sábado, 23 de marzo de 2019

Una especie de música




He heredado un nogal sobre la tumba de los reyes
Basilio Sánchez
Visor. Madrid, 2019.

Las palabras denotan y connotan, como es bien sabido. No es lo mismo cabalgar en un corcel que en un caballo, aunque a efectos prácticos sea lo mismo.
            Los poetas se pueden clasificar de muchas maneras y una de ellas es la de los que prefieren el corcel al caballo, que muchas veces se confunden con los que optan por “los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa” frente al machadiano “lo que pasa en la calle”.
            Basilio Sánchez en He heredado un nogal sobre la tumba de los reyes se nos muestra como un poeta que gusta de la sugerencia, que procura eludir en sus versos las referencias precisas, el anecdotario cultural o biográfico, que incluso se despreocupa de la estructura del poema.
            El título del libro y los títulos de cada una de las partes –“Hay un olor de agua y de resinas”, “Mi mesa de madera es del tamaño de un nido”, “El mar ha edificado una iglesia a la salida del sol”– son versos que podrían haber sido escogidos al azar. He heredado un nogal sobre la tumba de los reyes no habla de herencias ni de nogales ni de tumbas ni de reyes. ¿De qué habla? De lo mismo que habla una sinfonía.
            Pero las palabras, al contrario que las notas, unen sonido y sentido. La poesía de Basilio Sánchez parece una continua lucha del sonido contra el sentido, o mejor, de la sugerencia imaginativa frente a las referencias concretas.
            Los poemas –o fragmentos del poema que es el libro– están formados por piezas sueltas que admiten diferentes combinaciones. “En la ventana arde / la lámpara de cobre / de la que se desprenden las palabras”, comienza uno de los poemas. Y continúa con “Lo conocido excava  / una puerta en el muro / de lo desconocido”, para concluir: “El corazón no sabe / que algo dentro de él, calladamente, / se prepara en secreto”. Cualquiera de esos pequeños segmentos vale por sí mismo o podría formar parte de cualquier otro de los poemas.
            En raras ocasiones, hay referencias culturales concretas. Las encontramos –un poco a la manera de la poesía culturalista de los años setenta– en las dos primeras partes del poema de la página 13: “En un vuelo rasante / un pájaro acaricia con su vientre / el penacho amarillo de una espiga / en el valle del Eufrates, en la primera orilla de los hombres. // En medio de la acera, una hoja verde / que brilla con la lluvia / de esta misma mañana / parece una tesela del mosaico / de San Vital de Rávena, / un fulgor desprendido / de la venera clara de Teodora”.  El poema se cierra con dos versos a modo de conclusión: “La realidad es un relámpago que persiste. / El sol es una piedra en la arcada del horizonte”. El segundo de esos versos produce una cierta impresión de gratuidad, y no es el único en un libro no ajeno del todo a la escritura automática de los surrealistas, aunque en este caso las palabras que se entremezclan azarosamente suelen seleccionarse entre las convencionalmente poéticas.
            Los finales sorprendentes por su arbitrariedad son tan frecuentes en el libro que sin duda obedecen a una poética que busca desconcertar al lector. Véase, por ejemplo, el poema de la página 18, que nos habla de una gruta, un río subterráneo y del “rumor apagado / con el que los planetas / que acabaron desgajándose del universo / continúan descendiendo hacia el abismo”, y que concluye con estas dos afirmaciones: “Nos han dejado solos / como a una flor plantada en la llanura del mundo. / No hay ningún escritor / que no se sienta abandonado por las estrellas”.
            De los poemas de Basilio Sánchez se salvan algunas hermosas imágenes – como esos “grandes árboles / que iluminan de verde las mañanas del mundo”–, pero es difícil encontrar uno que se sostenga en su integridad, que no sea una amalgama de imágenes inconexas o que no termine con rotundas y vacuas afirmaciones de corte sapiencial: “El poeta no ha elegido el futuro. / El poeta ha elegido descalzarse en el umbral del desierto”. La gratuidad resulta acompañada a veces por la obviedad: “Cada uno posee su propia historia. / Cada uno preserva para sí su propio enigma”.
            Abundan los aforismos –llamémoslos así– en el cierre de los poemas (“El que entiende de pájaros entiende de narcisos”, “El silencio es la elegancia absoluta”) y con uno de ellos concluye el libro: “Las palabras son mi forma de ser”.
            La poesía es plural y cada lector debe buscar la que más se adecúa a sus particulares preferencias. La de Basilio Sánchez es más para ser escuchada que para ser leída y para ser escuchada como se escucha una música, dejándose llevar por las resonancias, ajenos al sentido, aunque He heredado un nogal sobre la tumba de los reyes no carezca enteramente de él. En sus mejores momentos, puede considerarse como un canto, con resonancias míticas, a la vida natural, al sosiego y al silencio: “Me tienta la alegría que no entiende de nada”.
             

Desmesurado Blasco Ibáñez



Sueños de revolucionario. Entrevistas
Edición de Emilio Sales y Francisco Fuster
Fórcola. Madrid, 2019.

Los límites entre literatura y periodismo no están nada claros. Y no solo porque buena parte de la mejor literatura de los siglos XIX y XX se publicara, antes que en libro, en los periódicos, sino porque, desde los artículos de Larra, sabemos que el buen periodismo puede ser también literatura, para muchos la literatura.
            Por eso las hemerotecas están llenas de libros dispersos que solo esperan la mano del editor diligente que les diga “levántate y anda”, que reúna los desperdigados fragmentos en un volumen y lo ponga a disposición de los lectores.
            Es lo que han hecho Emilio Sales y Francisco Fuster con una parte de las entrevistas que Vicente Blasco Ibáñez –célebre desde muy joven– concedió a lo largo de su vida, una vida que no fue una, sino varias novelas, la mayoría de ellas folletinescas y bastante inverosímiles.
            Blasco Ibáñez declaró varias veces que su mejor obra habría sido su autobiografía, una autobiografía que nunca escribió y que Sueños de revolucionario viene en alguna medida a sustituir.
            ¿Sueños de revolucionario? Ciertamente, Blasco Ibáñez, fundador y dirigente de uno de los principales partidos republicanos, lo fue en su juventud, pero pronto el campo de la política se le quedó pequeño y se dedicó a otros menesteres. Tras el éxito inesperado de Los cuatro jinetes del Apocalipsis, su novela de la guerra del 14, las entrevistas que concedió podían haber llevado otro título: Ensueños de millonario. Solo la oposición a la dictadura de Primo de Rivera –publicó vibrantes diatribas como Por España y contra el rey (Alfonso XIII desenmascarado), creó y financió la revista España con honra– le hizo volver a los ideales de su juventud. Junto con Unamuno, fue el intelectual quizá el intelectual que más contribuyó a la caída del rey, que no llegaría a ver (murió en 1928).
            La mejor de las entrevistas reunidas en este volumen –bastaría para justificarlo– apareció en 1911 en la revista Por esos mundos. La firma El Bachiller Corchuelo (Enrique González Fiol), un escritor hoy completamente olvidado, pero que demuestra que, antes de que El Caballero Audaz comenzara a publicar sus famosas entrevistas en La Esfera, ya el género había dado muestras de madurez.
            La colaboración de El Bachiller Corchuelo quería ser el anticipo de una futura biografía: “Escritas estas notas en unas horas, para no demorar su aparición, sin tiempo primeramente para coordinar confesiones y referencias, y sin espacio ahora para formular un comentario, no pretendo haber hecho un artículo, sino sencillamente publicar unas notas, base y recordatorio para un estudio biográfico detenido y sereno que estamparé en un libro, como merece el gran novelista”. Ese libro, desafortunadamente, no llegaría a publicarse.
            Señalan los editores que no han coleccionado estas entrevistas con una finalidad erudita, sino “con el objetivo de oír, a través de sus propias palabras, la voz de un hombre al que, por sorprendente y contradictorio que parezca, todavía no hemos escuchado lo suficiente”.
            No se cumplen de todo esas buenas intenciones. En más de una ocasión, a quien escuchamos es solo al propagandista de sí mismo, a la caricatura en que el éxito mundial convirtió a Blasco Ibáñez.
            “Escribo un promedio de doce a catorce horas diarias”, le dice a José Montero Alonso en 1926. “Pero ese es un trabajo excesivo”, le responde el entrevistador. Y Blasco: “No… Porque hay que tener en cuenta que lo hago en unas condiciones magníficas. Esta villa Fontana Rosa no es una casa; es un jardín enorme con ocho edificios, con una espléndida cantidad de naranjos, de limoneros, de palmeras, de rosales”. Y tras describir la propiedad, como si quisiera ponerla en venta, añade: “Puedo dedicar el día entero a la labor sin necesidad de salir de casa. Cuando me canso de trabajar, salgo al jardín, que veo a todas horas desde los ventanales de mi biblioteca; subo larguísimas escalinatas hechas de azulejos valencianos, y desde una gran altura contemplo un cuadro de maravilla”. Y sigue y sigue detallando las bellezas de su propiedad para justificar que puede escribir doce o catorce horas sin cansancio.
            Otra vez le preguntan si le ha gustado Nueva York y afirma que le ha gustado tanto que va a comprarse allí una casa, la sexta. En más de una ocasión enumera sus casas: “tengo una en Valencia, donde he nacido; otra en Madrid; un castillo en Malvarrosa, mirando al Mediterráneo; una villa en Niza, y una casa en la calle Hennequin de Paris”.
            No es de extrañar que, a la vez que su fama se extendía por el mundo, Vicente Blasco Ibáñez fuera perdiendo prestigio en el mundo literario español. Sus libros últimos valían cada vez menos –aunque ganara con ellos cada vez más– y él acabó convertido en una caricatura de sí mismo. Solo se salva de la catástrofe de sus años finales ese inmenso reportaje que es La vuelta al mundo de un novelista, donde une a la fascinación por la geografía de un Julio Verne el encanto de los años veinte.
            Queda el escritor de su primera época, queda el personaje inabarcable, que fundó colonias en Argentina, que se dejó seducir por Hollywood, que fue cronista de la Gran Guerra. Esta recopilación de entrevistas ayuda a traerlo a la actualidad.


lunes, 11 de marzo de 2019

Pequeños poemas con encanto



Poesía completa (1993-2018)
Karmelo C. Iribarren
Visor. Madrid, 2019.

Desde hace algún tiempo, la poesía ha pasado de ser la cenicienta de los géneros literarios a ocupar un lugar destacado en las librerías, junto a la novela negra y los libros de autoayuda. Pero no la poesía en general, sino la firmada por gente muy joven, desconocida en el escalafón literario, que se promociona en lecturas, que a menudo son algo más, fuera de los lugares convencionales y en las redes sociales.
            Entre esos poetas populares de nuevo cuño, destaca la figura de Karmelo C. Iribarren, de otra generación, de formación autodidáctica, y que aunó desde el comienzo el aprecio de los lectores que no leen habitualmente poesía con el de sus maestros literarios y buena parte de la crítica.
            Una nueva edición de su poesía completa, más de seiscientas poemas escritos en poco más de veinte años, desde La condición urbana (1995) hasta Mientras me alejo (2017), nos permite descubrir las razones de su éxito y también del paternalismo algo condescendiente con que le tratan en ciertos medios.
            Karmelo C. Iribarren comienza siendo un aplicado discípulo de Roger Wolfe, el poeta que popularizó entre nosotros la estética del llamado “realismo sucio”: poemas escritos en lenguaje coloquial, con expresiones malsonantes poco frecuentes en poesía, con impúdicas anécdotas autobiográficas o protagonizadas por personajes marginales; mucho alcohol y otros estimulantes, no escasa escatología; El mal poema de Manuel Machado reescrito por Bukowski.
            Algo rechina, sin embargo, en los poemas tan aparentemente realistas del primerIribarren: son más ejercicios literarios que apuntes realistas. En el poema “La vieja”, de su primer libro, una prostituta le cuenta al poeta su tópica historia (“Había pasado, / igual que una moneda, / de mano en mano, / pero nadie / quiso jamás / quedársela”) y profetiza: “Como una perra enferma / de arrabal, / moriré cualquier noche / en una esquina”. Y tenía razón, piensa el autor-narrador cuando, tiempo después, se encuentra con su esquela en un periódico. ¿Y desde cuándo se publican esquelas –que tienen su precio– de los marginados que viven en la calle y mueren cualquier día en cualquier esquina sin que nadie recuerde su nombre?
            Toda su obra está llena de los mismos detalles inexactos. Un poema de Atravesando la noche (2009), “Sensaciones raras” nos habla de “las áreas de servicio en las autopistas, / en invierno, al caer la tarde”. El poema continúa así: “estás a kilómetros de la civilización,/ no te conoce nadie, / y esos tipos desperdigados / por las mesas / tienen una pinta de asustar… / Apuras de dos tragos el café / y ni siquiera vas al baño a refrescarte”.
            ¿Pero qué tipos desperdigados por las mesas hay en las estaciones de servicio de las autopistas? ¿No son más bien apresurados automovilistas que aprovechan para echar gasolina, tomar algo e ir al baño? ¿No estará confundiendo una estación de servicio con el bar de una estación o cercano al puerto en una vieja película?
            Detalles inexactos, léxico inadecuado: a una mujer “le dieron fuego” (p. 293), pero no es que le encendieran un cigarrillo, sino que la prendieron fuego; habla de un placer “estoico” (p. 98) cuando parece decir querer “platónico”; se refiere a un barrio cuando quizá quiere decir barriada:  “antes era solo un barrio, / ahora se lo ha tragado la ciudad” (p. 274).
            En ocasiones, el modelo de un poema de Iribarren resulta cercano y evidente. Es el caso de “La mujer de mis sueños” que parecer resumir para el lector apresurado de las redes sociales, uno de los más conocidos poemas de Felipe Benítez Reyes, “La desconocida”.
            A veces el poema reescrito es de la propia autoría. El último poema de su primer libro dice así: “Lo pienso ahora que miro / por la ventana abierta / la autopista, viendo / como los coches parpadean / en el último tramo / antes del túnel. / Pienso / que así es la vida, / y que no hay más. Un leve / guiño de luz hacia la sombra / a mayor o menor velocidad”. Le ha gustado la comparación, así que vuelve a ella en el libro siguiente: “Oigo el tráfico / abajo, en la autopista, / incesante, monótono. / Levanto la persiana y miro / las luces de los coches / a lo lejos perderse… / Igual que nuestras / vidas, pienso: una pizca / de luz, y otra vez nada”. No es el único caso, compárese “Un pequeño suceso” (p. 416) con “Pequeña elegía nocturna para un periódico de bar” (p. 448).
            Pero, paradójicamente, a pesar de estas disonancias o de los poemas que nos cuentan visitas de admiradores o de su rechinante imagen de la mujer (en el poema “Entonces” nos dice que hay “muchas maneras diferentes / de hacer feliz / a una mujer / (los grandes almacenes están llenos de ellas)”, pero que él no conoce ninguna “tan sencilla y eficaz / como cogerla desprevenida por la espalda / y decirle que la quieres”), Karmelo C. Iribarren es un poeta que, en más de una ocasión, consigue emocionarnos y hacernos sonreír.
            Un grueso tomo de poesía completas no es la mejor manera de acercarse a este poeta (quizá a ningún poeta), a no ser que la leamos, hojeando acá y allá, un tanto distraídamente, sin prestar demasiada atención a lo que leemos, exactamente como se lee en las redes sociales.
            Aunque no resulte en exceso evidente, hay una cierta evolución en su poesía. Poco a poco se va olvidando de los temas tremendistas de sus primeros libros y acierta a entremezclar, cada vez con un toque más personal, humor y lirismo en poemas que reflejan una vida cotidiana que, tras las turbulencias juveniles camina hacia la serenidad.           Son poemas que hablan de crepúsculos, de paseos junto al mar, de despertarse junto a la mujer que se ama, de la lluvia que brilla a la luz de las farolas. Pequeños poemas con encanto: “¿Qué haces? / Nada. Solo / miro llover / sobre la plaza. / Y se sentó a su lado. / Y se sumó, / en silencio, / a aquella celebración / de la nostalgia, / a aquella exuberancia / de la melancolía”.

viernes, 8 de marzo de 2019

José Corredor-Matheos y el misterio de la realidad



El paisaje se hace en el poema. Poemas 1951-2017
José Corredor-Matheos
Edición de Jordi Doce
Fundación Ortega Muñoz. Badajoz, 2018.


José Corredor-Matheos, que nació el mismo año que José Ángel Valente y Jaime Gil de Biedma, tardó en figurar entre los nombres mayores de su generación, la del cincuenta. Sus primeras entregas, nada estridentes y de una cierta grisura, parecían destinarle a formar parte del coro. Durante un tiempo, fue más apreciado como crítico de arte y como puente entre la cultura catalana y la española que como poeta.
            La situación comienza a cambiar en 1975 con la aparición de Carta a Li Po. Desde finales de los años sesenta, no solo la poesía social más explícitamente comprometida, sino también toda la estética realista y rehumanizadora de la posguerra, incluso la que recurría a toques de distanciadora ironía, había entrado en crisis. Los poetas más jóvenes –los antologados por Castellet en Nueve novisimos y otros que no entraron en esa llamativa antología– volvían la vista al ludismo de las vanguardias, al desdeñado hermetismo, al culturalismo.
            Unos poetas callaron –fue el caso de Gil de Biedma, del hoy olvidado Eladio Cabañero–, otros se dejaron contagiar por los nuevos modos, que en algún caso, como en el de Caballero Bonald, iban más de acuerdo con su personalidad que la estética anterior, conversacional y machadiana: Descrédito del héroe le representa mejor que Pliegos de cordel.
            El nuevo camino que Corredor-Matheos emprendió iba en sentido contrario al que marcaba la moda. Al barroquismo, al intelectualismo metapoético, al exhibicionismo culturalista, a la concepción del poema como acertijo para eruditos, opuso un cada vez más progresivo despojamiento.
            La mención de Li Po en el título nos indica el magisterio de la poesía oriental o, más bien, de la concepción del mundo que está detrás de esa poesía. Los dos primeros versos de nuevo libro –-“Escribir un poema / que nada signifique”– nos recuerdan a otros, muy famosos, de Guillermo de Aquitania: “Farai un vers de dreit nien…” (Haré un poema de la pura nada…).
            La continuación del poema nos indica que la intención de Corredor-Matheos nada tiene que ver con la poesía concreta, con el letrismo, con cierto tipo de experimentos que por entonces, a la manera de la pintura no figurativa, trataban de hacer una poesía de puros significantes: “Salir a la terraza, / respirar en la noche, / no esperar que alguien vuelva, / no desear ya nada. / Abrir solo las manos / y que, de entre los dedos, / alcen el vuelo mudas, / asombradas palabras”.
            La poesía que, a partir de entonces, quiere escribir Corredor-Matheos aspira a desaparecer, a no ser notada en su pura materialidad, a ser solo un cristal que transparenta el mundo, o mejor, un simple gesto del autor que ayude a desvelar esa realidad que tenemos delante de los ojos y que somos incapaces de ver.
            La ascesis de la palabra no es más que un reflejo del camino ascético que ha emprendido el poeta, muy en la línea de la filosofía zen.
            Paradójicamente, en esta poesía que aspira a borrarse, a volverse invisible en su materialidad, las referencias metapoéticas son constantes, hasta el punto de que el propio poema se convierte en el protagonista de buena parte de los versos de Corredor-Matheos. Lo ha señalado con acierto Jordi Doce en el título que le ha puesto a esta antología temática, dedicada “al mundo natural”, según nos indica en el preciso prólogo: El paisaje se hace en el poema.
            Corredor-Matheos concibe el poema no como un fin, sino como una herramienta o un conjuro que nos permite acceder a la verdadera realidad. No quiere escribir poemas “que sean solo poemas”: “¿Llegaré yo a escribir / alguna vez / el poema que me abra / ese paisaje / donde pueda perderme / entre los árboles / y aspirar los perdidos / aromas de la infancia? / ¿Cuándo podré crear / un mundo tan real / como irreal es este / en el que vivo?”
            La mayoría de los poemas de Corredor-Matheos carecen de título, son como fragmentos de un solo poema, variaciones de una única intuición. Sus paisajes a veces tienen nombre –la Mancha o Venecia, un parque de Berlín o un fiordo noruego–, pero nada más ajeno a este poeta que las costumbristas notas de viaje o la coloreada estampa turística. Él prefiere hablar de árboles, lagartijas, geranios, golondrinas, paseos solitarios, campos recién llovidos, plantas cuyo nombre ignora.
            En Jardín de arena se dejó tentar por la difícil facilidad del haiku, esa mínima estrofa-poema que pronto se banalizaría al convertirse en moda: “Campo de trigo. / La urraca se ha llevado / oro en el pico”.
            Pero ni el haiku (al que gusta de añadir rima asonante) ni el soneto, estrofa a la que Corredor-Matheos ha dedicado considerable atención (en sus primeros libros y luego cuando necesita escribir algún circunstancial poema de homenaje), le representan fielmente. Lo que ha aportado a la poesía española es un modo de hacer deshilachado, voluntariamente opaco, de vocabulario reducido y sintaxis casi infantil, que deje de lado el andamiaje retórico y la falacia patética y nos permita entrever el misterio de la realidad, que quizá consista precisamente (como decía Alberto Caeiro, el maestro de los heterónimos) en que no tiene ningún misterio y su secreto está a la vista. A la vista del que sabe mirar como la poesía de José Corredor-Matheos nos enseña.