sábado, 29 de julio de 2017

José Luis Cancho, memorias de un subversivo


Los refugios de la memoria
José Luis Cancho
Papeles mínimos ediciones. Madrid, 2017.

Antes de publicar su primer libro, El viajero junto al mar, en 1999, José Luis Cancho ya era un personaje literario. Militante antifranquista desde los diecisiete años, en enero de 1974 cayó desde las ventanas del tercer piso de la comisaría de Valladolid, tras ser minuciosamente torturado. Los disturbios subsiguientes llevaron al cierre de la Universidad.
            Compañero de militancia, y entonces también estudiante en Valladolid, era Andrés Trapiello, quien en su premiada novela El buque fantasma, de 1991, evocó aquellos años de oposición al franquismo desde una perspectiva ridiculizadora y revisionista: “Al final la historia, esa que muchos aún escriben con mayúscula, ha demostrado que más por los pobres y parias del mundo han hecho las Hermanas de la Caridad, incluso las malignas y avinagradas, que todos los comités revolucionarios. Y con menos ruido”.
            La novela de Andrés Trapiello tiene mucho de ajuste de cuentas. De uno de los antifranquistas de entonces, al que llama Gaztelu, dice que “llegó a hacerse famoso por una delación”. En la página 105, es consecuencia del interrogatorio de Billy el Niño, quien “de un guantazo en la boca” le tiró al suelo y le dejó sangrando; en la página 128, en cambio, al volver a esa delación, se nos indica que “en la comisaría Gaztelu, sin que nadie le hubiera puesto la mano encima, cantaba el pobre como su rana hegeliana”. Son las licencias de un novelista cervantino.
            José Luis Cancho en Los refugios de la memoria no se toma ninguna licencia con los hechos. Lento proceso, su última novela, ya convirtió su vida en ficción. Ahora quiere contarla sin literatura. ¿Sin literatura? Digamos mejor sin invenciones, porque el resultado es literatura, espléndida literatura.
            ¿Pero es posible contar sin más la vida? El propio autor lo duda: “Mi intención en este proyecto ha sido escribir una prosa sin filtros, sin disfraces, sin retórica, pero una vez más he vuelto a constatar que no hay escritura posible sin que intervengan algunos de esos elementos”. Y por eso, a pesar de su empeño de que el yo que describe en Los refugios de la memoria “se corresponda en todo al yo real”, finalmente “no es más que una sombra que se me escapa de las manos”. La memoria, por mucho que nos empeñemos en lo contrario, actúa como un novelista.
            No idealiza José Luis Cancho sus tiempos de militante, primero en el Partido Comunista de España (internacional), luego en el Partido de los Trabajadores y en la Joven Guardia Roja. Incluso el acontecimiento que le hizo famoso, la caída desde la ventana de una comisaría, lo refiere sin decidirse por su versión de entonces (lo arrojaron creyéndole muerto) o por la que dio la policía (trató de escapar en un descuido de quienes le custodiaban): “Escribo ‘caí’ y no ‘me tiraron’ porque no recuerdo que alguien me agarrase y me arrojase por la ventana. Lo que sí recuerdo es que pasé de estar toda una tarde con su correspondiente noche siendo golpeados por cuatro miembros de la denominada brigada político-social a estar ingresado en la unidad de cuidados intensivos del hospital de Valladolid”.
            Cuando fue liberado, quiso ir de inmediato a saludar a sus compañeros de la Universidad, pero sus jefes políticos se lo impidieron: le estaban preparando un gran recibimiento, en un mitin multitudinario, y no podía vérsele antes para no atenuar el efecto. La “revolución” tenía también mucho de teatro.
            No insiste José Luis Cancho en los aspectos más melodramáticos de su trayectoria biográfica, no trata de convertirse en un héroe ni en una víctima. Escribe desde la sequedad y la extrañeza. Ya nos lo advierte desde las primeras líneas: “A medida que envejezco mi lengua se empobrece. Me siento en mi propia lengua como el aprendiz de una lengua extranjera”.
            En una tradición literaria tendente al barroquismo y las florituras verbales, se agradece una contención, una sintaxis telegráfica y enumerativa que, paradójicamente, aproximan más de un fragmento al poema en prosa. Samuel Beckett resulta su maestro: “El alcohol y el amor me producen dolor de cabeza. El amor es empalagoso, como un vino demasiado dulce. Mi única pasión es la indiferencia. Escribir desde la perspectiva de un muerto, ese es mi propósito”.
            Menos de cien páginas le bastan para dejar constancia de una vida hecha de renuncias sucesivas: “Había renunciado a militar en el partido. Había renunciado a vivir en mi ciudad natal. Había renunciado a la profesión de maestro. Había renunciado a la vida de nómada. Cada seis o siete años se producía un cambio radical en mi vida”. El último cambio (tras los escarceos en revistas como Los Infolios, junto a Miguel Casado) lo convirtió en novelista autobiográfico en busca de sí mismo.
            Los refugios de la memoria culmina, de impactante manera, su trayectoria de escritor y, si hemos de creerle, será seguido de una nueva renuncia, emulando tardíamente a Rimbaud: “Sueño con desaparecer en un país donde nadie me conozca”.
             
           

            

sábado, 22 de julio de 2017

Luis Bello, una vida española


Luis Bello, cronista de la Edad de Plata
José Miguel González Soriano
Universidad de Salamanca, 2017.

Deja un poso de tristeza la lectura de la vida de Luis Bello (1872-1935), minuciosa y ejemplarmente reconstruida por José Miguel González Soriano. Coetáneo de Azorín y de Baroja, participante en todas las empresas periodísticas y regeneracionista de Ortega, fue un hombre casi siempre desventurado y en segundo plano.
            La efímera fama le llegó cuando comenzó a publicar en El Sol una serie de artículos dedicados a contar sus visitas a las escuelas españolas. Esos artículos, pronto reunidos en libro, siguen sustentando su reconocimiento póstuma. Varias veces reeditados, se inspiran en el espíritu de la Institución Libre de Enseñanza: la revolución debe empezar desde abajo con la mejora de la educación.
            Los cuatro tomos de Viaje por las escuelas de España se publicaron entre 1926 y 1929, en los últimos años de la dictadura y supusieron un decisivo apoyo al estado de ánimo que pronto traería la república, en la que Luis Bello participaría activamente.
            Había nacido en Alba de Tormes, donde su padre desempeñaba funciones judiciales. Pronto sería trasladado a Cangas de Narcea (entonces Cangas de Tineo) y luego a Luarca, localidad en que el niño asistiría a su primera escuela. Seguirían los traslados paternos, pero Luis Bello se trasladó a vivir a Madrid con unos parientes, y madrileño se consideraría.
            Su iniciación política y periodística tienen lugar de la mano de Canalejas. En 1898, es redactor de El Heraldo de Madrid y encargado de la información parlamentaria; asiste así desde dentro a la gestión de la humillante derrota. Desde entonces la historia de su vida se entrelaza con la historia de España, testigo en primera línea de todos los ilusionados empeños de las primeras décadas del siglo XX y de los sucesivos fracasos.
            El libro de González Soriano (con abundante documentación inédita y solo un ligero lapsus: en la página 150 confunde la primera y la segunda edición de La Regenta) supone así un recorrido por la historia y la intrahistoria de España. Nos muestra todas las martingalas del sistema electoral de la Restauración, reconstruye acontecimientos que no han pasado a la gran historia, pero que definen la fisonomía de un tiempo. Los disturbios de Salamanca en 1903, por ejemplo, anticipo de tantos otros posteriores. Años después, en un capítulo de Viaje por las escuelas de España, recordará Luis Bello su primera visita a Salamanca: “Habían matado miserablemente a dos alumnos dentro de la Universidad, y llegue, como periodista, a tiempo de ver sus cadáveres atravesados a balazos”. En la protesta por esas muertes, los estudiantes se reunieron y fueron a apedrear el edificio del gobierno civil; el rector, Miguel de Unamuno, para evitar más muertes, se subió a las gradas para calmarles, sin miedo a las piedras (alguna le rozó). Uno de los estudiantes muertos a balazos por la guardia civil se llamaba premonitoriamente Federico García y se había asomado a una ventana del aula para ver lo que pasaba.
            Testigo fue también Luis Bello del rescate de los prisioneros que habían quedado en manos de Abd-el-Krim tras el desastre de Annual. Acompañó al empresario vasco Echevarrieta hasta la playa de Axdir para informar del acontecimiento. Enterado de lo que se había tenido que pagar a cambio de aquellos maltratados y humillados soldados españoles, cuentan que Alfonso XIII (accionista de sustanciosas empresas en el Protectorado) exclamó: “¡Qué cara está la carne de gallina!”
            Esta vida de Luis Bello puede considerarse como una sintética enciclopedia de la vida española durante el primer tercio del siglo XX, a la vez tan lejana y tan cercana a nosotros.
            A Luis Bello, en agradecimiento a su Viaje por las escuelas de España, a su elogio del magisterio y a su empeño por mejorar la educación de los pueblos más remotos, se le regalaría una casa por suscripción popular. Tenía siete hijos, vivía precariamente, aunque era uno de los primeros periodistas de España. Cuando murió, muy pocos años después, esa casa ya no era suya: había tenido que venderla para pagar los gastos de una campaña electoral, con el partido de Azaña, en la que no había sido elegido. Lo sería poco después, al quedar una vacante en Madrid, y como diputado por Madrid presidió la comisión del Estatuto de Cataluña. Su actuación le valió toda clase de insultos por parte de la derecha. Las discusiones de entonces todavía resultan ilustrativas hoy.
            La aprobación de ese Estatuto fue el mayor momento de gloria para Luis Bello, que acompañó a Manuel Azaña en el recibimiento apoteósico que tendría lugar en Barcelona. Muy poco después, tras los acontecimientos del 34, ambos serían encarcelados.
            No tuvo tiempo de ver la catástrofe del 36. Murió, esperanzado, pocos días después de asistir al mitin de octubre de 1935 en el campo de Comillas, donde Azaña logró reunir a cientos de miles de personas. El triunfo estaba cerca, pero él no lo vería. Ni, afortunadamente, lo que vendría después.
            Pero aunque participó en política, Luis Bello fue sobre todo periodista: colaboró en toda la prensa importante de su tiempo, de El Imparcial a El Sol, dirigió durante dos años El Liberal, de Bilbao (donde coincidió con Indalecio Prieto), fue uno de los principales redactores de La Esfera, fundó la Revista de Libros, Europa, Política y otras publicaciones de gran ambición intelectual pero de muy corta vida por motivos económicos.
            El fracaso de Luis Bello –un hombre de quijotesca apariencia que no duró en arremeter contra todos los gigantes o molinos de viento que se le aparecían en el camino– fue el fracaso de una generación y de la manera más noble de ejercer política y periodismo.   

sábado, 15 de julio de 2017

Poesía, devoción y mixtificación


¿En qué estabas pensando?
Antología de la poesía devocional de la India, siglos V-XIX
Jesús Aguado
Fondo de Cultura Económica. Madrid, 2017.

De la poesía devocional India lleva el poeta Jesús Aguado ocupándose desde hace de treinta años. En 2007, le dedicó ya una espléndida antología, que ahora corrige y amplía. La anterior selección reunía a cincuenta poetas de entre los siglos V y XIX; la nueva, a casi un centenar.
            Varios de esos autores son considerados santos en sus respectivas comunidades religiosas y sus poemas siguen siendo rezados o cantados y alcanzan hoy una insólita difusión gracias a Internet. La mayoría de ellos profesan el hinduismo, pero hay también musulmanes, budistas y jainistas, como muestra de la pluralidad religiosa de la India.
            Los textos originales están escritos en decenas de lenguas y muchas veces en una variante arcaica. Jesús Aguado, a pesar de haber vivido en la India (es autor de La astucia del vacío, un diario de su estancia en Benarés), traduce los poemas fundamentalmente del inglés, aunque también del francés o del italiano.
            ¿Le quita eso valor a su libro? Quizá para los especialistas, pero no para los lectores de poesía. ¿En qué estabas pensando? (título quizá poco afortunado) es, antes que ninguna otra cosa, literatura, espléndida literatura. Para leerlo con provecho, como para leer a San Juan de la Cruz, no es necesario participar de las creencias de sus autores, ni siquiera en su ecléctica versión contemporánea que tantos adeptos cuenta en el mundo occidental: “La tierra destrozada / por sus pies retumbantes. / Su corona hace añicos las estrellas. / Cuando extiende sus manos / ruedan mundos. / Desfallece la Tierra. / Los molinetes de sus brazos / dejan contusionados los planetas. / Y con la punta del cabello roza / el último rincón del Universo. / Cuando, como este día, / decides proteger el mundo, / oh Señor de los Ríos que se Encuentran, / te pones a danzar” (Basavanna).
            Muchos de estos textos nos sorprenden por su modernidad: podrían haber sido escritos hoy mismo. Y eso nos hace dudar de si son traducciones, aunque indirectas, o libérrimas recreaciones y de si no se habrá deslizado entre ellos algún apócrifo.
            Las notas biográficas, tan imprecisas como sugerentes, acentúan esa impresión. Del poeta Dhiro se nos dice: “Siglo XVIII. Escribió en gujarati. Tenía una manera curiosa de dar a conocer sus poemas: una vez terminados los introducía en el hueco de una caña de bambú y luego lanzaba esta al río que conectaba su aldea con otras vecinas. Sus obras ofrecen una síntesis de la filosofía vedanta”. Copio uno de sus poemas: “Una brizna de hierba: / detrás una montaña, / pero nadie la ve”. Otro ejemplo: “Si intentas navegar / en un barco de piedra, / sin importar que seas / un remero excelente, / os hundiréis los dos / hasta lo más profundo”.     
            Jesús Aguado nos ofrece al final del libro una extensa bibliografía, pero sirve de poco cuando dudamos de la existencia de un autor o de la autoría de un determinado poema. Al final de cada ficha biográfica debería aparecer una referencia bibliográfica precisa que nos indicara dónde podemos encontrar los textos originales.
            Generalmente, Aguado prefiere no dar fechas concretas de los autores y se limita a situarlos en un siglo. Cuando las da, como en el caso de la poeta Tarigonda Venkamamba (sus canciones pueden escucharse en youtube), las suyas, 1800-1866, no coinciden con las que encontramos en otras fuentes: 1730-1817.
            Aunque haya mucha erudición detrás, este libro no deber ser leído como obra de erudición y las biografías de algunos autores deben leerse con la misma suspensión de la incredulidad que las vidas de los santos milagreros. Ramalinga Swamy (1823-1874) “forzado a casarse, se pasó la noche de bodas leyéndole a su mujer un texto religioso. Curaba leprosos y ciegos con cenizas consagradas. Se dice que su cuerpo resplandecía tanto (poseer un cuerpo dorado es uno de los atributos de los siddhas) que nunca pudo ser fotografiado, algo que se intentó hasta en ocho ocasiones. El treinta de enero de 1874 anunció, en el que sería su último discurso, que ese día entraría en samadhi. Se introdujo en su cuarto, se tendió en una alfombra y pidió que cerraran la puerta por fuera. Como había anunciado, nunca más fue visto. Porque, a pesar de que se inició una investigación policial, de la que se derivaron varios informes, su cadáver desapareció para siempre”.
            Un misterio digno de Sherlock Holmes, ciertamente, y sin embargo no se trata de ninguna ficción, como pudiera pensarse; al lector curioso le resultará fácil encontrar más datos sobre Ramalinga.
            Algo de libro de autoayuda tiene también este libro fascinante: “Si sabes que estás vivo / saca jugo a tu vida. / La vida es de esa clase de invitados / que nunca le visita a uno dos veces” (Kabir).
            ¿En qué estabas pensando? entremezcla devoción y mixtificación, rezos de ayer e inquietudes de siempre. Teología como una rama de la literatura fantástica y erudición como un disfraz de la literatura.

            

sábado, 8 de julio de 2017

María Belmonte, la mirada ilustrada


María Belmonte
Los senderos del mar
Acantilado. Barcelona, 2017.

Desde el Viaje alrededor de mi cuarto, de Xavier de Maistre, sabemos que el interés de un viaje –y de un libro de viajes– no depende del número de kilómetros ni del exotismos de los países que se visiten. María Belmonte, nacida en Bilbao, recorre a pie los ciento cincuenta kilómetros que separan su ciudad natal de Biarritz, y ni siquiera lo hace de un tirón, sino en varias jornadas separadas en el tiempo. Sin embargo, el libro en que nos lo cuenta es una pequeña obra maestra que no podemos dejar de leer, que nos enseña a mirar el mundo de otra manera.
            ¿Cómo lo consigue? Camina por la orilla del mar (el mar es el gran protagonista del libro), pero no se limita a describir lo que ve y a narrarnos las anécdotas del camino. La suya es una mirada ilustrada. En un grano de arena –como quería Blake– sabe ver un mundo; las rocas le cuentan la historia del universo.
            María Belmonte, antes de emprender el viaje, se ha pertrechado bien intelectualmente. Una breve historia de casi todo es el título de un libro de Bill Bryson que cita a menudo; podía ser también el título de su obra, en la que nos encontramos con fascinantes biografías de los pioneros de la geología, con la historia del surf o de los baños de mar, con páginas dedicadas a la fascinación de los faros o a los viajes de los balleneros vascos por las aguas del Mar del Norte.
            Algo de sintética enciclopedia tiene este libro, de corte didácticamente dieciochesco, pero el arte de la autora hace que nunca canse: nos da una lección como quien cuenta un cuento, su curiosidad insaciable lo convierte todo en aventura personal.
            Los senderos del mar nos descubre la poesía de la ciencia, pero María Belmonte nunca incurre en empalagosos lirismos y eso hace más emocionantes sus reflexiones. Tras recorrer la playa de Itzurun, escribe: “A modo de despedida, deslicé mi mano por los estratos, eones de tiempo comprimidos en centímetros de tiempo por las fraguas internas de la Tierra. Y mientras me alejaba de aquel majestuoso escenario se me ocurrió pensar que dentro de millones de años –casi un parpadeo a escala de tiempo geológico– todo lo que constituye nuestro mundo, incluidos nosotros los humanos, los sonetos de Shakespeare, los rascacielos de Manhattan, las pirámides, Santa María del Fiore, los teléfonos móviles, los residuos nucleares, los tigres y las ballenas, las luciérnagas…, todo estará reducido a unos estratos de roca de unos centímetros de espesor como lo está ahora la apacible época jurásica en la que medraron los dinosaurios”.
            Geología y elegía, costumbrismo y magia. María Belmonte no tiene inconveniente en hacer excepciones en su viaje a pie (a veces se sube a un autobús) o en desviarse de su camino para conocer a un personaje que la interesa especialmente, como cuando se acerca a Leitza, en las laderas de la sierra de Aralar. Va hasta allí para encontrarse con Iñaki Perurena, levantador de piedras, que ha creado un museo dedicado a ese peculiar deporte. Y reproduce un poema suyo, “Hablando con la piedra”, que es un fascinante poema de amor: “Cuántas horas, días y años / pensando en ti, unido a ti. / He oído que no estás viva, / que eres fría, pesada, oscura… / Pero mi contacto te despierta, mis caricias te avivan, / te vuelves ligera entre mis brazos y te elevas sobre mis hombros. / Mi piedra querida”.
            Los territorios que recorre María Belmonte no solo guardan ecos de la historia del mundo, también de su propia historia: en ellos transcurrieron su infancia y su adolescencia. Por eso este libro tiene también mucho de autobiografía y de autorretrato, aunque sin ningún exceso narcisista. No ignora que el secreto de aburrir, según las repetidas palabras de Voltaire, es contarlo todo. Ella, que tanto gusta de hablar de tantas cosas, de sí misma solo da los datos imprescindibles para que la sintamos como una acompañante cercana.
            Nada extraordinario sucede en este viaje, que no pretende establecer ningún record, que parece estar al alcance de cualquiera, pero a cada instante ocurren maravillas: “No llevaba ni cinco minutos cómodamente instalada y dispuesta a disfrutar plácidamente del resto de la tarde cuando un arcoíris se desplegó, inmenso, desde la costa hasta perderse en el fondo del mar. Un semicírculo perfecto de vivos colores con ese misterioso contraste entre un espacio interior luminoso y una franja exterior oscura. La lucha entre la luz y las tinieblas. Por muchas veces que uno haya visto un arcoíris, el espectáculo siempre le pilla desprevenido. Aunque más o menos sepamos la explicación científica, su visión nunca deja de cautivarnos. Si avanzamos hacia él, se alejará de nosotros. Tampoco podemos tocarlo, ni olerlo, ni colocarnos debajo de él, ni alcanzar sus extremos”.
            La mitología, la etimología, la botánica, la literatura, la pintura, los recuerdos familiares: de todo echa mano María Belmonte para enseñarnos a ver, porque los ojos "no ven, saben", como afirmó Jorge Guillén; de ahí que “nuestra respuesta al paisaje está determinada por la cultura y ha ido cambiando a lo largo de los siglos".
            Los senderos del mar nos hace más sabios y nos anima a preparar la mochila y salir al camino para descubrir nuestro entorno más cercano, no menos enigmático que las antípodas. ¿Qué más se puede pedir a un libro de viajes?

sábado, 1 de julio de 2017

Spender, Isherwood, Auden: los ingleses en el extranjero


Diario de Sintra
S. Spender, C. Isherwood, W. H. Auden
Edición de Matthew Spender
Traducción de David Paradela
Gallo Nero. Madrid, 2017.

Lo que parece más natural en el ser humano, como formar una pareja, es también una cuestión cultural. Las relaciones homosexuales son tan antiguas como la humanidad, pero las parejas estables entre personas del mismo sexo son un invento del siglo XX, aunque, como en todo, puedan encontrarse antecedentes.
            Los hombres que amaban a otros hombres, si querían formar una familia, buscaban una mujer, y no solo por presión social (o no solo por presión externa: para ellos mismos parecía imposible una relación sentimental estable –un matrimonio, tuviera reconocimiento legal o no– entre personas del mismo sexo).
            Los escritores ingleses de los años treinta que protagonizan Diario de Sintra, un volumen preparado por el hijo de uno de ellos, Mattheu Spender, ejemplifican muy adecuadamente estas cuestiones.
            Adelantemos que, si el título resulta engañoso, la nota de la contraportada es errónea. Dice así: “En 1935, W. H. Auden, Christopher Isherwood y Stephen Spender, los tres escritores ingleses más importantes de su generación, llegan a Sintra, antigua capital de Portugal. Su idea es alquilar una casa grande donde poder vivir todos juntos para siempre. En la localidad lusa se dedican a escribir y a conversar, y mantienen un diario común de diciembre de 1935 a agosto de 1936 en el cual todos son responsables de contar historias y anotar sus observaciones”.
            Pero quienes se embarcan en Amberes con destino a Portugal son Isherwood y Spender, acompañados de sus amantes, Tony Hyndman y Heinz Neddermayer. Han vivido en la liberal república de Weimar, de la que los expulsó el nazismo, y la puritana y convencional Inglaterra se les hace insoportable. En el barco comienzan a escribir un diario a tres manos (Heinz, un chico de la calle, carece de conocimientos literarios). Ese diario termina en enero del 36.
            Pero el diario común, que permanecería inédito, es solo una parte de este Diario de Sintra, en el que también encontramos fragmentos de los diarios privados de Isherwood y Spender, junto con los de otros personajes que conocieron en Portugal, y abundantes fragmentos de su correspondencia. De Auden, quien llegó posteriormente a Sintra, solo se incluye una posdata de línea y media y una carta de poco más de diez, a pesar de que figura como autor en la portada. Tampoco Sintra fue nunca la capital de Portugal y las notas, tomadas de la edición italiana según se nos indica, dejan a veces mucho que desear: “El dictador Salazar, llegado hacía poco al poder –leemos en la página 79–, se mantuvo en el cargo hasta su muerte, en 1962”. Pero ni en 1935 hacía poco que Salazar había llegado al poder, ni se mantuvo en el cargo hasta su muerte (le sucedió Marcelo Caetano) ni murió en 1962, sino en 1970.
            El error de la contraportada resulta, sin embargo, útil: al repetirlo los suplementos que hablan del libro –Babelia, por ejemplo– nos advierte del poco caso que debemos hacer a las recomendaciones de los suplementos culturales, que en buena medida siguen practicando la “crítica solapada”, el corta y pega de la publicidad editorial.
            Diario de Sintra resulta apasionante por muchos conceptos. Los ingleses en el extranjero, aunque sean escritores progresistas, adoptan una posición de superioridad. Se relacionan fundamentalmente con otros compatriotas. De Portugal, a estos jóvenes escritores progresistas, solo les interesa el paisaje, el clima y lo barato que está todo. Algún mayor interés mostrará Spender por la realidad española: viajará a Barcelona, conocerá a Marià Manent, tendrá noticia de la poesía de Lorca. En abril de 1936 le escribe a Isherwod: “Aquí hasta los políticos son interesantes, se parecen a los irlandeses, por aquello de la perpetua pugna entre castellanos y catalanes. Ayer conocimos a Companys y a varios miembros del parlamento, que parecían buena gente. Acaban de salir de la cárcel, donde han pasado dieciocho meses”. La colonia inglesa “habla de los españoles, y sobre todo de los catalanes, como los colonizadores de los indígenas”.
            Las relaciones de Spender e Isherwood con sus amantes son muy diversas. El primero trata de poner a Tony Hyndman a su nivel: dirige sus lecturas, le hace escribir en el diario común (Hyndman participa en la guerra civil española y es autor de algún poema no enteramente desdeñable); el segundo, en cambio, no intenta nunca integrar a Heinz en la conversación común y lo trata “como a un perro al que quiere, pero que debe quedarse junto al fuego y no dar problemas”.
            De Tony Hyndman (aunque ocultando su verdadero nombre) habla ampliamente Spender en sus memorias, Un mundo dentro del mundo, quizá lo que menos ha envejecido de su obra. Al lector actual –se publicaron en 1951– le sorprende la mezcla de franqueza y veladuras sobre las relaciones homosexuales: “No quería vivir solo ni pensaba en casarme. Mi ánimo era el de las personas que ponen un anuncio en el periódico para pedir compañía. Solía preguntar a mis amigos si tenían algún amigo que me conviniera. De modo que cuando conocí por azar a un joven desempleado que se llamaba Jimmy Younger, le pedí que se fuera a mi piso y trabajara para mí”. Las prestaciones sexuales parece que iban incluidas en ese contrato de trabajo, como las de los señoritos con las criadas. Medio en broma, medio en serio, Auden se quejaba en 1947 de que en Estados Unidos no hubiera “una tradición feudal” como en Europa: “Yo pienso que, si le pido a un miembro de una clase inferior que se vaya a la cama conmigo, este tiene el deber de hacerlo”.
            Matthew Spender ha armado, con material disperso, una novela psicológica tan sugerente por lo que calla como por lo que dice. Buena parte de las tensiones del siglo XX se encuentran reunidas en estas páginas de no ficción como en un microcosmos.