jueves, 26 de enero de 2012

Donna Leon: Prodesse et delectare

Donna Leon
La palabra se hizo carne
Seix Barral. Barcelona, 2012

No todo ha de ser gran literatura. Siempre Shakespeare cansa. “Roger Sheringham bebió un sorbo del brandy añejo que tenía delante y se arrellanó en su asiento en la cabecera de la mesa”. Así comienza El caso de los bombones envenenados, de Anthony Berkeley, un novelista de la época de Agatha Christie, que ahora Lumen rescata del papel barato de las viejas novelas de quiosco y nos lo vuelve a ofrecer con el envoltorio de la literatura de verdad. Añoramos novelas así –un club inglés, un asesinato rebuscadamente artificioso, un grupo de detectives aficionados que van ofreciendo sucesivas soluciones a cual más sutil e ingeniosa—, pero pronto nos aburren como una adivinanza que dura demasiadas páginas.
            Donna Leon quiere hacer algo más que entretener con sus novelas protagonizadas por el comisario Brunetti. En cada una de ellas nos da una lección de su catecismo progresista. La palabra se hizo carne –poco afortunada traducción de Beastly Things— arremete contra el maltrato animal, especialmente contra el producido por nuestra condición carnívora, y contra el dudoso control sanitario de muchos alimentos. Tras leer el capítulo 19  –la visita a un matadero descrita casi como el recorrido por uno de los círculos del infierno— es difícil no sentir el deseo de volverse inmediatamente vegetariano.
            Pero el atractivo de las historias de Brunetti apenas tiene que ver con su bien intencionada denuncia de la sociedad contemporánea. Buena parte del éxito se debe al escenario en que transcurren: la ciudad de Venecia, quizá la más seductora de todas las ciudades.
Donna Leon nos invita a pasearnos por la otra Venecia, la ajena al turismo, la de los verdaderos venecianos, que es la que todos los turistas desean conocer.  Su visión es pesimista: “La ciudad se degradaba cada vez más, los hoteles proliferaban y los alquileres se incrementaban, cada pulgada disponible de acera se le arrendaba al que quería vender trastos inservibles en un puesto ambulante…”
Sin entrar en descripciones minuciosas, cuida el detalle exacto en los paseos de Brunetti: no deja de señalarnos que en tal lugar, junto a la entrada porticada de la plaza de San Marcos, estuvo la librería Mondadori, ya desaparecida como casi todas las de la ciudad; que la Dogana se encuentra recién rehabilitada (Brunetti se horroriza “por lo que se exponía en su interior”); que el alargado campo de S. Margherita, que de día sigue conservando sus puestos de pescado y de verdura, de noche se convierte en un bullicioso lugar de encuentro juvenil, lo que ha hecho que algunos de sus amigos hayan tenido que buscar alojamiento en otra parte.
            El comisario vive en Campo San Polo, en un apartamento con las mejores vistas sobre los tejados, los campanarios y las puestas de sol; su familia modélica es otra de las recurrencias de esta serie de novelas. La mujer, Paola, es profesora de literatura inglesa, lectora incansable de Henry James, feminista, excelente cocinera. Y junto a la familia, la otra familia, la de la comisaría, con sus personajes detestables, como el caricaturizado jefe Patta, los entrañables compañeros, y esa figura casi de cuento de hadas, que es la signorina Electra, a la que no hay secreto que se le resista si es accesible a través de Internet.
            La intriga policial no suele ser en Donna Leon lo más importante; casi siempre se trata de un mero pretexto, del que el lector muchas veces acaba desentendiéndose. Atrae más el escenario, la bonhomía del protagonista, la confortable sensación que nos transmite de que en un mundo corrupto, él –y nosotros con él— se mantiene íntegro, escéptico y aparte, encontrando a pesar de todo ocasión para gozar de los buenos momentos de la vida, muchos de ellos gastronómicos.
            Pero, tras de tantas novelas, la reiterada fórmula se va haciendo cada vez más evidente, e incluso el lector menos atento acaba viendo acá y allá los descosidos.  En el macello de Preganziol unos directivos avariciosos obligan al veterinario a certificar como aptos para el consumo animales que no lo son: “Un ganadero de Treviso traía unas vacas; ya no recuerdo cuántas, puede que seis. Dos de ellas estaban más muertas que vivas. Una parecía que se estaba muriendo de cáncer: tenía una llaga abierta en el lomo. Ni siquiera me molesté en realizarle una revisión médica; hasta un tonto podía darse cuenta de que estaba enferma, toda piel y huesos y con la saliva chorreándole por el morro. La otra tenía diarrea viral”. El lector sonríe: ¿quién va a comprar la carne de esas dos vacas, una de ellas “toda piel y huesos”, por mucho que, mediante chantaje, se obligue al veterinario a darlas de paso? Mal negocio hacían esos corruptos.
            La lección de ética que nos ofrece Paola –la pluscuamperfecto Paola— nos deja igualmente perplejos. Con su voto –y con el de otros dos compañeros— consigue evitar que se cometa un acto delictivo: renovarle el contrato a un profesor. No porque sea un mal profesor (uno de los que votan con ella, según ella, sí que lo es), sino porque se trata de un delincuente: “Aunque no ha delinquido en este país, que se sepa. Lo han sorprendido en Francia y Alemania robando libros, y mapas, de bibliotecas universitarias. Como tiene tan buenos contactos políticos, decidieron no presentar ningún cargo, pero su plaza de profesor en Berlín quedó cancelada”. Inmediatamente consigue otra en Italia y nada menos que de “Semiótica de la ética”.
No ha delinquido en este país, dice Paola, pero poco después afirma que continuó con sus robos y que ella le paró los pies. “¿Cómo?”, pregunta su marido. Pues no denunciándolo, como parecería lógico, sino obligando a la biblioteca “a cambiar su política”: “Para acceder a las estanterías, cualquiera que ocupe un cargo inferior al de profesor titular debe disponer de una tarjeta. Como su contrato no es fijo, ni tiene tarjeta ni se la expedirán. De modo que, si quiere consultar un libro, debe pedirlo en el mostrador principal, y después de realizada la consulta, los bibliotecarios lo retienen allí mientras comprueban el estado del libro”.
Parece que Donna Leon, que tan bien conoce las calles de Venecia, conoce un poco peor otros aspectos de la sociedad que tan encomiablemente intenta mejorar.
Mezclar lo útil con lo agradable, según la fórmula horaciana, parece ser la fórmula de la novela negra contemporánea: entretener no basta, hay además que indignarse y denunciar. Otra forma de entretener, en la mayoría de los casos. Y de confortar la buena conciencia de lectores no demasiado exigentes.

jueves, 19 de enero de 2012

Un preciado regalo

Enrique Andrés Ruiz
Las dos hermanas.
Antología de la poesía española e hispanoamericana del siglo XX sobre pintura.
Fondo de Cultura Económica. Madrid-México, 2011.


Las antologías temáticas tienen un inconveniente y una ventaja. Inconveniente: el tema suele predominar sobre la calidad a la hora de la selección; ventaja: propician los descubrimientos.
            La relación entre poesía y pintura es antigua. Con erudición y agudeza se refiere a ella Enrique Andrés Ruiz. “Ut pictura poesis” afirma Horacio en un muy citado pasaje de la “Epístola a los Pisones”. Pero en un principio fue al revés: la pintura trató de ser como la poesía. Los pintores no pasaban de artesanos; para pintar un cuadro solo se necesitaba aplicar una serie de destrezas, como para levantar una pared o fabricar una silla. La categoría de artistas solo la obtuvieron cuando se acercaron a la poesía y comenzaron a pintar cuadros que reflejaban historias míticas y se podían leer como un poema.
            Las afirmaciones de Andrés Ruiz sobre las diversas artes y sobre el Arte con mayúscula que ha venido a sustituirlas (“una operación institucional, impensable sin inversiones públicas de propaganda y estructuras; una operación indudablemente política”) son siempre inteligentes y fértiles, aunque a menudo discutibles. Pero llega un momento en que cambia de registro y el intelectual riguroso deja paso a las complacencias del creyente. La Palabra se ha hecho Carne en el cristianismo –nos dice, como si siguiera hablando de lo que estaba hablando— y por eso, a partir de entonces, es posible pintar “simples naturalezas, escenas cotidianas, retratos” sin auxilio de ningún texto, de ninguna leyenda mítica. No le discutiremos esa tesis –Todorov ha afirmado exactamente todo lo contrario al referirse a la aparición de la pintura realista en los Países Bajos—, simplemente dejamos constancia de que ha dado un salto hacia otro ámbito que nada tiene que ver con el análisis científico y la racionalidad.
            Pero afortunadamente el integrismo religioso de Enrique Andrés Ruiz no influye para nada en la selección de poemas. Comienza con José Martí (“Sé de un pintor atrevido / que sale a pintar contento / sobre la tela del viento / y la espuma del olvido”) y termina con dos poetas nacidos en 1975: Martín López-Vega y Carlos Pardo. El primero glosa en “Habitación de hotel” el conocido cuadro de Edward Hopper, quizá el más literario de los pintores del siglo XX; el segundo juega al irracionalismo y alude a “los viejos pintores del Trecento”.
            No se seleccionan solo poemas que hablen sobre pintura o sobre pintores. Muchos de ellos describen un paisaje. Es el caso de tantos poemas modernistas aquí antologados (las “Cigüeñas blancas” de Guillermo Valencia, o el “Claroscuro”, de Julio Herrera y Reissig), o de los versos de Jorge Guillén: “¿Pureza, soledad? Allí. Son grises. / Grises intactos que ni el pie perdido / sorprendió, soberanamente leves. / Grises junto a la Nada melancólica, / bella, que el aire acoge como un alma, / visible de tan fiel a un fin: la espera”.
            Enriquece esta antología temática que el tema se haya entendido de tan amplia manera. Nada tan fatigoso como los convencionales poemas que suelen adornar catálogos de pintores. Enrique Andrés Ruiz llega a incluir incluso la conocida “Arte poética” de Vicente Huidobro: “Que el verso sea como una llave / que abra mil puertas. / Una hoja cae; algo pasa volando; / cuanto miren los ojos creado sea, / y el alma del oyente quede temblando”.
            Pero abunda, como no podía ser de otra manera, la ecfrasis, el equivalente en palabras de una pintura, que tiene en Manuel Machado uno de sus máximos representantes: “Nadie más cortesano ni pulido / que nuestro rey Felipe que Dios guarde, / siempre de negro hasta los pies vestido”.
            Generalmente se selecciona solo un poema de cada autor, pero en algunos casos –por su especial relación con la pintura— se hace excepción. Ocurre con Manuel Machado, con Juan Ramón Jiménez, y con poetas menos conocidos con Rafael Sánchez Mazas o Ramón Gaya, uno de esos pintores que son igualmente notables como escritores. También con Eugenio d’Ors, que como poeta no pasa de ingenioso y conceptuoso aficionado.
            Como no podía ser menos, a pesar de lo exhaustiva de la selección echamos en falta algún nombre. El más notable, el de Ángel González. Una antología como esta no puede prescindir de su soneto “El Cristo de Velásquez”: “Un piadoso pincel lavó con leves / algodones de luz tu carne herida, / y otra vez la apariencia de la vida / a florecer sobre tu piel se atreve”.
            Compensan ese olvido los muchos admirables poemas con que nos reencontramos (o encontramos por primera vez), desde el suntuoso “Bodegón del Renacimiento”, de Agustín de Foxá, hasta “Hilando”, de Claudio Rodríguez (“Tanta serenidad es ya dolor”), pasando por los sinestésicos minimalismos de Octavio Paz (“El pájaro es una astilla / que canta y se quema viva / en una nota amarilla”) o el “Esfumato”, de Amalia Bautista: “Tan áspero era el mundo, tan hiriente, / que él lo difuminó para mis ojos”.
Sí, la pintura, al igual que la poesía, puede ser a veces, como en el poema de Amalia Bautista, “un preciado regalo contra el mundo, / contra la realidad, contra la vida”. Pero también –como nos dice otro poeta, Juan Manuel Bonet— un lugar “donde se sueña más puro el ancho mundo”. 

jueves, 12 de enero de 2012

Jesús Aguado: Más es menos o el arte de editar

Jesús Aguado
El fugitivo. Poesía reunida (1985-2010)
Vaso Roto Ediciones. Madrid-México, 2011


Jesús Aguado es uno de los poetas de obra más valiosa, pero a la vez más profusa y contradictoria, surgidos en las últimas décadas. Por primera vez reúne su poesía en un volumen. Una buena ocasión para poner orden, señalar las líneas esenciales, orientar al lector.
            Una ocasión desaprovechada, a mi entender. Ni el prólogo de un crítico, Vicente Luis Mora, más dado a las generalizaciones que al análisis de la obra concreta, ni la nota final del autor, ayudan demasiado. “Recomiendo al lector –escribe el prologuista— que compare los poemas aquí aparecidos de El fugitivo con los que en su momento recogía la versión de Pre-Textos de 1998. Son dos libros distintos, pero es que Aguado es también ahora una persona distinta”.
¿Son dos libros distintos? Veamos las diferencias: en la primera edición el fragmento “caemos como plomada en manos de un albañil” se disponía en forma vertical, mientras que “y de repente somos una casa” dibujaba vagamente la silueta de una casa; con buen criterio se prescinde de esos ingenuos caligramas. Hay otros cambios, igualmente mínimos: se tachan algunos versos repetitivos, y el fragmento “una mano y un hilo / cada vez más pequeños / borrando el universo según vamos por él” se parte en dos, de modo que “según vamos por él” pase a la página siguiente, como un fragmento distinto. Unos cuantos retoques, bastante caprichosos por lo general, ¿lo convierten en un libro distinto de una persona distinta? No me lo parece.
            Hay otros cambios en esta recopilación, que el prologuista no señala, y que me parecen más significativos. Cuando El náufrago rescatado se publicó por primera vez en el 2001 el subtítulo indicaba que se trataba de “un manifiesto”. Ahora desaparece esa indicación, la nota inicial que explicaba el título (el artista es un náufrago que ha sido rescatado a su pesar) y el inicio del manifiesto, “hay que hacer un arte a la contra”, que daba sentido a cada párrafo: “contra la simplificación, contra la desmemoria (y a favor del olvido), contra el estrechamiento, contra la pertenencia, / contra la crítica utilizada como un cuerpo especial de desactivación de explosivos al servicio (consciente o inconscientemente) de los poderes, / contra la propiedad colectiva lograda a costa de la miseria individual”, etc. Pero por eliminar esos elementos explicativos lo que no era un poema –sino una acumulación de vagas buenas intenciones— no se convierte en un poema, sino en un cuerpo extraño más que dificulta la lectura de este confuso volumen.
            En Los poemas de Vikram Babu, publicado inicialmente por Hiperión, Jesús Aguado, buen conocedor y traductor de la poesía hindú, se inventa un heterónimo, Vikran Babu, que vivió en el siglo XVII, escribía en hindi y nunca salió de un pequeño pueblo a orillas del Ganges, cerca de Benarés, según nos informa en el breve prólogo. Dada su fama de sabio, le hacían numerosas consultas a las que respondía con “pequeñas composiciones poéticas que, en lugar de soluciones, ponían a cada cual en disposición de responderse a sí mismo”. El resultado es un conjunto de atractivos pastiches que a veces parecen parodiar la literatura de autoayuda. Pero en esta recopilación se prescinde de la ficción heteronímica y desaparece la figura del presunto autor, lo que no contribuye precisamente a clarificar el conjunto.
            En la nota final –que demuestra alguna confusión sobre lo que debe entenderse por “poesía reunida” o “poesía completa”— explica Jesús Aguado la división de su obra en dos partes: a partir de un determinado momento, la poesía deja de ser para él un juego, “por muy esencial que se quiera”, para convertirse “en un método para evitar que jueguen con uno, que el mundo le juegue una mala pasada a uno”. Y añade, provocando la perplejidad de cualquier lector con algún sentido crítico, que esa es la razón “por la que ya no pienso tanto en poemas sueltos, como en bloques unitarios”. ¿Los bloques unitarios se prestan menos al juego, evitan que “el mundo nos juegue una mala pasada” mejor que los poemas sueltos? Convendría que el autor se tomara la molestia de explicarnos cómo.
            “Una de las pocas cosas claras que sigo teniendo es que uno tiene que huir de sus libros antes de que estos le alcancen”, escribe más adelante. Y el prologuista subraya “la diversidad de su obra, enemiga de seguir dos veces la misma estrategia estética”. Ambas afirmaciones se pueden contradecir fácilmente. Uno de los libros más conseguidos de la que Jesús Aguado denomina su primera etapa se titula Los amores imposibles (son poemas narrativos y bienhumoradamente imaginativos); más adelante insistirá en la misma fórmula con Nuevos amores imposibles. También habrá unos Nuevos poemas de Vikram Babu. Jesús Aguado es un poeta que gusta tanto de ensayar nuevos caminos –aunque a veces no lleven a ninguna parte— como de insistir en las recetas en las que se encuentra más cómodo.
            El poeta no siempre es el mejor crítico ni el mejor editor de su propia obra. Reunir los poemas y los libros dispersos debe contribuir a darles un nuevo y mejor sentido, o al menos, a aclarar su sentido, no a volverlo más confuso. En una buena edición, el conjunto vale más que las piezas por separado. No ocurre así con esta poesía reunida de Jesús Aguado, un autor que no siempre acierta a distinguir poemas de ejercicios poéticos, lo fundamental de lo circunstancial.
            En poesía, como en tantas otras cosas, más es menos, todo lo que no es imprescindible sobra. A Jesús Aguado 537 páginas no le parecen suficientes para contener sus poesías completas (se refiere una y otra vez a lo que ha dejado fuera); yo creo más bien que sus poesías completas, verdaderamente completas, caben en la mitad de esas páginas. Lo mismo que en un haiku (y él los ha escrito espléndidos) puede haber más poesía que en un poema de quinientos versos.
Editar tiene mucho de arte invisible. El buen editor –de obra propia o ajena— es el que se nota lo menos posible. 

jueves, 5 de enero de 2012

Ramón del Valle-Inclán: Un divorcio y otras historias


Jesús Rubio Jiménez y Antonio Deaño Gamallo
Ramón del Valle-Inclán y Josefina Blanco: el pedestal de los sueños.
Prensas Universitarias de Zaragoza, 2011

Ramón del Valle-Inclán, en vida, hizo de su vida una obra de ficción; tras su muerte, la realidad biográfica ha tardado en abrirse camino entre la anécdota apócrifa y el mito, y todavía no lo ha conseguido del todo. Un paso importante fue la publicación, en el 2008, del epistolario contenido en Valle-Inclán inédito, con un inteligente prólogo de Manuel Alberca. En las tertulias de café, en las abundantes entrevistas para revistas y diarios, el escritor se sentía en el escenario, era un personaje; solo en sus cartas privadas se quitaba la máscara, no hacía literatura, aunque seguía siendo muy celoso de su intimidad.
            La historia que se cuenta en Ramón del Valle-Inclán y Josefina Blanco: el pedestal de los sueños es una triste historia, aunque no inhabitual: la de un divorcio conflictivo y un amor que se convierte en odio. Jesús Rubio Jiménez, con la colaboración de Antonio Deaño González, cuenta muy bien esa chirriante peripecia, dejando que hablen los documentos inéditos, pero no ofreciéndolos aislados y fuera de su contexto. Su edición de las 35 cartas que guardaba en su archivo Dionisio Gamallo Fierros, y que constituyen la base del libro, resulta ejemplar. Lo que podía haberse quedado en un trabajo erudito de escaso interés se convierte en un apasionante relato protagonizado por una mujer vengativa y despechada, de la que hasta ahora sabíamos muy poco, Josefina Blanco, y en el que juega un importante papel Luis Ruiz Contreras, escritor resentido e intrigante, testigo principal de unos años cruciales de la literatura española. No novelizan ni fantasean los autores –que nos acaban de ofrecer otra muestra de su buen hacer en El camino de las letras, que recoge el epistolario inédito de Rafael Altamira y José Martínez Ruiz con Clarín—, no lo necesitan para conseguir, a base de pequeños detalles exactos, que leamos esta rigurosa investigación como la más apasionante de las novelas.
            Josefina Blanco presumía de que a ella debía Valle-Inclán todo lo que había llegado a ser; sin su ayuda no habría pasado de un pintoresco figurón de escasa obra, como el Alejandro Sawa de la realidad o el Max Estrella de la ficción. Por él abandonó su exitosa carrera teatral (aunque nunca llegó a convertirse en una primera figura) para convertirse, no solo en la madre de su abundante prole, sino también en secretaria, amanuense, correctora, administradora. Las estrecheces económicas, y unos patológicos celos, parece que acabaron con su equilibrio mental. No dudaba en escribir a todo el mundo lanzando diatribas contra el “tenorio averiado” de su marido ni tampoco en utilizar a sus hijos como arma arrojadiza contra él. Cada vez más acentuada enemiga de la república, temiendo ser asesinada por los Albertis (así los denomina) en el Madrid de 1936, acepta sin embargo una pensión anual de doce mil pesetas concedida por el gobierno de la zona republicana.
J. Raimundo Bartrés en La ‘nodriza’ de la generación del 98 (Editorial Linosa, Barcelona, 1972) cuenta su relación, hasta el enfado final, con Ruiz Contreras. En la página 68 se encuentra el pasaje que Rubio Jiménez y Deaño González citan de segunda mano, ignorando su procedencia: “Acompáñeme hasta el Majestic. A diario visito a la mujer de Valle-Inclán, Josefina Blanco… La pobre está más loca que una cabra. Se figuraba millonaria porque el gobierno rojo le pasaba una pensión, y la Editorial Sopena le había prometido grandes negocios con las obras de su marido, y todo se ha convertido en agua de borrajas, hasta los billetes ful que cobró”.
            Acabada la guerra, Josefina Blanco olvidó todo el odio que había sentido contra su marido y se convirtió en viuda ejemplar y en lo que siempre había querido ser, en la dueña y señora de su obra, de la que procuró sacar todo el rendimiento económico posible. La antigua actriz ahora odiaba el teatro y por eso hizo cuando pudo, hasta inventarse una carta con las últimas voluntades de Valle-Inclán, para que sus obras no se representaran; decía que habían sido escritas solo para ser leídas.
            Un Valle-Inclán muy distinto del que quiere el mito sale de estas páginas. No era un bohemio ni un idealista, sino un buen comerciante que trataba de obtener el mayor provecho económico posible –estaba en su derecho— de su trabajo intelectual; para ello, muy a menudo, fue su propio editor. Ningún inconveniente tenía en aceptar favores políticos, ya fueran un pequeño sueldo de funcionario (sin necesidad de acudir al puesto de trabajo), una plaza de catedrático (creada expresamente para él durante la monarquía), el cargo de Conservador del Patrimonio inventado para él por Azaña y Fernando de los Ríos, la dirección de la Academia de España en Roma… Cierto que en todos esos puestos acabó mal, y dejó en muy mal lugar a sus favorecedores; siempre quería imponer su voluntad al margen de las normas establecidas. 
            Pero el mito continúa. Rubio Jiménez y Deaño González terminan su libro con unas divagaciones sobre el arte y la burguesía que contradicen todo lo que se deduce de su investigación. Resulta que los bandazos de Valle-Inclán y el fracaso final de su matrimonio se deberían solo a “la miserable condición del artista en aquellas décadas”: “El burgués no admira el arte o al artista, sino lo que vale, lo que cuesta. Según sea el precio, así debe ser la mercancía. Ve el producto, pero sobre todo mira la etiqueta. La emoción del burgués reside en la cartera que lleva junto a su corazón”. Tópica palabrería que disuena en una investigación tan rigurosa.