jueves, 30 de diciembre de 2021

Ingenio y verdad

 

Un mentido color
Felipe Benítez Reyes
Visor. Madrid, 2021.
 

A partir de cierta edad, los poetas suelen dejar de escribir libros de poemas –aunque sigan publicándolos-- para limitase a añadir algunos nuevos poemas a su obra completa. Pasó con Antonio Machado, pasó con Rubén Darío, pasa con Felipe Benítez Reyes. El caso de Guillén es distinto. Tras la publicación de Aire nuestro en 1968, hasta su muerte en 1983 no dejó de escribir poemas, pero dejó de escribir poesía.

            No anima demasiado a su lectura el título del último libro de Benítez Reyes, Un mentido color; tampoco las dos citas (del Diccionario de Autoridades y de Sebastián de Covarrubias) con que pretende justificarlo o el primer poema con su “corazón sin rumbo / en la noche indecisa”, su “retórica del daño” y otras literaturizadas vaguedades. Los poemas de Benítez Reyes ganan cuando alzan el vuelo desde un referente concreto: la nieve que cae “liviana y grávida”, unos gorriones que se acercan a su balcón, una sinagoga en Úbeda.

            Al puñado de espléndidos poemas que justifican la entrega, se añaden unos cuantos ejercicios retóricos (“Cancionero arcaizante de plenilunio”. “Versión libre de un poema de Jules Laforgue”, “Canción y coda” y su variación) que acreditan el buen hacer del poeta, pero que lo alejan de la sensibilidad contemporánea para acercarlo al denostado garcilasismo. Cuando Benítez Reyes se deja llevar por su gusto por la divagación y la frase demorada y llena de incisos, el lector pronto pierde pie y se pone a pensar en otra cosa. En algún caso, incluso se podría hacer un experimento: reducir los casi treinta versos (que constituyen una única oración) de “Silvia” a los dos primeros y los dos últimos. Comprobaríamos entonces que el poema –un poema de amor conyugal-- no parece perder nada y sí ganar en intensidad.

            El Benítez Reyes al que estamos acostumbrados, ingenioso y certero, lo encontramos en las viñetas mitológico-costumbristas de “Al hilo del poema ‘For a Moment’, de D. H. Lawrence”, en el que reviven Medusa, Saturno, Mercurio, Hércules y Eurídice de peculiar manera: “El repartidor a domicilio ejerce de Mercurio / con su moto que suena como una gran carroza / de hierro atormentado”. También lo hallamos en la enumeración, llena de aciertos imaginativos y expresivos, de “Las artes y las ciencias”

            En el poema “Los gorriones”, acorde con el tema, deja a un lado su ingenio y habitual utillaje retórico: “Cada amanecer tienen dispuestos / unas migas de pan en la terraza”. El poema gana así en verdad y cercanía, aunque haya quien prefiera el oropel neomodernista. Con idéntico tono menor comienza “Las olas”: “Hoy hablaré de vosotras / las olas que rompisteis en la mar de mi infancia”. La evocación de la olas es también la del asombro de aquel “niño frente al dragón rampante / de la cresta de espuma que de pronto rugía / con las fauces abiertas”.

            “Un perfume” acumula sinestesias: “Se oyen aquí, por dentro del aroma, / las playas desplegadas como un velo de oro, / el agua frutal de las fuentes frías, / de los arroyos veloces, / la majestad del sol, con su corona de fuego, / en el muro encalado”. El poeta muestra aquí que puede competir con los mejores creativos publicitarios: “Abres el frasco y parece abrirse el día / en un huerto cercado por un mar”.

            A la estética novísima –no en vano está dedicado a José María Álvarez—nos remite “Aparición de Ezra Pound en Venecia”. Los primeros versos podría haberlos firmado el mejor Gimferrer, el que se llamaba Pedro y escribía Arde el mar: “De repente, / en un embarcadero verdecido de líquenes, / en un  callejón de rumores acuáticos, / el holograma fantasmagórico de Ezra Pound”. El poema –no importan esas resonancias-- aúna culturalismo y verdad y es una de las piezas imprescindibles del volumen. “Venus de Itálica” vuelve a la sencillez expresiva. Comienza con unos versos que parecen limitarse a copiar la cartela que acompaña a la escultura: “Figura mutilada de mujer. / Aproximadamente siglo II, d. de C., / bajo el imperio de Adriano”. A ratos nos recuerda al Jorge de Sena de Metamorfosis, en especial al poema “Cabeza romana de Milreu”, traducido por Víctor Botas en Segunda mano, especialmente en versos como “Doncella en su esplendor decapitada, / helada allá en sí misma, / joven siglo tras siglo y sin ser nadie”.

            A Fernando Pessoa se le homenajea doblemente: con las variaciones sobre tres versos de los sonetos ingleses (una de ellas escrita en inglés) y con el poema más extenso del libro, “El tramo final de un jueves narrado por Bernardo Soares, ayudante de contabilidad”, en el que a ratos creemos escuchar más que al Bernardo Soares del Libro del desasosiego al Álvaro de Campos de “Tabacaría”. “Yo que, como decía, no he sido nada…”, termina el largo monólogo de Benítez Reyes; “No soy nada. / Nunca seré nada. / No puedo querer ser nada”, comienza el del heterónimo pessoano.

            Un mentido color es siempre excelente literatura y contiene un puñado de poemas que no desmerecen en una selección de la mejor poesía de Felipe Benítez Reyes. A algunos les parecerá poco, pero, si somos sinceros, no resulta en esto distinto de los más renombrados poetas de cualquier edad cuando llegan a cierta edad (con la excepción de Borges, por supuesto)..

martes, 21 de diciembre de 2021

La casa de las montañas

 

Diario de un editor con perro
Julián Rodríguez
Editora Regional de Extremadura. Mérida, 2021.

En sus últimos años, Julián Rodríguez (1968-2019) era conocido, sobre todo, por ser un editor excepcional, el creador y el alma de Periférica, pero había sido. y era, muchas cosas más. La pluralidad de sus talentos durante un tiempo pareció jugar en contra suya;  parecía destinado, por falta de constancia y exceso de entusiasmo, a un dorado fracaso en todas sus diversas ocupaciones. Fundó revistas, como La Ronda de Noche, galerías de arte o incluso un restaurante (de hermoso nombre: Bocángel); diseñó libros y colecciones, especialmente para la Editora Regional de Extremadura. La de escritor, comenzada tardíamente, parecía una actividad más. Comenzó con una insólita novela juvenil, Tiempo de invierno, a la que siguió un libro de poemas, Nevada; luego se decantaría por la novela y, sobre todo, la reflexión autobiográfica. Desde el principio, quiso ir más allá de lo consabido, huir de las florituras retóricas. Lo suyo era el minimalismo conceptual. En la última década, absorbido por la labor editorial, parecía haber dejado la escritura, como parecía haber dejado –sin dejarlas--  tantas otras actividades.

            No era así, solo había dejado de publicar libros propios, dedicado a los ajenos. Pero seguía escribiendo y una parte de esos escritos suyos los daba a conocer en una denostada red social, Facebook, donde caben todas las simplezas y todas las maravillas. A Borges le habría entusiasmado –nada se parece más al asombroso Aleph, que en un un punto contiene el universo, que Internet-- y quizá también a Juan Ramón Jiménez, que en ella habría podido publicar una página perfecta cada día, como era su sueño.

            Los autores no escriben libros, sino la materia prima de los libros. Los libros, aunque un solo nombre figure en la portada, son siempre obra colectiva. En este Diario de un editor con perro el otro autor, el editor, es Martin López-Vega. A él se debe una decisión fundamental: publicar solo, de las muchas anotaciones publicadas o inéditas de Julián Rodríguez, aquellas que tienen que ver con sus estancias de fin de semana en una apartada casa rural. Entremezcladas con las anotaciones de otros días perderían intensidad. El subtítulo, La casa de las montañas (2018-2019), quizá debería ser el título, y al revés, el título ir de subtítulo, porque este libro es solo la primera entrega de un diario de escritor que puede convertirse en la obra más perdurable de Julián Rodríguez, la que mejor refleja, sin mutilar ninguno de sus aspectos, su poliédrica, inagotable, inabarcable personalidad.

            Martín López-Vega, que sabe que hay profesiones que aspiran a la invisibilidad, como la de editor o corrector, ha tenido el acierto de dejar las imprescindibles aclaraciones para una escueta nota final. En ella, copia la respuesta del autor a un comentario (la publicación en Facebook permite interactuar de manera inmediata con los lectores), en el que explica el lugar y el tiempo de la escritura: “Esta casa, este jardín y esas nieves, están en uno de los lados segovianos (alto y pobre) de la Sierra de Guadarrama, a solo una hora y media en coche desde Madrid por la carretera de Burgos, pero en realidad ya en otro mundo. De viernes (a las doce de la mañana) a lunes (a las nueve de la mañana) ahí se refugia uno”.

            El perro del editor, Zama, una perra, es el otro protagonista de estas páginas, que nos hablan de duros inviernos y tardías primaveras, de largos paseos, de música y libros, también de cocina (incluso incluye alguna receta), siempre con la sabiduría de quien sabe atenerse a lo esencial. Las notas costumbristas alternan con pinceladas impresionistas sobre el sucederse de las estaciones.

            A veces se alude a las ilustraciones que acompañaban a estas notas en su primera publicación, por lo general fotografías hechas por el propio Julián Rodríguez, y quizá en ese caso deberían haber sido reproducidas, como ocurre con los libros de  W. G. Sebald y con tantos otros posteriores (recordemos Negra espalda del tiempo, de Javier Marías), sin que por eso se convirtiera el volumen en un libro ilustrado. Y algún poema aludido –y reproducido en Facebook-- tal vez debería haber sido reproducido, como se hace con otros, aunque fuera en nota. Un ejemplo: “Llego a casa y busco ese poema de Edna St. Vincent Millay que tanto me gusta. No es difícil saber qué había detrás de tales versos”. El lector se queda sin saber qué versos eran esos. No desmerecen estas minucias el valor de esta edición, ni por supuesto de unas páginas escritas con ejemplar llaneza, sin levantar la voz, con la precisión en los detalles de quien sabe siempre de qué habla.

            No se refiere el escueto editor (Julián Rodríguez no habría querido otra cosa), a un hecho que dota de dramatismo a estas notas, Se fecha la última el jueves 27 de junio de 2019. “¿Huyendo del calor? ¿Qué haces hoy jueves por aquí?”, le pregunta el frutero del mercadillo en el que compra provisiones antes de llegar a casa. Ese fin de semana había adelantado un día el viaje, no sabía por qué. Lo último que escribió, lo último que subió a la red social fue una anotación aparentemente trivial, cotidiana, como tantas: “El termómetro del jardín marcaba veintisiete grados al llegar; el de la cocina, veintidós. Zama corrió hacia el cobertizo primero, luego volvió a la calleja (el portón del jardín estaba abierto) e hizo su ronda. Revisé el nivel del agua en el pozo, puse Radio Clásica, calenté el pisto que sobró el otro día en Madrid”.

Julián Rodríguez fue encontrado muerto a la mañana siguiente. ¿Intuía esa cita, esa visita a la vez inesperada y esperada? ¿Temía que no le encontrara allí, en su querida casa de las montañas, en su refugio contra las inclemencias del tiempo,  si hubiera vuelto a ella el viernes a la hora de costumbre?

jueves, 16 de diciembre de 2021

Qué hay de nuevo en poesía

 


 

Es capital todo lo que fluye
María García Díaz
Traducción de Xaime Martínez
Ultramarinos. Barcelona, 2021.

¿Qué hay de nuevo en poesía?, se preguntan cada cierto tiempo los lectores y los críticos. Han pasado ya más de dos décadas desde que comenzó el siglo XXI, ¿dónde están los poetas que han sucedido a los que se dieron a conocer a finales del siglo anterior, los últimos que parecen haber entrado a formar parte de la historia de la poesía española? ¿Quiénes son los sucesores, en prestigio e influencia, de un Luis Alberto de Cuenca, un Luis García Montero, un Felipe Benítez Reyes?. Hay, sí, epígonos, abundantes epígonos, algunos de indudable talento, pero no se ha vuelto a dar el caso de poetas que aúnen amplia difusión y aceptación crítica.

En el siglo XXI, hemos asistido a un fenómeno en cierto modo semejante al que se da entre la música pop y la música culta: hay por un lado una poesía que se difunde primero en las redes sociales y en lecturas públicas y que, cuando se recopila en libro, alcanza tiradas hasta ahora desconocida en la edición poética; hay, por otro, una poesía que gana premios, algunos de cierta resonancia mediática, pero por lo general cada vez más ignorados y desprestigiados, y que es alabada por críticos afines, por poetas amigos, por estudiosos académicos, e ignoraba por los lectores. Elvira Sastre, que ya ha dado el salto a las editoriales de prestigio, o el cantautor Marwan pueden ser ejemplo de lo primero. María García Díaz, que acaba de publicar su cuarto libro, en versión bilingüe, asturiano y castellano, de lo segundo.

            Es capital todo lo que fluye lleva un prólogo, de cierta ambición teórica,firmado por Unai Velasco, quien aspira a caracterizar a caracterizar a la autora como representativa de una segunda hornada generacional que sucedería a los poetas “que publicaron sus primeros libros durante la década de 2010 (nacidos en los años 80 y principios de los 90). Antes abría otra generación, la del 2000 (nacidos en los 70), Cita muchos nombres de esas dos o tres generaciones Unai Velasco, pero ninguno que destaque sobre el conjunto y las características comunes que los encuentra (unos respiraron “el aire de la Posmodernidad”, otros han crecido advertidos “por la resaca del Posestructuralismo”) son de una gran vaguedad conceptual, lo que las convierte en inoperantes. Se han publicado innumerables antologías de la poesía joven en estas últimas décadas, pero ninguna ha servido para cribar nombres, establecer un canon.

            María García Díaz, nacida en 1992, violinista y estudiosa de la física cuántica, vale quizá más por lo que representa que por sus logros poéticos, al menos hasta el momento. Su cuarto libro de poemas está escrito en asturiano y se publica en Barcelona acompañado de la versión castellana de otro poeta, Xaime Martínez. Está escrito en asturiano, pero no hay ninguna referencia a la tradición poética en esa lengua, tampoco a la tradición española. Abundan las citas, casi todas en inglés, pero en español solo se cita al poco conocido y coetáneo Miguel Rual. Los dos rasgos más evidentes de un sector importante de los nuevos poetas parecen ser el volver la espalda a la tradición literaria española (su lengua de cultura es, en buena medida, el inglés) y un cierto carácter gremial que los lleva a leerse y citarse unos a otros, ajenos al común de los lectores.

            Unai Velasco relaciona ciertas características de la poesía de María García Díaz, como su escritura “narrativamente expoliada”, su estar “a medio camino entre la segmentación cinematográfica y la jugosidad de una observación cuasi microscópica” ,con su dedicación al campo de la física cuántica. Pero ya sabemos que la física cuántica –la física que estudia las partículas elementales: electrones, protones, neutrones, quarks, fotones-- se ha utilizado para justificar muchos disparates: los viajes en el tiempo, los universos paralelos, el poder estar en dos lugares a la vez, los gatos simultáneamente vivos y muertos, y también una presunta literatura cuántica que tiene tanto que ver con ella como cualquiera de esos populares disparates.

            La estética de María García Díaz es la del fragmento, la ruptura sintáctica, la elusión del referente. No siempre consigue escamotear del todo al lector aquello a lo que se refiere. Uno de los poemas vuelve al tópico del menosprecio de corte y alabanza de aldea: “Raspa el alba / los colores del gallo / envuelven el cuarto fuera / y un cerebro inflamado / tiene que ir a cosechar el grano / tiene que ir / a guardar la leche / dónde la impostura / entre el pasto, entre las lilas / entre el abono tierno / dónde la impostura / bajo la luz incisiva / dime dónde el simulacro”. En otro (“Homo faber”), encontramos una descripción del arte del lutier. Hay también una enumeración de las restricciones tradicionalmente femeninas  (“No subas / a la mimosa, no manches / los náuticos, / no huelas a regla...”) y algún eco de Safo entremezclado con la poesía oriental: “Si las dos / tenemos sed / vamos a acercarnos al río / vamos a chapotear junto a los lotos / vamos a dialogar / bajo las ramas del sauce”

            Pero lo más frecuente es que unas veces no entendamos muy bien de qué está hablando (toda la serie que da título al libro) y otras nos lo aclara el título (Palermo, una fotografía de Richard Learoyd), pero no nos interesa demasiado lo que nos dice. La mejor María García Díaz es la menos crípticamente pretenciosa: “Tantas veces se dijo / una habitación propia; / yo diría también el glacial viento / de la mar Cantábrica: despeja la cabeza, / esparce las algas, / crea un hogar apropiado / en el cuerpo propio”.

            A los poetas que no están anclados en la tradición se los suele llevar el viento. Bien es cierto que cada poeta verdadero crea su propia tradición y a veces tardamos en reconocerla.

jueves, 9 de diciembre de 2021

La novela de un periodista

  

Palabra de director
Pedro J. Ramírez
Planeta. Barcelona, 2021.
 

Al margen de las simpatías o antipatías que cada uno pueda tener hacia la persona de su autor, Pedro J. Ramírez, pocos libros tan apasionantes como Palabra de director. Puede leerse como una novela “basada en hechos reales”, con un narrador en primera persona que ha estado, como Gabriel Araceli, el protagonista de la primera serie de los Episodios nacionales galdosianos, en primera línea –a veces en los despachos, a veces en las cloacas-- de todos los acontecimientos importantes de la historia española desde los años setenta hasta comienzos del siglo XXI.

            Entre Pepito Grillo y Rasputín, el protagonista de esta trepidante novela ha sabido moverse siempre en todos los círculos del poder. Contribuyó quizá más que nadie a la caída de un presidente, Felipe González, y al encumbramiento de otro, José María Aznar, y fue cercano confidente de Rodríguez Zapatero.

Inverosímiles resultan  muchas de las peripecias que nos cuenta, pero las más inverosímiles sabemos por otros medios que son rigurosamente ciertas: que el Cesid tuviera habilitado un chalet para los escarceos sexuales del jefe del Estado y que con dinero público pagara, si no los favores, sí al menos el silencio de alguna de sus acompañantes; que secuestros, torturas y asesinatos fueran cometidos por mercenarios pagados con dinero público o directamente por funcionarios públicos; que un exjefe de la guardia civil fuera presuntamente detenido en Laos en una chapucera farsa que parece sacada de los tebeos de Mortadelo y Filemón.

            Pedro J. Ramírez tiene muchas cosas que contar y sabe contarlas bien. El libro comienza en 1980 cuando es nombrado director de un declinante Diario 16 y --aunque hay un flash back a los años en que se inicia como periodista y muy pronto entra a formar parte de la plantilla del ABC-- tiene el acierto de no dedicar más de página y media a sus orígenes familiares y a sus años de infancia y adolescencia. Sabe que lo que nos importa a los lectores –no todos los memorialistas lo saben-- es lo que pueda contarnos de unas trepidantes décadas que el vivió entre bastidores de los grandes acontecimientos y a veces en el escenario.

            No nos defrauda. De la relación de Aznar con Bush se ha hablado mucho, pero no sabíamos –o no sabía yo--  el favor que antes le hizo al anterior presidente. Así se lo confidencia a Pedro J. Ramírez: “Clinton me propuso que saliéramos a fumar un puro al jardín. Entonces me pidió que hiciera una gestión ante Chirac para que apoye la destrucción de todas las infraestructuras de comunicación serbias, incluida la televisión”. Muy pocos días después hubo una oleada de bombardeos sobre Belgrado y la sede de la televisión serbia fue borrada del mapa. Pedro J. anota maravillado: “Así funcionaba el club de las grandes potencias, en el que España trataba de asomar la cabeza: un domingo Aznar me había hablado de esa torre de comunicaciones y un miércoles había sido borrada del mapa”.

            En 1985 acompaña a los reyes en un viaje oficial a la Unión Soviética y allí es testigo de un conato de trifulca entre ellos “a cuenta de algo tan nimio como la tardanza de la reina en arreglarse”. De ese detalle no hay constancia fuera de estas páginas, pero sí de otros más graves, como las ausencias del rey sin permiso del gobierno, según era preceptivo, que le impedían a veces cumplir con sus obligaciones. En 1992, se retrasó el nombramiento del sucesor de Fernández Ordóñez porque no se le podía comunicar al rey, fuera de España por motivos privados (acompañaba a su amante de entonces). Y a veces, para no retrasar algún asunto, se tuvo que hacer trampas. Una información de El Mundo afirmaba lo siguiente: “Según el BOE, el rey firmó una ley en Madrid un día que estaba en Suiza”. Se atribuyó, qué remedio, a una errata.

            Hay muchos diálogos en Palabra de director, muchas palabras puestas en boca de personajes reales. ¿Son transcripciones directas o recreación del autor? Como bastantes de esos personajes aún viven, ellos podrán confirmarlo o desmentirlo. Una acusación del entonces ministro de Interior y Justicia resulta particularmente grave: “Belloch me había citado, a finales del año anterior, en su despacho del palacio de Parcent y me había pedido ayuda para encontrar a Roldán. ‘Se trata de poner a un delincuente a disposición de la justicia… antes de que alguien se nos adelante y le mate’. Le pregunté a quién se refería y me contestó sin rodeos: Narcís Serra”.

            Juan Alberto Belloch es en estas memorias un intrigante poco de fiar. Su gran aspiración era sustituir a González como jefe del Gobierno y líder del PSOE y no tuvo inconveniente en buscar la ayuda del director del diario que más ferozmente combatía a los socialistas: “Para ganar mi confianza se reunió una y otra vez conmigo, permitiéndome incluso escuchar, al través del altavoz del teléfono, las conversaciones que mantenía con González durante sus viajes en el extranjero”. También le consiguió, al parecer, copia de un sumario secreto para que pudiera anticiparlo como exclusiva.

            En este fascinante relato, protagonizado por un “elegido del destino” –así llega a considerarse--, no podía faltar la trama, la trampa sexual. No elude Pedro J. Ramírez los detalles escabrosos de aquel encuentro en que una conocida –solo la había visto media docena de veces y de manera amistosa--  le recibió en ropa interior, le ofreció una copa, ya preparada sobre una mesita, y le propuso realizar “una serie de juegos sexuales inesperados e infrecuentes”. El video de aquel encuentro circuló entre risotadas por toda España, pero finalmente quien rio mejor fue Pedro J. que logró llevar a juicio a todos los implicados, muy próximos a Rafael Vera y a otros implicados en los Gal.

            Muchas cosas nos descubre este libro sobre cómo funcionaban, y seguramente funcionan, las cosas en España. Pedro J. tenía un chalet en Mallorca que incluía una piscina  ilegal según la ley de Costas. Para arreglar el problema, acudió a la ministra de Medio Ambiente, Cristina Narbona. La ministra, tras estudiar el asunto, le dijo que no tenía más remedio que abrirle un expediente “por incumplimiento de los términos de la concesión”. No conforme con ello, llama a Bono. El ministro de Defensa se quedó atónito y decidió contárselo a Zapatero. Al rato, llama a Ramírez: “Oye, que el presidente no sabía nada. Que él creía que la cosa iba bien. Fíjate lo que me ha dicho: ‘¡Menudo carácter tiene esta mujer!’. Chico, yo alucino”.

            No cabe duda de que quien es capaz de involucrar, no ya a varios ministros, sino a todo un presidente del Gobierno para solucionar un problema administrativo no es un cualquiera. Al parecer para expulsarle de la dirección de Diario 16 tuvo que intervenir incluso el rey, aunque luego se arrepintiera. Tras la publicación del artículo “Un verano en Mallorca”, que constituyó “la primera crítica a la conducta de Juan Carlos que se publicaba en un gran diario nacional”, el jefe de la Casa Real le invitó a tomar café en la Zarzuela y a poco apareció el rey: “Ya sé que tú sabes que un día yo le dije a Juan Tomas de Salas que no se sentara a mi lado hasta que no te echara como director de Diario 16… pero no pensé que iba a ser tan tonto como para hacerme caso”.

            Esta primera entrega de las memorias de un periodista “que nunca ha temido a la verdad” terminan cuando se encuentra “en la cumbre de toda su fortuna”, cuando aparecía en las listas de los diez hombres más influyentes de España –a veces, “incluso entre los cinco”, aclara--, se le consideraba “el periodista europeo más influyente”, el jefe del Gobierno y el de la oposición le invitaban con frecuencia a su casa y él les invitaba a la suya. Era en 2006, luego vendrían la crisis económica y las peripecias que acabaron con su expulsión de El Mundo, pero eso queda para otro tomo, que no será menos impactante que esta Palabra de director, más recomendable que ninguna novela negra para pasar entre sonrisas y sobresaltos las noches de insomnio.

jueves, 2 de diciembre de 2021

Jardín inglés

 

Un aire inglés
Ensayos hispano-británicos
Ignacio Peyró
Fórcola. Madrid, 2021.
 

No todo lo que se publica en los periódicos –en la prensa periódica en general-- son artículos periodísticos. Dejando de lado las revistas propiamente literarias, en las publicaciones de información general han encontrado su primer lugar cuentos, novelas, ensayos que luego aparecerían –no siempre, o no al poco-- en libro. Las mejores obras de Chaves Nogales, por citar el ejemplo de un periodista que hoy es tenido como uno de los grandes escritores de su tiempo, no tuvieron que esperar al nuestro para pasar de las hemerotecas a las bibliotecas: El maestro Juan Martínez que estaba allí o Juan Belmonte, matador de toros, tras aparecer seriadas en la revista Estampa, lo hicieron de inmediato --1934, 1935, respectivamente-- en volumen. Y alguno de los más conocidos títulos de Ortega, antes que en libro, apareció en los folletones de El Sol, sin que eso suponga considerarlo como una recopilación de artículos periodísticos.

            Tampoco lo es, o lo es solo en su parte más prescindible, Un aire inglés, que lleva el subtítulo de “Ensayos hispano-británicos” y que supone la plena confirmación de que Ignacio Peyró puede ya incluirse entre los nombres imprescindibles de la literatura española contemporánea, entendiendo por literatura, como debe entenderse, algo más que la literatura de ficción.

            Pocos le igualan en erudición, en plural curiosidad y en gracia expresiva. Poco importa que en Un aire inglés  hable de escritores poco conocidos entre nosotros, como James Lees-Milne, o muy conocidos, como Rudyard Kipling, él sabe apasionarnos entremezclando el cuento de la vida, casi siempre excéntrica --se trata de autores ingleses-- con el lúcido análisis de la obra.

            Un aire inglés sería una obra maestra si se hubiera limitado a sus dos primeras partes, la que lleva el mismo título del conjunto, y “Biblioteca y Jardín”, con el añadido de algunos pocos capítulos más: la espléndida etopeya de Winston Churchill o los que se dedican a Josep Pla, Edith Wharton o Louis Auchincloss.

            Las reflexiones de tema político –Ignacio Peyró fue asesor y redactor de discursos de Mariano Rajoy-- estarían mejor en otro volumen y algunos de los artículos rescatados de las páginas de ABC o El Mundo habrían podido seguir en ellas sin que se las echara de menos. No parece de una gran lucidez indicar en 2014 que Felipe VI comienza su relato como continuación “del gran relato del reinado de Juan Carlos I”, cuando lo que le convenía hacer –y lo que intentó hacer-- era desmarcarse de inmediato de ese relato, renunciar a una pesada herencia de vileza y corrupción.

            No quiere esto decir que los reparos a esta nutrida recopilación sean ideológicos. La cultura española, muy injustamente, ha tratado de ser monopolizada por la izquierda. Ignacio Peyró nos demuestra que el sectarismo no es patrimonio de ninguna corriente y que la amplitud de miras, la concordia y la sensatez caben en cualquiera de ellas. A veces, sin embargo, asoma un poquito la oreja de sus orígenes. Hablando de los diferentes exilios españoles en Londres, afirma que “no dejan de escribir ante nosotros uno de los retratos más amables y emotivos de nuestro país: el formado por las solidaridades, asistencias y cortesías de unos españoles para con otros, por distintos que fueran”. Y lo ejemplifica con “la bonhomía con que un cura asturiano, hermano de Riego, reparte chorizos ‘legítimos extremeños’ para confortar a los enfermos”; con  los bailes que organiza la UGT o con  “las misas que convoca el Opus Dei para las muchachas que, pasados los años cincuenta, se iban a Londres a servir”. Curioso ejemplo de solidaridad entre españoles exiliados este último.

            Menos es más, según el repetido adagio de Mies Van der Rohe. Hacer una obra nueva con material ya publicado requiere resistir la tentación de la exhaustividad y también la de mezclar sabores que no combinan bien. Y sobra –salvo que se trate de una obra póstuma o de una edición crítica-- indicar la procedencia y el carácter original –prólogos, conferencias, colaboraciones en las mejores revistas, en este caso-- de cada pieza. La obra maestra, el clásico del ensayismo contemporáneo, que podría haber sido Un aire inglés resulta así un tanto desfigurado por el pegote de cien o ciento cincuenta prescindibles páginas.

La Inglaterra de la que está enamorado Ignacio Peyró es la Inglaterra de otro tiempo, el “mundo confortable” de grandes mansiones, clubs y caballeros que lo mismo fatigaban caballos que traducían hexámetros del griego, un mundo del que no se oculta su lado clasista y oscuro, pero que él prefiere ver en sus facetas más luminosas.  Inolvidables resultan muchas de sus viñetas biográficas –una de ellas dedicadas a un español memorable y olvidado, Augusto Assía-, pero no menos lúcidos resultan sus análisis literarios. Es imposible leer este libro sin apuntar un puñado de obras de las que no habíamos oído hablar y de inmediato comenzamos a buscar.

            Las breves anotaciones recogidas con el título de “Los escondites ingleses” pueden leerse como una propina a esta obra desmesurada y ejemplar y como un anticipo de esa personal guía de Inglaterra que un editor avispado no tardará en encargarle a Ignacio Peyró, el más omnívoro de los ensayistas españoles contemporáneos.

           

jueves, 25 de noviembre de 2021

Retórico y poeta

 

Cantar del destierro
(Antología 1969-2019)
Jon Juaristi
Edición de Rodrigo Olay
Renacimiento. Sevilla, 2021.

Hay prólogos prescindibles; el de esta antología de Jon Juaristi, Cantar del destierro, no lo es. Escrito con garbo estilístico, con buen conocimiento del autor estudiado y de su entorno generacional, entremezclando sabiamente biografismo y formalismo,sin perderse en las habituales vaguedades teóricas, constituye un modelo de lo que deberían ser --y raramente son—los estudios académicos dedicados a la poesía contemporánea.

            Vayan por delante estos elogios porque también convendría hacer algunas precisiones. Rodrigo Olay, poeta y filólogo de excepción, se libra de muchas rutinas de los trabajos curriculares, por lo general tan horros de ideas como grávidos de citas, pero no de todas. Hablando, por ejemplo, de poetas que han influido en Jon Juaristi, cita a Campoamor y a Borges. “Nada añadiré de Campoamor” nos dice del primero y a continuación pone la referencia bibliográfica a un trabajo suyo sobre el tema. Lo que convendría hacer es resumir lo que en ese artículo ha dicho y remitir a él a quien quiera saber más. Otro error consiste en poner los textos rescatados ´--las aportaciones del editor-- al mismo nivel que el resto de la obra. Es lo que hace Olay con dos curiosidades, el primer poema que publicó Juaristi (fue en 1969 y en la revista Poesía española) y “Euskadi, 1989”, un poema que Juaristi publicó en una antología mexicana de 1991 y que con buen criterio no incluyó luego en ninguno de sus libros. Ambos textos deberían ir en un apéndice sin interrumpir, como ahora hacen, la lectura cronológica.

            Jon Juaristi ha escrito un puñado de poemas memorables que no deberían faltar en ninguna exigente selección de la poesía española contemporánea, pero no todo lo que ha escrito es igualmente memorable. Junto al poeta, hay en él un versolari, un virtuoso versificador, un erudito que juega a hacer versos, un ingenioso improvisador de sobremesa. Y ese Juaristi menor parece ser el que más admira a Rodrigo Olay, también él poeta, también él fascinado por los recursos retóricos y las minucias métricas de la “vieja escuela”, que así titula su último libro de poemas (Olay es poeta y filólogo a la manera de algunos grandes nombres de la filología española). Eso explica que considere el romance “Adiós, muchachos” –que tiene mucho de chiste alargado--  uno de los poemas “más creativos y brillantes” de Juaristi. O que se pregunte retóricamente cuántos poetas serían capaces de escribir un romance de cien versos con rima consonante “nada menos que en –ina”, como si eso fuera un mérito.

            Jon Juaristi comenzó a publicar en los años ochenta, tras un pasado de poeta en eusquera que quiso dejar oculto y del que ahora Rodrigo Olay nos informa. Parece que los poemas iniciales de Diario de un poeta recién cansado fueron escritos originalmente en esa lengua. Por cierto, el antólogo afirma que el título correcto es Diario del poeta recién cansado y así lo cita siempre, salvo curiosamente en la bibliografía del poeta. Contra lo que pudiera pensarse, el eusquera no fue nunca para Juaristi sino una segunda lengua esforzada y amorosamente aprendida y luego a menudo denigrada. Tuvo entonces un momento vanguardista (formó parte de la Pott Banda con, entre otros, Bernardo Atxaga y Joseba Sarrionandía), pero encontró su voz en la vuelta al realismo, a las tradiciones y al lenguaje de la calle que caracterizó a la generación de los ochenta –Luis García Montero Javier Egea, Vicente Gallego-- y al segundo momento de la generación anterior, representado por poemas como Luis Alberto de cuenca o Miguel d’Ors.

            La poesía de Juaristi, su gran poesía, la que no es afeada por los dudosos juegos de palabras (el título del primer libro da la pauta), tiene varios tonos. Uno de ellos recrea la lírica tradicional española sin que en ningún momento nos suene a pastiche: “Río del tiempo / que cruza el alma / fluyendo siempre / desde el mañana, / orillas mustias / por donde pasa / lánguida y lenta / su lengua el agua…”

            En otros poemas se atreve a llevar al verso ideas que suelen tener habitualmente cabida en la prosa. Ejemplar resulta, en este sentido, el poema “Comentario de texto”, que vale por un estudio sobre cómo debe enseñarse la literatura sin dejar por ellos de ser un comentario de texto a un poema de Guillén y una elíptica evocación de uno de sus más queridos maestros. También a un maestro, José-Carlos Mainer, se homenaje en “An Old Master” y lo que podría haberse quedado en un poema de circunstancia se convierte en una lúcida reflexión sobre la historicidad de la literatura.

            Los poemas familiares, a los hijos, a la abuela, al padre, a las viejas tías, tan ajenos al ternurismo fácil, son otro de los logros de Jon Juaristi, que unas veces, a la manera de Ángel González, utiliza el humor como una forma del pudor, y otras no tiene inconveniente en mostrarnos su corazón al desnudo (y no “de cintura para abajo”, que diría Gil de Biedma).

            Los autorretratos impiadosos son otra de las habilidades de Jon Juaristi. Pocos poetas han expresado con tanta intensidad y con tanta verdad el sentimiento de fracaso, de pérdida, de inutilidad que va unido a cualquier vida.

            Nada más contrario a la poesía pura que la poesía de Jon Juaristi. Sus versos están llenos de nombres propios, de referencias históricas y literarias, de anécdotas, de erudición, de pasión política.

            Esta última, que tiene que ver con su relación de amor-odio con Euskadi, y en la que hay algo de la furia del converso, es la que más nos disuena, la que más hace envejecer los versos, la que más discutible nos resulta. Como documentos para entender al complejo personaje que es Jon Juaristi pueden resultar muy útiles poemas como “Entre canes entrecanos” o  ese virulento desahogo que es “A degüello”, pero no parece que tengan lugar en una antología de su obra, aunque se titule Cantar del destierro (un destierro, por cierto, pródigo en cargos oficiales, que nada tuvo que ver con el de Ovidio).

            Retórico y poeta –y otras cosas—es Jon Juaristi. El retórico, amigo de los retruécanos astracanescos (a veces parece heredero del Muñoz Seca de La venganza de don Mendo), a menudo resulta un peso muerto en el poeta, pero cuando lo deja volar libre le permite llegar más alto y más hondo que nadie.



           

jueves, 18 de noviembre de 2021

La vida literaria

 

 

La feria de los libros
Juan González Olmedilla
Edición de José María Barrera
Renacimiento. Sevilla, 2021.

La vida literaria está muy desprestigiada. “La vida o es vida o es literaria”, acostumbra a repetir Andrés Trapiello. Pero no hay literatura sin un entramado de relaciones personales y de intereses que van más allá del texto literario. La literatura no nace y crece en el vacío ni es solo una sucesión de grandes nombres.

¿Qué puede encontrar el lector contemporáneo en las reseñas literarias que un olvidado Juan González Olmedilla publicó entre 1924 y 1927 en el Heraldo de Madrid? Comenzamos a leer con escepticismo (no hay género más perecedero que el de los comentario periodísticos a la actualidad literaria), pero en seguida nos encontramos con que estas páginas guardan mucho de la vida palpitante de aquel tiempo antes de que sea simplificada por los manuales.

            Juan González Olmedilla, sevillano de 1893, es uno de los personajes que pululan por La novela de un literato, esa fascinante comedia humana del primer tercio del siglo XX por la que hoy seguimos leyendo a Cansinos Assens. Muy joven se trasladó a Madrid y publicó sus primeros libros de corte modernista, uno de ellos prologado por un poema de Manuel Machado, que le hizo famoso en aquel bohemio mundillo: “Canta tú las fatalidades / que son las únicas realidades: / Amor y Muerte. / Sigue cantando / coplas, que hombres muy hombres / oyen llorando”. Cansinos nos ofrece, según es habitual en él, una visión caricaturesca del personaje: “Porque eso de la bondad de Olmedilla…Villacián, que le conoce a fondo, lo califica de tópico literario. Olmedilla es simplemente un oficioso, un chisgarabís, un hombre que va de tertulia en tertulia trayendo chismes y que, con pretexto de reconciliar a los enemigos, lo que hace es enemistarlos más. Olmedilla es un pequeño sátiro que se gasta su sueldo en pequeñas aventuras con señoritas del conjunto”.

            Olmedilla murió en México el año 1972, pero su vida literaria acabó mucho antes, en 1937, cuando abandonó España, republicano como era y siguió siendo, desengañado de los suyos, al igual que Chaves Nogales. Modernista epigonal, coqueteó luego con el ultraísmo y cultivó la novela corta, tan de moda en su tiempo, con narraciones eróticas. Su obra principal, sin embargo, está en el periodismo, sobre todo en las colaboraciones del Heraldo de Madrid como crítico literario y teatral y como cronista político.

            Setenta y cinco de esas colaboraciones, correspondientes a la sección “La feria de los libros”, las reúne ahora José María Barrera en un volumen que lleva ese mismo título y al que prologa con unas minuciosas páginas que ejemplifican bien una manera un tanto periclitada de erudición acumulativa.

Comenzamos a leer estos amarillentos recortes periodísticos con cierto escepticismo, como ya dije, pero en seguida nos despiertan el interés. La reseña de Hombres de España, el libro de entrevistas de Alfonso Camín, la utiliza casi entera para defenderse de una acusación de Vargas Vila, quien había afirmado que Darío no dejó ninguna composición inédita y que las aparecidas como tales serían “combinaciones editoriales de la Paca, Juanito González Olmedilla y otros despojadores de Rubén para explotar a los editores en nombre del poeta muerto”.

A Cansinos, el mentor literario de aquella corte bohemia que fascinó al primer Juan Manuel de Prada, se le dedican varias reseñas. En una de ellas se le califica de “judío español” y el autor de El candelabro de los siete brazos replica con una extensa carta en la que, según se afirma en la entradilla con que fue publicada en el periódico, “destruye el mito de su judaísmo, que él mismo fomentara”.

Aprovecha Olmedilla una reseña de un olvidade Juan Guixé para recordarnos algunos lapsus de Pérez de Ayala: “No recuerdo si en Luna de miel, luna de hiel o en la segunda parte, Los trabajos de Urbano y Simona, el delicioso personaje don Cástulo empieza de pronto a llamarse con otro nombre; y hay un pasaje en que charlan dos tipejos mal fachados y peor faciados, los cuales, inopinadamente y sin duda por distracción de su creador, cambian las características de sus respectivo rostros sin cambiar de psicología ni aún de sobrenombre o remoquete”.

Tanto como de crítica literaria hay de evocación y de crónica, e incluso de maledicencia en estas páginas, que se leen como quien asiste a una entretenida tertulia literaria. Iba el autor a reseñar la novela Doña Inés, de Azorín, cuando un anónimo le avisa de que la compare con Beatriz Pacheco, una historia de amor, de Adolfo de Sandoval, aparecida unos meses antes: Lo hace y descubre coincidencias que no parecen deberse solo a la casualidad; es posible que Azorín utilizara la novela de Sandoval como bastidor para crear la suya, a la manera como Tomás Rueda utiliza El Licenciado Vidriera.

La reseña de las Sátiras y diatribas de Mariano Benlliure y Tuero le sirve para entresacar hirientes diatribas: “Gómez de la Serna es un escritor que ha llegado a irritarnos como una mosca pegajosa y pertinaz. Es inútil que los propietarios y directores de periódicos traten de espantarlo  no publicándole sus artículos y haciéndole feos y desaires, y que el público lo rechace indignado, y que todos digan que es insoportable; él vuelve, insiste y no ceja, y a la fuerza hay que oírle o matarlo; es como esos mendigos que van cantando por las terrazas de los cafés y que concluye uno por darles una perra gorda para que se vayan; y sí que se van, pero vuelven al rato”.

Pero también hay crítica, lúcida crítica literaria en este libro de crónicas ocasionales. Muy ilustrativa resulta su comparación entre Visperas del gozo, de Pedro Salinas, y El profesor inútil,  de Benjamín Jarnés, que a juicio del crítico representan dos contrapuestas tendencias de la nueva narrativa. Pero en este sentido la pieza más destacada del volumen es la dedicada a El obispo leproso, de Gabriel Miró, en la que replica a Ortega y que todavía hoy puede ayudarnos a entender mejor la obra del novelista levantino.

 

 

jueves, 11 de noviembre de 2021

El caso Álvarez

 

Tigres en el crepúsculo
José María Álvarez
Edición de Alfredo Rodríguez
Ediciones Universidad de Valladolid, 2021.

Las opiniones sobre José María Álvarez están divididas, Unos pocos, pero muy fervorosos fieles, piensan que es un destacado poeta, uno de los más notables de su generación; el resto, que tiene tanto de escritor como de mistificador, de provocativo personaje cada vez más exasperado y marginal.

            Nació en Cartagena en 1942, pero él afirma en la antología que lo dio a conocer, Nueve novísimos, que nació en Casablanca. Antes de participar en esa antología fue un activo poeta social, cercano a los presupuestos del partido comunista, autor del Libro de las nuevas herramientas, del que pronto renegaría. Reticente en un principio a los presupuestos de la antología de Castellet, a partir del inesperado éxito académico de ese libro –que acabó dando nombre a un capítulo de la poesía española--, se convirtió en el “novísimo” por excelencia, el más fiel a los presupuestos iniciales de culturalismo exacerbado y provocación.

            Los años dorados de José María Álvarez fueron los años ochenta, los de los primeros gobiernos socialistas y las incipientes autonomías. Él cumplió el entonces agradecido papel de disidente oficial. En 1983, en una entrevista que publicó la revista Interview, declaraba: “A mí todo esto del sufragio universal y los partidos y las autonomías y demás zarandajas me parece una ineficacia muy cara y muy peligrosa”. Pero luego no tuvo inconveniente en organizar, con dinero público, un sonado homenaje a Ezra Pound en Venecia y numerosos congresos poéticos en Cartagena y en diversos países. “A casi todos los viajes voy invitado”, dirá en otra entrevista. Invitado por el Instituto Cervantes o por otras institución oficial, en la mayor parte de los casos.

            En Tigres en el crepúsculo, el poeta Alfredo Rodríguez ha reunido toda la prosa dispersa de José María Álvarez que ha logrado encontrar, incluyendo transcripciones de conferencias y entrevistas televisivas. Para él, devoto entre los devotos, cuanto sale de la boca o de la pluma de José María Álvarez es sagrado. No le hace con ello demasiado favor. Muchas de las declaraciones del poeta son algo más que “políticamente incorrectas”, son directamente ofensivas para media humanidad. En 1981, en un artículo de Diario 16, anticipa los desastres que se avecinan para Francia con el triunfo de Mitterrand: “¡Adiós, calles y plazas de París, adiós a vuestro encanto! Se avecina una Francia más sucia y más triste. ¡Adiós, oh excelsas cocinas! ¡Adiós, oh eminentes vinos! ¡Adiós, oh putas! Que por si faltara un empujón, alguien –de los que nunca han frecuentado vuestros paraísos-- os reclamará para más infamantes obligaciones en cualquier fábrica o despacho”.

            ¿Habremos entendido bien? Si, para el Álvarez de 1981, y no parece haber cambiado de opinión, la prostitución era una ocupación más digna de la mujer que trabajar en una fábrica o despacho. Por el feminismo –lo dijo en una entrevista con Sánchez Dragó de 2003-- siente una “repugnancia intelectual” que suele ir acompañada “de repugnancia física, porque la mayoría de las veces que he tenido una discusión o que me he encontrado con alguna feminista, no solo me repugnaba lo que estaba diciendo, sino ella personalmente, o sea físicamente”.

            No le ha hecho mucho favor Alfredo Rodríguez a su venerado maestro rescatando estas y otras declaraciones. Las que se refieren a la esclavitud, por ejemplo. José María Álvarez siempre ha lamentado la derrota de los confederados en la guerra de secesión americana. Fue para él la derrota de la civilización. El problema de los esclavos no era sino un problemilla “exacerbado por un panfleto aberrante titulado La cabaña del tío Tom”. Hay que tener en cuenta -añade-- “que la situación de los esclavos era infinitamente más confortable que la de los obreros en las fábricas del Norte y que además era una cuestión en vías de extinción, ya que quedaban pocos esclavos en el Sur y contadísimos propietarios (el 4 %). Lincoln dictó unas normas que en realidad preveían un ritmo de liberación más lento que el que ya se estaba produciendo naturalmente en las comunidades sureñas”.   

            En los desquiciados ochenta podían hacer gracia ciertas ocurrencias. Hace tiempo que han dejado de hacerla. Y ciertos alardes libertinos, como evocar a Casanova en un salón “privé” del Florian desnudando a dos princesas y a un obispo, para luego hacerse servir por este “mientras las dos princesas ronronean a sus pies como gatos persas”, solo sirven para demuestran que la erudición de Álvarez a menudo es más fantasiosa que precisa.

            Estas prosas, en el caso de ser rescatadas del misericordioso olvido, necesitarían un editor menos deslumbrado por el maestro. ¿Alguien puede creerse que el temario que se reproduce en “Audacias e insolencias de la juventud”, un temario que comienza hablando de “la escritura Brahmí” y que termina con un tema titulado “El dios abandona a Konstantino Cavafis” sirviera para las clases de Gramática y de Geografía Económica que Álvarez dio en la Escuela de Maestría Industrial de Cartagena durante el cuso 1967-68? “Fue muy interesante la reacción de los alumnos. Vi brillar ojos que estaban apagados”, declara Álvarez. Y el ingenuo Rodríguez se lo cree.

            Ingenuo y también algo interesado. Incluye en la primera parte del volumen los prologuillos de circunstancia que Álvarez le escribió para sus libros de versos, uno de ellos inédito y todos bastante prescindibles.

            José María Álvarez no es solo un personaje que jugó a la carta del decadentismo y de “épater le bourgeois”, muy a la decimonónica manera de un Villiers de L’Isle-Adam o de un Huysmans, y que acabó abrasado por el personaje; es también un notable escritor en prosa y verso que necesitaría un editor y antólogo que le ayudara a suplir su no excesiva capacidad autocrítica.

miércoles, 3 de noviembre de 2021

Ovnis en Ribadesella

  

Los extraños
Jon Bilbao
Impedimenta. Madrid, 2021.

Juega Jon Bilbao a la autoficción en esta novela corta que algo nos hace pensar en Henry James, aunque su estilo preciso, y a ratos casi telegráfico, sea tan distinto al del autor de Otra vuelta de tuerca, y en Patricia Highsmith, especialista en terrores cotidianos.

            Juega a la autoficción: el protagonista se llama como el autor, nació como él en Ribadesella y como él abandonó muy pronto el lugar, es ingeniero de minas, realiza trabajos de encargo –redacta entradas para una enciclopedia-- mientras trata de abrirse camino como escritor. Pero la historia no se cuenta en primera persona, según esperaríamos en un relato de apariencia autobiográfica, sino que adopta la técnica del punto de vista: una tercera persona que primero se pone en el lugar de un personaje, Katharina, la pareja de Jon, y luego en el del propio Jon. Lo que el narrador ve, lo que el narrador sabe, es lo que ellos ven y saben.

            El escenario, una Ribadesella fuera de temporada, está descrito con minucia. Podemos localizar en un plano do de residen  los personajes, muy cerca de las cuevas de Tito Bustillo, frente al prado de San Juan, y seguir sus paseos hasta la playa o hasta la ermita de la Virgen de Guía. La acción transcurre en una de las casonas que la burguesía enriquecida levantó a principios del siglo XX en la villa asturiana. Su estructura laberíntica, tan propia para una historia de fantasmas, queda ya patente en las primeras líneas: “Katherina lo oye teclear en el salón. Ella está en la habitación que comparten, la más espaciosa de la casa, donde él dormía cuando era niño. Si quisiera decirle algo cara a cara, tendría que cruzar el amplio cuarto, recorrer ocho metros de pasillo, bajar quince escalones, girar a la izquierda en el recibidor de la planta baja y llamar a la puerta con cristales emplomados del salón”. Hay sótanos, varias terrazas, una cueva en el jardín, una empleada de toda la vida, Lorena, que se concediera guardiana y casi dueña del lugar.

            Jon Bilbao sabe contar, ir poco a poco creando una atmósfera inquietante. Nos presenta a una pareja encerrada en casa por el mal tiempo –casi siempre llueve--, dedicada a trabajos aburridos (traducción al alemán de un manual de odontología, redactar textos por encargo), que cada vez hacen menos cosas juntos, que incluso van perdiendo el interés sexual. Y entonces una noche aparecen sobre el cielo misteriosas luces: “No parpadean, como las luces de posición de los aviones. Corresponden a tres objetos; definen el contorno de cada uno: triangular, ahusado y circular. Rojas, azules y verdes, respectivamente”.

A la mañana siguiente, tras los objetos volantes no identificados, llegan los extraños –Markel y Virginia--que dan título a la novela. Una pareja atractiva: “Están muy bronceados. Él viste una cazadora de aviador y pantalones chinos. La brisa del nordeste le revuelve el abundante pelo rubio; algunos mechones son tan claros que parecen blancos, reflejan los tímidos rayos de sol. Basta verlo para saber que dedica mucho tiempo a peinarse, y luego a despeinarse en la medida justa. Tiene una sonrisa amplia que sostiene sin esfuerzo. Recuerda a un Robert Redford con nariz de vasco”.

A más de un lector le recordará a Tom Ripley, el atractivo y amoral protagonista de varias novelas de Patricia Highsmith (en el cine lo interpretó Alain Delon). Quizá también se lo recuerde al autor, que amaga y no da, que nos inquieta con esa extraña pareja que poco a poco va apoderándose de la casa y de los pusilánimes propietarios y que de pronto desaparece tan imprevistamente como había venido, de manera que se quiere misteriosa, pero que solo resulta un tanto absurda. Coincide su desaparición con la vuelta de los ovnis, que esta vez se detienen largamente sobre el pueblo, hacen sus evoluciones y luego uno de ellos aterriza tras la casa de los protagonistas, cerca de la aldea de Ardines, provocando una revolución en el mundo animal: “Jilgueros, gorriones, tordos, zarzales, cornejas, becadas, una pareja de águilas ratoneras, lechuzas, cárabos, vuelan enloquecidos entre las ramas… A ellos se suman los murciélagos, por docenas, por cientos”. Y no menor es el ajetreo en el suelo del bosquecillo: “Erizos, zorros, hurones, comadrejas, jabalíes, ardillas, topillos, ratones de campo… colisionan entre ellos, se revuelcan, siguen huyendo sin objetivo”.

            Las historias de fantasmas de Henry James, las mejores historias de fantasmas juegan con la ambigüedad, pero estos ovnis de Jon Bilbao no tienen ninguna ambigüedad: son reales –en la ficción-- y sin embargo no cumplen ningún papel en la trama, no pasan de un pegote que quizá se quiera simbólico.

            Prometen y no cumplen esos ovnis que aparecen en las primeras páginas y que llenan de ufólogos, a ratos amenazantes, el prado de San Juan; promete, y no cumple, esa extraña pareja, que es y no es una pareja, y que de pronto se larga cada uno por su lado; promete, y no cumple, ese intento de introducir en la peripecia un enredo detectivesco con el soborno al dueño del hotel y el registro de la habitación de un pobre hombre –al parecer padre de la enigmática Virginia--, que no se sabe muy bien qué pinta allí.

            Lo más difícil del arte de narrar es el arte de terminar la narración, que el lector no se sienta defraudado al doblar la última página, que no se pregunte: “ ¿Y todo esto para qué?”

 Que es, me temo, lo que terminarán preguntándose la mayoría de los lectores al terminar de leer Los extraños, esta historia de una pareja que se va distanciando en la monotonía de una Ribadesella fuera de temporada, escrita con una reconfortante sobriedad estilística. .

jueves, 28 de octubre de 2021

Interior con figuras

 

 

Diarios. A ratos perdidos 1 y 2
Rafael Chirbes
Prólogos de Marta Sanz y Fernando Valls
Anagrama. Barcelona, 2021.

Cuando de un escritor conocido se publican póstumamente sus diarios, siempre se suelen esperar revelaciones más o menos impúdicas sobre su propia intimidad, cotilleos sobre figuras famosas, juicios contundentes sobre colegas, del tipo de los que abundan en la conversación privada.

            No defraudan, en ese sentido (salvo en lo que se refiere a los cotilleos) estas dos primeras entregas en un solo volumen de los diarios de Rafael Chirbes, que él quiso titular A ratos perdidos, como quitándoles valor, como indicando que estaban escritos en los momentos que no dedicaba a su verdadera obra, el ciclo galdosiano de novelas sociales que le dio renombre y que culminó en la televisiva Crematorio.

            La publicación de un diario suele requerir un segundo trabajo autorial, que cuando se trata de diarios póstumos suele estar a cargo de una segunda persona. Esa labor, en este caso, la ha hecho el propio Chirbes, que dejó los textos listos para la publicación y que en ellos alude repetidas veces a su reescritura. “Mientras paso esto a limpio por enésima vez, 2014…”, leemos en una anotación del 31 de mayo de 1985.

            El trabajo de reelaboración parece especialmente intenso en la primera de las entregas en las que él quiso dividir su diario. No en vano es la única que lleva título, Una habitación en París, y habría ganado con una edición exenta. Es una lástima que conveniencias editoriales –se supone que un volumen de cerca de quinientas páginas funciona mejor que otro de doscientas--  impidieran respetar en este punto la voluntad del autor.

            Una habitación en París abarca de 1984 a 1988, los años en que el periodista gastronómico Rafael Chirbes se convierte en novelista, aunque un epílogo la lleve hasta 1992, cuando recibe la noticia de la muerte del coprotagonista de la historia de amor que vertebra estas páginas.

“En un viaje imprevisto a París, al que me convoca mi jefe, me presentan a François. Pasamos juntos las dos noches que pasamos en la ciudad. Una gran hoguera. En Nochebuena, viajo a Denia para celebrar las Navidades con la familia, pero, a los dos días, me pregunto qué hago yo allí mientras François permanece en Francia (me ha llamado dos o tres veces en esos días), así que, sin pensármelo, me compro en la agencia un billete de autobús y me encuentro una hora más tarde en viaje de vuelta a París, sin un céntimo, y sin saber si voy a encontrármelo, porque, después de tomar la decisión, no he vuelto a hablar con él”, así comienza esta historia de loco amor que nada tiene de convencional y que no tarda en convertirse en una pesadilla. Chirbes no nos ahorra detalles eróticos de cierta sordidez. Algunos lectores le agradecerían que se los hubiera ahorrado, otros aplaudirán su valentía.

Tampoco escatima detalles cuando nos habla de sus enfermedades: “El doctor D., aspecto de play boy y de consumidor habitual de Whisky en club de putas, un gallego frío (y, según descubro, cruel), me efectúa unas infiltraciones que son –dicho llanamente-- unas tremendas inyecciones aplicadas en el ano, que, como es lógico, a mí me duelen espantosamente y a él, en cambio, parecen divertirle, como si, en vez de tratar una dolencia, castigase un vicio que desprecia”.

            La historia con François –aparece ficcionalizada en la novela póstuma París-Austerlitz--, una historia de amor en los tiempos del sida,  se entremezcla con escenas de promiscuidad sexual y excesos etílicos o de otro tipo. Todo ello entremezclado con abundantes notas de lectura y con reconfortantes paseos por París.

            Más dispersa resulta la entrega segunda del diario. Hay en ella igualmente una historia de amor, aunque al referirse a ella no se mencione nunca la palabra sexo.. Se cuenta de manera muy elíptica y eso la hace más intrigante. Paco, aparentemente, es solo la persona encargada de cuidar la casa de campo en la que vive Chirbes, una especie de criado para todo. Al final  de esta segunda entrega del diario, tiene problemas judiciales –no se nos dice de qué tipo-- y está a punto de entrar en la cárcel. “Me asusta por él, pero también por mí. Imagino esta casa sin él, el huerto, el perro Manolo, los animales, la cocina, el viaje diario al pueblo para hacer la compra y recoger el correo. Las largas temporadas que paso fuera ¿quién se ocupará de esto? Elegí esta casa porque él decidió venirse a donde yo fuera, y por eso busqué un sitio que tuviera terreno alrededor. Para mí solo no hubiera elegido venirme al campo”. Una extraña pareja.

            Tan impúdico Chirbes en la historia con François y en sus encuentros callejeros, tan púdico cuando se refiere a la persona por la que elige irse a vivir al campo, aunque no parece que esa relación tuviera nada que ver con la que nos muestra El sirviente, de Joseph Losey.

            Pero esta historia secreta, al contrario de lo que ocurría con la de François, apenas ocupa espacio en el diario. Sus páginas están llenas de citas (muchas de Balzac, a quien se relee con frecuencia y a quien se toma como modelo de su ciclo novelesco), y de referencias a lecturas, algunas muy punzantes sobre autores contemporáneos (Roger Wolfe, Belén Gopegui). De los comentarios de libros, el más extenso y demoledor es el que dedica a Cabo Trafalgar, de Pérez-Reverte: “el mejor antecedente literario suyo son los discursos patrióticos de Primo de Rivera padre, o los de Queipo de Llano en Sevilla con su perfume a coñac de garrafa”.

            Los títulos de las diversas secciones aluden a los cuadernos en que fueron escritas por primera vez estas anotaciones. El “Cuaderno Rivadavia” nos cuenta un viaje promocional a Alemania en septiembre de 2004. La precisa y sugerente descripción de ciudades (Chirbes en un maestro en el género como demuestra su libro El viajero sedentario) alterna con notas de humor costumbrista sobre sus anfitriones, un poco en la línea de lo que estamos acostumbrado a leer en los diarios de Andrés Trapiello.

            Una reunión de antiguos alumnos del colegio de huérfanos de ferroviarios donde se educó Chirbes (a su origen social alude repetidas veces y lo considera fundamental en su visión del mundo) da motivo a algunas de las páginas más memorables –una novela en síntesis-- de este heterogéneo volumen, en el que se entremezclan los apuntes de trabajo de un escritor, las prescindibles confidencias sobre intimidades eróticas y espléndidas páginas de la mejor literatura. Todo revuelto, como en la vida misma.



martes, 19 de octubre de 2021

Fotos que dan pie

 

 

Carrete de 36
Fernando Castillo
Renacimiento. Sevilla, 2021.

Fernando Castillo es un historiador que sabe escoger, entre los temas de su especialidad, los de mayor atractivo literario y novelesco. Se ha ocupado del mundo de Tintín y del de Patrick Modiano; del París de la ocupación y del Madrid heroico y miserable de la guerra civil; también de los traficantes y espías que pululaban por Lisboa y Tánger en los años cuarenta. Sus intereses se encuentran muy próximo a los del poeta, bibliófilo y crítico de arte Juan Manuel Bonet, quien no en vano firma la precisa contraportada—algo recargada en nombres, quizá-- de Carrete de 36.

            El punto de partida de este libro no puede ser más sugerente: el autor selecciona 36 fotografías  –que eran las que tenían los carretes de las cámaras analógicas-  de fotógrafos conocidos o anónimos y, a partir de ellas, habla del autor, la época, los personajes, las ciudades y los temas de su predilección.

            La fotografía es técnica, documento y arte, pero como arte tiene unas peculiaridades que la diferencian de cualquier otro. Abunda en obras maestras de autor desconocido. Juan Bonilla afirmó alguna vez que se puede hacer una exposición de fotógrafos aficionados que, si ha sido bien comisariada y seleccionada, no se distinga de otra de fotógrafos profesionales, o que incluso tenga mayor interés. Con la pintura o la poesía no se puede hacer lo mismo. La fotografía es la única modalidad artística en la que el tiempo juega a su favor.

            Con los nuevos avances técnicos, en la fotografía interviene cada vez menos la técnica y más la mirada y el azar.

            No todas las fotografías que Fernando Castillo selecciona en este libro presentan igual interés. Entre las fotos anónimas –encontradas en sus paseos por rastros y rastrillos-- hay alguna excepcional, como “Retrato de novia”, que le da pie a uno de los mejores capítulos del libro, pero otras son bastante inanes, como la que él titula “Homenaje a Germaine Krull”, que solo parece un pretexto para hablar de esa fotógrafa. Escaso interés presenta igualmente la que firma un apócrifo Félix Candel, en realidad el propio Castillo, aunque no así el texto para el que sirve de pretexto, evocación de una de esas ciudades –como casi todas de las que se habla en este libro-- que son en sí mismas un género literario.

            No siempre los elogios que Fernando Castillo a las fotografías seleccionadas –anónimas o de nombres prestigiosos-- resultan fácilmente compartidos por el lector. Caprichosos parecen los que dedica a “Ruta 66”, de Dorothea Lange, o a “Tanque nº 1”, de Tina Modotti. Pero quizá la discrepancia sería menor si pudiéramos contemplar la fotografía en su formato y en su calidad originales, no en una reproducción. Cuando miramos la fotografía de un cuadro, somos conscientes de que no estamos contemplando el original, pero no siempre tenemos eso en cuenta cuando contemplamos la reproducción de una fotografía.

            Carrete del 36 nos cuenta las vidas, muchas de ellas enigmáticas y noveleras, de un puñado de fotógrafos; nos lleva a ciudades –París, Berlín, Nueva York-- y a épocas turbias de la historia contemporánea, que nunca dejarán de fascinarnos; nos ilustra sobre la Nueva Objetividad y otros capítulos esenciales de la historia de la fotografía.

            Selecciono algunos capítulos en que imagen y texto se corresponden de la mejor manera: “New York City”, de Garry Winogrand, con esa joven sonriente que representa el rostro más amable de la Nueva York de los años sesenta; “La Kurfürstendamm después de un bombardeo”, de Wolf  Strache, que tiene la atmósfera de una pesadilla; “Trabajadores”, de un fotógrafo anónimo, veintiséis obreros que parecen representar a toda la clase obrera de entreguerras; “Brasserie Lipp”, de Cartier-Bresson, dos mujeres, dos mundos, la Francia tradicional y la de mayo del 68; “Uno de los de Grammont”, de Izis Bidermanas, el rostro sonriente, enmarcado por la ametralladora, de un anónimo miembro de la Resistencia; “Retrato de locutora”, de August Sander, uno de esos retratos en los que el gran fotógrafo de la Nueva Objetividad supo dejar constancia del verdadero rostro de Alemania en los años de Weimar y del incipiente nazismo.

            “Una imagen vale más que mil palabras”, dice el tópico. Pero lo cierto es que una imagen sin palabras es una imagen, no solo muda, sino incompleta. Necesitamos quien nos ayude a ver lo que hay en una fotografía y quien nos cuente las historias que sugiere. Fernando Castillo hace lo primero y lo segundo, pero no siempre acierta en este atractivo libro –o eso me parece a mí-- a seleccionar las mejores imágenes de fotógrafos famosos o desconocidos.

             

           

viernes, 15 de octubre de 2021

Rescoldos de aquel fuego

 

Donde muere la muerte
Francisco Brines
Tusquets. Barcelona, 2021.
 

Hay en Donde muere la muerte, el esperado último libro de Francisco Brines, un puñado de poemas memorables, pero quizá no hay un libro. Su obra poética podríamos considerarla cerrada en 1995 con La última costa, pero el cuarto de siglo transcurrido desde entonces le añade un epílogo, emocionante desde el punto de vista humano y no enteramente prescindible desde el literario. Comienza el breve volumen –veinticuatro poemas-- con un ejercicio retórico que no anima demasiado a seguir leyendo. Se trata de una serie de hipérboles sobre el tópico de la brevedad de la vida: “Un suspiro que alienta y se acongoja. Se oscurece el relámpago, sin apenas lucir. Viento presto engolfado en la calma, sin tiempo a respirar; blanco interpuesto de inmediato a la flecha: violenta violencia”. ¿Violenta violencia? El segundo párrafo de este breve texto --¿poema en prosa?--, resulta aún más prescindible: la vida es “modestia casta” y el hombre “solo se cumple en el amor que acompaña al trabajo”.

            El poema “Luzbel, el ángel” nos remite a uno de sus libros capitales, Insistencias en Luzbel, de 1977. El hermoso ángel rebelde es símbolo de un erotismo que, en otro tiempo (y Brines sigue siendo fiel a ese tiempo), “no se atrevía a decir su nombre” (hoy quizá lo dice en exceso): “Es la noche la música / de las alturas. / El firmamento tiembla / y en él nos penetramos. / Mi cuerpo, ya vencido / por la edad importuna, / se hace prado en el río, / atardecer suavísimo. Y él pace. / Y yo, como un torrente blanco, / entro en su juventud / eterna, / me hago bello e impuro / como Él”.

            Francisco Brines es maestro en el arte de la alusión intensificadora, sus poemas eróticos no entran nunca en demasiados detalles. Tampoco suelen ser poemas de amor: apenas se individualiza al otro, solo es un cambiante cuerpo joven que se entrega.

            Ahora esas noches de placer clandestino son “La noches ya extinguidas” evocadas en el poema de ese título: “¿Desde dónde recobro las noches de los huertos / alumbrados de azahar, / el coche detenido en el sendero, / lejano el resplandor de la ciudad, / tu asiento ya abatido, luego el mío, / tú aún más joven que yo, y la brisa más niña?”. En la segunda parte del poema volvemos a encontrar ese desdoblamiento en el tiempo –el anciano que contempla al joven que fue con melancolía y casi con deseo--  tan característico de Brines.

            En “Creados a su semejanza” vuelve el poeta “al único verano de su vida”, ese verano mediterráneo y feliz del que nos habló en Palabras a la oscuridad, de 1966. En Poemas a D. K. reunió los textos que aluden a esa historia de amor. “Creados a su semejanza” podría servir de epílogo a ese libro: “Al besarte, está naciendo el mundo / por primera vez. Resbala de la noche / la luz lunar que ha mojado las aguas. / Es la sábana blanca que en la arena se tiende / para que nuestros cuerpos en ella testimonien / el gozo de vivir, y amemos siempre el mundo / porque una vez fue digno de este sueño”.

            El mundo recobrado de la infancia en la casa de Elca –tan familiar a los lectores de Brines--  protagoniza otros poemas. “Reencuentro” puede servir de ejemplo: “He bajado del coche / y el olor de azahar, que tenía olvidado, / me invade suave, denso. / He regresado a Elca / y corro, / no sé en qué año estoy / y han salido mis padres de la casa / con los brazos abiertos, / me besan, / les sonrío, / me miran / --y están muertos--, / y de nuevo les beso”.

            Ensayo de una despedida tituló Brines, ya en 1974, sus poesías completas. Los ensayos finales de esa despedida están en Donde muere la muerte. A la despedida de la existencia, que vuelve una y otra vez sobre los mismos tópicos, preferimos la intensa --y nada tópica--  elegía a la madre del poema que da título al conjunto.

            A ratos el poeta parece volver sobre su obra anterior, tratar de reescribirla. “La última costa” era el poema final del libro del mismo título; ahora en el nuevo libro nos encontramos con “El último viaje”, otra versión del mito de Caronte. El poema previo termina de la más precisa manera: “Mi madre me miraba, muy fija, desde el barco, / en el viaje aquel de todos a la niebla”. En el nuevo poema, sobra quizá más de la  mitad del poema (desde el verso 20 hasta el 41), tan innecesariamente explícita: “Me iba para siempre / de la vida que amé, / como el don de un dios bueno, / muy bueno e inexistente”.

            En este libro tan de Brines, aunque sea un Brines menor, sorprende un tanto  el poema “Trastorno en la mañana”, que nos recuerda la poesía ingenuamente celebrativa de Eloy Sánchez Rosillo: “He leído el poema de un amigo / y se han puesto a cantar todos los pájaros”.

            A partir de cierto nivel de reconocimiento (el siglo XXI fue para Brines el de los grandes premios institucionales), los juicios de valor parecen estar de más, los poemas del autor consagrado dejan de ser leídos como tales y se convierten en reliquias. Ya igual da, para lectores y estudiosos, el inane borrador que el hondo poema verdadero. Pero del poeta esencial y luminoso que fue Francisco Brines aún quedan rescoldos en estas brasas últimas. No los confundamos con las cenizas.