jueves, 28 de abril de 2022

El drama universal

  

El delito mayor
Francisco Alba
Trabe. Oviedo, 2022.

Hay libros que nos cortan el aliento. El delito mayor, de Francisco Alba, es uno de ellos. El título remite a Calderón: “porque el delito mayor / del hombre es haber nacido”. Pocas veces se ha expresado una visión tan desoladora de la existencia humana, aunque de Schopenhauer a Cioran haya tantos ejemplos anteriores. Y se hace, no de una manera abstracta, con grandes palabras, sino con elementos muy concretos y casi costumbristas, con mezcla constante de los varios registros del lenguaje, incurriendo a menudo en el humor negro y el sarcasmo.

            Apenas se deja un momento de respiro al lector. El libro ha de irse leyendo poco a poco, saliendo a respirar aire libre, o más placenteras lecturas, entre un poema y otro. Abundan las referencias culturales tanto como las experienciales, Hegel alterna con Josefa la vieyina, Trubia con Vladivostok. “Apocalipsis barato” se titula uno de los poemas y un ambiente apocalíptico, de fin del mundo, caracteriza a muchos de ellos. El texto inicial,  “Principios de economía política”, termina con estos versos definitorios: “De la civilización terrestre, ¿qué diremos? / Que dejará residuos nucleares y un vibrador de látex”.

             Frente al decir desparramado, hiriente, sorprendente, de la mayoría de los poemas sorprende la concisión de unos pocos, como “Mare serenitatis”, que reduce la historia de la Tierra a tres momentos: “Día primero: / la luz de la estrella / la playa desierta / solo agua y arena. // Día segundo: / tú que ahora mismo / estás leyendo esto / Complicación inútil. // Día tercero: / La luz de la estrella / Los mares desbocados / Ningún latido. Rocas”.

            Desnudo lirismo hay en “Fugaz estela”, que habla de un amor que existió desde el principio del mundo: “Te conocí mucho antes de nacer / no dejamos ni huella en el sendero / —no había soledad, no había sendero— / No había ni extensión ni temporalidad”. Y la poesía de la aventura, la nostalgia de los grandes viajes del tiempo de los exploradores, asoma en “Barco ruso en el puerto de Avilés”: “Ese buque en el muelle / es tan hermoso / como el signo duro / de la lengua rusa. / En la amura está escrito  / su nombre en ruso: Tierra del Norte. / Tiene (lo estoy viendo todavía) esa quietud tan rusa / de las cosas que mueren / lentamente / que regresan despacio / disgregándose / al mar de lo indistinto, al más profundo / seno de la materia”.

            Gusta Francisco Alba de entremezclar en sus versos algún conocido verso ajeno. “Canción prenatal” comienza remitiendo a César Vallejo (uno de sus maestros) y entremezclando la desolación existencial con la crítica de la sociedad contemporánea: “Considerando en frío imparcialmente / a la mujer encinta / ¿Veis a ese cuerpo en posición fetal? / ¡Hola, criatura, cómo estás! / Dime en qué barrio vive tu mamá / y yo te contaré tu porvenir”. Los versos finales juegan, como todo el libro, con el dictum de Sófocles (“No haber nacido es lo mejor que le puede ocurrir al hombre”): “El precipicio es el nacimiento. / En este mundo de francotiradores / a punto estás de hacer una locura / Asomar la cabeza”.

            En el poema siguiente, las “corrientes aguas, puras, cristalinas” de Garcilaso se utilizan “para refrigerar el núcleo del reactor”. Pero las referencias culturales de Francisco Alba van más allá de las habituales lecturas poéticas: las alusiones a la ciencia y a la filosofía, a menudo sarcásticas, son constantes. “Only gentuza” descalifica ya desde el título a los científicos del siglo XX: “Fueron cayendo uno a uno / en ciudades ardiendo o al otro lado del océano / los alucinantes sabios de Brecht / Demócrito y Arquímedes les miran / con asombro desde la nada trágica / La materia se ahoga en el mar de Dirac”.

            Un libro de tonos muy diversos y lleno de sorpresas expresivas El delito mayor, en el que la caótica puntuación, que no dificulta la inteligibilidad, acentúa la sensación de desorden que el autor quiere transmitir.

            Uno de los más extensos poemas del libro, “Pravda querida”, describe, con muchos nombres propios, con precisión extrema, un mundo rural ya desaparecido y que no se parecía en nada al idílico que la nostalgia nos quiere mostrar. “Ancha es Manchuria” —otro juego de palabras— se aproxima a la prosa y al collage periodístico para dar su versión propia de un viejo tópico: la amenaza China.

            En el centro del volumen, dos poemas, “Carmen” y “Unfallstelle” (podría traducirse como “el lugar del crimen”), aluden a un acontecimiento trágico en la vida del autor que ejemplifica como ningún otro lo que de absurdo hay en la existencia humana: “A pocos metros de donde tú caíste / hay un tumulto de terrazas donde el vulgo habla de la peste / y carteles que invitan a tomarse / el primer café del día con una sonrisa / Los vecinos de este edificio decoran en Navidad sus ventanas / Que sepan que viven dentro de un patíbulo”.

            Sorprende siempre Francisco Alba, desasosiega, inquieta, nos hace sonreír a veces para helarnos enseguida la sonrisa en los labios. Con hojas dispersas de la enciclopedia, con materiales de desecho, con basura sideral construye un monumento a “la desnudez total de nuestra nada”, como un Leopardi que hubiera leído a Eliot y conociera los programas basura de la televisión, telediarios incluidos.

           

miércoles, 20 de abril de 2022

Cómo no leer a Galdós

 

La mirada quieta (de Pérez Galdós)
Mario Vargas Llosa
Alfaguara. Madrid, 2022.

Sorprende que un libro dedicado a Benito Pérez Galdós comience con esta rotunda afirmación. “Tengo a Javier Cercas por uno de los mayores escritores de nuestra lengua”. Al protagonista del libro, en cambio, se le regatean todos los méritos: escribe mal con bastante frecuencia, le sobran páginas, apenas corrige lo que escribe, publica la primera versión de sus novelas cuando debía haber publicado la cuarta o la quinta, no aprendió la lección de Flaubert sobre el narrador omnisciente e invisible y por eso fue, ya en su tiempo, un novelista anticuado.

            A Vargas Llosa no le gusta Galdós, aunque haya dedicado largos meses a leer su obra por entero. Tampoco le gusta Proust y, sin complejo alguno, así lo declara en la misma página en que confiesa su fervor por Cercas: “Confieso que lo he leído a remolones; me costó trabajo terminar En busca del tiempo perdido, obra interminable, y lo hice a duras penas, disgustado por sus larguísimas frases, la frivolidad de su autor, su mundo pequeñito y egoísta, y, sobre todo, sus paredes de corcho, construidas para no distraerse oyendo los ruidos del mundo, que a mí me gustan tanto”.

            Para gustos se hicieron autores y no vamos a discutir los de Vargas Llosa. Lo malo es cuando intenta razonarlos y hacer crítica literaria. Subraya, como mérito mayor de Cercas, que es un valiente: “Quiere su tierra catalana, vive en ella y, cuando escribe artículos políticos criticando la demagogia independentista, es convincente e inobjetable”.

            A Galdós, en cambio, desde ese punto de vista se le pueden hacer múltiples objeciones: no comparte las ideas de Vargas Llosas sobre el liberalismo económico, la belleza y el arte de las corridas de toros, la utilidad de los usureros (un oficio que Vargas Llosa considera “condenado por la Biblia”). Incluso llega a escribir que el rechazo de los prestamistas es “una aberración histórica que, sin embargo, llegó a estar bien asentada en España, principalmente por culpa de las enseñanzas de la Iglesia. Ella impidió a este país desarrollar su economía, como hacían otras naciones europeas, menos prejuiciosas respecto al comercio y a la modernidad, más abiertas al progreso que el pueblo español”.

            El panfleto político se entremezcla en La mirada quieta con la crítica valorativa.. Abundan los juicios despectivos sobre las obras de Galdós: las novelas sobre Torquemada “están escritas apresuradamente y no valen gran cosa”; Gloria “cuenta una historia sin pies ni cabeza”; Miau “destaca más por sus defectos que por sus aciertos”. A pesar de todo, termina concediéndole que fue “un gran escritor”, sobre todo si se le compara con los escritores de su tiempo, un tiempo —el siglo XIX, el comienzo del siglo XX— en el que no hay en España grandes escritores, “con excepción de un Valle-Inclán o de un Azorín”.

            Para escribir su libro sobre Galdós, Vargas Llosa, que lo desconocía casi por entero (afirma solo haber leído Fortunata y Jacinta en su juventud), decidió leer pacientemente toda su obra completa, desde la primera página hasta la última, exceptuando solo los artículos periodísticos. Ese atracón explica en buena parte el rechazo. La literatura no se lee así: cada obra literaria requiere su momento y, a un autor de otro tiempo y de obra abundante, no resulta adecuado leerle completo y de un tirón. ¿Quién no acabaría odiando a Lope de Vega si leyera todas sus piezas teatrales una tras otra?

No distingue Vargas Llosa, al estudiar a Galdós, entre las obras de aprendizaje —La sombra, El audaz—, las novelas de la primera época —sus polémicas novelas de tesis— y las novelas contemporáneas, que son las que le ponen a la cabeza de los narradores de su tiempo. Tampoco diferencia entre las dos primeras series de los Episodios Nacionales —que pueden considerarse como una obra unitaria y así las consideró el autor— y las series posteriores, de muy distinta intención y estética. Unamuno señaló que la tercera serie, iniciada en 1898, estaba influida por su novela Paz en la guerra y su concepción de la intrahistoria (y por eso los grandes sucesos históricos ocupan a menudo un lugar secundario).

La misma aplicación que a las novelas dedica a las obras de teatro, que descalifica en su mayoría, pero no sin antes contarnos minuciosa y tediosamente su argumento.

            Los razonamientos literarios de Vargas Llosa son, cuando menos, peregrinos: “los guiones teatrales no sirven de gran cosa, salvo que tengan gran calidad literaria, como los de Shakespeare y Molière, y, entre los más modernos, los de Bertolt Brecht o Samuel Beckett, por citar a dos autores contradictorios, porque en ese estado se hallan inconclusos; su vocación natural es convertirse en espectáculos”. Por eso solo se ocupa “de las obras teatrales representadas de Benito Pérez Galdós y no de los guiones que nunca subieron a las tablas”. Aunque las obras teatrales de Galdós hace tiempo que no se representan, Vargas Llosa sorprendentemente habla de ellas como si estuvieran en cartelera: “Voluntad se deja ver, entretiene y hace pasar un buen rato a quienes se llegan a verla”.

            Vargas Llosa da con frecuencia la impresión de que no entiende lo que lee. La de Bringas, nos dice, “comienza con la bella descripción de un mausoleo que ha fabricado don Francisco Bringas”, quien se dedicaría a “fabricar cenotafios, a los que añade una buena ración de pelos como contribución personal”. No, lo que hace es representar con pelo de familiares difuntos, como estaba de moda entonces, una estampa sepulcral para regalar a una persona de su consideración.

            No se entera de que El doctor Centeno no es una novela “bastante descoyuntada”, sino episódica porque su protagonista, como el Lazarillo, es mozo de muchos amos. Se le escapa la referencia al Buscón en la primera parte y la relación de la segunda con La educación sentimental, de su admirado Flaubert. También el homenaje al Licenciado Vidriera, el uso del estilo indirecto libre (ya empleado en La desheredada) y que se anticipa a Henry James en narrar en tercera persona, pero con el punto de vista de un personaje (véase como se nos cuenta la seducción de Amparo, luego protagonista de Tormento, por Pedro Polo).

            Insiste mucho Vargas Llosa, desde el título del libro, en la “mirada quieta” de Galdós que inmoviliza la acción en una especie de sucesivas fotografías. Él mismo lo desmiente al referirse al recorrido que, en La fontana de oro, “hace Clara, de noche, por un Madrid proceloso y exaltado, lleno de pícaros y mendigos, donde nadie quiere darle la dirección que busca, y en la que incluso un curita fornicario trata de abusar de ella”. Jesús Munárriz titula —bien significativamente—“Traveling de la calle de Toledo” uno de los fragmentos seleccionados en Páginas magistrales, su selección de fragmentos que acreditan a Galdós, contra lo que quiere el tópico, como un maestro del estilo.

            Sería interminable una enumeración de los disparates de Vargas Llosa, sale a casi uno por página: a Emilia Pardo Bazán la llama “diablillo lujurioso”, a propósito de la utilización por Galdós del diálogo teatral en algún capítulo de sus novelas dice que “ya se utiliza en el Ulises”; insiste en que Galdós no es un renovador teatral, pero sí Jardiel Poncela (y dedica un párrafo a reivindicarlo); le reprocha el uso de los pronombres átonos pospuestos en lugar de antepuestos al verbo (“díjome” en lugar de “me dijo”), sin darse cuenta de que es un uso habitual en la época; le acusa de burlarse de los personajes por hacerles hablar en “jerga”, esto es, por tratar de reproducir su forma incorrecta de expresarse, algo propio de toda la narrativa naturalista y uno de los mayores logros de Galdós. Otros errores: incluye La razón de la sinrazón, que es la última novela de Galdós, entre sus obras teatrales, y se olvida de La loca de la casa. ¿Para qué seguir? Sería el cuento de nunca acabar. Más le habría valido a Vargas Llosa entretener sus ocios con la lectura completa y el estudio libro a libro de su admirado Javier Cercas. Y confiemos en que en un próximo ensayo no se dedique a ajustar cuentas con el “frívolo” Proust.

martes, 12 de abril de 2022

MIL Y UNA HISTORIAS

 

Ricardo Álamo
Plagiarios & Cía
Prólogo de Andrés Trapiello
Renacimiento. Sevilla, 2022.
 

Ricardo Álamo ha escrito un minucioso centón sobre el plagio y otras tradicionales fechorías literarias que, aunque redactado en forma de diccionario, no es propiamente un libro de consulta; puede leerse seguido o comenzar a leerse por cualquier página. Las mil y una anécdotas que en él se recopilan nos harán sonreír más de una vez y no nos aburrirán nunca.

            Se trata de una obra recopilatoria, de buhonero de las letras. Ricardo Álamo incorpora todo lo que tiene que ver con su tema —el subtítulo precisa: “Plagiarios, escritores fantasma, apócrifos, impostores, falsarios”—  sin el menor atisbo de espíritu crítico, sin apenas investigación por cuenta propia. Y en algunas ocasiones llega a extremos bastante sorprendentes. Un ejemplo: “Otro caso de incursión en la construcción de entrevistas que nunca se realizaron es el que apunta Juan Bonilla en las notas con que cierra su edición del Diario de mi sentimiento de Alberto Hidalgo, donde, a propósito de Gog (1931), la obra maestra de Giovanni Papini, afirma que el autor italiano se inventó una serie de entrevistas con grandes personajes de la talla de Henry Ford, Sigmund Freud, Gandhi o Lenin, entre otros”. ¿Necesitaba Antonio Álamo recurrir a la “autoridad” de Juan Bonilla para afirmar que Gog (como El libro negro) es una obra de ficción en la que un millonario entrevista a personajes famosos para criticar los desvaríos de la época? ¿Y qué tiene eso que ver con la falsificación de entrevistas? Una ficción no es una mentira.

            El término “plagio” se usa de diversas maneras: puede referirse a un delito determinado como tal jurídicamente, puede ser un insulto habitual entre escritores de las más diversas época o simplemente aludir a un rechazo de la adánica originalidad que buscaban las vanguardias. Cuando Víctor Botas termina el poema “Asuntos bizantinos” con el verso “cometo un plagio más / y tan a gusto”, es obvio que no está cometiendo ningún plagio, aunque incorpore un fragmento de Safo. De Ricardo Álamo esperaríamos una utilización del término plagio más precisa de la que se hace en el ámbito periodístico. Pero no hay tal: él llega a hablar de “autoplagio” cuando un autor titula un libro como tituló antes un folleto (caso de Marginados de Luis Antonio de Villena) o se refiere a Fray Luis de León como plagiario de Horacio.

            La misma imprecisión encontramos cuando se refiere a los autores fantasma o colaboradores, en diversos grados, de quien firma el texto. No es lo mismo cuando se trata de las memorias de un personaje famoso que de una novela o un libro de poemas. Hay una colaboración legítima que se indica a veces en la portada (en letra pequeña) y con frecuencia en los agradecimientos, y otra ilegítima, que es la que Ricardo Álamo debería limitarse a desvelar (a ser posible, basándose en algo más que en rumores como los que circularon a propósito de La gloria de don Ramiro de Enrique Larreta). Un libro como el suyo habría ganado mucho si se hubiera escrito en colaboración, con un director que tuviera claro los conceptos de los que trata y unos colaboradores dispuestos a investigar seriamente las supercherías literarias.

            Nada tienen que ver, por otra parte, quienes falsifican documentos para obtener un beneficio (la famosa “donación constantiniana”) con quienes juegan a escribir un poema “a la manera de”. Y no es un plagio incluir en un libro propio, indicando el autor, la versión de un poema ajeno que se siente especialmente afín, como hacen Miguel d’Ors y tantos otros poetas.

            Tampoco es un plagio, salvo en sentido metafórico, la imitación, el epigonismo: no plagian a Cernuda los poetas cernudianos ni a Lorca los poetas lorquianos. Otra cosa es el interés literario que puedan tener, mayor por lo general los primeros que los segundos (Lorca, salvo el Lorca quizá de Poeta en Nueva York) dejó pocos discípulos que merecieran la pena.

            Utilizando material ajeno en mayor o menor medida puede hacerse obra propia. Incluso utilizando solo material ajeno: es el caso del “Centón nupcial” de Ausonio que con versos de Virgilio construye una obra propia que nada tiene de virgiliana. Pero ese material ajeno, si no es de dominio público, debe utilizarse con permiso del propietario de los derechos y haciéndole partícipe, en la proporción correspondiente, de los beneficios. Para publicar una continuación del Quijote, como hizo Andrés Trapiello, no hace falta pedir permiso a nadie, pero sí para una nueva aventura de James Bond. Y en ninguno de los dos casos puede hablarse de plagio. Como no lo hay cuando un poeta cita el comienzo de La divina comedia o cuando Eliot llama a Pound, en la dedicatoria de La tierra baldía (no en la de un ejemplar que le regaló, como afirma Álamo) “il miglior fabbro.”

            Las citas, los homenajes, los versos ajenos incorporados a los propios no son plagio. Lo que importa, desde el punto de vista estético, es que el resultado sea una obra distinta y que tenga valor por sí misma.

            Ricardo Álamo copia las afirmaciones ajenas sobre plagios y cuestiones afines sin ponerlas en cuestión. Lo hace con las afirmaciones de Umbral a propósito de Las máscaras del héroe, novela de Juan  Manuel de Prada que repite episodios conocidos —como toda novela histórica—, pero con deslumbrante originalidad, o con las de Jaume Riera y Sans cuando, a propósito de Erasmo, afirma que quienes falsifican una obra de otra época padecen “alguna clase de tara mental”. Y en una fuente tan pintoresca como “librosparaentenderelmundo” (debe ser una página Web) apoya la siguiente afirmación: “Borges tiene un cuento espléndido titulado ‘Pierre Menard, autor del Quijote’ en el que plantea que es el plagiario el que hace consciente al autor del libro de la genialidad de su obra”. Basta leer el relato para darse cuenta —sin necesidad de apoyarse en fuente alguna— que lo que Borges plantea es que un mismo texto, según esté escrito en su siglo o en otro, dice cosas distintas porque las palabras han cambiado de significados o han añadido nuevos matices al significado de entonces.

            Se vanagloria el autor del prólogo, Andrés Trapiello, de que su nombre no figura entre los innumerables “plagiarios” que se enumera en este diccionario con propina (se añaden aforismos sobre el plagio y resúmenes de relatos que lo tienen como tema), pero eso es solo por olvido del recopilador: también, como Shelley, Carlyle, Valery y Borges, él ha afirmado que todos los poemas del pasado, del presente y del porvenir son fragmentos de un poema infinito y por eso tituló El mismo libro uno de sus libros.

            El plagio existe —habría que decirle a Ricardo Álamo—, pero no es plagio todo lo que reluce.

jueves, 7 de abril de 2022

La lección de Maquiavelo

 

El poder
Pedro Baños
Rosamerón. Barcelona, 2022.

¿Puede sernos útil en el complejo mundo de hoy un libro escrito a comienzos del siglo XVI ? ¿Nos enseñarán algo las alianzas y los conflictos entre aquellos pequeños estados de la Italia del renacimiento y los reinos de Francia y España? ¿Qué podemos aprender de la trágica peripecia de César Borgia o de aquel Oliverotto da Fermo que inspiró un memorable poema a Manuel Machado? Cuando Maquiavelo escribió El príncipe, se encontraba desterrado en San Casciano, tras el retorno al poder de los Medici. Se lo dedicó a Lorenzo II de Medici, a quien insta en el epílogo a convertirse en el unificador y liberador de Italia: “La ocasión que se presenta es demasiado excelente para dejarla escapar y ya ha llegado el momento de que Italia vea rotas sus cadenas. ¿Con qué muestras de alegría y admiración no recibirán a su libertador estas desgraciadas provincias que gimen desde hace tanto tiempo bajo el yugo de una dominación odiosa?”

            Aunque no se imprimió hasta 1532, ya muerto su autor, comenzó a divulgarse a poco de su escritura, en 1513, y de inmediato fue motivo de escándalo. La intención de Maquiavelo era hablar “de cómo las cosas son en realidad y no como el vulgo se las imagina”. Su nombre ha dado lugar a un adjetivo peyorativo, maquiavélico, y sus lúcidas reflexiones se han simplificado en “el fin justifica los medios”. Maquiavelo, por primera vez, nos habla de cómo conseguir el poder político, y cómo mantenerse en él, sin las veladuras éticas y cosméticas habituales. Trata de contar las cosas como son, no como las presenta la propaganda de cada una de las partes.

            Pedro Baños, militar en la reserva, discutido analista político, ha leído atentamente a Maquiavelo y nos ofrece el resultado de sus reflexiones en El poder.  Las acompaña de una reedición de El príncipe en traducción de Daniel Tubau. Una traducción, por cierto, en la que encontramos algunos errores de bulto. El capítulo XXI está dedicado a Fernando el Católico y comienza así en esta versión: “A Fernando VI, que hoy es rey de España, se le puede considerar como un nuevo príncipe, porque de simple rey de un Estado pequeño se ha convertido en el primer rey de la cristiandad”. Podemos pensar que lo de Fernando VI en lugar de Fernando V de Castilla (Fernando fue rey de Aragón y de Castilla, pero Isabel, en contra de lo que se cree, lo fue solo de Castilla) es una errata, pero en realidad se trata de un desafortunado arreglo. El capítulo comienza de la siguiente manera: “Ninguna cosa hace estimar tanto a un príncipe como las grandes empresas y el dar ejemplos fuera de lo común. Nosotros tenemos en nuestro tiempo a Fernando, rey de Aragón, actual rey de España. Se le puede considerar un príncipe nuevo porque de ser un rey débil ha llegado a ser por fama y por gloria el primer rey de la cristiandad”. Más adelante leemos en la versión de Tubau que “de una manera bárbara y cruel expulsó a los moros de sus Estados”. Pero Maquiavelo no habla de los moros, que serían expulsados por Felipe III, sino de los “Marrani”, que es el nombre que él da a los judíos. Ya la dedicatoria “al magnífico Lorenzo de Medicis” incluye una errata que lleva a confusión al lector, al hacerle pensar —como probablemente pensó el traductor— que va dirigida a Lorenzo el Magnífico, que había muerto en 1492 y al que por ello difícilmente se le podía animar a la unificación de Italia. El original está dedicado “al magnifico Lorenzo di Piero de’Medici”, esto es, a Lorenzo II.

            El descuido de esta nueva edición de El príncipe hace que leamos al mediático Pedro Baños —hoy en el ostracismo por haberse atrevido a matizar la versión oficial del conflicto entre Rusia y la OTAN— con ciertas prevenciones. Pero su resumen de las ideas de Maquiavelo resulta sensato, didáctico y muy ajustado a nuestro tiempo y a cualquier tiempo, aunque en ocasiones suene quizá a libro de autoayuda. “Saber qué se debe hacer no implica saber cómo hacerlo”, “Que la suerte te encuentre trabajando”, “Los privilegios deben corresponderse a los méritos”, “Las prisas son malas consejeras” titula alguna de las subdivisiones de los capítulos. Echamos en falta esos ejemplos concretos tan abundantes en Maquiavelo. Ejemplos de cómo tanto ayer como hoy mismo idénticos hechos son considerados disculpables “daños colaterales” si los comenten los de un bando (el nuestro) e imperdonables “crímenes de guerra” si son atribuidos al otro bando. Fácil resulta imaginar muy recientes casos de líderes que podrían ejemplificar el capitulillo “Nunca desperdicies una crisis grave”, en el que se glosa una oportuna cita de Maquiavelo: “A un príncipe le conviene buscar enemigos que le obliguen a salir de una peligrosa inercia y le den ocasiones para ser admirado y querido por sus súbditos, tanto los leales como los rebeldes”.

            Al final de cada capítulo, suele dedicar Pedro Baños unas líneas al “mundo virtual”, a los efectos de Internet en las relaciones políticas, y ahí suele dar muestras de una cierta ingenuidad: “Hoy no solo los vencedores escriben la historia. Una imagen de métodos atroces puede servir para desacreditar a los vencedores y perder el apoyo de la opinión pública. Por eso debemos luchar para conseguir una geopolítica humana, para que la opinión pública sea precisamente eso: más pública que nunca”.

            Hace falta algo más que una imagen para perder el apoyo de la opinión pública, hace falta que los medios de comunicación reiteren esa imagen en las portadas y la reproduzcan una y otra vez los noticiarios televisivos. Y nunca lo hacen con las imágenes que dañan a quienes los controlan en cada momento.  Siempre, en cualquier conflicto, la razón está de nuestra parte, y pobre del que se atreva a poner algún reparo y concederle, aunque solo sea parcialmente, alguna razón al “enemigo”. Pedro Baños sabe de ello, como lo sabe cualquiera que se atreva a llevar la contraria a la verdad oficial. Maquiavelo lo vio claro y por eso sigue tan vigente hoy como ayer.