jueves, 31 de marzo de 2022

La invención del amor

 

 

Los poemas de amor más antiguos del mundo
Eduardo Gris Romero
Pre-Textos. Valencia, 2022.

Al contrario que el sexo, que obedece a un impulso biológico, el amor es una construcción cultural. Pero si esto es así, sus comienzos no están ni en el amor cortés de los trovadores ni en el amor romántico, sino muchos siglos atrás, casi en el origen de la civilización, y no tuvo un origen, sino varios. Eduardo Gris Romero ha publicado una antología sorprendente, Los poemas de amor más antiguos del mundo, en la que reúne casi un centenar de poemas escritos entre el tercer milenio antes de Cristo y el siglo VI y que puede leerse como un libro unitario. Ayuda a ello el que la mayor parte de los textos sean anónimos y que incluso los que no lo son, los poemas y fragmentos de la lírica arcaica griega, aparezcan como tales, identificándose solo el autor en las notas. Pudiera pensarse que se trata, no propiamente de traducciones, sino de versiones personales, en ocasiones demasiado personales, pero no es así. El volumen tiene su origen en una tesis doctoral, el prólogo nos refiere de los pasos de la investigación, lleva la adecuada bibliografía y una “tabla de correspondencias” que nos remite a los originales en ediciones autorizadas. Obviamente, Eduardo Gris Romero no conoce todas las lengua en las que se escribieron unos poemas que proceden de Mesopotamia, Egipto, China, Grecia, Israel e India, pero ha tenido en cuenta las investigaciones de los especialistas y sus traducciones a otras lenguas, al inglés y al alemán principalmente.

En la poesía griega, no ofrece mucha diferencia con las versiones que conocemos. Rodríguez Adrados traduce en prosa los tres versos de un fragmento de Arquíloco: “Tal deseo de amor, envolviéndome el corazón, extendió sobre mis ojos una densa niebla, robándome del pecho mis tiernas entrañas”. Gris Romero lo hace en verso: “Tal ansia de amor me revolvió el corazón / y derramó sobre mis ojos sombra espesa, / arrancándome del pecho mis tiernas entrañas”. Su intervención es mayor en otros casos, como en la poesía china. La primera estrofa del poema 3 del Shin Ching Carmelo Elorduy la traduce así: “Recogiendo voy el cerastio. / Aún no he llenado la mitad inferior de mi cestita. / ¡Ah! Pienso siempre en mi hombre. / Voy a dejar mi cestita en la carretera de Chou”. Gris Romero simplifica: “Voy recolectando plantas, / pero no llenan mi cesta. / Suspiro por el amado / y la dejo en el camino”.

            Pero si los poemas se leen con agrado y en más de un caso nos emocionan como si hubieran sido escritos ahora mismo, las notas suscitan en más de un caso cierta perplejidad. El amante llama a la puerta de la amada en “El cantar de los cantares”: “Ábreme, mi amada, mi amiga, / paloma mía, preciosa, / pues mi cabeza está empapada de rocío, / mis cabellos del sereno de la noche”. Gris Romero escribe en su comentario: “Parece que en la poesía mesopotámica la cabeza es metáfora del pene, y esta imagen pudo pasar al mundo hebreo. La cabeza empapada de rocío aludiría a la excitación sexual del muchacho. La cuestión ya no sería entonces la llovizna nocturna, sino la necesidad de satisfacer su deseo”. Más adelante se lee que el amante introduce la mano por la abertura de la puerta y entonces se nos indica que “la mano es metáfora del pene en otros lugares de la Biblia”.

            El comentario que al final de cada poema, parafrasea el texto, añade generalmente un contenido sexual donde no aparece explícito, a menudo un tanto arbitrariamente, y observaciones personales no siempre muy pertinentes. “La imagen me parece de una comicidad irresistible” dice a propósito de uno de los ejemplos del Sattrasai: “Que la aldea haya ardido sin remedio, / a pesar de haber muchachos disponibles, / es culpa de tus pechos / agitándose en la confusión”. La presunta comicidad no es precisamente irresistible.

Por lo general estos poemas no necesitan ninguna aclaración, aunque hayan sido escritos hace siglos. De muchos nos han llegado solo fragmentos; de otros se nos ofrecen solo fragmentos, no sabemos bien por qué.

            Quien habla en la mayoría de ellos, como en las jarchas mozárabes, es una mujer. Puede sorprender este hecho, ya que hasta donde sabemos —Safo es la excepción—  durante siglos la creación poética parece reservada a los hombres. Pero cuando Pessoa escribió que “el poeta es un fingidor” no estaba inventando nada, sino expresando una verdad que, negada durante la época romántica —cuando el poema se consideraba un desahogo del corazón—, ya estaba presente en los primeros poetas cuyos versos han llegado hasta nosotros.

            Traducidos por Eduardo Gris Romero, entre los poemas que vienen de la India (“Todos dicen que mi amado, / corazón duro, se irá con el alba. / ¡Alárgate, señora Noche, / para que nunca llegue la mañana!”), de Grecia (“ Se ocultan la luna y las Pléyades,  / media la noche, / pasa el momento / y yo duermo sola”) o de la China anterior a la famosa dinastía Tang (“Está recogiendo lino. / Un día sin verle / es como tres meses. / Está recogiendo artemisa. / Un día sin verle / es como tres otoños. / Está recogiendo ajenjo. / Un día sin verle / es como tres años”). No muy distintos estos poemas de la poesía tradicional española:  “Si la noche se hace oscura / y tan corto es el camino, / ¿cómo no venís, amigo?”, una de cuyas variantes se canta en La Celestina.

            Por encima de las diferencia epocales y culturales, parece que hay unos “universales del sentimiento”, que diría Machado. Este libro, que es sobre todo una excelente antología poética, trata de determinarlos.

 

miércoles, 23 de marzo de 2022

Personal y político

 

 

Panfleto de Kronborg
Jesús del Campo
Acantilado. Barcelona, 2022.

La palabra “panfleto”, el adjetivo “panfletario” suelen utilizarse hoy en un sentido negativo, pero tienen una ilustre progenie; en su origen eran textos breves, hojas volanderas o folletos, que zaherían al poderoso, que decían lo que la información oficial callaba. A Voltaire se deben algunos de los más eficaces. En la Rusia soviética, en la España de Franco y en la Cuba de Castro tuvieron su sentido y los autores arriesgaban su libertad, o en algún caso su vida, por escribirlos.

            Este Panfleto de Kronborg de Jesús del Campo es y no es un panfleto. Jesús del Campo, nacido en Gijón en 1956, de formación anglosajona, comenzó publicando poesía en inglés, pero se dio a conocer con una novela, Los diarios clandestinos de Blancanieves, que le mostraba como un escritor culto, personal, capaz de darle la vuelta a lo consabido. En su obra de ficción ha gustado de recrear o continuar textos bien conocidos. Así Las últimas voluntades del caballero Hawkins es una peculiar segunda parte de La isla del tesoro. También ha escrito libros de viajes que se distinguen por entremezclar anecdotario personal e histórico, referencias de la alta cultura y de la cultura popular, Shakespeare con los Rolling Stone.

            Mucho de caleidoscopio, de atrevido mosaico, tiene Panfleto de Kronborg, que comienza ante el castillo de Hamlet y en muchas de sus páginas glosa el diario que Montaigne escribió durante su viaje a Italia. Jesús del Campo salta con agilidad de un tema a otro, de un personaje a otro, de Isabel Tudor a Felipe II y siempre nos sorprende, nunca nos aburre, a ratos nos admira y a menudo nos irrita. Su libro no es mera brillante errabundia por la geografía y la historia, pretende ser una obra de tesis. A su entender, la contemporaneidad se caracteriza por un enfrentamiento entre la estupidez y el talento, en el que el talento lleva cada vez más todas las de perder. Y la causa de esa derrota para él está muy clara: el triunfo del populismo.

            Gusta Jesús del Campo de afirmaciones rotundas que llaman de inmediato la atención. Un ejemplo: “El norte y el sur hablan de dinero sin ponerse de acuerdo porque un papa charló con sus cardenales en la misa de Navidad”.  Esperamos una aclaración, pero en el siguiente párrafo se pasa a otra cosa. Antes nos ha contado que, cuando Montaigne estuvo en Roma, le llamó la atención que, durante la misa de Navidad, el papa y los cardenales pasaron la mayor parte del tiempo leyendo y charlando. El salto conceptual de la observación de Montaigne a la afirmación del Jesús del Campo parece demasiado grande.

            Cuando en este libro se habla de “populismo”, ese término denigratorio de moda, no se habla de populismo en general, sino más en concreto del populismo de Podemos, aunque tal término nunca se mencione. Sí se afirma que lo alumbró el socialismo: “No se concibe el auge del populismo español sin la desidia del partido socialista que lo vio crecer y que, en vez de reprocharle su zafiedad amenazante, agachó la cabeza y lo tuvo por novedad saludable y quizá ejemplar”.

            Panfleto de Kronborg, como panfleto, resulta más simplista que eficaz. Insiste el autor una y otra vez en que buena parte de la incapacidad de España para estar a la altura de Francia, Inglaterra o su admirado Estados Unidos se debe a no haber tenido una revolución: “Así como los norteamericanos derrotaron a los ingleses en su revolución, y los franceses al Antiguo Régimen en la suya, los españoles echan de menos tener un derrotado a mano y convierten la guerra civil en algo parecido a un mito fundacional”. Se olvida Jesús del Campo que después de la victoria de los colonos norteamericanos sobre los ingleses y después de la Revolución Francesa, los españoles tuvieron un “derrotado a mano”, y no uno cualquiera, sino nada menos que Napoleón. La llamada Guerra de la Independencia —antes guerra y revolución de España— supuso el nacimiento de la nación española tal como la conocemos.

            Más afirmaciones rebatibles, esté uno o no de acuerdo con las ideas políticas de Jesús del Campo: “Los europeos occidentales no aprendieron que las guerras las puede ganar el malo, siguen pensando que el lado de la bondad se acaba imponiendo por su propio peso en la tierra de los elegidos. La condescendencia francesa hacia España está relacionada con esa creencia tan absurda. A España le pueden pasar cosas malas, a Francia no”. Eso lo podrá pensar Jesús del Campo, que tiene ideas algo peregrinas sobre el asunto, pero no los franceses: a la guerra civil española le siguió la humillante derrota francesa de 1940 y luego, tras la “liberación” y las depuraciones consiguientes, llegó la guerra de Argelia. A Francia también “le pueden pasar cosas malas”.

            No faltan la habituales diatribas contra las redes sociales o los selfies, en las que no se distingue el uso del abuso. Sorprende su elogio de la publicidad, aunque las razones que da resultan difícilmente compartibles: “La publicidad tiene, frente a las lentitudes de la literatura, el mérito de decir mucho en poco. Eso la enemista con la explicitud que azota el siglo y que, cuanto más creciente, más aborrega a quien la sufre. Y eso hace también que la publicidad, a diferencia de la literatura, sea un arte interesante”. Rebatir estas afirmaciones está al alcance de cualquiera: “las lentitudes de la literatura” podrán referirse a las novelas de muchos cientos de páginas, pero no al cuento ni a la poesía, y mucho menos en sus variantes, tan difundidas hoy, del microrrelato o el haiku. ¿La publicidad no es explícita? Puede no serlo, pero no es lo habitual. Recomendamos a Jesús del Campo que no se levante durante los intermedios publicitarios de cualquier programa de la televisión generalista y comprobará si lo es o no.

            La viñeta que nos da de los institutos de secundaria, y que pone en boca de una amiga, sí puede considerarse panfletaria y sin matices: “Directores y jefes de estudio que se emborrachan de su poder ridículo, padres que hablan como en Telecinco y linchan profesores. Alumnos indiferentes. Es como si hiciera falta que alguien viniera a decirnos que todo es una farsa, una gran mentira que se sostiene sobre el miedo”.

            Enemigo del populismo de izquierdas y de los independentismos, admirador de la Europa nórdica, no son las ideas políticas de Jesús del Campo las que nos disuenan en este libro, sino su modo de defenderlas, su manera de elevar anécdotas a contundentes categorías: “Un día de confinamientos, un hombre que caminaba frente a mí tiró al asfalto su cigarrillo antes de cruzar la calle. Lo hizo con el descuido de quien hace eso mismo muchas veces. Fue una forma de declarar su relación con los otros que empeora una comunidad. Ese cigarrillo lo barrería otra gente, ese desdén nos perjudicó. El presidente del Gobierno de España tuvo que pedirle dinero al primer ministro de los Países Bajos por eso, porque un hombre tiró su cigarrillo al suelo”.

            No se rebaja Jesús del Campo a explicarnos la relación entre un hecho y otro. Le preferimos cuando abandona el arbitrario púlpito, las generalidades sobre el carácter de las naciones, y nos habla de Walter Raleigh o de su admirado Bob Dylan.

 

jueves, 17 de marzo de 2022

Viví, gocé y amé

  

Obra poética (1964-1967)
Edgar Neville
Edición de Rafael Inglada
Centro Cultural Generación del 27. Málaga, 2021.

Hombre de múltiples talentos, a Edgar Neville aristócrata, diplomático, republicano que se pasó al bando sublevado, en el que nunca encajó del todo— se le recuerda hoy sobre todo como cineasta. En los años veinte, se fue a Hollywood y allí se hizo amigo de Chaplin. Fue a iniciativa suya que otros jóvenes de su generación —Jardiel Poncela, López Rubio— se trasladaran a Estados Unidos para trabajar en la versión española —no se había aún inventado el doblaje— de las películas americanas. Sus grandes éxitos, en los años cincuenta, fueron como dramaturgo: la comedia El baile —con la genial Conchita Montes, su pareja de siempre tras un corto matrimonio frustrado, de protagonista— está entre las más representadas del teatro español. Comenzó como humorista en la línea del absurdo que inauguró Ramón Gómez de la Serna. Su primer libro Eva y Adán, es de relatos y se publicó en 1926 en la imprenta Sur, como la más emblemática revista de su generación, que es la del 27, aunque no formara parte del grupo promocionado por la antología de Gerardo Diego, entre otras cosas porque entonces no escribía versos.

            La dedicación casi exclusiva a la poesía de Neville ocupó sus últimos años, aunque toda su obra esté permeada de poesía. Hasta 1964 (había nacido en 1899), no publicó sus primeras entregas poéticas: tres en ese mismo año. Los editaba Ángel Caffarena en la mítica imprenta Sur de sus inicios y eran cuadernos no venales de tirada reducida. Seguiría publicando versos hasta su muerte, ocurrida en 1967, y aunque los reunió en dos volúmenes más convencionales, Amor huido (1965) y Poemas (1967), nunca se le llegó a tomar demasiado en serio como poeta.

            Ahora Rafael Inglada reúne en Obra poética todos sus poemas tal como fueron apareciendo en las primeras ediciones. Comenzamos a leer con un cierto escepticismo. Pasados los sesenta años, Edgar Neville se enamoró perdidamente de una mujer más joven que no le hizo demasiado caso (la situación la había prefigurado en su comedia Prohibido en otoño) y sus poemas podrían tomarse como un simple desahogo. Y mucho de eso tiene, y un cierto desarreglo formal (no le importa no rimar los cuartetos de un soneto y sí los tercetos), pero enseguida nos dejamos ganar por su encanto, una cualidad que Neville —como Stevenson, según Borges— nunca pierde. La gran poesía, o la que pretende pasar por tal, la poesía con coturnos, parece envejecer más rápidamente que la poesía menor. No pueden competir estos poemas de amor, no lo pretenden, con los de Vicente Aleixandre, pero su humor y su verdad hace que se lean con más gusto. A ratos, los sonetos de Neville anticipan el desenfado de los que Luis Alberto de Cuenca escribiría en los ochenta: “Conmigo no gastaste muchas balas, / que yo caí desde el primer disparo / y resistir hubiera sido en vano. / Me pusiste los hierros del cautivo / y sentí no apretases más los goznes / para sentir el roce de tus manos”.

            Uno de los poemas de esta trilogía inicial —formada por La borrasca, Mar de fondo, El naufragio—, “Llamada a los poetas”, anticipa otra de la líneas poéticas de Edgar Neville, la memorialística, memoria literaria en este caso (escribirá también homenajes a Gómez de la Serna, a Villalón, a Ortega), mientras que en otros poemas evoca el Madrid perdido de su infancia y adolescencia.

            En 1966 vuelve Neville a la poesía con varias entregas. La primera, Su último paisaje, comienza con un poema de ese título dedicado a Federico García Lorca. La tirada era de solo 200 ejemplares, en papel de hilo y numerados, y quizá por eso no tuvo problemas con la censura. Comienza citando los versos que le dedicó Antonio Machado, que todavía no se habían incluido en sus poesías completas: “Se le vio caminar entre fusiles / por una calle larga. / Salir al campo frío, / aún con estrellas de la madrugada…”. Edgar Neville quiere seguir ese camino hasta encontrar la tumba de Lorca. Indaga y solo se encuentra con “silencios cobardes campesinos, / de esos testigos que no saben nada”. Como tantos biógrafos posteriores quiere saber “dónde fue, dónde está” y se topa con el silencio: “Nos responden miradas angustiadas, / sin arrogancia ibérica, / de sujetos que fueron los vecinos / del crimen más injusto de mi patria”.

            El poema, tan valiente en su momento, sigue conservando la emoción de quien evoca a quien no solo fue un poeta admirado sino también a su “compañero de aulas / y Derecho Romano… / Compañero en el cante por soleares / y los cantos de fragua. /Amigo en los estrenos y tertulias”.

            Poesía impura la de Edgar Neville, poesía un tanto despeinada, que no excluye la anécdota ni la directa efusión sentimental, que a veces cae en expresiones banales (como llamar “finos poemas” a las greguerías en el comienzo del poema “Ramón”), pero todo se lo perdonamos a este autor que no quiere ser “sublime sin interrupción”. Y que se despide, sin patetismo alguno, en el poema “He tenido mucho gusto en conocerlos”, del que cito unos versos que podrían servirle de epitafio: “Viví, gocé y amé. / No hubo calvario. / Trabajé solo en lo que me gustaba / y jamás hice esfuerzo extraordinario”.

            Los versos de Edgar Neville, poeta tardío, nunca merecieron demasiada atención crítica, pero se leen con el mismo agrado que cuando fueron escritos. Aunque tuvo que hacer frente a la amargura, como todos, supo despedirse del mundo con una sonrisa: “No me veo en el papel de ‘noble anciano’. / De ‘Patriarca’ no tengo ni el pelo. / Ni ser ‘ese señor tan viejecito’ / que arrastra sus zapatos por el suelo. / Mi corazón me salvará del lance, / cuando vea colmada la medida, / con su exceso de amor sabrá pararse, / interrumpiendo esta agradable vida”.

jueves, 10 de marzo de 2022

Viajar para contarlo

 

La frontera interior
Viaje por Sierra Morena
Manuel Moyano
Prólogo de Sergio del Molino
RBA. Barcelona, 2022.
 

En varios pasajes de su sugerente La frontera interior, cuando tiene algún problema para acceder a un determinado lugar, indica Manuel Moyano a sus interlocutores que está “escribiendo un libro”, que no viaja por viajar, sino para dejar constancia de lo que ve. El viaje está en el origen de la literatura, pero no de esta manera: no se viajaba para escribir, sino que se escribía porque se había viajado y se habían visto cosas insólitas.

            Los diarios de viaje en un principio se escribían para recordar, no para publicar, aunque muchos acabaran publicados, por el propio autor o póstumamente. Con la aparición del periodismo, el viaje comenzó a hacerse y escribirse a la vista de los lectores, en crónicas semanales o diarias: si Azorín —todavía José Martínez Ruiz— sigue la ruta de don Quijote es para irla contando, día tras día, a los lectores de El Imparcial.

            Manuel Moyano, buen discípulo en esto de los hombres del 98, elige para su ruta la España interior, no destinos exóticos. “Viaje por Sierra Morena” se subtitula su libro. Tiene Sierra Morena una larga leyenda de bandoleros y está muy presente en la literatura española. “¡Qué bien los nombres ponía / quien le puso Sierra Morena / a esta sierra mía!”, escribió Antonio Machado. Pero Manuel Moyano concibe la feliz idea, no de atravesarla por alguno de los pasos que unen la Meseta con Andalucía (el de Despeñaperros es el más famoso), sino de recorrerla desde el Este hasta el Oeste, desde la provincia de Jaén hasta tierras portuguesas. Eso le obliga a viajes en zigzag y a pisar lugares casi fantasmales.

            Manuel Moyano es autor de novelas y relatos (algunos de sus microrrelatos figuran en las mejores antologías del género) de corte fantástico o próximo a la ciencia ficción. Se considera heredero de Poe, más que de Chejov. Uno de los escritores que viven en la zona, y con el que previamente ha contactado, el poeta Alejandro López Andrada, le refiere su encuentro con un fantasma, que también ha contado en un conocido programa de televisión, la del Enlutado, una especie de monje con capucha que se aparece de vez en cuando en carreteras apartadas.

            El viaje comienza en Aldeaquemada y entre sus primeras etapas se encuentra La Carolina, lo que le sirve al autor de pretexto para narrarnos la historia de la colonización de aquellas tierras en tiempos de Carlos III; termina en Rosal de la Frontera y en Vila Verde de Ficalho, que son los lugares que vieron los últimos días de libertad de Miguel Hernández. Fue una cuestión de mala suerte lo que llevó a la detención del poeta cuando quiso pasar a Portugal: intentó vender el reloj de oro que le había regalado Vicente Aleixandre con motivo de su boda y creyeron que lo había robado y lo devolvieron a España: “Pero cuando el comandante del puesto iba a soltarlo porque no tenían nada contra él, apareció en Rosal un guardia civil de Callosa de Segura, pueblo vecino a Orihuela, que lo identificó al instante. Se llamaba Salinas. Al verlo, Miguel se levantó hacia él con los brazos abiertos, pensando que ya estaba salvado. ‘¿Tú lo conoces?’, le pregunta el comandante del puesto. Y el guardia va y le contesta: Este es el rojo más hijo de puta de toda España. Este ha matado más gente con su pluma que otros con sus fusiles”.

            También Cervantes, como no podía ser de otra manera, tiene su lugar en estas páginas. La Venta de la Inés, escondida en el antiguo Camino Real entre Córdoba y Toledo, mencionada en Rinconete y Cortadillo, parece guardar todavía el eco de las pisadas del autor del Quijote.

            Pero el escritor más presente en estas páginas es un poeta de Fuenteheridos, pueblo de Huelva, traductor de Pessoa, creador como él de heterónimos, como Violeta G. Rangel, ganadora de un importante premio con un libro de versos en que contaba sus experiencias como prostituta en las Ramblas de Barcelona, y todo un personaje, Manuel Moya, al que solo conocía por fotografías: “La profusa barba blanca y una larga melena gris, el continente corpulento y un nulo atildamiento en el vestir hacían de él, cuanto menos, un personaje singular, una mezcla entre Falstaff y Carl Marx”.

            A Manuel Moyano le gusta referirse pormenorizadamente a lo que come y lo que bebe, y por eso deja constancia de que en casa de su casi homónimo Manuel Moya le ofrecen un “banquete pantagruélico”.

            El lector se siente a gusto acompañando a este viajero que no se refiere a sí en tercera persona (siguiendo el manido ejemplo de Cela y su Viaje a la Alcarria) y escribe sin amaneramientos estilísticos, al que le gusta hablar con la gente (no solo con los cronistas de los pueblos y los poetas de la zona) y de vez en cuando nos deja precisas estampas impresionistas de lugares recónditos.

            Cerramos La frontera interior y nos quedamos con ganas de buscar unos días libres, coger el coche y hacer un paréntesis en la vida cotidiana y acercarnos hacia unos lugares que han dejado su huella en la historia —por aquí tuvo lugar la batalla de las Navas de Tolosa— o que parecen estar al margen del mapa y del calendario, lo que quizá sea el mejor efecto que puede hacer en nosotros un libro de viajes.