martes, 31 de diciembre de 2013

Otro Kavafis, el Kavafis mejor

Los 154 poemes
K. P. Kavafis
Versión asturiana, entamu y notes de Xosé Gago
Saltadera. Oviedo, 2013

Hay poetas que son solo de una literatura, de una lengua y poetas que lo son de todas. Un ejemplo, por limitarnos al siglo XX, lo constituye Kavafis; otro, Pessoa. Sin ellos, no se entendería la poesía española de los años setenta y ochenta, la poesía actual, no sería lo que es.
            En Grecia, en Portugal. tardó en entenderse el carácter especial de ambos autores y quizá nunca se ha entendido por completo; tampoco la comprenden los especialistas en ambas literaturas, empeñados con frecuencia en ofrecernos otros nombres, en su opinión de no menor calidad e incluso superiores, pero que raramente funcionan fuera del ámbito académico, donde no suelen abundar, contra lo que pudiera parecer, los lectores con sensibilidad literaria.
            Kavafis y Pessoa, contra lo que pudiera parecer, tienen mucho en común, aunque uno se centrara en unos pocos poemas que fue reelaborando a lo largo de su vida y el otro se dispersara en muchos nombres y en una obra de apariencia inabarcable.
            La educación de los dos era fundamentalmente inglesa, conocían esa lengua tan bien como la propia, desempeñaron oscuros trabajos, resultaron desconocidos en vida, salvo por unos pocos avisados. “Los poetas no tienen biografía; su propia obra es su biografía”, escribió Octavio Paz a propósito de Pessoa, mientras que Seferis llegó a afirmar que “fuera de su poesía, apenas tiene Kavafis interés”.
            También Kavafis, como Pessoa, a pesar de que dejó su obra lista para ser publicada, ha sido víctima de la pasión de los eruditos por confundir la obra literaria, por no distinguir entre borrador y poema, por el afán de considerar el texto literario solo como un pretexto para sus notas y variantes. Así, Pedro Bádenas de la Peña, en una de las varias introducciones a la Poesía completa de Kavafis, llega a afirmar que su conocimiento e influencia dependieron demasiado tiempo “de los famosos 154 poemas” y que hoy “es ya un hecho la aceptación de que la producción ‘no canónica’ de Cavafis tiene tanta o más importancia que la selección que en vida hiciera el autor”.
            Afortunadamente, Xosé Gago opina de otra manera. Su edición de Kavafis lo proclama desde el título: Los 154 poemes, exactamente los mismos que aparecieron en la princeps de 1935, póstuma pero realizada de acuerdo con las indicaciones del autor, muy preocupado por dejar su obra en estado de revista para la posteridad.
            No abundan ni en español ni en las otras lenguas peninsulares las ediciones de la poesía de Kavafis en edición bilingüe y de acuerdo con la voluntad autorial. Las ediciones en castellano no suelen ser bilingües (Pedro Bádenas de la Peña llega a afirmar que “se ha abandonado prácticamente esa modalidad editorial”) y raramente, como en el caso de Ramón Irigoyen, se ajustan a los poemas canónicos.
            El prólogo de Xosé Gago no se limita a resumir lo consabido, está escrito con información de primera mano, resume bien la vida de Kavafis, ofrece iluminadoras calas sobre su poesía y sobre la dificultad que tuvo para hacerse camino entre los poetas de su tiempo. Lo que él escribía no parecía poesía. Seferis llegó a afirmar que “se sitúa en el límite en que la poesía se despoja a sí misma para convertirse en prosa”. Era un poeta que conocía bien la tradición de su lengua, pero que inauguraba otra tradición; se le vio como un poeta extranjero, un poeta inglés que escribía en griego.
            Kavafis estuvo muy ligado a las polémicas lingüísticas de la Grecia moderna. Escribía en una lengua milenaria, pero de alguna manera tuvo que inventar su lenguaje: una mezcla del habla de la calle y de la lengua de los libros, que casi era una lengua muerta. Ciertas polémicas en relación con el asturiano literario no le habrían resultado extrañas.
            Pero la poesía de Kavafis está más allá de las concretas palabras en que fue escrita, como la de todo verdadero poeta. La poesía se hace con palabras, pero si es verdadera poesía puede pasar de las palabras de una lengua a la de otra sin perder nada esencial.
            Nada esencial ha perdido Kavafis en esta precisa versión al asturiano a pesar de que, como afirmó Auden, “el elemento más original de su estilo, la mezcla en el vocabulario y en la sintaxis del griego demótico y el de los puristas, es intraducible”.
            Xosé Gago es poeta (aunque haya publicado poco) y a la vez un especialista en la lengua y la literatura griegas. Como buen especialista, desprecia a los aficionados, a los que se atreven a publicar versiones de Kavafis sin conocer adecuadamente la lengua del original. Especialmente injusto se muestra con Marguerite Yourcenar, a quien se debe la consagración definitiva del poeta en Francia, a pesar de que “les traducciones de la Yourcenar (que nun sabía griegu), en prosa –en prosa burocrática, podríemos decir– son un crime de lesa poesía. Pero como yera mui famosa, después de la publicación de les Memories d’Hadriano, eso benefició la conocencia de la obra de Kavafis en Francia, con aquella traducción y too”.
            Cierto que Marguerite Yourcenar no conocía adecuadamente el griego moderno, pero su traducción estaba hecha en colaboración con Constantino Dimaras, que había conocido personalmente al poeta. En la biografía de Josyane Savigneau sobre la escritora cuenta cómo se llevó a cabo el trabajo: “Yo le hacía la traducción palabra por palabra y ella la ‘arreglaba’. A veces, el tono se alteraba entre nosotros ya que cada cual defendía su posición. Marguerite quería escribir con un estilo perfecto en francés. Yo no tenía nada contra eso, naturalmente, pero quería que la traducción fuera exacta. La traducción que ella y yo hicimos de Kavafis no se aleja mucho de esos principios, salvo en algunos pasajes en que ella insistió mucho y yo cedí”.
            Nada de “prosa burocrática” por lo tanto. Y olvida Gago que el título del libro es Présentation critique de Constantin Cavafy 1866-1933, suivie d’une traduction intégrale de ses Poèmes, olvida que se trata no solo de una traducción sino también de un espléndido ensayo sobre su vida y su obra.
            Ni siquiera menciona Xosé Gago a los primeros traductores de Kavafis al español, a los que se debe buena parte de su prestigio entre nosotros, a José Ángel Valente, el pionero, y a José María Álvarez, el más difundido. Valente, en colaboración con Elena Vidal, publicó el primer poema de Kavafis en 1962, el mismo año en que aparecieron las traducciones catalanas de Carles Riba, y sus Treinta poemas, de 1971, influyeron decisivamente en la poesía novísima.
            Reparos menores a un libro que es en sí mismo un monumento “aere perennius”, más duradero que el bronce, como quería Horacio, y que difícilmente encuentra par en las ediciones de Kavafis en lengua española. Por eso sería de desear que, como hizo Joan Ferraté con sus versiones al catalán, el propio Xosé Gago preparara una edición de los 154 poemas canónicos en castellano. Muchos lectores, incluso en Asturias, se lo agradecerían.

martes, 24 de diciembre de 2013

Con Picasso y sin Picasso. Vida y muerte de Dora Maar

Dora Maar. Prisionera de la mirada
Alicia Dujovne Ortiz
Vaso Roto. Madrid-México, 2013

Las mujeres de Picasso constituyen casi un género literario entre el vodevil, el melodrama y la tragedia griega. “Picasso tenía energía de sobra y tiempo para todo”, escribe Alicia Dujovne Ortiz. “Para crear sobre pintura o sobre piedra, pero también sobre carne tibia. Sus mujeres eran obras. Se comportaba con ellas como un director de teatro. O como Dios, cuya adicción a los efectos teatrales es pública y notoria”.
            Menos de diez años de su larga vida (1907-1997) estuvo ligada Henriette Théodora Markovitch, que cambió su nombre por el de Dora Maar, con Pablo Ruiz Picasso, pero toda su vida anterior parece solo una preparación para ese encuentro y las cuatro décadas posteriores un dilatado epílogo que puede compendiarse en pocas líneas.
            Dora Maar había nacido en Francia, hija de un arquitecto croata, pero pasó su infancia en la Argentina de las primeras décadas del siglo XX, cuando era “el país del futuro”. En Buenos Aires dejó su padre algunos monumentales edificios, de fantasioso historicismo, que aún hoy contribuyen al peculiar perfil de la ciudad. Volvió a Francia en los años veinte. Antes de conocer a Picasso se relacionó con la inquieta vanguardia del momento, posó para los más destacados fotógrafos, como Man Ray, y ella misma se convirtió en una destacada fotógrafa. Tenía una belleza hierática y exótica, que fascinó a muchos, entre ellos a Georges Bataille, el autor de la Historia del ojo, que por entonces había formado una sociedad secreta de carácter erótico que planeaba incluso hacer sacrificios humanos. Un aura de escándalo rodeaba a la joven Dora Maar cuando en 1935 conoció a Picasso, ya entonces una especie dios que trocaba en oro todo lo que tocaba.
            Alicia Dujovne Ortiz, argentina que ha residido largos años en Francia, compara el primer encuentro de Dora con Picasso con el de Eva y Perón. Ambos fueron previamente decididos y minuciosamente planificados por las dos mujeres. Para seducir a Picasso recurrió Dora a un ritual peligroso aprendido de los surrealistas: con un pequeño cuchillo fue silueteando su mano sobre una de las mesas del café de Flore. No pestañeó, aunque alguna vez se hizo sangre. Picasso le pidió como regalo uno de sus guantes manchado de sangre.
            Si Dora anticipó el comportamiento de Evita, el depredador Picasso preludiaba a Perón y a tantos dictadores latinoamericanos. En 1945, liberado París, se había convertido en un héroe al que todo el mundo quería conocer (y eso a pesar de que su comportamiento durante la ocupación estuvo más cerca del colaboracionismo que de la resistencia). Se había afiliado al partido comunista y entre sus visitantes habituales había “jovencitas del partido o jovencitas burguesas” que iban a su casa en busca de un autógrafo “y salían con el regusto dulce o amargo de una iniciación sexual”. Sus amigos no tenían inconveniente en hacer labores de celestinaje, como ocurrió con Geneviève Laporte: “Tenía diecisiete años y era la presidenta del Frente Nacional de Estudiantes del Lycée Fénelon. La trajo un Éluard siempre atento a los deseos del maestro”. La única diferencia con Perón consistiría “en que las chicas de la Unión de Estudiantes Secundarios de la Argentina eran traídas a su presencia por un par de ministros rastreros y no por un poeta”.
            De la enigmática Dora Maar ya contamos con una biografía minuciosa, la de Victoria Combalía, publicada en 2002, pero Alicia Dujovne añade multitud de pequeños detalles y nos cuenta lo que ya sabíamos de otra manera en esta obra que apareció inicialmente en versión francesa (Grasset, 2003). De vez en cuando hace acto de presencia para referirnos las peripecias de su investigación, pero no se convierte, como ocurre a menudo, en una protagonista más. Es sin embargo consciente de que “no hay biógrafo que no se busque a sí mismo en su personaje”.
            No sale muy favorecido Picasso de esta biografía, en la que ocupa buena parte de sus páginas aunque tan poco tiempo ocupara en la vida de Dora. ¿Hablaríamos hoy de ella si no hubiera sido por esa relación? Probablemente no, aunque eso resultara injusto. Antes de conocer a Picasso, Dora Maar ya era alguien en el campo de la fotografía; después ya no fue nadie, solo una mujer despechada que había sido una de las musas del genio.
            En los primeros años cuarenta, el carácter de Dora Maar se fue haciendo más complicado. Picasso se había cansado de su juguete y ella lo sabía. Comenzó a delirar, a perder el sentido de la realidad. Recibió tratamientos de electroschock en la clínica que tenía como médico residente a Jacques Lacan, amigo suyo y de Picasso. No sale muy bien parado el famoso psicoanalista de las páginas de esta biografía. El más famoso enfermo tratado con esa técnica por aquellas fechas fue Antonin Artaud. Alicia Dujovne no duda en comparar esas brutales prácticas, que anulaban al enfermo, con los procedimientos de los regimenes totalitarios: “El horror del nazismo acaso haya consistido también en sembrar su semilla allí donde menos podría imaginarse, entre artistas liberados ‘de toda ley moral’, como decía Souvarine, y entre científicos fascinados por sus experimentos”. Sin duda, añade, Lacan no era Mengele (aunque solo fuera capaz de ver en los enfermos “lo que confirmaba sus hipótesis”), pero las cartas de Artaud “podrían llevar la firma de una víctima de Auschwitz”.
            Dora Maar, sin Picasso, trató un tiempo de subsistir como artista; se dedicó a la pintura, a la escultura, pero esa solo un pálido reflejo del maestro. No tardó en declararse vencida. Se retiró a su apartamento, se negó a ver a nadie, se fue haciendo cada vez más conservadora, religiosa, antisemita, huraña y tacaña. Vivió miserablemente los últimos años de su vida, recurriendo a los servicios sociales, aunque era dueña de una gran fortuna. La subasta de sus bienes, en 1999, adquirió notoriedad mundial. Y no está muy claro que quienes subastaron los picassos y los recuerdos de Picasso que Dora Maar guardaba tuvieran el derecho de hacerlo (se habla de un testamento desaparecido). Pero esa es otra novela, que merecería otro libro tan bien documentado y tan bien narrado como este.

            

miércoles, 18 de diciembre de 2013

Ramón Pérez de Ayala: Viajes, teorías. palinodias y desengaños

Viajes. Crónicas e impresiones
Ramón Pérez de Ayala
Selección y prólogo de Juan Pérez de Ayala
Fundación Banco de Santander. Madrid, 2013

Al contrario que Baroja, no es Pérez de Ayala un escritor simpático para la mayoría de los lectores. No lo ha sido nunca. Y no solo el escritor, tampoco la persona. Del primero molestaba un tanto su afectación estilística y su pedantería; del segundo, menos los cambios ideológicos que la interesada razón que se adivinaba casi siempre detrás.
            Hay algo de trágico en la trayectoria vital de Pérez de Ayala. A los cincuenta años, con la proclamación de la República, parecían haberse hecho realidad todos sus sueños. No solo era uno de los escritores más admirados del momento, sino que su labor intelectual había sido decisiva en el cambio de régimen y este le premiaba concediéndole el cargo político que siempre había ambicionado: la embajada en Londres.
            Pero aún le quedaban por vivir otros treinta años y todos ellos fueron cuesta abajo. Desde los inicios de la guerra civil, tomó partido por los sublevados. Hizo cuando estuvo en su mano para ayudarles a ganar la guerra, pero estos no le perdonaron nunca su pasado republicano. Producen sonrojo sus continuos elogios al nuevo régimen, un régimen que censuraba sus obras, que apenas toleró que cruzara España en 1940 para embarcarse hacia Argentina (fue insultado públicamente en alguna ocasión).
            En el exilio siguió pidiendo perdón una y otra vez, pero lo más que logró fueron algunas pequeñas prebendas de la embajada franquista. Antes de regresar definitivamente a España en 1954, ya vencido y hundido por diversas desgracias familiares, volvió fugazmente en 1949 y trató de entrevistarse personalmente con Franco para explicarle su caso; Franco se negó a recibirle.
            Es bien sabido que la obra narrativa de Pérez de Ayala concluyó antes de que comenzara su carrera política, su acaparamiento de cargos durante la República (fue, simultáneamente, embajador en Londres, director del museo del Prado y diputado por Asturias). También lo más válido de su labor como ensayista terminó por entonces. Cierto que después siguió colaborando en la prensa argentina, asiduamente en los primeros años cuarenta, con cada vez mayor parquedad después, pero era ya una sombra de lo que había sido, casi una caricatura, como demuestra el Pérez de Ayala final de las “terceras” de Abc, en las que recicló muchos de aquellos antiguos textos.
            Las dos partes en la vida y en la obra de Pérez de Ayala quedan bien patentes en la antología de sus artículos viajeros que ha preparado Juan Pérez de Ayala, nieto del escritor. En el prólogo, nos ofrece algunos datos inéditos de la vida del escritor en Argentina, la etapa más desconocida de su biografía. Completan los que nos proporciona Florencio Friera en su fundamental Ramón Pérez de Ayala, testigo de su tiempo.
            Comienza la antología con las crónicas de su primer viaje a Inglaterra, en 1907, reunidas tardíamente en los volúmenes Tributo a Inglaterra, de 1963, y Crónicas londinenses, de 1985. El tiempo no les ha restado nada de su agilidad intelectual ni de su gracia costumbrista; por el contrario, les ha acrecentado su encanto, como a las viejas fotografías. Nos hace sonreír su elogio de un raro deporte, llamado football, que en aquellas fechas se pretende introducir en las escuelas inglesas por su valor educativo: “La verdadera pedagogía debe cuidarse más del football que de los tratados de ética, y no porque desdeñe la ética, sino porque el mejor tratado es un partido de football. El mundo no es otra cosa que una permanente lucha por la existencia, esa gran pelota llena de aire que con tanta facilidad se disipa. El football es la lucha por una pequeña pelota, es un compendiado trasunto de la vida universal”.
            No menor interés tienen los artículos de su primer viaje a Italia, en 1911, cuando conoció a la norteamericana Mabel Rick, con la que poco después se casaría, inéditos en libro. Comienzan con la crónica del viaje en barco, casi un género en el autor. Cita en ellos por primera vez una frase de Samuel Johnson (“navegar es lo mismo que estar en un calabozo, pero con la probabilidad de ahogarse”), que luego volvería a reiterar cada vez que se embarca de nuevo, pero siempre en versiones distintas: “Un barco es una prisión. Un camarote es un calabozo, con la desventaja de que puede irse a pique”, “Un barco es un presidio que se puede hundir”.
            Los artículos viajeros de Pérez de Ayala son algo más que artículos viajeros. Como su coetáneo Eugenio d’Ors, buscaba siempre convertir la anécdota en categoría y cualquier pequeño detalle le servía para elaborar una teoría que, si no siempre resultaba igualmente convincente, siempre resultaba fascinante. Es el caso de su distinción entre los viajes en barco de vapor, que se hacen interminables aunque duren pocos días, y los viajes en barco de vela, en los que no cabe el aburrimiento, aunque duren meses. Y lo ejemplifica con una anécdota biográfica que vale por un relato y por un bien humorado poema: “Mi padre narraba a menudo un viaje que de mozo había hecho a La Habana, en un bergantín. Declaraba que eran los días más felices de su juventud. A bordo, vivían colgados de los designios celestes. ¿Habrá viento? ¿No habrá viento?, se preguntaban a todas horas. ¿Será viento favorable?¿Será viento contrario? Si soplaba buen viento, desplegaban el aparejo, e iban a todo trapo, quizá fuera de ruta, por el placer de volar, hasta que el caso crujía, como desencuadernándose; y experimentaban un a modo de embriaguez. Mi padre hablaba del golfo de las yeguas, de las calmas chichas, de la vida sedentaria y arcádica, como en un islote, cuando arriaban el esquife y pescaban doradas con arpón. Tres meses duró la travesía. Cuando echó pie a tierra, mi padre lloraba de tristeza. Cuando supo que el bergantín retornaba a Europa, volvió a embarcarse, por disfrutar de la vida accidentada y marinera. Verdad que en Asturias dejaba una novia, que después fue mi madre”.
            Qué diferencia entre este Pérez de Ayala, que en cada página nos ofrece un reto intelectual y una felicidad expresiva, y el que encontramos en las apagadas páginas escritas a partir de 1940. Cierto que, acá y allá, todavía quedan restos del antiguo vigor, pero cada vez son más las cenizas. Es el Pérez de Ayala que, para congraciarse con la España de Franco, abjura de su pasado anticlerical, prohíbe la reedición de su novela AMDG y se prodiga en elogios a la hispanidad y a la labor de España en América, cuya única finalidad “fue la propagación de la cruz”, frente a las demás naciones, a las que solo les movía “el apetito de riqueza”. Quién te ha visto y quién te ve, debieron de pensar los lectores que recordaban las vigorosas diatribas y los precisos análisis regeneracionistas de Política y toros.

            

miércoles, 11 de diciembre de 2013

Como se escucha el silencio. El caso Bergamín


Las voces del eco (Antología poética)
José Bergamín
Edición de Nigel Dennis
Renacimiento. Sevilla, 2013.


Pocos casos hay en la historia de un poeta que comience a publicar su obra poética cumplidos ya los sesenta y cinco años, cuatro décadas después de su iniciación en la vida literaria. Bien es cierto que buena parte de la labor ensayística de José Bergamín giraba en torno a la poesía y que en sus series aforísticas (la primera, El cohete y la estrella, de 1922) a veces parecían camuflarse breves poemas en prosa.
            El personaje de José Bergamín, hijo de un ministro de la monarquía que también era todo un personaje de novela (fue un niño huérfano abandonado en las calles de Málaga), daría mucho que hablar hasta su muerte, en 1983, “exiliado” en Euskadi (pidió que le enterraran con la ikurriña).
            Su primer libro lo publicó Juan Ramón Jiménez, pero pronto se distanció del maestro, quien renegaría de él durante toda su vida (incluso le llegó a acusar de estar detrás del asalto a su piso al término de la guerra civil).
José Bergamín fue el director de la revista Cruz y raya y el editor de algunos de los libros más importantes de la generación del 27 (a él le entregó Lorca su Poeta en Nueva York que solo pudo aparecer, años después, en México). Católico, se puso al lado de la República y en ella desempeñó un papel de “compañero de viaje” de los comunistas con algún que otro punto oscuro (“con los comunistas hasta la muerte, pero ni un paso más” es una de sus frases más conocidas).
Regresó a España en los años sesenta, pero tuvo que volver a marcharse ante el riesgo de ser detenido. Durante la transición se convirtió en el más activo detractor de la monarquía.
            Las voces del eco, la antología que ha preparado Nigel Dennis. consta de cuatro partes: La última se dedica a recoger sus poemas satíricos, algunos bien conocidos, como “El mulo Mola”, y otros que circularon clandestinamente y hasta la fecha han permanecido inéditos. Comprensiblemente en ocasiones. “Un mono de la mano de un tirano” dice uno de los versos del “soneto atribuido a Bartolomé Leonardo de Argensola”, escrito en julio de 1969 con motivo de la proclamación del príncipe de España. Y otro soneto, de las mismas fechas, comienza con esta estrofa: “¡Válgame el Opus Dei! Que es gran cosa / sacarse de la manga en un instante / a un rey de quien dijérase un mangante / por esa procedencia sospechosa”.
En el prólogo, Nigel Dennis llega a afirmar que “dado el desencanto general de la población española con la familia real, la voz satírica de Bergamín adquiere incluso una dimensión profética”.
            Pero no es este Bergamín satírico, que no pasa a menudo de una curiosidad, el que más nos interesa. Otra sección de la antología está dedicada a los sonetos. Bergamín, heredero de los juegos de ingenio y de la conceptuosa pasión barroca, es uno de los grandes sonetistas de la literatura española y eso ya lo supo ver Antonio Machado cuando elogió sus “Tres sonetos a Cristo crucificado ante el mar” publicados en la revista Hora de España.
            “Coplas” y “Rimas” se titulan las otras dos secciones de la antología y en esos epìgrafes se incluye la mayor y la mejor parte de la poesía de senectud de Bergamín. Sus caudalosos libros finales, iniciados con La claridad desierta, de 1968, renuncian a la herencia barroca para volver a Bécquer y a la poesía popular. El retórico y un tanto artificioso poeta de los sonetos (recordemos el paronomástico terceto final de uno de ellos: “se posa, se aposenta en mí el vacío, / como si a su pesar se acompasase / su peso al paso pesaroso mío”) desaparece y ocupa su lugar otro que no le teme a las palabras gastadas, al tópico aparentemente más manido: “Caen del reloj las horas / muertas como caen del árbol / en el otoño las hojas”.
            No todos supieron ver en su momento el valor de libros como Apartada orilla, Velado desvelo o Esperando la mano de nieve, de tan becqueriano título. Ramón Gaya, en el epílogo a La claridad desierta, fue el primero en destacar el valor de este epigonal Bergamín (muchos pensaban entonces que esos versos quedaban al margen de su principal labor, que era la de ensayista). Se trataría de los poemas “de un versificador muy reciente en colaboración, diríamos, con un hombre de setenta años, o sea pleno, completo, lo que dará a esos poemas una condición privilegiada de madurez juvenil y una transparencia, una claridad única, última”.
            Las coplas de José Bergamín –buena parte de ellas reunidas en el volumen Canto rodado–  tienen como modelo a Augusto Ferrán, más que a Manuel Machado, y alternan las que podrían pasar por populares, y quizá lo sean o acaben siéndolo, con otras inequívocamente personales : “Tienes el alma en un hilo, / y el corazón en un puño, / y la cabeza en las nubes; / y un pie ya en el otro mundo”.
            El lector habitual de José Bergamín echará en falta algunos poemas memorables en esta antología y no lamentaría que se hubiera prescindido de otros, pero eso resulta inevitable. Un equivocada decisión tipográfico parece, sin embargo, que las “Rimas”  se hayan publicado, al contrario que los sonetos y los versos satíricos, seguidas, sin individualizarse en la página; eso dificulta su lectura como poemas independientes.
            Una buena ocasión, a pesar de todo, Las voces del eco de reencontrar, o de encontrar por primera vez, las voces y los ecos del plural Bergamín: “Como quien oye llover / te pido que oigas mis versos: / con atención tan profunda / como se escucha el silencio”.

            

martes, 3 de diciembre de 2013

Pío Baroja: Semblanzas

Semblanzas
Pío Baroja
Edición y prólogo de Francisco Fuster
Caro Raggio. Madrid, 2013.

Barajando, entremezclando viejos artículos y recortes de otras obras suyas hizo Baroja muchos de sus libros últimos, los más destartalados, pero no los menos llenos de encanto. Ya en esos años de la inhóspita vejez, tras el regreso del refugio parisino, contó con la ayuda de diversos colaboradores, como el asturiano Marino Gómez Santos. El libro que ahora nos ofrece Francisco Fuster es del mismo tipo. Estas Semblanzas han sido extraídas de diversas obras de Baroja, en especial de ese saco sin fondo que son los revueltos tomos de sus memorias.
            Comienza el volumen con un retrato en tres tiempos de Azorín. Francisco Fuster, como en el volumen dedicado a Julio Camba, ha recurrido al procedimiento de ensamblar en un capítulo páginas escritas en distintos tiempos y dedicadas al mismo personaje. Considera esos capítulos como “los más sugerentes de la antología”, al componer “lo que podría ser una semblanza in progress”.
No estoy yo muy de acuerdo con esa apreciación. La heterogénea amalgama no acaba de funcionar. El Baroja que prologa, en 1901, La fuerza del amor, primera parte del capítulo azoriniano, no es todavía Baroja (aunque ya lo fuera, y plenamente, en Vidas sombrías), al menos el Baroja que espera el lector de estas semblanzas, como Azorín no era todavía Azorín, sino Martínez Ruiz.
Desentona también la primera parte de “Silverio Lanza”, y en este caso parece que con toda la razón. Si hemos creer lo que se dice en las Conversaciones con Azorín, de Jorge Campos, no lo escribió Baroja, aunque lo diera como suyo. Sale a relucir el nombre de Silverio Lanza y Azorín declara: “la semblanza de Baroja en el Tablado de Arlequín la escribí yo”. El resto de las palabras de Azorín las resume así Jorge Campos: “Explica que, cuando don Pío tenía que hacer la semblanza para un periódico, se encontraba indispuesto y la hizo él. Luego aquel recogió en libro aquella serie de colaboraciones y allá fue”. No es un caso único. También Rubén Darío, por razones etílicas, tenían que recurrir alguna vez a ocasionales colaboradores para cumplir con sus obligaciones periodísticas, y de uno de ellos, Alejandro Sawa, se conocen las cartas en las que se quejaba de no haber recibido el pago adecuado.
            Semblanzas gana según vamos avanzando. Las primeras páginas tienen un valor de simple recopilación académica, de materia para el escolar comentario de texto, pero a partir del capítulo dedicado a los hermanos Sawa y, sobre todo, del siguiente, dedicado a Vicente Blasco Ibáñez, ya es un libro para todos los públicos, el atrabiliario y viejo Baroja que, sin embargo, no envejece.
            El capítulo titulado “Vicente Blasco Ibáñez” podría haber sido el inicial del volumen si el editor hubiera tenido menos resabios académicos y hubiera pretendido reconstruir una obra que Baroja no escribió nunca, pero que estaba en sus intenciones escribir. Ese artículo se publicó en el diario argentino La Nación en 1940 y se presentaba como el primero de una serie: “Voy a hacer, si no parece mal, unas semblanzas de escritores y de políticos conocidos que ya no existen, diciendo mi opinión sobre ellos”. Y a continuación añade: “Comienzo por Blasco Ibáñez, como podría empezar por otro cualquiera. Blasco Ibáñez es un escritor del que yo he leído muy poco, casi nada, y a quien he visto muy poco”. Curiosa manera de justificar una semblanza, pensarían entonces, y piensan ahora, los lectores.
            No hay objetividad ninguna en la manera que Baroja tiene de tratar a los personajes que conoció. Demoledor resulta su retrato de Blasco Ibáñez y no menos el de Miguel de Unamuno, que también se publicó en La Nación formando parte de la misma serie: “Yo creo que Unamuno no hubiera dejado hablar por su gusto a nadie. No escuchaba. Le hubiera explicado a Kant lo que debía ser la filosofía; a Riemann o a Poincaré, lo que era la matemática; a Planck y a Einstein, el porvenir de la física; a Frobenius, la etnografía de África, y a Frazer, los problemas del folclore. No le hubiera indicado a Mozart y a Beethoven lo que tenía que ser la música porque había decidido que la música no era nada y no valía la pena ocuparse de ella, porque a él no le gustaba”.
            Baroja, como no ignora ninguno de sus fieles lectores, era muy dado a las opiniones contundentes, a las descalificaciones sumarias, como la que hace de los hermanos Solana, con los que se encontró en París en los años de la guerra civil: “Al principio muy rojos, y luego muy falangistas, y siempre muy cucos”. En una conversación con José Gutiérrez Solana le escucha decir a este: “Las obras de arte se hacen con sangre”. Y Baroja replica de inmediato: “Yo creo que con sangre no se hacen más que morcillas”.
            Hable de quien hable, Baroja hace siempre autobiografía, como no podía ser de otra manera dada la procedencia de la mayoría de estas semblanzas, y es el principal protagonista de ella, dando rienda suelta a todas sus afinidades y desacuerdos, que son los que más nos divierten. No trata de razonarlos: “La gente muchas veces quiere encontrar motivos ideológicos para su antipatía, y la mayoría de las veces no los hay; es el instinto el que reina, como entre los animales, en las rivalidades y los celos”. Así, la hostilidad que siente por él José María Salaverría “no estaba legitimada por los hechos; era la hostilidad del perro por el gato o del gato por el pájaro”. La antipatía de Baroja por Galdós, que siempre lo trató bien y lo elogió públicamente, tenía su razón de ser en el visceral rechazo de un tímido sexual hacia la promiscuidad galdosiana.
            El misterio de Baroja, todavía inexplicado, es que nunca cansa, a pesar de todas sus imperfecciones, que saltan a la vista incluso en la lectura más apresurada. Cuando tantos primorosos estilistas de su generación hace tiempo que son solo historia de la literatura, él sigue tan vivo como el primer día. Esta recopilación, no importa los reparos que se le puedan poner, lo demuestra cumplidamente.

            

martes, 26 de noviembre de 2013

Jaime Salinas: El oficio de editor

El oficio de editor

Una conversación con Juan Cruz
Jaime Salinas
Alfaguara. Madrid, 2013.


En 2002, una década antes de su muerte, el editor Jaime Salinas publicó Travesías, un recuento de los primeros treinta años de su vida. Una vida apasionante, ciertamente, y ligada a un período crucial de la historia de España y del mundo: hijo del poeta Pedro Salinas, se exilió con su familia a Estados Unidos, luchó como voluntario en la Segunda Guerra Mundial, regresó a la España franquista a tiempo para ser testigo de la primera revuelta contra el régimen, en 1956. Ese primer tomo de sus memorias, escrito con una sobriedad, una minuciosidad y una lucidez extrañas entre nosotros, fue también el único. Se esperaba con interés el relato de su peripecia vital a partir de entonces. Jaime Salinas comenzó a trabajar como editor en Seix Barral y luego dirigió o codirigió algunas de las principales empresas editoriales de la época: Alfaguara, Alianza Editorial, Aguilar…
            Ahora sabemos que, años antes de la aparición de Travesías, ya había hablado por extenso de ese período de su etapa de madurez. En 1996 el editor Mario Muchnik le encargó a Juan Cruz, entonces director de Alfaguara, un libro de conversaciones con Jaime Salinas. Dos años después la obra estaba lista para la edición, pero al entrevistado, que había aceptado a regañadientes el proyecto, no le gustó el resultado y el libro no se publicó.
            No solo no se publicó sino que el original acabó desapareciendo y solo recientemente, y de manera un tanto novelesca, se ha encontrado un juego de las antiguas galeradas. Lo edita ahora Alfaguara recuperando el sobrio diseño de Enric Satué que fue el santo y seña de la casa cuando la dirigía Jaime Salinas.
            Al lector no le resulta difícil averiguar por qué no le gustó el resultado: muestra demasiado a las claras los resquemores que le dejó su paso por el mundo editorial, el dolor por la traición de algunos amigos, como Juan García Hortelano, o de jóvenes colaboradores, como Luis Suñén, que él había llevado al mundo de la edición y que en seguida se ofrecieron a sustituirle.
Aunque a lo largo de las diversas charlas trata de mostrarse lo más reticente posible, de evitar las cuestiones personales, la insistencia y la inteligencia cordial de Juan Cruz acaba rompiendo más de una vez la coraza de su discreción.
            Juan Cruz nos ofrece, en el prólogo de 1998, una hermosa definición del oficio de editor: “poner en las manos –y en la conversación– de la gente objetos que nadie espera y que nadie necesita, pero que hacen la felicidad de tantos: los libros, esos seres que de pronto irrumpen en la vida con la misma arrogancia perentoria que tienen el pan y el agua”.
            Jaime Salinas tiende a esconderse tras de sus opiniones sobre la decadencia del mundo de la edición y del mundo de la cultura en general. No quiere entrar demasiado en los detalles de su experiencia para no molestar a personas aún vivas o que habían sido amigos suyos y a los que todavía guardaba algún afecto. Pero esos detalles concretos son los que tienen mayor interés. Las opiniones no son más lúcidas que las de cualquier jubilado acerca de un mundo que ha dejado de entender. Distingue, como es habitual en los juicios sobre el presente, entre un mítico “antes” (que nunca se concreta en el tiempo) y un “ahora” en el que todo está mercantilizado. Un ejemplo: “Antes un periódico se hacía para informar y ahora se hace para ganar dinero y poder”. Pero los periódicos de antes –los del siglo XIX, por ejemplo–  eran en buena medida periódicos que defendían los intereses de un determinado partido político e informaban de muy sesgada manera y perdían dinero –como los de ahora– para ganarlo de otra manera: mediante las prebendas del poder. Los periódicos de antes eran tan ideológicos y manipuladores, y tan dependientes de la publicidad, como los de ahora; los buenos periódicos, los que a pesar de todos los condicionamientos, han pretendido informar de la manera más objetiva posible resultaban tan escasos en 1998 como lo eran en 1898 o lo son ahora.
            “Muchas de las cosas que dijo Jaime Salinas sobre el mundo que vislumbraba se han cumplido con el tiempo” señala Juan Cruz en el prólogo. Pero en algunos casos esas preocupaciones suyas, esa escandalizada mirada sobre la contemporaneidad, nos hacen sonreír y nos demuestran que los años noventa, a pesar de estar tan cercanos, son ya, en muchas cosas, distante historia. “¿Se ha visto algo tan tristemente cómicos como la proliferación de teléfonos móviles?”, se pregunta. “Me parece que estoy en un mundo extraterrestre cuando en la esquina de una calle me topo con un hombre o una mujer pegados a su móvil, cuando a dos metros tienen un teléfono público”. Ni siquiera se le ocurre pensar que no estén haciendo, sino recibiendo una llamada.
            Durante el primer gobierno socialista, Jaime Salinas fue director general del Libro y Bibliotecas. Parece que en ese puesto se ganó algunas enemistades. “Siempre has dicho que si un día apareces asesinado no se investigue demasiado, que habrá sido una bibliotecaria”, le recuerda Juan Cruz. Y él responde: “He hecho cosas que no me pueden perdonar, como conseguir que el director de la Biblioteca Nacional no sea necesariamente un miembro del cuerpo de bibliotecarias”. Y luego añade: “Creo que las bibliotecarias querrían un Ministerio de Bibliotecas y una Presidencia del Gobierno de Bibliotecas”. Habla luego de un cuerpo fundado en el momento de la desamortización, un colectivo improvisado y de una gran autonomía. Pero lo que se crea, en 1858 y no cuando la desamortización, fue el Cuerpo de Archiveros y Bibliotecarios, no de bibliotecarias. La memoria, ayudada quizá por la misoginia, le traiciona a Jaime Salinas. Más interesante que esos comentarios habría sido que nos contara su enfrentamiento concreto con alguna bibliotecaria.
            “¿Cuándo acaba la gratitud del escritor?”, pregunta Juan Cruz. “Cuando no te necesita”, responde un desengañado Jaime Salinas que en este libro sobre el oficio de editor –menor si se compara con Travesías– respira por la herida más a menudo de lo que le habría gustado reconocer, y por eso solo lo podemos leer póstumamente.  

martes, 19 de noviembre de 2013

La nostalgia es un error

 Los amores de un bibliómano

Eugene Field
Traducción de Ángeles de los Santos
Periférica. Cáceres, 2013.

¿Son los libros y las bibliotecas, tal como los hemos conocido en los últimos años, una especie en extinción? Hay una extendida creencia de que sí y eso hace que cada vez abunden más las publicaciones dedicadas a ellos, casi como un canto de despedida.
            Tras el éxito de La librería ambulante y La librería encantada, de Christopher Morley, Periférica publica ahora la novela que presuntamente los inspiró. ¿Novela? Los elementos de ficción de Los amores de un bibliómano son –afortunadamente– muy escasos, apenas una apoyatura para entrelazar una serie de bien humoradas reflexiones y anécdotas sobre libros, libreros y coleccionistas.
            Su autor, Eugene Field (1850-1895), es un autor norteamericano conocido en su país, y desconocido entre nosotros, por sus cuentos y poemas para niños. Los amores de un bibliómano se terminó de escribir unos pocos días antes de su muerte, según cuenta el hermano, su primer editor, en el epílogo; se había comenzado pocos meses antes, cuando ya ese final estaba anunciado, pero no hay en sus páginas ninguna huella de la enfermedad.
            El lector actual hubiera preferido que estas memorias de ficción fueran unas verdaderas memorias, pero el autor renuncia a hablar directamente de sí mismo y prefiere transferir sus recuerdos de una vida entre libros a un coleccionista de mayor edad.
            Las primeras líneas le sirven para deshacer equívocos. Las suyas no son las memorias de un Casanova: “En este momento, cuando estoy a punto de empezar la tarea más importante de mi vida, me acuerdo del sentimiento de aversión con el que en diferentes ocasiones he leído las confesiones de hombres famosos por sus hazañas en el terreno amoroso”. Quienes se dedican a “contarnos cuántas conquistas han hecho, y con frecuencia tienen además el mal gusto de explicarnos, con pesada prolijidad, los modos y maneras con que las llevan a cabo” le parecen semejantes a un cazador que “estuviera siempre alardeando de los ciervos que ha matado y se recreara en los repulsivos detalles de sus carnicerías”.
            Su primer amor fue un viejo ejemplar (una “vieja copia” dice la traductora) del Manual de Nueva Inglaterra, un difundido libro de texto del siglo XVIII. Todavía se sabe de memoria muchos de sus pasajes, aún no ha olvidado aquel enamoramiento inicial: “Y en esto se ejemplifica la ventaja que el amor a los libros tiene sobre otras clases de amor. Las mujeres son por naturaleza volubles, y los hombres también; su amistad es susceptible de disipación  a la mínima provocación o a la menor excusa”. Los libros, por el contrario, no cambiarían:”Dentro de mil años serán lo que son hoy, dirán las mismas palabras, expresarán la misma alegría, la misma promesa, el mismo consuelo; siempre constantes, ríen con los que ríen y lloran con los que lloran”. Pero los libros no dicen lo mismo a cada lector ni si se leen en un momento o en otro de la vida.
            Los capítulos siguientes nos hablan de cómo aparece una nueva pasión, los cuentos de hadas; del lujo de leer en la cama; de los comienzos de la afición al coleccionismo; de libreros e impresores; del olor de los libros; del gusto por los catálogos, para algunos preferibles a la lectura de las propias obras catalogadas…
            Todo contado con ameno humor, con las artes divagatorias del ensayismo inglés, como quien charla, junto a una chimenea encendida, ante buenos amigos y con una copa en la mano. De vez en cuando la prosa se interrumpe para dar paso a algunos poemas, que el autor en ocasiones atribuye al juez Methuen, un fiel amigo muy presente en estas páginas.
            Tienen Los amores de un bibliómano el encanto de otros tiempos, que la ciega nostalgia considera mejores. La contraportada del libro nos recuerda la definición que la Real Academia ofrece de bibliomanía: “Pasión de tener muchos libros raros o los pertenecientes a tal o cual ramo, más por manía que para instruirse”. Poca relación hay a menudo entre la bibliomanía y el placer de la lectura. La literatura ya existía desde siglos antes de la aparición del libro impreso, y seguiría existiendo sin merma alguna aunque este dejara de existir.
            Los bibliómanos o bibliófilos tienen algo de fetichistas que coleccionan zapatos de mujer y que, en muchos casos, acaban prefiriendo el bello zapato de tacón a la mujer que lo utiliza. Al buen lector le importa más el texto que la rareza de la edición. En cualquier catálogo de un librero anticuario, los libros más caros suelen ser casi siempre los que menos apetece leer. Leer un libro, para el perfecto bibliófilo, es casi una profanación: los bellos o los raros libros, los que interesa coleccionar, se miran pero no se tocan, o se tocan con guantes y siempre lo menos posible.
            La bibliomanía es, como todas las manías, un tanto risible y goza de un prestigio quizá un tanto desmesurado. El libro cuando más antiguo, lujoso o artístico, cuanto más deba ser preservado en vitrina, menos sirve para leer, menos útil es.
            El mejor libro, el más funcional, el que más facilita la lectura; la mejor biblioteca, la que más obras guarda y en el menor espacio y en el orden más accesible.
            De momento, el libro tradicional, el libro en papel, el que amaba Eugene Field, se defiende bastante bien frente al libro electrónico; si algún día se inventa un artilugio que lo sustituya por completo con ventaja, bien venido sea. En ese caso, desaparecerá en el uso habitual, pero los lectores no lo echarán de menos y los bibliómanos podrán seguir coleccionando, como hacen ahora, hermosas y raras ediciones que no tendrán la tentación de leer. 

martes, 12 de noviembre de 2013

José-Carlos Mainer: Banderas al viento

 
Falange y literatura
José-Carlos Mainer
RBA Libros. Barcelona, 2013.


Más de cuarenta años ha tardado José-Carlos Mainer en reeditar, muy revisado y ampliado, su primer libro, Falange y literatura, pero en todo ese tiempo no ha hecho otra cosa que prepararse para ello con fundamentales estudios sobre la España del primer tercio de siglo.
Sorprendió aquel volumen, en el remoto 1971, porque el joven investigador que lo llevaba a cabo partía de presupuestos ideológicos opuestos y, sin embargo, trataba de entender y valorar, aunque no de justificar, la labor de unos escritores que trajeron el fascismo a España y que luego, en buena medida, se sintieron defraudados por el régimen que habían contribuido a establecer.
El fascismo español fue un movimiento en buena medida literario. Un escritor notable, al menos en su primera etapa, fue quien presumía de ser el pionero del fascismo entre nosotros, Ernesto Giménez Caballero, y su figura más destacada, José Antonio Primo de Rivera, escribió poemas y una novela que no llegó a concluir, y en sus artículos y ensayos mostraba un garbo estilístico heredado de Ortega.
La nueva versión de Falange y literatura, al igual que la anterior, es un estudio-antología. El ensayo preliminar –cerca de doscientas páginas– incide quizá más en aspectos sociológicos e ideológicos que estrictamente literarios. Esas consideraciones se dejan para la introducción que precede a cada una de las partes en que se estructura la antología. José-Carlos Mainer es un erudito minucioso y un estudioso ponderado, pero no ahorra juicios de valor. Así, por ejemplo, el estilo de Eugenio Montes lo considera “siempre en el borde la cursilería y del pastiche” y a su nacionalismo lo califica de “querulante y encendido” (pero no es más “querulante”, más dado a la paranoia victimista, que cualquier otro nacionalismo).
La primera sección de la antología se titula “Los precursores” y comienza con un capítulo de Tras el águila del César, el libro que a comienzos de los años veinte dedicó el arcaizante Luys Santa Marina a glorificar la legión. Contrastan esas páginas toscamente misóginas con las Notas marruecas de un soldado, de un Ernesto Giménez Caballero que aún no había descubierto el fascio, noticiosas y denunciadoras de la situación en el norte de África.
A las memorias generacionales se dedica la segunda sección. Agustín de Foxá y los fragmentos de su novela Madrid de Corte a checa son lo más destacado de ella. Le acompañan Rafael García Serrano, bronco y lírico, uno de los pocos que fue fiel a su falangismo hasta el final, y Samuel Ros, aplicado discípulo de Gómez de la Serna. El capítulo final, “Los caminos del humor y de la fantasía”, dejará constancia de que no fue el único que siguió ese camino del humor absurdo y la fantasía un tanto atrabiliaria y aparentemente descomprometida.
“La guerra y los héroes” se titula otro de los capítulos. La exaltación de la violencia resulta uno de los ejes fundamentales del fascismo. No olvidemos que una de las frases más repetidas del fundador, José Antonio Primo de Rivera, hablaba de la “dialéctica superior de los puños y de las pistolas”. El canto a la camaradería viril bordea a veces, consciente o inconscientemente, el homoerotismo. Muy conscientemente en el caso de Felipe Ximénez de Sandoval, autor de una Biografía apasionada de José Antonio y difusor del mito de la estrecha y secreta amistad entre el creador de la Falange y García Lorca.
Tras la guerra civil, o ya durante ella, con la apropiación y desnaturalización de los ideales falangistas por parte de Franco, la mayor parte de estos escritores sufrieron una crisis en su fervor político. La más radical y significativa fue la de Dionisio Ridruejo, quien comenzó renunciando a sus puestos oficiales por no ser el régimen de Franco suficientemente totalitario y acabó convirtiéndose en uno de los abanderados de la democracia. Muy distinto el desengaño de Luys Santa Marina, quien en un poema con ecos manriqueños lamenta que la épica guerrera se diluya en el prosaísmo de la paz: “Los que hicieron a diario cosas propias de arcángeles, / los niños hechos hombres de un estirón de pólvora, / los que con recias botas la vieja piel de toro / trillaron, en los ojos quimeras y romances, / ¿dónde están ahora? –decidme– ¿qué se hicieron?”
En “Nuevos caminos para el arte”, Torrente Ballester se ocupa de teatro y Federico Sopeña de música. De Eugenio d’Ors, quien, contra lo que pudiera parecer, influyó menos que Ortega en el pensamiento falangista, se publica una de sus más ingeniosas glosas: aquella, de 1926, en que simplemente enumera los libros “de un mozo de dieciocho años, ejemplar, muy selecto, de la generación que ahora va a entrar en la vida”; la simple enumeración de libros y autores le basta para un atinado retrato generacional.  
“Conquistar el poder político no es solamente dominar el presente de un pueblo, sino también conquistar el pasado”, comienza la introducción a “La nostalgia de la historia”. Eugenio Montes, que venía de la vanguardia ultraísta (y a la relación entre vanguardia y fascismo se dedican muy precisas elucidaciones), es el maestro en la evocación histórica. Sus artículos, reunidos en unos pocos libros, entre los que destaca El viajero y su sombra, siguen conservando intacta su capacidad de seducción, aunque José-Carlos Mainer parece poco sensible a ella.
Tres nombres destacan en “La nostalgia burguesa”, tres nombres principales de la literatura española, al margen de su adscripción ideológica: Agustín de Foxá, algo más que un rezagado modernista, Rafael Sánchez Mazas, novelista y poeta, además de plural ensayista, y Julian Ayesta, autor de obra breve, tan breve, que casi se reduce a una obra maestra, Helena o el mar del verano.

Falange y literatura es, como su título indica, literatura, a veces gran literatura, y algo más. José-Carlos Mainer –algo más que un investigador, un maestro del ensayo– nos ayuda con este libro felizmente rescatado y rehecho a entender quiénes somos, de dónde venimos, qué incestuosas relaciones se establecen entre el arte y la ideología.

martes, 5 de noviembre de 2013

Julia Uceda: Nuevas voces secretas de la noche

 
Escritos en la corteza de los árboles
Julia Uceda
Fundación José Manuel Lara. Sevilla, 2013.

Nacida en 1925, el mismo año que Ángel González, Julia Uceda es una de las pocas voces vivas y activas de su generación, la del cincuenta (aunque ella siempre se empeñara en marcar distancia de sus compañeros generacionales y no soliera ser incluida en antologías y recuentos).
Inició su obra en 1959 con Mariposa en cenizas, un libro intimista y de un formalismo que pronto dejaría de lado. Se aproximó a la entonces llamada poesía social con Extraña juventud (1962) y Sin mucha esperanza (1966), y encuentra luego su voz más personal con Poemas de Cherry Lane (1968) y, sobre todo, Campanas en Sansueña (1977), obras escritas ya fuera de España, durante sus estancias como profesora en Estados Unidos e Irlanda.
            Regresada a España, retirada en Galicia, su poesía se va haciendo más esencial, más atenta al misterio de las cosas, al mundo del sueño y a los recuerdos que parecen venir de antes de nuestro nacimiento.
            Escritos en la corteza de los árboles lleva como prólogo una especie de ajuste de cuentas generacional y un intento de formular en términos conceptuales su poética. “Nuestra generación –leemos– no fue capaz, por circunstancias obvias, de advertir ni desenredar eficazmente los hilos espesos que la enredaron y confundieron. De ahí que la literatura que la representa ahora nos parezca débil y vacilante a la hora de demostrar la tímida honradez que algunos mantuvieron y, sobre todo, la reacción libre y personal de algunos ante determinados hechos de la historia que vivían”. Son afirmaciones demasiado imprecisas, que no dan nombres ni distinguen etapas. “Por razones conocidas –añade–, los únicos caminos que se podían recorrer eran los que el poder marcaba”. No resulta enteramente cierto, al menos en los nombres más memorables, como Jaime Gil de Biedma o José Ángel Valente, Manuel Mantero o Aquilino Duque, por citar poetas de diferente ámbito ideológico.
Distingue Julia Uceda entre los escritores de versos y los poetas. El trabajo de los primeros solo requiere “dominar determinada información técnica y temática y algo de buen oído a fin de no romper el ritmo del idioma”; buscan la precisión y la claridad, la destreza expositiva. Pero la poesía, se escriba o no en verso, “es oficio más complejo”; se trataría de la memoria “de algo conocido en otra forma de vida y recordado por el alma”, “de un sexto sentido que trasciende experiencias objetivas que le vienen al poeta de lugares remotos”.
            A los ritos y a los mitos ancestrales, al jungiano inconsciente colectivo, remiten los mejores poemas de Julia Uceda, escritos como sin entenderlos del todo, como quien cuenta un sueño que no acaba de comprender.
            No son poemas fáciles. Se nos escapan en una primera lectura, parecen cerrarse sobre sí mismos e incluso incurrir en algún aparente balbuceo o torpeza expresiva. Claro que hay excepciones, los poemas más breves, los menos interesantes. Curiosamente entre esas excepciones se encuentran el primer y el último poema del libro y resulta extraño que la autora haya colocado en lugares tan significativos poemas tan poco significativos de su manera de escribir. El primero nos cuenta en verso una anécdota que ya se nos había contado en prosa en el prólogo, sin añadir matices nuevos; el último recurre, con no demasiado acierto me parece, a la ironía.
            Los poemas se traducen “de un idioma perdido”, “de una lengua olvidada”, lo mismo que los mitos y los sueños. En ellos se entremezclan anécdotas personales –“confusa la historia /  y clara la pena”, como en los versos de Machado– con personajes históricos. En el poema “Álbum”, la fotografía de una casa abandonada se asocia con “la batalla de Borodinó, uno de los retratos que Munch hizo de Nietszche, Hirohito y su guerra y, finalmente, Albert Camus y la renuncia del emperador a su condición divina”. La autora confiesa en el prólogo no poder dar razón de esas coincidencias: los poemas los escribe una mano que puede no ser la suya. Parafrasea una afirmación de Jung: “Quizá mi verdadero yo es alguien que no soy yo”.
            Si hubiera que destacar algún poema, subrayaríamos el titulado “Shirayuki”  (un famoso personaje del manga japonés se llama Mizore Shirayuki, la referencias de Julia Uceda tienen los más variados orígenes). “El potro blanco, como llama de nieve, / salta hacia la ventana”, comienza. Pero tras esa impactante imagen visual el poema continúa por otro camino que rompe las expectativas del lector: “Estoy allí sin estar: / lo pasado, bulto negro, musita no sé qué, / bisbisea… No se entiende (las crines / mueven el aire, ahuyentan la sombra), / más que a otra voz de acento detenido, / de otros mares, de otros medicamentos / (porque estoy enferma, me digo) para / enfermedades de muchedumbres, / de los que no hablan derecho / de los que muerden letras y sonidos que sangran / sobre las mesas, / de esas mismas figuras que un día alguien / hirió con una piedra en otra”.
            Los poemas de Julia Uceda siempre ofrecen algo distinto de lo que esperábamos. Su música es asordinada y atonal, nada acariciadora ni mucho menos adormecedora, al contrario de la de tanta poesía bien hecha y consabida. Se leen como fragmentos de un libro sagrado escrito en una lengua muerta y traducidos por alguien que no la conoce del todo. La verdad que encierran no puede ser expresada plenamente, solo vislumbrada. Ni siquiera la autora acierta a explicárnosla, aunque lo intenta prolijamente en el prólogo al volumen. En esa imposibilidad está la grandeza de esta poesía. Y su riesgo mayor.

            

jueves, 31 de octubre de 2013

José Muñoz Millanes: Centón y taracea de París



La ciudad de los pasos lejanos
     José Muñoz Millanes
     Pre-Textos. Valencia, 2013.


“París no se acaba nunca” afirmó Vila-Matas en el título de uno de sus más sugestivos libros. Y buena muestra de ello es que en la colección Cosmópolis, de editorial Pre-Textos, dedicada a las ciudades, con apenas una docena de títulos, ya hay tres que tienen por protagonista a París.
            La ciudad de los pasos lejanos, el más reciente de ellos, es obra de un minucioso erudito y de un tácito poeta, de un sabio catedrático y de un peculiar personaje, José Muñoz Millanes, que protagoniza más de una página en los diarios de su amigo Andrés Trapiello.
            “Azorín y París” se titula el primer capítulo y resume el núcleo inicial del volumen. Tres largos años, los de la guerra civil, los pasó Azorín en París y en su literatura de entonces, y de después, esa ciudad ocupa un lugar importante: le dedicó un libro que es casi una peculiar guía turística, París, varios capítulos de sus Memorias inmemoriales, y la convirtió en el escenario de los relatos de Españoles en París y de la novela María Fontán.
            Azorín, que se pasó la vida leyendo en francés, que era afrancesado por formación y carácter, no hablaba esa lengua. Los tres años en que residió en París se dedicó a callejear, a observar, a descubrir secretos rincones, a sentarse en las estaciones del metro a ver pasar los trenes, como seguiría haciendo luego en Madrid.
            José Muñoz Millanes ha dedicado dos licencias sabáticas del Lehman Collage (City University of New York) a seguir los pasos de Azorín, y nos aclara puntillosamente cada una de sus referencias y nos cuenta que ha cambiado y qué permanece de aquel París. A veces cita a otros escritores que se refirieron a los mismos lugares. El más frecuente de ellos es Patrick Modiano, casi otro protagonista del libro, quien mejor ha reflejado la atmósfera turbia de los años treinta y de la ocupación, aunque no La conociera personalmente.
            Aparecen luego Pío Baroja y José Gutiérrez Solana, que también coincidieron en el exilio de París, y Gonzalo Torrente Ballester, que allí estaba como estudiante cuando comenzó la guerra y que recrea esa estancia en su novela Javier Mariño. Y docenas y docenas de referencias de otros escritores o de películas que transcurren en los mismos escenarios. Se echa en falta una bibliografía de obras citadas, a veces de manera no demasiado precisa, algo que contrasta con el rigor académico de otras obras del autor.
            José Muñoz Millanes ha estudiado, ha traducido y cita con frecuencia a Walter Benjamim. Su Libro de los Pasajes, inacabada recopilación de fragmentos sobre París, puede ser considerado como un modelo de este volumen.
            Poco parece interesar actualmente la literatura de Azorín, apenas un nombre en los manuales de literatura para la mayoría de los lectores; poco parece que pueda interesar seguir sus pasos por un París tan poco espectacular como el que muestran las fotografías en blanco y negro que ilustran el volumen.
            Y sin embargo el lector que no se deje llevar por la impaciencia que a menudo producen el detallismo de Azorín y el de su comentarista resultará recompensado con creces, porque pocos libros habrá que reflejen mejor la secreta poesía de una ciudad, hecha de cotidianidad y de misterio, de trivialidad y magia.
            Una magia que está en los detalles, en los pequeños detalles exactos que unen el ayer con el hoy, la ficción con la realidad.
            Con el París de Azorín se entremezcla el de Baroja, menos apacible, más próximo al mundo sanguinolento de los folletines y las historias de crímenes que al novelista tanto le gustaban. Los paseos solitarios de Baroja por los alrededores del parque Montsouris llevan a Muñoz Millanes a hablarnos de los subterráneos del distrito catorce o de la cárcel de la Santé, ocasionados por las canteras de piedra de talla explotadas desde la Edad Media. “A diferencia de los túneles del metro, tan recientes, esta red subterránea de canteras y catacumbas había fascinado a lo largo de los siglos la imaginación popular: se trataba de un espacio inmediato y, a la vez, remoto por su carácter amenazador e incontrolable (oscuridad, laberinto de galerías, derrumbes). Era la sede, además, de los folletinescos ‘misterios de París’: allí, según los rumores, operaban bandas de delincuentes y contrabandistas, se celebraban aquelarres y se refugiaban los subversivos”. La cárcel de la Santé, tan presente en la literatura y en la memoria popular, resulta casi invisible desde la calle. Hay que alejarse lo más posible del muro que la rodea para escudriñar el edifico, que no parece una cárcel sino “una imponente fortaleza alargada, desde donde parece que van a disparar unos arqueros asiáticos, como en algún relato de Italo Calvino o Dino Buzzati o en una película feudal de Kurosawa”.
            De los mil y un libros dedicados a París, La ciudad de los pasos lejanos –centón y taracea– resulta sin duda el más insólito, pero no el menos fascinante. Al lector le importa poco que sobre el capítulo final o los desconchados eruditos de acá y de allá. José Muñoz Millanes nos enseña a ver, a mirar de otra manera la realidad y la ficción, a perdernos y encontrarnos en los caminos que llevan de una a otra.

            

jueves, 24 de octubre de 2013

De cómo Hugo Chavez se convirtió en Hugo Chávez

Hugo Chávez. Mi primera vida
Conversaciones con Ignacio Ramonet
Debate. Barcelona, 2013.

No goza de excesivas simpatías en España el mediático, en vida y en muerte, político venezolano Hugo Chávez (1954-2013). Es uno de los raros casos en que los medios de derechas y buena parte de los de izquierdas han coincidido en presentarlo como un golpista y un risible figurón. Pero, al margen de las mayores o menores simpatías ideológicas, se trata de un fascinante personaje y de uno de los pocos dirigentes políticos que han sabido plantear una alternativa al neoliberalismo económico tras la desaparición del bloque soviético, del llamado socialismo real.
            Al contrario que su maestro y mentor, Fidel Castro, Chávez llegó al poder tras unas elecciones libres y se mantuvo en él, hasta su muerte, con más controles democráticos que ningún otro dirigente (tuvo incluso un intento de golpe, aplaudido por muchos países democráticos, como España, y un referéndum “revocatorio” que no cumplió su objetivo). Eso hacía de él un peligroso ejemplo para los países de Latinoamérica que querían escapar de un sistema económico –el mismo que ahora muestra a la vieja Europa su peor cara– que les resultaba nefasto.
Convertido Fidel Castro en una reliquia de otro tiempo, Chávez era el enemigo a batir; y lo sigue siendo después de muerto. Así, por ejemplo, para arremeter contra el independentismo catalán, al escritor Jordi Soler no se le ocurre otra cosa que comparar los discursos de Artur Mas “y sus subalternos” (quizá se refiera a Oriol Junqueras) con “la verbosidad mística del comandante Hugo Chávez”.
            Ignacio Ramonet, siguiendo la línea de su Fidel Castro. Biografía a dos voces, publica ahora unas conversaciones con Hugo Chávez que constituyen una minuciosa, apasionante, ilustrativa autobiografía. Abarca desde su infancia pobre y feliz en Los Llanos novelados por Rómulo Gallegos hasta el momento, a finales de 1998, en que gana sus primeras elecciones. Las charlas tuvieron lugar a partir de 2008, cuando se cumplía la primera década del triunfo, y terminaron antes de que, en junio de 2011, aparecieran los síntomas de la enfermedad mortal. Nada hacía prever entonces ese final abrupto y trágico, y de ahí el tono autocomplaciente y feliz.
            El retrato simplista que se ha hecho de Hugo Chávez, la caricatura generalizada, resulta imposible de sostener tras la lectura de este libro. Pero se seguirá sosteniendo a pesar de las evidencias: el volumen tiene setecientas páginas y pocos de sus interesados detractores, o de quienes simplemente se han formado de él una opinión negativa por las recortadas y manipuladas informaciones de cierta prensa libre dependiente de espurios intereses empresariales, se animarán siquiera a hojearlo.
            La “verbosidad” de Chávez, de la que se burlaba Jordi Soler, no tenia nada de mística; alternaba el dato exacto con la anécdota ilustrativa, la estadística con el poema o la canción; nunca se desentendía de los interlocutores. Para ilustrar el acoso a los pueblos indígenas (todavía en los años setenta, cerca de la frontera con Colombia, “los terratenientes salían a matar indios como se matan venados”) cuenta un episodio del que él mismo fue testigo: “Estábamos patrullando, buscando a un grupo de indios porque una señora los había acusado de haberle robado unos cochinos. Llevábamos con nosotros a un baqueano, un conocedor de atajos, buen rastreador, y también –lo descubrí entonces– experto en cacerías de indios. Localizamos un grupo; nos recibió con una lluvia de flechas. Una me pasó rozando la cabeza. Afortunadamente, ninguno de los soldados resultó herido. Di orden de no disparar. Los indios se dispersaron y huyeron. En ese instante, en la espesura, escuché los alaridos de una india. Nos acercamos a la orilla de un torrente que iba muy crecido. Y ahí veo, en medio del agua, hundiéndose a una mujer que cargaba un bebé. Estaba aterrorizada; nos miraba con unos ojos que echaban llamaradas de miedo y relámpagos de odio porque llevábamos uniforme. No se me olvidarán jamás aquellos ojos. Yo estaba pensando en cómo sacarla de allí. Y entonces ¿sabe lo que me dijo el baqueano? ‘Capitán, ¡dispárele!’ Me quedé sorprendido: ‘¿Cómo?’ Volvió a insistir: ‘¡Dispárele, capitán! No son gente, son como animales. ¡Mátelos!’ Se me estremece el cuerpo todavía… Y no era mala persona aquel baqueano, no era un monstruo, yo lo conocía bien. Expresaba el sentimiento racista que allí imperaba”.
            El mismo sentimiento, aunque menos explícitamente criminal, que explica las burlas con que muchos acogieron el nombramiento de Evo Morales como presidente de Bolivia.
            La formación de un líder podían subtitularse estas páginas, por las que desfila el niño pobre que vendía los dulces preparados por su abuela en las calles de Sabaneta; el lector insaciable e incansable; el aspirante a jugador profesional de béisbol; el cadete al que castigan en la Academia militar por ser zurdo; el joven teniente disciplinado y brillante, descontento con la situación política de su país y que en algún momento pensó en pasarse a la guerrilla (pero algo ocurrió que le quitó definitivamente de la cabeza tal idea: “una emboscada donde mataron a siete soldados mal matados, es decir, una emboscada sin sentido. Yo vi a los muchachos, uno se murió en mis brazos prácticamente. Eran unos soldados-campesinos y los mataron por matarlos, sin ningún sentido ya de guerra ni de objetivo”).
            No solo habla de su propia vida Hugo Chávez en estas páginas; muy presente está también la historia de Venezuela y abundan las reflexiones sobre los acontecimientos fundamentales del siglo XX, que no siempre serán compartidas por el lector. Pero los desacuerdos y el detectar acá y allá una cierta incursión en el mito y en la hagiografía (en cierto modo, lo exige el género), no le restan interés al volumen ni impiden considerar a Hugo Chávez como una figura que ha marcado decisivamente la historia política de Latinoamérica.
            Chávez, a pesar de las burlas sobre sus interminables programas televisivos, era también un maestro de la oratoria, tanto en los discursos que duraban horas (y que tantas veces fueron objeto de interesada manipulación en los medios españoles), como en aquel otro de menos de un minuto que puso fin al levantamiento de 1992 contra Carlos Andrés Pérez (el presidente depuesto poco después por los suyos mediante un golpe “legal”) y que bastó para convertir un rotundo fracaso en una clara victoria. Y que, de algún modo, cambió la historia de un continente.
           


jueves, 17 de octubre de 2013

Lorenzo Silva: Siete ciudades y un montón de huesos

Siete ciudades en África.
Historias del Marruecos español
Lorenzo Silva
Fundación José Manuel Lara. Sevilla, 2013.


Como las personas, también los países tienen episodios de su pasado que prefieren no recordar. Bélgica cuenta entre el escaso número de sus monarcas con uno de los mayores genocidas de la historia y buena parte de sus grandes fortunas decimonónicas crecieron con el fango y la sangre de la colonización del Congo.
            En España, durante cuarenta años, tratamos de olvidar, o de pasar sobre puntillas, una parte de la barbarie de la guerra civil, la cometida por los vencedores. No se ha conseguido finalmente, aunque buen empeño se puso, y aún se pone, para que así fuera.
            Las consecuencias de otra guerra incivil sí que se han olvidado. El Barranco del Lobo, Annual, Alhucemas son nombres remotos que ya podemos escuchar, al contrario que nuestros abuelos, sin temor y temblor, como un capítulo más de la historia de España, o quizá solo una nota a pie de página. Una vez se intentó pedir responsabilidades y la consecuencia fue una dictadura para tratar de tapar, entre otras cosas, los negocios del rey.
            Aquel primer dictador, Miguel Primo de Rivera, se refirió en un discurso, aludiendo a los militares, a los de “nuestra profesión y casta”, expresión que irritaría especialmente a Unamuno. Y el primero de esa casta, que se sentía superior y al margen, era en aquellos años Alfonso XIII.
            El novelista Lorenzo Silva se ha ocupado más de una vez del llamado Marruecos español. En Siete ciudades en África el protagonismo no recae en los dos Estados que separa el estrecho de Gibraltar: “Las fronteras se mueven, las ciudades, en cambio, permanecen”. De las siete ciudades de las que se ocupa el libro, dos son españolas y las otras cinco marroquíes. Hasta 1956, todas ellas estaban bajo dominio español en un peculiar sistema colonial que se llamó “Protectorado”.
            Y quizá el nombre resultaba más adecuado de lo que pudiera pensarse. Para proteger, entre otros, el negocio de las minas de hierro cercanas a Melilla, uno de cuyos principales accionistas parece que era el propio rey, murieron en aquellas tierras miles y miles de jóvenes españoles, reclutados a la fuerza entre las clases más desfavorecidas (“la eterna carne de cañón” de la que habló Manuel Machado); para eso, y también para que una parte de la “casta” militar consiguiera ascensos rápidos por méritos de guerra y a la vez se enriqueciera con el negocio de los suministros y otras turbias actividades.
            La retórica nacionalista, que hablaba de civilización y barbarie, cegó a muchos, pero no a todos. Desde el principio hubo quienes vieron claro, aunque sus palabras sirvieran para poco. Ángel Ganivet, en su Idearium español, de 1896, fue uno de los pioneros en la denuncia del colonialismo: “Se parte de Europa con ideas de redención y se llega a África con ideas de negociante; y al regreso no se aplaude al que ha trabajado más para mejorar la suerte de la raza negra, sino al que ha matado más o ha amasado más crecida fortuna”. Sus palabras llegaron a ser proféticas: “¿Puede darse absurdo mayor que una empresa colonial de España en África? Más tarde recibiríamos el pago: un desastre económico, una guerra civil, otro ensayo republicano, un nuevo ataque a nuestra independencia, cualquiera de esas cosas y otras peores a elegir”.
            La historia que nos cuenta Lorenzo Silva no es una historia de buenos y malos. Nunca se muestra panfletario. Escribe con simpatía hacia un territorio secularmente disputado y hacia unas gentes, musulmanes, judíos y cristianos, que en ocasiones, cuando no se entremezclaron las ambiciones políticas de unos y de otros, lograron convivir en paz.
            El método elegido para referirnos esa historia, dando el protagonismo a las ciudades –Ceuta, Larache, Tetuán, Xauén, Melilla, Nador, Alhucemas– hace que algunos acontecimientos importantes se nos cuenten, no de una vez, sino por partes, como en una apasionante novela de intriga. Una novela en la que se procura dar voz a todos los protagonistas. La llegada de la Legión en socorro de Melilla, tras el desastre de Annual, la vemos primero con los ojos del entonces comandante Franco en su Historia de una bandera y luego con los de Arturo Barea en La forja de un rebelde.
            No, no es panfletario Lorenzo Silva, buen divulgador de unos hechos que siente muy cercanos, pero sí toma partido.
El epílogo del libro no se ocupa de una ciudad, sino “de un rojizo promontorio” a medio camino entre Nador y Alhucemas, y es un acta de acusación. En el verano de 1921 lo defendían unos trescientos soldados españoles junto a un número indeterminado de miembros de la Policía Indígena. Todos fueron exterminados, con su comandante al frente, en un ataque de la harka de Abd el-Krim. Los cadáveres se pudrieron al sol hasta que el sargento Francisco Basallo pidió y obtuvo permiso de Abd el-Krim para enterrarlos; lo hizo junto con una brigada de prisioneros y lo cuenta en su libro Memorias del cautiverio. Pero cuatro años después, en vísperas del desembarco de Alhucemas, se bombardeó aquel promontorio, incluida la loma donde se había sepultado a sus defensores.
Y allí siguen, casi noventa años después, entre trozos de alambrada y de correajes, “cientos de diminutas esquirlas de hueso” junto a fragmentos de esqueleto claramente reconocibles. “Otro país –escribe Lorenzo Silva– consideraría necesario poner un monolito o algo en ese lugar donde, con razón o sin ella, dieron todo lo que tenían varios cientos de españoles y marroquíes”. Pero este país no lo hará, añade: “ni siquiera sabe que esos huesos están allí, desmenuzados por los propios cañones”.
            Las líneas finales abandonan el tono neutro y objetivo que se ha querido dar al relato: “Ya que no tendrán ningún reconocimiento oficial, el nieto de uno de esos jóvenes enviados a África que tuvo la suerte de sobrevivir, y tener así descendencia que pudiera recordarle, deja constancia aquí de su sacrificio”.
            Un sacrificio inútil, como tantos otros, o peor que inútil, muy provechoso para unos pocos. El nacionalismo español mostró en Marruecos su cara más codiciosa, estúpida y cruel. Lorenzo Silva no formula explícitamente esa conclusión, pero es difícil extraer otra de sus lúcidas y bien documentadas páginas.