viernes, 28 de febrero de 2020

Colección de asombros



Al pasar de los años
Artículos periodísticos (1930-1981)
Fundación José Antonio de Castro. Madrid, 2020.

¿Cuántos artículos escribió Álvaro Cunqueiro en medio siglo de vida periodística, o de vida literaria, que en su caso viene a ser lo mismo? Hay quien calcula que unos cincuenta mil, Miguel Somovilla los reduce veinte mil; en cualquier caso, los suficientes para que, por muchas recopilaciones de ellos que hayamos leído, sigan apareciendo desconocidas maravillas.
            En Al pasar de los años se reúnen doscientos artículos, unos ya reunidos en libros, otros rescatados por primera vez de las hemerotecas, todos ellos reproducidos de los diarios o revistas en que se publicaron con rigor filológico y con las notas necesarias para ser entendidos en su contexto. La selección puede ser discutible –¿qué selección no lo es?--, así como la ordenación temática que prescinde de la cronología incluso dentro de cada una de las secciones.
            Miguel Somovilla ha querido que estén presentes todos los intereses de Álvaro Cunqueiro, no solo los que mejor han resistido el paso del tiempo. Por eso nos encontramos con varias reseñas literarias, que quizá sobrarían, y con unos pronósticos cartománticos sobre la liga de fútbol gallega que no pasan de una curiosidad, aunque ciertamente divertida.
            Pero nos atrevemos a asegurar que el ochenta por ciento del volumen está formado por obras maestras de dos o tres folios que no nos cansamos de leer y releer. Cunqueiro sabía contar y sabía encantar. Hablara de lo que hablara no tardaba en dejar a sus oyentes, a sus lectores, con la boca abierta.
            Le gustaba jugar con la erudición, como a su maestro fray Antonio de Guevara, que fue obispo de Mondoñedo, o a Borges, pero su erudición no era inventada. Se trataba de un hombre muy leído, de abundantes y pintorescos saberes, unos procedentes de las bibliotecas y otros de la cultura oral. No podría haber fantaseado tanto si no tuviera los ojos muy atentos a los más curiosos impresos y a lo que se cantaba y contaba en las romerías, en las tabernas y en los figones.
            “Un mapa de Galicia” se titula una de las partes del volumen. Álvaro Cunqueiro, a quien tanto le gustaba viajar por países que solo existían en su imaginación, por ningún lugar viajó tanto como por Galicia, por una Galicia a la vez real y producto solo de su fantasía. En docenas de artículos nos habló de las ferias de San Lucas en Mondoñedo, de las capitales y de las más recónditas aldeas, de la costa y del interior. Nunca teme repetirse porque, como la lluvia y el amanecer, resulta siempre diferente.
            El mapa de Galicia se completa con los artículos de “Por la ruta jacobea” y “El mar que nos rodea”, en el que se incluye “Un viaje a las Cíes” y también, como no podía ser de otra manera tratándose de Cunqueiro, unas “Historias con sirena dentro” y un “Diccionario manual de bestias marinas”. Se prolonga este último con “Notas para un diccionario de ángeles”, que es el título de otra de las secciones, en la que también se nos habla de ángeles caídos, esto es, de espantables demonios o de pobres diablos.
            “Retratos y paisajes” alterna esplendidos relatos, como el dedicado a Quevedo en Venecia, con trabajos más ocasionales, como las pocas líneas dedicadas a la muerte de Unamuno. Miguel Somovilla, periodista, no filólogo ni profesor, como nos recuerda en la introducción, parece que quiere que tengamos en cuenta que la escritura de todos los días (Cunqueiro escribía dos o tres artículos al día) no puede ser sublime sin interrupción, pero estos descensos acentúan las cimas, que son la regla, no la excepción.
            No falta la sección dedicada a la cocina, “De re coquinaria”, en la que a menudo los asuntos estrictamente culinarios no son más que un pretexto para hablar de otra cosa, y es lo que más agradecemos muchos lectores.
            Sorprenden muchos de los capítulos de “Aprendiz de brujo”, en los que no suele saberse si Cunqueiro habla en broma o en serio, aunque casi siempre habla a la vez de las dos maneras, como es propio de todo humorista.
            Cunqueiro colaboró en docenas de diarios y revistas, y sabía adaptarse sin perder su personalidad. No son lo mismo los artículos de la serie “El envés”, publicados en Faro de Vigo día tras día durante años, que las colaboraciones aparecidas en Tribuna médica, que tratan de curanderos y de pintorescas medicinas alternativas (casi todas ellas se reúnen en “Días de curación”). Igualmente contrasta el estilo arcaizante de los publicados en la falangista Vértice con el desenfado de “Sal y pimienta”, una sección de la revista Primera plana, ya en tiempos del destape.
            “Al pasar de los años”, parte final de la antología y que le da título, trata del tiempo cíclico de la naturaleza, de los inevitables artículos, en el periodismo de la época, a la llegada del otoño o de la primavera, al solsticio de invierno o al primer día del año. Cunqueiro se nos muestra, como Pla, un maestro en el arte de darle una y mil vueltas de tuerca al tópico.
            No es Al pasar de los años un libro para leer, capítulo tras capítulo, de la primera a la última página, y por eso importa poco que el antólogo no respete la cronología. Es un volumen para tener siempre al lado, para abrirlo al azar, para escuchar algún sucedido que quizá nunca ha sucedido, para viajar a islas remotas o a la eterna Compostela, para adentrarse en un bosque o en un viejo infolio en busca de la fuente de la eterna maravilla.

viernes, 21 de febrero de 2020

El arma del crimen




¡Qué país, Miquelarena!
Biografía de Jacinto Miquelarena
Renacimiento. Sevilla, 2020.

Uno de los libros de Jacinto Miquelarena se titula Cómo fui ejecutado en Madrid. Pero este prosista del 27, discípulo predilecto de Ramón Gómez de la Serna, el primer periodista que convirtió en obra de arte la crónica deportiva, si murió ejecutado no fue en el Madrid sin frenos los primeros meses de la guerra, sino bastantes años después y en París.
            El arma del crimen, una carta, como en el poema de Ángel González: ¿”Sabes qu un papel puede cortar como navaja?”. La historia nos la cuenta Leticia Zaldívar en su biografía de Jacinto Miquelarena, un libro que lleva por título la frase que hizo popular su nombre, ¡Qué país, Miquelarena!, pronunciada por un amigo suyo, otro escritor raro y olvidado, Pedro Mourlane Michelena.
            Leticia Zaldívar es nieta del escritor y en su libro se entrevé una historia familiar en la que ella no quiere entrar y que quizá tuvo algo que ver con el dorado exilio –no tan dorado si entramos en detalles– de Jacinto Miquelarena, uno de los triunfadores de la guerra civil (falangista de la primera hora, a él se deben algunos de los más característicos versos del “Cara al sol”). Como tantos otros, no encontró luego un puesto en los manuales de literatura.
            Nacido en Bilbao en 1891, en una familia de la pujante burguesía vasca, se educó en Francia y en Inglaterra. Los viajes, el deporte y los malabarismos de la nueva literatura fueron sus principales aficiones. En El gusto de Holanda, su primera obra, reúne las crónicas de un viaje a ese país con motivo de las Olimpiadas celebradas en Amsterdam en 1928. Pero ellos no tienen bananas –un título quizá no demasiado afortunado– nos ofrece su visión del Nueva York de 1929, el Nueva York trepidante de Paul Morand y de Julio Camba, que nada tiene que ver –haz y envés– con el que vio García Lorca por esas mismas fechas. Stadium (Notas de sport), de 1934, es uno de los primeros libros dedicados íntegramente al deporte.
            Cordial, inteligente, bienhumorado, Jacinto Miquelarena, colaborador de la mejor prensa del momento, tanto del progresista El Sol como del conservador Abc, representa bien –aunque no se le incluyera en la nómina de la nueva literatura, luego canonizada como generación del 27– la renovación estética de los años veinte, la modernidad ramoniana y orteguiana que barrió los restos ajados del modernismo, la capa y el chambergo de la trasnochada bohemia.
            Pero la convivencia de la que puede ser símbolo la revista La Gaceta Literaria, la revista en la que confraternizaron quienes pocos años después andarían a tiros, duró poco. En las dos obras que publicó durante la guerra civil, la ya citada Cómo fui ejecutado en Madrid y El otro mundo, el escritor se convierte en propagandista. La primera arremete contra los políticos y escritores republicanos –de Azaña a Bergamín–, la segunda nos cuenta su estancia en una embajada, un género muy frecuentado por aquellos tiempos (recordemos Una isla en el mar Rojo, de Fernández Flórez). Luego trató de volver a la literatura anterior con Cuentos de humor (el humor de La codorniz) y Don Adolfo el libertino, pero ya el tiempo era otra y la renovación de antes sonaba a pasadista.
            En los años cuarenta estuvo en Argentina, como representante de la recién fundada Agencia F, luego sería corresponsal en Londres y en 1960, dos años antes de su muerte cambiaría ese destino por el París.
            Leticia Zaldívar, para reconstruir la biografía de este escritor olvidado, recurre a sus cartas, a sus diarios de juventud, a su correspondencia milagrosamente salvada; también cita con frecuencia sus artículos.
            La familia de Miquelarena se ocupó del traslado de su cadáver y de su enterramiento en el panteón familiar en 1962, pero todos los papeles privados del escritor aparecieron en 1994 en un mercadillo malagueño. Los encontró un joven estudiante, que los guardó hasta 2003, cuando que enterado de que una nieta del escritor estaba escribiendo su biografía se puso en contacto con ella.
            ¿Cómo llegó hasta Málaga el archivo de Miquelarena? Esa es otra novela que se nos insinúa en este libro y que quizá sirva para explicar las razones de un acoso, personal y laboral, que le llevó finalmente a un suicidio que bien puede calificarse de asesinato.
            El 28 de julio de 1962, Miquelarena recibió una carta del director del periódico en que colaboraba desde hacía más de treinta años. Le decía, entre otras lindezas, que su corresponsalía en París había defraudado “no ya al Abc que dirijo, sino a los lectores de Campo de Criptana, de Andalucía, de Extremadura, de Vizcaya, de Burgos”.
            En el diario íntimo quedan constancias de amenazas anteriores. Tras hacer una crónica de urgencia sobre el intento de golpe de Estado con motivo de los sucesos de Argelia, enviada a las dos de la noche, a las cuatro recibe una confusa llamada del director: “Definitivamente, Calvo está loco. Un loco agresivo y molesto. Y cabrón. Estoy destruido de trabajar y no dormir por su causa”.
            “Estoy tiene que arreglarse de algún modo” le había dicho en la última carta, en la que descalificaba su trabajo –una corresponsalía de varias décadas– porque “un literato puro” no pude abarcar lo que está ocurriendo en Francia.
            Y se arregló de manera definitiva. Unos días después el escritor se arrojó al metro. En su bolsillo se encontró una cuartilla manuscrita que decía: “A Luis Calvo, director de ABC. / Tu carta, recua de ultrajes, ‘is murder’. / Jacinto Miquelarena”.
            Al día siguiente el periódico, su periódico, publicó una sentida necrológica hablando de accidente, no de suicidio. Los papeles de Miquelarena quedaron en poder de Felicitas Flores, la mujer con la que vivía “en pecado” desde hacía varias décadas, quien los conservó hasta su muerte. Carecía de herederos y eso explica su aparición en un mercadillo malagueño.
            ¿Tuvo que ver el exilio laboral de Miquelarena y la animadversión con que le trató su periódico, defensor de los valores cristianos, con su irregular relación sentimental? Esa es otra novela en la que su nieta, Leticia Zaldívar Miquelarema, prefiere no entrar.



viernes, 14 de febrero de 2020

Poesía y parapoesía o el caso de Jaime Siles



Arquitectura oblicua
Jaime Siles
Fundación José Manuel Lara. Sevilla, 2019.

En algunas librerías, la sección de poesía se ha dividido en dos. En una está la poesía de siempre, la poesía seria, la que gana premios; en otra, la poesía que se vende, la que circula por Internet, la que llena los espacios –a menudo poco convencionales– en que se recita o canta. Algunos, desdeñosamente, han acuñado el término de “parapoesía” para referirse a este segundo tipo.
            Pero los juicios de valor no pueden hacerse en conjunto, sino obra a obra. El que una poesía sea minoritaria no garantiza su calidad; el que cuente con miles de lectores entusiastas, aunque se trate de adolescentes, no puede servir para minusvalorarla.
            Jaime Siles ejemplifica bien al poeta culto. La solapa de su último libro enumera todas las universidades de las que ha sido profesor y también todos los idiomas que domina y de los que traduce, nada menos que nueve: griego clásico, latín, griego moderno, francés, italiano, catalán, portugués, inglés y alemán. Los premios que ha obtenido –desde el inicial Ocnos para Canon hasta el reciente Jaime Gil de Biedma– son también numerosos. En los años setenta, era uno de los puntales de la novísima poesía española, junto a Gimferrer, Carnero o Colinas. Medio siglo después, cuesta encontrar un poema que se sostenga en pie en sus libros de poemas, aunque su prestigio –para los estudiosos de la poesía, que no para los lectores– continúe intacto.
            De dos tipos son los textos que se incluyen en Arquitectura oblicua. En un caso se trata de poemas rimados, por lo general de arte menor (romances y romancillos), con un acusado tono vintage: a veces nos recuerdan al garcilasismo de los años cuarenta e incluso a la poesía rococó de un Meléndez Valdés. Copio los primeros versos de “Bucólica”: “Estuve aquí cuando esto era un prado / y no crecía en él ninguna rosa. / Estuve aquí cuando iniciaba mayo / su más furtivo florecer de rosa. / Estuve aquí cuando no había prado / ni mayo erguía sus colores rosa. / Estuve aquí cuando en este prado / mayo pintaba su fulgor de rosa”. Y así sigue, con “el mismo prado y la misma rosa” (eso dice su último verso) durante todo el poema. Aunque para muestra basta un botón, añado algunos más: “Se cierra el clavel / y yo dentro de él”, comienza “Mise en mots”; en “Tres poemas sicilianos” nos encontramos con una palmera que anota algo “en su carnet de baile”; hay también un río de “breve voz / dulce y doliente” y una cancioncilla neopopular: “Olivares del Júcar: / rosada nieve. / Olivares del Júcar: / de blanco verde” y así continúa (“de cielo agreste”, “de tintes tenues”) hasta concluir con un caprichoso (la pregunta podría ser cualquier otra siempre que respetara la rima) “¿dónde mi muerte?”
            El gusto por la rima, una rima a menudo gratuita y ripiosa (“Para que me refleje / su cordillera andina / la memoria me teje / su sombra submarina”), quizá herencia postista (a Carlos Edmundo de Ory le dedica un homenaje), caracteriza a la mitad del libro, de la que apenas si se salvan un “Apunte sevillano”, evocación del poeta Fernando Ortiz que recuerda a los poemas de circunstancias de Manuel Machado, y algunos apuntes viajeros que no se pierden en la gratuita divagación (“Invierno en Clermont”. “Cabo de Gata”).
            Alternando con estos poemas de versificación tradicional y reiterado y algo caprichoso sonsonete, hay otros de tono ensayístico, de un versolibrismo cercano a la prosa, que parecen reflexionar sobre cuestiones metapoéticas y metafísicas. Extensos y algo descosidos, cuesta llegar hasta el final. Copio los primeros versos de los más de cien de “Espejo roto”: “Como columnas en la luz se alzan / las ruinas de lo que fuera un muro, / la solidez de un resistente arco / o las volutas de un pisoteado capitel / en los que la unidad de un todo destruido / permanece más bella aún que en su realidad / porque del ser existen solo los fragmentos / y la visión de lo disperso y roto multiplica / sentido y sensación / pues solo en la ruina de las cosas / la belleza se nos permite ver”.
            Parece que estamos leyendo algo muy profundo, pero la conclusión es cuando menos poco convincente. ¿Solo en la ruina de las cosas se nos permite ver la belleza? ¿No hay belleza en un bosque, en un cuerpo humano, en Las meninas, en una catedral que el tiempo ha respetado?
            Nada resiste a una lectura atenta en este poema que glosa cuestiones más o menos trascendentales: “Los dioses creían en sus dioses / solo porque tenían sus estatuas: / nosotros creíamos en el arte / porque nos daba la sensación de un yo / visible solo en los márgenes / de sus imágenes borrosas y en aquel flujo / de opacas percepciones de uno mismo / que parecía devolvernos / desde un fondo de vitrales rojos, / la misteriosa luz de un rosetón”.
            Relea el lector estos versos y verá que son tan absurdos como en una primera lectura parecen. El poema, tras una sucesión de afirmaciones semejantes, termina con este dístico: “Es en la terza rima donde naufraga el nombre / como en el ser siempre naufraga el yo”. Por supuesto, nunca se ha aludido antes a la “terza rima”.
            Hay poesía que se lee –la de Marwan, la de Elvira Sastre, la de Ajo, la de Karmelo C. Iribarren– y que suelen mirar ciertos críticos por encima del hombro; hay poesía que no se lee, aunque resulte muy premiada y prestigiada, y que quizá no merece ser leída.
           


jueves, 6 de febrero de 2020

Sobras completas



Instantáneas
Claudio Magris
Traducción de Pilar González Rodríguez
Anagrama. Barcelona, 2020.

Menos es más, según la manida frase de Mies Van der Rohe, pero no siempre. A veces es menos, mucho menos.
            Instantáneas, la más reciente obra de Claudio Magris, constituye un buen ejemplo de ello. Reúne artículos, escritos entre 1999 y 2016, que muy bien podían haberse quedado en las efímeras páginas en que aparecieron por primera vez.
            No todos son enteramente desdeñables, se salva alguna viñeta autobiográfica, algún apunte viajero, pero la mayoría o se ocupan de trivialidades, como la falta de urinarios públicos en Trieste y otras ciudades, o fracasan estrepitosamente cuando tratan de convertir la anécdota en categoría.
            “La escritura, prohibido el paso” nos refiere un encuentro del autor con los presos en una cárcel de Trieste. Uno de ellos, que cumple “grave pena por homicidio”, le dice que hay una diferencia fundamental entre los autores como él y los presos que escriben. Unos lo hacen para comunicar; los otros “para tener algo que sea nuestro, solo nuestro, fuera del control que obliga a someter cada trozo de nuestra vida y de nuestra realidad a los rayos X. Aquí no hay nada mío, solo mío; mi existencia está hecha para ser desnudada, cacheada, fichada. En cambio, lo que escribo es solo mío; no se lo enseño a nadie, jamás se lo daría a leer a nadie, es un mundo mío, donde los carceleros, la ley, los jueces, los otros prisioneros, todos los demás no pueden entrar. Y sobre el papel me siento libre, sin guardianes, sin nadie que me expropie de mí mismo”.
            ¿De verdad le dijo eso un preso? Resulta bastante dudoso, parece más bien un pretexto mal inventado para las banalidades que vienen a continuación sobre Facebook y la intimidad. ¿Dónde iba a guardar un preso lo que no quiere que lea nadie? ¿Qué rincón secreto hay en la celda al que no llegue la curiosidad de un compañero, que no sea revisado por los guardianes? ¿Qué preso puede pensar que, escribiéndola, guarda para sí mismo su intimidad? Solo quien no conozca el régimen carcelario puede inventar algo así.
            Quienes admiraron El Danubio, esa historia de un río que es en buena medida el alma de Europa, no deben leer este libro. La pobreza conceptual del autor queda patente en cuanto trata de levantar un poco el vuelo de aquello que cuenta, a veces con cierta gracia (como en la anécdota sobre la emperatriz Sissi y los poemas que supuestamente le dictaba Heine).
            En “Intraducible” nos refiere una anécdota que considera “genialidad inconsciente e intraducible”. Un niño de poco más de dos años, Isacco, está correteando con una niña algo menor, Vera: “Cuando el abuelo. mirando al cielo, que va clareando tras la lluvia recién acabada, se dice a sí mismo, a media voz inteligible para quien está cerca, ‘Llega primavera’, el niño, que estaba corriendo, se para, se vuelve y le dice dulce pero firme: No, primero Isacco”.
            La confusión tiene sentido en italiano: el abuelo dice “primavera”, el niño entiende “prima Vera” (primera Vera) y responde “no, primo Isacco” (primero Isacco). ¿Una genialidad inconsciente? Una gracia banal, simplemente.
            ¿Hacen falta más ejemplos? En “Selfi”, un vehículo bloquea la salida del garaje, un conductor impaciente toca el claxon, sale luego de su coche se acerca al otro y ve que en él “solo hay una niña de unos siete u ocho años. Está acurrucada detrás, con expresión inquieta, casi espantada; murmura que su mamá se ha ido un momento y volverá enseguida. El iracundo bloqueado se impacienta por momentos, pregunta a dónde ha ido la madre, a qué tienda; la niña no lo sabe, él toca el claxon del coche, a ella se le saltan las lágrimas, él toca y toca y dice que va a llamar a los guardias”.
            Cualquiera que le viera llamaría a la policía: abrió la puerta de un vehículo ajeno, asustó a una niña que había dentro y se puso a tocar furiosamente el claxon de ese coche. Continúa el relato: “Ella es una cervatilla atemorizada; él, inclinándose sobre el parabrisas, amenaza de nuevo con llamar a los guardias y ve su reflejo en la luna del coche”. Y entonces ocurre la sorpresa. Resulta que el psicópata que amenaza a la niña es el propio autor, que cambia de la tercera a la primera persona al contemplar: “Me doy cuenta de que nunca me he visto tan feo y desagradable y, mientras veo llegar apresurada y nerviosa a la conductora, también ella molesta por la situación, me alejo deprisa de su coche y para evitar el encuentro desaparezco unos segundos en la oscuridad del garaje”.
            Nos imaginamos –el autor no– que quien entonces llamaría a la policía sería la madre: ha visto cómo un desconocido abre la puerta de su coche, amenaza a su hija y luego escapa escondiéndose “en la oscuridad del garaje”.
            ¿Ha leído alguien críticamente este conjunto de olvidables naderías? No sabemos si el autor –aunque resulta dudoso–, pero desde luego ningún responsable en la editorial italiana ni en la española. ¿Claudio Magris es un autor de prestigio con un público asegurado? Pues se publica todo lo que envíe su agente, aunque sean “sobras completas” (el juego de palabras es de Savater, autor también de algún que otro producto editorial sin demasiada solvencia). Los suplementos culturales también lo elogiarán sin necesidad de leerlo. Conviene dejar constancia de que el rey, en este caso y en tantos otros (casi todo el último Umberto Eco), está desnudo.


sábado, 1 de febrero de 2020

Hotel Tánger


Un cierto Tánger
Fernando Castillo
Confluencias. Almería, 2019.

¿Solo es posible escribir de Tánger desde la nostalgia? Pocas ciudades con tanta literatura, pocas quizá también tan falseadas por la literatura. Los buenos días perdidos serían, en Tánger, los del colonialismo, camuflados con un estatuto de ciudad internacional.
            Durante largas décadas, Tánger fue un paraíso fiscal, un refugio para los heterodoxos sexuales, un hotel de lujo a precios económicos en el que solo el servicio era indígena.
            El pasado glorioso de Tánger es, en buena medida, un pasado de explotación y miseria, pero no por eso menos fascinante desde el punto de vista literario. El arte y la moralidad siempre han tenido unas relaciones peculiares. Admiramos al ciudadano ejemplar, pero no pagaríamos la entrada para ver una película inspirada en él ni compraríamos una novela en la que fuera protagonista.
            Fernando Castillo, como su admirado Patrick Modiano, siente fascinación por el París turbio de la ocupación, y ha dedicado a esos años un libro minuciosamente documentado, Noche y niebla en el París ocupado. Traficantes, espías y mercado negro. Nadie como él podía escribir un libro sobre Tánger que por una lado nos volviera a contar, a su manera, lo de siempre, pero que también muchas cosas más.
            Comienza hablándonos del primer visitante ilustre de Tánger, el rey don Sebastián, el iluminado que desapareció en Alcazarquivir para seguir viviendo en la inmortalidad del mito; dedica uno de sus últimos capítulos a la arquitectura del barrio de Bujachjach, también conocido como “barrio español”. Sus construcciones, que parecen rivalizar con la bauhasiana Tel-Aviv, “son un muestrario de rigurosas líneas racionalistas, de atrevimientos expresionistas, de formas art déco o de audacias arquitectónicas vanguardistas cercanas al futurismo”. El deterioro actual de muchos de esos edificios no hace sino añadirles encanto.
            “Refugiados y espías” es el título de otro de los capítulos. Casablanca, la película de Michael Curtiz, está inspirada en la realidad del Tánger de los años cuarenta, refugio temporal de los europeos que huían del nazismo y el mejor lugar para hacer inconfesables negocios.
            En “Fugitivos oscuros” nos encontramos con unas cuantas biografías entrevistas de personajes de novela negra, como Marga D’Andurain. “una de las femme fatale del París alemán”, o el belga Willy Verstrynge Tholoen. También se alude al paso por la ciudad de César González-Ruano, un escritor que resume todas las turbiedades de la época, quien finalmente prefirió no asentarse en ella.
            Los años de la posguerra fueron los de Paul Bowles y la generación beat. Muchos de los que posteriormente se sintieron atraídos por Tánger no buscaban la ciudad real, sino la que aparece en novelas como Déjala que caiga, donde se la define como un lugar en el que “se podía conseguir cualquier cosa siempre que se pudiera pagar. Y hacer también cualquier cosa: no había nada incorruptible. Era solo cuestión de dinero”.
            Ajenos al Tánger real esos visitantes ilustres que buscaban prostitución, alcohol y drogas a buen precio, contrastan con los que nos refleja Ángel Vázquez en su mítica novela, más elogiada que leída, La vida perra de Juanita Narboni, publicada en 1976, cuando ya el Tánger que retrata –con su convivencia de religiones y culturas– era historia, materia de dolor y de nostalgia.
            El crecimiento del nacionalismo y del anticolonialismo, como en Egipto, Argelia y el resto del mundo árabe, no es visto con la negatividad habitual. El ayer mitificado no le impide reconocer a Fernando Castillo el Tánger de hoy, “privilegiado escaparate de Marruecos ante la Europa de enfrente”; una ciudad en desarrollo, “la más snob y libre de Marruecos”; una ciudad cosmopolita que de alguna manera sigue conservando el espíritu del Tánger de siempre.
            Pero Fernando Castillo sigue prefiriendo el Tánger de los años veinte, treinta y los de la guerra europea, un Tánger modianesco, coloreado por la fantasía en el que malvivieron muchos y triunfaron los vividores de pocos escrúpulos. Ese es el Tánger que sigue atrayendo turistas a la ciudad, aunque no tanto como el un poco posterior, “una suerte de Berlín weimariano”, el Tánger del vive como quieras en un ambiente exótico siempre que puedas pagar la cuenta y dejar buenas propinas, el que permitía pasar un retiro dorado o unas vacaciones de lujo, para decirlo con un título de Julián Rodríguez, en la miseria de los demás.