Roberto Alifano
Primer cuaderno Borges (Diarios, 1974-1976)
Renacimiento. Sevilla, 2025.
Jorge Luis Borges, además del
gran escritor universal de perdurable memoria, fue un singular personaje. El personaje,
tanto o más que el escritor admirado, protagoniza este Primer cuaderno
Borges. No todo el material que contiene puede considerarse inédito. El
diario que Roberto Alifano llevó durante sus años de colaboración con Borges,
que coinciden con la última década de la vida del escritor, le ha servido de
cantera para varios de sus libros, entre ellos El humor de Borges (con
el que coinciden algunas páginas), pero ese material parece inagotable y
esta primera entrega, que abarca de 1974 a 1976, abunda en sorpresas. No todas
agradables, por cierto.
Esos años son trascendentales en la vida política
argentina. Van de los últimos meses de Perón hasta el golpe de Estado militar,
pasando por el caótico gobierno de su viuda, conocida como Isabelita. Alifano, poeta
y narrador, pero profesionalmente periodista, le informa a Borges de lo que
está ocurriendo y así tenemos una crónica de primera mano de muchos
acontecimientos decisivos, como la concentración en la Plaza de Mayo en que
Perón rompió con la izquierda peronista, los montoneros, que pasaron a la
clandestinidad. No resulta un descubrimiento para nadie la alegría con que
Borges recibió el golpe militar, que llevaba meses esperando, lo mismo que
buena parte de la sociedad argentina. Tardó en darse cuenta de que el remedio
era peor que la enfermedad, como tantas veces ocurre en la historia.
Jorge Luis Borges se esforzó, con éxito, en mantener su
obra literaria, hasta donde eso era posible, al margen de su sus opciones
ideológicas: “He sido (y sigo siendo) adversario del comunismo, del
nacionalismo, del antisemitismo y, desde luego, del peronismo. Pero no he
permitido que esas opiniones intervengan en mi labor literaria”.
En estos primeros años en que Alifano ocupa el puesto de
secretario oficioso del admirado maestro, Borges está escribiendo los poemas de
La rosa profunda y los relatos de El libro de arena. Se nos
ofrecen fragmentos de algunos de ellos, pero se trata ya de las versiones
finales, no de los borradores previos, que habrían añadido valor al volumen. Pero
no es el Borges escritor ilustre el que más nos interesa en estas páginas, ni
sus opiniones sobre la cábala, los laberintos, la literatura inglesa y otros
asuntos sobre los que ya ha hablado incontables veces, sino el Borges cotidiano,
el de andar por casa, podríamos decir.
La
madre del escritor muere en 1975 y asistimos a sus últimos meses; Fanny, la
criada paraguaya, es una presencia constante, así como el gato Beppo. Le visitan
su hermana y sus sobrinos, con los que mantiene una buena relación que más
adelante se interrumpiría bruscamente. A
quien acabaría propiciando la ruptura de Borges con toda su vida anterior y
llevándole a morir a Ginebra (él esperaba ser enterrado en Buenos Aires), solo
se la menciona una vez, el 24 de agosto de 1974, día en que cumple 75 años:
“María Kodama, una exalumna suya de las clases de anglosajón lo pasará a buscar
para hacer un recorrido por el Tigre”. Un diario, si no está retocado para su
publicación, recoge la huella de los días, no falseada por la memoria. Nadie se
imaginaba entonces que esa tímida admiradora acabaría dinamitando todas las
relaciones del escritor, hasta las que parecían más firmes, como la amistad con
Bioy Casares, para acabar convirtiéndose en única acompañante, heredera
universal y diligente e inteligente, administradora de su legado.
Abundan las anécdotas que a mí al menos me resultan
novedosas, como el encuentro con Ángel González. Alifano lo había conocido en
Chile, en casa de Nicanor Parra, y era buen amigo suyo. Cuando viaja a Buenos
Aires, le invita a una comida con Borges. Antes del encuentro, Borges le pide
que le lea algún poema suyo y Alifano le recita el soneto “Alga quisiera ser,
alga enredada / en lo más suave de tu pantorrilla”. A Borges le gusta, aunque
sus elogios resultan un tanto convencionales: “Todo está dicho de una manera
sencilla y amable; casi no se notan las palabras que en un estado de emoción lo
dicen todo”. En el restaurante, se encuentra Miguel de Molina con algunos
conocidos: Hay un intercambio de saludos y al final se juntan las dos mesas. A
Borges, que hasta entonces había llevado la voz cantante, no le gustó tal
hecho, ya que, a partir de entonces el protagonismo pasa al famoso cupletista,
maltratado por el franquismo. Le pide a Alifano que le acompañe a casa y allí
califica al bailarín de “histrión insoportable” y aprovecha para sacar a
relucir otra de sus fobias: “Me recuerda mucho a García Lorca, quiere ser el
centro de atención todo el tiempo. Lorca era igual, parecía una mariposa. Iba
de un lugar a otro, imitaba voces, saltaba, si había un piano o una guitarra se
ponía a tocar. Yo estuve con él un par de veces y me abrumó con su exagerado
histrionismo. ¿No le parece muy raro y desgastante todo ese exceso de
afectación en un solo hombre?”
Abundan los chismes, graciosos a veces, otras simplemente
malintencionados, sobre escritores. Los prejuicios de Borges, entre ellos la
homofobia que se intuye en las referencia a Miguel de Molina y a Lorca, sus
filias y sus fobias, se muestran sin disimulo. Esto es lo que nos dice de Juan
Ramón Jiménez: “No era un hombre muy agradable ni demasiado simpático. Una
persona más bien de distancia, soberbia, con un humor ofensivo. A su mujer la
trataba duramente, aunque le dedicaba poemas exageradamente dulces. Yo creo que
era un subrepticio misógino”.
No es este un libro como el famoso Balzac en
zapatillas de Léon Gozlan, que inaugura la serie de biografías desmitificadoras
de grandes hombres escritas por su ayuda de cámara o su secretario, pero algo
tiene de ello: aunque lo motive la admiración, no el resentimiento, no siempre
deja al protagonista en buen lugar.
Quienes admiran a Borges y quienes lo detestan
encontrarán en los apuntes de Alifano –que habrían necesitado una más cuidadosa
revisión-- abundantes motivos para seguir admirándolo o para seguir
detestándolo.
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