domingo, 26 de octubre de 2014

Aurora Luque: Corre, ven, vive, vuela


Fabricación de las islas (Poesía y metapoesía)
Aurora Luque
Valencia. Pretextos, 2014.

No todos los libros comienzan en la primera página. La nueva antología de Aurora Luque lo hace exactamente en la 54. Antes encontramos un prefacio de Caballero Bonald que no es más que una prolongación de la página de cortesía; un largo estudio de Josefa Álvarez Valadés, responsable también de la selección, sin interés fuera de los círculos académicos, y un poema, “Los cantos de Eurídice”, correspondiente a un libro previo, Hiperiónida, en el que la autora ya mostraba su interés por el mundo clásico, pero en el que aún estaba lejos de encontrar su lenguaje. Copio la glosa “metapoética” de la antóloga a unos versos (“Recuérdame como uno de esos seres / que no pude asumir: / la rosa abierta al día / sin deseos azules”) de ese poema: “la rosa desde la antigüedad ha servido como símbolo de la belleza, de la creación y de la obra poética y al mencionarse de ella que no tiene ‘deseos azules’ la voz poética la aparta radicalmente de tendencias literarias como el modernismo de Rubén Darío, para quien el azul era el color por excelencia y la escritura poética el misterio de hacer ‘rosas artificiales que huelen a primavera’. De esta concepción creadora se aparta una Eurídice, ahora ya lo intuimos, aspirante a poeta, al querer ser evocada como una rosa real abierta al día y vincularse con ello a una forma de crear inseparable de la vida”.
            Nada pierde el libro si prescindimos de ese medio centenar páginas, todo lo contrario. Aurora Luque ha sabido aunar en sus versos hedonismo y cultura, una atenta mirada al mundo contemporáneo y los ecos mejores del mundo clásico. Nadie como ella puede volver a contarnos un mito (el de Pandora, por ejemplo, en “Aviso de Correos”) sin que suene a arqueología, a ejercicio de erudición; nadie como ella conversa con los clásicos con tanta naturalidad: “Deja de hacer locuras, desgraciado Catulo”.
            De la poesía, de la literatura en general, hablan muchos de estos poemas. En “La isla de Kirrin” evoca las primeras lecturas adolescentes, quizá todavía no gran literatura, pero ya plataforma perfecta para el ensueño y la invitación al viaje. “Tópico” le da una enésima vuelta al “Carpe diem” horaciano. “Ya no atrapes el día –no se deja, / no es tan fácil ser dueño del presente”, comienza; y concluye: “Si no lo acosas puede / que se tienda sumiso / de noche en tu regazo”. Los limones fulgentes entrevistos en unos versos de Montale le sirven para definir al amor. “Nota a Emily Dickinson” titula uno de los poemas.
            “Cócteles” ejemplifica bien la manera de hacer de Aurora Luque. En ese poema nos da la receta de su combinado alcohólico preferido a la hora de escribir: “Entibiaba la hoja poco a poco / ginebra con limón, arias del dieciocho, / martinis rojos, tangos, bourbon, mornas, / copla vieja con vino de Mollina, / Sabicas con Sanlúcar, / Rossini, Billie Holiday”. Para el final quedan los ingredientes más importantes: “Y algún trozo de cáscara / del corazón. Añádase la vida / con su amargor oscuro, indefinido, / su hielo que no quiso derretirse”.
            Los poemas de Aurora Luque se paladean, se saborean como esos figurados cócteles suyos; tienen siempre olor, color y sabor; embriagan, pero no adormecen; aunque a veces parecen contraponer vida y literatura, saben que la literatura es parte de la vida, y con frecuencia la mejor parte. Las notas de sus cuadernos añadidas al final (bajo el equívoco título de “Aforismos”) apuntan, como no podía ser de otra manera, en la misma dirección.
            Intenta a veces el epigrama satírico, pero acierta sobre todo en el fulgor celebrativo. Más dionisíaca que apolínea, sabe que el regalo mayor de los dioses son “los feroces racimos del deseo, / su pulpa ensangrentada”. Lo arriesga todo “por la cima / del amor o del arte”, como nos dice en “Hybris”, aunque no ignore que en la cima está la nada.
            Poemas intensos siempre, aunque a veces parezcan distenderse en la anécdota lectora o viajera (“La Habana multifrutas”, “La linterna”), nunca vacuos ni imprecisos, nunca seca flor de erudito herbolario. De ellos no podrán decirse las palabras de “El fantasma de Evergreens”: “Sabrás más de lo eterno y de lo bello / si tus dedos comprimen esta hoja roja y fresca / o sigues a ese pájaro en su vuelo / travieso en la ciudad / que si escarbas mis versos / buscando vuelo y savia. / Corre, sal, vive, vuela. / Los poemas son solamente cápsulas, / aditivos, morfinas, antibióticos”.
            No los de Aurora Luque, concentrado de vida cien por cien natural, fruta del tiempo, jardín y biblioteca.

            

lunes, 20 de octubre de 2014

Frédéric Gros: Un arte de vida


Andar. Una filosofía
Frédéric Gros
Taurus. Madrid, 2014.

El paseo, esa actividad cotidiana en la que apenas reparamos. resulta tan artificioso y cultural como una representación de ópera o un partido de fútbol. A los griegos de la época clásica les gustaba pasear y charlar. ¿Cuántos siglos tuvieron que pasar para que los ciudadanos le volvieran a coger el gusto a la calle? Las calles eran de los que no tenían casa, de los pilluelos y las busconas. Los caballeros las cruzaban rápidamente y en coche o en litera. Cierto que muy pronto se habilitaron lugares como el madrileño Paseo del Prado, pero eran lugares donde se iba a determinadas horas, a verse y a dejarse ver, a establecer contacto, aunque solo fuera visual, con el otro sexo. El paseo urbano tal como hoy lo entendemos, el salir a dar una vuelta sin ir a ninguna parte, es una actividad tan natural como un poema de Baudelaire. Y de hecho se inventó en el París de Baudelaire, cuando la ciudad, después de las reformas de Haussmann, se convirtió en el mayor espectáculo del mundo.
            Damos por sentado que pasear, salir a ver escaparates, tomar un café, respirar el aire de la calle, es una actividad cotidiana que no necesita justificación, pero nos basta abandonar la civilizada Europa e irnos a ciudades como Lima o Bogotá para que la gente se lleve las manos a la cabeza cuando pretendemos hacer algo tan sencillo. De los límites bien vigilados de la urbanización solo se puede salir en coche. Para poder pasear tranquilamente hacen falta calles urbanizadas, un servicio de limpieza, policía que no se parezca a la de Iguala, México, o Cartagena, España.
            “Un ensayo sobre el paseo en la historia y en la literatura universales” subtitula Javier Mina su libro El dilema de Proust (Berenice), en el que la erudición nunca abruma y no escasean los rasgos de humor. Andar, de Frédéric Gros, se subtitula “Una filosofía”, y se lee de otra manera: es, antes que nada, espléndida literatura, con pasajes que se aproximan al poema en prosa.
            Unos cuantos andarines ejemplares son estudiados en el libro de Gros. Comienza con Nietsche, cuya alacridad filosófica, tiene mucho que ver con el gusto por los largos paseos; termina con Gandhi, que convierte las marchas en parte esencial de su acción política. En medio quedan Rimbaud y su ansia de huir; Rousseau y las ensoñaciones de un paseante solitario; el vagabundeo melancólico de Nerval, la higiénica rutina de Kant y “la conquista de lo salvaje” de Thoreau.
            Henry David Thoreau es quizá la figura central del volumen, la que está vista con más admiración. Un gran caminante es a menudo lo contrario de un gran viajero. Thoreau caminaba varias horas al día, todos los días, pero lo hacía por los alrededores de su casa. Y sin embargo su libro Walden ha fascinado a más lectores que cualquier libro de viajes. “No hace falta ir muy lejos para andar”, explica Gros. El verdadero sentido de la marcha no es ir hacia otros lugares, “sino estar al margen de los mundos civilizados, sean los que sean”.
            Por eso dedica un capítulo a la filosofía cínica de la antigua Grecia, al denostado Diógenes y sus compañeros: “Rico es aquel que no carece de nada. Y el cínico no carece de nada, pues ha hallado el gozo de lo necesario: la tierra para descansar el cuerpo, el alimento que encuentra en su vagabundear, el cielo estrellado como techo, las fuentes para saciar su sed”.
            Lo que Gros nos ofrece en su libro es una filosofía y una poética del andar sin rumbo fijo: “Caminar es ponerse a un lado: al margen de los que trabajan, al margen de los productores de provecho y de miseria, de los explotadores y de los laboriosos, al margen de la gente seria que siempre tiene algo mejor que hacer que acoger el tenue resplandor del sol en invierno o el frescor de la brisa en primavera”.
            Los capítulos biográficos alternan con otros que tratan temas como la soledad, el silencio, la eternidad; en ellos la vivaz prosa ensayística –ejemplo siempre de la celebrada claridad francesa– se acerca con frecuencia a las fronteras de la poesía, como cuando enumera los distintos tipos de silencio: “Está el silencio del alba. Hay que partir muy temprano en otoño cuando la etapa es larga. Fuera todo es violeta, la luz repta bajo las hojas amarillas y rojas. Es un silencio atento. Caminamos sin ruido entre los grandes árboles oscuros, envueltos aún en una tenue noche azul. Casi nos da miedo despertarlos. Todo susurra en voz baja”.
            Frédéric Gros nos ofrece, junto a una sugerente filosofía del andar, todo un arte de vida.  
           
           


sábado, 18 de octubre de 2014

Un secreto, dos amigas, doscientos epigramas


El secreto de Raffles Haw
Arthur Conan Doyle
Espuela de Plata. Sevilla, 2014.

Hay escritores, quizá no de primera fila, que dominan, mejor que los grandes nombres, el arte de contar. Uno de ellos es Arthur Conan Doyle. Lo saben bien los muchos admiradores, que no decrecen con los años, de Sherlock Holmes. Imposible leer las primeras líneas de cualquiera de sus aventuras y no sentir el deseo de seguir leyendo. Menos conocido resulta que ese arte se manifiesta con igual maestría en el resto de su obra, no demasiado conocida. Un buen ejemplo lo encontramos en El secreto de Raffles Haw, novela protagonizada por un excéntrico millonario que anticipa al gran Gatsby. Aunque nos encontramos con un prodigioso palacio, propio de Las mil y una noches, y continuas y extrañas maravillas, todo trata de explicarse racionalmente al final. No lo consigue del todo y nos quedamos con la sensación de haber leído, bajo la apariencia de novela realista, un fascinante cuento de hadas que encubre un apólogo moral, bastante pesimista, sobre el ser humano.


Antología de epigramas
Marco Valerio Marcial
Traducción y nota preliminar de Pedro Conde Parrado
Trea. Gijón, 2014

Los clásicos que lo son de verdad siguen siendo nuestros contemporáneos. Los desenfadados epigramas de Marcial, de no haber sido escritos en la Roma imperial, solo podrían haber sido escritos en nuestra malhablada modernidad. Pero el tiempo no perdona ni siquiera a los clásicos y emborrona, lima, hace perder gracia a buena parte de su obra, que queda solo para pasto de filólogos. Por eso resultan tan necesarios estudiosos como Pedro Conde Parrado que ha sabido espigar de su extensa obra lo más vivo, punzante y emocionante. Porque Marcial no fue solo el maestro del epigrama mordaz, el maestro de Quevedo y de cuantos poetas satíricos vinieron después; también sabe conmovernos con poemas como el epitafio tan magistralmente traducido por Víctor Botas en Segunda mano: “Os encomiendo, padres, a la pequeña Erotion / que iluminó mis horas con su risa / para que sin temor avance hacia las negras sombras / y las monstruosas fauces del tartáreo can. / Seis días le faltaban para su sexto invierno. / Que juegue dichosa entre tan dulces protectores / balbuciendo mi nombre con ceceantes labios. / No cubras, tierra, con duro manto sus blandos huesos / ni le seas pesada; no lo fue ella para ti”.


Las deudas del cuerpo
Elena Ferrante
Traducción de Celia Filipetto
Lumen. Barcelona, 2014.

La portada más o menos insinuante, el prolijo índice de personajes que aparecen al comienzo, el enigma que rodea al autor (del que no se sabe nada, ni siquiera si es hombre o mujer), la indicación de que se trata de la tercera parte de una saga que se ignora si tendrá continuación, todo esto es más que suficiente para alejar de esta espléndida novela al lector que se acerca a una obra de Elena Ferrante por primera vez (si conoce ya alguno de sus libros no necesita de recomendaciones). Pero quien se deje llevar por todas esas señales desalentadoras, se perdería una obra maestra que se basta y se sobra a sí misma. La historia de dos amigas, nacidas en 1944 en un suburbio de Nápoles, nos recuerda a la gran narrativa decimonónica, y el lector agradece encontrarse con el aliento de los grandes maestros, pero su manera de contar, de entremezclar la pequeña con la gran historia, es absolutamente contemporánea. Las deudas del cuerpo (el título original, más hermoso, es Storia di chi fugge e di chi resta) comienza en los años sesenta, los años de la revuelta estudiantil. Una absorbente novela, como las de antes, escrita con minuciosa inteligencia. 

sábado, 11 de octubre de 2014

Luis García Montero: Defensa de la literatura



Un velero bergantín
Luis García Montero
Visor. Madrid, 2014.

Las defensas de la literatura, o de las librerías, tan frecuentes en estos últimos tiempos, suelen ser sospechosas. Cuando cerraron la última sala de cine de Segovia, hubo muchas protestas; el propietario respondió con una frase: “Si los que lamentan que no haya cine en su ciudad, hubieran ido al cine, no ya una vez a la semana, sino una vez al mes, yo no habría tenido que cerrar”. Lo mismo se les podría decir a los que se lamentan de que cada vez haya menos librerías.
            Luis García Montero en Un velero bergantín prefiere recurrir a la autobiografía en lugar de al quejumbroso tópico a la hora de defender la literatura. El título alude al conocido poema de Espronceda, “La canción del pirata”, del que se habla en el primero de los breves capítulos. El amor a la literatura rara vez tiene su origen en las aulas; el amor se aprende, pero no se enseña, y no admite el imperativo. García Montero descubrió la poesía en la voz de su padre, que gustaba de leerle poemas con teatralizada entonación y entre ellos, junto a la canción de Espronceda, uno muy famoso en su tiempo, ridiculizado después, “El tren expreso”, de Campoamor. Todos esos poemas los tomaba de una antología popular, Las mil mejores poesías de la lengua castellana.
            Memoria de lector agradecido es Un velero bergantín y en él se comentan, junto a los que escuchó de niño, poemas de Cernuda, Lorca, Salinas, Gil de Biedma o Brines. El comentario quizá más sugerente se dedica a un poema propio, “Mujeres”, incluido en Habitaciones separadas. Pocos poetas saben hablar de su obra con la lucidez con que lo hace García Montero, tan excelente poeta como perspicaz estudioso de la literatura. En “Mujeres” la anécdota biográfica se entremezcla con la tradición literaria –la “albada” medieval– para dar concluir en una reflexión crítica sobre la sociedad contemporánea.
            La poesía se entrelaza con la vida del autor, pero no se explica solo por ella, no es nunca la directa emanación de unos hechos biográficos. Los poemas que Juan Ramón Jiménez escribió a su llegada a Cádiz, tras el viaje americano que dio lugar a Diario de un poeta recién casado, le sirven para ejemplificarlo. En ellos todo es silencio y paz, cielo estrellado, unos gatos en la sombra, el centelleo de la luz del faro. Pero la realidad fue muy distinta. Uno de los baúles del poeta al parecer se había deteriorado durante la travesía, el poeta protestó indignado, puso una reclamación, tuvo que quedarse varios días en la ciudad. Todas esas minucias del “irascible vate” las analizó Juan Ignacio Varela Gilabert en una monografía y García Montero las resume con gracia. La poesía es verdad, pero su verdad no es la de la anécdota biográfica. Incluso puede que el poeta quiera hablar de una cosa y en realidad esté hablando de otra. En “Sonata triste para la luna de Granada”, de El jardín extranjero, se nos cuenta un paseo por la Granada de los años veinte; el poeta se imagina, aunque no lo menciona expresamente, que va de la mano de su abuelo, pianista que tuvo gran importancia  en su formación estética. Pero los lectores entendieron que hablaba de García Lorca y era Lorca quien en realidad estaba en el poema, fueran cuales fueran las intenciones del autor.
            La defensa de la literatura que hace García Montero no es solo una defensa de la literatura. Sus intenciones no son únicamente estéticas, sino también éticas. A la literatura en general, y a la poesía en particular, las considera elementos esenciales en la educación ciudadana.
            Este breve libro, que se lee de un agradecido tirón, acierta a eludir los riesgos de la clase magistral y del sermón cívico, gracias a un estilo sincopado y ágil que gusta de compendiar la reflexión en un aforismo: “La mejor forma de estar al día es leer cuatro clásicos por cada novedad”, “Hágase en mí según tu palabra, le dice el lector a sus libros favoritos”, “Cualquier profesor sabe que buena parte de sus conocimientos los aprendió mientras enseñaba”. Por eso el libro termina con un decálogo, con los diez mandamientos que el poeta ha ido descubriendo a lo largo de su trayectoria literaria. “Los dos peligros principales de la poesía –nos dice en uno de ellos– son el patetismo y la pedantería”.
            En ninguno de los dos incurre García Montero. Otro escollo no menos peligroso acierta a sortear Un velero bergantín: el de las buenas intenciones, de las que el infierno está lleno. El resultado es un ejercicio de inteligencia, la memoria agradecida de un lector con solo la dosis imprescindible de cívica moralina.

sábado, 4 de octubre de 2014

Juan Bonilla, caricias y puñetazos


Hecho en falta (Poesía reunida)
Juan Bonilla
Visor. Madrid, 2014.

Juan Bonilla, que se inició como poeta allá por 1988 con el cuaderno Cuestiones personales, pronto destacó como un prosista excepcional. Autobiografismo y sátira, enciclopédica curiosidad e insólita capacidad de darle la vuelta al lugar común, caracterizan sus artículos y relatos, y despertaron la admiración generalizada desde la aparición del primero de sus libros, Veinticinco años de éxitos. El poeta pareció a muchos quedar devorado por el prosista. De hecho, ciertos poemas no eran más que la versificación de pasajes de sus novelas o de algún artículo, como él mismo señala en la nota final a El Belvedere.
            Los que pensaban así, los que pensábamos así, estábamos equivocados, como Hecho en falta, su poesía reunida, demuestra cumplidamente. No ha querido seguir el habitual criterio cronológico. Ha barajado una muestra representativa, pero ni mucho menos exhaustiva, de los textos escritos a lo largo de un cuarto de siglo y les ha dado una cierta estructura puntuando el conjunto con haikus y colocado al final un poema que parece responder al que inicia el libro, del que copia algunos versos.
            El resultado es un volumen que se puede abrir por cualquier parte seguro de que no nos vamos a encontrar, como tantas veces ocurre en los libros de poesía, con una edulcorada banalidad o con una hermética nadería.
            Los versos de Juan Bonilla tienen muy a menudo la contundencia de un buen eslogan publicitario, nos provocan una sonrisa o nos parten el alma de un puñetazo.
            A Juan Bonilla le gustan los juegos de palabras, los chistes con o sin gracia, variar una frase hecha –“La Verdad es un periódico de Murcia”, “Dios es uno y estress”, “los maiakovskis de las discogrescas”, “tarde o temprano a la rutina se le cae la t”–, pero su poesía es mucho más que ese ramonear por los alrededores de la greguería, en contra de lo que algunos pudieron pensar, o pudimos pensar, en un primer momento.
            La parodia de conocidos poemas ajenos es una de sus especialidades. “No volverás a ser joven (Ni falta que te hace)” le da la vuelta a un poema de Gil de Biedma: “Que la vida no va en serio / lo empezamos a comprender muy pronto. / Como todos los jóvenes vinimos / fundamentalmente a hacer el tonto”; “De todos y de nadie”, a otro de Juan Ramón Jiménez: “Vino primero oscura, / vestida de impotencia”.
            Las habilidades que Bonilla muestra en los poemas, casi ejercicios de taller, y que le convierten en un ingenioso poeta menor son las mismas que hacen de él un poeta mayor. Ingenio hay en “El combate del siglo”, minuciosa crónica de un combate de boxeo en el que los púgiles son la tristeza y la alegría, o en “Filosofía”, erótico repaso a la historia de la metafísica, o en “Poemas míos que otros te escribieron”, del que adivinamos el punto de partida (la frase de Ortega “todo gran poeta nos plagia”), pero eso no le resta valor, todo lo contrario; lo mismo que ocurre con los versos de Alberto Caeiro en “Epitafio del enamorado”, uno de los más breves e intensos poemas de amor que se hayan escrito nunca: merece hacerse popular y perder el nombre del autor, como quería Manuel Machado.
            Conocer el modelo de algún poema de Bonilla no lo hace desmerecer, igual que ocurre con Garcilaso o San Juan de la Cruz. Leemos “Misión a las estrellas”, ese personal recuento de lo bueno y lo malo de este mundo, y recordar el borgiano poema de los dones no disminuye nuestra sorpresa ni nuestra admiración.
            Añade interés al libro un puñado de traducciones (“poemas míos que otros escribieron” diría Bonilla), entre las que destacan las resignadas e impactantes líneas sobre el suicidio de Dorothy Parker.
            Un poeta es un gran poeta cuando es capaz de escribir media docena de poemas que nos dejan sin aliento. Juan Bonilla, en un cuarto de siglo de cultivar intermitentemente la poesía, ha escrito esa media docena y tres o cuatro más. El resto son juegos de manos, juegos de palabras (quizá por eso sus textos dan tanto juego en los talleres de literatura), que no le reprochamos en absoluto porque nos permiten recobrar el aliento y olvidar que “se vive dentro del visor del arma / de un francotirador / apostado en quién sabe qué tejado, / el dedo colocado en el gatillo”.