martes, 29 de enero de 2013

Pere Gimferrer: Alusión y elusión


Pere Gimferrer
Alma Venus
Seix Barral. Barcelona, 2012


¿Los últimos libros de Pere Gimferrer los ha escrito Pere Gimferrer o un aplicado epígono que conoce muy bien sus mañas verbales pero carece de su talento? Los más antiguos poemas de Arde el mar, y también de los más representativos, “Cascabeles” e “Invocación en Ginebra”, se escribieron cuando su autor contaba dieciocho años, en 1963. Medio siglo después, la estética no ha variado mucho, pero ha desaparecido la tensión capaz de lograr que los chispazos verbales y las dispersas referencias culturales cuajen en un poema.
            La promoción publicitaria que acompaña a cada libro de quien es, desde hace tiempo, una figura importante del mundo editorial e institucional ha subrayado, como dato de especial interés, sus incursiones fuera del habitual culturalismo, sus referencias a la actualidad. Veamos un ejemplo: “Cardeña de Ruy Díaz, hoy de Paesa: / el paladín da paso al transformista”. Resulta que en el monasterio de Cardeña, ligado a la vida y a la leyenda del Cid, al parecer se dijeron misas tras la falsa muerte de Paesa, el intermediario en la captura de Roldán. ¿Tiene eso alguna significación para el poema? Ninguna. No se vuelve a aludir ni al Cid ni a Paesa; nada cambia en el texto si tachamos esos versos.
            Todo es gratuito en la pirotecnia verbal de Alma Venus (como antes en la de Rapsodia). Veamos un ejemplo: “en la jaula de hierro, el contador / del truchimán de las usurerías, / como el embozo del cólera morbo / tras la cara pintada del coplero, / Death in Venice, cal viva en las esquinas, / como Lasa y Zabala sepultados, / como las agonías del salón”. Una alusión a Pound, a la película de Visconti, a los etarras asesinados y sus cadáveres tratados de hacer desaparecer con cal viva. Vagas asociaciones automáticas, llevar al poema todo lo que nos viene a la memoria, sin filtro alguno, dejar que la noria del ritmo saque a la superficie todo el oro y el lodo que encuentre en el pozo de la memoria.
            “Ordenar estos datos es tal vez la poesía” escribió Gimferrer en “Primera visión de marzo”, uno de los poemas de Arde el mar. Hace tiempo que ha perdido la capacidad de ordenar el mundo de alusiones e intuiciones verbales de que está hecha su poesía. ¿Qué sentido tiene la referencia a Lasa y Zabala? Hubo un tiempo en que airear ese crimen de Estado sirvió para deteriorar el gobierno de Felipe González; hoy conviene silenciarlo para no dar armas a quienes, en el conflicto vasco, afirman que las víctimas no siempre estuvieron del mismo lado. Pero Gimferrer no lo utiliza ni en un sentido ni en otro; son nombres que han quedado en su memoria y ahí aparecen, sin mayor consecuencia.
            ¡Qué distintos aquellos poemas de 1963! “Cascabeles” tomaba como pretexto a un escritor un tiempo célebre y entonces, y hoy, pasto de las librerías de viejo, para evocar un mundo, el de la belle époque, desaparecido para siempre. No hay un verso que no encierre una felicidad verbal, no hay una ocurrencia gratuita; el conjunto sigue siendo la más adecuada evocación de una época que quizá no ha existido nunca, solo en el arte y “en la nupcial farándula del sueño”.
            “Invocación en Ginebra” comienza con unos versos,  leídos quizá en un viejo libro de texto, que permanecen aferrados a la memoria y que traen con ellos toda la retórica educacional de la época: “Palabrería / tiempo atrás insuflada, tiza en pizarra virgen, / no recordáis, colegio, en fila india, mas para bien morir, fútbol, santo rosario, pese a Lucero, mens in corpore, es lo justo, / la católica, madre, cuántos días, primer viernes, / te confesaste, es más segura, te confesaste, la católica, sincero”.  Los versos ajenos con que comienza el poema son los siguientes: “En la protesta –respondió sincero–  / se vive con mayor desenvoltura, / mas para bien morir…”. Se trata del final de un soneto de Fray Ambrosio de Valencina, levemente alterados, y mejorados, por la memoria: “En la protesta –respondió sincero– / se vive con bastante más soltura; / mas para bien morir, ¡pese a Lutero!, / la Católica, madre, es la segura”.
            A los dieciocho años Pere Gimferrer era un poeta; a los sesenta y ocho es un culto improvisador capaz de escribir tiradas y tiradas de versos –termina un libro en pocas semanas–, pero incapaz de escribir un poema.
            En Alma Venus se pueden aislar sugerentes endecasílabos, anotar docenas y docenas de cultas referencias, pero ningún poema que se sostenga en pie. Quizá por eso la nota de contraportada, escrita o inspirada por el autor, afirma que se trata de “un extenso poema unitario”. Pero en todo caso se trataría de dos poemas, uno que se titula como el conjunto, “Alma Venus”, que el autor da como escrito entre diciembre de 2011 y febrero del año siguiente, y el otro, “Los sentidos en paz con la memoria”, que toma su título de un verso de Villamediana y está escrito entre el 8 de julio y el 20 de agosto de 2012.
            Culturalismo y metapoesía son dos de las características de la nueva poesía de finales del franquismo, los años del primer Gimferrer. Ambas siguen muy presentes en Alma Venus. La referencias a la poesía o al poema en general incurren con frecuencia en la rotundidad de la máxima: “Todo poema tiene un tema solo: / cómo dice otra cosa la palabra”, “el poema crea realidad”, “si el tema de este texto es el lenguaje, / el poema no puede terminar”. Son afirmaciones aisladas, tan gratuitas como las referencias a la actualidad: “¿Urganda la desconocida? No: / en pieza separada, Palma Arena”. Pues muy bien.
            Ni denuncia ni descubrimiento ni deslumbramiento hay en Alma Venus, pero abunda en cambio la reiteración y el manierismo, el acertijo erudito.
            Uno de los grandes libros del año, sin duda alguna, para los suplementos culturales más prestigiosos y para la acrítica crítica habitual en ellos. 

martes, 22 de enero de 2013

Ferran Planes: La historia y otras bromas pesadas


Ferran Planes
El desbarajuste
Traducción de Carlos Manzano
Libros del Asteroide
Barcelona, 2012


Las ilusiones republicanas, la derrota de la guerra civil, las desventuras del exilio se han contado muchas veces, pero nadie las ha contado como Ferran Planas en un libro de expresivo título, El desbarajuste, publicado en 1969, olvidado después, y rescatado recientemente, primero en su catalán original y ahora en la traducción al español.
            A Ferran Planas la censura le cortó solo algunos párrafos, restituidos en las nuevas ediciones, quizá engañada por el humor y el distanciamiento con que trata los acontecimientos de la guerra civil y la República.
            Ferran Planas (1914-1985) no era un escritor profesional. Además de este libro solo publicó otro, Caminos (1976), en el que hace repaso de sus andanzas viajeras. Pero cuenta su vida como cualquier buen narrador cuenta una historia, alterando la cronología, despertando el interés del lector desde el principio.
Comienza inesperadamente en Delle, una pequeña localidad francesa cercana a la frontera suiza, en 1940. Luego refiere cómo había llegado hasta allí, esto es, cómo había salido de España tras la derrota republicana, y prosigue narrándonos las peripecias del exilio. Un exilio breve, termina en 1943, pero en el que hay tiempo para cárceles, trabajos forzados, una novelera evasión y un período de vida rural y de felicidad campestre, en el sur de Francia, al margen de la historia.
            No hay primores de estilo en la narración de Planas; no hacen falta. Con el desenfado barojiano, pero sin rencor ninguno, nos cuenta sus idas y venidas, sus esfuerzos por sobrevivir. Los cuatro años del exilio ocupan más de un tercio del volumen. Y no hay en ellos ninguna concesión al tópico. Planas cuenta lo que ha visto, lo que ha vivido. Se calla algunas cosas, según nos advierte en el prólogo: “No os diré toda la verdad, pero os prometo que nada de lo que os contaré será mentira”. Y calla parte de la verdad para no “envenenar” sus palabras, para no hacer daño a quienes todavía viven.
            Cuando cuenta su vida, Planas acierta siempre, y acierta cuando reflexiona con buen sentido sobre el “desbarajuste” de la historia de España. Pero comete algunos curiosos errores en hechos concretos (también le atribuye la expresión “burgos podridos”, de Marcelino Domingo, a Manuel Azaña) como señalar que “el lunes, día 13, un emisario del Palacio Real fue a la cárcel para parlamentar con los republicanos presos y disponer los detalles del traspaso de poderes” (sabido es que esa entrevista entre Romanones y Alcalá Zamora tuvo lugar en casa de Gregorio Marañón). Otro mínimo error, que nos indica que no es un historiador el que escribe: “El rey Alfonso XIII, entre otros, pudo coger tranquilamente, en la estación de El Escorial, el tren que lo llevó a París”. De sobra sabemos que lo que cogió fue un barco en Cartagena.
            Lo que importa es su visión de la guerra, nada heroica, nada idealizadora del ejército republicano. Ferran Planas vivió los desmanes de los meses iniciales como una “tragedia”. “Y es inútil consolarse –añade– pensando que en el bando de los ‘buenos’, de los ‘nacionalistas’, pasaba algo parecido. Yo lo sabía o lo supe, pero no lo vivía”.
            En los primeros momentos, como secretario de Ayuntamiento en el pueblo de Súria, le encargaron convertir el convento de monjas dominicas de la localidad en hospital. Allí, en una celda, encontró un paquete de cartas que una de las monjas le había escrito a otra. “Era un documento humano impresionante”, indica. Aunque señala que entonces las leyó y releyó “con morbosidad”, ahora las comenta como una muestra de “la candidez y la inocencia de dos mujeres alejadas del mundo, pero que no podían disimular su condición humana”. Cita algún fragmento: “¿Te acuerdas de aquel día en que nos vimos en el jardín? Tú estabas pálida y triste. Yo te miraba para ilusionarte con mis ojos y demostrarte que te quería. Por las noches soñaba contigo…”
            Buena parte de la guerra la pasó en Andalucía, como jefe de una batería que apenas si llegó a disparar. No disimula el poco heroico final. El día 2 de abril en la plaza Mayor de Guadix se escenifica la llegada del nuevo régimen: “Mi familia y yo asistimos, pero antes me había arrancado cobardemente las insignias de teniente rojo que, paradójicamente, eran de color dorado. Estábamos acostumbrados a mantener los puños cerrados y costó un poco estirar la mano”. Como todos cantó el Cara al sol y se unió a los gritos de verdadero o falso júbilo: “Solo las piedras de la calle y los que estaban escondidos lloraban”.
            La tercera parte del libro, la más breve, se titula “La República”. En ella se nos cuenta, por fin, la infancia del protagonista, sus dos años en el seminario, su precoz iniciación política. Como militante de Esquerra Republicana, participó lleno de entusiasmo en la fugaz proclamación del Estado catalán dentro de una inexistente República Federal Española en octubre del 34. Izó la bandera catalana con la estrella en el balcón del Ayuntamiento y redactó la proclama que terminaba con un “¡Viva la República catalana!”. Pero no vivió más que unas horas, y el hombre que escribe tantos años después, en la España franquista, considera “muy sensato” aquel rápido final. El joven de veinte años acabó la aventura llorando “de tristeza, vergüenza, asco y rabia”.
            Quizá la censura franquista dejó pasar este libro, con pequeños cortes, porque no parecía dejar en demasiado buen lugar al catalanismo; quizá por eso estas espléndidas memorias no volvieron a reeditarse hasta 2010.
            Están escritas con inteligencia y sentido común. Sin las pequeñas historias de quienes no fueron protagonistas de nada, salvo de su propia vida, no se entiende la gran historia. O mejor, no se entiende la historia. Ni el tiempo presente. 

martes, 15 de enero de 2013

Jorge de Sena, poesía y desmesura

Jorge de Sena
Serena ciencia (Antología poética)
Prólogo, selección y traducción de Martín López-Vega
Pre-Textos. Valencia, 2012


Jorge de Sena vivió siempre con la convicción de que era un hombre demasiado grande para un país demasiado pequeño. Y era, en verdad, un hombre extraordinario, capaz de destacar en cualquier género literario y en la más minuciosa erudición universitaria.  Nacido en Lisboa en 1919, ingresa en la Escuela Naval, que abandona –tras un incidente todavía no aclarado– después de recorrer en el navío escuela Sagres medio mundo. Estudia luego ingeniería y compatibiliza sus trabajos de ingeniero con la literatura hasta que en 1959 decide trasladarse al Brasil, donde se doctora, es profesor universitario y más tarde, ya en los Estados Unidos, director del Departamento de Español y Portugués en la Universidad de Santa Bárbara. Allí muere imprevistamente en 1978. Todo su empeño estaba puesto en obtener el premio Nobel de literatura; se creía con derecho a ser el primer escritor de lengua portuguesa al que se concediera ese galardón. El último artículo que escribió –se publicó unos días después de su muerte– llevaba el título de “Aleixandre o el Premio Nobel a los insignificantes”; no comprendía que en 1977 los académicos suecos hubieran optado por Aleixandre, solo poeta, y no por él, poeta e infinitas cosas más.
            El ego desmesurado de Jorge de Sena se plasmó, como no podía ser de otra manera, en una obra también desmesurada. Escribió mucho, publicó todo lo que pudo, y su viuda, Mécia de Sena, se encargó de publicar cuidadosamente todo lo que había dejado inédito, incluido el epistolario y virulentos ataques a sus contemporáneos que no le dejan en buen lugar.
            Jorge de Sena aspiró a jugar en Portugal el papel que Unamuno había jugado en la España de su tiempo, a ser el maestro reconocido por todos y a la vez el jefe de la oposición intelectual. No pudo conseguirlo y siempre vivió con la sensación de que no era suficientemente reconocido y admirado.
            Esa megalomanía, que a veces adquiere tintes casi patológicos, no debe hacernos olvidar que su talento y su capacidad de trabajo eran realmente excepcionales. Tradujo al portugués dos nutridas antologías de la mejor poesía del mundo, hizo aportaciones fundamentales a los estudios pessoanos y camonianos (solo Pessoa y Camoens le parecían de su talla en Portugal), conocía como pocos la literatura española del Siglo de Oro, y entre centenares de poemas (era un autor prolífico incapaz, como Unamuno, de descartar nada que saliera de su pluma) nos dejó dos o tres docenas verdaderamente excepcionales.
            Una muestra de ellos nos la ofrece Martín López-Vega con el título, quizá no demasiado adecuado, de Serena ciencia. Jorge de Sena ha contado siempre con la admiración de un puñado de poetas españoles, en los que ha influido en mayor o menor medida, pero las traducciones de su poesía no son demasiado abundantes, quizá por lo fácil –engañosamente fácil– que resulta el original para el lector español.
            En la breve antología de Martín López-Vega, que cuenta con un prólogo que oscila entre lo ensayístico y lo académico, no están todos los grandes poemas de Jorge de Sena, pero sí muchos de los fundamentales como “Cabecita romana de Milreu” (ya traducido por Víctor Botas en Segunda mano) o “En Creta, con el Minotauro”.
            Jorge de Sena quiso abrir puertas y ventanas en la poesía portuguesa de su tiempo, huir de “la abstracción, lo inconcreto, la imposibilidad mental de escribir referencialmente en relación a lo que sea”. La suya está lo más lejos posible de la poesía pura. Por eso fue acusada de ensayística, prosaica, incluso de banal y de pornográfica. Él estaba en contra de que la poesía fuera “cosa delicada y para delicados”; no consideraba negativo “escribir dura y directamente, utilizando términos groseros”, no creía que el insulto “fuera un privilegio de las agresiones hechas por la crítica”.
            Extendió las fronteras de la poesía de lengua portuguesa, pero su mejor poesía no está en los extremos, nada tiene que ver con los agresivos epigramas de los que López-Vega nos ofrece una muestra en el prólogo.
            Su mejor poesía se encuentra en Metamorfosis, de 1963, donde las obras de arte son el punto de partida de unos poemas reflexivos e intensos que nada tienen de parnasiano; está en Arte de música, de 1968, o en Peregrinatio ad loca infecta, del año siguiente, aunque en este libro, auténtico cuaderno de viaje, se entremezclen con alguna que otra banal anotación turística.
            Martín López-Vega selecciona sus poemas de los tres tomos canónicos de la poesía de Jorge de Sena, preparados por él mismo, y de los dos tomos póstumos que reúnen los textos que fueron quedando fuera de cada libro. Uno de estos últimos se refiere a la diferencia “entre los estudiosos y los poetas”; los primeros “no han leído nada a pesar de haberlo leído todo” mientras que los segundos son “capaces de leerlo todo sin haber leído nada”, aunque –terminaba irónicamente– “hay poetas que abusan del analfabetismo / y desacreditan a la gaya scienza”.
            El poeta Jorge de Sena no abusó del analfabetismo, sino todo lo contrario. Como creador y como estudioso quiso “serlo todo de todas las maneras”. Y lo fue quizá en demasía. Esta breve antología nos abre el apetito para adentrarnos en la selva inabarcable de una poesía en la que los cascotes abundan casi tanto como las obras maestras.

martes, 8 de enero de 2013

Los editores de Dios

Lucas
Demostración a Teófilo
Edición y traducción de
Josep Rius-Camps y Jenny Read-Heimerdinger
Fragmenta Editorial. Barcelona, 2012


Los textos sagrados que están en la base de la mayoría de las religiones –la Biblia, el Corán, el Libro del Mormón– son, al margen de su aura mítica, textos, y como tales pueden y deben ser analizados según las reglas de la lingüística, de la crítica literaria, de la ecdótica, aunque los creyentes más fanáticos confíen tan poco en ellos que, como don Quijote con el yelmo de Mambrino, prefieran no someterlos a ninguna prueba.
            Josep Rius-Camps y Jenny Read-Heimerdinger nos proponen una nueva lectura de uno de los evangelios, el de San Lucas, que no sería sino la primera parte de una obra más amplia, a la que ellos han titulado Demostración a Teófilo. La segunda parte de esa obra unitaria estaría constituida por los Hechos de los apóstoles.
            Se basan para ello, además de en el minucioso análisis textual, en un manuscrito distinto del que ha sido tomado como base en las ediciones canónicas: el códice Beza. Un calvinista francés, Teodoro de Bèze, lo encontró en el Cenobio de San Ireneo de Lyon en 1581. Lo salvó de la destrucción, pero prefirió ocultarlo para no escandalizar con sus lecturas divergentes. No sería publicado hasta 1883. Se trata de un códice bilingüe –griego, latín– que data de finales del siglo IV. Pero diversos papiros atestiguan la versión que reproduce del Nuevo Testamento era la más extendida en el siglo II. Lo más probable es que algunos misioneros de Asia y Frigia la llevaran consigo a las Galias, donde la tradujeron al latín. El aislamiento de ese territorio evitaría las influencias de la versión canónica que llegó a ser mayoritaria en las iglesias de Oriente y Occidente.
            Las evidencias internas nos indican que el autor de la Demostración a Teófilo, aunque helenizado, es no solo un judío, sino un rabino que conoce perfectamente la tradición hebrea. La primera parte de su obra se incluye tradicionalmente entre los evangelios sinópticos, pero los nuevos editores consideran que no es propiamente un evangelio, sino que pertenecería a un género literario distinto: el de la demostración. El destinatario de esa demostración, el “excelentísimo Teófilo” mencionado en las primeras líneas, lo identifican los editores con el tercer hijo del sumo sacerdote Anás, que ocupó este cargo desde el año 37 hasta el 41 d. C. Pero esa ya es una hipótesis no verificable.
            Lo que pretende demostrar Lucas, a petición de Teófilo, a quien le han llegado noticias al respecto, es que Jesús es el Mesías prometido al pueblo de Israel. El prólogo explicita su intención: “Dado que muchos han emprendido / la tarea de poner en orden un relato / sobre los hechos / que se han verificado entre nosotros, / tal como nos los transmitieron / los que desde un principio fueron testigos oculares / y llegaron a ser garantes de la palabra, / he decidido también yo, / que he ido siguiendo de cerca / todos los acontecimientos desde el comienzo, / escribírtelo con rigor y de manera ordenada, / excelentísimo Teófilo, / para que compruebes, / referente a los informes que te han llegado a los oídos, / su certeza”.
            Lucas, de quien no sabemos más que lo que se puede deducir de su propio texto, pretende escribir “con rigor y de manera ordenada”; no es un iluminado, ni un místico; trata de razonar a un judío –Teófilo– que los hechos de la vida de Jesús no son más que el cumplimiento de las antiguas profecías y que sus discípulos han difundido su mensaje fielmente y de acuerdo con sus indicaciones.
            Los textos del Nuevo Testamento, como cualquier otra obra que ha circulado durante siglos en manuscritos, presentan múltiples variantes. Una buena edición es la que nos ofrece un texto lo más cercano posible a la intención del autor, esto es, a la versión más antigua, menos adulterada por copistas posteriores. En los textos sagrados hay un autor divino que cuenta con un intérprete autorizado, la organización religiosa correspondiente, que es la que determina cual es la versión canónica y cuál la apócrifa, independientemente de su antigüedad.
            Pero esos textos –como cualquier otro texto de los considerados sagrados por una determinada comunidad– pueden y deben ser estudiados en sí mismos, al margen de su valor religioso. El análisis científico discurre por otra ladera, ni desmiente ni confirma lo que es cuestión de fe.
            La nueva traducción y edición que Josep Rius-Camp y Jenny Read-Heimerdinger realizan del evangelio de San Lucas y de los Hechos de los Apóstoles nos permiten leer esas obras –una sola en su interpretación–  con renovada emoción, como si las leyéramos por primera vez.
            Contribuye a ello la división del texto en “esticos”, en breves líneas a manera de versos determinados por las pausas de sentido. La disposición en la página nos invita así a leer de otra manera, menos apresurada, a ir pronunciando mentalmente cada palabra, a ir saboreando a la vez su sonido y su sentido, como en la poesía. Y apenas hay línea –“mirad los lirios del campo…”– que no despierte una serie de inagotables resonancias en nuestra memoria personal y cultural.
            La lectura religiosa desde la fe cristiana no es la única posible de los textos del Nuevo Testamento, ni siempre la más adecuada. También pueden leerse como leemos las fábulas paganas, los diálogos socráticos, las enseñanzas de Buda, los poemas de Omar Kayyam. Y su belleza y su verdad no quedan empañadas por el mal uso que a veces se haya hecho de ellos.