Gilbert K. Chesterton
Ahora que lo pienso
Traducción de Aurora Rice
Espuela de Plata. Sevilla, 2024.
Julio Camba, en uno de los
artículos rescatados recientemente por Ricardo Álamo en Viviendo a la inglesa,
afirma que le gustaría encontrarse con un periódico londinense que “no hablase
de míster Chesterton, una especie de Unamuno inglés”. Y efectivamente
Chesterton y Unamuno tienen mucho en común, como con gran perspicacia supo ver
Camba en fecha tan temprana como 1911. Junto a las coincidencias –el cultivo de
todos los géneros literarios, el recurso constante a la paradoja, el gusto por
la polémica--, están las diferencias: Chesterton fue un firme defensor de la
ortodoxia católica; Unamuno, casi heterodoxo de profesión.
Ahora que lo pienso, cuya edición original es de
1930, se traduce por primera vez al español. Se trata de “Un libro de ensayos”,
según afirma el subtítulo, pero comienza arremetiendo contra “la relajación y
libertad del ensayo, aparentemente tan atractivas”. No está haciendo
autocrítica, aunque lo parece:” Por su propia naturaleza, el ensayo no explica
exactamente qué intenta hacer, y así escapa a un juicio decisivo en cuanto a si
lo ha hecho o no”. La cualidad “irracional e indefendible” que él encuentra “en
muchas de las frases más brillantes de los ensayos más hermosos” es
precisamente lo más defendible de los suyos, lo que les da un perdurable
atractivo.
En cuanto asoma el catequista con fe de carbonero,
desaparece el intelectual. Los mismos argumentos que se emplean a favor del
divorcio, afirma sin inmutarse, “podrían esgrimirse, y seguramente se
esgrimirán, a favor del asesinato”. Nos frotamos los ojos, pero Chesterton
habla completamente en serio: “Si es verdad que a veces es posible resolver un
problema social quebrantando un voto, es igualmente cierto que a veces sería
posible hacerlo rebanando un cuello”.
La
lucha contra el divorcio es una de sus obsesiones, En el ensayo final, de 1930,
dedicado a loar la monarquía con el pretexto de la recuperación de la salud del
rey Jorge V, escribe que su popularidad “dirá al mundo que no todos estamos
divorciados, no todos somos degenerados, no todos estamos dando la lata al
mundo con filosofías descabelladas y perversiones estéticas”. Eso de poner a
los divorciados junto a los degenerados, las filosofías descabelladas y las
perversiones recuerda aquellos versos de un poeta español, también católico a
machamartillo, que daba gracias a Dios por habernos salvado “de la lluvia de
napalm, / de los tanques del Pacto de Varsovia, / de Nixon, de Jomeini, de
Fernández Ordoñez”. ¡El bueno de Fernández Ordóñez entre las calamidades del
siglo XX solo por hacer que se aprobara la ley del divorcio!
Chesterton va un paso más allá al afirmar que, si sus libros
tienen que ser censurados, preferiría mil veces que lo fueran por la
Inquisición española que por el Ministerio del Interior británico, pues aunque
no la admire especialmente sabe que la Inquisición actuaba “según algunos
principios inteligentes”, con muchos de los cuales está de acuerdo. No parece,
sin embargo, que la Inquisición española estuviera de acuerdo con muchas de las
cosas que afirma Chesterton. Si sus escritos hubieran sido censurados por ella,
seguramente el autor habría sido condenado a la hoguera.
Afortunadamente, en sus devaneos ensayísticos sobre esto
y aquello, o contra este y aquel (Shaw, Wells), se olvida con frecuencia
Chesterton de la tesis que defiende sin matices y con fervor de converso: el
catolicismo es un sistema doctrinal que supera a cualquier otro, que no
simplifica la realidad reduciéndola a una sola idea, como hacen Mahoma, Marx o
Calvino.
El sentido común de Chesterton, del que tanto se
vanagloria, y el chisporroteo continuo de su ingenio, que tanto nos admiran,
envuelven el hueso duro de roer, ya en su tiempo, más en el nuestro, de un
integrismo católico que hoy rechazaría incluso buena parte de los católicos.
La mejor manera de leerlo es no tomarlo en serio cuando
se pone más serio y pretende hacernos comulgar con las ruedas de molinos de sus
dogmas. Afortunadamente no lo hace demasiado a menudo. Y apenas hay página suya
sin una ocurrencia memorable, como aquella para combatir la soledad: “Sugerí
que sería bueno para esas casas victorianas aislada tener una biblioteca
humana, para prestarse personas en lugar de libros. Sugerí que el ómnibus de Mudie
podía venir una vez por semana para dejar dos o tres extraños en la puerta;
serían debidamente devueltos una vez estudiados adecuadamente. Habría una lista
de normas por si alguien se quedaba con la señorita Brown demasiado tiempo o
devolvía al señor Robinson con algún desperfecto”.
Espigados entre los que el autor publicó en una longeva
revista semanal, el Ilustrated London News, entre 1905 y 1930, algunos
de los ensayos de Ahora que lo pienso están demasiado ligados a las
circunstancias de esa época y han perdido interés, pero la mayoría siguen muy
vigentes, como el titulado “De las dictaduras”, que analiza las causas del
descrédito de la democracia liberal en los años veinte: “el parlamentarismo es
simplemente el gobierno por políticos de profesión y los políticos de profesión
están profundamente corrompidos”. Y a esa crítica universal –añade-- no se
responde simplemente haciendo burla de Mussolini. O de Trump, añadimos nosotros.
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