miércoles, 25 de diciembre de 2024

El autor como personaje

 

Manuel Alberca
El pacto ambiguo
El Toro Celeste. Málaga, 2024.

Manuel Alberca es uno de los principales estudiosos de la literatura biográfica y autobiográfica. Y no solo eso, es también autor de una de las mejores biografías que se han dedicado a un escritor español, La espada y la palabra. Vida de Valle-Inclán.

En 2007 resultó pionero en el estudio de un género o subgénero que se puso de moda entre dos siglos, la autoficción, donde el autor dejaba de hablar de sí mismo en primera persona, como en la autobiografía y en las memorias, para hacerlo en tercera como si fuera un personaje más de la narración. Lo títuló, muy acertadamente, El pacto ambiguo, porque ponía en cuestión el pacto autobiográfico que garantizaba la verdad, o la intención de verdad, de lo que se contaba en primera persona cuando coincidían el narrador y el autor.

            El término “autoficción” fue al parecer empleado por primera vez en 1977 por un escritor francés, Serge Doubrovsky, aunque su sentido no fuera exactamente el mismo que adquiriría después: se refería a una autobiografía que no se limitara al relato lineal de los hechos de una vida, sino que utilizara todos los recursos estilísticos y estructurales propios de la ficción, incluidas las aportaciones de la vanguardia: juegos de palabras, historias alternadas, fragmentarismo.

La autobiografía –como el diario íntimo-- es un género mixto, tiene que ver con la historia, con el documento, y con la literatura. Doubrovsky quería alejarse del simple documento notarial para acercarse a la gran literatura. Escribir En busca del tiempo perdido, para entendernos, sin recurrir al procedimiento habitual de la novela autobiográfica. Algo semejante quiso hacer por entonces, o unos años antes, el llamado nuevo periodismo: contar la realidad con las herramientas de la ficción. En la misma línea iba la novela de no ficción, con las iniciales obras maestras Operación Masacre, de Rodolfo Walsh, y A sangre fría, de Truman Capote.

            La autoficción sería otra cosa: el autor habla de sí mismo, en primera o tercera persona (el Vilas o el gran Vilas de los versos y las prosas de Manuel Vilas) entremezclando verdad y ficción, lo vivido y lo soñado.

            A las cerca de quinientas páginas de la primera edición de El pacto ambiguo, se le añaden ahora doscientas más que, junto a algunas reiteraciones, comentan nuevos ejemplos de autoficción o practican un género, el diario personal, no frecuente en los estudios críticos. En el prólogo, sin incurrir en la falsa modestia habitual, se enorgullece el autor del éxito de su investigación en los trabajos académicos: es una de las obras más citadas en su especialidad.

            Pero sin negar el mérito a este inmenso trabajo y a la capacidad de Alberca para alternar teoría (o lo que en los estudios literarios se entiende por tal, con frecuencia vagas generalidades) y crítica literaria, ni su buen estilo ensayístico o la precisa atención a la literatura actual, quizá se le podrían poner algunos reparos. El primero, que el libro habría ganado si además de añadir algunas páginas para ponerlo al día se eliminaran algunas otras. Y no se trata solo, ni fundamentalmente, de prescindir de repeticiones (a veces conviene insistir en los conceptos fundamentales), sino de evitar confusiones entre aquellas materias que se trata de diferenciar de la autoficción: la biografía, la novela autobiográfica y la novela en clave.

El inventario de autoficciones españolas e hispanoamericanas que se ofrece como apéndice nos lleva a pensar que el propio autor, el mayor experto en la materia, a fuerza de distingos ha acabado por no tener las cosas claras. ¿Una autoficción el tomo de las memorias de Baroja titulado Familia, infancia y juventud, Anatomía de un instante de Cercas, Paradiso de Lezama, Troteras y danzaderas de Pérez de Ayala? Autobiografía en el primer caso y en los demás crónica de un acontecimiento histórico (el 23-F), novela autobiográfica, novela en clave. De poco sirve el concepto de autoficción si toda ficción en que podamos encontrar algún elemento autobiográfico se incluye en él.

            Sobrarían en El pacto ambiguo las no escasas páginas en que el autor habla por extenso de obras que no tienen que ver con la autoficción, sino con la novela autobiográfica, como ocurre con La sensualidad pervertida de Baroja. Sorprenden un poco, por imprecisas, las referencias a la relación entre Galdós y Emilia Pardo Bazán. ¿Es La incógnita una transposición del dolor que le produjo a Galdós una infidelidad de Pardo Bazán?  No lo parece, o no parece que sea eso lo fundamental (también se habló como inspiración de un crimen ocurrido por esas fechas), y no es cierto, como afirma, que “unos años después” volviera a utilizar el mismo asunto en Realidad, ya que se escribió a continuación de La incógnita y cuenta los mismos hechos desde el interior de los personajes. Tampoco parece que “Doña Emilia” diera “cumplida respuesta a “don Benito” en Insolación publicada el mismo año.

            Si menos es más, como afirma el minimalismo, también es cierto que más es menos.  A propósito de Rafael Sánchez Ferlosio señala que, en El Jarama, “de manera explícita el autor dejó su huella nominal entre las objetivistas razones del discurso narrativo neorrealista”. La huella consistiría en el nombre de un personaje secundario, Rafael Soriano Fernández, cuyas iniciales coincidirían con las del autor. Sea casual o sea deliberada esta coincidencia, ¿qué tiene que ver semejante minucia con el estudio de la autoficción?

            Pero estos reparos no disminuyen el valor del libro como pionero en el análisis de un género, que si no nuevo del todo (entre sus antecedentes se encuentra alguno tan prestigioso como la Comedia de Dante), sí alcanza un desarrollo inusitado en las últimas décadas convirtiéndose en algo más que una moda, en símbolo y síntoma de los cambios producidos en la sociedad contemporánea.



 

miércoles, 18 de diciembre de 2024

De hazañas y prodigios

 

Torquato Tasso
Jerusalén liberada
Edición, notas y traducción de José María Micó
Acantilado. Barcelona, 2024.

De hazañas y prodigios nos habla esta renovada Jerusalén liberada, un poema que parecía ya solo historia de la literatura (y de la cultura: tanta música y pintura inspirada en él), pero esas hazañas y esos prodigios no están solo protagonizados por sus personajes, sino también por su autor, Torquato Tasso, y lo que más nos interesa hoy, por su traductor, José María Micó. De las desventuras y la fama en vida de Tasso, a quien visitó en prisión nada menos que Montaigne, no hablaremos aquí, pero sí de las hazañas de Micó, que deberían ser tan legendarias como las de Hércules. No solo es uno de los poetas más destacados de su generación, la de los ochenta, la de Aurora Luque o Carlos Marzal; no solo es uno de los estudiosos del siglo de Oro cuyos trabajos pueden ponerse a la par de los de Dámaso Alonso o Francisco Rico; también se ha ocupado de literatura contemporánea –muchas de sus lecciones magistrales pueden escucharse en Internet-- y ha llevado a cabo una labor de traducción que no parece propia de una sola persona. Y además compone, toca la guitarra, forma parte de un grupo musical, Marta y Micó, que multiplica sus actuaciones en los más diversos lugares.

            José María Micó se ha atrevido a traducir de nuevo, que es lo mismo que poner en español contemporáneo, a los tres grandes poemas épicos de la literatura italiana, esto es, de la literatura europea: la Comedia de Dante, el Orlando furioso de Ariosto y la Jerusalén liberada. De esos tres poemas, el único que sigue conservando la admiración y el fervor de los lectores actuales es el de Dante, sobre todo en su primera parte, la dedicada al Infierno; los otros dos parecían ser ya solo objeto de erudición. Algo semejante dijo Torquato Tasso, también autor de inteligentes reflexiones literarias, de L’Italia liberata dai Goti, un poema célebre en su momento que más tarde sería “recordado por pocos, leído por poquísimos, sepultado en alguna biblioteca o en el estudio de algún letrado”.

            La verdad es que acariciamos el volumen de Acantilado, un hermoso regalo para estas fechas, nos demoramos en el preciso prólogo, picoteamos alguna estrofa acá y allá, pero nos cuesta decidirnos a comenzar la lectura. Ninguna hazaña parece más ajena a la sensibilidad contemporánea que la de las cruzadas, esa guerra santa, en la que como en todas las guerras santas, cualquier barbarie parecía justificada.

            Requiere, ciertamente, un cierto esfuerzo inicial la lectura de estos veinte cantos, más de quince mil endecasílabos. No es lectura apresurada para un fin de semana, ni entretenimiento playero. En su tiempo, sin embargo, fue un best seller. Bien sabido resulta que al poema épico le dio muerte la novela. Pero tardó en hacerlo: todavía en el primer tercio del XIX, el apócrifo Ossian y Lord Byron se atrevían a competir con ella.

            El verso se lee de otra manera que la prosa. El primero puede prescindir más difícilmente que la segunda de la lectura en voz alta: el verso ha de pronunciarse sílaba a sílaba, aunque se lea en voz baja, para que conserve su ritmo; la prosa admite una lectura mental que puede acomodarse mejor a distintas velocidades (no se lee lo mismo a Baroja que a Miró).

            Tenemos que volver a aprender a leer si queremos leer los grandes poemas del pasado. Leer como quien escucha el poema, sin asustarse por no distinguir del todo los muchos personajes secundarios. De hecho, la lectura en voz alta –una parte de la población era analfabeta-- fue práctica común hasta tiempos recientes.

            Tasso quiso escribir un poema épico que se alejara de las fantasías y disparates de Ariosto para atenerse a las enseñanzas de Aristóteles, que fuera concorde con los nuevos ideales de la Contrarreforma. No creyó haberlo conseguido. Trabajó en la Jerusalén liberada durante toda su vida, pero la obra que admiramos se publicó sin su consentimiento y ni siquiera el título es suyo. Tras someterla  a un consejo de expertos, e incluso a la Inquisición, siguió trabajando en ella y la rehízo con el titulo de la Jerusalén conquistada. Lo que a él más le disonaba es lo que leemos con más admiración: los prodigios, los hechizos, los encantamientos, los amores de Rinaldo y Armida. Quien tenga dudas sobre la fascinación que todavía puede producir hoy este inmenso poema que empiece por el canto XIV; no podrá luego dejar de seguir leyendo.

            Antes de la de Micó, hasta diez traducciones de la Jerusalén liberada se hicieron al español desde el siglo XVI hasta el XIX, unas en verso y otras en prosa; además de múltiples adaptaciones de uno y otro tipo. El poema original está escrito en octavas reales. Micó conserva el endecasílabo, pero prescinde de la rima, salvo en el pareado final, que marca el cierre de la estrofa. De vez en cuando, nos encontramos con otras asonancias (o consonancias) que afirma son “buscadas, aunque no sistemáticas”. Varias de ellas, sin embargo, parecen ser casuales y deslucen el texto. Así termina una de las estrofas: “Debes recuperar la ciudad santa / del injusto poder de los paganos, / y establecer allí un reino cristiano / en el que luego reinará tu hermano”. Algo mejora ese cacofónico sonsonete cambiando el orden de los dos primeros versos (que es como aparecen en el original). Muy de tarde en tarde disuena algún endecasílabo; es el caso de “porque acudirá raudo a tu llamada”, con su acento antirrítmico en la quinta sílaba. Son reparos menores y quizá injustos: traducir una obra semejante está al alcance de muy pocos; señalar algún descuido, al de cualquiera.

            Con ecos de las grandes epopeyas clásicas (Rinaldo tiene mucho de Aquiles, Armida es una nueva Circe aún más encantadoramente perversa) y de los libros de caballerías, Torquato Tasso a ratos parece escribir el guion de una gran superproducción cinematográfica a la que le basta para seducirnos y deslumbrarnos con la magia de la bella palabra y la pantalla de nuestra imaginación.

           

martes, 10 de diciembre de 2024

La verdad sobre Chesterton

 

Gilbert K. Chesterton
Ahora que lo pienso
Traducción de Aurora Rice
Espuela de Plata. Sevilla, 2024.

Julio Camba, en uno de los artículos rescatados recientemente por Ricardo Álamo en Viviendo a la inglesa, afirma que le gustaría encontrarse con un periódico londinense que “no hablase de míster Chesterton, una especie de Unamuno inglés”. Y efectivamente Chesterton y Unamuno tienen mucho en común, como con gran perspicacia supo ver Camba en fecha tan temprana como 1911. Junto a las coincidencias –el cultivo de todos los géneros literarios, el recurso constante a la paradoja, el gusto por la polémica--, están las diferencias: Chesterton fue un firme defensor de la ortodoxia católica; Unamuno, casi heterodoxo de profesión.

            Ahora que lo pienso, cuya edición original es de 1930, se traduce por primera vez al español. Se trata de “Un libro de ensayos”, según afirma el subtítulo, pero comienza arremetiendo contra “la relajación y libertad del ensayo, aparentemente tan atractivas”. No está haciendo autocrítica, aunque lo parece: “Por su propia naturaleza, el ensayo no explica exactamente qué intenta hacer, y así escapa a un juicio decisivo en cuanto a si lo ha hecho o no”. La cualidad “irracional e indefendible” que él encuentra “en muchas de las frases más brillantes de los ensayos más hermosos” es precisamente lo más defendible de los suyos, lo que les da un perdurable atractivo.

            En cuanto asoma el catequista con fe de carbonero, desaparece el intelectual. Los mismos argumentos que se emplean a favor del divorcio, afirma sin inmutarse, “podrían esgrimirse, y seguramente se esgrimirán, a favor del asesinato”. Nos frotamos los ojos, pero Chesterton habla completamente en serio: “Si es verdad que a veces es posible resolver un problema social quebrantando un voto, es igualmente cierto que a veces sería posible hacerlo rebanando un cuello”.

La lucha contra el divorcio es una de sus obsesiones. En el ensayo final, de 1930, dedicado a loar la monarquía con el pretexto de la recuperación de la salud del rey Jorge V, escribe que su popularidad “dirá al mundo que no todos estamos divorciados, no todos somos degenerados, no todos estamos dando la lata al mundo con filosofías descabelladas y perversiones estéticas”. Eso de poner a los divorciados junto a los degenerados, las filosofías descabelladas y las perversiones recuerda aquellos versos de un poeta español, también católico a machamartillo, que daba gracias a Dios por habernos salvado “de la lluvia de napalm, / de los tanques del Pacto de Varsovia, / de Nixon, de Jomeini, de Fernández Ordoñez”. ¡El bueno de Fernández Ordóñez entre las calamidades del siglo XX solo por hacer que se aprobara la ley del divorcio!

            Chesterton va un paso más allá al afirmar que, si sus libros tienen que ser censurados, preferiría mil veces que lo fueran por la Inquisición española que por el Ministerio del Interior británico, pues aunque no la admire especialmente sabe que la Inquisición actuaba “según algunos principios inteligentes”, con muchos de los cuales está de acuerdo. No parece, sin embargo, que la Inquisición española estuviera de acuerdo con muchas de las cosas que afirma Chesterton. Si sus escritos hubieran sido censurados por ella, seguramente el autor habría sido condenado a la hoguera.

            Afortunadamente, en sus devaneos ensayísticos sobre esto y aquello, o contra este y aquel (Shaw, Wells), se olvida con frecuencia Chesterton de la tesis que defiende sin matices y con fervor de converso: el catolicismo es un sistema doctrinal que supera a cualquier otro, que no simplifica la realidad reduciéndola a una sola idea, como hacen Mahoma, Marx o Calvino.

            El sentido común de Chesterton, del que tanto se vanagloria, y el chisporroteo continuo de su ingenio, que tanto nos admiran, envuelven el hueso duro de roer, ya en su tiempo, más en el nuestro, de un integrismo católico que hoy rechazaría incluso buena parte de los católicos.

            La mejor manera de leerlo es no tomarlo en serio cuando se pone más serio y pretende hacernos comulgar con las ruedas de molinos de sus dogmas. Afortunadamente no lo hace demasiado a menudo. Y apenas hay página suya sin una ocurrencia memorable, como aquella para combatir la soledad: “Sugerí que sería bueno para esas casas victorianas aisladas tener una biblioteca humana, para prestarse personas en lugar de libros. Sugerí que el ómnibus de Mudie podía venir una vez por semana para dejar dos o tres extraños en la puerta; serían debidamente devueltos una vez estudiados adecuadamente. Habría una lista de normas por si alguien se quedaba con la señorita Brown demasiado tiempo o devolvía al señor Robinson con algún desperfecto”.

            Espigados entre los que el autor publicó en una longeva revista semanal, el Ilustrated London News, entre 1905 y 1930, algunos de los ensayos de Ahora que lo pienso están demasiado ligados a las circunstancias de esa época y han perdido interés, pero la mayoría siguen muy vigentes, como el titulado “De las dictaduras”, que analiza las causas del descrédito de la democracia liberal en los años veinte: “el parlamentarismo es simplemente el gobierno por políticos de profesión y los políticos de profesión están profundamente corrompidos”. Y a esa crítica universal –añade-- no se responde simplemente haciendo burla de Mussolini. O de Trump, añadimos nosotros.

jueves, 5 de diciembre de 2024

Maltrato real

 

María José Rubio
María Josefa Amalia de Sajonia, reina de España-
Política, poeta y mística.
Fundación Banco de Santander. Madrid, 2024.

No parecería en principio de demasiado interés una biografía dedicada a una de las tres mujeres de Fernando VII que murieron sin darle descendencia. De María Josefa Amalia de Sajonía, la que durante mayor tiempo compartíó su reinado, apenas si se recuerda, una anécdota jocosa y escatológica, la de su noche de bodas. Quien quiera conocerla en sus escabrosos detalles no tiene más que buscar en la Wikipedia. Incluso en una fuente más presuntamente rigurosa, como el diccionario biográfico de la Real Academia de la Historia, puede leerse que “su falta de información y su exacerbada religiosidad la llevaron a negarse a consumar el matrimonio hasta que el papa León XII la conminó a hacerlo”.

            María José Rubio desmiente esas patrañas y hace algo más: rescata de las sombras a una mujer excepcional, que apenas vivió veinticinco años, y que escribió versos y ensayos políticos y dejó su impronta en una época especialmente convulsa.

            Es cierto que se conserva el borrador de una carta de Fernando VII al papa pidiéndole ayuda ante ciertas dificultades en su matrimonio. No está fechada, pero en su segundo párrafo puede leerse: “Hace ya diez años que contraje matrimonio con mi augusta esposa”. Mal puede referirse, por tanto, a problemas en  la noche de bodas. Se queja del confesor de la reina y le pide al papa que lo cambie por otro que, además de encaminarla por la senda de la sólida virtud, “imprima profundamente en su ánimo sencillo la más justa idea de los deberes de una esposa para con su esposo, para ver si de este modo sería Dios servido conceder a mi matrimonio el fruto de bendición que sellaría la tranquilidad de mis dominios”. No hay constancia de que esa carta fuera enviada. Si lo fue, no se produjo cambio de confesor.

            Las presuntas peripecias de la noche de bodas se las contó Merimée a Stendhal en una carta de 1830, que no se publicó hasta 1898. Una señora, de la que no indica el nombre, le habría referido con todo detalle la historia, que tiene toda la apariencia de ser un desvergonzado cuentecillo. Merimée presumía de saber otros secretos de alcoba: “Si tuviera más papel, le enviaría el relato de su primera noche con la reina portuguesa, pero eso será para otra ocasión”.

            María José Rubio desmiente esos y otros bulos basándose en una amplia documentación, en su mayor parte no tenida en cuenta por los historiadores. Apasionante resulta la reconstrucción minuciosa de los pasos necesarios para concertar matrimonio entre dos personas que no se conocían: un viudo de 35 años y una joven de 15. El rey recibió a la vez un retrato de la que iba a ser su esposa, un borrador del contrato matrimonial y un certificado médico que garantizaba su buena salud y su capacidad para engendrar una familia “tan robusta como numerosa”.

            A pesar de esos preliminares tan poco prometedores, pocas dudas caben del amor que sintió Fernando VII. Pueden mentir los documentos oficiales, pero no las cartas privadas. “Querida Pepita de mi alma: yo no he pensado más que en ti en todo el día, he tenido mis ratos de llanto, y aun ahora mismo no veo lo que escribo por tener los ojos llenos de agua”, le escribe al día siguiente de separarse de ella para un viaje oficial. Otra carta comienza así: “Pepita mía, pichoncito de mi corazón”.  

            Nadie es de una pieza, ni siquiera el denostado Fernando VII y no es el menor mérito de esta biografía añadir nuevos matices a su figura. No se trata de reivindicar su figura, pero sí de desmentir bulos y enriquecer nuestra visión de la historia con otros puntos de vista.

Apasionante resulta el relato de los tres años que siguieron al levantamiento de Riego en Las Cabezas de San Juan de San Juan, ocurrido a los pocos meses de que María José Amalia se convirtiera en reina de España. No fueron tiempos fáciles para ella y acabaron dañando su salud mental. La afectó especialmente lo ocurrido al capellán real Martín Vinuesa, condenado a diez años de cárcel por participar en una conspiración absolutista y asesinado en la cárcel a martillazos. Los asesinos “recorren las calles en torno a la Puerta del Sol durante algunas horas de la tarde, mostrando a la población los martillos con que han cometido el crimen y los pañuelos empapados en sangre del capellán de palacio”.

            No menos dramáticos fueron los sucesos del 7 de julio de 1822, en los que llegó a lucharse dentro del palacio y su patio central se llenó de heridos. Fácil imaginar el terror que sintió la reina, cuando todavía no estaban muy lejanos los acontecimientos de la Revolución francesa.

            María José Rubio califica a María Josefa Amalia, en el subtítulo a su biografía, de “política, poeta y mística”. No fue una figura meramente decorativa, tenía ideas políticas y supo exponerlas en razonados ensayos en los que combatía las ideas liberales. Aunque no fueron publicados, se leyeron en el entorno del rey y tuvieron su influencia. Desde casi la infancia, escribió versos. Aprendió pronto el castellano, y esa se convirtió en su lengua poética. Se publicaron algunos de sus poemas y tuvieron gran difusión, pero la mayoría se conservan inéditos en los dos tomos en que fueron copiados amorosamente por la mano del propio rey Fernando. Muchos de ellos, tienen un carácter político. A juzgar por las muestras que se ofrecen en esta biografía no resultan desdeñables, aunque ciertos fallos rítmicos delatan que el español no era la primera lengua de la autora.

            En 1822, aparecieron anónimamente las Cartas de la reina Witinia, una en la que aparentemente la reina cuenta su vida y habla de la situación política, pero que no parece que fuera escrita por ella. María Jesús Rubio no logra descubrir al autor, sin duda alguien muy cercano y que la conocía bien. Es obra de gran interés y reeditada recientemente.

            Algo más que protagonista de un chiste chusco inventado por Merimée y creído por serios historiadores fue María Josefa Amalia de Sajonia; algo más que un felón que cerraba universidades y abría escuelas de tauromaquia fue Fernando VII. Lo podemos comprobar en este libro lleno de detalles exactos y sorprendentes que ayudan a comprender las complejidades de la historia, a evitar simplificaciones maniqueas...