quienes admiran a Borges y quienes lo detestan encontrarán en los apuntes de Alifano –que habrían necesitado una más cuidadosa revisión-- abundantes motivos para seguir admirándolo o para seguir detestándolo.

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