Obra poética
(1964-1967)
Edgar Neville
Edición de Rafael
Inglada
Centro Cultural
Generación del 27. Málaga, 2021.
Hombre de múltiples talentos, a Edgar Neville —aristócrata,
diplomático, republicano que se pasó al bando sublevado, en el que nunca encajó
del todo— se le recuerda
hoy sobre todo como cineasta. En los años veinte, se fue a Hollywood y allí se
hizo amigo de Chaplin. Fue a iniciativa suya que otros jóvenes de su generación
—Jardiel Poncela, López Rubio— se trasladaran a Estados Unidos para trabajar en
la versión española —no se había aún inventado el doblaje— de las películas
americanas. Sus grandes éxitos, en los años cincuenta, fueron como dramaturgo: la
comedia El baile —con la genial Conchita Montes, su pareja de siempre
tras un corto matrimonio frustrado, de protagonista— está entre las más
representadas del teatro español. Comenzó como humorista en la línea del
absurdo que inauguró Ramón Gómez de la Serna. Su primer libro Eva y Adán, es
de relatos y se publicó en 1926 en la imprenta Sur, como la más emblemática
revista de su generación, que es la del 27, aunque no formara parte del grupo
promocionado por la antología de Gerardo Diego, entre otras cosas porque entonces
no escribía versos.
La dedicación casi exclusiva a la
poesía de Neville ocupó sus últimos años, aunque toda su obra esté permeada de
poesía. Hasta 1964 (había nacido en 1899), no publicó sus primeras entregas
poéticas: tres en ese mismo año. Los editaba Ángel Caffarena en la mítica
imprenta Sur de sus inicios y eran cuadernos no venales de tirada reducida.
Seguiría publicando versos hasta su muerte, ocurrida en 1967, y aunque los
reunió en dos volúmenes más convencionales, Amor huido (1965) y Poemas
(1967), nunca se le llegó a tomar demasiado en serio como poeta.
Ahora Rafael Inglada reúne en Obra
poética todos sus poemas tal como fueron apareciendo en las primeras
ediciones. Comenzamos a leer con un cierto escepticismo. Pasados los sesenta
años, Edgar Neville se enamoró perdidamente de una mujer más joven que no le
hizo demasiado caso (la situación la había prefigurado en su comedia Prohibido
en otoño) y sus poemas podrían tomarse como un simple desahogo. Y mucho de
eso tiene, y un cierto desarreglo formal (no le importa no rimar los cuartetos
de un soneto y sí los tercetos), pero enseguida nos dejamos ganar por su
encanto, una cualidad que Neville —como Stevenson, según Borges— nunca pierde.
La gran poesía, o la que pretende pasar por tal, la poesía con coturnos, parece
envejecer más rápidamente que la poesía menor. No pueden competir estos poemas
de amor, no lo pretenden, con los de Vicente Aleixandre, pero su humor y su
verdad hace que se lean con más gusto. A ratos, los sonetos de Neville
anticipan el desenfado de los que Luis Alberto de Cuenca escribiría en los
ochenta: “Conmigo no gastaste muchas balas, / que yo caí desde el primer
disparo / y resistir hubiera sido en vano. / Me pusiste los hierros del cautivo
/ y sentí no apretases más los goznes / para sentir el roce de tus manos”.
Uno de los poemas de esta trilogía
inicial —formada por La borrasca, Mar de fondo, El naufragio—, “Llamada
a los poetas”, anticipa otra de la líneas poéticas de Edgar Neville, la
memorialística, memoria literaria en este caso (escribirá también homenajes a
Gómez de la Serna, a Villalón, a Ortega), mientras que en otros poemas evoca el
Madrid perdido de su infancia y adolescencia.
En 1966 vuelve Neville a la poesía
con varias entregas. La primera, Su último paisaje, comienza con un
poema de ese título dedicado a Federico García Lorca. La tirada era de solo 200
ejemplares, en papel de hilo y numerados, y quizá por eso no tuvo problemas con
la censura. Comienza citando los versos que le dedicó Antonio Machado, que
todavía no se habían incluido en sus poesías completas: “Se le vio caminar
entre fusiles / por una calle larga. / Salir al campo frío, / aún con estrellas
de la madrugada…”. Edgar Neville quiere seguir ese camino hasta encontrar la
tumba de Lorca. Indaga y solo se encuentra con “silencios cobardes campesinos,
/ de esos testigos que no saben nada”. Como tantos biógrafos posteriores
quiere saber “dónde fue, dónde está” y se topa con el silencio: “Nos responden
miradas angustiadas, / sin arrogancia ibérica, / de sujetos que fueron los
vecinos / del crimen más injusto de mi patria”.
El poema, tan valiente en su
momento, sigue conservando la emoción de quien evoca a quien no solo fue un
poeta admirado sino también a su “compañero de aulas / y Derecho Romano… /
Compañero en el cante por soleares / y los cantos de fragua. /Amigo en los
estrenos y tertulias”.
Poesía impura la de Edgar Neville,
poesía un tanto despeinada, que no excluye la anécdota ni la directa efusión
sentimental, que a veces cae en expresiones banales (como llamar “finos poemas”
a las greguerías en el comienzo del poema “Ramón”), pero todo se lo perdonamos
a este autor que no quiere ser “sublime sin interrupción”. Y que se despide,
sin patetismo alguno, en el poema “He tenido mucho gusto en conocerlos”, del
que cito unos versos que podrían servirle de epitafio: “Viví, gocé y amé. / No
hubo calvario. / Trabajé solo en lo que me gustaba / y jamás hice esfuerzo
extraordinario”.
Los versos de Edgar Neville, poeta
tardío, nunca merecieron demasiada atención crítica, pero se leen con el mismo agrado
que cuando fueron escritos. Aunque tuvo que hacer frente a la amargura, como
todos, supo despedirse del mundo con una sonrisa: “No me veo en el papel de
‘noble anciano’. / De ‘Patriarca’ no tengo ni el pelo. / Ni ser ‘ese señor tan
viejecito’ / que arrastra sus zapatos por el suelo. / Mi corazón me salvará del
lance, / cuando vea colmada la medida, / con su exceso de amor sabrá pararse, /
interrumpiendo esta agradable vida”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario