sábado, 27 de junio de 2015

Toni Montesinos, caleidoscopio viajero


La suerte del escritor viajero
Toni Montesinos
Prólogo de José María Conget
Editorial Polibea. Madrid, 2015.
  
Los libros de viaje, durante siglos, tuvieron una doble función: la de sustituir o la de preparar el viaje. Hacían soñar con tierras exóticas que el lector común sabía que no iba a pisar nunca, como el relato de Marco Polo sobre la China legendaria, o eran un complemento de las guías de viaje.
            Hoy en día esa función se ha atenuado bastante: los largos desplazamientos recreativos ya no están solo al alcance de unos pocos y hay otras vías más actualizadas y ágiles de informarse.
            Pero los libros del escritor viajero no han perdido nada de su atractivo. Nunca fue la función utilitaria la principal en ellos. Pretenden ser, antes que nada, literatura, un género de no ficción que, como suele ocurrir, incluye mucha ficción. El escritor que narra sus viajes confunde con frecuencia lo que ha visto con lo que ha soñado, no acierta a separar lo vivido de lo leído.
            Quizá toda literatura sea literatura viajera. El viaje de la vida, un viaje en el que no sabemos de dónde venimos ni a dónde vamos (o lo sabemos demasiado bien), constituye una de las metáforas más antiguas y frecuentadas.
            Toni Montesinos, prolífico escritor joven que ha tentado todos los géneros, tiene en los libros su mejor guía, por esos sus crónicas literarias llevan al final una minuciosa justificación bibliográfica de las citas. Comienza glosando, en un  irónico prólogo, a Julio Camba y luego siguen las huellas de Edgar Allan Poe en Baltimore, de Lampedusa en Sicilia o de Pedro Salinas en Puerto Rico. Cita abundantemente, lo que es de agradecer, y en ocasiones parece ofrecernos la reseña de alguna publicación o ll reportaje periodístico de algún congreso al que ha sido invitado.
            No duda en hacer afirmaciones contundentes que a veces bordean al tópico. El más habitual en esta clase de libros es el denuesto del turista. En las notas sueltas dedicadas a Florencia --una ciudad que le defraudó--  escribe: "Aquí no existe el viajero; solo el turista que devora piedras y que mira un libro donde se desglosa la ciudad en una edición crítica con notas a pie de suelo".
            Pero el viajero que detesta a los turistas, visto desde fuera, no es más que otro turista que entorpece el paso en el Ponte Veccio o en la Piazza della Signoria. Y el ingenioso final de la frase se aplica menos al turista habitual que al ilustrado a la manera de Montesinos para el que todas las ciudades están llenas de notas "a pie de suelo" o en las lápidas conmemorativas y en los recovecos de la memoria.
            A Toni Montesinos le gustan las afirmaciones rotundas: "En España no existe la crítica honesta e independiente y se doblega ante las instituciones y grupos editoriales". En España existe la crítica y existen las reseñas que no son más que publicidad editorial por otros medios; pero eso es algo que este país tiene en común con cualquier otro país y este tiempo con cualquier otro tiempo. No hubo nunca una Edad de Oro: cuando el escritor que quería vivir de la literatura (y no solo sobrevivir en ella) no dependía del mercado, dependía del mecenazgo de algún noble (como Cervantes o Quevedo), del Estado, ese ogro filantrópico, o del Partido (recordemos a Pablo Neruda), lo que no era precisamente mejor.
            La mirada hipercrítica de Montesinos con la sociedad literaria actual se tiñe de rosa en algunos de los capítulos, especialmente en el más extenso de todos, el dedicado a Puerto Rico. No hay ni una pincelada oscura en el retrato de la que Juan Ramón denominó "isla de la simpatía". La razón se explica en los primeros párrafos: el autor ha llegado a la isla para que "la criatura puertorriqueña más bella, divertida y amorosa" se case con él.
            Las referencias autobiográficas no siempre son igualmente rosáceas. En el capítulo que se ocupa de Amsterdam, "la ciudad del silencio", se alude al "barrio miserable" en que transcurrió su adolescencia y a su miedo a las bandas ("sobre todo después de que una tarde me propinaran puñetazos y patadas, sentado en un vagón del metro, sin que nadie se atreviese a levantar la voz ante la agresión en grupo") y a los locos callejeros. casi siempre inofensivos, pero a los que imagina "de repente gritándome, pegándome, escupiéndome, mirándome con la intensidad de su propia imagen despreciándose ante un espejo". De esta segunda fobia, como de la primera, Montesinos conoce la explicación, serían representaciones del padre "un individuo con alma diabólica que destruía todo a su paso y que ahora debe de ser solo un vagabundo".
            Hay suficiente variedad de piezas en este irregular mosaico como para que cada lector encuentre alguna de su gusto. No importa que conozcamos o no los lugares de los que se nos habla (la soñolienta y exasperada Cuba, el Brooklyn más desolado, "el campo de los Red Rox, una tarde bostoniana de verano") ni tampoco que coincidamos o no con sus opiniones literarias.
            Nada mejor para llenar los tiempos muertos del viaje de la vida que escuchar lo que nos tienen que contar otros viajeros. Esa fue la primera función de la literatura y quizá sea su principal función.

jueves, 18 de junio de 2015

Alejo Carpentier y la venganza de los americanos


El ocaso de Europa
Alejo Carpentier
Edición de Eduardo Becerra
Fórcola Ediciones. Madrid, 2015.


¿Tiene interés reeditar hoy unas crónicas cubanas sobre la situación europea de 1941? Algunos pensarán que este breve libro, espléndidamente editado por Fórcola, una de esas editoriales al margen de los grandes grupos que quieren apostar por algo distinto, es solo una curiosidad menor de un autor mayor, Alejo Carpentier.
            Está escrito en América y es la visión de un americano sobre la decadencia de europea, no solo sobre la catástrofe de Francia, donde el autor vivió desde 1928 hasta el comienzo de la guerra. Al lector de hoy le sorprende el tono impiadoso: Francia está tratada con tan poca complacencia como Alemania e Italia. Gane quien gane la guerra, la perderá el continente que hasta entonces regía culturalmente el mundo. La tesis de Carpentier es que “la actividad intelectual de los viejos núcleos culturales de Europa ha dejado de constituir una necesidad para América”.
            Y ello no solo porque, como se indica ya en las primeras líneas, los grandes compositores y escritores europeos, y junto a ellos “una legión de pintores, escultores, cineastas, filósofos, coreógrafos”, hayan tenido que dispersarse “por naciones de nuestro hemisferio”, sino porque, espiritualmente, América ha llegado a esa edad “en que se abandona el seno materno para adoptar una alimentación normal”. Esa es la “revelación trascendental” que Carpentier encuentra en los “días tormentosos” en que se escribieron estas crónicas.
            Unas crónicas que, aunque acertaron en lo fundamental y son ejemplo del mejor periodismo, el autor no se decidió nunca a reunir en libro y que, sin duda, pronto releería con desagrado.
            El triunfo simplifica las cosas. Después de 1945, resulta claro para todos quién tenía la razón en el conflicto entre Francia y Alemania. En 1941, no estaba tan claro. O no lo estaba para Alejo Carpentier. En la caída de Francia, habrían tenido tanta responsabilidad las derechas como las izquierdas. Su visión de la democracia parlamentaria no resulta muy positiva: “Desde la victoria de 1918, la Cámara de Diputados francesa fue un verdadero antro donde se perpetró, año tras años, el asesinato de la República”. Ninguna simpatía muestra Carpentier por la Francia del Frente Popular, ninguna simpatía por Vichy: “En el año 1940 Francia moría, asesinada por sus políticos, sus periodistas, sus clases adineradas, sus equivocados de toda índole. Luego, Vichy… Pero Vichy no engaña a nadie. Es tan solo la prolongación de una larga mentira”.
            Y el fracaso de Francia es sobre todo el fracaso de París. El París de los años veinte, que Carpentier conoció bien, desde el que mandó espléndidas crónicas a las revistas cubanas, ahora le parece que era “una ciudad terriblemente provinciana ante el nuevo panorama del universo”. Sorprende el impiadoso trato que Carpentier le da a una ciudad entonces ocupada, tras el que se adivina un cierto resentimiento: “Como esas mujeres demasiado bonitas que se creen merecedoras de la admiración de todos los hombres, se encerraba en el círculo vicioso de una belleza que iba marchitándose cada vez más ante espejos mentirosos. Mientras John Dos Passos, Aldous Huxley, Ricardo Güiraldes, Diego Rivera, Salvador Dalí, Heitor Villa-Lobos y otras tantas fuerzas artísticas de nuestro tiempo, no le fueran ofrecidos en su propio lecho de coqueta, con el chocolate del desayuno, algunos croissants y un poco de mermelada francesa, se negaba a enterarse de su existencia”.
            Carpentier, en su condena de Francia, parece vengar antiguos resentimientos: “Apenas París comenzó a deber algo a los extranjeros que vivían a orillas del Sena, hizo todo lo posible por alentar sentimientos xenófobos”. Nunca valoró a “los diez mil latinoamericanos que gastaban en París su buen dinero girado desde Colombia, Argentina, Cuba o Perú” y que constituían “una fuente de riqueza para el Estado”. Cuando se refiere al desprecio con que se miraba al “estudiante criollo que gastaba en el Barrio Latino los ahorros de sus padres, en espera de que cayera el gobierno de Machado”, sin duda está hablando de sí mismo.
            El resentimiento contra Francia, que le lleva a negar el valor de los escritores y artistas posteriores a 1910, se fundamenta también en el trato que el gobierno francés dio a la República española durante la guerra civil (un sentimiento semejante inspiró a Max Aub una pieza dramática de expresivo título: Morir por cerrar los ojos).
            El suicidio de Stefan Zweig, ocurrido poco después de publicadas estas crónicas, se explica por un sentimiento semejante, solo que el escritor austriaco no quiso sobrevivir al hundimiento de Europa, del “mundo de ayer” que evocó en su autobiografía.
            Frente a la simplificación de los manuales, estas crónicas, en las que el periodismo se hace alta literatura, nos ayudan a entender mejor una realidad histórica –de ayer o de hoy– en la que no caben los fáciles maniqueísmos. 

lunes, 15 de junio de 2015

El Quijote de Andrés Trapiello


Don Quijote de la Mancha
Miguel de Cervantes
Puesto en castellano actual íntegra y fielmente por Andrés Trapiello

El Quijote resulta, sin duda alguna, un libro peligroso. La lectura continuada de los libros de caballerías volvió loco a su protagonista; si no la lectura, que a nadie hace mal, el estudio o el coleccionismo de ediciones cervantinas tiende a dar en raras formas de delirio y paranoia. El caso más reciente es el del profesor Francisco Calero, autor de un volumen, tan nutrido de erudición como ayuno de ciencia y del más elemental sentido común, en el que “demuestra” que el Quijote de Cervantes y el apócrifo de Avellaneda tienen un mismo autor: Juan Luis Vives (a quien se deberían también el Lazarillo y casi toda la literatura española del siglo de Oro).
            Afortunadamente, nada tiene que ver el nuevo empeño cervantino de Andrés Trapiello con esos disparates, aunque sin duda resulta polémico y solo parcialmente bien encaminado. Tras Al morir don Quijote y El final de Sancho Panza y otras suertes, sus dos continuaciones de la novela, ha querido ofrecérnosla “en castellano actual íntegra y fielmente”.
            Si los lectores franceses, ingleses o rusos, pueden leer el Quijote en francés, inglés o ruso actual y no en el del siglo XVII, ¿por qué no ofrecerles a los lectores de lengua española la oportunidad de hacerlo también en español contemporáneo? Se podría así prescindir de las abundantes notas, innecesarias unas, imprescindibles otras, que acribillan las ediciones comunes.
            Nada que objetar, en principio, a la idea. Pero apenas iniciada la lectura comienzan los reparos. Uno de los humorísticos sonetos del comienzo, “De Solisdán a don Quijote de la Mancha”, está escrito en “fabla”, esto es, en un lenguaje voluntaria y deliberadamente arcaizante. Andrés Trapiello lo pone en castellano contemporáneo, como el resto del libro, eliminando así un efecto estilístico. Tampoco tiene inconveniente en completar los versos de otro de los poemas: “Soy Sancho Panza, escude– / del manchego don Quijo–“. Eliminando un recurso burlesco (los versos “de cabo roto” o  “pies cortados”) que vale lo mismo para el español del siglo XVII que para el del Siglo XXI (“Soy Sancho Panza, escudero / del manchego don Quijote”, escribe Trapiello), parece mostrar tan poco aprecio por la voluntad de Cervantes como por la inteligencia de los lectores.
            Hay dos tipos de arcaísmos en el Quijote: los que resultan ininteligibles para el lector, incluso para el lector culto de hoy en día, y los que no dificultan la lectura (algunos incluso siguen vivos en el habla coloquial de muchas regiones, como ciertas formas verbales o la anteposición del artículo al posesivo). Al “traducir” el Quijote, Trapiello no se limita a los primeros (uno de los más llamativos ejemplos es el “trómpogelas” que se cita en el prólogo) , sino que, como un corrector con exceso de celo, de esos que tanto enfadan a los autores, sustituye “las más noches” por “casi todas las noches”, “buscara” por “hubiera buscado” e incluso, en la parodia del romance de Lanzarote (“Nunca fuera caballero / de damas tan bien servido”) se atreve a modificar el último verso eliminando la rima: “doncellas curaban dél; / princesas, del su rocino” se convierte así en “doncellas cuidaban de él, / princesas, de su rocín”.
            Algunos de esos cambios nos dejan perplejos. “No fue muy dificultoso hallar intérprete semejante, pues aunque le buscara de otra mejor y más antigua lengua le hallara”, escribe Cervantes. Y Trapiello: “no fue muy dificultoso hallar intérprete semejante, pues aunque le hubiera buscado incluso de otra lengua más clásica y antigua lo habría hallado”. Pasen, aunque resulten innecesarios, los cambios en las formas verbales y en el orden de las palabras, pero ¿por qué sustituir “mejor” por “más clásica”? Un cambio innecesario que además parece indicar que el autor se refiere el griego o el latín cuando resulta más probable que se aluda al hebreo, la lengua del Antiguo Testamento, y por eso “mejor” que el árabe.
            El respeto de Andrés Trapiello por las doce palabras iniciales de la novela (“esas que se saben de memoria incluso los que no han leído el Quijote”) lo merecerían bastantes palabras más y sin duda alguna la entera frase inicial: “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor”. Andrés Trapiello sustituye “lanza en astillero” por “lanza ya olvidada”. Si el “astillero” no es más que la percha o el estante donde sostener el asta de las lanzas, ¿a qué viene ese “ya olvidada”, aunque ya no fuera costumbre tener escudos ni lanzas en casa?
            Ciertamente, abundan los tropiezos para el frecuentador del Quijote que se aventura en esta versión. Señalo uno o dos más: “Estaba yo un día en el alcaná de Toledo” escribe Cervantes y Trapiello, que no duda en sustituir “rocino” por “rocín”, deja tal cual ese “alcaná”, arcaísmo ininteligible para el lector actual, e incluso lo utiliza él en el prólogo. Cierto que “alcaná”, como tantos otros arcaísmos, figura en el Diccionario de la Academia, pero también “empero”, bastante más utilizado, que Trapiello no duda en eliminar. El capítulo XVIII de la segunda parte comienza así: “Halló don Quijote ser la casa de don Diego de Miranda ancha como de aldea”, o sea, espaciosa, como suelen ser las casas de los pueblos frente a la estrechez de las ciudades. La versión de Trapiello (“Halló don Quijote la casa de don Diego de Miranda aldeana”), sin ser más clara, empobrece el original.
            Leemos con sobresalto continuo los primeros capítulos de este nuevo Quijote, que no elimina la necesidad de todas las notas, sino solo de las que se refieren al léxico, y a cada paso tenemos la tentación de abrir una buena edición del Quijote original. Pero continuamos la lectura y, sin que nos demos cuenta, ocurre el milagro. Es tal la fuerza de la novela, su transparente magia, que enseguida nos atrapa como si la leyéramos por primera vez, como si no conociéramos el argumento de memoria, y cuando tenemos que interrumpir la lectura estamos deseando volver a ella hasta que la terminamos un poco más sabios y también más humanos, sin acordarnos de si la prosa que estamos leyendo es la que escribió Cervantes o la que retocó Trapiello con benemérita aplicación y acreditada pasión cervantina, pero no siempre con atinado criterio.

            

sábado, 6 de junio de 2015

Alejandro Bekes, clasicismo y exceso


Virgen de proa
Alejandro Bekes
Pre-Textos. Valencia, 2015.

En poesía la obra literaria es el poema, no el libro de poemas. Los grandes poetas españoles de la época clásica –de Garcilaso o Fray Luis a Góngora o Quevedo– no reunieron sus poemas en volumen; esa labor quedó en mano de otros. Pero los libros de poesía contemporánea no son, o no pretenden ser en la mayoría de los casos, una mera recopilación, sino algo más que la suma de sus partes. Cántico, de Jorge Guillén, ejemplifica a la perfección lo que queremos decir. Incluir o no un poema en una recopilación, colocarlo en un lugar o en otro, es también un trabajo estético, que suele hacerlo el propio poeta en funciones de editor y crítico de sí mismo, pero que puede hacerlo una persona distinta (pensemos en las antologías) y que puede hacerse bien o mal.
            En Virgen de proa, el poeta Alejandro Bekes –no solo poeta, también espléndido traductor y estudioso de la literatura– nos parece que no ha hecho del todo bien. Si menos es más, según el famoso dicho que está en la base de la estética minimalista, más resulta a menudo menos: cuatro poemas de estética y contenido muy similares valen menos que uno; no suman, restan.
            Si los cerca de doscientos poemas (algunos agrupados en series) que integran Virgen de proa se hubieran reducido a cuarenta o cincuenta, resultaría más fácil para todos los lectores darse cuenta de que nos encontramos ante uno de los grandes nombres de la poesía contemporánea en lengua española  Un poeta a contracorriente, especialmente a contracorriente de la poesía de su país, Argentina, que ha orillado la tradición clásica, la que representaron poetas como Francisco Luis Bernárdez, tildada de arcaizante y pastichista, para inclinarse por el coloquialismo, la denuncia y las sucesivas vanguardias.
            Alejandro Bekes, que tiene la facilidad verbal de Lugones, que admira a Jorge Luis Borges, cultiva la métrica tradicional con el virtuosismo de cualquier poeta del siglo de Oro. Varios de sus sonetos –abundan en el libro los sonetos y esa no deja de ser una de sus limitaciones– resultan modélicos, como el que comienza “Morir con todo el cuerpo y ser apenas”, que no podrá faltar a partir de ahora en ninguna antología de poesía amorosa, pero buena parte de ellos no pasan de ejercicios retóricos, espléndidos ejercicios a menudo (pensemos en la reiteración anafórica de “Como el fuego que duerme o se despierta” y el cierre del verso final), pero ejercicios al fin y al cabo que van trocando en tedio la inicial admiración del lector.
            El mejor Alejandro Bekes es el de los poemas más intimistas, como el primero de los “Fragmentos de invierno”, que habla del “miedo de morir puro y simple”, o los que evocan al padre –“Canción de cuna”, “La voz que llama a Edipo”– o a la abuela, a la que recuerda en “Aquel viejo mantel” ofreciéndole al niño que fue, en las noches de invierno, “todo lo que después, cuando crecido / deambule por el mundo ha de faltarle”.
            Gusta Alejando Bekes, como los poetas modernistas, de traer al verso toda la parafernalia de la mitología clásica, aunque nunca como mero decorativismo embellecedor, pero el lector prefiere las “Acuarelas” que dibujan estampas de su provincia argentina, y que nos hablan de “la mansísima hondura del gran río / donde el cielo repite su ataraxia”. Ese gran río –-“común, inmemorial camino” se le llama en otro poema– es el Paraná, que Alberti cantó con muy otra intención y estilo.
            Poesía culturalista la de Alejandro Bekes y de ahí las notas finales que nos explican algunas de sus referencias. Pero de poco sirven las notas aclaratorias si el poema no se vale por sí mismo, no nos seduce con la música de sus versos. Ninguna nota necesita el segundo de los sonetos de “Piensa Cervantes” (destacaría más sin el primero, no desdeñable, sin embargo), donde expone su propia poética: “Vivir en otro, y de diversos modos / extraer de mi pobre vida oscura / luz de pasión y brillo de aventura, / porcelana sutil de turbios lodos”.
            “Vivir en otro”: varios de los poemas del libro son monólogos dramáticos. Es el caso de “En el Sussex”, protagonizado por Enrique Granados, que vuelve a España tras su triunfo americano en un barco que será torpedeado por un submarino alemán, o “Sibila insomne”, que tiene todo el empaque de la gran poesía de otra época, de una poesía no apta para el lector apresurado. Lo mismo podríamos decir del leopardiano “Escrito a la luz de la luna”, que atreve con un tema desgastado por el tópico y consigue salir con bien.
            El clasicismo de Alejandro Bekes está a un paso del manierismo y él a veces no evita dar ese paso. “Aquello que te censuren, cultívalo, porque eso eres tú” dice una máxima de Cocteau que Cernuda cita en “Historial de un libro”. El autor de Virgen de proa parece seguir la misma máxima y seguramente debe a ella sus mayores aciertos (los defectos de un poeta no son más que la otra cara de sus virtudes), pero quizá debería tener en cuenta otro precepto clásico: “ne quid nimis”, nada en demasía.